Elije entre mas de 100 cuentos infantiles cortos, cuentos para dormir, cuentos para niƱos.
ColƔs el chico y ColƔs el Grande
El gorro de dormir del solteron
El intrƩpido soldadito de plomo
El ultimo sueƱo del viejo roble
MUCHOS MAS CUENTOS INFANTILES
CUENTOS
El dĆa de hoy hablarĆ© de la importancia de leer cuentos a los niƱos.
Estuve investigando muchĆsimo en internet sobre los beneficios de leer cuentos cortos a nuestros niƱos y encontrĆ© muchĆsimos un montón de beneficios los he mezclado y los voy a transmitir los 8 beneficios mĆ”s importantes de leerle cuentos infantiles a nuestros hijos, asĆ que vamos!
CUENTOS INFANTILES
Vamos a hacer niños mÔs reflexivos,a través de la lectura de los cuentos las historias las fÔbulas que le leamos, los niños van a comprender con mensajes moralejas cómo actuar, como no actuar, como portarse bien, no portarse bien qué pasa cuando te portas mal, que te pasa cuando te portas bien, qué pasa si no se tiene miedo, qué pasa si se tratan estos miedos, hay ejemplos para todos, pero el truco estÔ en elegir bien el cuento corto o el libro que le vas a comprar o leer a tu hijo, y por eso hay reseñas en internet, o puedes abrir el libro al darle una ojeada y ya una vez que ya verÔs que todo estÔ bien lo compras y se lo leéis.
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CUENTOS PARA DORMIR
Es una de las bases para el desarrollo intelectual de nuestros niƱos, vamos a hacer que con historias entiendan el mundo que estĆ”n conociendo muchĆsimo mĆ”s rĆ”pido, ellos son una esponja van a hacer que los elementos de las historias, los elementos de los cuentos formen parte de su propio mundo y asĆ van a ir construyendo su realidad.
CUENTOS CORTOS
Estimula su memoria y sus ganas de expresarse, se van a aprender los elementos de las historias los personajes las mismas historias me pasa que con mis hijos abecés le leo un cuento, y yo me muere el sueño y trato de saltarme una hoja para que sea mÔs corto y me dice no asà no era le pasaba esto y esto y esto se acuerda de cada personaje de cada historia de cada acción de las emociones y con esto vas desarrollando su memoria.
CUENTOS PARA NIĆOS
Fomentan la lectura y el amor por los libros, esto es muy importante al acostumbrarlo desde pequeƱos a leer libros a vivir historias a vivir aventuras a travĆ©s de los libros a conocer mundos de fantasĆa van a hacer que ellos quieran mĆ”s y mĆ”s y mĆ”s, y asĆ poco a poco van adquiriendo mĆ”s libros mĆ”s libros mĆ”s libros mĆ”s historias y al final van a terminar siendo grandes lectores
Aumentan su vocabulario, al leer libros y cuentos en su cabeza se le van colando ideas palabras, frases que van haciendo que su vocabulario sea mas extenso.
CUENTOS INFANTILES CORTOS
Estimulan el desarrollo cognitivo de los niños,a través de los cuentos van a aprender colores formas animales dinosaurios planeta en depende del libro que leas de la historia del libro, se puede aprender de las estaciones de cualquier cosa que haya en este mundo e incluso puedes trabajar por proyectos, por ejemplo con mis hijos hubo una época que se metió en el mundo de los dinosaurios entonces lo empecé a comprar libros de dinosaurios y asà fortalecidas lo que a ella le interesaba entonces esa es una buena idea
CUENTOS INFANTILES. PDF
Estimula es la imaginación la creatividad y las expresiones artĆsticas del niƱo, como porque hay libros de rimas hay libros de preguntas hay libros totalmente fantĆ”sticos hay libros, y esto es muy importante a mĆ me gustó muchĆsimo con unas ilustraciones con unos dibujos con unas pinturas que al niƱo lo vas introduciendo en el arte lo haces seduciendo en diferentes expresiones artĆsticas
La que me parece mĆ”s importante y por eso lo he dejado para el final que es que crean lazos con tu hijo que nunca se va a olvidar ese momento especial que tĆŗ tienes con Ć©l porque no hay no hay otro momento en el dĆa que te pueda desconectar como cuando lees un libro, con esto a relajarte tu y los relajas a el asĆ que es un sĆŗper momento antes de ir a dormir ya saben lean mĆ”s cuentos menos tele mĆ”s libros.
Abuelita
Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho mĆ”s hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. TambiĆ©n sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchĆsimas cosas, pues vivĆa ya mucho antes que papĆ” y mamĆ”, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cĆ”nticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lĆ”grimas a los ojos. ĀæPor quĆ© abuelita mirarĆ” asĆ la marchita rosa de su devocionario? ĀæNo lo sabes? Cada vez que las lĆ”grimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, esplĆ©ndido y verde, con los rayos del sol filtrĆ”ndose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa mĆ”s lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.
Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonrĆe – Ā”pero ya no es la sonrisa de abuelita! – sĆ, y vuelve a sonreĆr. Ahora se ha marchado Ć©l, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no estĆ”, la rosa yace en el libro de cĆ”nticos, y… abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.
Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia.
– Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueƱecito.
Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvĆa mĆ”s y mĆ”s profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; habrĆase dicho que lo baƱaba el sol… y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataĆŗd, envuelta en lienzos blancos. Ā”Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habĆan desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta.
Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cĆ”nticos bajo su cabeza, pues ella lo habĆa pedido asĆ, con la rosa entre las pĆ”ginas. Y asĆ enterraron a abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció esplĆ©ndidamente, y los ruiseƱores acudĆan a cantar allĆ, y desde la iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allĆ; los niƱos podĆan ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho mĆ”s de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarĆan si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el fĆ©retro, y tierra dentro de Ć©l. El libro de cĆ”nticos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo tambiĆ©n. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseƱores, y enviando el órgano sus melodĆas. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verĆ”n a abuelita, joven y hermosa como antaƱo, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo.
Algo
- Ā”Quiero ser algo! – decĆa el mayor de cinco hermanos. – Quiero servir de algo en este mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que sea, que sirva a mis semejantes, serĆ© algo. Los hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los fabrico, harĆ© algo real y positivo.
- SĆ, pero eso es muy poca cosa – replicó el segundo hermano. – Tu ambición es muy humilde: es trabajo de peón, que una mĆ”quina puede hacer. No, mĆ”s vale ser albaƱil. Eso sĆ es algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio. Quien lo profesa es admitido en el gremio y se convierte en ciudadano, con su bandera propia y su casa gremial. Si todo marcha bien, podrĆ© tener oficiales, me llamarĆ”n maestro, y mi mujer serĆ” la seƱora patrona. A eso llamo yo ser algo.
- Ā”TonterĆas! – intervino el tercero. – Ser albaƱil no es nada. QuedarĆ”s excluido de los estamentos superiores, y en una ciudad hay muchos que estĆ”n por encima del maestro artesano. Aunque seas un hombre de bien, tu condición de maestro no te librarĆ” de ser lo que llaman un Ā« patĆ”n Ā». No, yo sĆ© algo mejor. SerĆ© arquitecto, seguirĆ© por la senda del Arte, del pensamiento, subirĆ© hasta el nivel mĆ”s alto en el reino de la inteligencia. HabrĆ© de empezar desde abajo, sĆ; te lo digo sin rodeos: comenzarĆ© de aprendiz. LlevarĆ© gorra, aunque estoy acostumbrado a tocarme con sombrero de seda. IrĆ© a comprar aguardiente y cerveza para los oficiales, y ellos me tutearĆ”n, lo cual no me agrada, pero imaginarĆ© que no es sino una comedia, libertades propias del Carnaval. MaƱana, es decir, cuando sea oficial, emprenderĆ© mi propio camino, sin preocuparme de los demĆ”s. IrĆ© a la academia a aprender dibujo, y serĆ© arquitecto. Esto sĆ es algo. Ā”Y mucho!. Acaso me llamen seƱorĆa, y excelencia, y me pongan, ademĆ”s, algĆŗn tĆtulo delante y detrĆ”s, y venga edificar, como otros hicieron antes que yo. Y entretanto irĆ© construyendo mi fortuna. Ā”Ese algo vale la pena!
- Pues eso que tĆŗ dices que es algo, se me antoja muy poca cosa, y hasta te dirĆ© que nada – dijo el cuarto. – No quiero tomar caminos trillados. No quiero ser un copista. Mi ambición es ser un genio, mayor que todos vosotros juntos. CrearĆ© un estilo nuevo, levantarĆ© el plano de los edificios segĆŗn el clima y los materiales del paĆs, haciendo que cuadren con su sentimiento nacional y la evolución de la Ć©poca, y les aƱadirĆ© un piso, que serĆ” un zócalo para el pedestal de mi gloria.
- ĀæY si nada valen el clima y el material? – preguntó el quinto. – SerĆa bien sensible, pues no podrĆan hacer nada de provecho. El sentimiento nacional puede engreĆrse y perder su valor; la evolución de la Ć©poca puede escapar de tus manos, como se te escapa la juventud. Ya veo que en realidad ninguno de vosotros llegarĆ” a ser nada, por mucho que lo esperĆ©is. Pero haced lo que os plazca. Yo no voy a imitaros; me quedarĆ© al margen, para juzgar y criticar vuestras obras. En este mundo todo tiene sus defectos; yo los descubrirĆ© y sacarĆ© a la luz. Esto serĆ” algo.
AsĆ lo hizo, y la gente decĆa de Ć©l: Ā«
Indudablemente, este hombre tiene algo. Es una cabeza despejada. Pero no hace nada Ā». Y, sin embargo, por esto precisamente era algo.
Como veis, esto no es mƔs que un cuento, pero un cuento que nunca se acaba, que empieza siempre de nuevo, mientras el mundo sea mundo.
Pero, ¿qué fue, a fin de cuentas, de los cinco hermanos? Escuchadme bien, que es toda una historia.
El mayor, que fabricaba ladrillos, observó que por cada uno recibĆa una monedita, y aunque sólo fuera de cobre, reuniendo muchas de ellas se obtenĆa un brillante escudo. Ahora bien, dondequiera que vayĆ”is con un escudo, a la panaderĆa, a la carnicerĆa o a la sastrerĆa, se os abre la puerta y sólo tenĆ©is que pedir lo que os haga falta. He aquĆ lo que sale de los ladrillos. Los hay que se rompen o desmenuzan, pero incluso de Ć©stos se puede sacar algo.
Una pobre mujer llamada Margarita deseaba construirse una casita sobre el malecón. El hermano mayor, que tenĆa un buen corazón, aunque no llegó a ser mĆ”s que un sencillo ladrillero, le dio todos los ladrillos rotos, y unos pocos enteros por aƱadidura. La mujer se construyó la casita con sus propias manos. Era muy pequeƱa; una de las ventanas estaba torcida; la puerta era demasiado baja, y el techo de paja hubiera podido quedar mejor. Pero, bien que mal, la casuca era un refugio, y desde ella se gozaba de una buena vista sobre el mar, aquel mar cuyas furiosas olas se estrellaban contra el malecón, salpicando con sus gotas salobres la pobre choza, y tal como era, Ć©sta seguĆa en pie mucho tiempo despuĆ©s de estar muerto el que habĆa cocido los ladrillos.
El segundo hermano conocĆa el oficio de albaƱil, mucho mejor que la pobre Margarita, pues lo habĆa aprendido tal como se debe.
Aprobado su examen de oficial, se echó la mochila al hombro y entonó la canción del artesano:
Joven yo soy, y quiero correr mundo,Ā e ir levantando casas por doquier,Ā cruzar tierras, pasar el mar profundo,Ā confiado en mi arte y mi valer.
Y si a mi tierra regresara un dĆaĀ atraĆdo por el amor que allĆ dejĆ©,Ā alĆ”rgame la mano, patria mĆa,Ā y tĆŗ, casita que mĆa te llamĆ©.
Y asĆ lo hizo. Regresó a la ciudad, ya en calidad de maestro, y contruyó casas y mĆ”s casas, una junto a otra, hasta formar toda una calle. Terminada Ć©sta, que era muy bonita y realzaba el aspecto de la ciudad, las casas edificaron para Ć©l una casita, de su propiedad. ĀæCómo pueden construir las casas? PregĆŗntaselo a ellas. Si no te responden, lo harĆ” la gente en su lugar, diciendo: Ā« SĆ, es verdad, la calle le ha construido una casa Ā». Era pequeƱa y de pavimento de arcilla, pero bailando sobre Ć©l con su novia se volvió liso y brillante; y de cada piedra de la pared brotó una flor, con lo que las paredes parecĆan cubiertas de preciosos tapices. Fue una linda casa y una pareja feliz. La bandera del gremio ondeaba en la fachada, y los oficiales y aprendices gritaban Ā« Ā”Hurra por nuestro maestro! Ā». SĆ, seƱor, aquĆ©l llegó a ser algo. Y murió siendo algo.
Vino luego el arquitecto, el tercero de los hermanos, que habĆa empezado de aprendiz, llevando gorra y haciendo de mandadero, pero mĆ”s tarde habĆa ascendido a arquitecto, tras los estudios en la Academia, y fue honrado con los tĆtulos de SeƱorĆa y Excelencia. Y si las casas de la calle habĆan edificado una para el hermano albaƱil, a la calle le dieron el nombre del arquitecto, y la mejor casa de ella fue suya. Llegó a ser algo, sin duda alguna, con un largo tĆtulo delante y otro detrĆ”s. Sus hijos pasaban por ser de familia distinguida, y cuando murió, su viuda fue una viuda de alto copete… y esto es algo. Y su nombre quedó en el extremo de la calle y como nombre de calle siguió viviendo en labios de todos. Esto tambiĆ©n es algo, sĆ seƱor. Siguió despuĆ©s el genio, el cuarto de los hermanos, el que pretendĆa idear algo nuevo, aparte del camino trillado, y realzar los edificios con un piso mĆ”s, que debĆa inmortalizarle. Pero se cayó de este piso y se rompió el cuello. Eso sĆ, le hicieron un entierro solemnĆsimo, con las banderas de los gremios, mĆŗsica, flores en la calle y elogios en el periódico; en su honor se pronunciaron tres panegĆricos, cada uno mĆ”s largo que el anterior, lo cual le habrĆa satisfecho en extremo, pues le gustaba mucho que hablaran de Ć©l. Sobre su tumba erigieron un monumento, de un solo piso, es verdad, pero esto es algo.
El tercero habĆa muerto, pues, como sus tres hermanos mayores. Pero el Ćŗltimo, el razonador, sobrevivió a todos, y en esto estuvo en su papel, pues asĆ pudo decir la Ćŗltima palabra, que es lo que a Ć©l le interesaba. Como decĆa la gente, era la cabeza clara de la familia. Pero le llegó tambiĆ©n su hora, se murió y se presentó a la puerta del cielo, por la cual se entra siempre de dos en dos. Y he aquĆ que Ć©l iba de pareja con otra alma que deseaba entrar a su vez, y resultó ser la pobre vieja Margarita, la de la casa del malecón.
- De seguro que serĆ” para realzar el contraste por lo que me han puesto de pareja con esta pobre alma – dijo el razonador -. ĀæQuien sois, abuelita? ĀæQuerĆ©is entrar tambiĆ©n? – le preguntó.
Inclinóse la vieja lo mejor que pudo, pensando que el que le hablaba era San Pedro en persona. – Soy una pobre mujer sencilla, sin familia, la vieja Margarita de la casita del malecón.
- Ya, ¿y qué es lo que hicisteis allÔ abajo?
- Bien poca cosa, en realidad. Nada que pueda valerme la entrada aquĆ. SerĆ” una gracia muy grande de Nuestro SeƱor, si me admiten en el ParaĆso.
- ĀæY cómo fue que os marchasteis del mundo? – siguió preguntando Ć©l, sólo por decir algo, pues al hombre le aburrĆa la espera.
- La verdad es que no lo sĆ©. El Ćŗltimo aƱo lo pasĆ© enferma y pobre. Un dĆa no tuve mĆ”s remedio que levantarme y salir, y me encontrĆ© de repente en medio del frĆo y la helada. Seguramente no pude resistirlo. Le contarĆ© cómo ocurrió: Fue un invierno muy duro, pero hasta entonces lo habĆa aguantado. El viento se calmó por unos dĆas, aunque hacĆa un frĆo cruel, como Vuestra SeƱorĆa debe saber. La capa de hielo entraba en el mar hasta perderse de vista. Toda la gente de la ciudad habĆa salido a pasear sobre el hielo, a patinar, como dicen ellos, y a bailar, y tambiĆ©n creo que habĆa mĆŗsica y merenderos. Yo lo oĆa todo desde mi pobre cuarto, donde estaba acostada. Esto duró hasta el anochecer. HabĆa salido ya la luna, pero su luz era muy dĆ©bil. MirĆ© al mar desde mi cama, y entonces vi que de allĆ donde se tocan el cielo y el mar subĆa una maravillosa nube blanca. Me quedĆ© mirĆ”ndola y vi un punto negro en su centro, que crecĆa sin cesar; y entonces supe lo que aquello significaba – pues soy vieja y tengo experiencia, – aunque no es frecuente ver el signo. Yo lo conocĆ y sentĆ espanto. Durante mi vida lo habĆa visto dos veces, y sabĆa que anunciaba una espantosa tempestad, con una gran marejada que sorprenderĆa a todos aquellos desgraciados que allĆ estaban, bebiendo, saltando y divirtiĆ©ndose. Toda la ciudad habĆa salido, viejos y jóvenes. Ā”QuiĆ©n podĆa prevenirlos, si nadie veĆa el signo ni se daba cuenta de lo que yo observaba! SentĆ una angustia terrible, y me entró una fuerza y un vigor como hacĆa mucho tiempo no habla sentido. SaltĆ© de la cama y me fui a la ventana; no pude ir mĆ”s allĆ”. ConseguĆ abrir los postigos, y vi a muchas personas que corrĆan y saltaban por el hielo y vi las lindas banderitas y oĆ los hurras de los chicos y los cantos de los mozos y mozas. Todo era bullicio y alegrĆa, y mientras tanto la blanca nube con el punto negro iba creciendo por momentos. GritĆ© con todas mis fuerzas, pero nadie me oyó, pues estaban demasiado lejos. La tempestad no tardarĆa en estallar, el hielo se resquebrajarĆa y harĆa pedazos, y todos aquĆ©llos, hombres y mujeres, niƱos y mayores, se hundirĆan en el mar, sin salvación posible. Ellos no podĆan oĆrme, y yo no podĆa ir hasta ellos. ĀæCómo conseguir que viniesen a tierra? Dios Nuestro SeƱor me inspiró la idea de pegar fuego a mĆ cama.
MĆ”s valĆa que se incendiara mi casa, a que todos aquellos infelices pereciesen. EncendĆ el fuego, vi la roja llama, salĆ a la puerta… pero allĆ me quedĆ© tendida, con las fuerzas agotadas. Las llamas se agrandaban a mi espalda, saliendo por la ventana y por encima del tejado. Los patinadores las vieron y acudieron corriendo en mi auxilio, pensando que iba a morir abrasada. Todos vinieron hacia el malecón. Los oĆ venir, pero al mismo tiempo oĆ un estruendo en el aire, como el tronar de muchos caƱones. La ola de marea levantó el hielo y lo hizo pedazos, pero la gente pudo llegar al malecón, donde las chispas me caĆan encima. Todos estaban a salvo. Yo, en cambio, no pude resistir el frĆo y el espanto, y por esto he venido aquĆ, a la puerta del cielo. Dicen que estĆ” abierta para los pobres como yo. Y ahora ya no tengo mi casa. ĀæQuĆ© le parece, me dejarĆ”n entrar?
Abrióse en esto la puerta del cielo, y un Ć”ngel hizo entrar a la mujer. De Ć©sta cayó una brizna de paja, una de las que habĆa en su cama cuando la incendió para salvar a los que estaban en peligro. La paja se transformó en oro, pero en un oro que crecĆa y echaba ramas, que se trenzaban en hermosĆsimos arabescos.
- ĀæVes? – dijo el Ć”ngel al razonador – esto lo ha traĆdo la pobre mujer. Y tĆŗ, ĀæquĆ© traes? Nada, bien lo sĆ©. No has hecho nada, ni siquiera un triste ladrillo. PodrĆas volverte y, por lo menos, traer uno. De seguro que estarĆa mal hecho, siendo obra de tus manos, pero algo valdrĆa la buena voluntad. Por desgracia, no puedes volverte, y nada puedo hacer por ti.
Entonces, aquella pobre alma, la mujer de la casita del malecón, intercedió por él:
- Su hermano me regaló todos los ladrillos y trozos con los que pude levantar mi humilde casa. Fue un gran favor que me hizo. ĀæNo servirĆan todos aquellos trozos como un ladrillo para Ć©l? Es una gracia que pido. La necesita tanto, y puesto que estamos en el reino de la gracia…
- Tu hermano, a quien tĆŗ creĆas el de mĆ”s cortos alcances – dijo el Ć”ngel – aquĆ©l cuya honrada labor te parecĆa la mĆ”s baja, te da su óbolo celestial. No serĆ”s expulsado. Se te permitirĆ” permanecer ahĆ fuera reflexionando y reparando tu vida terrenal; pero no entrarĆ”s mientras no hayas hecho una buena acción.
- Yo lo habrĆa sabido decir mejor – pensó el pedante, pero no lo dijo en voz alta, y esto ya es algo.
Bajo el sauce
La comarca de Kjƶge es Ć”cida y pelada; la ciudad estĆ” a orillas del mar, y esto es siempre una ventaja, pero es innegable que podrĆa ser mĆ”s hermosa de lo que es en realidad; todo alrededor son campos lisos, y el bosque queda a mucha distancia. Sin embargo, cuando nos encontramos a gusto en un lugar, siempre descubrimos algo de bello en Ć©l, y mĆ”s tarde lo echaremos de menos, aunque nos hallemos en el sitio mĆ”s hermoso del mundo. Y forzoso es admitir que en verano tienen su belleza los arrabales de Kjƶge, con sus pobres jardincitos extendidos hasta el arroyo que allĆ se vierte en el mar; y asĆ lo creĆan en particular Knud y Juana, hijos de dos familias vecinas, que jugaban juntos y se reunĆan atravesando a rastras los groselleros. En uno de los jardines crecĆa un saĆŗco, en el otro un viejo sauce, y debajo de Ć©ste gustaban de jugar sobre todo los niƱos; y se les permitĆa hacerlo, a pesar de que el Ć”rbol estaba muy cerca del rĆo, y los chiquillos corrĆan peligro de caer en Ć©l. Pero el ojo de Dios vela sobre los pequeƱuelos – de no ser asĆ, Ā”mal irĆan las cosas! -. Por otra parte, los dos eran muy prudentes; el niƱo tenĆa tanto miedo al agua, que en verano no habĆa modo de llevarlo a la playa, donde tan a gusto chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo hacĆa objeto de la burla general, y Ć©l tenĆa que aguantarla.
Un dĆa la hijita del vecino, Juana, soñó que navegaba en un bote de vela en la BahĆa de Kjƶge, y que Knud se dirigĆa hacia ella vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y despuĆ©s lo cubrió por entero. Desde el momento en que Knud se enteró de aquel sueƱo, ya no soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo como prueba al sueƱo de Juana. Ćste era su orgullo, mas no por eso se acercaba al mar. Los pobres padres se reunĆan con frecuencia, y Knud y Juana jugaban en los jardines y en el camino plantado de sauces que discurrĆa a lo largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos Ć”rboles, pues tenĆan las copas como podadas, pero no los habĆan plantado para adorno, sino para utilidad; mĆ”s hermoso era el viejo sauce del jardĆn a cuyo pie, segĆŗn ya hemos dicho, jugaban a menudo los dos amiguitos. En la ciudad de Kjƶge hay una gran plaza-mercado, en la que, durante la feria anual, se instalan verdaderas calles de puestos que venden cintas de seda, calzados y todas las cosas imaginables. HabĆa entonces un gran gentĆo, y generalmente llovĆa; ademĆ”s, apestaba a sudor de las chaquetas de los campesinos, aunque olĆa tambiĆ©n a exquisito alajĆŗ, del que habĆa toda una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era que el hombre que lo vendĆa se alojaba, durante la feria, en casa de los padres de Knud, y, naturalmente, lo obsequiaba con un pequeƱo pan de especias, del que participaba tambiĆ©n Juana. Pero habĆa algo que casi era mĆ”s hermoso todavĆa: el comerciante sabĆa contar historias de casi todas las cosas, incluso de sus turrones, y una velada explicó una que produjo tal impresión en los niƱos, que jamĆ”s pudieron olvidarla;
por eso serƔ conveniente que la oigamos tambiƩn nosotros, tanto mƔs, cuanto que es muy breve.
– Sobre el mostrador – empezó el hombre – habĆa dos moldes de alajĆŗ, uno en figura de un hombre con sombrero, y el otro en forma de mujer sin sombrero, pero con una mancha de oropel en la cabeza; tenĆan la cara de lado, vuelta hacia arriba, y habĆa que mirarlos desde aquel Ć”ngulo y no del revĆ©s, pues jamĆ”s hay que mirar asĆ a una persona. El hombre llevaba en el costado izquierdo una almendra amarga, que era el corazón, mientras la mujer era dulce toda ella. Estaban para muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho tiempo allĆ, por lo que se enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha de salir algo de tal situación.
Ā«Es hombre, y por tanto, tiene que ser el primero en hablarĀ», pensaba ella; no obstante, se habrĆa dado por satisfecha con saber que su amor era correspondido.
Los pensamientos de Ć©l eran mucho mĆ”s ambiciosos, como siempre son los hombres; soƱaba que era un golfo callejero y que tenĆa cuatro chelines, con los cuales se compraba la mujer y se la comĆa.
AsĆ continuaron por espacio de dĆas y semanas en el mostrador, y cada dĆa estaban mĆ”s secos; y los pensamientos de ella eran cada vez mĆ”s tiernos y femeninos: Ā«Me doy por contenta con haber estado sobre la mesa con Ć©lĀ», pensó, y se rompió por la mitad.
Ā«Si hubiese conocido mi amor, de seguro que habrĆa resistido un poco mĆ”sĀ», pensó Ć©l.
– Y Ć©sta es la historia y aquĆ estĆ”n los dos – dijo el turronero. – Son notables por su vida y por su silencioso amor, que nunca conduce a nada. Ā”Vedlos ahĆ! – y dio a Juana el hombre, sano y entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niƱos les habĆa emocionado tanto el cuento, que no tuvieron Ć”nimos para comerse la enamorada pareja.
Al dĆa siguiente se dirigieron, con las dos figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano como en invierno, de un rico tapiz de hiedra; pusieron al sol los pasteles, entre los verdes zarcillos, y contaron a un grupo de otros niƱos la historia de su amor, mudo e inĆŗtil, y todos la encontraron maravillosa; y cuando volvieron a mirar a la pareja de alajĆŗ, un muchacho grandote se habĆa comido ya la mujer despedazada, y esto, por pura maldad. Los niƱos se echaron a llorar, y luego – y es de suponer que lo hicieron para que el pobre hombre no quedase solo en el mundo – se lo comieron tambiĆ©n; pero en cuanto a la historia, no la olvidaron nunca.
Los dos chiquillos seguĆan reuniĆ©ndose bajo el sauce o junto al saĆŗco, y la niƱa cantaba canciones bellĆsimas con su voz argentina. A Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la garganta, pero al menos se sabĆa la letra, y mĆ”s vale esto que nada. La gente de Kjƶge, y entre ella la seƱora de la quincallerĆa, se detenĆan a escuchar a Juana. – Ā”QuĆ© voz mĆ”s dulce! – decĆan.
Aquellos dĆas fueron tan felices, que no podĆan durar siempre. Las dos familias vecinas se separaron; la madre de la niƱa habĆa muerto, el padre deseaba ir a Copenhague, para volver a casarse y buscar trabajo; querĆa establecerse de mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los vecinos se despidieron con lĆ”grimas, y sobre todo lloraron los niƱos; los padres se prometieron mutuamente escribirse por lo menos una vez al aƱo.
Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya mayorcito y no se le podĆa dejar ocioso por mĆ”s tiempo. Entonces recibió la confirmación. Ā”Ah, quĆ© no hubiera dado por estar en Copenhague aquel dĆa solemne, y ver a Juanita! Pero no pudo ir, ni habĆa estado nunca, a pesar de que no distaba mĆ”s de cinco millas de Kjƶge. Sin embargo, a travĆ©s de la bahĆa, y con tiempo despejado, Knud habĆa visto sus torres, y el dĆa de la confirmación distinguió claramente la brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra SeƱora.
Ā”Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, Āæse acordarĆa de Ć©l? SĆ, se acordaba.
Hacia Navidad llegó una carta de su padre para los de Knud. Las cosas les iban muy bien en Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz, iba a tener una gran suerte; habĆa ingresado en el teatro lĆrico; ya ganaba algĆŗn dinerillo, y enviaba un escudo a sus queridos vecinos de Kjƶge para que celebrasen unas alegres Navidades. QuerĆa que bebiesen a su salud, y la niƱa habĆa aƱadido de su puƱo y letra estas palabras: «”Afectuosos saludos a Knud!Ā».
Todos derramaron lĆ”grimas, a pesar de que las noticias eran muy agradables; pero tambiĆ©n se llora de alegrĆa. DĆa tras dĆa Juana habĆa ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el muchacho que tambiĆ©n ella se acordaba de Ć©l, y cuanto mĆ”s se acercaba el tiempo en que ascenderĆa a oficial zapatero, mĆ”s claramente se daba cuenta de que estaba enamorado de Juana y de que Ć©sta debĆa ser su mujer; y siempre que le venĆa esta idea se dibujaba una sonrisa en sus labios y tiraba con mayor fuerza del hilo, mientras tesaba el tirapiĆ©; a veces se clavaba la lezna en un dedo, pero Ā”quĆ© importa! Desde luego que no serĆa mudo, como los dos moldes de alajĆŗ; la historia habĆa sido una buena lección.
Y ascendió a oficial. Colgóse la mochila al hombro, y por primera vez en su vida se dispuso a Ā trasladarse Ā Ā Ā Ā a Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Copenhague; ya Ā Ā Ā Ā Ā Ā habĆa encontrado allĆ un maestro. Ā”QuĆ© sorprendida quedarĆa Juana, y quĆ© contenta! Contaba ahora 16 aƱos, y Ć©l, 19.
Ya en Kjƶge, se le ocurrió comprarle un anillo de oro, pero luego pensó que seguramente los encontrarĆa Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā mucho Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā mĆ”s Ā Ā Ā hermosos en
Copenhague. Se despidió de sus padres, y un dĆa lluvioso de otoƱo emprendió el camino de la capital; las hojas caĆan de los Ć”rboles, y calado hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a la casa de su nuevo patrón.
El primer domingo se dispuso a visitar al padre de Juana. Sacó del baĆŗl su vestido de oficial y el nuevo sombrero que se trajera de Kjƶge y que tan bien le sentaba; antes habĆa usado siempre gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los muchos peldaƱos que conducĆan al piso. Ā”Era para dar vĆ©rtigo la manera cómo la gente se apilaba en aquella enmaraƱada ciudad!
La vivienda respiraba bienestar, y el padre de Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa no la conocĆa, pero ella le alargó la mano y lo invitó a tomar cafĆ©.
- Juana estarĆ” contenta de verte – dijo el padre -. Te has vuelto un buen mozo. Ya la verĆ”s; es una muchacha que me da muchas alegrĆas y, Dios mediante, me darĆ” mĆ”s aĆŗn. Tiene su propia habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre llamó delicadamente a la puerta, como si fuese un forastero, y entraron – Ā”quĆ© hermoso era allĆ! -. Seguramente en todo Kjƶge no habĆa un aposento semejante: ni la propia Reina lo tendrĆa mejor. HabĆa alfombras; en las ventanas, cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de terciopelo autĆ©ntico y en derredor flores y cuadros, ademĆ”s de un espejo en el que uno casi podĆa meterse, pues era grande como una puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y, sin embargo, sólo veĆa a Juana; era una moza ya crecida, muy distinta de como la imaginara, sólo que mucho mĆ”s hermosa; en toda Kjƶge no se encontrarĆa otra como ella; Ā”quĆ© fina y delicada! La primera mirada que dirigió a Knud fue la de una extraƱa, pero duró sólo un instante; luego se precipitó hacia Ć©l como si quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó. SĆ, estaba muy contenta de volver a ver al amigo de su niƱez. ĀæNo brillaban lĆ”grimas en sus ojos? Y despuĆ©s empezó a preguntar y a contar, pasando desde los padres de Knud hasta el saĆŗco y el sauce; madre saĆŗco y padre sauce, como los llamaba, cual si fuesen personas; pero bien podĆan pasar por tales, si lo habĆan sido los pasteles de alajĆŗ. De Ć©stos habló tambiĆ©n y de su mudo amor, cuando estaban en el mostrador y se partieron… y la muchacha se reĆa con toda el alma, mientras la sangre afluĆa a las mejillas de Knud, y su corazón palpitaba con violencia desusada. No, no se habĆa vuelto orgullosa. Y ella fue tambiĆ©n la causante – bien se fijó Knud – de que sus padres lo invitasen a pasar la velada con ellos. Sirvió el tĆ© y le ofreció con su propia mano una taza luego cogió un libro y se puso a leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo que leĆa trataba de su amor, hasta tal punto concordaba con sus pensamientos. Luego cantó una sencilla canción, pero cantada por ella se convirtió en toda una historia; era como si su corazón se desbordase en ella. SĆ, indudablemente querĆa a Knud. Las lĆ”grimas rodaron por las mejillas del muchacho sin poder Ć©l impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra de su boca; se acusaba de tonto a sĆ mismo, pero ella le estrechó la mano y le dijo:
- Tienes un buen corazón, Knud. Sé siempre como ahora.
Fue una velada inolvidable. Son ocasiones después de las cuales no es posible dormir, y Knud se pasó la noche despierto.
Ā Buen Humor
Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ĀæquiĆ©n era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en total contradicción con su oficio. Y, ĀæcuĆ”l era su oficio, su posición en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: Ā«Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oĆr hablarĀ». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su profesión lo situó a la cabeza de los personajes mĆ”s conspicuos de la ciudad, y allĆ estaba en su pleno derecho, pues aquĆ©l era su verdadero puesto. TenĆa que ir siempre delante: del obispo, de los prĆncipes de la sangre…; sĆ, seƱor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fĆŗnebres.
Bueno, pues ya lo sabĆ©is. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veĆan a mi padre sentado allĆ” arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con la que representan al sol, no habĆa manera de pensar en el luto ni en la tumba. Aquella cara decĆa: Ā«No os preocupĆ©is. A lo mejor no es tan malo como lo pintanĀ».
Pues bien, de Ć©l he heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allĆ con un espĆritu alegre, y otra cosa, todavĆa: me llevo siempre el periódico, como Ć©l hacĆa tambiĆ©n.
Ya no soy tan joven como antes, no tengo mujer ni hijos, ni tampoco biblioteca, pero, como ya he dicho, compro el periódico, y con Ć©l me basta; es el mejor de los periódicos, el que leĆa tambiĆ©n mi padre. Resulta muy Ćŗtil para muchas cosas, y ademĆ”s trae todo lo que hay que saber: quiĆ©n predica en las iglesias, y quiĆ©n lo hace en los libros nuevos; dónde se encuentran casas, criados, ropas y alimentos; quiĆ©n efectĆŗa Ā«liquidacionesĀ», y quiĆ©n se marcha. Y luego, uno se entera de tantos actos caritativos y de tantos versos ingenuos que no hacen daƱo a nadie, anuncios matrimoniales, citas que uno acepta o no, y todo de manera tan sencilla y natural. Se puede vivir muy bien y muy felizmente, y dejar que lo entierren a uno, cuando se tiene el Ā«NoticieroĀ»; al llegar al final de la vida se tiene tantĆsimo papel, que uno puede tenderse encima si no le parece apropiado descansar sobre virutas y serrĆn.
El Ā«NoticieroĀ» y el cementerio son y han sido siempre las formas de ejercicio que mĆ”s han hablado a mi espĆritu, mis balnearios preferidos para conservar el buen humor.
Ahora bien, por el periódico puede pasear cualquiera; pero venĆos conmigo al cementerio. Vamos allĆ” cuando el sol brilla y los Ć”rboles estĆ”n verdes; paseĆ©monos entonces por entre las tumbas, Cada una de ellas es como un libro cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el tĆtulo, que dice lo que la obra contiene, y, sin embargo, nada dice; pero yo conozco el intrĆngulis, lo sĆ© por mi padre y por mĆ mismo. Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me he compuesto yo mismo para mi servicio y gusto. En Ć©l estĆ”n todos juntos y aĆŗn algunos mĆ”s.
Ya estamos en el cementerio.
DetrĆ”s de una reja pintada de blanco, donde antaƱo crecĆa un rosal – hoy no estĆ”, pero unos tallos de siempreviva de la sepultura contigua han extendido hasta aquĆ sus dedos, y mĆ”s vale esto que nada -, reposa un hombre muy desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le faltaba su buena rentecita y aĆŗn algo mĆ”s, pero se tomaba el mundo, en todo caso, el Arte, demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro dispuesto a disfrutar con toda su alma, se ponĆa frenĆ©tico sólo porque el tramoyista iluminaba demasiado la cara de la luna, o porque las bambalinas colgaban delante de los bastidores en vez de hacerlo por detrĆ”s, o porque salĆa una palmera en un paisaje de Dinamarca, un cacto en el Tirol o hayas en el norte de Noruega. ĀæAcaso tiene eso la menor importancia? ĀæQuiĆ©n repara en estas cosas? Es la comedia lo que debe causaros placer. Tan pronto el pĆŗblico aplaudĆa demasiado, como no aplaudĆa bastante. – Esta leƱa estĆ” hĆŗmeda -decĆa-, no quemarĆ” esta noche -. Y luego se volvĆa a ver quĆ© gente habĆa, y notaba que se reĆan a deshora, en ocasiones en que la risa no venĆa a cuento, y el hombre se encolerizaba y sufrĆa. No podĆa soportarlo, y era un desgraciado. Y helo aquĆ: hoy reposa en su tumba.
AquĆ yace un hombre feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de alta cuna; y Ć©sta fue su dicha, ya que, por lo demĆ”s, nunca habrĆa sido nadie; pero en la Naturaleza estĆ” todo tan bien dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en ello. Iba siempre con bordados por delante y por detrĆ”s, y ocupaba su sitio en los salones, como se coloca un costoso cordón de campanilla bordado en perlas, que tiene siempre detrĆ”s otro cordón bueno y recio que hace el servicio. TambiĆ©n Ć©l llevaba detrĆ”s un buen cordón, un hombre de paja encargado de efectuar el servicio. Todo estĆ” tan bien dispuesto, que a uno no pueden por menos que alegrĆ”rsele las pajarillas.
Descansa aquĆ – Ā”esto sĆ que es triste! -, descansa aquĆ un hombre que se pasó sesenta y siete aƱos reflexionando sobre la manera de tener una buena ocurrencia. Vivió sólo para esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente buena a su juicio, y le dio una alegrĆa tal, que se murió de ella, con lo que nadie pudo aprovecharse, pues a nadie la comunicó. Y mucho me temo que por causa de aquella buena idea no encuentre reposo en la tumba; pues suponiendo que no se trate de una ocurrencia de esas que sólo pueden decirse a la hora del desayuno – pues de otro modo no producen efecto -, y de que Ć©l, como buen difunto, y segĆŗn es general creencia, sólo puede aparecerse a medianoche, resulta que no siendo la ocurrencia adecuada para dicha hora, nadie se rĆe, y el hombre tiene que volverse a la sepultura con su buena idea. Es una tumba realmente triste.
AquĆ reposa una mujer codiciosa. En vida se levantaba por la noche a maullar para hacer creer a los vecinos que tenĆa gatos; Ā”hasta tanto llegaba su avaricia!
AquĆ yace una seƱorita de buena familia; se morĆa por lucir la voz en las veladas de sociedad, y entonces cantaba una canción italiana que decĆa: Ā«Mi manca la voce!Ā» («”Me falta la voz!Ā»). Es la Ćŗnica verdad que dijo en su vida.
Yace aquĆ una doncella de otro cuƱo. Cuando el canario del corazón empieza a cantar, la razón se tapa los oĆdos con los dedos. La hermosa doncella entró en la gloria del matrimonio… Es Ć©sta una historia de todos los dĆas, y muy bien contada ademĆ”s. Ā”Dejemos en paz a los muertos!
AquĆ reposa una viuda, que tenĆa miel en los labios y bilis en el corazón. Visitaba las familias a la caza de los defectos del prójimo, de igual manera que en dĆas pretĆ©ritos el Ā«amigo policĆaĀ» iba de un lado a otro en busca de una placa de cloaca que no estaba en su sitio.
Tenemos aquĆ un panteón de familia. Todos los miembros de ella estaban tan concordes en sus opiniones, que aun cuando el mundo entero y el periódico dijesen: Ā«Es asĆĀ», si el benjamĆn de la casa decĆa, al llegar de la escuela: Ā«Pues yo lo he oĆdo de otro modoĀ», su afirmación era la Ćŗnica fidedigna, pues el chico era miembro de la familia. Y no habĆa duda: si el gallo del corral acertaba a cantar a media noche, era seƱal de que rompĆa el alba, por mĆ”s que el vigilante y todos los relojes de la ciudad se empeƱasen en decir que era medianoche.
El gran Goethe cierra su Fausto con estas palabras: Ā«Puede continuarseĀ», Lo mismo podrĆamos decir de nuestro paseo por el cementerio. Yo voy allĆ con frecuencia; cuando alguno de mis amigos, o de mis no amigos se pasa de la raya conmigo, me voy allĆ, busco un buen trozo de cĆ©sped y se lo consagro, a Ć©l o a ella, a quien sea que quiero enterrar, y lo entierro enseguida; y allĆ se estĆ”n muertecitos e impotentes hasta que resucitan, nuevecitos y mejores. Su vida y sus acciones, miradas desde mi atalaya, las escribo en mi libro funerario. Y asĆ debieran proceder todas las personas; no tendrĆan que encolerizarse cuando alguien les juega una mala pasada, sino enterrarlo enseguida, conservar el buen humor y el Ā«NoticieroĀ», este periódico escrito por el pueblo mismo, aunque a veces inspirado por otros.
Cuando suene la hora de encuadernarme con la historia de mi vida y depositarme en la tumba, poned esta inscripción: «Un hombre de buen humor».
Ćsta es mi historia.
Cada cosa en su sitio
Hace de esto mƔs de cien aƱos.
DetrĆ”s del bosque, a orillas de un gran lago, se levantaba un viejo palacio, rodeado por un profundo foso en el que crecĆan caƱaverales, juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se inclinaban sobre las caƱas.
Desde el valle llegaban sones de cuernos y trotes de caballos; por eso la zagala se daba prisa en sacar los gansos del puente antes de que llegase la partida de cazadores. VenĆa Ć©sta a todo galope, y la muchacha hubo de subirse de un brinco a una de las altas piedras que sobresalĆan junto al puente, para no ser atropellada. Era casi una niƱa, delgada y flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos maravillosamente lĆmpidos. Mas el noble caballero no reparó en ellos; a pleno galope, blandiendo el lĆ”tigo, por puro capricho dio con Ć©l en el pecho de la pastora, con tanta fuerza que la derribó.
- Ā”Cada cosa en su sitio! -exclamó-. Ā”El tuyo es el estercolero! -y soltó una carcajada, pues el chiste le pareció gracioso, y los demĆ”s le hicieron coro. Todo el grupo de cazadores prorrumpió en un estruendoso griterĆo, al que se sumaron los ladridos de los perros. Era lo que dice la canción:
«”Borrachas llegan las ricas aves!».
Dios sabe lo rico que era.
La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En cuanto los seƱores y la jaurĆa hubieron desaparecido por la puerta, ella trató de salir de su atolladero, pero la rama se quebró, y la muchachita cayó en medio del caƱaveral, sintiendo en el mismo momento que la sujetaba una mano robusta. Era un buhonero, que, habiendo presenciado toda la escena desde alguna distancia, corrió en su auxilio.
- Ā”Cada cosa en su sitio! -dijo, remedando al noble en tono de burla y poniendo a la muchacha en un lugar seco. Luego intentó volver a adherir la rama quebrada al Ć”rbol; pero eso de Ā«cada cosa en su sitioĀ» no siempre tiene aplicación, y asĆ la clavó en la tierra reblandecida -. Crece si puedes; crece hasta convertirte en una buena flauta para la gente del castillo -. Con ello querĆa augurar al noble y los suyos un bien merecido castigo. Subió despuĆ©s al palacio, aunque no pasó al salón de fiestas; no era bastante distinguido para ello. Sólo le permitieron entrar en la habitación de la servidumbre, donde fueron examinadas sus mercancĆas y discutidos los precios. Pero del salón donde se celebraba el banquete llegaba el griterĆo y alboroto de lo que querĆan ser canciones; no sabĆan hacerlo mejor. Resonaban las carcajadas y los ladridos de los perros. Se comĆa y bebĆa con el mayor desenfreno. El vino y la cerveza espumeaban en copas y jarros, y los canes favoritos participaban en el festĆn; los seƱoritos los besaban despuĆ©s de secarles el hocico con las largas orejas colgantes. El buhonero fue al fin introducido en el salón, con sus mercancĆas; sólo querĆan divertirse con Ć©l. El vino se les habĆa subido a la cabeza, expulsando de ella a la razón. Le sirvieron cerveza en un calcetĆn para que bebiese con ellos, Ā”pero deprisa! Una ocurrencia por demĆ”s graciosa, como se ve. RebaƱos enteros de ganado, cortijos con sus campesinos fueron jugados y perdidos a una sola carta.
- ”Cada cosa en su sitio! -dijo el buhonero cuando hubo podido escapar sano y salvo de aquella Sodoma y Gomorra, como él la llamó-. Mi sitio es el camino, bajo el cielo, y no allÔ arriba -. Y desde el vallado se despidió de la zagala con un gesto de la mano.
Pasaron dĆas y semanas, y aquella rama quebrada de sauce que el buhonero plantara junto al foso, seguĆa verde y lozana; incluso salĆan de ella nuevos vĆ”stagos. La doncella vio que habĆa echado raĆces, lo cual le produjo gran contento, pues le parecĆa que era su propio Ć”rbol.
Y asĆ fue prosperando el joven sauce, mientras en la propiedad todo decaĆa y marchaba del revĆ©s, a fuerza de francachelas y de juego: dos ruedas muy poco apropiadas para hacer avanzar el carro.
No habĆan transcurrido aĆŗn seis aƱos, cuando el noble hubo de abandonar su propiedad convertido en pordiosero, sin mĆ”s haber que un saco y un bastón. La compró un rico buhonero, el mismo que un dĆa fuera objeto de las burlas de sus antiguos propietarios, cuando le sirvieron cerveza en un calcetĆn. Pero la honradez y la laboriosidad llaman a los vientos favorables, y ahora el comerciante era dueƱo de la noble mansión. Desde aquel momento quedaron desterrados de ella los naipes. – Ā”Mala cosa! decĆa el nuevo dueƱo-. Viene de que el diablo, despuĆ©s que hubo leĆdo la Biblia, quiso fabricar una caricatura de ella e ideo el juego de cartas. El nuevo seƱor contrajo matrimonio – Āæcon quiĆ©n dirĆas? – Pues con la zagala, que se habĆa conservado honesta, piadosa y buena. Y en sus nuevos vestidos aparecĆa tan pulcra y distinguida como si hubiese nacido en noble cuna. ĀæCómo ocurrió la cosa? Bueno, para nuestros tiempos tan ajetreados serĆa Ć©sta una historia demasiado larga, pero el caso es que sucedió; y ahora viene lo mĆ”s importante.
En la antigua propiedad todo marchaba a las mil maravillas; la madre cuidaba del gobierno domĆ©stico, y el padre, de las faenas agrĆcolas. LlovĆan sobre ellos las bendiciones; la prosperidad llama a la prosperidad. La vieja casa seƱorial fue reparada y embellecida; se limpiaron los fosos y se plantaron en ellos Ć”rboles frutales; la casa era cómoda, acogedora, y el suelo, brillante y limpĆsimo. En las veladas de invierno, el ama y sus criadas hilaban lana y lino en el gran salón, y los domingos se leĆa la Biblia en alta voz, encargĆ”ndose de ello el Consejero comercial, pues a esta dignidad habĆa sido elevado el ex-buhonero en los Ćŗltimos aƱos de su vida. CrecĆan los hijos – pues habĆan venido hijos -, y todos recibĆan buena instrucción, aunque no todos eran inteligentes en el mismo grado, como suele suceder en las familias.
La rama de sauce se habĆa convertido en un Ć”rbol exuberante, y crecĆa en plena libertad, sin ser podado. – Ā”Es nuestro Ć”rbol familiar! -decĆa el anciano matrimonio, y no se cansaban de recomendar a sus hijos, incluso a los mĆ”s ligeros de cascos, que lo honrasen y respetasen siempre.
Y ahora dejamos transcurrir cien aƱos.
Estamos en los tiempos presentes. El lago se habĆa transformado en un cenagal, y de la antigua mansión nobiliaria apenas quedaba vestigio: una larga charca, con unas ruinas de piedra en uno de sus bordes, era cuanto subsistĆa del profundo foso, en el que se levantaba un esplĆ©ndido Ć”rbol centenario de ramas colgantes: era el Ć”rbol familiar. AllĆ seguĆa, mostrando lo hermoso que puede ser un sauce cuando se lo deja crecer en libertad. Cierto que tenĆa hendido el tronco desde la raĆz hasta la copa, y que la tempestad lo habĆa torcido un poco; pero vivĆa, y de todas sus grietas y desgarraduras, en las que el viento y la intemperie habĆan depositado tierra fecunda, brotaban flores y hierbas; principalmente en lo alto, allĆ donde se separaban las grandes ramas, se habĆa formado una especie de jardincito colgante de frambuesas y otras plantas, que suministran alimento a los pajarillos; hasta un gracioso acerolo habĆa echado allĆ raĆces y se levantaba, esbelto y distinguido, en medio del viejo sauce, que se miraba en las aguas negras cada vez que el viento barrĆa las lentejas acuĆ”ticas y las arrinconaba en un Ć”ngulo de la charca. Un estrecho sendero pasaba a travĆ©s de los campos seƱoriales, como un trazo hecho en una superficie sólida.
En la cima de la colina lindante con el bosque, desde la cual se dominaba un soberbio panorama, se alzaba el nuevo palacio, inmenso y suntuoso, con cristales tan transparentes, que habrĆase dicho que no los habĆa. La gran escalinata frente a la puerta principal parecĆa una galerĆa de follaje, un tejido de rosas y plantas de amplias hojas. El cĆ©sped era tan limpio y verde como si cada maƱana y cada tarde alguien se entretuviera en quitar hasta la mĆ”s Ćnfima brizna de hierba seca. En el interior del palacio, valiosos cuadros colgaban de las paredes, y habĆa sillas y divanes tapizados de terciopelo y seda, que parecĆan capaces de moverse por sus propios pies; mesas con tablero de blanco mĆ”rmol y libros encuadernados en tafilete con cantos de oro… Era gente muy rica la que allĆ residĆa, gente noble: eran barones.
Cinco en una vaina
Cinco guisantes estaban encerrados en una vaina, y como ellos eran verdes y la vaina era verde tambiĆ©n, creĆan que el mundo entero era verde, y tenĆan toda la razón. Creció la vaina y crecieron los guisantes; para aprovechar mejor el espacio, se pusieron en fila. Por fuera lucĆa el sol y calentaba la vaina, mientras la lluvia la limpiaba y volvĆa transparente. El interior era tibio y confortable, habĆa claridad de dĆa y oscuridad de noche, tal y como debe ser; y los guisantes, en la vaina, iban creciendo y se entregaban a sus reflexiones, pues en algo debĆan ocuparse.
– ĀæNos pasaremos toda la vida metidos aquĆ? decĆan-. Ā”Con tal de que no nos endurezcamos a fuerza de encierro! Me da la impresión de que hay mĆ”s cosas allĆ” fuera; es como un presentimiento.
Y fueron transcurriendo las semanas; los guisantes se volvieron amarillos, y la vaina, tambiƩn.
- Ā”El mundo entero se ha vuelto amarillo! exclamaron; y podĆan afirmarlo sin reservas.
Un dĆa sintieron un tirón en la vaina; habĆa sido arrancada por las manos de alguien, y, junto con otras, vino a encontrarse en el bolsillo de una chaqueta.
- Pronto nos abrirĆ”n -dijeron los guisantes, afanosos de que llegara el ansiado momento. – Me gustarĆa saber quiĆ©n de nosotros llegarĆ” mĆ”s lejos -dijo el menor de los cinco-. No tardaremos en saberlo.
- SerÔ lo que haya de ser -contestó el mayor.
Ā”Zas!, estalló la vaina y los cinco guisantes salieron rodando a la luz del sol. Estaban en una mano infantil; un chiquillo los sujetaba fuertemente, y decĆa que estaban como hechos a medida para su cerbatana. Y metiendo uno en ella, sopló.
- ”Heme aquà volando por el vasto mundo!
”AlcÔnzame, si puedes! -y salió disparado.
- Yo me voy directo al Sol -dijo el segundo-. Es una vaina como Dios manda, y que me irĆ” muy bien-. Y allĆ” se fue.
- Cuando lleguemos a nuestro destino podremos descansar un rato -dijeron los dos siguientes-, pero nos queda aún un buen trecho para rodar-, y, en efecto, rodaron por el suelo antes de ir a parar a la cerbatana, pero al fin dieron en ella-. ”Llegaremos mÔs lejos que todos!
- Ā”SerĆ” lo que haya de ser! – dijo el Ćŗltimo al sentirse proyectado a las alturas. Fue a dar contra la vieja tabla, bajo la ventana de la buhardilla, justamente en una grieta llena de musgo y mullida tierra, y el musgo lo envolvió amorosamente. Y allĆ se quedó el guisante oculto, pero no olvidado de Dios.
- Ā”SerĆ” lo que haya de ser! – repitió.
VivĆa en la buhardilla una pobre mujer que se ausentaba durante la jornada para dedicarse a limpiar estufas, aserrar madera y efectuar otros trabajos pesados, pues no le faltaban fuerzas ni Ć”nimos, a pesar de lo cual seguĆa en la pobreza. En la reducida habitación quedaba sólo su Ćŗnica hija, mocita delicada y linda que llevaba un aƱo en cama, luchando entre la vida y la muerte.Ā – Ā”Se irĆ” con su hermanita! -suspiraba la mujer-. Tuve dos hijas, y muy duro me fue cuidar de las dos, hasta que el buen Dios quiso compartir el trabajo conmigo y se me llevó una. Bien quisiera yo ahora que me dejase la que me queda, pero seguramente a Ćl no le parece bien que estĆ©n separadas, y se llevarĆ” a Ć©sta al cielo, con su hermana.
Pero la doliente muchachita no se morĆa; se pasaba todo el santo dĆa resignada y quieta, mientras su madre estaba fuera, a ganar el pan de las dos.
Llegó la primavera; una maƱana, temprano aĆŗn, cuando la madre se disponĆa a marcharse a la faena, el sol entró piadoso a la habitación por la ventanuca y se extendió por el suelo, y la niƱa enferma dirigió la mirada al cristal inferior.
- ¿Qué es aquello verde que asoma junto al cristal y que mueve el viento?
La madre se acercó a la ventana y la entreabrió. – Ā”Mira! -dijo-, es una planta de guisante que ha brotado aquĆ con sus hojitas verdes. ĀæCómo llegarĆa a esta rendija? Pues tendrĆ”s un jardincito en que recrear los ojos.
Acercó la camita de la enferma a la ventana, para que la niña pudiese contemplar la tierna planta, y la madre se marchó al trabajo.
- ”Madre, creo que me repondré! -exclamó la chiquilla al atardecer-. ”El sol me ha calentado tan bien, hoy! El guisante crece a las mil maravillas, y también yo saldré adelante y me repondré al calor del sol.
- Ā”Dios lo quiera! -suspiró la madre, que abrigaba muy pocas esperanzas. Sin embargo, puso un palito al lado de la tierna planta que tan buen Ć”nimo habĆa infundido a su hija, para evitar que el viento la estropease. Sujetó en la tabla inferior un bramante, y lo ató en lo alto del marco de la ventana, con objeto de que la planta tuviese un punto de apoyo donde enroscar sus zarcillos a medida que se encaramase. Y, en efecto, se veĆa crecer dĆa tras dĆa.
- Ā”Dios mĆo, hasta flores echa! -exclamó la madre una maƱana- y entróle entonces la esperanza y la creencia de que su niƱa enferma se repondrĆa. Recordó que en aquellos Ćŗltimos tiempos la pequeƱa habĆa hablado con mayor animación; que desde hacĆa varias maƱanas se habĆa sentado sola en la cama, y, en aquella posición, se habĆa pasado horas contemplando con ojos radiantes el jardincito formado por una Ćŗnica planta de guisante.
La semana siguiente la enferma se levantó por primera vez una hora, y se estuvo, feliz, sentada al sol, con la ventana abierta; y fuera se habĆa abierto tambiĆ©n una flor de guisante, blanca y roja. La chiquilla, inclinando la cabeza, besó amorosamente los delicados pĆ©talos. Fue un dĆa de fiesta para ella.
- Ā”Dios misericordioso la plantó y la hizo crecer para darte esperanza y alegrĆa, hijita! – dijo la madre, radiante, sonriendo a la flor como si fuese un Ć”ngel bueno, enviado por Dios.
Pero, Āæy los otros guisantes? Pues verĆ”s: Aquel que salió volando por el amplio mundo, diciendo: «”AlcĆ”nzame si puedes!Ā», cayó en el canalón del tejado y fue a parar al buche de una paloma, donde encontróse como JonĆ”s en el vientre de la ballena. Los dos perezosos tuvieron la misma suerte; fueron tambiĆ©n pasto de las palomas, con lo cual no dejaron de dar un cierto rendimiento positivo. En cuanto al cuarto, el que pretendĆa volar hasta el Sol, fue a caer al vertedero, y allĆ estuvo dĆas y semanas en el agua sucia, donde se hinchó horriblemente.
- ”Cómo engordo! -exclamaba satisfecho-. Acabaré por reventar, que es todo lo que puede hacer un guisante. Soy el mÔs notable de los cinco que crecimos en la misma vaina.
Y el vertedero dio su beneplÔcito a aquella opinión.
Mientras tanto, allĆ”, en la ventana de la buhardilla, la muchachita, con los ojos radiantes y el brillo de la salud en las mejillas, juntaba sus hermosas manos sobre la flor del guisante y daba gracias a Dios.
– El mejor guisante es el mĆo -seguĆa diciendo el vertedero.
ColƔs el chico y ColƔs el grande
VivĆan en un pueblo dos hombres que se llamaban igual: ColĆ”s, pero el uno tenĆa cuatro caballos, y el otro, solamente uno. Para distinguirlos llamaban ColĆ”s el Grande al de los cuatro caballos, y ColĆ”s el Chico al otro, dueƱo de uno solo. Vamos a ver ahora lo que les pasó a los dos, pues es una historia verdadera.
Durante toda la semana, ColĆ”s el Chico tenĆa que arar para el Grande, y prestarle su Ćŗnico caballo; luego ColĆ”s el Grande prestaba al otro sus cuatro caballos, pero sólo una vez a la semana: el domingo.
Ā”HabĆa que ver a ColĆ”s el Chico haciendo restallar el lĆ”tigo sobre los cinco animales! Los miraba como suyos, pero sólo por un dĆa. Brillaba el sol, y las campanas de la iglesia llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba con el devocionario bajo el brazo para escuchar al predicador, y veĆa a ColĆ”s el Chico labrando con sus cinco caballos; y al hombre le daba tanto gusto que lo vieran asĆ, que, pegando un nuevo latigazo, gritaba: «”Oho! Ā”Mis caballos!Ā» – No debes decir esto -reprendióle ColĆ”s el Grande-. Sólo uno de los caballos es tuyo.
Pero en cuanto volvĆa a pasar gente, ColĆ”s el Chico, olvidĆ”ndose de que no debĆa decirlo, volvĆa a gritar: «”Oho! Ā”Mis caballos!Ā».
- Te lo advierto por última vez -dijo ColÔs el Grande-. Como lo repitas, le arreo un trastazo a tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrÔs ganado.
- Te prometo que no volveré a decirlo respondió ColÔs el Chico. Pero pasó mÔs gente que lo saludó con un gesto de la cabeza y nuestro hombre, muy orondo, pensando que era realmente de buen ver el que tuviese cinco caballos para arar su campo, volvió a restallar el lÔtigo, exclamando: «”Oho! ”Mis caballos!».
- ”Ya te daré yo tus caballos! -gritó el otro, y, agarrando un mazo, diole en la cabeza al de ColÔs el Chico, y lo mató.
- Ā”Ay! Ā”Me he quedado sin caballo! -se lamentó el pobre ColĆ”s, echĆ”ndose a llorar. Luego lo despellejó, puso la piel a secar al viento, metióla en un saco, que se cargó a la espalda, y emprendió el camino de la ciudad para ver si la vendĆa.
La distancia era muy larga; tuvo que atravesar un gran bosque oscuro, y como el tiempo era muy malo, se extravió, y no volvió a dar con el camino hasta que anochecĆa; ya era tarde para regresar a su casa o llegar a la ciudad antes de que cerrase la noche.
A muy poca distancia del camino habĆa una gran casa de campo. Aunque los postigos de las ventanas estaban cerrados, por las rendijas se filtraba luz. Ā«Esa gente me permitirĆ” pasar la noche aquĆĀ», pensó ColĆ”s el Chico, y llamó a la puerta.
Abrió la dueƱa de la granja, pero al oĆr lo que pedĆa el forastero le dijo que siguiese su camino, pues su marido estaba ausente y no podĆa admitir a desconocidos.
- Bueno, no tendrƩ mƔs remedio que pasar la noche fuera -dijo ColƔs, mientras la mujer le cerraba la puerta en las narices.
HabĆa muy cerca un gran montón de heno, y entre Ć©l y la casa, un pequeƱo cobertizo con tejado de paja.
- Puedo dormir allĆ” arriba -dijo ColĆ”s el Chico, al ver el tejadillo-; serĆ” una buena cama. No creo que a la cigüeƱa se le ocurra bajar a picarme las piernas -pues en el tejado habĆa hecho su nido una autĆ©ntica cigüeƱa.
Subióse nuestro hombre al cobertizo y se tumbó, volviĆ©ndose ora de un lado ora del otro, en busca de una posición cómoda. Pero he aquĆ que los postigos no llegaban hasta lo alto de la ventana, y por ellos podĆa verse el interior.
En el centro de la habitación habĆa puesta una gran mesa, con vino, carne asada y un pescado de apetitoso aspecto. Sentados a la mesa estaban la aldeana y el sacristĆ”n, ella le servĆa, y a Ć©l se le iban los ojos tras el pescado, que era su plato favorito.
«”Quién estuviera con ellos!», pensó ColÔs el Chico, alargando la cabeza hacia la ventana. Y entonces vio que habla ademÔs un soberbio pastel. ”Qué banquete, santo Dios!
Oyó entonces en la carretera el trote de un caballo que se dirigĆa a la casa; era el marido de la campesina, que regresaba.
El marido era un hombre excelente, y todo el mundo lo apreciaba; sólo tenĆa un defecto: no podĆa ver a los sacristanes; en cuanto se le ponĆa uno ante los ojos, entrĆ”bale una rabia loca. Por eso el sacristĆ”n de la aldea habĆa esperado a que el marido saliera de viaje para visitar a su mujer, y ella le habĆa obsequiado con lo mejor que tenĆa. Al oĆr al hombre que volvĆa asustĆ”ronse los dos, y ella pidió al sacristĆ”n que se ocultase en un gran arcón vacĆo, pues sabĆa muy bien la inquina de su esposo por los sacristanes. Apresuróse a esconder en el horno las sabrosas viandas y el vino, no fuera que el marido lo observara y le pidiera cuentas. – Ā”QuĆ© pena! -suspiró ColĆ”s desde el tejado del cobertizo, al ver que desaparecĆa el banquete. – ĀæQuiĆ©n anda por ahĆ? -preguntó el campesino mirando a ColĆ”s-. ĀæQuĆ© haces en la paja? Entra, que estarĆ”s mejor.
Entonces ColĆ”s le contó que se habĆa extraviado, y le rogó que le permitiese pasar allĆ la noche.
- No faltaba mÔs -respondióle el labrador-, pero antes haremos algo por la vida.
La mujer recibió a los dos amablemente, puso la mesa y les sirvió una sopera de papillas. El campesino venĆa hambriento y comĆa con buen apetito, pero NicolĆ”s no hacĆa sino pensar en aquel suculento asado, el pescado y el pastel escondidos en el horno.
Debajo de la mesa habĆa dejado el saco con la piel de caballo; ya sabemos que iba a la ciudad para venderla. Como las papillas se le atragantaban, oprimió el saco con el pie, y la piel seca produjo un chasquido.
- Ā”Chit! -dijo ColĆ”s al saco, al mismo tiempo que volvĆa a pisarlo y producĆa un chasquido mĆ”s ruidoso que el primero.
- Ā”Oye! ĀæQuĆ© llevas en el saco? -preguntó el dueƱo de la casa. – Nada, es un brujo -respondió el otro-. Dice que no tenemos por quĆ© comer papillas, con la carne asada, el pescado y el pastel que hay en el horno.
- ĀæQuĆ© dices? -exclamó el campesino, corriendo a abrir el horno, donde aparecieron todas las apetitosas viandas que la mujer habĆa ocultado, pero que Ć©l supuso que estaban allĆ por obra del brujo. La mujer no se atrevió a abrir la boca; trajo los manjares a la mesa, y los dos hombres se regalaron con el pescado, el asado, y el dulce. Entonces ColĆ”s volvió a oprimir el saco, y la piel crujió de nuevo.
- ¿Qué dice ahora? -preguntó el campesino.
- Dice -respondió el muy pĆcaro- que tambiĆ©n ha hecho salir tres botellas de vino para nosotros; y que estĆ”n en aquel rincón, al lado del horno.
La mujer no tuvo mĆ”s remedio que sacar el vino que habĆa escondido, y el labrador bebió y se puso alegre. Ā”QuĆ© no hubiera dado, por tener un brujo como el que ColĆ”s guardaba en su saco!
- ĀæEs capaz de hacer salir al diablo? -preguntó-. Me gustarĆa verlo, ahora que estoy alegre.
- Ā”Claro que sĆ! -replicó ColĆ”s-. Mi brujo hace cuanto le pido. ĀæVerdad, tĆŗ? -preguntó pisando el saco y produciendo otro crujido-. ĀæOyes? Ha dicho que sĆ. Pero el diablo es muy feo; serĆ” mejor que no lo veas.
- No le tengo miedo. ¿Cómo crees que es?
- Pues se parece mucho a un sacristƔn.
- Ā”Uf! -exclamó el campesino-. Ā”SĆ que es feo! ĀæSabes?, una cosa que no puedo sufrir es ver a un sacristĆ”n. Pero no importa. Sabiendo que es el diablo, lo podrĆ© tolerar por una vez. Hoy me siento con Ć”nimos; con tal que no se me acerque demasiado…
- Como quieras, se lo pediré al brujo -, dijo ColÔs, y, pisando el saco, aplicó contra él la oreja.
- ¿Qué dice?
- Dice que abras aquella arca y verĆ”s al diablo; estĆ” dentro acurrucado. Pero no sueltes la tapa, que podrĆa escaparse.
- AyĆŗdame a sostenerla -pidióle el campesino, dirigiĆ©ndose hacia el arca en que la mujer habĆa metido al sacristĆ”n de carne y hueso, el cual se morĆa de miedo en su escondrijo.
El campesino levantó un poco la tapa con precaución y miró al interior.
- ”Uy! -exclamó, pegando un salto atrÔs-. Ya lo he visto. ”Igual que un sacristÔn! ”Espantoso!
Lo celebraron con unas copas y se pasaron buena parte de la noche empinando el codo.
- Tienes que venderme el brujo -dijo el campesino-. Pide lo que quieras; te darƩ aunque sea una fanega de dinero.
- No, no puedo -replicó ColÔs-. Piensa en los beneficios que puedo sacar de este brujo.
-”Me he encaprichado con él! ”Véndemelo! insistió el otro, y siguió suplicando.
- Bueno -avĆnose al fin ColĆ”s-. Lo harĆ© porque has sido bueno y me has dado asilo esta noche. Te cederĆ© el brujo por una fanega de dinero; pero ha de ser una fanega rebosante.
- La tendrÔs -respondió el labriego-. Pero vas a llevarte también el arca; no la quiero en casa ni un minuto mÔs. ”Quién sabe si el diablo estÔ aún en ella!.
ColĆ”s el Chico dio al campesino el saco con la piel seca, y recibió a cambio una fanega de dinero bien colmada. El campesino le regaló todavĆa un carretón para transportar el dinero y el arca.
- Ā”Adiós! -dijo ColĆ”s, alejĆ”ndose con las monedas y el arca que contenĆa al sacristĆ”n.
Por el borde opuesto del bosque fluĆa un rĆo caudaloso y muy profundo; el agua corrĆa con tanta furia, que era imposible nadar a contra corriente. No hacĆa mucho que habĆan tendido sobre Ć©l un gran puente, y cuando ColĆ”s estuvo en la mitad dijo en voz alta, para que lo oyera el sacristĆ”n:
- ĀæQuĆ© hago con esta caja tan incómoda? Pesa como si estuviese llena de piedras. Ya me voy cansando de arrastrarla; la echarĆ© al rĆo, Si va flotando hasta mi casa bien, y si no, no importa. Y la levantó un poco con una mano, como para arrojarla al rĆo.
- ”Detente, no lo hagas! -gritó el sacristÔn desde dentro. Déjame salir primero.
- Ā”Dios me valga! -exclamó ColĆ”s, simulando espanto-. Ā”TodavĆa estĆ” aquĆ! Ā”EchĆ©moslo al rĆo sin perder tiempo, que se ahogue!
- ”Oh, no, no! -suplicó el sacristÔn-. Si me sueltas te daré una fanega de dinero.
- Bueno, esto ya es distinto -aceptó ColĆ”s, abriendo el arca. El sacristĆ”n se apresuró a salir de ella, arrojó el arca al agua y se fue a su casa, donde ColĆ”s recibió el dinero prometido. Con el que le habĆa entregado el campesino tenĆa ahora el carretón lleno.
«Me he cobrado bien el caballo», se dijo cuando de vuelta a su casa, desparramó el dinero en medio de la habitación.
«”La rabia que tendrÔ ColÔs el Grande cuando vea que me he hecho rico con mi único caballo!; pero no se lo diré».
Dentro de mil aƱos
SĆ, dentro de mil aƱos la gente cruzarĆ” el ocĆ©ano, volando por los aires, en alas del vapor. Los jóvenes colonizadores de AmĆ©rica acudirĆ”n a visitar la vieja Europa. VendrĆ”n a ver nuestros monumentos y nuestras decaĆdas ciudades, del mismo modo que nosotros peregrinamos ahora para visitar las decaĆdas magnificencias del Asia Meridional. Dentro de mil aƱos, vendrĆ”n ellos. El TĆ”mesis, el Danubio, el Rin, seguirĆ”n fluyendo aĆŗn; el Mont-blanc continuarĆ” enhiesto con su nevada cumbre, la auroras boreales proyectarĆ”n sus brillantes resplandores sobre las tierras del Norte; pero una generación tras otra se ha convertido en polvo, series enteras de momentĆ”neas grandezas han caĆdo en el olvido, como aquellas que hoy dormitan bajo el tĆŗmulo donde el rico harinero, en cuya propiedad se alza, se mandó instalar un banco para contemplar desde allĆ el ondeante campo de mieses que se extiende a sus pies.
– Ā”A Europa! -exclamarĆ”n las jóvenes generaciones americanas-. Ā”A la tierra de nuestros abuelos, la tierra santa de nuestros recuerdos y nuestras fantasĆas! Ā”A Europa!
Llega la aeronave, llena de viajeros, pues la travesĆa es mĆ”s rĆ”pida que por el mar; el cable electromagnĆ©tico que descansa en el fondo del ocĆ©ano ha telegrafiado ya dando cuenta del nĆŗmero de los que forman la caravana aĆ©rea. Ya se avista Europa, es la costa de Irlanda la que se vislumbra, pero los pasajeros duermen todavĆa; han avisado que no se les despierte hasta que estĆ©n sobre Inglaterra. AllĆ pisarĆ”n el suelo de Europa, en la tierra de Shakespeare, como la llaman los hombres de letras; en la tierra de la polĆtica y de las mĆ”quinas, como la llaman otros. La visita durarĆ” un dĆa: es el tiempo que la apresurada generación concede a la gran Inglaterra y a Escocia.
El viaje prosigue por el tĆŗnel del canal hacia Francia, el paĆs de Carlomagno y de Napoleón. Se cita a MoliĆØre, los eruditos hablan de una escuela clĆ”sica y otra romĆ”ntica, que florecieron en tiempos remotos, y se encomia a hĆ©roes, vates y sabios que nuestra Ć©poca desconoce, pero que mĆ”s tarde nacieron sobre este crĆ”ter de Europa que es ParĆs.
La aeronave vuela por sobre la tierra de la que salió Colón, la cuna de CortĆ©s, el escenario donde Calderón cantó sus dramas en versos armoniosos; hermosas mujeres de negros ojos viven aĆŗn en los valles floridos, y en estrofas antiquĆsimas se recuerda al Cid y la Alhambra. Surcando el aire, sobre el mar, sigue el vuelo hacia Italia, asiento de la vieja y eterna Roma. Hoy estĆ” decaĆda, la Campagna es un desierto; de la iglesia de San Pedro sólo queda un muro solitario, y aun se abrigan dudas sobre su autenticidad.
Y luego a Grecia, para dormir una noche en el lujoso hotel edificado en la cumbre del Olimpo; poder decir que se ha estado allĆ, viste mucho. El viaje prosigue por el Bósforo, con objeto de descansar unas horas y visitar el sitio donde antaƱo se alzó Bizancio. Pobres pescadores lanzan sus redes allĆ donde la leyenda cuenta que estuvo el jardĆn del harĆ©n en tiempos de los turcos.
ContinĆŗa el itinerario aĆ©reo, volando sobre las ruinas de grandes ciudades que se levantaron a orillas del caudaloso Danubio, ciudades que nuestra Ć©poca no conoce aĆŗn; pero aquĆ y allĆ” – sobre lugares ricos en recuerdos que algĆŗn dĆa saldrĆ”n del seno del tiempo – se posa la caravana para reemprender muy pronto el vuelo.
Al fondo se despliega Alemania – otrora cruzada por una densĆsima red de ferrocarriles y canales – el paĆs donde predicó Lutero, cantó Goethe y Mozart empuñó el cetro musical de su tiempo. Nombres ilustres brillaron en las ciencias y en las artes, nombres que ignoramos. Un dĆa de estancia en Alemania y otro para el
Norte, para la patria de Ćrsted y Linneo, y para Noruega, la tierra de los antiguos hĆ©roes y de los hombres eternamente jóvenes del
Septentrión. Islandia queda en el itinerario de regreso; el gĆ©iser ya no bulle, y el Hecla estĆ” extinguido, pero como la losa eterna de la leyenda, la prepotente isla rocosa sigue incólume en el mar bravĆo.
– Hay mucho que ver en Europa -dice el joven americano- y lo hemos visto en ocho dĆas. Se puede hacer muy bien, como el gran viajero – aquĆ se cita un nombre conocido en aquel tiempo – ha demostrado en su famosa obra:
Cómo visitar Europa en ocho dĆas.
Dos pisones
¿Has visto alguna vez un pisón? Me refiero a esta herramienta que sirve para apisonar el pavimento de las calles. Es de madera todo él, ancho por debajo y reforzado con aros de hierro; de arriba estrecho, con un palo que lo atraviesa, y que son los brazos.
En el cobertizo de las herramientas habĆa dos pisonas, junto con palas, cubos y carretillas; habĆa llegado a sus oĆdos el rumor de que las Ā«pisonasĀ» no se llamarĆan en adelante asĆ, sino
«apisonadoras», vocablo que, en la jerga de los picapedreros, es el término mÔs nuevo y apropiado para, designar lo que antaño llamaban pisonas.
Ahora bien; entre nosotros, los seres humanos, hay lo que llamamos Ā«mujeres emancipadasĀ», entre las cuales se cuentan directoras de colegios, comadronas, bailarinas – que por su profesión pueden sostenerse sobre una pierna -, modistas y enfermeras; y a esta categorĆa de Ā«emancipadasĀ» se sumaron tambiĆ©n las dos Ā«pisonasĀ» del cobertizo; la Administración de obras pĆŗblicas las llamaba Ā«pisonasĀ», y en modo alguno se avenĆan a renunciar a su antiguo nombre y cambiarlo por el de
«apisonadoras».
- Pisón es un nombre de persona – decĆan -, mientras que Ā«apisonadoraĀ» lo es de cosa, y no toleraremos que nos traten como una simple cosa; Ā”esto es ofendernos!
- Mi prometido estĆ” dispuesto a romper el compromiso – aƱadió la mĆ”s joven, que tenĆa por novio a un martinete, una especie de mĆ”quina para clavar estacas en el suelo, o sea, que hace en forma tosca lo que la pisona en forma delicada -. Me quiere como pisona, pero no como apisonadora, por lo que en modo alguno puedo permitir que me cambien el nombre.
- Ā”Ni yo! – dijo la mayor -. Antes dejarĆ© que me corten los brazos.
La carretilla, sin embargo, sustentaba otra opinión; y no se crea de ella que fuera un don nadie; se consideraba como una cuarta parte de coche, pues corrĆa sobre una rueda.
- Debo advertirles que el nombre de pisonas es bastante ordinario, y mucho menos distinguido que el de apisonadora, pues este nuevo apelativo les da cierto parentesco con los sellos, y sólo con que piensen en el sello que llevan las leyes, verĆ”n que sin Ć©l no son tales. Yo, en su lugar, renunciarĆa al nombre de pisona.
- Ā”JamĆ”s! Soy demasiado vieja para eso – dijo la mayor.
- Seguramente usted ignora eso que se llama
Ā«necesidad europeaĀ» – intervino el honrado y viejo cubo -. Hay que mantenerse dentro de sus lĆmites, supeditarse, adaptarse a las exigencias de la Ć©poca, y si sale una ley por la cual la pisona debe llamarse apisonadora, pues a llamarse apisonadora tocan. Cada cosa tiene su medida.
- En tal caso preferirĆa llamarme seƱorita, si es que de todos modos he de cambiar de nombre – dijo la joven -. SeƱorita sabe siempre un poco a pisona.
- Pues yo antes me dejarĆ© reducir a astillas – proclamó la vieja. En esto llegó la hora de ir al trabajo; las pisonas fueron cargadas en la carretilla, lo cual suponĆa una atención; pero las llamaron apisonadoras.
- Ā”Pis! – exclamaban al golpear sobre el pavimento -, Ā”pis! -, y estaban a punto de acabar de pronunciar la palabra Ā«pisonaĀ», pero se mordĆan los labios y se tragaban el vocablo, pues se daban cuenta de que no podĆan contestar. Pero entre ellas siguieron llamĆ”ndose pisonas, alabando los viejos tiempos en que cada cosa era llamada por su nombre, y cuando una era pisona la llamaban pisona; y en eso quedaron las dos, pues el martinete, aquella maquinaza, rompió su compromiso con la joven, negĆ”ndose a casarse con una apisonadora.
Ā El abecedario
Ćrase una vez un hombre que habĆa compuesto versos para el abecedario, siempre dos para cada letra, exactamente como vemos en la antigua cartilla. DecĆa que hacĆa falta algo nuevo, pues los viejos pareados estaban muy sobados, y los suyos le parecĆan muy bien. Por el momento, el nuevo abecedario estaba sólo en manuscrito, guardado en el gran armario-
librerĆa, junto a la vieja cartilla impresa; aquel armario que contenĆa tantos libros eruditos y entretenidos. Pero el viejo abecedario no querĆa por vecino al nuevo, y habĆa saltado en el anaquel pegando un empellón al intruso, el cual cayó al suelo, y allĆ estaba ahora con todas las hojas dispersas. El viejo abecedario habĆa vuelto hacia arriba la primera pĆ”gina, que era la mĆ”s importante, pues en ella estaban todas las letras, grandes y pequeƱas. Aquella hoja contenĆa todo lo que constituye la vida de los demĆ”s libros: el alfabeto, las letras que, quiĆ©rase o no, gobiernan al mundo. Ā”QuĆ© poder mĆ”s terrible! Todo depende de cómo se las dispone: pueden dar la vida, pueden condenar a muerte; alegrar o entristecer. Por sĆ solas nada son, pero Ā”puestas en fila y ordenadas!… Cuando Nuestro SeƱor las hace intĆ©rpretes de su pensamiento, leemos mĆ”s cosas de las que nuestra mente puede contener y nos inclinamos profundamente, pero las letras son capaces de contenerlas.
Pues allĆ estaban, cara arriba. El gallo de la A mayĆŗscula lucĆa sus plumas rojas, azules y verdes. Hinchaba el pecho muy ufano, pues sabĆa lo que significaban las letras, y era el Ćŗnico viviente entre ellas.
Al caer al suelo el viejo abecedario, el gallo batió de alas, subióse de una volada a un borde del armario y, despuĆ©s de alisarse las plumas con el pico, lanzó al aire un penetrante quiquiriquĆ. Todos los libros del armario, que, cuando no estaban de servicio, se pasaban el dĆa y la noche dormitando, oyeron la estridente trompeta. Y entonces el gallo se puso a discursear, en voz clara y perceptible, sobre la injusticia que acababa de cometerse con el viejo abecedario.
– Por lo visto ahora ha de ser todo nuevo, todo diferente – dijo -. El progreso no puede detenerse. Los niƱos son tan listos, que saben leer antes de conocer las letras. «”Hay que darles algo nuevo!Ā», dijo el autor de los nuevos versos, que yacen esparcidos por el suelo. Ā”Bien los conozco! MĆ”s de diez veces se los oĆ leer en alta voz. Ā”Cómo gozaba el hombre! Pues no, yo defenderĆ© los mĆos, los antiguos, que son tan buenos, y las ilustraciones que los acompaƱan. Por ellos lucharĆ© y cantarĆ©. Todos los libros del armario lo saben bien. Y ahora voy a leer los de nueva composición. Los leerĆ© con toda pausa y tranquilidad, y creo que estaremos todos de acuerdo en lo malos que son.
- Ama
Sale el ama endomingada Por un niƱo ajeno honrada.
- Barquero
Pasó penas y fatigas el barquero, Mas ahora reposa placentero.
-Este pareado no puede ser mĆ”s soso. – dijo el gallo – Pero sigo leyendo.
- Colón
Lanzóse Colón al mar ingente, y ensanchóse la tierra enormemente.
- Dinamarca
De Dinamarca hay mƔs de una saga bella, No cargue Dios la mano sobre ella.
– Muchos encontrarĆ”n hermosos estos versos – observó el gallo – pero yo no. No les veo nada de particular. Sigamos.
- Elefante
Con Ćmpetu y arrojo avanza el elefante, de joven corazón y buen talante.
- Follaje
Despójase el bosque del follaje
En cuanto la tierra viste el blanco traje.
- Gorila
Por mƔs que traigƔis gorilas a la arena, se ven siempre tan torpes, que da pena.
- Hurra
”CuÔntas veces, gritando en nuestra tierra, puede un «hurra» ser causa de una guerra!
– Ā”Cómo va un niƱo a comprender estas alusiones! – protestó el gallo -. Y, sin embargo, en la portada se lee: Ā«Abecedario para grandes y chicosĀ». Pero los mayores tienen que hacer algo mĆ”s que estarse leyendo versos en el abecedario, y los pequeƱos no lo entienden.
”Esto es el colmo! Adelante.
- Jilguero
Canta alegre en su rama el jilguero, de vivos colores y cuerpo ligero.
- León
En la selva, el león lanza su rugido; vedlo luego en la jaula entristecido.
MaƱana (sol de)
Por la maƱana sale el sol muy puntual, mas no porque cante el gallo en el corral. Ahora las emprende conmigo – exclamó el gallo -. Pero yo estoy en buena compaƱĆa, en compaƱĆa del sol. Sigamos.
- Negro
Negro es el hombre del sol ecuatorial; por mucho que lo laven, siempre serĆ” igual.
- Olivo
¿CuÔl es la mejor hoja, lo sabéis? A fe, la del olivo de la paloma de Noé.
- Pensador
En su mente, el pensador mueve todo el mundo, desde lo mƔs alto hasta lo mƔs profundo.
- Queso
El queso se utiliza en la cocina, donde con otros manjares se combina.
- Rosa
Entre las flores, es la rosa bella lo que en el cielo la mƔs brillante estrella.
- SabidurĆa
Muchos creen poseer sabidurĆa cuando en verdad su mollera estĆ” vacĆa.
– Ā”Permitidme que cante un poco! – dijo el gallo -. Con tanto leer se me acaban las fuerzas. He de tomar aliento -. Y se puso a cantar de tal forma, que no parecĆa sino una corneta de latón. Daba gusto oĆrlo – al gallo, entendĆ”monos -. Adelante.
- Tetera
La tetera tiene rango en la cocina, pero la voz del puchero es aún mÔs fina.
- Urbanidad
Virtud indispensable es la urbanidad, si no se quiere ser un ogro en sociedad.
AhĆ debe haber mucho fondo – observó el gallo -, pero no doy con Ć©l, por mucho que trato de profundizar.
- Valle de lƔgrimas
Valle de lƔgrimas es nuestra madre tierra.
A ella iremos todos, en paz o en guerra.
– Ā”Esto es muy crudo! – dijo el gallo.
- Xantipa
– AquĆ no ha sabido encontrar nada nuevo:
En el matrimonio hay un arrecife, al que Sócrates da el nombre de Xantipe. – Al final, ha tenido que contentarse con Xantipe.
- Ygdrasil
En el Ć”rbol de Ygdrasil los dioses nórdicos vivieron,Ā mas el Ć”rbol murió y ellos enmudecieron. – Estamos casi al final – dijo el gallo -. Ā”No es poco consuelo! Va el Ćŗltimo:
- Zephir
En danƩs, el cƩfiro es viento de Poniente, te hiela a travƩs del paƱo mƔs caliente.
- Ā”Por fin se acabó! Pero aĆŗn no estamos al cabo de la calle. Ahora viene imprimirlo. Y luego leerlo. Ā”Y lo ofrecerĆ”n en sustitución de los venerables versos de mi viejo abecedario! ĀæQuĆ© dice la asamblea de libros eruditos e indoctos, monografĆas y manuales? ĀæQuĆ© dice la biblioteca? Yo he dicho; que hablen ahora los demĆ”s.
Los libros y el armario permanecieron quietos, mientras el gallo volvĆa a situarse bajo su A, muy orondo.
- He hablado bien, y cantado mejor. Esto no me lo quitarÔ el nuevo abecedario. De seguro que fracasa. Ya ha fracasado. ”No tiene gallo!.
El abeto
AllĆ” en el bosque habĆa un abeto, lindo y pequeƱito. CrecĆa en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compaƱeros mayores, tanto abetos como pinos.
Pero el pequeƱo abeto sólo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el frescor del aire, ni atendĆa a los niƱos de la aldea, que recorran el bosque en busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando. A veces llegaban con un puchero lleno de los frutos recogidos, o con las fresas ensartadas en una paja, y, sentĆ”ndose junto al menudo abeto, decĆan: «”QuĆ© pequeƱo y quĆ© lindo es!Ā». Pero el arbolito se enfurruƱaba al oĆrlo.
Al aƱo siguiente habĆa ya crecido bastante, y lo mismo al otro aƱo, pues en los abetos puede verse el nĆŗmero de aƱos que tienen por los cĆrculos de su tronco.
«”Ay!, Āæpor quĆ© no he de ser yo tan alto como los demĆ”s? -suspiraba el arbolillo-. PodrĆa desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pĆ”jaros harĆan sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podrĆa mecerlas e inclinarlas con la distinción y elegancia de los otros.
Ćranle indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la maƱana y al atardecer, desfilaban en lo alto del cielo.
Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubrĆa el suelo con su rutilante manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. Ā”Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos mĆ”s y el abeto habĆa crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la vuelta. «”Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar aƱos y aƱos: esto es lo mĆ”s hermoso que hay en el mundo!Ā», pensaba el Ć”rbol.
En otoƱo se presentaban indefectiblemente los leƱadores y cortaban algunos de los Ć”rboles mĆ”s corpulentos. La cosa ocurrĆa todos los aƱos, y nuestro joven abeto, que estaba ya bastante crecido, sentĆa entonces un escalofrĆo de horror, pues los magnĆficos y soberbios troncos se desplomaban con estridentes crujidos y gran estruendo. Los hombres cortaban las ramas, y los Ć”rboles quedaban desnudos, larguiruchos y delgados; nadie los habrĆa reconocido. Luego eran cargados en carros arrastrados por caballos, y sacados del bosque.
¿Adónde iban? ¿Qué suerte les aguardaba? En primavera, cuando volvieron las golondrinas y las cigüeñas, les preguntó el abeto:
- ¿No sabéis adónde los llevaron ¿No los habéis visto en alguna parte?
Las golondrinas nada sabĆan, pero la cigüeƱa adoptó una actitud cavilosa y, meneando la cabeza, dijo:
- SĆ, creo que sĆ. Al venir de Egipto, me crucĆ© con muchos barcos nuevos, que tenĆan mĆ”stiles esplĆ©ndidos. JurarĆa que eran ellos, pues olĆan a abeto. Me dieron muchos recuerdos para ti. Ā”Llevan tan alta la cabeza, con tanta altivez!
-”Ah! ”OjalÔ fuera yo lo bastante alto para poder cruzar los mares! Pero, ¿qué es el mar, y qué aspecto tiene?
- Ā”SerĆa muy largo de contar! -exclamó la cigüeƱa, y se alejó.
- AlĆ©grate de ser joven -decĆan los rayos del sol; alĆ©grate de ir creciendo sano y robusto, de la vida joven que hay en ti.
Y el viento le prodigaba sus besos, y el rocĆo vertĆa sobre Ć©l sus lĆ”grimas, pero el abeto no lo comprendĆa.
Al acercarse las Navidades eran cortados Ć”rboles jóvenes, Ć”rboles que ni siquiera alcanzaban la talla ni la edad de nuestro abeto, el cual no tenĆa un momento de quietud ni reposo; le consumĆa el afĆ”n de salir de allĆ. Aquellos arbolitos – y eran siempre los mĆ”s hermosos – conservaban todo su ramaje; los cargaban en carros tirados por caballos y se los llevaban del bosque.
«¿Adónde irÔn éstos? -preguntÔbase el abeto-. No son mayores que yo; uno es incluso mÔs bajito. ¿Y por qué les dejan las ramas? ¿Adónde van?».
- ”Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! piaron los gorriones-. AllÔ, en la ciudad, hemos mirado por las ventanas. Sabemos adónde van. ”Oh! No puedes imaginarte el esplendor y la magnificencia que les esperan. Mirando a través de los cristales vimos Ôrboles plantados en el centro de una acogedora habitación, adornados con los objetos mÔs preciosos: manzanas doradas, pastelillos, juguetes y centenares de velitas.
- ¿Y después? -preguntó el abeto, temblando por todas sus ramas-. ¿Y después? ¿Qué sucedió después?
- Ya no vimos nada mƔs. Pero es imposible pintar lo hermoso que era.
- ĀæQuiĆ©n sabe si estoy destinado a recorrer tambiĆ©n tan radiante camino? -exclamó gozoso el abeto-. TodavĆa es mejor que navegar por los mares. Estoy impaciente por que llegue Navidad. Ahora ya estoy tan crecido y desarrollado como los que se llevaron el aƱo pasado. Quisiera estar ya en el carro, en la habitación calentita, con todo aquel esplendor y magnificencia. ĀæY luego? Porque claro estĆ” que luego vendrĆ” algo aĆŗn mejor, algo mĆ”s hermoso. Si no, Āæpor quĆ© me adornarĆan tanto? Sin duda me aguardan cosas aĆŗn mĆ”s esplĆ©ndidas y soberbias. Pero, ĀæquĆ© serĆ”? Ā”Ay, quĆ© sufrimiento, quĆ© anhelo! Yo mismo no sĆ© lo que me pasa.
- Ā”Gózate con nosotros! -le decĆan el aire y la luz del sol goza de tu lozana juventud bajo el cielo abierto.
Pero Ć©l permanecĆa insensible a aquellas bendiciones de la Naturaleza. SeguĆa creciendo, sin perder su verdor en invierno ni en verano, aquel su verdor oscuro. Las gentes, al verlo, decĆan: – Ā”Hermoso Ć”rbol! -. Y he ahĆ que, al llegar Navidad, fue el primero que cortaron. El hacha se hincó profundamente en su corazón; el Ć”rbol Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā se Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā derrumbó Ā Ā Ā Ā Ā Ā con Ā Ā Ā Ā un Ā Ā Ā Ā Ā Ā suspiro, experimentando un dolor y un desmayo que no lo dejaron pensar en la soƱada felicidad. Ahora sentĆa tener que alejarse del lugar de su nacimiento, tener que abandonar el terruƱo donde habĆa crecido. SabĆa que nunca volverĆa a ver a sus viejos y queridos compaƱeros, ni a las matas y flores que lo rodeaban; tal vez ni siquiera a los pĆ”jaros. La despedida no tuvo nada de agradable.
El Ć”rbol no volvió en sĆ hasta el momento de ser descargado en el patio junto con otros, y entonces oyó la voz de un hombre que decĆa:
- Ā”Ese es magnĆfico! Nos quedaremos con Ć©l. Y se acercaron los criados vestidos de gala y transportaron el abeto a una hermosa y espaciosa sala. De todas las paredes colgaban cuadros, y junto a la gran estufa de azulejos habĆa grandes jarrones chinos con leones en las tapas; habĆa tambiĆ©n mecedoras, sofĆ”s de seda, grandes mesas cubiertas de libros ilustrados y juguetes, que a buen seguro valdrĆan cien veces cien escudos; por lo menos eso decĆan los niƱos. Hincaron el abeto en un voluminoso barril lleno de arena, pero no se veĆa que era un barril, pues de todo su alrededor pendĆa una tela verde, y estaba colocado sobre una gran alfombra de mil colores. Ā”Cómo temblaba el Ć”rbol! ĀæQuĆ© vendrĆa luego?
Criados y seƱoritas corrĆan de un lado para otro y no se cansaban de colgarle adornos y mĆ”s adornos. En una rama sujetaban redecillas de papeles coloreados; en otra, confites y caramelos; colgaban manzanas doradas y nueces, cual si fuesen frutos del Ć”rbol, y ataron a las ramas mĆ”s de cien velitas rojas, azules y blancas. MuƱecas que parecĆan personas vivientes – nunca habĆa visto el Ć”rbol cosa semejante – flotaban entre el verdor, y en lo mĆ”s alto de la cĆŗspide centelleaba una estrella de metal dorado. Era realmente magnĆfico, increĆblemente magnĆfico.
- Esta noche -decĆan todos-, esta noche sĆ que brillarĆ”.
«”Oh! -pensaba el Ôrbol-, ”ojalÔ fuese ya de noche! ”OjalÔ encendiesen pronto las luces! ¿Y qué sucederÔ luego? ¿Acaso vendrÔn a verme los Ôrboles del bosque? ¿VolarÔn los gorriones frente a los cristales de las ventanas? ¿Seguiré aquà todo el verano y todo el invierno, tan primorosamente adornado?».
CreĆa estar enterado, desde luego; pero de momento era tal su impaciencia, que sufrĆa fuertes dolores de corteza, y para un Ć”rbol el dolor de corteza es tan malo como para nosotros el de cabeza.
Ā El alforfon
Si despuĆ©s de una tormenta pasĆ”is junto a un campo de alforfón, lo verĆ©is a menudo ennegrecido y como chamuscado; se dirĆa que sobre Ć©l ha pasado una llama, y el labrador observa: – Esto es de un rayo -. Pero, Āæcómo sucedió? Os lo voy a contar, pues yo lo sĆ© por un gorrioncillo, al cual, a su vez, se lo reveló un viejo sauce que crece junto a un campo de alforfón. Es un sauce corpulento y venerable pero muy viejo y contrahecho, con una hendidura en el tronco, de la cual salen hierbajos y zarzamoras. El Ć”rbol estĆ” muy encorvado, y las ramas cuelgan hasta casi tocar el suelo, como una larga cabellera verde.
En todos los campos de aquellos contornos crecĆan cereales, tanto centeno como cebada y avena, esa magnĆfica avena que, cuando estĆ” en sazón, ofrece el aspecto de una fila de diminutos canarios amarillos posados en una rama. Todo aquel grano era una bendición, y cuando mĆ”s llenas estaban las espigas, tanto mĆ”s se inclinaban, como en gesto de piadosa humildad.
Pero habĆa tambiĆ©n un campo sembrado de alforfón, frente al viejo sauce. Sus espigas no se inclinaban como las de las restantes mieses, sino que permanecĆan enhiestas y altivas.
- Indudablemente, soy tan rico como la espiga de trigo -decĆa-, y ademĆ”s soy mucho mĆ”s bonito; mis flores son bellas como las del manzano; deleita los ojos mirarnos, a mĆ y a los mĆos. ĀæHas visto algo mĆ”s esplĆ©ndido, viejo sauce?
El Ć”rbol hizo un gesto con la cabeza, como significando: «”QuĆ© cosas dices!Ā». Pero el alforfón, pavoneĆ”ndose de puro orgullo, exclamó: – Ā”Tonto de Ć”rbol! De puro viejo, la hierba le crece en el cuerpo.
Pero he aquĆ que estalló una espantosa tormenta; todas las flores del campo recogieron sus hojas y bajaron la cabeza mientras la tempestad pasaba sobre ellas; sólo el alforfón seguĆa tan engreĆdo y altivo.
- ”Baja la cabeza como nosotras! -le advirtieron las flores.
- ”Para qué! -replicó el alforfón.
- ”Agacha la cabeza como nosotros! -gritó el trigo-. Mira que se acerca el Ôngel de la tempestad. Sus alas alcanzan desde las nubes al suelo, y puede pegarte un aletazo antes de que tengas tiempo de pedirle gracia.
- ”Que venga! No tengo por qué humillarme respondió el alforfón.
- Ā”Cierra tus flores y baja tus hojas! -le aconsejó, a su vez, el viejo sauce-. No levantes la mirada al rayo cuando desgarre la nube; ni siquiera los hombres pueden hacerlo, pues a travĆ©s del rayo se ve el cielo de Dios, y esta visión ciega al propio hombre. Ā”QuĆ© no nos ocurrirĆa a nosotras, pobres plantas de la tierra, que somos mucho menos que Ć©l!
- ¿Menos que él? -protestó el alforfón-. ”Pues ahora miraré cara a cara al cielo de Dios! -. Y asà lo hizo, cegado por su soberbia. Y tal fue el resplandor, que no pareció sino que todo el mundo fuera una inmensa llamarada.
Pasada ya la tormenta, las flores y las mieses se abrieron y levantaron de nuevo en medio del aire puro y en calma, vivificados por la lluvia; pero el alforfón aparecĆa negro como carbón, quemado por el rayo; no era mĆ”s que un hierbajo muerto en el campo.
El viejo sauce mecĆa sus ramas al impulso del viento, y de sus hojas verdes caĆan gruesas gotas de agua, como si el Ć”rbol llorase, y los gorriones le preguntaron:
- ¿Por qué lloras? ”Si todo esto es una bendición! Mira cómo brilla el sol, y cómo desfilan las nubes. ¿No respiras el aroma de las flores y zarzas? ¿Por qué lloras, pues, viejo sauce?
Y el sauce les habló de la soberbia del alforfón, de su orgullo y del castigo que le valió. Yo, que os cuento la historia, la oĆ de los gorriones. Me la narraron una tarde, en que yo les habĆa pedido que me contaran un cuento.
El Angel
Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo un Ôngel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allÔ arriba mÔs hermosas aún que en el suelo. Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores, pero a la que mÔs le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados.
He aquĆ lo que contaba un Ć”ngel de Dios Nuestro SeƱor mientras se llevaba al cielo a un niƱo muerto; y el niƱo lo escuchaba como en sueƱos. Volaron por encima de los diferentes lugares donde el pequeƱo habĆa jugado, y pasaron por jardines de flores esplĆ©ndidas.
- ¿CuÔl nos llevaremos para plantarla en el cielo? -preguntó el Ôngel.
CrecĆa allĆ un magnĆfico y esbelto rosal, pero una mano perversa habĆa tronchado el tronco, por lo que todas las ramas, cuajadas de grandes capullos semiabiertos, colgaban secas en todas direcciones.
- ”Pobre rosal! -exclamó el niño-. Llévatelo; junto a Dios florecerÔ.
Y el Ôngel lo cogió, dando un beso al niño por sus palabras; y el pequeñuelo entreabrió los ojos.
Recogieron luego muchas flores magnĆficas, pero tambiĆ©n humildes ranĆŗnculos y violetas silvestres.
- Ya tenemos un buen ramillete -dijo el niƱo; y el Ć”ngel asintió con la cabeza, pero no emprendió enseguida el vuelo hacia Dios. Era de noche, y reinaba un silencio absoluto; ambos se quedaron en la gran ciudad, flotando en el aire por uno de sus angostos callejones, donde yacĆan montones de paja y cenizas; habĆa habido mudanza: veĆanse cascos de loza, pedazos de yeso, trapos y viejos sombreros, todo ello de aspecto muy poco atractivo.
Entre todos aquellos desperdicios, el Ć”ngel seƱaló los trozos de un tiesto roto; de Ć©ste se habĆa desprendido un terrón, con las raĆces, de una gran flor silvestre ya seca, que por eso alguien habĆa arrojado a la calleja.
- Vamos a llevƔrnosla -dijo el Ɣngel-. Mientras volamos te contarƩ por quƩ.
Remontaron el vuelo, y el Ɣngel dio principio a su relato:
- En aquel angosto callejón, en una baja bodega, vivĆa un pobre niƱo enfermo. Desde el dĆa de su nacimiento estuvo en la mayor miseria; todo lo que pudo hacer en su vida fue cruzar su diminuto cuartucho sostenido en dos muletas; su felicidad no pasó de aquĆ. Algunos dĆas de verano, unos rayos de sol entraban hasta la bodega, nada mĆ”s que media horita, y entonces el pequeƱo se calentaba al sol y miraba cómo se transparentaba la sangre en sus flacos dedos, que mantenĆa levantados delante el rostro, diciendo: Ā«SĆ, hoy he podido salirĀ». SabĆa del bosque y de sus bellĆsimos verdores primaverales, sólo porque el hijo del vecino le traĆa la primera rama de haya. Se la ponĆa sobre la cabeza y soƱaba que se encontraba debajo del Ć”rbol, en cuya copa brillaba el sol y cantaban los pĆ”jaros.
Un dĆa de primavera, su vecinito le trajo tambiĆ©n flores del campo, y, entre ellas venĆa casualmente una con la raĆz; por eso la plantaron en una maceta, que colocaron junto a la cama, al lado de la ventana. HabĆa plantado aquella flor una mano afortunada, pues, creció, sacó nuevas ramas y floreció cada aƱo; para el muchacho enfermo fue el jardĆn mĆ”s esplĆ©ndido, su pequeƱo tesoro aquĆ en la Tierra. La regaba y cuidaba, preocupĆ”ndose de que recibiese hasta el Ćŗltimo de los rayos de sol que penetraban por la ventanuca; la propia flor formaba parte de sus sueƱos, pues para Ć©l florecĆa, para Ć©l esparcĆa su aroma y alegraba la vista; a ella se volvió en el momento de la muerte, cuando el SeƱor lo llamó a su seno. Lleva ya un aƱo junto a Dios, y durante todo el aƱo la plantita ha seguido en la ventana, olvidada y seca; por eso, cuando la mudanza, la arrojaron a la basura de la calle. Y Ć©sta es la flor, la pobre florecilla marchita que hemos puesto en nuestro ramillete, pues ha proporcionado mĆ”s alegrĆa que la mĆ”s bella del jardĆn de una reina.
- Pero, ¿cómo sabes todo esto? -preguntó el niño que el Ôngel llevaba al cielo.
- Lo sĆ© -respondió el Ć”ngel-, porque yo fui aquel pobre niƱo enfermo que se sostenĆa sobre muletas. Ā”Y bien conozco mi flor!
El pequeƱo abrió de par en par los ojos y clavó la mirada en el rostro esplendoroso del Ć”ngel; y en el mismo momento se encontraron en el Cielo de Nuestro SeƱor, donde reina la alegrĆa y la bienaventuranza. Dios apretó al niƱo muerto contra su corazón, y al instante le salieron a Ć©ste alas como a los demĆ”s Ć”ngeles, y con ellos se echó a volar, cogido de las manos. Nuestro SeƱor apretó tambiĆ©n contra su pecho todas las flores, pero a la marchita silvestre la besó, infundiĆ©ndole voz, y ella rompió a cantar con el coro de angelitos que rodean al AltĆsimo, algunos muy de cerca otros formando cĆrculos en torno a los primeros, cĆrculos que se extienden hasta el infinito, pero todos rebosantes de felicidad. Y todos cantaban, grandes y chicos, junto con el buen chiquillo bienaventurado y la pobre flor silvestre que habĆa estado abandonada, entre la basura de la calleja estrecha y oscura, el dĆa de la mudanza.
El ave FƩnix
En el jardĆn del ParaĆso, bajo el Ć”rbol de la sabidurĆa, crecĆa un rosal. En su primera rosa nació un pĆ”jaro; su vuelo era como un rayo de luz, magnĆficos sus colores, arrobador su canto. Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y AdĆ”n fueron arrojados del ParaĆso, de la flamĆgera espada del Ć”ngel cayó una chispa en el nido del pĆ”jaro y le prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero del rojo huevo salió volando otra ave, Ćŗnica y siempre la misma: el Ave FĆ©nix. Cuenta la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien aƱos se da la muerte abrasĆ”ndose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave FĆ©nix, la Ćŗnica en el mundo.
El pĆ”jaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, esplĆ©ndida de colores, magnĆfica en su canto. Cuando la madre estĆ” sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niƱo. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en Ć©l, y sobre la pobre cómoda exhalan, su perfume unas violetas.
Pero el Ave FĆ©nix no es sólo el ave de Arabia; aletea tambiĆ©n a los resplandores de la aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cuprĆferas de Falun, en las minas de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del Ganges, y los ojos de la doncella hindĆŗ se iluminan al verla.
Ā”Ave FĆ©nix! ĀæNo la conoces? ĀæEl ave del ParaĆso, el cisne santo de la canción? Iba en el carro de Thespis en forma de cuervo parlanchĆn, agitando las alas pintadas de negro; el arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne; posada sobre el hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y le susurraba al oĆdo: Ā”Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la Wartburg.
Ā”Ave FĆ©nix! ĀæNo la conoces? Te cantó la Marsellesa, y tĆŗ besaste la pluma que se desprendió de su ala; vino en todo el esplendor paradisĆaco, y tĆŗ le volviste tal vez la espalda para contemplar el gorrión que tenĆa espuma dorada en las alas.
Ā”El Ave del ParaĆso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tĆŗ misma vuelas con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave FĆ©nix de Arabia.
En el jardĆn del ParaĆso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el Ć”rbol de la sabidurĆa, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: Ā”poesĆa!.
El caracol y el rosal
Alrededor del jardĆn habĆa un seto de avellanos, y al otro lado del seto se extendĆa n los campos y praderas donde pastaban las ovejas y las vacas. Pero en el centro del jardĆn crecĆa un rosal todo lleno de flores, y a su abrigo vivĆa un caracol que llevaba todo un mundo dentro de su caparazón, pues se llevaba a sĆ mismo.
-Ā”Paciencia! -decĆa el caracol-. Ya llegarĆ” mi hora. HarĆ© mucho mĆ”s que dar rosas o avellanas, muchĆsimo mĆ”s que dar leche como las vacas y las ovejas.
-Esperamos mucho de ti -dijo el rosal-. ĀæPodrĆa saberse cuĆ”ndo me enseƱarĆ”s lo que eres capaz de hacer?
-Me tomo mi tiempo -dijo el caracol-; ustedes siempre estÔn de prisa. No, asà no se preparan las sorpresas.
Un aƱo mĆ”s tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanĆa de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo.Ā -Nada ha cambiado -dijo-. No se advierte el mĆ”s insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace.
Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo.
Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo.Ā -Ahora ya eres un rosal viejo -dijo el caracol-. Pronto tendrĆ”s que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenĆas dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero estĆ” claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrĆas frutos muy distintos que ofrecernos. ĀæQuĆ© dices a esto? Pronto no serĆ”s mĆ”s que un palo seco… ĀæTe das cuenta de lo que quiero decirte?
-Me asustas -dijo el rosal-. Nunca he pensado en ello.
-Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ĀæTe preguntaste alguna vez por quĆ© florecĆas y cómo florecĆas, por quĆ© lo hacĆas de esa manera y de no de otra?
-No -contestó el caracol-. FlorecĆa de puro contento, porque no podĆa evitarlo.
Ā”El sol era tan cĆ”lido, el aire tan refrescante!… Me bebĆa el lĆmpido rocĆo y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allĆ” abajo, me subĆa la fuerza, que descendĆa tambiĆ©n sobre mĆ desde lo alto. SentĆa una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y asĆ tenĆa que florecer sin remedio.
Tal era mi vida; no podĆa hacer otra cosa.
-Tu vida fue demasiado fĆ”cil -dijo el caracol.Ā -Cierto -dijo el rosal-. Me lo daban todo. Pero tĆŗ tuviste mĆ”s suerte aĆŗn. TĆŗ eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algĆŗn dĆa.
-No, no, de ningĆŗn modo -dijo el caracol-. El mundo no existe para mĆ. ĀæQuĆ© tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mĆ mismo y en mĆ mismo.
-ĀæPero no deberĆamos todos dar a los demĆ”s lo mejor de nosotros, no deberĆamos ofrecerles cuanto pudiĆ©ramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tĆŗ, en cambio, que posees tantos dones, ĀæquĆ© has dado tĆŗ al mundo? ĀæQuĆ© puedes darle?
-ĀæDarle? ĀæDarle yo al mundo? Yo lo escupo. ĀæPara quĆ© sirve el mundo? No significa nada para mĆ. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo Ćŗnico que sirves. Deja que los castaƱos produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su pĆŗblico, y yo tambiĆ©n tengo el mĆo dentro de mĆ mismo. Ā”Me recojo en mi interior, y en Ć©l voy a quedarme! El mundo no me interesa.
Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló.
-Ā”QuĆ© pena! -dijo el rosal-. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pĆ©talos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendĆa otra al pecho, y cómo un niƱo besaba otra en la primera alegrĆa de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida.
Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormĆa allĆ” dentro de su casa. El mundo nada significaba para Ć©l.
Y pasaron los aƱos.
El caracol se habĆa vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa del libro de oraciones habĆa desaparecido… Pero en el jardĆn brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles se arrastraban dentro de sus casas y escupĆan al mundo, que no significaba nada para ellos.
ĀæEmpezamos otra vez nuestra historia desde el principio? No vale la pena; siempre serĆa la misma.
El cerro de los elfos
Varios lagartos gordos corrĆan con pie ligero por las grietas de un viejo Ć”rbol; se entendĆan perfectamente, pues hablaban todos la lengua lagarteƱa.
- ”Qué ruido y alboroto en el cerro de los ellos! -dijo un lagarto-. Van ya dos noches que no me dejan pegar un ojo. Lo mismo que cuando me duelen las muelas, pues tampoco entonces puedo dormir.
- Algo pasa allà adentro -observó otro-. Hasta que el gallo canta, a la madrugada, sostienen el cerro sobre cuatro estacas rojas, para que se ventile bien, y sus muchachas han aprendido nuevas danzas. ”Algo se prepara!
- SĆ -intervino un tercer lagarto-. He hecho amistad con una lombriz de tierra que venĆa de la colina, en la cual habĆa estado removiendo la tierra dĆa y noche. Oyó muchas cosas. Ver no puede, la infeliz, pero lo que es palpar y oĆr, en esto se pinta sola. Resulta que en el cerro esperan forasteros, forasteros distinguidos, pero, quiĆ©nes son Ć©stos, la lombriz se negó a decĆrmelo, acaso ella misma no lo sabe. Han encargado a los fuegos fatuos que organicen una procesión de antorchas, como dicen ellos, y todo el oro y la plata que hay en el cerro – y no es poco – lo pulen y exponen a la luz de la luna.
- ĀæQuiĆ©nes podrĆ”n ser esos forasteros? -se preguntaban los lagartos-. ĀæQuĆ© diablos debe suceder? Ā”OĆd, quĆ© manera de zumbar!
En aquel mismo momento se partió el montĆculo, y una seƱorita elfa, vieja y anticuada, aunque por lo demĆ”s muy correctamente vestida, salió andando a pasitos cortos. Era el ama de llaves del anciano rey de los elfos, estaba emparentada de lejos con la familia real y llevaba en la frente un corazón de Ć”mbar. Ā”MovĆa las piernas con una agilidad!: trip, trip. Ā”Vaya modo de trotar! Y marchó directamente al pantano del fondo, a la vivienda del chotacabras.
- EstĆ”n ustedes invitados a la colina esta noche dijo-. Pero quisiera pedirles un gran favor, si no fuera molestia para ustedes. ĀæPodrĆan transmitir la invitación a los demĆ”s? Algo deben hacer, ya que ustedes no ponen casa. Recibimos a varios forasteros ilustres, magos de distinción; por eso hoy comparecerĆ” el anciano rey de los elfos.
- ¿A quién hay que invitar? -preguntó el chotacabras.
- Al gran baile pueden concurrir todos, incluso las personas, con tal que hablen durmiendo o sepan hacer algo que se avenga con nuestro modo de ser. Pero en nuestra primera fiesta queremos hacer una rigurosa selección; sólo asistirĆ”n personajes de la mĆ”s alta categorĆa. Hasta disputĆ© con el Rey, pues yo no querĆa que los fantasmas fuesen admitidos. Ante todo, hay que invitar al Viejo del Mar y a sus hijas. Tal vez no les guste venir a tierra seca, pero les prepararemos una piedra mojada para asiento o quizĆ”s algo aĆŗn mejor; supongo que asĆ no tendrĆ”n inconveniente en asistir, siquiera por esta vez. Queremos que vengan todos los viejos trasgos de primera categorĆa, con cola, el Genio del Agua y el Duende y, a mi entender, no debemos dejar de lado al Cerdo de la Tumba, al Caballo de los Muertos y al Enano de la Iglesia, todos los cuales pertenecen al elemento clerical y no a nuestra clase. Pero Ć©se es su oficio; por lo demĆ”s, estĆ”n emparentados de cerca con nosotros y nos visitan con frecuencia.
- Ā”Muy bien! -dijo el chotacabras, emprendiendo el vuelo para cumplir el encargo. Las doncellas elfas bailaban ya en el cerro, cubiertas de velos, y lo hacĆan con tejidos de niebla y luz de la luna, de un gran efecto para los aficionados a estas cosas. En el centro de la colina, el gran salón habĆa sido adornado primorosamente; el suelo, lavado con luz de luna, y las paredes, frotadas con grasa de bruja, por lo que brillaban como hojas de tulipĆ”n. En la colina habĆa, en el asador, gran abundancia de ranas, pieles de caracol rellenas de dedos de niƱo y ensaladas de semillas de seta y hĆŗmedos hocicos de ratón con cicuta, cerveza de la destilerĆa de la bruja del pantano, amĆ©n de fosforescente vino de salitre de las bodegas funerarias. Todo muy bien presentado. Entre los postres figuraban clavos oxidados y trozos de ventanal de iglesia.
El anciano Rey mandó bruƱir su corona de oro con pizarrĆn machacado (entiĆ©ndase pizarrĆn de primera); y no se crea que le es fĆ”cil a un rey de los elfos procurarse pizarrĆn de primera. En el dormitorio colgaron cortinas, que fueron pegadas con saliva de serpiente. Se comprende, pues, que hubiera allĆ gran ruido y alboroto.
- Ahora hay que sahumar todo esto con orines de caballo y cerdas de puerco; entonces yo habrƩ cumplido con mi tarea -dijo la vieja seƱorita.
- Ā”Dulce padre mĆo! -dijo la hija menor, que era muy zalamera-, Āæno podrĆa saber quiĆ©nes son los ilustres forasteros?
- Bueno -respondió el Rey, tendrĆ© que decĆrtelo. Dos de mis hijas deben prepararse para el matrimonio; dos de ellas se casarĆ”n sin duda. El anciano duende de allĆ” en Noruega, el que reside en la vieja roca de Dovre y posee cuatro palacios acantilados de feldespato y una mina de oro mucho mĆ”s rica de lo que creen por ahĆ, viene con sus dos hijos, que viajan en busca de esposa. El duende es un anciano nórdico, muy viejo y respetable, pero alegre y campechano. Lo conozco de hace mucho tiempo, desde un dĆa en que brindamos fraternalmente con ocasión de su estancia aquĆ en busca de mujer. Ella murió; era hija del rey de los PeƱascos gredosos de Mƶen. Tomó una mujer de yeso, como suele decirse. Ā”Ah, y quĆ© ganas tengo de ver al viejo duende nórdico! Dicen que los chicos son un tanto mal criados e impertinentes; pero quizĆ”s exageran. Tiempo tendrĆ”n de sentar la cabeza. A ver si sabĆ©is portaros con ellos en forma conveniente.
- ĀæY cuĆ”ndo llegan? -preguntó una de las hijas. – Eso depende del tiempo que haga -respondió el Rey. Viajan en plan económico. Aprovechan las oportunidades de los barcos. Yo habrĆa querido que fuesen por Suecia, pero el viejo se inclinó del otro lado. No sigue las mudanzas de los tiempos, y esto no se lo perdono.
En esto llegaron saltando dos fuegos fatuos, uno de ellos mÔs rÔpido que su compañero; por eso llegó antes.
- ”Ya vienen, ya vienen! -gritaron los dos.
- ”Dadme la corona y dejad que me ponga a la luz de la luna! -ordenó el Rey.
Las hijas, levantÔndose los velos, se inclinaron hasta el suelo. Entró el anciano duende de Dovre con su corona de tarugos de hielo duro y de abeto pulido. Formaban el resto de su vestido una piel de oso y grandes botas, mientras los hijos iban con el cuello descubierto y pantalones sin tirantes, pues eran hombres de pelo en pecho.
- ĀæEsto es una colina? -preguntó el menor, seƱalando el cerro de los elfos-. En Noruega lo llamarĆamos un agujero.
- ”Muchachos! -les riñó el viejo-. Un agujero va para dentro, y una colina va para arriba. ¿No tenéis ojos en la cabeza?
Lo Ćŗnico que les causaba asombro, dijeron, era que comprendĆan la lengua de los otros sin dificultad.
- Ā”Es para creer que os falta algĆŗn tornillo! refunfuñó el viejo. Entraron luego en la mansión de los elfos, donde se habĆa reunido la flor y nata de la sociedad, aunque de manera tan precipitada, que se hubiera dicho que el viento los habla arremolinado; y para todos estaban las cosas primorosamente dispuestas. Las ondinas se sentaban a la mesa sobre grandes patines acuĆ”ticos, y afirmaban que se sentĆan como en su casa. En la mesa todos observaron la mĆ”xima corrección, excepto los dos duendecitos nórdicos, los cuales llegaron hasta poner las piernas encima. Pero estaban persuadidos de que a ellos todo les estaba bien.
- ”Fuera los pies del plato! -les gritó el viejo duende, y ellos obedecieron, aunque a regañadientes. A sus damas respectivas les hicieron cosquillas con piñas de abeto que llevaban en el bolsillo; luego se quitaron las botas para estar mÔs cómodos y se las dieron a guardar. Pero el padre, el viejo duende de Dovre, era realmente muy distinto.
El cofre volador
Ćrase una vez un comerciante tan rico, que habrĆa podido empedrar toda la calle con monedas de plata, y aĆŗn casi un callejón por aƱadidura; pero se guardó de hacerlo, pues el hombre conocĆa mejores maneras de invertir su dinero, y cuando daba un ochavo era para recibir un escudo. Fue un mercader muy listo… y luego murió.
Su hijo heredó todos sus caudales, y vivĆa alegremente: todas las noches iba al baile de mĆ”scaras, hacĆa cometas con billetes de banco y arrojaba al agua panecillos untados de mantequilla y lastrados con monedas de oro en vez de piedras. No es extraƱo, pues, que pronto se terminase el dinero; al fin a nuestro mozo no le quedaron mĆ”s de cuatro perras gordas, y por todo vestido, unas zapatillas y una vieja bata de noche. Sus amigos lo abandonaron; no podĆan ya ir juntos por la calle; pero uno de ellos, que era un bonachón, le envió un viejo cofre con este aviso: «”Embala!Ā». El consejo era bueno, desde luego, pero como nada tenĆa que embalar, se metió Ć©l en el baĆŗl.
Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto se le apretaba la cerradura. Y asĆ lo hizo; en un santiamĆ©n, el muchacho se vio por los aires metido en el cofre, despuĆ©s de salir por la chimenea, y montóse hasta las nubes, vuela que te vuela. Cada vez que el fondo del baĆŗl crujĆa un poco, a nuestro hombre le entraba pĆ”nico; si se desprendiesen las tablas, Ā”vaya salto! Ā”Dios nos ampare!
De este modo llegó a tierra de turcos. Escondiendo el cofre en el bosque, entre hojarasca seca, se encaminó a la ciudad; no llamó la atención de nadie, pues todos los turcos vestĆan tambiĆ©n bata y pantuflos. Encontróse con un ama que llevaba un niƱo:
- Oye, nodriza -le preguntó-, ¿qué es aquel castillo tan grande, junto a la ciudad, con ventanas tan altas?
- AllĆ vive la hija del Rey -respondió la mujer-. Se le ha profetizado que quien se enamore de ella la harĆ” desgraciada; por eso no se deja que nadie se le acerque, si no es en presencia del Rey y de la Reina, – Gracias -dijo el hijo del mercader, y volvió a su bosque. Se metió en el cofre y levantó el vuelo; llegó al tejado del castillo y se introdujo por la ventana en las habitaciones de la princesa.
Estaba ella durmiendo en un sofÔ; era tan hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le dio un beso. La princesa despertó asustada, pero él le dijo que era el dios de los turcos, llegado por los aires; y esto la tranquilizó.
SentĆ”ronse uno junto al otro, y el mozo se puso a contar historias sobre los ojos de la muchacha: eran como lagos oscuros y maravillosos, por los que los pensamientos nadaban cual ondinas; luego historias sobre su frente, que comparó con una montaƱa nevada, llena de magnĆficos salones y cuadros; y luego le habló de la cigüeƱa, que trae a los niƱos pequeƱos.
SĆ, eran unas historias muy hermosas, realmente. Luego pidió a la princesa si querĆa ser su esposa, y ella le dio el sĆ sin vacilar.
- Pero tendrĆ©is que volver el sĆ”bado -aƱadió-, pues he invitado a mis padres a tomar el tĆ©. EstarĆ”n orgullosos de que me case con el dios de los turcos. Pero mira de recordar historias bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi madre las prefiere edificantes y elevadas, y mi padre las quiere divertidas, pues le gusta reĆrse. – Bien, no traerĆ© mĆ”s regalo de boda que mis cuentos -respondió Ć©l, y se despidieron; pero antes la princesa le regaló un sable adornado con monedas de oro. Ā”Y bien que le vinieron al mozo!
Se marchó en volandas, se compró una nueva bata y se fue al bosque, donde se puso a componer un cuento. DebĆa estar listo para el sĆ”bado, y la cosa no es tan fĆ”cil.
Y cuando lo tuvo terminado, era ya sƔbado.
El Rey, la Reina y toda la Corte lo aguardaban para tomar el tĆ© en compaƱĆa de la princesa. Lo recibieron con gran cortesĆa.
- ¿Vais a contarnos un cuento -preguntóle la Reina-, uno que tenga profundo sentido y sea instructivo?
- Pero que al mismo tiempo nos haga reĆr aƱadió el Rey.-
- De acuerdo -respondĆa el mozo, y comenzó su relato. Y ahora, atención.
Ā«Ćrase una vez un haz de fósforos que estaban en extremo orgullosos de su alta estirpe; su Ć”rbol genealógico, es decir, el gran pino, del que todos eran una astillita, habĆa sido un aƱoso y corpulento Ć”rbol del bosque. Los fósforos se encontraban ahora entre un viejo eslabón y un puchero de hierro no menos viejo, al que hablaban de los tiempos de su infancia. -Ā”SĆ, cuando nos hallĆ”bamos en la rama verde decĆan- estĆ”bamos realmente en una rama verde! Cada amanecer y cada atardecer tenĆamos tĆ© diamantino: era el rocĆo; durante todo el dĆa nos daba el sol, cuando no estaba nublado, y los pajarillos nos contaban historias. Nos dĆ”bamos cuenta de que Ć©ramos ricos, pues los Ć”rboles de fronda sólo van vestidos en verano; en cambio, nuestra familia lucĆa su verde ropaje, lo mismo en verano que en invierno. Mas he aquĆ que se presentó el leƱador, la gran revolución, y nuestra familia se dispersó. El tronco fue destinado a palo mayor de un barco de alto bordo, capaz de circunnavegar el mundo si se le antojaba; las demĆ”s ramas pasaron a otros lugares, y a nosotros nos ha sido asignada la misión de suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar de ser gente distinguida, hemos venido a parar a la cocina.
Ā» – Mi destino ha sido muy distinto -dijo el puchero a cuyo lado yacĆan los fósforos-. Desde el instante en que vine al mundo, todo ha sido estregarme, ponerme al fuego y sacarme de Ć©l; yo estoy por lo prĆ”ctico, y, modestia aparte, soy el nĆŗmero uno en la casa, Mi Ćŗnico placer consiste, terminado el servicio de mesa, en estarme en mi sitio, limpio y bruƱido, conversando sesudamente con mis compaƱeros; pero si exceptĆŗo el balde, que de vez en cuando baja al patio, puede decirse que vivimos completamente retirados. Nuestro Ćŗnico mensajero es el cesto de la compra, pero Ā”se exalta tanto cuando habla del gobierno y del pueblo!; hace unos dĆas un viejo puchero de tierra se asustó tanto con lo que dijo, que se cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Yo os digo que este cesto es un revolucionario; y si no, al tiempo.
Ā» – Ā”Hablas demasiado! -intervino el eslabón, golpeando el pedernal, que soltó una chispa-. ĀæNo podrĆamos echar una cana al aire, esta noche?
Ā» – SĆ, hablemos -dijeron los fósforos-, y veamos quiĆ©n es el mĆ”s noble de todos nosotros.
Ā» – No, no me gusta hablar de mi persona objetó la olla de barro-. Organicemos una velada. Yo empezarĆ© contando la historia de mi vida, y luego los demĆ”s harĆ”n lo mismo; asĆ no se embrolla uno y resulta mĆ”s divertido. En las playas del BĆ”ltico, donde las hayas que cubren el suelo de Dinamarca…
Ā» – Ā”Buen principio! -exclamaron los platos-. Sin duda, esta historia nos gustarĆ”.
Ā» – …pasĆ© mi juventud en el seno de una familia muy reposada; se limpiaban los muebles, se restregaban los suelos, y cada quince dĆas colgaban cortinas nuevas.
Ā» – Ā”QuĆ© bien se explica! -dijo la escoba de crin. DirĆase que habla un ama de casa; hay un no sĆ© que de limpio y refinado en sus palabras.
» -Exactamente lo que yo pensaba -asintió el balde, dando un saltito de contento que hizo resonar el suelo.
Ā» La olla siguió contando, y el fin resultó tan agradable como habĆa sido el principio.
Ā» Todos los platos castaƱetearon de regocijo, y la escoba sacó del bote unas hojas de perejil, y con ellas coronó a la olla, a sabiendas de que los demĆ”s rabiarĆan. Ā«Si hoy le pongo yo una corona, maƱana me pondrĆ” ella otra a mĆĀ», pensó.
Ā» – Ā”Voy a bailar! -exclamó la tenaza, y, Ā”dicho y hecho! Ā”Dios nos ampare, y cómo levantaba la pierna! La vieja funda de la silla del rincón estalló al verlo-. ĀæMe vais a coronar tambiĆ©n a mĆ? -pregunto la tenaza; y asĆ se hizo.
Ā» – Ā”Vaya gentuza! -pensaban los fósforos.
Ā» TocĆ”bale entonces el turno de cantar a la tetera, pero se excusó alegando que estaba resfriada; sólo podĆa cantar cuando se hallaba al fuego; pero todo aquello eran remilgos; no querĆa hacerlo mĆ”s que en la mesa, con las seƱorĆas.
Ā» HabĆa en la ventana una vieja pluma, con la que solĆa escribir la sirvienta. Nada de notable podĆa observarse en ella, aparte que la sumergĆan demasiado en el tintero, pero ella se sentĆa orgullosa del hecho.
Ā» – Si la tetera se niega a cantar, que no cante dijo-. AhĆ fuera hay un ruiseƱor enjaulado que sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el Conservatorio, mas por esta noche seremos indulgentes.
Ā» – Me parece muy poco conveniente -objetó la cafetera, que era una cantora de cocina y hermanastra de la tetera – tener que escuchar a un pĆ”jaro forastero. ĀæEs esto patriotismo? Que juzgue el cesto de la compra.
Ā» – Francamente, me habĆ©is desilusionado -dijo el cesto-. Ā”Vaya manera estĆŗpida de pasar una velada! En lugar de ir cada cuĆ”l por su lado, Āæno serĆa mucho mejor hacer las cosas con orden? Cada uno ocuparĆa su sitio, y yo dirigirĆa el juego. Ā”Otra cosa seria!
Ā» – Ā”SĆ, vamos a armar un escĆ”ndalo! exclamaron todos.
Ā» En esto se abrió la puerta y entró la criada. Todos se quedaron quietos, nadie se movió; pero ni un puchero dudaba de sus habilidades y de su distinción. Ā«Si hubiĆ©semos querido pensaba cada uno-, Ā”quĆ© velada mĆ”s deliciosa habrĆamos pasado!Ā».
» La sirvienta cogió los fósforos y encendió fuego. ”Cómo chisporroteaban, y qué llamas echaban!
» «Ahora todos tendrÔn que percatarse de que somos los primeros -pensaban-. ”Menudo brillo y menudo resplandor el nuestro!». Y de este modo se consumieron».
- Ā”QuĆ© cuento tan bonito! -dijo la Reina-. Me parece encontrarme en la cocina, entre los fósforos. SĆ, te casarĆ”s con nuestra hija.
- Desde luego -asintió el Rey-. SerÔ tuya el lunes por la mañana -. Lo tuteaban ya, considerÔndolo como de la familia.
Fijóse el dĆa de la boda, y la vĆspera hubo grandes iluminaciones en la ciudad, repartiĆ©ronse bollos de pan y rosquillas, los golfillos callejeros se hincharon de gritar «”hurra!Ā» y silbar con los dedos metidos en la boca… Ā”Una fiesta magnĆfica!
«Tendré que hacer algo», pensó el hijo del mercader, y compró cohetes, petardos y qué sé yo cuÔntas cosas de pirotecnia, las metió en el baúl y emprendió el vuelo.
”Pim, pam, pum! ”Vaya estrépito y vaya chisporroteo!
Los turcos, al verlo, pegaban unos saltos tales que las babuchas les llegaban a las orejas; nunca habĆan contemplado una traca como aquella, Ahora sĆ que estaban convencidos de que era el propio dios de los turcos el que iba a casarse con la hija del Rey.
No bien llegó nuestro mozo al bosque con su baúl, se dijo: «Me llegaré a la ciudad, a observar el efecto causado».
Era una curiosidad muy natural.
Ā”QuĆ© cosas contaba la gente! Cada una de las personas a quienes preguntó habĆa presenciado el espectĆ”culo de una manera distinta, pero todos coincidieron en calificarlo de hermoso.
- Yo vi al propio dios de los turcos -afirmó uno. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la barba parecĆa agua espumeante.
- Volaba envuelto en un manto de fuego -dijo otro-. Por los pliegues asomaban unos angelitos preciosos.
SĆ, escuchó cosas muy agradables, y al dĆa siguiente era la boda.
Regresó al bosque para instalarse en su cofre; pero, Āædónde estaba el cofre? El caso es que se habĆa incendiado. Una chispa de un cohete habĆa prendido fuego en el forro y reducido el baĆŗl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no podĆa volar ni volver al palacio de su prometida. Ella se pasó todo el dĆa en el tejado, aguardĆ”ndolo; y sigue aĆŗn esperando, mientras Ć©l recorre el mundo contando cuentos, aunque ninguno tan regocijante como el de los fósforos.
El compaƱero de viaje
El pobre Juan estaba muy triste, pues su padre se hallaba enfermo e iba a morir. No habĆa mĆ”s que ellos dos en la reducida habitación; la lĆ”mpara de la mesa estaba próxima a extinguirse, y llegaba la noche.
– Has sido un buen hijo, Juan -dijo el doliente padre-, y Dios te ayudarĆ” por los caminos del mundo -. Dirigióle una mirada tierna y grave, respiró profundamente y expiró; habrĆase dicho que dormĆa. Juan se echó a llorar; ya nadie le quedaba en la Tierra, ni padre ni madre, hermano ni hermana. Ā”Pobre Juan! Arrodillado junto al lecho, besaba la frĆa mano de su padre muerto, y derramaba amargas lĆ”grimas, hasta que al fin se le cerraron los ojos y se quedó dormido, con la cabeza apoyada en el duro barrote de la cama.
Tuvo un sueƱo muy raro; vio cómo el Sol y la Luna se inclinaban ante Ć©l, y vio a su padre rebosante de salud y riĆ©ndose, con aquella risa suya cuando se sentĆa contento. Una hermosa muchacha, con una corona de oro en el largo y reluciente cabello, tendió la mano a Juan, mientras el padre le decĆa: «”Mira quĆ© novia tan bonita tienes! Es la mĆ”s bella del mundo enteroĀ». Entonces se despertó: el alegre cuadro se habĆa desvanecido; su padre yacĆa en el lecho, muerto y frĆo, y no habĆa nadie en la estancia. Ā”Pobre Juan!
A la semana siguiente dieron sepultura al difunto; Juan acompañó el fĆ©retro, sin poder ver ya a aquel padre que tanto lo habĆa querido; oyó cómo echaban tierra sobre el ataĆŗd, para colmar la fosa, y contempló cómo desaparecĆa poco a poco, mientras sentĆa la pena desgarrarle el corazón. Al borde de la tumba cantaron un Ćŗltimo salmo, que sonó armoniosamente; las lĆ”grimas asomaron a los ojos del muchacho; rompió a llorar, y el llanto fue un sedante para su dolor. Brilló el sol, esplĆ©ndido, por encima de los verdes Ć”rboles; parecĆa decirle: Ā«No estĆ©s triste, Juan; Ā”mira quĆ© hermoso y azul es el cielo!. Ā”AllĆ” arriba estĆ” tu padre pidiendo a Dios por tu bien!Ā».
– SerĆ© siempre bueno -dijo Juan-. De este modo, un dĆa volverĆ© a reunirme con mi padre. Ā”QuĆ© alegrĆa cuando nos veamos de nuevo! CuĆ”ntas cosas podrĆ© contarle y cuĆ”ntas me mostrarĆ” Ć©l, y me enseƱarĆ” la magnificencia del cielo, como lo hacĆa en la Tierra. Ā”Oh, quĆ© felices seremos!
Y se lo imaginaba tan a lo vivo, que asomó una sonrisa a sus labios. Los pajarillos, posados en los castaƱos, dejaban oĆr sus gorjeos. Estaban alegres, a pesar de asistir a un entierro, pero bien sabĆan que el difunto estaba ya en el cielo, tenĆa alas mucho mayores y mĆ”s hermosas que las suyas, y era dichoso, porque acĆ” en la Tierra habĆa practicado la virtud; por eso estaban alegres. Juan los vio emprender el vuelo desde las altas ramas verdes, y sintió el deseo de lanzarse al espacio con ellos. Pero antes hizo una gran cruz de madera para hincarla sobre la tumba de su padre, y al llegar la noche, la sepultura aparecĆa adornada con arena y flores. HabĆan cuidado de ello personas forasteras, pues en toda la comarca se tenĆa en gran estima a aquel buen hombre que acababa de morir.
De madrugada hizo Juan su modesto equipaje y se ató al cinturón su pequeƱa herencia: cincuenta florines y unos peniques en total; con ella se disponĆa a correr mundo. Sin embargo, antes volvió al cementerio, y, despuĆ©s de rezar un padrenuestro sobre la tumba dijo: Ā”Adiós, padre querido! SerĆ© siempre bueno, y tĆŗ le pedirĆ”s a Dios que las cosas me vayan bien.
Al entrar en la campiƱa, el muchacho observó que todas las flores se abrĆan frescas y hermosas bajo los rayos tibios del sol, y que se mecĆan al impulso Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā de Ā Ā Ā Ā Ā Ā la Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā brisa, Ā como Ā diciendo:
«”Bienvenido a nuestros dominios! ĀæVerdad que son bellos?Ā». Pero Juan se volvió una vez mĆ”s a contemplar la vieja iglesia donde recibiera de pequeƱo el santo bautismo, y a la que habĆa asistido todos los domingos con su padre a los oficios divinos, cantando hermosas canciones; en lo alto del campanario vio, en una abertura, al duende del templo, de pie, con su pequeƱa gorra roja, y resguardĆ”ndose el rostro con el brazo de los rayos del sol que le daban en los ojos. Juan le dijo adiós con una inclinación de cabeza; el duendecillo agitó la gorra colorada y, poniĆ©ndose una mano sobre el corazón, con la otra le envió muchos besos, para darle a entender que le deseaba un viaje muy feliz y mucho bien.
Pensó entonces Juan en las bellezas que verĆa en el amplio mundo y siguió su camino, mucho mĆ”s allĆ” de donde llegara jamĆ”s. No conocĆa los lugares por los que pasaba, ni las personas con quienes se encontraba; todo era nuevo para Ć©l. La primera noche hubo de dormir sobre un montón de heno, en pleno campo; otro lecho no habĆa. Pero era muy cómodo, pensó; el propio Rey no estarĆa mejor. Toda la campiƱa, con el rĆo, la pila de hierba y el cielo encima, formaban un hermoso dormitorio. La verde hierba, salpicada de florecillas blancas y coloradas, hacĆa de alfombra, las lilas y rosales silvestres eran otros tantos ramilletes naturales, y para lavabo tenĆa todo el rĆo, de agua lĆmpida y fresca, con los juncos y caƱas que se inclinaban como para darle las buenas noches y los buenos dĆas. La luna era una lĆ”mpara soberbia, colgada allĆ” arriba en el techo infinito; una lĆ”mpara con cuyo fuego no habĆa miedo de que se encendieran las cortinas. Juan podĆa dormir tranquilo, y asĆ lo hizo, no despertĆ”ndose hasta que salió el sol, y todas las avecillas de los contornos rompieron a cantar: «”Buenos dĆas, buenos dĆas! ĀæNo te has levantado aĆŗn?Ā».
Tocaban las campanas, llamando a la iglesia, pues era domingo. Las gentes iban a escuchar al predicador, y Juan fue con ellas; las acompañó en el canto de los sagrados himnos, y oyó la voz del SeƱor; le parecĆa estar en la iglesia donde habĆa sido bautizado y donde habĆa cantado los salmos al lado de su padre.
En el cementerio contiguo al templo habĆa muchas tumbas, algunas de ellas cubiertas de alta hierba. Entonces pensó Juan en la de su padre, y se dijo que con el tiempo presentarĆa tambiĆ©n aquel aspecto, ya que Ć©l no estarĆa allĆ para limpiarla y adornarla. Se sentó, pues en el suelo, y se puso a arrancar la hierba y enderezar las cruces caĆdas, volviendo a sus lugares las coronas arrastradas por el viento, mientras pensaba: Ā«Tal vez alguien haga lo mismo en la tumba de mi padre, ya que no puedo hacerlo yoĀ».
Ante la puerta de la iglesia habĆa un mendigo anciano que se sostenĆa en sus muletas; Juan le dio los peniques que guardaba en su bolso, y luego prosiguió su viaje por el ancho mundo, contento y feliz.
Al caer la tarde, el tiempo se puso horrible, y nuestro mozo se dio prisa en buscar un cobijo, pero no tardó en cerrar la noche oscura. Finalmente, llegó a una pequeña iglesia, que se levantaba en lo alto de una colina. Por suerte, la puerta estaba sólo entornada y pudo entrar. Su intención era permanecer allà hasta que la tempestad hubiera pasado.
- Me sentaré en un rincón -dijo-, estoy muy cansado y necesito reposo -. Se sentó, pues, juntó las manos para rezar su oración vespertina y antes de que pudiera darse cuenta, se quedó profundamente dormido y transportado al mundo de los sueños, mientras en el exterior fulguraban los relÔmpagos y retumbaban los truenos.
Despertóse a medianoche. La tormenta habĆa cesado, y la luna brillaba en el firmamento, enviando sus rayos de plata a travĆ©s de las ventanas. En el centro del templo habĆa un fĆ©retro abierto, con un difunto, esperando la hora de recibir sepultura. Juan no era temeroso ni mucho menos; nada le reprochaba su conciencia, y sabĆa perfectamente que los muertos no hacen mal a nadie; los vivos son los perversos, los que practican el mal. Mas he aquĆ que dos individuos de esta clase estaban junto al difunto depositado en el templo antes de ser confiado a la tierra. Se proponĆan cometer con Ć©l una fechorĆa: arrancarlo del ataĆŗd y arrojarlo fuera de la iglesia.
- ¿Por qué queréis hacer esto? -preguntó Juan-. Es una mala acción. Dejad que descanse en paz, en nombre de Jesús.
- Ā”TonterĆas! -replicaron los malvados-. Ā”Nos engañó! Nos debĆa dinero y no pudo pagarlo; y ahora que ha muerto no cobraremos un cĆ©ntimo. Por eso queremos vengarnos. Vamos a arrojarlo como un perro ante la puerta de la iglesia.
- Sólo tengo cincuenta florines -dijo Juan-; es toda mi fortuna, pero os la daré de buena gana si me prometéis dejar en paz al pobre difunto. Yo me las arreglaré sin dinero. Estoy sano y fuerte, y no me faltarÔ la ayuda de Dios.
- Bien -replicaron los dos impĆos-. Si te avienes a pagar su deuda no le haremos nada, te lo prometemos -. Embolsaron el dinero que les dio Juan, y, riĆ©ndose a carcajadas de aquel magnĆ”nimo infeliz, siguieron su camino. Juan colocó nuevamente el cadĆ”ver en el fĆ©retro, con las manos cruzadas sobre el pecho, e, inclinĆ”ndose ante Ć©l, alejóse contento bosque a travĆ©s.
En derredor, dondequiera que llegaban los rayos de luna filtrĆ”ndose por entre el follaje, veĆa jugar alegremente a los duendecillos, que no huĆan de Ć©l, pues sabĆan que era un muchacho bueno e inocente; son sólo los malos, de quienes los duendes no se dejan ver. Algunos no eran mĆ”s grandes que el ancho de un dedo, y llevaban sujeto el largo y rubio cabello con peinetas de oro. De dos en dos se balanceaban en equilibrio sobre las abultadas gotas de rocĆo, depositadas sobre las hojas y los tallos de hierba; a veces, una de las gotitas caĆa al suelo por entre las largas hierbas, y el incidente provocaba grandes risas y alboroto entre los minĆŗsculos personajes. Ā”QuĆ© delicia! Se pusieron a cantar, y Juan reconoció enseguida las bellas melodĆas que aprendiera de niƱo. Grandes araƱas multicolores, con argĆ©nteas coronas en la cabeza, hilaban, de seto a seto, largos puentes colgantes y palacios que, al recoger el tenue rocĆo, brillaban como nĆtido cristal a los claros rayos de la luna. El espectĆ”culo duró hasta la salida del sol.
Entonces, los duendecillos se deslizaron en los capullos de las flores, y el viento se hizo cargo de sus puentes y palacios, que volaron por los aires convertidos en telaraƱas.
En Ć©stas, Juan habĆa salido ya del bosque cuando a su espalda resonó una recia voz de hombre:
- ”Hola, compañero!, ¿adónde vamos?
- Por esos mundos de Dios -respondió Juan-. No tengo padre ni madre y soy pobre, pero Dios me ayudarÔ.
- TambiĆ©n yo voy a correr mundo -dijo el forastero-. ĀæQuieres que lo hagamos en compaƱĆa?
- Ā”Bueno! -asintió Juan, y siguieron juntos. No tardaron en simpatizar, pues los dos eran buenas personas. Juan observó muy pronto, empero, que el desconocido era mucho mĆ”s inteligente que Ć©l. HabĆa recorrido casi todo el mundo y sabĆa de todas las cosas imaginables.
El sol estaba ya muy alto sobre el horizonte cuando se sentaron al pie de un Ć”rbol para desayunarse; y en aquel mismo momento se les acercó una anciana que andaba muy encorvada, sosteniĆ©ndose en una muletilla y llevando a la espalda un haz de leƱa que habĆa recogido en el bosque. Llevaba el delantal recogido y atado por delante, y Juan observó que por Ć©l asomaban tres largas varas de sauce envueltas en hojas de helecho. Llegada adonde ellos estaban, resbaló y cayó, empezando a quejarse lamentablemente; la pobre se habĆa roto una pierna.
Juan propuso enseguida trasladar a la anciana a su casa; pero el forastero, abriendo su mochila, dijo que tenĆa un ungüento con el cual, en un santiamĆ©n, curarĆa la pierna rota, de tal modo que la mujer podrĆa regresar a su casa por su propio pie, como si nada le hubiese ocurrido. Sólo pedĆa, en pago, que le regalase las tres varas que llevaba en el delantal.
- Ā”Mucho pides! -objetó la vieja, acompaƱando las palabras con un raro gesto de la cabeza. No le hacĆa gracia ceder las tres varas; pero tampoco resultaba muy agradable seguir en el suelo con la pierna fracturada. Dióle, pues, las varas, y apenas el ungüento hubo tocado la fractura se incorporó la abuela y echó a andar mucho mĆ”s ligera que antes. Y todo por virtud de la pomada; pero hay que advertir que no era una pomada de las que venden en la botica. – ĀæPara quĆ© quieres las varas? -preguntó Juan a su compaƱero.
- Son tres bonitas escobas -contestó el otro-. Me gustan, qué quieres que te diga; yo soy asà de extraño.
Y prosiguieron un buen trecho.
- ”Se estÔ preparando una tormenta! -exclamó Juan, señalando hacia delante-. ”Qué nubarrones mÔs cargados!
- No -respondió el compaƱero-. No son nubes, sino montaƱas, montaƱas altas y magnĆficas, cuyas cumbres rebasan las nubes y estĆ”n rodeadas de una atmósfera serena. Es maravilloso, crĆ©eme. MaƱana ya estaremos allĆ. Pero no estaban tan cerca como parecĆa. Un dĆa entero tuvieron que caminar para llegar a su pie. Los oscuros bosques trepaban hasta las nubes, y habĆan rocas enormes, tan grandes como una ciudad. DebĆa de ser muy cansado subir allĆ” arriba, y, asĆ, Juan y su compaƱero entraron en la posada; tenĆan que descansar y reponer fuerzas para la jornada que les aguardaba.
En la sala de la hosterĆa se habĆa reunido mucho pĆŗblico, pues estaba actuando un titiretero. Acababa de montar su pequeƱo escenario, y la gente se hallaba sentada en derredor, dispuesta a presenciar el espectĆ”culo. En primera fila estaba sentado un gordo carnicero, el mĆ”s importante del pueblo, con su gran perro mastĆn echado a su lado; el animal tenĆa aspecto feroz y los grandes ojos abiertos, como el resto de los espectadores.
Empezó una linda comedia, en la que intervenĆan un rey y una reina, sentados en un trono magnĆfico, con sendas coronas de oro en la cabeza y vestidos con ropajes de larga cola, como corresponda a tan ilustres personajes. LindĆsimos muƱecos de madera, con ojos de cristal y grandes bigotes, aparecĆan en las puertas, abriĆ©ndolas y cerrĆ”ndolas, para permitir la entrada de aire fresco. Era una comedia muy bonita, y nada triste; pero he aquĆ que al levantarse la reina y avanzar por la escena, sabe Dios lo que creerla el mastĆn, pero lo cierto es que se soltó de su amo el carnicero, plantóse de un salto en el teatro y, cogiendo a la reina por el tronco, Ā”crac!, la despedazó en un momento. Ā”Espantoso!
El pobre titiretero quedó asustado y muy contrariado por su reina, pues era la mĆ”s bonita de sus figuras; y el perro la habĆa decapitado. Pero cuando, mĆ”s tarde, el pĆŗblico se retiró, el compaƱero de Juan dijo que repararĆa el mal, y, sacando su frasco, untó la muƱeca con el ungüento que tan maravillosamente habĆa curado la pierna de la vieja. Y, en efecto; no bien estuvo la muƱeca untada, quedó de nuevo entera, e incluso podĆa mover todos los miembros sin necesidad de tirar del cordón; habrĆase dicho que era una persona viviente, sólo que no hablaba. El hombre de los tĆteres se puso muy contento; ya no necesitaba sostener aquella muƱeca, que hasta sabĆa bailar por sĆ sola: ninguna otra figura podĆa hacer tanto.
El cuello de camisa
Ćrase una vez un caballero muy elegante, que por todo equipaje poseĆa un calzador y un peine; pero tenĆa un cuello de camisa que era el mĆ”s notable del mundo entero; y la historia de este cuello es la que vamos a relatar. El cuello tenĆa ya la edad suficiente para pensar en casarse, y he aquĆ que en el cesto de la ropa coincidió con una liga.
Dijo el cuello:
- JamÔs vi a nadie tan esbelto, distinguido y lindo. ¿Me permite que le pregunte su nombre?
- ”No se lo diré! -respondió la liga.
- ¿Dónde vive, pues? -insistió el cuello.
Pero la liga era muy tĆmida, y pensó que la pregunta era algo extraƱa y que no debĆa contestarla.
- ¿Es usted un cinturón, verdad? -dijo el cuello-, ¿una especie de cinturón interior?. Bien veo, mi simpÔtica señorita, que es una prenda tanto de utilidad como de adorno.
- ”Haga el favor de no dirigirme la palabra! dijo la liga.- No creo que le haya dado pie para hacerlo.
- SĆ, me lo ha dado. Cuando se es tan bonita replicó el cuello- no hace falta mĆ”s motivo.
- ”No se acerque tanto! -exclamó la liga-. ”Parece usted tan varonil!
- Soy tambiĆ©n un caballero fino -dijo el cuello-, tengo un calzador y un peine -. Lo cual no era verdad, pues quien los tenĆa era su dueƱo; pero le gustaba vanagloriarse.
- ”No se acerque tanto! -repitió la liga-. No estoy acostumbrada.
- ”Qué remilgada! -dijo el cuello con tono burlón; pero en éstas los sacaron del cesto, los almidonaron y, después de haberlos colgado al sol sobre el respaldo de una silla, fueron colocados en la tabla de planchar; y llegó la plancha caliente.
- ”Mi querida señora -exclamaba el cuello-, mi querida señora! ”Qué calor siento! ”Si no soy yo mismo! ”Si cambio totalmente de forma! ”Me va a quemar; va a hacerme un agujero! ”Huy! ¿Quiere casarse conmigo?
- ”Harapo! -replicó la plancha, corriendo orgullosamente por encima del cuello; se imaginaba ser una caldera de vapor, una locomotora que arrastraba los vagones de un tren.
- ”Harapo! -repitió.
El cuello quedó un poco deshilachado de los bordes; por eso acudió la tijera a cortar los hilos.
- ”Oh! -exclamó el cuello-, usted debe de ser primera bailarina, ¿verdad?. ”Cómo sabe estirar las piernas! Es lo mÔs encantador que he visto.
Nadie serĆa capaz de imitarla.
- Ya lo sé -respondió la tijera.
- Ā”MerecerĆa ser condesa! -dijo el cuello-. Todo lo que poseo es un seƱor distinguido, un calzador y un peine. Ā”Si tuviese tambiĆ©n un condado!
- ¿Se me estÔ declarando, el asqueroso? exclamó la tijera, y, enfadada, le propinó un corte que lo dejó inservible.
- Al fin tendré que solicitar la mano del peine. ”Es admirable cómo conserva usted todos los dientes, mi querida señorita! -dijo el cuello-. ¿No ha pensado nunca en casarse?
- Ā”Claro, ya puede figurĆ”rselo! -contestó el peine-. Seguramente habrĆ” oĆdo que estoy prometida con el calzador.
- Ā”Prometida! -suspiró el cuello; y como no habĆa nadie mĆ”s a quien declararse, se las dio en decir mal del matrimonio.
Pasó mucho tiempo, y el cuello fue a parar al almacĆ©n de un fabricante de papel. HabĆa allĆ una nutrida compaƱĆa de harapos; los finos iban por su lado, los toscos por el suyo, como exige la corrección. Todos tenĆan muchas cosas que explicar, pero el cuello los superaba a todos, pues era un gran fanfarrón.
- Ā”La de novias que he tenido! -decĆa-. No me dejaban un momento de reposo. Andaba yo hecho un petimetre en aquellos tiempos, siempre muy tieso y almidonado. TenĆa ademĆ”s un calzador y un peine, que jamĆ”s utilicĆ©. TenĆan que haberme visto entonces, cuando me acicalaba para una fiesta. Nunca me olvidarĆ© de mi primera novia; fue una cinturilla, delicada, elegante y muy linda; por mĆ se tiró a una baƱera. Luego hubo una plancha que ardĆa por mi persona; pero no le hice caso y se volvió negra. Tuve tambiĆ©n relaciones con una primera bailarina; ella me produjo la herida, cuya cicatriz conservo; Ā”era terriblemente celosa! Mi propio peine se enamoró de mĆ; perdió todos los dientes de mal de amores. Ā”Uf!, Ā”la de aventuras que he corrido! Pero lo que mĆ”s me duele es la liga, digo, la cinturilla, que se tiró a la baƱera. Ā”CuĆ”ntos pecados llevo sobre la conciencia! Ā”Ya es tiempo de que me convierta en papel blanco!
Y fue convertido en papel blanco, con todos los demĆ”s trapos; y el cuello es precisamente la hoja que aquĆ vemos, en la cual se imprimió su historia. Y le estĆ” bien empleado, por haberse jactado de cosas que no eran verdad. TengĆ”moslo en cuenta, para no comportarnos como Ć©l, pues en verdad no podemos saber si tambiĆ©n nosotros iremos a dar algĆŗn dĆa al saco de los trapos viejos y seremos convertidos en papel, y toda nuestra historia, aĆŗn lo mĆ”s Ćntimo y secreto de ella, serĆ” impresa, y andaremos por esos mundos teniendo que contarla.
El duende de la tienda
Ćrase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivĆa en una buhardilla y nada poseĆa; y Ć©rase tambiĆ©n un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueƱo de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los aƱos, por Nochebuena, obsequiaba aquĆ©l con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podĆa hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas.
Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenĆa a quien enviar, por lo que iba Ć©l mismo. DiĆ©ronle lo que pedĆa, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabĆa hacer algo mĆ”s que gesticular con la cabeza; era un pico de oro.
El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvĆa el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamĆ”s hubiera pensado que lo tratasen asĆ, pues era un libro de poesĆa.
- TodavĆa nos queda mĆ”s -dijo el tendero-; lo comprĆ© a una vieja por unos granos de cafĆ©; por ocho chelines se lo cedo entero.
- Muchas gracias -repuso el estudiante-. DĆ©melo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero serĆa pecado destrozar este libro. Es usted un hombre esplĆ©ndido, un hombre prĆ”ctico, pero lo que es de poesĆa, entiende menos que esa cuba. La verdad es que fue un tanto descortĆ©s al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reĆr, pues el segundo habĆa hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oĆr semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueƱo de una casa y encima vendĆa una mantequilla excelente.
Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el estudiante, entró el duende en busca del pico de la dueƱa, pues no lo utilizaba mientras dormĆa; fue aplicĆ”ndolo a todos los objetos de la tienda, con lo cual Ć©stos adquirĆan voz Ā Ā Ā y Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā habla. y Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā podĆan Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā expresar Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā sus pensamientos y sentimientos tan bien como la propia seƱora de la casa; pero, claro estĆ”, sólo podĆa aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo, Ā”menudo barullo!
El duende puso el pico en la cuba que contenĆa los diarios viejos. – ĀæEs verdad que usted no sabe lo que es la poesĆa?
- Claro que lo sé -respondió la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay mÔs en mà que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba de poco mÔs o menos.
Luego el duende colocó el pico en el molinillo de cafĆ©. Ā”Dios mĆo, y cómo se soltó Ć©ste! Y despuĆ©s lo aplicó al barrilito de manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron la opinión de la cuba. Y cuando la mayorĆa coincide en una cosa, no queda mas remedio que respetarla y darla por buena.
- Ā”Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió callandito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. HabĆa luz en el cuarto, y el duendecillo miró por el ojo de la cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda. Pero, Ā”quĆ© claridad irradiaba de Ć©l!
De las pĆ”ginas emergĆa un vivĆsimo rayo de luz, que iba transformĆ”ndose en un tronco, en un poderoso Ć”rbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente lĆmpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una mĆŗsica deliciosos resonaban en la destartalada habitación.
JamĆ”s habĆa imaginado el duendecillo una magnificencia como aquĆ©lla, jamĆ”s habĆa oĆdo hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz. Seguramente el estudiante habĆa soplado la vela para acostarse; pero el duende seguĆa en su sitio, pues continuaba oyĆ©ndose el canto, dulce y solemne, una deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso.
- Ā”Asombroso! -se dijo el duende-. Ā”Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante… -. Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y suspiró. – Ā”Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla! -. Y se volvió; se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase mĆ”s, pues la cuba habĆa gastado casi todo el pico de la dueƱa, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un lado; y se disponĆa justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto, cuando entró el duende y le quitó el pico; pero en adelante toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leƱa de abajo, formaron sus opiniones calcĆ”ndolas sobre las de la cuba; todos la ponĆan tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leĆa en el periódico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creĆan firmemente que procedĆan de la cuba.
En cambio, el duendecillo ya no podĆa estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudición y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veĆa brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban a las alturas; tenĆa que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentĆa rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompĆa a llorar, sin saber Ć©l mismo por quĆ©, pero las lĆ”grimas le hacĆan un gran bien. Ā”QuĆ© magnĆfico debĆa de ser estarse sentado bajo el Ć”rbol, junto al estudiante! Pero no habĆa que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplĆ”ndolo desde el ojo de la cerradura. Y allĆ seguĆa, en el frĆo rellano, cuando ya el viento otoƱal se filtraba por los tragaluces, y el frĆo iba arreciando. Sólo que el duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran dominados por el silbar del viento. Ā”UjĆŗ, cómo temblaba entonces, y bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca, se declaró resueltamente en favor del tendero.
Pero a media noche despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrĆ©pito en los escaparates, y gentes que iban y venĆan agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el pito. HabĆa estallado un incendio, y toda la calle aparecĆa iluminada. ĀæSerĆa su casa o la del vecino? ĀæDónde? Ā”HabĆa una alarma espantosa, una confusión terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitó los pendientes de oro de las orejas y se los guardó en el bolsillo, para salvar algo. El tendero recogió sus lĆ”minas de fondos pĆŗblicos, y la criada, su mantilla de seda, que se habĆa podido comprar a fuerza de ahorros. Cada cual querĆa salvar lo mejor, y tambiĆ©n el duendecillo; y de un salto subió las escaleras y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardĆa en la casa de enfrente. El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiĆ©ndoselo en el gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el mĆ”s precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allĆ se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando con ambas manos el gorro que contenĆa el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenĆa puesto su corazón; comprendió a quiĆ©n pertenecĆa en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus ideas normales, dijo:
- Me he de repartir entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa de las papillas.
Y en esto se comportó como un autĆ©ntico ser humano. Todos procuramos estar bien con el tendero… por las papillas.
El Elfo del rosal
En el centro de un jardĆn crecĆa un rosal, cuajado de rosas, y en una de ellas, la mĆ”s hermosa de todas, habitaba un elfo, tan pequeƱĆn, que ningĆŗn ojo humano podĆa distinguirlo. DetrĆ”s de cada pĆ©talo de la rosa tenĆa un dormitorio. Era tan bien educado y tan guapo como pueda serlo un niƱo, y tenĆa alas que le llegaban desde los hombros hasta los pies. Ā”Oh, y quĆ© aroma exhalaban sus habitaciones, y quĆ© claras y hermosas eran las paredes! No eran otra cosa sino los pĆ©talos de la flor, de color rosa pĆ”lido.
Se pasaba el dĆa gozando de la luz del sol, volando de flor en flor, bailando sobre las alas de la inquieta mariposa y midiendo los pasos que necesitaba dar para recorrer todos los caminos y senderos que hay en una sola hoja de tilo. Son lo que nosotros llamamos las nervaduras; para Ć©l eran caminos y sendas, Ā”y no poco largos! Antes de haberlos recorrido todos, se habĆa puesto el sol; claro que habĆa empezado algo tarde.
Se enfrió el ambiente, cayó el rocĆo, mientras soplaba el viento; lo mejor era retirarse a casa.
El elfo echó a correr cuando pudo, pero la rosa se habĆa cerrado y no pudo entrar, y ninguna otra quedaba abierta. El pobre elfo se asustó no poco. Nunca habĆa salido de noche, siempre habĆa permanecido en casita, dormitando tras los tibios pĆ©talos. Ā”Ay, su imprudencia le iba a costar la vida!
Sabiendo que en el extremo opuesto del jardĆn habĆa una glorieta recubierta de bella madreselva cuyas flores parecĆan trompetillas pintadas, decidió refugiarse en una de ellas y aguardar la maƱana.
Se trasladó volando a la glorieta. Ā”Cuidado! Dentro habĆa dos personas, un hombre joven y guapo y una hermosĆsima muchacha; sentados uno junto al otro, deseaban no tener que separarse en toda la eternidad; se querĆan con toda el alma, mucho mĆ”s de lo que el mejor de los hijos pueda querer a su madre y a su padre. – Y, no obstante, tenemos que separarnos -decĆa el joven- Tu hermano nos odia; por eso me envĆa con una misión mĆ”s allĆ” de las montaƱas y los mares. Ā”Adiós, mi dulce prometida, pues lo eres a pesar de todo!
Se besaron, y la muchacha, llorando, le dio una rosa despuĆ©s de haber estampado en ella un beso, tan intenso y sentido, que la flor se abrió. El elfo aprovechó la ocasión para introducirse en ella, reclinando la cabeza en los suaves pĆ©talos fragantes; desde allĆ pudo oĆr perfectamente los adioses de la pareja. Y se dio cuenta de que la rosa era prendida en el pecho del doncel. Ā”Ah, cómo palpitaba el corazón debajo! Eran tan violentos sus latidos, que el elfo no pudo pegar el ojo.
Pero la rosa no permaneció mucho tiempo prendida en el pecho. El hombre la tomó en su mano, y, mientras caminaba solitario por el bosque oscuro, la besaba con tanta frecuencia y fuerza, que por poco ahoga a nuestro elfo. Ćste podĆa percibir a travĆ©s de la hoja el ardor de los labios del joven; y la rosa, por su parte, se habĆa abierto como al calor del sol mĆ”s cĆ”lido de mediodĆa.
Acercóse entonces otro hombre, sombrĆo y colĆ©rico; era el perverso hermano de la doncella. Sacando un afilado cuchillo de grandes dimensiones, lo clavó en el pecho del enamorado mientras Ć©ste besaba la rosa. Luego le cortó la cabeza y la enterró, junto con el cuerpo, en la tierra blanda del pie del tilo.
– Helo aquĆ olvidado y ausente -pensó aquel malvado-; no volverĆ” jamĆ”s. DebĆa emprender un largo viaje a travĆ©s de montes y ocĆ©anos. Es fĆ”cil perder la vida en estas expediciones, y ha muerto. No volverĆ”, y mi hermana no se atreverĆ” a preguntarme por Ć©l.
Luego, con los pies, acumuló hojas secas sobre la tierra mullida, y se marchó a su casa a travĆ©s de la noche oscura. Pero no iba solo, como creĆa; lo acompaƱaba el minĆŗsculo elfo, montado en una enrollada hoja seca de tilo que se habĆa adherido al pelo del criminal, mientras enterraba a su vĆctima. Llevaba el sombrero puesto, y el elfo estaba sumido en profundas tinieblas, temblando de horror y de indignación por aquel abominable crimen.
El malvado llegó a casa al amanecer. Quitóse el sombrero y entró en el dormitorio de su hermana. La hermosa y lozana doncella, yacĆa en su lecho, soƱando en aquĆ©l que tanto la amaba y que, segĆŗn ella creĆa, se encontraba en aquellos momentos caminando por bosques y montaƱas. El perverso hermano se inclinó sobre ella con una risa diabólica, como sólo el demonio sabe reĆrse. Entonces la hoja seca se le cayó del pelo, quedando sobre el cubrecamas, sin que Ć©l se diera cuenta. Luego salió de la habitación para acostarse unas horas. El elfo saltó de la hoja y, entrĆ”ndose en el oĆdo de la dormida muchacha, contóle, como en sueƱos, el horrible asesinato, describiĆ©ndole el lugar donde el hermano lo habĆa perpetrado y aquel en que yacĆa el cadĆ”ver. Le habló tambiĆ©n del tilo florido que crecĆa allĆ, y dijo: Ā«Para que no pienses que lo que acabo de contarte es sólo un sueƱo, encontrarĆ”s sobre tu cama una hoja secaĀ».
Y, efectivamente, al despertar ella, la hoja estaba allĆ.
”Oh, qué amargas lÔgrimas vertió! ”Y sin tener a nadie a quien poder confiar su dolor!
La ventana permaneció abierta todo el dĆa; al elfo le hubiera sido fĆ”cil irse a las rosas y a todas las flores del jardĆn; pero no tuvo valor para abandonar a la afligida joven. En la ventana habĆa un rosal de Bengala; instalóse en una de sus flores y se estuvo contemplando a la pobre doncella. Su hermano se presentó repetidamente en la habitación, alegre a pesar de su crimen; pero ella no osó decirle una palabra de su cuita.
No bien hubo oscurecido, la joven salió disimuladamente de la casa, se dirigió al bosque, al lugar donde crecĆa el tilo, y, apartando las hojas y la tierra, no tardó en encontrar el cuerpo del asesinado. Ā”Ah, cómo lloró, y cómo rogó a Dios Nuestro SeƱor que le concediese la gracia de una pronta muerte! Hubiera querido llevarse el cadĆ”ver a casa, pero al serle imposible, cogió la cabeza lĆvida, con los cerrados ojos, y, besando la frĆa boca, sacudió la tierra adherida al hermoso cabello.Ā – Ā”La guardarĆ©! -dijo, y despuĆ©s de haber cubierto el cuerpo con tierra y hojas, volvió a su casa con la cabeza y una ramita de jazmĆn que florecĆa en el sitio de la sepultura.
Llegada a su habitación, cogió la maceta mĆ”s grande que pudo encontrar, depositó en ella la cabeza del muerto, la cubrió de tierra y plantó en ella la rama de jazmĆn.
- Ā”Adiós, adiós! -susurró el geniecillo, que, no pudiendo soportar por mĆ”s tiempo aquel gran dolor, voló a su rosa del jardĆn. Pero estaba marchita; sólo unas pocas hojas amarillas colgaban aĆŗn del cĆ”liz verde.
- ”Ah, qué pronto pasa lo bello y lo bueno! suspiró el elfo. Por fin encontró otra rosa y estableció en ella su morada, detrÔs de sus delicados y fragantes pétalos.
Cada maƱana se llegaba volando a la ventana de la desdichada muchacha, y siempre encontraba a Ć©sta llorando junto a su maceta. Sus amargas lĆ”grimas caĆan sobre la ramita de jazmĆn, la cual crecĆa y se ponĆa verde y lozana, mientras la palidez iba invadiendo las mejillas de la doncella. Brotaban nuevas ramillas, y florecĆan blancos capullitos, que ella besaba. El perverso hermano no cesaba de reƱirle, preguntĆ”ndole si se habĆa vuelto loca. No podĆa soportarlo, ni comprender por quĆ© lloraba continuamente sobre aquella maceta. Ignoraba quĆ© ojos cerrados y quĆ© rojos labios se estaban convirtiendo allĆ en tierra. La muchacha reclinaba la cabeza sobre la maceta, y el elfo de la rosa solĆa encontrarla allĆ dormida; entonces se deslizaba en su oĆdo y le contaba de aquel anochecer en la glorieta, del aroma de la flor y del amor de los elfos; ella soƱaba dulcemente. Un dĆa, mientras se hallaba sumida en uno de estos sueƱos, se apagó su vida, y la muerte la acogió, misericordiosa. Encontróse en el cielo, junto al ser amado.
Y los jazmines abrieron sus blancas flores y esparcieron su maravilloso aroma caracterĆstico; era su modo de llorar a la muerta.
El mal hermano se apropió la hermosa planta florida y la puso en su habitación, junto a la cama, pues era preciosa, y su perfume, una verdadera delicia. La siguió el pequeƱo elfo de la rosa, volando de florecilla en florecilla, en cada una de las cuales habitaba una almita, y les habló del joven inmolado cuya cabeza era ahora tierra entre la tierra, y les habló tambiĆ©n del malvado hermano y de la desdichada hermana. – Ā”Lo sabemos -decĆa cada alma de las flores-, lo sabemos! ĀæNo brotamos acaso de los ojos y de los labios del asesinado? Ā”Lo sabemos, lo sabemos! -. Y hacĆan con la cabeza unos gestos significativos.
El elfo no lograba comprender cómo podĆan estarse tan quietas, y se fue volando en busca de las abejas, que recogĆan miel, y les contó la historia del malvado hermano, y las abejas lo dijeron a su reina, la cual dio orden de que, a la maƱana siguiente, dieran muerte al asesino. Pero la noche anterior, la primera que siguió al fallecimiento de la hermana, al quedarse dormido el malvado en su cama junto al oloroso jazmĆn, se abrieron todos los cĆ”lices; invisibles, pero armadas de ponzoƱosos dardos, salieron todas las almas de las flores y, penetrando primero en sus oĆdos, le contaron sueƱos de pesadilla; luego, volando a sus labios, le hirieron en la lengua con sus venenosas flechas. – Ā”Ya hemos vengado al muerto! -dijeron, y se retiraron de nuevo a las flores blancas del jazmĆn.
Al amanecer y abrirse sĆŗbitamente la ventana del dormitorio, entraron el elfo de la rosa con la reina de las abejas y todo el enjambre, que venĆa a ejecutar su venganza.
Pero ya estaba muerto; varias personas que rodeaban la cama dijeron: – El perfume del jazmĆn lo ha matado.
El elfo comprendió la venganza de las flores y lo explicó a la reina de las abejas, y ella, con todo el enjambre, revoloteó zumbando en torno a la maceta. No habĆa modo de ahuyentar a los insectos, y entonces un hombre se llevó el tiesto afuera; mas al picarle en la mano una de las abejas, soltó Ć©l la maceta, que se rompió al tocar el suelo.
Entonces descubrieron el lĆvido crĆ”neo, y supieron que el muerto que yacĆa en el lecho era un homicida.
La reina de las abejas seguĆa zumbando en el aire y cantando la venganza de las flores, y cantando al elfo de la rosa, y pregonando que detrĆ”s de la hoja mĆ”s mĆnima hay alguien que puede descubrir la maldad y vengarla.
El gollete de botella
En una tortuosa callejuela, entre varias mĆseras casuchas, se alzaba una de paredes entramadas, alta y desvencijada. VivĆan en ella gente muy pobre; y lo mĆ”s mĆsero de todo era la buhardilla, en cuya ventanuco colgaba, a la luz del sol, una vieja jaula abollada que ni siquiera tenĆa bebedero; en su lugar habĆa un gollete de botella puesto del revĆ©s, tapado por debajo con un tapón de corcho y lleno de agua. Una vieja solterona estaba asomada al exterior; acababa de adornar con prĆmulas la jaula donde un diminuto pardillo saltaba de uno a otro palo cantando tan alegremente, que su voz resonaba a gran distancia.
«”Ay, bien puedes tĆŗ cantar! -exclamó el gollete. Bueno, no es que lo dijera como lo decimos nosotros, pues un casco de botella no puede hablar, pero lo pensó a su manera, como nosotros cuando hablamos para nuestros adentros -. SĆ, tĆŗ puedes cantar, pues no te falta ningĆŗn miembro. Si tĆŗ supieras, como yo lo sĆ©, lo que significa haber perdido toda la parte inferior del cuerpo, sin quedarme mĆ”s que cuello y boca, y aun Ć©sta con un tapón metido dentro… Seguro que no cantarĆas. Pero vale mĆ”s asĆ, que siquiera tĆŗ puedas alegrarte. Yo no tengo ningĆŗn motivo para cantar, aparte que no sĆ© hacerlo; antes sĆ sabĆa, cuando era una botella hecha y derecha, y me frotaban con un tapón. Era entonces una verdadera alondra, me llamaban la gran alondra. Y luego, cuando vivĆa en el bosque, con la familia del pellejero y celebraron la boda de su hija… Me acuerdo como si fuese ayer. Ā”La de aventuras que he pasado, y que podrĆa contarte! He estado en el fuego y en el agua, metida en la negra tierra, y he subido a alturas que muy pocos han alcanzado, y ahĆ me tienes ahora en esta jaula, expuesta al aire y al sol. A lo mejor te gustarĆa oĆr mi historia, aunque no la voy a contar en voz alta, pues no puedoĀ».
Y asĆ el gollete de botella – hablando para sĆ, o por lo menos pensĆ”ndolo para sus adentros – empezó a contar su historia, que era notable de verdad. Entretanto, el pajarillo cantaba su alegre canción, y abajo en la calle todo el mundo iba y venĆa, pensando cada cual en sus problemas o en nada. Pero el gollete de la botella recuerda que recuerda.
Vio el horno ardiente de la fĆ”brica donde, soplando, le habĆan dado vida; recordó que hacĆa un calor sofocante en aquel horno estrepitoso, lugar de su nacimiento; que mirando a sus honduras le habĆan entrado ganas de saltar de nuevo a ellas, pero que, poco a poco, al irse enfriando, se fue sintiendo bien y a gusto en su nuevo sitio, en hilera con un regimiento entero de hermanos y hermanas, nacidas todas en el mismo horno, aunque unas destinadas a contener champaƱa y otras cerveza, lo cual no era poca diferencia. MĆ”s tarde, ya en el ancho mundo, cabe muy bien que en una botella de cerveza se envase el exquisito Ā«lacrimae ChristiĀ», y que en una botella de champaƱa echen betĆŗn de calzado; pero siempre queda la forma, como ejecutoria del nacimiento. El noble es siempre noble, aunque por dentro estĆ© lleno de betĆŗn.
DespuĆ©s de un rato, todas las botellas fueron embaladas, la nuestra con las demĆ”s. No pensaba entonces ella que acabarĆa en simple gollete y que servirĆa de bebedero de pĆ”jaro en aquellas alturas, lo cual no deja de ser una existencia honrosa, pues siquiera se es algo. No volvió a ver la luz del dĆa hasta que la desembalaron en la bodega de un cosechero, junto con sus compaƱeras, y la enjuagaron por primera vez, cosa que le produjo una sensación extraƱa. Quedóse allĆ vacĆa y sin tapar, presa de un curioso desfallecimiento. Algo le faltaba, no sabĆa quĆ© a punto fijo, pero algo. Hasta que la llenaron de vino, un vino viejo y de solera; la taparon y lacraron, pegĆ”ndole a continuación un papel en que se leĆa: Ā«Primera calidadĀ». Era como sacar sobresaliente en el examen; pero es que en realidad el vino era bueno, y la botella, buena tambiĆ©n. Cuando se es joven, todo el mundo se siente poeta. La botella se sentĆa llena de canciones y versos referentes a cosas de las que no tenĆa la menor idea: las verdes montaƱas soleadas, donde maduran las uvas y donde las retozonas muchachas y los bulliciosos mozos cantan y se besan. Ā”Ah, quĆ© bella es la vida! Todo aquello cantaba y resonaba en el interior de la botella, lo mismo que ocurre en el de los jóvenes poetas, que con frecuencia tampoco saben nada de todo aquello.
Un buen dĆa la vendieron. El aprendiz del peletero fue enviado a comprar una botella de vino Ā«del mejorĀ», y asĆ fue ella a parar al cesto, junto con jamón, salchichas y queso, sin que faltaran tampoco una mantequilla de magnĆfico aspecto y un pan exquisito. La propia hija del peletero vació el cesto. Era joven y linda; reĆan sus ojos azules, y una sonrisa se dibujaba en su boca, que hablaba tan elocuentemente como sus ojos. Sus manos eran finas y delicadas, y muy blancas, aunque no tanto como el cuello y el pecho. VeĆase a la legua que era una de las mozas mĆ”s bellas de la ciudad, y, sin embargo, no estaba prometida.
Cuando la familia salió al bosque, la cesta de la comida quedó en el regazo de la hija; el cuello de la botella asomaba por entre los extremos del blanco paƱuelo; cubrĆa el tapón un sello de lacre rojo, que miraba al rostro de la muchacha. Pero no dejaba de echar tampoco ojeadas al joven marino, sentado a su lado. Era un amigo de infancia, hijo de un pintor retratista. Acababa de pasar felizmente su examen de piloto, y al dĆa siguiente se embarcaba en una nave con rumbo a lejanos paĆses. De ello habĆan estado hablando largamente mientras empaquetaban, y en el curso de la conversación no se habĆa reflejado mucha alegrĆa en los ojos y en la boca de la linda hija del peletero.
Los dos jóvenes se metieron por el verde bosque, enzarzados en un coloquio. ĀæDe quĆ© hablarĆan? La botella no lo oyó, pues se habĆa quedado en la cesta. Pasó mucho rato antes de que la sacaran, pero cuando al fin, lo hicieron, habĆan sucedido cosas muy agradables; todos los ojos estaban sonrientes, incluso los de la hija, la cual apenas abrĆa la boca, y tenĆa las mejillas encendidas como rosas encarnadas. El padre cogió la botella llena y el sacacorchos.
Es extraƱo, sĆ, la impresión que se siente cuando a una la descorchan por vez primera. JamĆ”s olvidó el cuello de la botella aquel momento solemne; al saltar el tapón le habĆa escapado de dentro un raro sonido, «”plump!Ā», seguido de un gorgoteo al caer el vino en los vasos.
- Ā”Por la felicidad de los prometidos! – dijo el padre, y todos los vasos se vaciaron hasta la Ćŗltima gota, mientras el joven piloto besaba a su hermosa novia.
- ”Dichas y bendiciones! -exclamaron los dos viejos.
El mozo volvió a llenar los vasos. – Ā”Por mi regreso y por la boda de hoy en un aƱo! -brindó, y cuando los vasos volvieron a quedar vacĆos, levantando la botella, aƱadió: – Ā”Has asistido al dĆa mĆ”s hermoso de mi vida; nunca mĆ”s volverĆ”s a servir! -. Y la arrojó al aire.
Poco pensó entonces la muchacha que aĆŗn verĆa volar otras veces la botella; y, sin embargo, asĆ fue. La botella fue a caer en el espeso caƱaveral de un pequeƱo estanque que habĆa en el bosque; el gollete recordaba aĆŗn perfectamente cómo habĆa ido a parar allĆ y cómo habĆa pensado:
Ā«Les di vino y ellos me devuelven agua cenagosa; su intención era buena, de todos modosĀ». No podĆa ya ver a la pareja de novios ni a sus regocijados padres, pero durante largo rato los estuvo oyendo cantar y charlar alegremente. Llegaron en esto dos chiquillos campesinos, que, mirando por entre las caƱas, descubrieron la botella y se la llevaron a casa. VolvĆa a estar atendida.
En la casa del bosque donde moraban los muchachos, la vĆspera habĆa llegado su hermano mayor, que era marino, para despedirse, pues iba a emprender un largo viaje. CorrĆa la madre de un lado para otro empaquetando cosas y mĆ”s cosas; al anochecer, el padre irĆa a la ciudad a ver a su hijo por Ćŗltima vez antes de su partida, y a llevarle el Ćŗltimo saludo de la madre. HabĆa puesto ya en el hato una botellita de aguardiente de hierbas aromĆ”ticas, cuando se presentaron los muchachitos con la botella encontrada, que era mayor y mĆ”s resistente. Su capacidad era superior a la de la botellita, y el licor era muy bueno para el dolor de estómago, pues entre otras muchas hierbas, contenĆa corazoncillo. Esta vez no llenaron la botella con vino, como la anterior, sino con una poción amarga, aunque excelente, para el estómago. La nueva botella reemplazó a la antigua, y asĆ reanudó aquĆ©lla sus correrĆas. Pasó a bordo del barco propiedad de Peter Jensen, justamente el mismo en el que servĆa el joven piloto, el cual no vio la botella, aparte que lo mĆ”s probable es que no la hubiera reconocido ni pensado que era la misma con cuyo contenido habĆan brindado por su noviazgo y su feliz regreso.
Aunque no era vino lo que la llenaba, no era menos bueno su contenido. A Peter Jensen lo llamaban sus compaƱeros Ā«El boticarioĀ», pues a cada momento sacaba la botella y administraba a alguien la excelente medicina – excelente para el estómago, entendĆ”monos -; y aquello duró hasta que se hubo consumido la Ćŗltima gota. Fueron dĆas felices, y la botella solĆa cantar cuando la frotaban con el tapón. De entonces le vino el nombre de alondra, la alondra de Peter Jensen.
HabĆa transcurrido un largo tiempo, y la botella habĆa sido dejada, vacĆa, en un rincón; mas he aquĆ que – si la cosa ocurrió durante el viaje de ida o el de vuelta, la botella no lo supo nunca a punto fijo, pues jamĆ”s desembarcó – se levantó una tempestad. Olas enormes negras y densas, se encabritaban, levantaban el barco hasta las nubes y lo lanzaban en todas direcciones; quebróse el palo mayor, un golpe de mar abrió una vĆa de agua, y las bombas resultaban inĆŗtiles. Era una noche oscura como boca de lobo, y el barco se iba a pique; en el Ćŗltimo momento, el joven piloto escribió en una hoja de papel: «”En el nombre de Dios, naufragamos!Ā». Estampó el nombre de su prometida, el suyo propio y el del buque, metió el papel en una botella vacĆa que encontró a mano y, tapĆ”ndola fuertemente, la arrojó al mar tempestuoso. Ignoraba que era la misma que habĆa servido para llenar los vasos de la alegrĆa y de la esperanza. Ahora flotaba entre las olas llevando un mensaje de adiós y de muerte.
Hundióse el barco, y con Ć©l la tripulación, mientras la botella volaba como un pĆ”jaro, llevando dentro un corazón, una carta de amor. Y salió el sol y se puso de nuevo, y a la botella le pareció como si volviese a los tiempos de su infancia, en que veĆa el rojo horno ardiente. Vivió perĆodos de calma y nuevas tempestades, pero ni se estrelló contra una roca ni fue tragada por un tiburón.
MĆ”s de un aƱo estuvo flotando al azar, ora hacia el Norte, ora hacia MediodĆa, a merced de las corrientes marinas. Por lo demĆ”s, era dueƱa de sĆ, pero al cabo de un tiempo uno llega a cansarse incluso de esto.
La hoja escrita, con el Ćŗltimo adiós del novio a su prometida, sólo duelo habrĆa traĆdo, suponiendo que hubiese ido a parar a las manos a que iba destinada. Pero, Āædónde estaban aquellas manos, tan blancas cuando, allĆ” en el verde bosque, se extendĆan sobre la jugosa hierba el dĆa del noviazgo? ĀæDónde estaba la hija del peletero? ĀæDónde se hallaba su tierra, y cuĆ”l serĆa la mĆ”s próxima? La botella lo ignoraba; seguĆa en su eterno vaivĆ©n, y al fin se sentĆa ya harta de aquella vida; su destino era otro. Con todo, continuó su viaje, hasta que, finalmente, fue arrojada a la costa, en un paĆs extraƱo. No comprendĆa una palabra de lo que las gentes hablaban; no era la lengua que oyera en otros tiempos, y uno se siente muy desvalido cuando no entiende el idioma.
El gorro de dormir del solterón
Hay en Copenhague una calle que lleva el extraƱo nombre de Ā«HyskenstraedeĀ» (Callejón de Hysken). ĀæPor quĆ© se llama asĆ y quĆ© significa su nombre? Hay quien dice que es de origen alemĆ”n, aunque esto serĆa atropellar esta lengua, pues en tal caso Hysken serĆa: Ā«HƤuschenĀ», palabra que significa Ā«casitasĀ». Las tales casitas, por espacio de largos aƱos, sólo fueron barracas de madera, casi como las que hoy vemos en las ferias, tal vez un poco mayores, y con ventanas, que en vez de cristales tenĆan placas de cuerno o de vejiga, pues el poner vidrios en las ventanas era en aquel tiempo todo un lujo. De esto, empero, hace tanto tiempo, que el bisabuelo decĆa, al hablar de ello: Ā«Antiguamente…Ā». Hoy hace de ello varios siglos.
Los ricos comerciantes de Brema y Lubeck negociaban en Copenhague. Ellos no venĆan en persona, sino que enviaban a sus dependientes, los cuales se alojaban en los barracones de la Calleja de las casitas, y en ellas vendĆan su cerveza y sus especias. La cerveza alemana era entonces muy estimada, y la habĆa de muchas clases: de Brema, de Prüssinger, de Ems, sin faltar la de Brunswick. VendĆan luego una gran variedad de especias: azafrĆ”n, anĆs, jengibre y, especialmente, pimienta. Ćsta era la mĆ”s estimada, y de aquĆ que a aquellos vendedores se les aplicara el apodo de Ā«pimenterosĀ». Cuando salĆan de su paĆs, contraĆan el compromiso de no casarse en el lugar de su trabajo. Muchos de ellos llegaban a edad avanzada y tenĆan que cuidar de su persona, arreglar su casa y apagar la lumbre – cuando la tenĆan -. Algunos se volvĆan huraƱos, como niƱos envejecidos, solitarios, con ideas y costumbres especiales. De ahĆ viene que en Dinamarca se llame Ā«pimenteroĀ» a todo hombre soltero que ha llegado a una edad mĆ”s que suficiente para casarse. Hay que saber todo esto para comprender mi cuento.
Es costumbre hacer burla de los Ā«pimenterosĀ» o solterones, como decimos aquĆ; una de sus bromas consiste en decirle que se vayan a acostar y que se calen el gorro de dormir hasta los ojos.
Corta, corta, madera, ”ay de ti, solterón!
El gorro de dormir se acuesta contigo,Ā en vez de un tesorito lindo y fino.
SĆ, esto es lo que les cantan. Se burlan del solterón y de su gorro de noche, precisamente porque conocen tan mal a uno y otro. Ā”Ay, no deseĆ©is a nadie el gorro de dormir! ĀæPor quĆ©?
Escuchad:
AntaƱo, la Calleja de las Casitas no estaba empedrada; salĆas de un bache para meterte en un hoyo, como en un camino removido por los carros, y ademĆ”s era muy angosta. Las casuchas se tocaban, y era tan reducido el espacio que mediaba entre una hilera y la de enfrente, que en verano solĆan tender una cuerda desde un tenducho al opuesto; toda la calle olĆa a pimienta, azafrĆ”n y jengibre. DetrĆ”s de las mesitas no solĆa haber gente joven; la mayorĆa eran solterones, los cuales no creĆ”is que fueran con peluca o gorro de dormir, pantalón de felpa, y chaleco y chaqueta abrochados hasta el cuello, no; aunque Ć©sta era, en efecto, la indumentaria del bisabuelo de nuestro bisabuelo, y asĆ lo vemos retratado. Los Ā«pimenterosĀ» no contaban con medios para hacerse retratar, y es una lĆ”stima que no tengamos ahora el cuadro de uno de ellos, retratado en su tienda o yendo a la iglesia los dĆas festivos. El sombrero era alto y de ancha ala, y los mĆ”s jóvenes se lo adornaban a veces con una pluma; la camisa de lana desaparecĆa bajo un cuello vuelto, de hilo blanco; la chaqueta quedaba ceƱida y abrochada de arriba abajo; la capa colgaba suelta sobre el cuerpo, mientras los pantalones bajaban rectos hasta los zapatos, de ancha punta, pues no usaban medias. Del cinturón colgaban el cuchillo y la cuchara para el trabajo de la tienda, amĆ©n de un puƱal para la propia defensa, lo cual era muy necesario en aquellos tiempos.
Justamente asĆ iba vestido los dĆas de fiesta el viejo Antón, uno de los solterones mĆ”s empedernidos de la calleja; sólo que en vez del sombrero alto llevaba una capucha, y debajo de ella un gorro de punto, un autĆ©ntico gorro de dormir. Se habĆa acostumbrado a llevarlo, y jamĆ”s se lo quitaba de la cabeza; y tenĆa dos gorros de Ć©stos. Su aspecto pedĆa a voces el retrato: era seco como un huso, tenĆa la boca y los ojos rodeados de arrugas, largos dedos huesudos y cejas grises y erizadas. Sobre el ojo izquierdo le colgaba un gran mechón que le salĆa de un lunar; no puede decirse que lo embelleciera, pero al menos servĆa para identificarlo fĆ”cilmente. Se decĆa de Ć©l que era de Brema, aunque en realidad no era de allĆ, pero sĆ vivĆa en Brema su patrón. Ćl era de Turingia, de la ciudad de Eisenach, en la falda de la Wartburg. El viejo Antón solĆa hablar poco de su patria chica, pero tanto mĆ”s pensaba en ella.
No era usual que los viejos vendedores de la calle se reunieran, sino que cada cual permanecĆa en su tenducho, que se cerraba al atardecer, y entonces la calleja quedaba completamente oscura; sólo un tenue resplandor salĆa por la pequeƱa placa de cuerno del rejado, y en el interior de la casucha, el viejo, sentado generalmente en la cama con su libro alemĆ”n de cĆ”nticos, entonaba su canción nocturnal o trajinaba hasta bien entrada la noche, ocupado en mil quehaceres. Divertido no lo era, a buen seguro. Ser forastero en tierra extraƱa es condición bien amarga. Nadie se preocupa de uno, a no ser que le estorbe. Y entonces la preocupación lleva consigo el quitĆ”rselo a uno de encima.
En las noches oscuras y lluviosas, la calle aparecĆa por demĆ”s lĆŗgubre y desierta. No habĆa luz; sólo un diminuto farol colgaba en el extremo, frente a una imagen de la Virgen pintada en la pared. Se oĆa tamborilear y chapotear el agua sobre el cercano baluarte, en dirección a la presa de Slotholm, cerca de la cual desembocaba la calle. Las veladas asĆ resultan largas y aburridas, si no se busca en quĆ© ocuparlas: no todos los dĆas hay que empaquetar o desempaquetar, liar cucuruchos, limpiar los platillos de la balanza; hay que idear alguna otra cosa, que es lo que hacĆa nuestro viejo Antón: se cosĆa sus prendas o remendaba los zapatos. Por fin se acostaba, conservando puesto el gorro; se lo calaba hasta los ojos, y unos momentos despuĆ©s volvĆa a levantarlo, para cerciorarse de que la luz estaba bien apagada. Palpaba el pĆ”bilo, apretĆ”ndolo con los dedos, y luego se echaba del otro lado, volviendo a encasquetarse el gorro. Pero muchas veces se le ocurrĆa pensar: Āæno habrĆ” quedado un ascua encendida en el braserillo que hay debajo de la mesa? Una chispita que quedara encendida, podĆa avivarse y provocar un desastre. Y volvĆa a levantarse, bajaba la escalera de mano – pues otra no habĆa – y, llegado al brasero y comprobado que no se veĆa ninguna chispa, regresaba arriba. Pero no era raro que, a mitad de camino, le asaltase la duda de si la barra de la puerta estarĆa bien puesta, y las aldabillas bien echadas. Y otra vez abajo sobre sus escuĆ”lidas piernas, tiritando y castaƱeteĆ”ndole los dientes, hasta que volvĆa a meterse en cama, pues el frĆo es mĆ”s rabioso que nunca cuando sabe que tiene que marcharse. CubrĆase bien con la manta, se hundĆa el gorro de dormir hasta mĆ”s abajo de los ojos y procuraba apartar sus pensamientos del negocio y de las preocupaciones del dĆa. Mas no siempre conseguĆa aquietarse, pues entonces se presentaban viejos recuerdos y descorrĆan sus cortinas, las cuales tienen a veces alfileres que pinchan. Ā”Ay!, exclama uno; y se la clavan en la carne y queman, y las lĆ”grimas le vienen a los ojos. AsĆ le ocurrĆa con frecuencia al viejo Antón, que a veces lloraba lĆ”grimas ardientes, clarĆsimas perlas que caĆan sobre la manta o al suelo, resonando como acordes arrancados a una cuerda dolorida, como si salieran del corazón. Y al evaporarse, se inflamaban e iluminaban en su mente un cuadro de su vida que nunca se borraba de su alma. Si se secaba los ojos con el gorro, quedaban rotas las lĆ”grimas y la imagen, pero no su fuente, que brotaba del corazón. Aquellos cuadros no se presentaban por el orden que habĆan tenido en la realidad; lo corriente era que apareciesen los mĆ”s dolorosos, pero tambiĆ©n acudĆan otros de una dulce tristeza, y Ć©stos eran los que entonces arrojaban las mayores sombras.
Todos reconocen cuĆ”n magnĆficos son los hayedos de Dinamarca, pero en la mente de Antón se levantaba mĆ”s magnĆfico todavĆa el bosque de hayas de Wartburg; mĆ”s poderosos y venerables le parecĆan los viejos robles que rodeaban el altivo castillo medieval, con las plantas trepadoras colgantes de los sillares; mĆ”s dulcemente olĆan las flores de sus manzanos que las de los manzanos daneses; percibĆa bien distintamente su aroma. Rodó una lĆ”grima, sonora y luminosa, y entonces vio claramente dos muchachos, un niƱo y una niƱa. Estaban jugando. El muchacho tenĆa las mejillas coloradas, rubio cabello ondulado, ojos azules de expresión leal. Era el hijo del rico comerciante, AntoƱito, Ć©l mismo. La niƱa tenĆa ojos castaƱos y pelo negro; la mirada, viva e inteligente; era Molly, hija del alcalde. Los dos chiquillos jugaban con una manzana, la sacudĆan y oĆan sonar en su interior las pepitas. Cortaban la fruta y se la repartĆan por igual; luego se repartĆan tambiĆ©n las semillas y se las comĆan todas menos una; tenĆan que plantarla, habĆa dicho la niƱa.
– Ā”VerĆ”s lo que sale! SaldrĆ” algo que nunca habrĆas imaginado. Un manzano entero, pero no enseguida.
Y depositaron la semilla en un tiesto, trabajando los dos con gran entusiasmo. El niño abrió un hoyo en la tierra con el dedo, la chiquilla depositó en él la semilla, y los dos la cubrieron con tierra.
Ahora no vayas a sacarla maƱana para ver si ha echado raĆces – advirtió Molly -; eso no se hace. Yo lo probĆ© por dos veces con mis flores; querĆa ver si crecĆan, tonta de mĆ, y las flores se murieron.
Antón se quedó con el tiesto, y cada maƱana, durante todo el invierno, salió a mirarlo, mas sólo se veĆa la negra tierra. Pero al llegar la primavera, y cuando el sol ya calentaba, asomaron dos hojitas verdes en el tiesto.
– Son yo y Molly – exclamó Antón -. Ā”Es maravilloso!
Pronto apareció una tercera hoja; ĀæquĆ© significaba aquello? Y luego salió otra, y todavĆa otra. DĆa tras dĆa, semana tras semana, la planta iba creciendo, hasta que se convirtió en un arbolillo hecho y derecho.
Y todo eso se reflejaba ahora en una Ćŗnica lĆ”grima, que se deslizó y desapareció; pero otras brotarĆan de la fuente, del corazón del viejo Antón.
En las cercanĆas de Eisenach se extiende una lĆnea de montaƱas rocosas; una de ellas tiene forma redondeada y estĆ” desnuda, sin Ć”rboles, matorrales ni hierba. Se llama Venusberg, la montaƱa de Venus, una diosa de los tiempos paganos a quien llamaban Dama Holle; todos los niƱos de Eisenach lo sabĆan y lo saben aĆŗn.
Con sus hechizos habĆa atraĆdo al caballero TannhƤuser, el trovador del cĆrculo de cantores de Wartburg.
La pequeƱa Molly y Antón iban con frecuencia a la montaƱa, y un dĆa dijo ella:
- ¿A que no te atreves a llamar a la roca y gritar: ”«Dama Holle, Dama Holle, abre, que aquà estÔ Tannhäuser!?».
Antón no se atrevió, pero sĆ Molly, aunque sólo pronunció las palabras: «”Dama Holle, Dama Holle!Ā» en voz muy alta y muy clara; el resto lo dijo de una manera tan confusa, en dirección del viento, que Antón quedó persuadido de que no habĆa dicho nada. Ā”QuĆ© valiente estaba entonces! TenĆa un aire tan resuelto, como cuando se reunĆa con otras niƱas en el jardĆn, y todas se empeƱaban en besarlo, precisamente porque Ć©l no se dejaba, y la emprendĆa a golpes, por lo que ninguna se atrevĆa a ello. Nadie excepto Molly, desde luego.
- Ā”Yo puedo besarlo! – decĆa con orgullo, rodeĆ”ndole el cuello con los brazos; en ello ponĆa su pundonor. Antón se dejaba, sin darle mayor importancia. Ā”QuĆ© bonita era, y quĆ© atrevida! Dama Holle de la montaƱa debĆa de ser tambiĆ©n muy hermosa, pero su belleza, decĆase, era la engaƱosa belleza del diablo. La mejor hermosura era la de Santa Isabel, patrona del paĆs, la piadosa princesa turingia, cuyas buenas obras eran exaltadas en romances y leyendas; en la capilla estaba su imagen, rodeada de lĆ”mparas de plata; pero Molly no se le parecĆa en nada.
El manzano plantado por los dos niƱos iba creciendo de aƱo en aƱo, y llegó a ser tan alto, que hubo que trasplantarlo al aire libre, en el jardĆn, donde caĆ el rocĆo y el sol calentaba de verdad. AllĆ tomó fuerzas para resistir al invierno. DespuĆ©s del duro agobio de Ć©ste, parecĆa como si en primavera floreciese de alegrĆa. En otoƱo dio dos manzanas, una para Molly y otra para Antón; menos no hubiese sido correcto.
El Ć”rbol habĆa crecido rĆ”pidamente, y Molly no le fue a la zaga; era fresca y lozana como una flor del manzano; pero no estaba Ć©l destinado a asistir por mucho tiempo a aquella floración. Todo cambia, todo pasa. El padre de Molly se marchó de la ciudad, y Molly se fue con Ć©l, muy lejos. En nuestros dĆas, gracias al tren, serĆa un viaje de unas horas, pero entonces llevaba mĆ”s de un dĆa y una noche el trasladarse de Eisenach hasta la frontera oriental de Turingia, a la ciudad que hoy llamamos todavĆa Weimar.
Lloró Molly, y lloró Antón; todas aquellas lĆ”grimas se fundĆan en una sola, que brillaba con los deslumbradores matices de la alegrĆa. Molly le habĆa dicho que preferĆa quedarse con Ć©l a ver todas las bellezas de Weimar.
El intrƩpido soldadito de plomo
Ćranse una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habĆan fundido de una misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban de frente; el uniforme era precioso, rojo y azul. La primera palabra que escucharon en cuanto se levantó la tapa de la caja que los contenĆa fue: «”Soldados de plomo!Ā». La pronunció un chiquillo, dando una gran palmada. Eran el regalo de su cumpleaƱos, y los alineó sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales, excepto uno, que se distinguĆa un poquito de los demĆ”s: le faltaba una pierna, pues habĆa sido fundido el Ćŗltimo, y el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se sostenĆa tan firme como los otros con dos, y de Ć©l precisamente vamos a hablar aquĆ.
En la mesa donde los colocaron habĆa otros muchos juguetes, y entre ellos destacaba un bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se veĆan las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo mĆ”s lindo era una muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel tambiĆ©n ella, llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros, a modo de fajĆn, con una reluciente estrella de oropel en el centro, tan grande como su cara. La chiquilla tenĆa los brazos extendidos, pues era una bailarina, y una pierna levantada, tanto, quĆ© el soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla, acabó por creer que sólo tenĆa una, como Ć©l.
Ā«He aquĆ la mujer que necesito -pensó-. Pero estĆ” muy alta para mĆ: vive en un palacio, y yo por toda vivienda sólo tengo una caja, y ademĆ”s somos veinticinco los que vivimos en ella; no es lugar para una princesa. Sin embargo, intentarĆ© establecer relacionesĀ».
Y se situó detrĆ”s de una tabaquera que habĆa sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a sus anchas a la distinguida damita, que continuaba sosteniĆ©ndose sobre un pie sin caerse.
Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los habitantes de la casa se retiraron a dormir. Ćste era el momento que los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta, a Ā«visitasĀ», a Ā«guerraĀ», a Ā«baileĀ»; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues querĆan participar en las diversiones; mas no podĆan levantar la tapa. El cascanueces todo era dar volteretas, y el pizarrĆn venga divertirse en la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el cual intervino tambiĆ©n en el jolgorio, recitando versos. Los Ćŗnicos que no se movieron de su sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; Ć©sta seguĆa sosteniĆ©ndose sobre la punta del pie, y Ć©l sobre su Ćŗnica pierna; pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella.
El reloj dio las doce y, Ā”pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que habĆa dentro no era rapĆ©, sino un duendecillo negro. Era un juguete sorpresa.
- Soldado de plomo -dijo el duende-, Ā”no mires asĆ!
Pero el soldado se hizo el sordo.
- ”Espera a que llegue la mañana, ya verÔs! añadió el duende.
Cuando los niƱos se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o del viento, abrióse Ć©sta de repente, y el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una altura de tres pisos. Fue una caĆda terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo.
La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado: «”Estoy aquĆ!Ā», indudablemente habrĆan dado con Ć©l, pero le pareció indecoroso gritar, yendo de uniforme.
He aquĆ que comenzó a llover; las gotas caĆan cada vez mĆ”s espesas, hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por allĆ dos mozalbetes callejeros
- Ā”Mira! -exclamó uno-. Ā”Un soldado de plomo! Ā”Vamos a hacerle navegar! Con un papel de periódico hicieron un barquito, y, embarcando en Ć©l. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguĆan detrĆ”s de Ć©l dando palmadas de contento. Ā”Dios nos proteja! Ā”y quĆ© olas, y quĆ© corriente! No podĆa ser de otro modo, con el diluvio que habĆa caĆdo. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba impertĆ©rrito, sin pestaƱear, mirando siempre de frente y siempre arma al hombro.
De pronto, el bote entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja. – «¿Dónde irĆ© a parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el duende. Ā”Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el bote! Ā”Poco me importarĆa esta oscuridad!Ā». De repente salió una gran rata de agua que vivĆa debajo el puente.
- ”Alto! -gritó-. ”A ver, tu pasaporte!
Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con mÔs fuerza el fusil. La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ”Uf! ”Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las virutas y las pajas:
- ”Detenedlo, detenedlo! ”No ha pagado peaje!
”No ha mostrado el pasaporte!
La corriente se volvĆa cada vez mĆ”s impetuosa. El soldado veĆa ya la luz del sol al extremo del tĆŗnel. Pero entonces percibió un estruendo capaz de infundir terror al mĆ”s valiente. Imaginad que, en el punto donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal. Para Ć©l, aquello resultaba tan peligroso como lo serĆa para nosotros el caer por una alta catarata.
Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió disparado, pero nuestro pobre soldadito seguĆa tan firme como le era posible. Ā”Nadie podĆa decir que habĆa pestaƱeado siquiera! La barquita describió dos o tres vueltas sobre sĆ misma con un ruido sordo, inundĆ”ndose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se hundĆa por momentos, y el papel se deshacĆa; el agua cubrĆa ya la cabeza del soldado, que, en aquel momento supremo, acordóse de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volverĆa a contemplar. Parecióle que le decĆan al oĆdo: «”Adiós, adiós, guerrero! Ā”Tienes que sufrir la muerte!Ā».
Desgarróse entonces el papel, y el soldado se fue al fondo, pero en el mismo momento se lo tragó un gran pez. Ā”AllĆ sĆ se estaba oscuro! Peor aĆŗn que bajo el puente del arroyo; y, ademĆ”s, Ā”tan estrecho! Pero el soldado seguĆa firme, tendido cuĆ”n largo era, sin soltar el fusil.
El pez continuó sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que, por fin, se quedó quieto, y en su interior penetró un rayo de luz.
Hizose una gran claridad, y alguien exclamó: Ā”El soldado de plomo!- El pez habĆa sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora estaba en la cocina, donde la cocinera lo abrĆa con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala, pues todos querĆan ver aquel personaje extraƱo salido del estómago del pez; pero el soldado de plomo no se sentĆa nada orgulloso. PusiĆ©ronlo de pie sobre la mesa y – Ā”quĆ© cosas mĆ”s raras ocurren a veces en el mundo! – encontróse en el mismo cuarto de antes, con los mismos niƱos y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniĆ©ndose sobre la punta del pie y con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar lĆ”grimas de plomo. Pero habrĆa sido poco digno de Ć©l. La miró sin decir palabra.
En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende de la tabaquera.
El soldado de plomo quedó todo iluminado y sintió un calor espantoso, aunque no sabĆa si era debido al fuego o al amor. Sus colores se habĆan borrado tambiĆ©n, a consecuencia del viaje o por la pena que sentĆa; nadie habrĆa podido decirlo.
Miró de nuevo a la muchacha, encontrĆ”ronse las miradas de los dos, y Ć©l sintió que se derretĆa, pero siguió firme, arma al hombro. Abrióse la puerta, y una rĆ”faga de viento se llevó a la bailarina, que, cual una sĆlfide, se levantó volando para posarse tambiĆ©n en la chimenea, junto al soldado; se inflamó y desapareció en un instante. A su vez, el soldadito se fundió, quedando reducido a una pequeƱa masa informe. Cuando, al dĆa siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de Ć©l mĆ”s que un trocito de plomo; de la bailarina, en cambio, habĆa quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.
El jabalĆ de bronce
En la ciudad de Florencia, no lejos de la Piazza del Granduca, corre una calle transversal que, si mal no recuerdo, se llama Porta Rossa. En ella, frente a una especie de mercado de hortalizas, se levanta la curiosa figura de un jabalĆ de bronce, esculpido con mucho arte. Agua lĆmpida y fresca fluye de la boca del animal, que con el tiempo ha tomado un color verde oscuro. Sólo el hocico brilla, como si lo hubiesen pulimentado – y asĆ es en efecto – por la acción de los muchos centenares de chiquillos y pobres que, cogiĆ©ndose a Ć©l con las manos, acercan la boca a la del animal para beber. Es un bonito cuadro el de la bien dibujada fiera abrazada por un gracioso rapaz medio desnudo, que aplica su fresca boca al hocico de bronce.
A cualquier forastero que llegue a Florencia le es fÔcil encontrar el lugar; no tiene mÔs que preguntar por el jabalà de bronce al primer mendigo que encuentre, seguro que lo guiarÔn a él.
Era un anochecer del invierno; las montaƱas aparecĆan cubiertas de nieve, pero en el cielo brillaba la luna llena; y la luna llena en Italia es tan luminosa como un dĆa gris de invierno de los paĆses nórdicos; y le gana aĆŗn, pues el aire brilla y adquiere relieve, mientras que en el Norte el techo de plomo, frĆo y lĆŗgubre, deprime al hombre, lo aplasta contra el suelo, ese suelo hĆŗmedo y frĆo que un dĆa cubrirĆ” su ataĆŗd.
Un chiquillo harapiento se habĆa pasado todo el dĆa sentado en el jardĆn del Gran Duque, bajo el tejado de pinos, donde incluso en invierno florecen las rosas por millares; un chiquillo que podĆa pasar por la imagen de Italia, tal era de hermoso, sonriente y, sin embargo, enfermizo de aspecto. SufrĆa hambre y sed, nadie le daba un cĆ©ntimo y al oscurecer – hora de cerrar el jardĆn – el portero lo echó. Durante un largo rato se estuvo entregado a sus ensueƱos en el puente que cruza el Arno, contemplando las estrellas que se reflejaban en el agua, entre Ć©l y el magnĆfico puente de mĆ”rmol Ā«della TrinitÔ».
Se dirigió luego hacia el jabalĆ de bronce, hincó la rodilla al llegar a Ć©l y, pasando los brazos alrededor del cuello de la figura, aplicó la boca al reluciente hocico y bebió a grandes tragos de su fresca agua. Al lado yacĆan unas hojas de lechuga y dos o tres castaƱas; aquello fue su cena. En la calle no habĆa ni un alma; el chiquillo estaba completamente solo; sentóse sobre el dorso del jabalĆ, se apoyó hacia delante, de manera que su rizada cabecita descansara sobre la del animal, y, sin darse cuenta, quedóse profundamente dormido.
Al sonar la medianoche, el jabalĆ de bronce se estremeció, y el niƱo oyó que decĆa: – Ā”agĆ”rrate bien, chiquillo, que voy a correr! -. Y emprendió la carrera, con Ć©l a cuestas. Ā”ExtraƱo paseo! Primero llegaron a la Piazza del Granduca, donde el caballo de bronce de la estatua del prĆncipe los acogió relinchando. El policromo escudo de armas de las antiguas casas consistoriales brillaba como si fuese transparente, mientras el David de Miguel Ćngel blandĆa su honda. Por doquier rebullĆa una vida sorprendente. Los grupos de bronce que representan Perseo y el rapto de las Sabinas se agitaban frenĆ©ticamente; de la boca de las mujeres surgió un grito de mortal angustia, que resonó en la gran plaza solitaria.
El jabalĆ de bronce se detuvo en el Palazzo degli Uffizi, bajo la arcada donde se reĆŗne la nobleza en las fiestas de carnaval. – AgĆ”rrate bien – repitió el animal -, vamos a subir por esta escalera -. El niƱo permanecĆa callado, entre tembloroso y feliz.
Entraron en una larga galerĆa, que Ć©l conocĆa muy bien; ya antes habĆa estado en ella. De las paredes colgaban magnĆficos cuadros, y habĆa estatuas y bustos, todo iluminado por vivĆsima luz, como en pleno dĆa. Pero lo mĆ”s hermoso vino cuando se abrieron las puertas que daban acceso a una sala contigua. El niƱo no habĆa olvidado cuĆ”n magnĆfico era aquello, pero nunca lo habĆa visto tan esplendoroso como aquella noche.
HabĆa allĆ una maravillosa mujer desnuda, como sólo pueden moldearla la Naturaleza y el cincel de los grandes maestros. MovĆa los graciosos miembros, delfines saltaban a sus pies, la inmortalidad brillaba en sus ojos. El mundo la llama la Venus de MĆ©dicis. Todo en torno relucĆan las estatuas de mĆ”rmol, en las que la piedra aparecĆa animada por la vida del espĆritu: figuras de hombres magnĆficos, uno afilando la espada – por eso se le llama el Afilador -, mĆ”s allĆ” el grupo de los Pugilistas; la espada era aguzada, y los combatientes luchaban por la Diosa de la Belleza.
El chiquillo estaba como deslumbrado por todo aquel esplendor; las paredes ardĆan de color, y todo era vida y movimiento. PodĆan verse dos Venus, representando la Venus terrena, turgente y ardorosa, tal como Tiziano la habĆa apretado sobre su corazón. Eran dos soberbias figuras femeninas. Los bellos miembros desnudos se extendĆan sobre los muelles almohadones; el pecho se levantaba, y la cabeza se movĆa dejando caer los abundantes rizos en torno a los bien curvados hombros, mientras los oscuros ojos expresaban ardientes pensamientos. Pero ninguno de aquellos personajes osaba salir por completo de su marco. La propia Diosa de la Belleza, los Pugilistas y el Afilador, permanecĆan en sus puestos, pues la Gloria que irradiaba de la Madonna, de JesĆŗs y San Juan, los mantenĆa sujetos. Las imĆ”genes de los santos no eran ya imĆ”genes, sino los santos en persona.
Ā”QuĆ© esplendor y quĆ© belleza de sala en sala! Y el niƱo lo veĆa todo; el jabalĆ de bronce avanzaba paso a paso por entre toda aquella magnificencia. Una visión eclipsaba a la otra, pero una sola imagen se fijó en el alma del niƱo, seguramente por los niƱos alegres y dichosos que aparecĆan en ella, y que el pequeƱo ya habĆa visto antes a la luz del dĆa.
Son muchos los que pasan por delante de aquel cuadro sin apenas reparar en Ć©l, y, sin embargo, encierra un tesoro de poesĆa. Es Cristo descendiendo a los infiernos; pero a su alrededor no se ve a los condenados, sino a los paganos. El florentino Angiolo Bronzino pintó aquel cuadro, lo mĆ”s sublime del cual es la certeza reflejada en el rostro de los niƱos, de que irĆ”n al cielo: dos de ellos se abrazan ya; uno, muy chiquitĆn, tiende la mano a otro que estĆ” aĆŗn en el abismo, y se seƱala a sĆ mismo, como diciendo: «”Me voy al cielo!Ā». Todos los restantes permanecen indecisos, esperando o inclinĆ”ndose humildemente ante JesĆŗs Nuestro SeƱor.
El niƱo empleó en la contemplación de aquel cuadro mucho mĆ”s rato que en todos los demĆ”s. El jabalĆ de bronce seguĆa parado delante de Ć©l. Se percibió un leve suspiro; ĀæsalĆa de la pintura o del pecho del animal? El niƱo extendió el brazo hacia los sonrientes pequeƱuelos del cuadro, y entonces el jabalĆ prosiguió su camino, saliendo por el abierto vestĆbulo.
- Ā”Gracias, y Dios te bendiga, buen animal! – exclamó el muchacho, acariciando a su montura, que bajaba saltando las escaleras.
- Ā”Gracias, y Dios te bendiga a ti! – respondió el jabalĆ -. Yo te he prestado un servicio, y tĆŗ me has prestado otro a mĆ, pues sólo con una criatura inocente sobre el lomo me son dadas fuerzas para correr. ĀæVes?, hasta puedo entrar dentro del cĆrculo de luz que viene de la lĆ”mpara colgada ante el cuadro de la Virgen. A todas partes puedo llevarte, excepto a la iglesia; pero si tĆŗ estĆ”s conmigo, puedo mirar a su interior a travĆ©s de la puerta abierta. No te apees de mi espalda; si lo haces, caerĆ© muerto, tal como me ves durante el dĆa en la calle de la Porta Rossa.
- Me quedarĆ© contigo, mi buen animal – respondió el niƱo; y el jabalĆ emprendió veloz carrera por las calles de Florencia, no deteniĆ©ndose hasta llegar a la plaza donde se levanta la iglesia de Santa Croce.
A una milla de distancia de la capital habĆa una antigua residencia seƱorial rodeada de gruesos muros, con torres y hastiales.
VivĆa allĆ, aunque sólo en verano, una familia rica y de la alta nobleza. De todos los dominios que poseĆa, esta finca era la mejor y mĆ”s hermosa. Por fuera parecĆa como acabada de construir, y por dentro todo era cómodo y agradable. Sobre la puerta estaba esculpido el blasón de la familia. MagnĆficas rocas se enroscaban en torno al escudo y los balcones, y una gran alfombra de cĆ©sped se extendĆa por el patio. HabĆa allĆ oxiacantos y acerolos de flores encarnadas, asĆ como otras flores raras, ademĆ”s de las que se criaban en el invernadero.
El propietario tenĆa un jardinero excelente; daba gusto ver el jardĆn, el huerto y los frutales. Contiguo quedaba todavĆa un resto del primitivo jardĆn del castillo, con setos de arbustos, cortados en forma de coronas y pirĆ”mides. DetrĆ”s quedaban dos viejos y corpulentos Ć”rboles, casi siempre sin hojas; por el aspecto se hubiera dicho que una tormenta o un huracĆ”n los habĆa cubierto de grandes terrones de estiĆ©rcol, pero en realidad cada terrón era un nido.
Moraba allĆ desde tiempos inmemoriales un montón de cuervos y cornejas. Era un verdadero pueblo de aves, y las aves eran los verdaderos seƱores, los antiguos y autĆ©nticos propietarios de la mansión seƱorial. Despreciaban profundamente a los habitantes humanos de la casa, pero toleraban la presencia de aquellos seres rastreros, incapaces de levantarse del suelo. Sin embargo, cuando esos animales inferiores disparaban sus escopetas, las aves sentĆan un cosquilleo en el espinazo; entonces, todas se echaban a volar asustadas, gritando «”rab, rab!Ā».
Con frecuencia el jardinero hablaba al seƱor de la conveniencia de cortar aquellos Ć”rboles, que afeaban al paisaje. Una vez suprimidos, decĆa, la finca se librarĆa tambiĆ©n de todos aquellos pajarracos chillones, que tendrĆan que buscarse otro domicilio. Pero el dueƱo no querĆa desprenderse de los Ć”rboles ni de las aves; eran algo que formaba parte de los viejos tiempos, y de ningĆŗn modo querĆa destruirlo.
- Los Ć”rboles son la herencia de los pĆ”jaros; harĆamos mal en quitĆ”rsela, mi buen Larsen. Tal era el nombre del jardinero, aunque esto no importa mucho a nuestra historia.
- ĀæNo tienes aĆŗn bastante campo para desplegar tu talento, amigo mĆo? Dispones de todo el jardĆn, los invernaderos, el vergel y el huerto. Cierto que lo tenĆa, y lo cultivaba y cuidaba todo con celo y habilidad, cualidades que el seƱor le reconocĆa, aunque a veces no se recataba de decirle que, en casas forasteras, comĆa frutos y veĆa flores que superaban en calidad o en belleza a los de su propiedad; y aquello entristecĆa al jardinero, que hubiera querido obtener lo mejor, y ponĆa todo su esfuerzo en conseguirlo. Era bueno en su corazón y en su oficio.
Un dĆa su seƱor lo mandó llamar, y, con toda la afabilidad posible, le contó que la vĆspera, hallĆ”ndose en casa de unos amigos, le habĆan servido unas manzanas y peras tan jugosas y sabrosas, que habĆan sido la admiración de todos los invitados. Cierto que aquella fruta no era del paĆs, pero convenĆa importarla y aclimatarla, a ser posible. Se sabĆa que la habĆan comprado en la mejor fruterĆa de la ciudad; el jardinero deberĆa darse una vuelta por allĆ, y averiguar de dónde venĆan aquellas manzanas y peras, para adquirir esquejes.
El jardinero conocĆa perfectamente al frutero, pues a Ć©l le vendĆa, por cuenta del propietario, el sobrante de fruta que la finca producĆa.
Se fue el hombre a la ciudad y preguntó al frutero de dónde habĆa sacado aquellas manzanas y peras tan alabadas.
- Ā”Si son de su propio jardĆn! -respondió el vendedor, mostrĆ”ndoselas; y el jardinero las reconoció en seguida.
”No se puso poco contento el jardinero! Corrió a decir a su señor que aquellas peras y manzanas eran de su propio huerto.
El amo no podĆa creerlo.
- No es posible, Larsen. ĀæPodrĆa usted traerme por escrito una confirmación del frutero?
Y Larsen volvió con la declaración escrita.
- ”Es extraño! -dijo el señor.
En adelante, todos los dĆas fueron servidas a la mesa de Su SeƱorĆa grandes bandejas de las esplĆ©ndidas manzanas y peras de su propio jardĆn, y fueron enviadas por fanegas y toneladas a amistades de la ciudad y de fuera de ella; incluso se exportaron. Todo el mundo se hacĆa lenguas. Hay que observar, de todos modos, que los dos Ćŗltimos veranos habĆan sido particularmente buenos para los Ć”rboles frutales; la cosecha habĆa sido esplĆ©ndida en todo el paĆs.
Transcurrió algĆŗn tiempo; un dĆa el seƱor fue invitado a comer en la Corte. A la maƱana siguiente, Su SeƱorĆa mandó llamar al jardinero. HabĆan servido unos melones producidos en el invernadero de Su Majestad, jugosos y sabrosĆsimos.
- Mi buen Larsen, vaya usted a ver al jardinero de palacio y pĆdale semillas de estos exquisitos melones.
- Ā”Pero si el jardinero de palacio recibió las semillas de aquĆ! -respondió Larsen, satisfecho. – En este caso, el hombre ha sabido obtener un fruto mejor que el nuestro -replicó Su SeƱorĆa-. Todos los melones resultaron excelentes. – Pues me siento muy orgulloso de ello -dijo el jardinero-. Debo manifestar a Vuestra SeƱorĆa, que este aƱo el hortelano de palacio no ha tenido suerte con los melones, y al ver lo hermosos que eran los nuestros, y despuĆ©s de haberlos probado, encargó tres de ellos para palacio.
- Ā”No, no Larsen! No vaya usted a imaginarse que aquellos melones eran de esta propiedad. – Pues estoy seguro de que lo eran -. Y se fue a ver al jardinero de palacio, y volvió con una declaración escrita de que los melones servidos en la mesa real procedĆan de la finca de Su SeƱorĆa.
Aquello fue una nueva sorpresa para el señor, quien divulgó la historia, mostrando la declaración. Y de todas partes vinieron peticiones de que se les facilitaran pepitas de melón y esquejes de los Ôrboles frutales.
RecibiĆ©ronse noticias de que Ć©stos habĆan cogido bien y de que daban frutos excelentes, hasta el punto de que se les dio el nombre de Su SeƱorĆa, que, por consiguiente, pudo ya leerse en francĆ©s, inglĆ©s y alemĆ”n.
”Quién lo hubiera pensado!
«”Con tal de que al jardinero no se le suban los humos a la cabeza!», pensó el señor.
Pero el hombre se lo tomó de modo muy distinto. Deseoso de ser considerado como uno de los mejores jardineros del paĆs, esforzóse por conseguir aƱo tras aƱo los mejores productos. Mas con frecuencia tenĆa que oĆr que nunca conseguĆa igualar la calidad de las peras y manzanas de aquel aƱo famoso. Los melones seguĆan siendo buenos, pero ya no tenĆan aquel perfume. Las fresas podĆan llamarse excelentes, pero no superiores a las de otras fincas, y un aƱo en que no prosperaron los rĆ”banos, sólo se habló de aquel fracaso, sin mencionarse los productos que habĆan constituido un Ć©xito autĆ©ntico.
El dueƱo parecĆa experimentar una sensación de alivio cuando podĆa decir: – Ā”Este aƱo no estuvo de suerte, amigo Larsen! -. Y se le veĆa contentĆsimo cuando podĆa comentar: – Este aƱo sĆ que hemos fracasado.
Un par de veces por semana, el jardinero cambiaba las flores de la habitación, siempre con gusto exquisito y muy bien dispuestas; las combinaba de modo que resaltaran sus colores. – Tiene usted buen gusto, Larsen – decĆale Su SeƱorĆa -. Es un don que le ha concedido Dios, no es obra suya.
Un dĆa se presentó el jardinero con una gran taza de cristal que contenĆa un pĆ©talo de nenĆŗfar; sobre Ć©l, y con el largo y grueso tallo sumergido en el agua, habĆa una flor radiante, del tamaƱo de un girasol.
- Ā”El loto del IndostĆ”n! – exclamó el dueƱo. JamĆ”s habĆan visto aquella flor; durante el dĆa la pusieron al sol, y al anochecer a la luz de una lĆ”mpara. Todos los que la veĆan la encontraban esplĆ©ndida y rarĆsima; asĆ lo manifestó incluso la mĆ”s distinguida de las seƱoritas del paĆs, una princesa, inteligente y bondadosa por aƱadidura.
Su SeƱorĆa tuvo a honor regalĆ”rsela, y la princesa se la llevó a palacio.
Entonces el propietario se fue al jardĆn con intención de coger otra flor de la especie, pero no encontró ninguna, por lo que, llamando al jardinero, le preguntó de dónde habĆa sacado el loto azul.
- La he estado buscando inĆŗtilmente – dijo el seƱor -. He recorrido los invernaderos y todos los rincones del jardĆn.
- No, desde luego allĆ no hay – dijo el jardinero . Es una vulgar flor del huerto. Pero, Āæverdad que es bonita? Parece un cacto azul y, sin embargo, no es sino la flor de la alcachofa. – Pues tenĆa que habĆ©rmelo advertido -exclamó Su SeƱorĆa-. CreĆmos que se trataba de una flor rara y exótica. Me ha hecho usted tirarme una plancha con la princesa. Vio la flor en casa, la encontró hermosa; no la conocĆa, a pesar de que es ducha en BotĆ”nica, pero esta Ciencia nada tiene de comĆŗn con las hortalizas. ĀæCómo se le ocurrió, mi buen Larsen, poner una flor asĆ en la habitación? Ā”Es ridĆculo!
Y la hermosa flor azul procedente del huerto fue desterrada del salón de Su SeƱorĆa, del que no era digna, y el dueƱo fue a excusarse ante la princesa, diciĆ©ndole que se trataba simplemente de una flor de huerto traĆda por el jardinero, el cual habĆa sido debidamente reconvenido.
– Pues es una lĆ”stima y una injusticia -replicó la princesa-. Nos ha abierto los ojos a una flor de adorno que despreciĆ”bamos, nos ha mostrado la belleza donde nunca la habĆamos buscado. Quiero que el jardinero de palacio me traiga todos los dĆas, mientras estĆ©n floreciendo las alcachofas, una de sus flores a mi habitación.
Y la orden se cumplió.
Su SeƱorĆa mandó decir al jardinero que le trajese otra flor de alcachofa.
- Bien mirado, es bonita -observó- y muy notable -. Y encomió al jardinero.
«Esto le gusta a Larsen -pensó-. Es un niño mimado».
Un dĆa de otoƱo estalló una horrible tempestad, que arreció aĆŗn durante la noche, con tanta furia que arrancó de raĆz muchos grandes Ć”rboles de la orilla del bosque y, con gran pesar de Su SeƱorĆa – un Ā«gran pesarĀ» lo llamó el seƱor -, pero con gran contento del jardinero, tambiĆ©n los dos Ć”rboles pelados llenos de nidos. Entre el fragor de la tormenta pudo oĆrse el graznar alborotado de los cuervos y cornejas; las gentes de la casa afirmaron que golpeaban con las alas en los cristales.
- Ya estarĆ” usted satisfecho, Larsen -dijo Su SeƱorĆa-; la tempestad ha derribado los Ć”rboles, y las aves se han marchado al bosque. AquĆ nada queda ya de los viejos tiempos; ha desaparecido toda huella, toda seƱal de ellos. Pero a mĆ esto me apena.
El jardinero no contestó. Pensaba sólo en lo que habla llevado en la cabeza durante mucho tiempo: en utilizar aquel lugar soleado de que antes no disponĆa. Lo iba a transformar en un adorno del jardĆn, en un objeto de gozo para Su SeƱorĆa.
Los corpulentos Ć”rboles abatidos habĆan destrozado y aplastado los antiquĆsimos setos con todas sus figuras. El hombre los sustituyó por arbustos y plantas recogidas en los campos y bosques de la región.
A ningĆŗn otro jardinero se le habĆa ocurrido jamĆ”s aquella idea. Ćl dispuso los planteles teniendo en cuenta las necesidades de cada especie, procurando que recibiesen el sol o la sombra, segĆŗn las caracterĆsticas de cada una. Cuidó la plantación con el mayor cariƱo, y el conjunto creció magnĆficamente.
Por la forma y el color, el enebro de Jutlandia se elevó de modo parecido al ciprĆ©s italiano; lucĆa tambiĆ©n, eternamente verde, tanto en los frĆos invernales como en el calor del verano, la brillante y espinosa oxiacanta. Delante crecĆan helechos de diversas especies, algunas de ellas semejantes a hijas de palmeras, y otras, parecidas a los padres de esa hermosa y delicada planta que llamamos culantrillo. Estaba allĆ la menospreciada bardana, tan linda cuando fresca, que habrĆa encajado perfectamente en un ramillete. Estaba en tierra seca, pero a mayor profundidad que ella y en suelo hĆŗmedo crecĆa la acedera, otra planta humilde y, sin embargo, tan pintoresca y bonita por su talla y sus grandes hojas. Con una altura de varios palmos, flor contra flor, como un gran candelabro de muchos brazos, levantĆ”base la candelaria, trasplantada del campo. Y no faltaban tampoco las aspĆ©rulas, dientes de león y muguetes del bosque, ni la selvĆ”tica cala, ni la acederilla trifolia. Era realmente magnĆfico.
Delante, apoyadas en enrejados de alambre, crecĆan, en lĆnea, perales enanos de procedencia francesa. Como recibĆan sol abundante y buenos cuidados, no tardaron en dar frutos tan jugosos como los de su tierra de origen.
En lugar de los dos viejos Ôrboles pelados erigieron un alta asta de bandera, en cuya cima ondeaba el Danebrog, y a su lado fueron clavadas otras estacas, por las que, en verano y otoño, trepaban los zarcillos del lúpulo con sus fragantes inflorescencias en bola, mientras en invierno, siguiendo una antigua costumbre, se colgaba una gavilla de avena con objeto de que no faltase la comida a los pajarillos del cielo en la venturosa época de las Navidades.
- Ā”En su vejez, nuestro buen Larsen se nos vuelve sentimental! -decĆa Su SeƱorĆa-. Pero nos es fiel y adicto.
Por AƱo Nuevo, una revista ilustrada de la capital publicó una fotografĆa de la antigua propiedad seƱorial. AparecĆa en ella el asta con la bandera danesa y la gavilla de avena para las avecillas del cielo en los alegres dĆas navideƱos. El hecho fue comentado y alabado como una idea simpĆ”tica, que resucitaba, con todos sus honores, una vieja costumbre.
- Resuenan las trompetas por todo lo que hace ese Larsen. ”Es un hombre afortunado! Casi hemos de sentirnos orgullosos de tenerlo.
Pero no se sentĆa orgulloso el gran seƱor. Se sentĆa sólo el amo que podĆa despedir a Larsen, pero que no lo hacĆa. Era una buena persona, y de esta clase hay muchas, para suerte de los Larsen.
Y ésta es la historia «del jardinero y el señor».
Detente a pensar un poco en ella.
Ā
EL LIBRO MUDO
Junto a la carretera que cruzaba el bosque se levantaba una granja solitaria; la carretera pasaba precisamente a su travĆ©s. Brillaba el sol, todas las ventanas estaban abiertas; en el interior reinaba gran movimiento, pero en la era, entre el follaje de un saĆŗco florido, habĆa un fĆ©retro abierto, con un cadĆ”ver que debĆa recibir sepultura aquella misma maƱana. Nadie velaba a su lado, nadie lloraba por el difunto, cuyo rostro aparecĆa cubierto por un paƱo blanco. Bajo la cabeza tenĆa un libro muy grande y grueso; las hojas eran de grandes pliegos de papel secante, y en cada una habĆa, ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo un herbario, reunido en diferentes lugares. DebĆa ser enterrado con Ć©l, pues asĆ lo habĆa dispuesto su dueƱo. Cada flor resumĆa un capĆtulo de su vida. – ĀæQuiĆ©n es el muerto? -preguntamos, y nos respondieron:
– Aquel viejo estudiante de Upsala. Parece que en otros tiempos fue hombre muy despierto, que estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso compuso poesĆas, segĆŗn decĆan. Pero algo le ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su salud, y finalmente vino al campo, donde alguien pagaba su pensión. Era dulce como un niƱo mientras no lo dominaban ideas lĆŗgubres, pero entonces se volvĆa salvaje y echaba a correr por el bosque como una bestia acosada. En cambio, cuando habĆan conseguido volverlo a casa y lo persuadĆan de que hojease su libro de plantas secas, era capaz de pasarse el dĆa entero mirĆ”ndolas, y a veces las lĆ”grimas le rodaban por las mejillas; sabe Dios en quĆ© pensarĆa entonces. Pero habĆa rogado que depositaran el libro en el fĆ©retro, y allĆ estaba ahora. Dentro de poco rato clavarĆan la tapa, y descansarĆa apaciblemente en la tumba.
Quitaron el paño mortuorio: la paz se reflejaba en el rostro del difunto, sobre el que daba un rayo de sol; una golondrina penetró como una flecha en el follaje y dio media vuelta, chillando, encima de la cabeza del muerto.
Ā”QuĆ© maravilloso es – todos hemos experimentado esta impresión – sacar a la luz viejas cartas de nuestra juventud y releerlas! Toda una vida asoma entonces, con sus esperanzas y cuidados. Ā”CuĆ”ntas veces creemos que una persona con la que estuvimos unidos de corazón, estĆ” muerta hace tiempo, y, sin embargo, vive aĆŗn, sólo que hemos dejado de pensar en ella, aunque un dĆa pensamos que seguiremos siempre a su lado, compartiendo las penas y las alegrĆas.
La hoja de roble marchita de aquel libro recuerda al compaƱero, al condiscĆpulo, al amigo para toda la vida; prendióse aquella hoja a la gorra de estudiante aquel dĆa que, en el verde bosque, cerraron el pacto de alianza perenne. ĀæDónde estĆ” ahora? La hoja se conserva, la amistad se ha desvanecido. Hay aquĆ una planta exótica de invernadero, demasiado delicada para los jardines nórdicos… DirĆase que las hojas huelen aĆŗn. Se la dio la seƱorita del jardĆn de aquella casa noble. Y aquĆ estĆ” el nenĆŗfar que Ć©l mismo cogió y regó con amargas lĆ”grimas, la rosa de las aguas dulces. Y ahĆ una ortiga; ĀæquĆ© dicen sus hojas? ĀæQuĆ© estarĆa pensando Ć©l cuando la arrancó para guardarla? Ved aquĆ el muguete de la soledad selvĆ”tica, y la madreselva arrancada de la maceta de la taberna, y el desnudo y afilado tallo de hierba.
El florido saĆŗco inclina sus umbelas tiernas y fragantes sobre la cabeza del muerto; la golondrina vuelve a pasar volando y lanzando su trino… Y luego vienen los hombres provistos de clavos y martillo; colocan la tapa encima del difunto, de manera que la cabeza repose sobre el libro… conservado… deshecho.
El lino estaba florido. TenĆa hermosas flores azules, delicadas como las alas de una polilla, y aĆŗn mucho mĆ”s finas. El sol acariciaba las plantas con sus rayos, y las nubes las regaban con su lluvia, y todo ello le gustaba al lino como a los niƱos pequeƱos cuando su madre los lava y les da un beso por aƱadidura. Son entonces mucho mĆ”s hermosos, y lo mismo sucedĆa con el lino.
- Dice la gente que me sostengo admirablemente -dijo el lino- y que me alargo muchĆsimo; tanto, que hacen conmigo una magnĆfica pieza de tela. Ā”QuĆ© feliz soy! Sin duda soy el mĆ”s feliz del mundo. Vivo con desahogo y tengo porvenir. Ā”Cómo vivifica el sol, y cómo gusta y refresca la lluvia! Mi dicha es completa. Soy el ser mĆ”s feliz del mundo entero.
- Ā”SĆ, sĆ, sĆ! -dijeron las estacas de la valla-, tĆŗ no conoces el mundo, pero lo que es nosotras, nosotras tenemos nudos -y crujĆan lamentablemente: Ronca que ronca carraca,
ronca con tesón.
Se terminó la canción.
- No, no se terminó -dijo el lino-. El sol luce por la mañana, la lluvia reanima. Oigo cómo crezco y siento cómo florezco. ”Soy dichoso, dichoso, mÔs que ningún otro!
Pero un dĆa vinieron gentes que, agarrando al lino por el copete, lo arrancaron de raĆz, operación que le dolió. Lo pusieron luego al agua como para ahogarlo, y a continuación sobre el fuego, como para asarlo. Ā”Horrible! Ā«No siempre pueden marchar bien las cosas suspiró el lino.- Hay que sufrir un poco, asĆ se aprendeĀ».
Pero las cosas se pusieron cada vez peor. El lino fue partido y roto, secado y peinado. Ćl ya no sabĆa quĆ© pensar de todo aquello. Luego fue a parar a la rueca, Ā”y ronca que ronca! No habĆa manera de concentrar las ideas.
«”He sido enormemente feliz! -pensaba en medio de sus fatigas-. Hay que alegrarse de las cosas buenas de que se ha gozado. Ā”AlegrĆa, alegrĆa, vamos!Ā» -. AsĆ gritaba aĆŗn, cuando llegó al telar, donde se transformó en una magnĆfica pieza de tela. Todas las plantas de lino entraron en una pieza.
- Ā”Pero esto es extraordinario! JamĆ”s lo hubiera creĆdo. SĆ, la fortuna me sigue sonriendo, a pesar de todo. Las estacas sabĆan bien lo que se decĆan con su
Ronca que ronca, carraca, ronca con tesón.
La canción no ha terminado aĆŗn, ni mucho menos. No ha hecho mĆ”s que empezar. Ā”Es magnĆfico! SĆ, he sufrido, pero en cambio de mĆ ha salido algo; soy el mĆ”s feliz del mundo. Soy fuerte y suave, blanco y largo. Ā”QuĆ© distinto a ser sólo una planta, incluso dando flores! Nadie te cuida, y sólo recibes agua cuando llueve. Ahora hay quien me atiende: la muchacha me da la vuelta cada maƱana, y al anochecer me riega con la regadera. La propia seƱora del Pastor ha pronunciado un discurso sobre mĆ, diciendo que soy el lino mejor de la parroquia. No puede haber una dicha mĆ”s completa.
Llegó la tela a casa y cayó en manos de las tijeras. Ā”Cómo la cortaban, y quĆ© manera de punzarla con la aguja! Ā”Verdaderamente no daba ningĆŗn gusto! Pero de la tela salieron doce prendas de ropa blanca, de aquellas que es incorrecto nombrar, pero que necesitan todas las personas. Ā”Nada menos que doce prendas! – Ā”Mirad! Ā”Ahora sĆ que de mĆ ha salido algo! Ćste era, pues, mi destino. Es esplĆ©ndido; ahora presto un servicio al mundo, y asĆ es como debe ser; esto da gusto de verdad. Nos hemos convertido en doce, y, sin embargo, seguimos siendo uno y el mismo, somos una docena. Ā”QuĆ© sorpresas tiene la suerte!
Pasaron aƱos, ya no podĆan seguir sirviendo.
- AlgĆŗn dĆa tendrĆ” que venir el final -decĆa cada prenda-. Bien me habrĆa gustado durar mĆ”s tiempo, pero no hay que pedir imposibles.
Fueron cortadas a trozos y convertidas en trapos, por lo que creyeron que estaban listos definitivamente, pues los descuartizaron, estrujaron y cocieron (”qué sé yo lo que hicieron con ellos!), y he aquà que quedaron transformados en un hermoso papel blanco.
- Ā”Caramba, vaya sorpresa! Ā”Y sorpresa agradable ademĆ”s! -dijo el papel-. Soy ahora mĆ”s fino que antes, y escribirĆ”n en mĆ. Ā”Las cosas que van a escribir! Ćsta sĆ que es una suerte fabulosa -. Y, en efecto, escribieron en Ć©l historias maravillosas, y la gente escuchaba embobada su lectura, pues eran narraciones de la mejor Ćndole, de las que hacen a los hombres mejores y mĆ”s sabios de lo que fueran antes; era una verdadera bendición lo que decĆan aquellas palabras escritas.
- Esto es mĆ”s de cuanto habĆa soƱado mientras era una florecita del campo. Ā”Cómo podĆa ocurrĆrseme que un dĆa iba a llevar la alegrĆa y el saber a los hombres! Ā”AĆŗn ahora no acierto a comprenderlo! Y, no obstante, es verdad. Dios Nuestro SeƱor sabe que nada he hecho por mĆ mismo, nada mĆ”s que lo que caĆa dentro de mis humildes posibilidades. Y, con todo, me depara gozo tras gozo. Cada vez que pienso: «”Se terminó la canción!Ā», me encuentro elevado a una condición mejor y mĆ”s alta. Seguramente me enviarĆ”n ahora a viajar por el mundo entero, para que todos los hombres me lean. Es lo mĆ”s probable. Antes daba flores azules; ahora, en lugar de flores, tengo los mĆ”s bellos pensamientos. Ā”Soy el mĆ”s feliz del mundo!
Pero el papel no salió de viaje, sino que fue enviado a la imprenta, donde todo lo que tenĆa escrito se imprimió para confeccionar un libro, o, mejor dicho, muchos centenares de libros; pues de esta manera un nĆŗmero infinito de personas podrĆan extraer de ellos mucho mĆ”s placer y provecho que si el Ćŗnico papel original hubiese recorrido todo el Globo, con la seguridad de que a mitad de camino habrĆa quedado ya inservible.
Ā«SĆ, esto es indudablemente lo mĆ”s satisfactorio de todo -pensó el papel escrito-. No se me habĆa ocurrido. Me quedo en casa y me tratan con todos los honores, como si fuese el abuelo. Y han escrito sobre mĆ; justamente sobre mĆ fluyeron las palabras salidas de la pluma. Yo me quedo, y los libros se marchan. Ahora puede hacerse algo positivo. Ā”QuĆ© contento estoy, y quĆ© feliz me siento!Ā».
Después envolvieron el papel, formando un paquetito, y lo pusieron en un cajón.
- Cumplida la misión, conviene descansar -dijo el papel-. Es lógico y razonable recogerse y reflexionar sobre lo que hay en uno. Hasta ahora no supe lo que se encerraba en mĆ. Ā«Conócete a ti mismoĀ», ahĆ estĆ” el progreso. ĀæQuĆ© vendrĆ” despuĆ©s?. De seguro que algĆŗn adelanto; Ā”siempre adelante!
Un dĆa echaron todo el papel a la chimenea, pues iban a quemarlo en vez de venderlo al tendero para envolver mantequilla y azĆŗcar. HabĆan acudido los chiquillos de la casa y formaban cĆrculo; querĆan verlo arder, y contemplar las rojas chispas en el papel hecho ceniza, aquellas chispas que parecĆan correr y extinguirse una tras otra con gran rapidez – son los niƱos que salen de la escuela, y la Ćŗltima chispa es el maestro; a menudo cree uno que se ha marchado ya, y resulta que vuelve a presentarse por detrĆ”s.
Y todo el papel formaba un montón en el fuego. ”Qué modo de echar llamas! «”Uf!», dijo, y en un santiamén estuvo convertido todo él en una llama, que se elevó mucho mÔs de lo que hiciera jamÔs la florecita azul del lino, y brilló mucho mÔs también que la blanca tela de hilo. Todas las letras escritas adquirieron instantÔneamente un tono rojo, y todas las palabras e ideas quedaron convertidas en llamas.
- Ā”Ahora subo en lĆnea recta hacia el Sol! exclamó en el seno de la llama, y pareció como si mil voces lo dijeran al unĆsono; y la llama se elevó por la chimenea y salió al exterior. MĆ”s sutiles que las llamas, invisibles del todo a los humanos ojos, flotaban seres minĆŗsculos, iguales en nĆŗmero a las flores que habĆa dado el lino. Eran mĆ”s ligeros aĆŗn que la llama que hablan producido, y cuando Ć©sta se extinguió, quedando del papel solamente las negras cenizas, siguieron ellos bailando todavĆa un ratito, y allĆ donde tocaban dejaban sus huellas, las chispas rojas. Los niƱos salĆan de la escuela, y el maestro, el Ćŗltimo de todos. Daba gozo verlo; los niƱos de la casa, de pie, cantaban junto a las cenizas apagadas: Ronca que ronca, carraca, ronca con tesón.
”Se terminó la canción!
Pero los minĆŗsculos seres invisibles decĆan a coro:
- ”La canción no ha terminado, y esto es lo mÔs hermoso de todo! Lo sé, y por eso soy el mÔs feliz del mundo.
Mas esto los niƱos no pueden oĆrlo ni entenderlo, ni tienen por quĆ© entenderlo, pues los niƱos no necesitan saberlo todo.
EL NIDO DE CISNES
Entre los mares BƔltico y del Norte hay un antiguo nido de cisnes: se llama Dinamarca. En Ʃl nacieron y siguen naciendo cisnes que jamƔs morirƔn.
En tiempos remotos, una bandada de estas aves voló, por encima de los Alpes, hasta las verdes llanuras de MilÔn; aquella bandada de cisnes recibió el nombre de longobardos.
Otra, de brillante plumaje y ojos que reflejaban la lealtad, se dirigió a Bizancio, donde se sentó en el trono imperial y extendió sus amplias alas blancas a modo de escudo, para protegerlo. Fueron los varingos.
En la costa de Francia resonó un grito de espanto ante la presencia de los cisnes sanguinarios, que llegaban con fuego bajo las alas, y el pueblo rogaba:
- ”Dios nos libre de los salvajes normandos!
Sobre el verde cĆ©sped de Inglaterra se posó el cisne danĆ©s, con triple corona real sobre la cabeza y extendiendo sobre el paĆs el cetro de oro.
Los paganos de la costa de Pomerania hincaron la rodilla, y los cisnes daneses llegaron con la bandera de la cruz y la espada desnuda.
- Todo eso ocurrió en Ć©pocas remotĆsimas – dirĆ”s.
TambiƩn en tiempos recientes se han visto volar del nido cisnes poderosos.
HĆzose luz en el aire, hĆzose luz sobre los campos del mundo; con sus robustos aleteos, el cisne disipó la niebla opaca, quedando visible el cielo estrellado, como si se acercase a la Tierra. Fue el cisne Tycho Brahe.
- SĆ, en aquel tiempo – dices -. Pero, Āæy en nuestros dĆas?
Vimos un cisne tras otro en majestuoso vuelo. Uno pulsó con sus alas las cuerdas del arpa de oro, y las notas resonaron en todo el Norte; las rocas de Noruega se levantaron mÔs altas, iluminadas por el sol de la Historia. Oyóse un murmullo entre los abetos y los abedules; los dioses nórdicos, sus héroes y sus nobles matronas, se destacaron sobre el verde oscuro del bosque.
Vimos un cisne que batĆa las alas contra la peƱa marmórea, con tal fuerza que la quebró, y las esplĆ©ndidas figuras encerradas en la piedra avanzaron hasta quedar inundadas de luz resplandeciente, y los hombres de las tierras circundantes levantaron la cabeza para contemplar las portentosas estatuas.
Vimos un tercer cisne que hilaba la hebra del pensamiento, el cual da ahora la vuelta al mundo de paĆs en paĆs, y su palabra vuela con la rapidez del rayo.
Dios Nuestro SeƱor ama al viejo nido de cisnes construido entre los mares BƔltico y Norte.
Dejad si no que otras aves prepotentes se acerquen por los aires con propósito de destruirlo. Ā”No lo lograrĆ”n jamĆ”s! Hasta las crĆas implumes se colocan en circulo en el borde del nido; bien lo hemos visto. RecibirĆ”n los embates en pleno pecho, del que manarĆ” la sangre; mas ellos se defenderĆ”n con el pico y con las garras.
PasarĆ”n aĆŗn siglos, otros cisnes saldrĆ”n del nido, que serĆ”n vistos y oĆdos en toda la redondez del Globo, antes de que llegue la hora en que pueda decirse en verdad:
– Es el Ćŗltimo de los cisnes, el Ćŗltimo canto que sale de su nido.
EL NIĆO TRAVIESO
Ā
Ćrase una vez un anciano poeta, muy bueno y muy viejo. Un atardecer, cuando estaba en casa, el tiempo se puso muy malo; fuera llovĆa a cĆ”ntaros, pero el anciano se encontraba muy a gusto en su cuarto, sentado junto a la estufa, en la que ardĆa un buen fuego y se asaban manzanas.
- Ni un pelo de la ropa les quedarĆ” seco a los infelices que este temporal haya pillado fuera de casa -dijo, pues era un poeta de muy buenos sentimientos.
- Ā”Ćbrame! Ā”Tengo frĆo y estoy empapado! gritó un niƱo desde fuera. Y llamaba a la puerta llorando, mientras la lluvia caĆa furiosa, y el viento hacĆa temblar todas las ventanas.
- Ā”Pobrecillo! -dijo el viejo, abriendo la puerta. Estaba ante ella un rapazuelo completamente desnudo; el agua le chorreaba de los largos rizos rubios. Tiritaba de frĆo; de no hallar refugio, seguramente habrĆa sucumbido, vĆctima de la inclemencia del tiempo.
- ”Pobre pequeño! -exclamó el compasivo poeta, cogiéndolo de la mano-. ”Ven conmigo, que te calentaré! Voy a darte vino y una manzana, porque eres tan precioso.
Y lo era, en efecto. Sus ojos parecĆan dos lĆmpidas estrellas, y sus largos y ensortijados bucles eran como de oro puro, aun estando empapados. Era un verdadero angelito, pero estaba pĆ”lido de frĆo y tirĆtaba con todo su cuerpo. SostenĆa en la mano un arco magnifico, pero estropeado por la lluvia; con la humedad, los colores de sus flechas se habĆan borrado y mezclado unos con otros.
El poeta se sentó junto a la estufa, puso al chiquillo en su regazo, escurrióle el agua del cabello, le calentó las manitas en las suyas y le preparó vino dulce. El pequeño no tardó en rehacerse: el color volvió a sus mejillas, y, saltando al suelo, se puso a bailar alrededor del anciano poeta.
- ”Eres un rapaz alegre! -dijo el viejo-. ¿Cómo te llamas?
- Me llamo Amor -respondió el pequeño-. ¿No me conoces? Ahà estÔ mi arco, con el que disparo, puedes creerme. Mira, ya ha vuelto el buen tiempo, y la luna brilla.
- Pero tienes el arco estropeado -observó el anciano.
- Ā”Mala cosa serĆa! -exclamó el chiquillo, y, recogiĆ©ndolo del suelo, lo examinó con atención-. Ā”Bah!, ya se ha secado; no le ha pasado nada; la cuerda estĆ” bien tensa. Ā”Voy a probarlo! -. Tensó el arco, pĆŗsole una flecha y, apuntando, disparó certero, atravesando el corazón del buen poeta.- Ā”Ya ves que mi arco no estĆ” estropeado! -dijo, y, con una carcajada, se marchó. Ā”HabĆase visto un chiquillo mĆ”s malo! Ā”Disparar asĆ contra el viejo poeta, que lo habĆa acogido en la caliente habitación, se habĆa mostrado tan bueno con Ć©l y le habĆa dado tan exquisito vino y sus mejores manzanas! El buen seƱor yacĆa en el suelo, llorando; realmente le habĆan herido en el corazón.
-”Oh, qué niño tan pérfido es ese Amor! Se lo contaré a todos los chiquillos buenos, para que estén precavidos y no jueguen con él, pues procurarÔ causarles algún daño.
Todos los niƱos y niƱas buenos a quienes contó lo sucedido se pusieron en guardia contra las tretas de Amor, pero Ć©ste continuó haciendo de las suyas, pues realmente es de la piel del diablo. Cuando los estudiantes salen de sus clases, Ć©l marcha a su lado, con un libro debajo del brazo y vestido con levita negra. No lo reconocen y lo cogen del brazo, creyendo que es tambiĆ©n un estudiante, y entonces Ć©l les clava una flecha en el pecho. Cuando las muchachas vienen de escuchar al seƱor cura y han recibido ya la confirmación Ć©l las sigue tambiĆ©n. SĆ, siempre va detrĆ”s de la gente. En el teatro se sienta en la gran araƱa, y echa llamas para que las personas crean que es una lĆ”mpara, pero Ā”quiĆ”!; demasiado tarde descubren ellas su error. Corre por los jardines y en torno a las murallas. SĆ, un dĆa hirió en el corazón a tu padre y a tu madre. PregĆŗntaselo, verĆ”s lo que te dicen. CrĆ©eme, es un chiquillo muy travieso este Amor; nunca quieras tratos con Ć©l; acecha a todo el mundo. Piensa que un dĆa disparó, una flecha hasta a tu anciana abuela; pero de eso hace mucho tiempo. Ya pasó, pero ella no lo olvida. Ā”Caramba con este diablillo de Amor! Pero ahora ya lo conoces y sabes lo malo que es.
EL PACTO DE AMISTAD
No hace mucho que volvimos de un viajecito, y ya estamos impacientes por emprender otro mĆ”s largo. ĀæAdónde? Pues a Esparta, a Micenas, a Delfos. Hay cientos de lugares cuyo solo nombre os alboroza el corazón. Se va a caballo, cuesta arriba, por entre monte bajo y zarzales; un viajero solitario equivale a toda una caravana. Ćl va delante con su Ā«argoyatĀ», una acĆ©mila transporta el baĆŗl, la tienda y las provisiones, y a retaguardia siguen, dĆ”ndole escolta, una pareja de gendarmes. Al tĆ©rmino de la fatigosa jornada, no le espera una posada ni un lecho mullido; con frecuencia, la tienda es su Ćŗnico techo, en medio de la grandiosa naturaleza salvaje. El Ā«argoyatĀ» le prepara la cena: un arroz pilav; mirĆadas de mosquitos revolotean en torno a la diminuta tienda; es una noche lamentable, y maƱana el camino cruzarĆ” rĆos muy hinchados. Ā”Tente firme sobre el caballo, si no quieres que te lleve la corriente!
¿CuÔl serÔ la recompensa para tus fatigas? La mÔs sublime, la mÔs rica. La Naturaleza se manifiesta aquà en toda su grandeza, cada lugar estÔ lleno de recuerdos históricos, alimento tanto para la vista como para el pensamiento. El poeta puede cantarlo, y el pintor, reproducirlo en cuadros opulentos; pero el aroma de la realidad, que penetra en los sentidos del espectador y los impregna para toda la eternidad, eso no pueden reproducirlo.
En muchos apuntes he tratado de presentar de manera intuitiva un rinconcito de Atenas y de sus alrededores, y, sin embargo, Ā”quĆ© pĆ”lido ha sido el cuadro resultante! Ā”QuĆ© poco dice de Grecia, de este triste genio de la belleza, cuya grandeza y dolor jamĆ”s olvidarĆ” el forastero! Aquel pastor solitario de allĆ” en la roca, con el simple relato de una incidencia de su vida, sabrĆa probablemente, mucho mejor que yo con mis pinturas, abrirte los ojos a ti, que quieres contemplar la tierra de los helenos en sus diversos aspectos.
- DejĆ©mosle, pues, la palabra -dice mi Musa-. El pastor de la montaƱa nos hablarĆ” de una costumbre, una simpĆ”tica costumbre tĆpica de su paĆs.
Nuestra casa era de barro, y por jambas tenĆa unas columnas estriadas, encontradas en el lugar donde se construyó la choza. El tejado bajaba casi hasta el suelo, y hoy era negruzco y feo, pero cuando lo colocaron esta a formado por un tejido de florida adelfa y frescas ramas de laurel, traĆdas de las montaƱas. En torno a la casa apenas quedaba espacio; las peƱas formaban paredes cortadas a pico, de un color negro y liso, y en lo mĆ”s alto de ellas colgaban con frecuencia jirones de nubes semejantes a blancas figuras vivientes. Nunca oĆ allĆ el canto de un pĆ”jaro, nunca vi bailar a los hombres al son de la gaita; pero en los viejos tiempos, este lugar era sagrado, y hasta su nombre lo recuerda, pues se llama Delfos. Los montes hoscos y tenebrosos aparecĆan cubiertos de nieve; el mĆ”s alto, aquel de cuya cumbre tardaba mĆ”s en apagarse el sol poniente, era el Parnaso; el torrente que corrĆa junto a nuestra casa bajaba de Ć©l, y antaƱo habĆa sido sagrado tambiĆ©n. Hoy, el asno enturbia sus aguas con sus patas, pero la corriente sigue impetuosa y pronto recobra su limpidez. Ā”Cómo recuerdo aquel lugar y su santa y profunda soledad! En el centro de la choza encendĆan fuego, y en su rescoldo, cuando sólo quedaba un espeso montón de cenizas ardientes, cocĆan el pan. Cuando la nieve se apilaba en torno a la casuca hasta casi ocultarla, mi madre parecĆa mĆ”s feliz que nunca; me cogĆa la cabeza entre las manos, me besaba en la frente y cantaba canciones que nunca le oyera en otras ocasiones, pues los turcos, nuestros amos, no las toleraban. Cantaba:
Ā«En la cumbre del Olimpo, en el bajo bosque de pinos, estaba un viejo ciervo con los ojos llenos de lĆ”grimas; lloraba lĆ”grimas rojas, sĆ, y hasta verdes y azul celeste: Pasó entonces un corzo: – ĀæQuĆ© tienes, que asĆ lloras lĆ”grimas rojas, verdes y azuladas? – El turco ha venido a nuestra ciudad, cazando con perros salvajes, toda una jaurĆa.
- Ā”Los echarĆ© de las islas -dijo el corzo-, los echarĆ© de las islas al mar profundo!-. Pero antes de ponerse el sol el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo habĆa sido cazado y muertoĀ».
Y cuando mi madre cantaba asĆ, se le humedecĆan los ojos, y de sus largas pestaƱas colgaba una lĆ”grima; pero ella la ocultaba y volvĆa el pan negro en la ceniza. Yo entonces, apretando el puƱo, decĆa: -Ā”Mataremos a los turcos!-. Mas ella repetĆa las palabras de la canción: Ā«- Ā”Los echarĆ© de las islas al mar profundo! -. Pero antes de ponerse el sol, el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo habĆa sido cazado y muertoĀ». LlevĆ”bamos varios dĆas, con sus noches, solos en la choza, cuando llegó mi padre; yo sabĆa que iba a traerme conchas del Golfo de Lepanto, o tal vez un cuchillo, afilado y reluciente. Pero esta vez nos trajo una criaturita, una niƱa desnuda, bajo su pelliza. Iba envuelta en una piel, y al depositarla, desnuda, sobre el regazo de mi madre, vimos que todo lo que llevaba consigo eran tres monedas de plata atadas en el negro cabello. Mi padre dijo que los turcos habĆan dado muerte a los padres de la pequeƱa; tantas y tantas cosas nos contó, que durante toda la noche estuve soƱando con ello. Mi padre venĆa tambiĆ©n herido; mi madre le vendó el brazo, pues la herida era profunda, y la gruesa pelliza estaba tiesa de la sangre coagulada. La chiquilla serĆa mi hermana, Ā”quĆ© hermosa era! Los ojos de mi madre no tenĆan mĆ”s dulzura que los suyos. Anastasia -asĆ la llamaban- serĆa mi hermana, pues su padre la habĆa confiado al mĆo, de acuerdo con la antigua costumbre que seguĆamos observando. De jóvenes habĆan trabado un pacto de fraternidad, eligiendo a la doncella mĆ”s hermosa y virtuosa de toda la comarca para tomar el juramento. Muy a menudo oĆa yo hablar de aquella hermosa y rara costumbre.Ā Y, asĆ, la pequeƱa se convirtió en mi hermana. La sentaba sobre mis rodillas, le traĆa flores y plumas de las aves montaraces, bebĆamos juntos de las aguas del Parnaso, y juntos dormĆamos bajo el tejado de laurel de la choza, mientras mi madre seguĆa cantando, invierno tras invierno, su canción de las lĆ”grimas rojas, verdes y azuladas. Pero yo no comprendĆa aĆŗn que era mi propio pueblo, cuyas innĆŗmeras cuitas se reflejaban en aquellas lĆ”grimas.
Un dĆa vinieron tres hombres; eran francos y vestĆan de modo distinto a nosotros. Llevaban sus camas y tiendas cargadas en caballerĆas, y los acompaƱaban mĆ”s de veinte turcos, armados con sables y fusiles, pues los extranjeros eran amigos del bajĆ” e iban provistos de cartas de introducción. VenĆan con el solo objeto de visitar nuestras montaƱas, escalar el Parnaso por entre la nieve y las nubes, y contemplar las extraƱas rocas negras y escarpadas que rodeaban nuestra choza. No cabĆan en ella, aparte que no podĆan soportar el humo que, deslizĆ”ndose por debajo del techo, salĆa por la baja puerta; por eso levantaron sus tiendas en el reducido espacio que quedaba al lado de la casuca, y asaron corderos y aves, y bebieron vino dulce y fuerte; pero los turcos no podĆan probarlo.
Al proseguir su camino, yo los acompaƱƩ un trecho con mi hermanita Anastasia a la espalda, envuelta en una piel de cabra. Uno de aquellos seƱores francos me colocó delante de una roca y me dibujó junto con la niƱa, tan bien, que parecĆamos vivos y como si fuĆ©semos una sola persona. Nunca habĆa yo pensado en ello, y, sin embargo, Anastasia y yo Ć©ramos uno solo, pues ella se pasaba la vida sentada en mis rodillas o colgada de mi espalda, y cuando yo soƱaba, siempre figuraba ella en mis sueƱos.
EL PATITO FEO
Ā”QuĆ© hermosa estaba la campiƱa! HabĆa llegado el verano: el trigo estaba amarillo; la avena, verde; la hierba de los prados, cortada ya, quedaba recogida en los pajares, en cuyos tejados se paseaba la cigüeƱa, con sus largas patas rojas, hablando en egipcio, que era la lengua que le enseƱara su madre. Rodeaban los campos y prados grandes bosques, y entre los bosques se escondĆan lagos profundos. Ā”QuĆ© hermosa estaba la campiƱa! BaƱada por el sol levantĆ”base una mansión seƱorial, rodeada de hondos canales, y desde el muro hasta el agua crecĆan grandes plantas trepadoras formando una bóveda tan alta que dentro de ella podĆa estar de pie un niƱo pequeƱo, mas por dentro estaba tan enmaraƱado, que parecĆa el interior de un bosque. En medio de aquella maleza, una gansa, sentada en el nido, incubaba sus huevos. Estaba ya impaciente, pues Ā”tardaban tanto en salir los polluelos, y recibĆa tan pocas visitas!
Los demĆ”s patos preferĆan nadar por los canales, en vez de entrar a hacerle compaƱĆa y charlar un rato.
Por fin empezaron a abrirse los huevos, uno tras otro. «”Pip, pip!Ā», decĆan los pequeƱos; las yemas habĆan adquirido vida y los patitos asomaban la cabecita por la cĆ”scara rota.
- Ā”cuac, cuac! – gritaban con todas sus fuerzas, mirando a todos lados por entre las verdes hojas. La madre los dejaba, pues el verde es bueno para los ojos.
- Ā”QuĆ© grande es el mundo! -exclamaron los polluelos, pues ahora tenĆan mucho mĆ”s sitio que en el interior del huevo.
- ĀæCreĆ©is que todo el mundo es esto? -dijo la madre-. Pues andĆ”is muy equivocados. El mundo se extiende mucho mĆ”s lejos, hasta el otro lado del jardĆn, y se mete en el campo del cura, aunque yo nunca he estado allĆ. ĀæEstĆ”is todos? -prosiguió, incorporĆ”ndose-. Pues no, no los tengo todos; el huevo gordote no se ha abierto aĆŗn. ĀæVa a tardar mucho? Ā”Ya estoy hasta la coronilla de tanto esperar!
- Bueno, ĀæquĆ© tal vamos? -preguntó una vieja gansa que venĆa de visita.
- ”Este huevo que no termina nunca! -respondió la clueca-. No quiere salir. Pero mira los demÔs patitos: ¿verdad que son lindos? Todos se parecen a su padre; y el sinvergüenza no viene a verme.
- DĆ©jame ver el huevo que no quiere romper dijo la vieja-. CreĆ©me, esto es un huevo de pava; tambiĆ©n a mi me engaƱaron una vez, y pasĆ© muchas fatigas con los polluelos, pues le tienen miedo al agua. No pude con Ć©l; me desgaƱitĆ© y lo puse verde, pero todo fue inĆŗtil. A ver el huevo. SĆ, es un huevo de pava. DĆ©jalo y enseƱa a los otros a nadar.
- Lo empollarĆ© un poquitĆn mĆ”s dijo la clueca-. Ā”Tanto tiempo he estado encima de Ć©l, que bien puedo esperar otro poco!
- ”Cómo quieras!          -contestó        la        otra, despidiéndose.
Al fin se partió el huevo. «”Pip, pip!» hizo el polluelo, saliendo de la cÔscara. Era gordo y feo; la gansa se quedó mirÔndolo:
- Es un pato enorme -dijo-; no se parece a ninguno de los otros; ĀæserĆ” un pavo? Bueno, pronto lo sabremos; del agua no se escapa, aunque tenga que zambullirse a trompazos.
El dĆa siguiente amaneció esplĆ©ndido; el sol baƱaba las verdes hojas de la enramada. La madre se fue con toda su prole al canal y, Ā”plas!, se arrojó al agua. «”Cuac, cuac!Ā» -gritaba, y un polluelo tras otro se fueron zambullendo tambiĆ©n; el agua les cubrió la cabeza, pero enseguida volvieron a salir a flote y se pusieron a nadar tan lindamente. Las patitas se movĆan por sĆ solas y todos chapoteaban, incluso el Ćŗltimo polluelo gordote y feo.
- Pues no es pavo -dijo la madre-. Ā”FĆjate cómo mueve las patas, y quĆ© bien se sostiene! Es hijo mĆo, no hay duda. En el fondo, si bien se mira, no tiene nada de feo, al contrario. Ā”Cuac, cuac! Venid conmigo, os enseƱarĆ© el gran mundo, os presentarĆ© a los patos del corral. Pero no os alejĆ©is de mi lado, no fuese que alguien os atropellase; y Ā”mucho cuidado con el gato!
Y se encaminaron al corral de los patos, donde habĆa un barullo espantoso, pues dos familias se disputaban una cabeza de anguila. Y al fin fue el gato quien se quedó con ella.
- ĀæVeis? AsĆ va el mundo -dijo la gansa madre, afilĆ”ndose el pico, pues tambiĆ©n ella hubiera querido pescar el botĆn-. Ā”ServĆos de las patas! y a ver si os despabilĆ”is. Id a hacer una reverencia a aquel pato viejo de allĆ; es el mĆ”s ilustre de todos los presentes; es de raza espaƱola, por eso estĆ” tan gordo. Ved la cinta colorada que lleva en la pata; es la mayor distinción que puede otorgarse a un pato. Es para que no se pierda y para que todos lo reconozcan, personas y animales. Ā”Ala, sacudiros! No metĆ”is los pies para dentro. Los patitos bien educados andan con las piernas esparrancadas, como papĆ” y mamĆ”. Ā”AsĆ!, Āæveis? Ahora inclinad el cuello y decir: «”cuac!Ā».
Todos obedecieron, mientras los demƔs gansos del corral los miraban, diciendo en voz alta:
- ”Vaya! sólo faltaban éstos; ”como si no fuésemos ya bastantes! Y, ”qué asco! Fijaos en aquel pollito: ”a ése sà que no lo toleramos! -. Y enseguida se adelantó un ganso y le propinó un picotazo en el pescuezo.
- ”Déjalo en paz! -exclamó la madre-. No molesta a nadie.
- SĆ, pero es gordote y extraƱo -replicó el agresor-; habrĆ” que sacudirlo.
- Tiene usted unos hijos muy guapos, seƱora dijo el viejo de la pata vendada-. LĆ”stima de este gordote; Ć©se sĆ que es un fracaso. Me gustarĆa que pudiese retocarlo.
- No puede ser, SeƱorĆa -dijo la madre-. Cierto que no es hermoso, pero tiene buen corazón y nada tan bien como los demĆ”s; incluso dirĆa que mejor. Me figuro que al crecer se arreglarĆ”, y que con el tiempo perderĆ” volumen. Estuvo muchos dĆas en el huevo, y por eso ha salido demasiado robusto -. Y con el pico le pellizcó el pescuezo y le alisó el plumaje -. AdemĆ”s, es macho -prosiguió-, asĆ que no importa gran cosa. Estoy segura de que serĆ” fuerte y se despabilarĆ”.
- Los demƔs polluelos son encantadores de veras -dijo el viejo-. ConsidƩrese usted en casa; y si encuentra una cabeza de anguila, haga el favor de traƩrmela.
Y de este modo tomaron posesión de la casa. El pobre patito feo no recibĆa sino picotazos y empujones, y era el blanco de las burlas de todos, lo mismo de los gansos que de las gallinas. «”QuĆ© ridĆculo!Ā», se reĆan todos, y el pavo, que por haber venido al mundo con espolones se creĆa el emperador, se henchĆa como un barco a toda vela y arremetĆa contra el patito, con la cabeza colorada de rabia. El pobre animalito nunca sabĆa dónde meterse; estaba muy triste por ser feo y porque era la chacota de todo el corral.
AsĆ transcurrió el primer dĆa; pero en los sucesivos las cosas se pusieron aĆŗn peor. Todos acosaban al patito; incluso sus hermanos lo trataban brutalmente, y no cesaban de gritar: – Ā”AsĆ te pescara el gato, bicho asqueroso!; y hasta la madre deseaba perderlo de vista. Los patos lo picoteaban; las gallinas lo golpeaban, y la muchacha encargada de repartir el pienso lo apartaba a puntapiĆ©s.
Ā EL PEQUEĆO TUK
Pues sĆ, Ć©ste era el pequeƱo Tuk. En realidad no se llamaba asĆ, pero Ć©ste era el nombre que se daba a sĆ mismo cuando aĆŗn no sabĆa hablar. QuerĆa decir Carlos, es un detalle que conviene saber. Resulta que tenĆa que cuidar de su hermanita Gustava, mucho menor que Ć©l, y luego tenĆa que aprenderse sus lecciones; pero, Āæcómo atender a las dos cosas a la vez? El pobre muchachito tenĆa a su hermana sentada sobre las rodillas y le cantaba todas las canciones que sabĆa, mientras sus ojos echaban alguna que otra mirada al libro de GeografĆa, que tenĆa abierto delante de Ć©l. Para el dĆa siguiente habrĆa de aprenderse de memoria todas las ciudades de Zelanda y saberse, ademĆ”s, cuanto de ellas conviene conocer.
Llegó la madre a casa y se hizo cargo de Gustavita. Tuk corrió a la ventana y se estuvo leyendo hasta que sus ojos no pudieron mĆ”s, pues habĆa ido oscureciendo y su madre no tenĆa dinero para comprar velas.
– AhĆ va la vieja lavandera del callejón -dijo la madre, que se habĆa asomado a la ventana-. La pobre apenas puede arrastrarse y aĆŗn tiene que cargar con el cubo lleno de agua desde la bomba. Anda, Tuk, sĆ© bueno y ve a ayudar a la pobre viejecita. HarĆ”s una buena acción.
Tuk corrió a la calle a ayudarla, pero cuando estuvo de regreso la oscuridad era completa, y como no habĆa que pensar en encender la luz, no tuvo mĆ”s remedio que acostarse. Su lecho era un viejo camastro y, tendido en Ć©l estuvo pensando en su lección de GeografĆa, en Zelanda y todo lo que habĆa explicado el maestro. Debiera haber seguido estudiando, pero era imposible, y se metió el libro debajo de la almohada, porque habĆa oĆdo decir que aquello ayudaba a retener las lecciones en la mente; pero no hay que fiarse mucho de lo que se oye decir.
Y allĆ se estuvo piensa que te piensa, hasta que de pronto le pareció que alguien le daba un beso en la boca y en los ojos. Se durmió, y, sin embargo, no estaba dormido; era como si la anciana lavandera lo mirara con sus dulces ojos y le dijera: – SerĆa un gran pecado que maƱana no supieses tus lecciones. Me has ayudado, ahora te ayudarĆ© yo, y Dios Nuestro SeƱor lo harĆ”, en todo momento.
Y de pronto el libro empezó a moverse y agitarse debajo de la almohada de nuestro pequeño Tuk.
- Ā”QuiquiriquĆ! Ā”Put, put! -. Era una gallina que venĆa de Kjƶge.
- Ā”Soy una gallina de Kjƶge! -gritó, y luego se puso a contar del nĆŗmero de habitantes que allĆ habĆa, y de la batalla que en la ciudad se habĆa librado, aƱadiendo empero que en realidad no valĆa la pena mencionarla-. Otro meneo y zarandeo y, Ā”bum!, algo que se cae: un ave de madera, el papagayo del tiro al pĆ”jaro de Prastƶ. Dijo que en aquella ciudad vivĆan tantos habitantes como clavos tenĆa Ć©l en el cuerpo, y estaba no poco orgulloso de ello-. Thorwaldsen vivió muy cerca de mĆ. Ā”CataplĆŗn! Ā”QuĆ© bien se estĆ” aquĆ!
Pero Tuk ya no estaba tendido en su lecho; de repente se encontró montado sobre un caballo, corriendo a galope tendido. Un jinete magnĆficamente vestido, con brillante casco y flotante penacho, lo sostenĆa delante de Ć©l, y de este modo atravesaron el bosque hasta la antigua ciudad de Vordingborg, muy grande y muy bulliciosa por cierto. Altivas torres se levantaban en el palacio real, y de todas las ventanas salĆa vivĆsima luz; en el interior todo eran cantos y bailes: el rey Waldemar bailaba con las jóvenes damas cortesanas, ricamente ataviadas. Despuntó el alba, y con la salida del sol desaparecieron la ciudad, el palacio y las torres una tras otra, hasta no quedar sino una sola en la cumbre de la colina, donde se levantara antes el castillo. Era la ciudad muy pequeƱa y pobre, y los chiquillos pasaban con sus libros bajo el brazo, diciendo: – Dos mil habitantes -. Pero no era verdad, no tenĆa tantos.
Y Tuk seguĆa en su camita, como soƱando, y, sin embargo, no soƱaba, pero alguien permanecĆa junto a Ć©l.
- Ā”Tuquito, Tuquito! -dijeron. Era un marino, un hombre muy pequeƱĆn, semejante a un cadete, pero no era un cadete.
- Te traigo muchos saludos de Korsör. Es una ciudad floreciente, llena de vida, con barcos de vapor y diligencias; antes pasaba por fea y aburrida, pero ésta es una opinión anticuada.
- Estoy a orillas del mar, dijo Korsƶr; tengo carreteras y parques y he sido la cuna de un poeta que tenĆa ingenio y gracia; no todos los tienen. Una vez quise armar un barco para que diese la vuelta al mundo, mas no lo hice, aunque habrĆa podido; y, ademĆ”s, Ā”huelo tan bien! Pues en mis puertas florecen las rosas mĆ”s bellas.
Tuk las vio, y ante su mirada todo apareció rojo y verde; pero cuando se esfumaron los colores, se encontró ante una ladera cubierta de bosque junto al lĆmpido fiordo, y en la cima se levantaba una hermosa iglesia, antigua, con dos altas torres puntiagudas. De la ladera brotaban fuentes que bajaban en espesos riachuelos de aguas murmureantes, y muy cerca estaba sentado un viejo rey con la corona de oro sobre el largo cabello; era el rey Hroar de las Fuentes, en las inmediaciones de la ciudad de Roeskilde, como la llaman hoy dĆa. Y todos los reyes y reinas de Dinamarca, coronados de oro, se encaminaban, cogidos de la mano, a la vieja iglesia, entre los sones del órgano y el murmullo de las fuentes. Nuestro pequeƱo Tuk lo veĆa y oĆa todo.
- Ā”No olvides los Estados! -le dijo el rey Hroar. De pronto desapareció todo. ĀæDónde habĆa ido a parar? Daba exactamente la impresión de cuando se vuelve la pĆ”gina de un libro. Y hete aquĆ una anciana, una escardadera venida de Sorƶ, donde la hierba crece en la plaza del mercado. Llevaba su delantal de tela gris sobre la cabeza y colgĆ”ndole de la espalda; estaba muy mojado – seguramente habĆa llovido -. SĆ que ha llovido -dijo la mujer, y le contó muchas cosas divertidas de las comedias de Holberg, asĆ como de Waldemar y Absalón. Pero de pronto se encogió toda ella y se puso a mover la cabeza como si quisiera saltar-. Ā”Cuac! -dijo-, estĆ” mojado, estĆ” mojado; hay un silencio de muerte en Sorƶ -. Se habĆa transformado en rana; Ā”cuac!, y luego otra vez en una vieja -. Hay que vestirse segĆŗn el tiempo -dijo-. Ā”EstĆ” mojado, estĆ” mojado! Mi ciudad es como una botella: se entra por el tapón y luego hay que volver a salir. Antes tenĆa yo corpulentas anguilas en el fondo de la botella, y ahora tengo muchachos robustos, de coloradas mejillas, que aprenden la sabidurĆa: Ā”griego, hebreo, cuac, cuac! -. Sonaba como si las ranas cantasen o como cuando caminĆ”is por el pantano con grandes botas. Era siempre la misma nota, tan fastidiosa, tan monótona, que Tuk acabó por quedarse profundamente dormido, y le sentó muy bien el sueƱo, porque empezaba a ponerse nervioso. Pero aun entonces tuvo otra visión, o lo que fuera. Su hermanita Gustava, la de ojos azules y cabello rubio ensortijado, se habĆa convertido en una esbelta muchacha, y, sin tener alas, podĆa volar. Y he aquĆ que los dos volaron por encima de Zelanda, por encima de sus verdes bosques y azules lagos.
- ĀæOyes cantar el gallo, Tuquito? Ā”QuiquiriquĆ! Las gallinas salen volando de Kjƶge. Ā”TendrĆ”s un gallinero, un gran gallinero! No padecerĆ”s hambre ni miseria. CazarĆ”s el pĆ”jaro, como suele decirse; serĆ”s un hombre rico y feliz. Tu casa se levantarĆ” altivamente como la torre del rey Waldemar, y estarĆ” adornada con columnas de mĆ”rmol como las de Prastƶ. Ya me entiendes. Tu nombre famoso darĆ” la vuelta a la Tierra, como el barco que debĆa partir de Korsƶr y en Roeskilde – Ā”no te olvides de los Estados! dijo el rey Hroar -; hablarĆ”s con bondad y talento, Tuquito, y cuando desciendas a la tumba, reposarĆ”s tranquilo…
- Ā”Como si estuviese en Sorƶ! – dijo Tuk, y se despertó. Brillaba la luz del dĆa, y el niƱo no recordaba ya su sueƱo; pero era mejor asĆ, pues nadie debe saber cuĆ”l serĆ” su destino. Saltó de la cama, abrió el libro y en un periquete se supo la lección. La anciana lavandera asomó la cabeza por la puerta y, dirigiĆ©ndole un gesto cariƱoso, le dijo:
- Ā”Gracias, – hijo mĆo, por tu ayuda! Dios Nuestro SeƱor haga que se convierta en realidad tu sueƱo mĆ”s hermoso.
Tuk no sabĆa lo que habĆa soƱado, pero Āæcomprendes? Nuestro SeƱor sĆ lo sabĆa.
Ćrase una vez un prĆncipe que andaba mal de dinero. Su reino era muy pequeƱo, aunque lo suficiente para permitirle casarse, y esto es lo que el prĆncipe querĆa hacer.
Sin embargo, fue una gran osadĆa por su parte el irse derecho a la hija del Emperador y decirle en la cara: -ĀæMe quieres por marido?-. Si lo hizo, fue porque la fama de su nombre habĆa llegado muy lejos. MĆ”s de cien princesas lo habrĆan aceptado, pero, Āælo querrĆa ella?
Pues vamos a verlo.
En la tumba del padre del prĆncipe crecĆa un rosal, un rosal maravilloso; florecĆa solamente cada cinco aƱos, y aun entonces no daba sino una flor; pero era una rosa de fragancia tal, que quien la olĆa se olvidaba de todas sus penas y preocupaciones. AdemĆ”s, el prĆncipe tenĆa un ruiseƱor que, cuando cantaba, habrĆase dicho que en su garganta se juntaban las mĆ”s bellas melodĆas del universo. Decidió, pues, que tanto la rosa como el ruiseƱor serĆan para la princesa, y se los envió encerrados en unas grandes cajas de plata.
El Emperador mandó que los llevaran al gran salón, donde la princesa estaba jugando a Ā«visitasĀ» con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que contenĆan los regalos, exclamó dando una palmada de alegrĆa:
- Ā”A ver si serĆ” un gatito! -pero al abrir la caja apareció el rosal con la magnĆfica rosa.
- Ā”QuĆ© linda es! -dijeron todas las damas. – Es mĆ”s que bonita -precisó el Emperador-, Ā”es hermosa!
Pero cuando la princesa la tocó, por poco se echa a llorar.
- ”Ay, papÔ, qué lÔstima! -dijo-. ”No es artificial, sino natural!
- ”Qué lÔstima! -corearon las damas-. ”Es natural!
- Vamos, no te aflijas aún, y veamos qué hay en la otra caja -, aconsejó el Emperador; y salió entonces el ruiseñor, cantando de un modo tan bello, que no hubo medio de manifestar nada en su contra.
- ”Superbe, charmant! -exclamaron las damas, pues todas hablaban francés a cual peor.
- Este pĆ”jaro me recuerda la caja de mĆŗsica de la difunta Emperatriz -observó un anciano caballero-. Es la misma melodĆa, el mismo canto.
- En efecto -asintió el Emperador, echÔndose a llorar como un niño.
- Espero que no sea natural, ¿verdad? -preguntó la princesa.
- SĆ, lo es; es un pĆ”jaro de verdad -respondieron los que lo habĆan traĆdo.
- Entonces, dejadlo en libertad -ordenó la princesa; y se negó a recibir al prĆncipe.
Pero éste no se dio por vencido. Se embadurnó de negro la cara y, calÔndose una gorra hasta las orejas, fue a llamar a palacio.
- Buenos dĆas, seƱor Emperador -dijo-. ĀæNo podrĆais darme trabajo en el castillo?
- Bueno -replicó el Soberano-. Necesito a alguien para guardar los cerdos, pues tenemos muchos.
Y asĆ el prĆncipe pasó a ser porquerizo del Emperador. Le asignaron un reducido y mĆsero cuartucho en los sótanos, junto a los cerdos, y allĆ hubo de quedarse. Pero se pasó el dĆa trabajando, y al anochecer habĆa elaborado un primoroso pucherito, rodeado de cascabeles, de modo que en cuanto empezaba a cocer las campanillas se agitaban, y tocaban aquella vieja melodĆa:
Ā”Ay, querido AgustĆn, todo tiene su fin!
Pero lo mĆ”s asombroso era que, si se ponĆa el dedo en el vapor que se escapaba del puchero, enseguida se adivinaba, por el olor, los manjares que se estaban guisando en todos los hogares de la ciudad. Ā”Desde luego la rosa no podĆa compararse con aquello!
He aquĆ que acertó a pasar la princesa, que iba de paseo con sus damas y, al oĆr la melodĆa, se detuvo con una expresión de contento en su rostro; pues tambiĆ©n ella sabĆa la canción del Ā«Querido AgustĆnĀ». Era la Ćŗnica que sabĆa tocar, y lo hacĆa con un solo dedo.
- ”Es mi canción! -exclamó-. Este porquerizo debe ser un hombre de gusto. Oye, vete abajo y pregúntale cuÔnto cuesta su instrumento. Tuvo que ir una de las damas, pero antes se calzó unos zuecos.
- ¿CuÔnto pides por tu puchero? -preguntó.
- Diez besos de la princesa -respondió el porquerizo.
- ”Dios nos asista! -exclamó la dama.
- Ćste es el precio, no puedo rebajarlo -, observó Ć©l.
- ĀæQuĆ© te ha dicho? -preguntó la princesa. – No me atrevo a repetirlo -replicó la dama-. Es demasiado indecente.
- Entonces dĆmelo al oĆdo -. La dama lo hizo asĆ.
- ”Es un grosero! -exclamó la princesa, y siguió su camino; pero a los pocos pasos volvieron a sonar las campanillas, tan lindamente:
Ā”Ay, querido AgustĆn, todo tiene su fin!
- Escucha -dijo la princesa-. PregĆŗntale si aceptarĆa diez besos de mis damas.
- Muchas gracias -fue la rƩplica del porquerizo-. Diez besos de la princesa o me quedo con el puchero.
- Ā”Es un fastidio! – exclamó la princesa -. Pero, en fin, poneos todas delante de mĆ, para que nadie lo vea.
Las damas se pusieron delante con los vestidos extendidos; el porquerizo recibió los diez besos, y la princesa obtuvo la olla.
Ā”Dios santo, cuĆ”nto se divirtieron! Toda la noche y todo el dĆa estuvo el puchero cociendo; no habĆa un solo hogar en la ciudad del que no supieran lo que en Ć©l se cocinaba, asĆ el del chambelĆ”n como el del remendón. Las damas no cesaban de bailar y dar palmadas.
- Sabemos quien comerÔ sopa dulce y tortillas, y quien comerÔ papillas y asado. ”Qué interesante!
- InteresantĆsimo -asintió la Camarera Mayor. – SĆ, pero de eso, ni una palabra a nadie; recordad que soy la hija del Emperador.
- ”No faltaba mÔs! -respondieron todas-. ”Ni que decir tiene!
El porquerizo, o sea, el prĆncipe -pero claro estĆ” que ellas lo tenĆan por un porquerizo autĆ©ntico- no dejaba pasar un solo dĆa sin hacer una cosa u otra. Lo siguiente que fabricó fue una carraca que, cuando giraba, tocaba todos los valses y danzas conocidos desde que el mundo es mundo.
- ”Oh, esto es superbe! -exclamó la princesa al pasar por el lugar.
- ”Nunca oà música tan bella! Oye, entra a preguntarle lo que vale el instrumento; pero nada de besos, ¿eh?
- Pide cien besos de la princesa -fue la respuesta que trajo la dama de honor que habĆa entrado a preguntar.
- ”Este hombre estÔ loco! -gritó la princesa, echÔndose a andar; pero se detuvo a los pocos pasos-. Hay que estimular el Arte -observó-. Por algo soy la hija del Emperador. Dile que le daré diez besos, como la otra vez; los noventa restantes los recibirÔ de mis damas.
- ”Oh, señora, nos darÔ mucha vergüenza! manifestaron ellas.
- Ā”Ridiculeces! -replicó la princesa-. Si yo lo beso, tambiĆ©n podĆ©is hacerlo vosotras. No olvidĆ©is que os mantengo y os pago-. Y las damas no tuvieron mĆ”s remedio que resignarse. – SerĆ”n cien besos de la princesa -replicó Ć©l- o cada uno se queda con lo suyo.
- Poneos delante de mĆ -ordenó ella; y, una vez situadas las damas convenientemente, el prĆncipe empezó a besarla.
- ¿Qué alboroto hay en la pocilga? -preguntó el Emperador, que acababa de asomarse al balcón. Y, frotÔndose los ojos, se caló los lentes-. Las damas de la Corte que estÔn haciendo de las suyas; bajaré a ver qué pasa.
Y se apretó bien las zapatillas, pues las llevaba muy gastadas.
”Demonios, y no se dio poca prisa!
Al llegar al patio se adelantó callandito, callandito; por lo demÔs, las damas estaban absorbidas contando los besos, para que no hubiese engaño, y no se dieron cuenta de la presencia del Emperador, el cual se levantó de puntillas.
- ĀæQuĆ© significa esto? -exclamó al ver el besuqueo, dĆ”ndole a su hija con la zapatilla en la cabeza cuando el porquerizo recibĆa el beso nĆŗmero ochenta y seis.
- Ā”Fuera todos de aquĆ! -gritó, en el colmo de la indignación. Y todos hubieron de abandonar el reino, incluso la princesa y el porquerizo. Y he aquĆ a la princesa llorando, y al porquerizo regaƱƔndole, mientras llovĆa a cĆ”ntaros.
- Ā”Ay, mĆsera de mĆ! -exclamaba la princesa-. ĀæPor quĆ© no aceptĆ© al apuesto prĆncipe? Ā”QuĆ© desgraciada soy!
Entonces el porquerizo se ocultó detrĆ”s de un Ć”rbol, y, limpiĆ”ndose la tizne que le manchaba la cara y quitĆ”ndose las viejas prendas con que se cubrĆa, volvió a salir esplĆ©ndidamente vestido de prĆncipe, tan hermoso y gallardo, que la princesa no tuvo mĆ”s remedio que inclinarse ante Ć©l.
- He venido a decirte mi desprecio -exclamó Ć©l-. Te negaste a aceptar a un prĆncipe digno. No fuiste capaz de apreciar la rosa y el ruiseƱor, y, en cambio, besaste al porquerizo por una bagatela. Ā”Pues ahĆ tienes la recompensa!
Y entró en su reino y le dio con la puerta en las narices. Ella tuvo que quedarse fuera y ponerse a cantar:
Ā”Ay, querido AgustĆn, todo tiene su fin!
En China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos aƱos de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo oigĆ”is, antes de que la historia se haya olvidado. El palacio del Emperador era el mĆ”s esplĆ©ndido del mundo entero, todo Ć©l de la mĆ”s delicada porcelana. Todo en Ć©l era tan precioso y frĆ”gil, que habĆa que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jardĆn estaba lleno de flores maravillosas, y de las mĆ”s bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. SĆ, en el jardĆn imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso, que el propio jardinero no tenĆa idea de dónde terminaba. Si seguĆas andando, te encontrabas en el bosque mĆ”s esplĆ©ndido que quepa imaginar, lleno de altos Ć”rboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar, hondo y azul; grandes embarcaciones podĆan navegar por debajo de las ramas, y allĆ vivĆa un ruiseƱor que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche salĆa a retirar las redes, se detenĆa a escuchar sus trinos.
– Ā”Dios santo, y quĆ© hermoso! -exclamaba; pero luego tenĆa que atender a sus redes y olvidarse del pĆ”jaro; hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repetĆa: – Ā”Dios santo, y quĆ© hermoso!
De todos los paĆses llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardĆn; pero en cuanto oĆan al ruiseƱor, exclamaban: – Ā”Esto es lo mejor de todo!
De regreso a sus tierras, los viajeros hablaban de Ć©l, y los sabios escribĆan libros y mĆ”s libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardĆn, pero sin olvidarse nunca del ruiseƱor, al que ponĆan por las nubes; y los poetas componĆan inspiradĆsimos poemas sobre el pĆ”jaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago. Aquellos libros se difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del Emperador. Se hallaba sentado en su sillón de oro, leyendo y leyendo; de vez en cuando hacĆa con la cabeza un gesto de aprobación, pues le satisfacĆa leer aquellas magnĆficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jardĆn. Ā«Pero lo mejor de todo es el ruiseƱorĀ», decĆa el libro.
«¿QuĆ© es esto? -pensó el Emperador-. ĀæEl ruiseƱor? JamĆ”s he oĆdo hablar de Ć©l. ĀæEs posible que haya un pĆ”jaro asĆ en mi imperio, y precisamente en mi jardĆn? Nadie me ha informado. Ā”EstĆ” bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!Ā»
Y mandó llamar al mayordomo de palacio, un personaje tan importante, que cuando una persona de rango inferior se atrevĆa a dirigirle la palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a contestarle: «”P!Ā». Y esto no significa nada.
- Según parece, hay aquà un pÔjaro de lo mÔs notable, llamado ruiseñor -dijo el Emperador-. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; ¿por qué no se me ha informado de este hecho?
- Es la primera vez que oigo hablar de él -se justificó el mayordomo-. Nunca ha sido presentado en la Corte.
- Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia -dijo el Emperador-. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo.
- Es la primera vez que oigo hablar de él -repitió el mayordomo-. Lo buscaré y lo encontraré.
ĀæEncontrarlo?, Āædónde? El dignatario se cansó de subir Y bajar escaleras y de recorrer salas y pasillos. Nadie de cuantos preguntó habĆa oĆdo hablar del ruiseƱor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que se trataba de una de esas fĆ”bulas que suelen imprimirse en los libros. – Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasĆas y una cosa que llaman magia negra.
- Pero el libro en que lo he leĆdo me lo ha enviado el poderoso Emperador del Japón replicó el Soberano-; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oĆr al ruiseƱor. Que acuda esta noche a, mi presencia, para cantar bajo mi especial protección. Si no se presenta, mandarĆ© que todos los cortesanos sean pateados en el estómago despuĆ©s de cenar.
- Ā”Tsing-pe! -dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos, y media Corte con Ć©l, pues a nadie le hacĆa gracia que le patearan el estómago. Y todo era preguntar por el notable ruiseƱor, conocido por todo el mundo menos por la
Corte.
Finalmente, dieron en la cocina con una pobre muchachita, que exclamó: – Ā”Dios mĆo! ĀæEl ruiseƱor? Ā”Claro que lo conozco! Ā”quĆ© bien canta! Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que estĆ” enferma. Vive allĆ” en la playa, y cuando estoy de regreso, me paro a descansar en el bosque y oigo cantar al ruiseƱor. Y oyĆ©ndolo se me vienen las lĆ”grimas a los ojos, como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emoción y dulzura. – PequeƱa fregaplatos -dijo el mayordomo-, te darĆ© un empleo fijo en la cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruiseƱor; estĆ” citado para esta noche.
Todos se dirigieron al bosque, al lugar donde el pĆ”jaro solĆa situarse; media Corte tomaba parte en la expedición. Avanzaban a toda prisa, cuando una vaca se puso a mugir.
- ”Oh! -exclamaron los cortesanos-. ”Ya lo tenemos! ”Qué fuerza para un animal tan pequeño! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo.
- No, eso es una vaca que muge -dijo la fregona AĆŗn tenemos que andar mucho.
Luego oyeron las ranas croando en una charca. – Ā”MagnĆfico! -exclamó un cortesano-. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia.
- No, eso son ranas -contestó la muchacha-.
Pero creo que no tardaremos en oĆrlo.
Y en seguida el ruiseƱor se puso a cantar.
- Ā”Es Ć©l! -dijo la niƱa-. Ā”Escuchad, escuchad! Ā”AllĆ estĆ”! – y seƱaló un avecilla gris posada en una rama.
- ĀæEs posible? -dijo el mayordomo-. JamĆ”s lo habrĆa imaginado asĆ. Ā”QuĆ© vulgar!
Seguramente habrĆ” perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos.
- Mi pequeƱo ruiseƱor -dijo en voz alta la muchachita-, nuestro gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia.
- Ā”Con mucho gusto! – respondió el pĆ”jaro, y reanudó su canto, que daba gloria oĆrlo.
- ”Parece campanitas de cristal! -observó el mayordomo.
- ”Mirad cómo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiésemos visto. CausarÔ sensación en la Corte.
- ĀæQuerĆ©is que vuelva a cantar para el Emperador? -preguntó el pĆ”jaro, pues creĆa que el Emperador estaba allĆ.
- Mi pequeƱo y excelente ruiseƱor -dijo el mayordomo -tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrĆ” deleitar con su magnĆfico canto a Su Imperial Majestad.
- Suena mejor en el bosque -objetó el ruiseñor; pero cuando le dijeron que era un deseo del Soberano, los acompañó gustoso.
En palacio todo habĆa sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de lĆ”mparas de oro; las flores mĆ”s exquisitas, con sus campanillas, habĆan sido colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos producĆan tales corrientes de aire, que las campanillas no cesaban de sonar, y uno no oĆa ni su propia voz.
En medio del gran salón donde el Emperador estaba, habĆan puesto una percha de oro para el ruiseƱor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeƱa fregona habĆa recibido autorización para situarse detrĆ”s de la puerta, pues tenĆa ya el tĆtulo de cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que podĆa empezar.
El ruiseƱor cantó tan deliciosamente, que las lĆ”grimas acudieron a los ojos del Soberano; y cuando el pĆ”jaro las vio rodar por sus mejillas, volvió a cantar mejor aĆŗn, hasta llegarle al alma. El Emperador quedó tan complacido, que dijo que regalarĆa su chinela de oro al ruiseƱor para que se la colgase al cuello. Mas el pĆ”jaro le dio las gracias, diciĆ©ndole que ya se consideraba suficientemente recompensado.
- He visto lÔgrimas en los ojos del Emperador; éste es para mi el mejor premio. Las lÔgrimas de un rey poseen una virtud especial. Dios sabe que he quedado bien recompensado -y reanudó su canto, con su dulce y melodioso voz.
- Ā”Es la lisonja mĆ”s amable y graciosa que he escuchado en mi vida! -exclamaron las damas presentes; y todas se fueron a llenarse la boca de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues creĆan que tambiĆ©n ellas podĆan ser ruiseƱores. SĆ, hasta los lacayos y camareras expresaron su aprobación, y esto es decir mucho, pues son siempre mĆ”s difĆciles de contentar. Realmente, el ruiseƱor causó sensación.
Se quedarĆa en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el dĆa y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La verdad es que no eran precisamente de placer aquellas excursiones.
Ćrase una antigua casa seƱorial, habitada por gente joven y apuesta. Ricos en bienes y dinero, querĆan divertirse y hacer el bien. QuerĆan hacer feliz a todo el mundo, como lo eran ellos.
Por Nochebuena instalaron un abeto magnĆficamente adornado en el antiguo salón de Palacio. ArdĆa el fuego en la chimenea, y ramas del Ć”rbol navideƱo enmarcaban los viejos retratos.
Desde el atardecer reinaba tambiĆ©n la alegrĆa en los aposentos de la servidumbre. TambiĆ©n habĆa allĆ un gran abeto con rojas y blancas velillas encendidas, banderitas danesas, cisnes recortados y redes de papeles de colores y llenas de golosinas. HabĆan invitado a los niƱos pobres de la parroquia, y cada uno habĆa acudido con su madre, a la cual, mĆ”s que a la copa del Ć”rbol, se le iban los ojos a la mesa de Nochebuena, cubierta de ropas de lana y de hilo, y toda clase de prendas de vestir. Aquello era lo que miraban las madres y los hijos ya mayorcitos, mientras los pequeƱos alargaban los brazos hacia las velillas, el oropel y las banderitas.
La gente habĆa llegado a primeras horas de la tarde, y fue obsequiada con la clĆ”sica sopa navideƱa y asado de pato con berza roja. Una vez hubieron contemplado el Ć”rbol y recibido los regalos, se sirvió a cada uno un vaso de ponche y manzanas rellenas.
Regresaron entonces a sus pobres casas, donde se habló de la «buena vida», es decir, de la buena comida, y se pasó otra vez revista a los regalos.
Entre aquella gente estaban Garten-Kirsten y Garten-Ole, un matrimonio que tenĆa casa y comida a cambio de su trabajo en el jardĆn de Sus SeƱorĆas. Cada Navidad recibĆan su buena parte de los regalos. TenĆan ademĆ”s cinco hijos, y a todos los vestĆan los seƱores.
- Son bondadosos nuestros amos -decĆan-. Tienen medios para hacer el bien, y gozan haciĆ©ndolo.
- Ahà tienen buenas ropas para que las rompan los cuatro -dijo Garten-Ole-. Mas, ¿por qué no hay nada para el tullido? Siempre suelen acordarse de él, aunque no vaya a la fiesta.
Era el hijo mayor, al que llamaban Ā«El tullidoĀ», pero su nombre era Juan. De niƱo habĆa sido el mĆ”s listo y vivaracho, pero de repente le entró una Ā«debilidad en las piernasĀ», como ellos decĆan, y desde entonces no pudo tenerse de pie ni andar. Llevaba ya cinco aƱos en cama. – SĆ, algo me han dado tambiĆ©n para Ć©l -dijo la madre. Pero es sólo un libro, para que pueda leer.
- ”Eso no lo engordarÔ! -observó el padre.
Pero Hans se alegró de su libro. Era un muchachito muy despierto, aficionado a la lectura, aunque aprovechaba tambiĆ©n el tiempo para trabajar en las cosas Ćŗtiles en cuanto se lo permitĆa su condición. Era muy Ć”gil de dedos, y sabĆa emplear las manos; confeccionaba calcetines de lana, e incluso mantas. La seƱora habĆa hecho gran encomio de ellas y las habĆa comprado.
Era un libro de cuentos el que acababan de regalar a Hans, y habĆa en Ć©l mucho que leer, y mucho que invitaba a pensar.
- De nada va a servirle -dijeron los padres-. Pero dejemos que lea, le ayudarĆ” a matar el tiempo. No siempre ha de estar haciendo calceta.
Vino la primavera. Empezaron a brotar la hierba y las flores, y también los hierbajos, como se suele llamar a las ortigas a pesar de las cosas bonitas que de ellas dice aquella canción religiosa:
Si los reyes se reuniesenĀ y juntaran sus tesoros,Ā no podrĆan aƱadirĀ una sola hoja a la ortiga.
En el jardĆn de Sus SeƱorĆas habĆa mucho que hacer, no solamente para el jardinero y sus aprendices, sino tambiĆ©n para Garten-Kirsten y Garten-Ole.
- Ā”QuĆ© pesado! -decĆan-. AĆŗn no hemos terminado de escardar y arreglar los caminos, y ya los han pisado de nuevo. Ā”Hay un ajetreo con los invitados de la casa! Ā”Lo que cuesta! Suerte que los seƱores son ricos.
- Ā”QuĆ© mal repartido estĆ” todo! -decĆa Ole-. SegĆŗn el seƱor cura, todos somos hijos de Dios. ĀæPor quĆ© estas diferencias?
- Por culpa del pecado original -respondĆa Kirsten.
De eso hablaban una noche, sentados junto a la cama del tullido, que estaba leyendo sus cuentos.
Las privaciones, las fatigas y los cuidados habĆan encallecido las manos de los padres, y tambiĆ©n su juicio y sus opiniones. No lo comprendĆan, no les entraba en la cabeza, y por eso hablaban siempre con amargura y envidia. – Hay quien vive en la abundancia y la felicidad, mientras otros estĆ”n en la miseria. ĀæPor quĆ© hemos de purgar la desobediencia y la curiosidad de nuestros primeros padres? Ā”Nosotros no nos habrĆamos portado como ellos!
- SĆ, habrĆamos hecho lo mismo -dijo sĆŗbitamente el tullido Hans. – AquĆ estĆ”, en el libro.
- ¿Qué es lo que estÔ en el libro? -preguntaron los padres.
Y entonces Hans les leyó el antiguo cuento del leƱador y su mujer. TambiĆ©n ellos decĆan pestes de la curiosidad de AdĆ”n y Eva, culpables de su desgracia. He aquĆ que acertó a pasar el rey del paĆs: Ā«Seguidme -les dijo- y vivirĆ©is tan bien como yo: siete platos para comer y uno para mirarlo. EstĆ” en una sopera tapada, que no debĆ©is tocar; de lo contrario, se habrĆ” terminado vuestra buena vidaĀ». «¿QuĆ© puede haber en la sopera?Ā», dijo la mujer. «”No nos importa!Ā», replicó el marido. Ā«No soy curiosa -prosiguió ella-; sólo quisiera saber por quĆ© no nos estĆ” permitido levantar la tapadera. Estoy segura que es algo exquisitoĀ». Ā«Con tal que no haya alguna trampa, por ejemplo, una pistola que al dispararse despierte a toda la casaĀ». Ā«Tienes razónĀ», dijo la mujer, sin tocar la sopera. Pero aquella noche soñó que la tapa se levantaba sola y salĆa del recipiente el aroma de aquel ponche delicioso que se sirve en las bodas y los entierros. Y habĆa una moneda de plata con esta inscripción: Ā«Si bebĆ©is de este ponche, serĆ©is las dos personas mĆ”s ricas del mundo, y todos los demĆ”s hombres se convertirĆ”n en pordioseros comparados con vosotrosĀ». Despertóse la mujer y contó el sueƱo a su marido. Ā«Piensas demasiado en estoĀ», dijo Ć©l. Ā«PodrĆamos hacerlo con cuidadoĀ», insistió ella. «”Cuidado!Ā», dijo el hombre; y la mujer levantó con gran cuidado la tapa. Y he aquĆ que saltaron dos ligeros ratoncillos, y en un santiamĆ©n desaparecieron por una ratonera. «”Buenas noches! -dijo el Rey-. Ya podĆ©is volveros a vuestra casa a vivir de lo vuestro. Y no volvĆ”is a censurar a AdĆ”n y Eva, pues os habĆ©is mostrado tan curiosos y desagradecidos como ellosĀ».
- ”Cómo habrÔ venido a parar al libro esta historia! -dijo Garten-Ole.
- DirĆase que estĆ” escrita precisamente para nosotros. Es cosa de pensarlo.
Al dĆa siguiente volvieron al trabajo. Los tostó el sol, y la lluvia los caló hasta los huesos. Rumiaron sus melancólicos pensamientos. No habĆa anochecido aĆŗn, cuando ya habĆan cenado sus papillas de leche.
- ”Vuelve a leernos la historia del leñador! -dijo Garten-Ole.
- Hay otras que todavĆa no conocĆ©is -respondió Hans.
- No me importan dijo Garten-Ole -. Prefiero oĆr la que conozco.
Y el matrimonio volvió a escucharla; y mÔs de una noche se la hicieron repetir.
– No acabo de entenderlo -dijo Garten-Ole -.
Con las personas ocurre lo que con la leche: que se cuaja, y una parte se convierte en fino requesón, y la otra, en suero aguado. Los hay que tienen suerte en todo, se pasan el dĆa muy repantingados y no sufren cuidados ni privaciones.
El tullido oyó lo que decĆa. El chico era dĆ©bil de piernas, pero despejado de cabeza, y les leyó de su libro un cuento titulado Ā«El hombre sin necesidades ni preocupacionesĀ». ĀæDónde estarĆa ese hombre? HabĆa que dar con Ć©l.
Ā EL ULTIMO DIA
De todos los dĆas de nuestra vida, el mĆ”s santo es aquel en que morimos; es el Ćŗltimo dĆa, el grande y sagrado dĆa de nuestra transformación. ĀæTe has detenido alguna vez a pensar seriamente en esa hora suprema, la Ćŗltima de tu existencia terrena?
Hubo una vez un hombre, un creyente a machamartillo, segĆŗn decĆan, un campeón de la divina palabra, que era para Ć©l ley, un celoso servidor de un Dios celoso. He aquĆ que la Muerte llegó a la vera de su lecho, la Muerte, con su cara severa de ultratumba.
- Ha sonado tu hora, debes seguirme -le dijo, tocĆ”ndole los pies con su dedo gĆ©lido; y sus pies quedaron rĆgidos. Luego la Muerte le tocó la frente y el corazón, que cesó de latir, y el alma salió en pos del Ć”ngel exterminador.
Pero en los breves segundos que transcurrieron entre el momento en que sintió el contacto de la Muerte en el pie y en la frente y el corazón, desfiló por la mente del moribundo, como una enorme oleada negra, todo lo que la vida le habĆa aportado e inspirado. Con una mirada recorrió el vertiginoso abismo y con un pensamiento instantĆ”neo abarcó todo el camino inconmensurable. AsĆ, en un instante, vio en una ojeada de conjunto, la mirĆada incontable de estrellas, cuerpos celestes y mundos que flotan en el espacio infinito.
En un momento asĆ, el terror sobrecoge al pecador empedernido que no tiene nada a que agarrarse; tiene la impresión de que se hunde en el vacĆo insondable. El hombre piadoso, en cambio, descansa tranquilamente su cabeza en Dios y se le entrega como un niƱo:
- ”HÔgase en mà Tu voluntad!
Pero aquel moribundo no se sentĆa como un niƱo; se daba cuenta de que era un hombre. No temblaba como el pecador, pues se sabĆa creyente. Se habĆa mantenido aferrado a las formas de la religión con toda rigidez; eran millones, lo sabĆa, los destinados a seguir por el ancho camino de la condenación; con el hierro y el fuego habrĆa podido destruir aquĆ sus cuerpos, como serĆan destrozadas sus almas y seguirĆan siĆ©ndolo por una eternidad. Pero su camino iba directo al cielo, donde la gracia le abrĆa las puertas, la gracia prometedora.
Y el alma siguió al Ć”ngel de la muerte, despuĆ©s de mirar por Ćŗltima vez al lecho donde yacĆa la imagen del polvo envuelta en la mortaja, una copia extraƱa del propio yo. Y volando llegaron a lo que parecĆa un enorme vestĆbulo, a pesar de que estaba en un bosque; la Naturaleza aparecĆa recortada, distendida, desatada y dispuesta en hileras, arreglada artificiosamente como los antiguos jardines franceses; se celebraba una especie de baile de disfraces.
- ”Ahà tienes la vida humana! -dijo el Ôngel de la muerte.
Todos los personajes iban mĆ”s o menos disfrazados; no todos los que vestĆan de seda y oro eran los mĆ”s nobles y poderosos, ni todos los que se cubrĆan con el ropaje de la pobreza eran los mĆ”s bajos e insignificantes. Era una mascarada asombrosa, y lo mĆ”s sorprendente de ella era que todos se esforzaban cuidadosamente en ocultar algo debajo de sus vestidos; pero uno tiraba del otro para dejar aquello a la vista, y entonces asomaba una cabeza de animal: en uno, la de un mono, con su risa sardónica; en otro, la de un feo chivo, de una viscosa serpiente o de un macilento pez.
Era la bestia que todos llevamos dentro, la que arraiga en el hombre; y pegaba saltos, queriendo avanzar, y cada uno la sujetaba, con sus ropas, mientras los demĆ”s la apartaban, diciendo: «”Mira! Ā”AhĆ estĆ”, ahĆ estĆ”!Ā», y cada uno ponĆa al descubierto la miseria del otro.
- ĀæQuĆ© animal vivĆa en mĆ? -preguntó el alma errante; y el Ć”ngel de la muerte le seƱaló una figura orgullosa. Alrededor de su cabeza brillaba una aureola de brillantes colores, pero en el corazón del hombre se ocultaban los pies del animal, pies de pavo real; la aureola no era sino la cola abigarrada del ave.
Cuando prosiguieron su camino, otras grandes aves gritaron perversamente desde las ramas de los        Ôrboles,          con     voces  humanas muy inteligibles:
- Peregrino de la muerte, Āæno te acuerdas de mĆ?
Eran los malos pensamientos y las concupiscencias de los dĆas de su vida, que gritaban: «¿No te acuerdas de mĆ?Ā».
Por un momento se espantó el alma, pues reconoció las voces, los malos pensamientos y deseos que se presentaban como testigos de cargo.
- Ā”Nada bueno vive en nuestra carne, en nuestra naturaleza perversa! -exclamó el alma-. Pero mis pensamientos no se convirtieron en actos, el mundo no vio sus malos frutos -. Y apresuró el paso, para escapar de aquel horrible griterĆo; mas los grandes pajarracos negros la perseguĆan, describiendo cĆrculos a su alrededor, gritando con todas sus fuerzas, como para que el mundo entero los oyese. El alma se puso a brincar como una corza acosada, y a cada salto ponĆa el pie sobre agudas piedras, que le abrĆan dolorosas heridas. – ĀæDe dónde vienen estas piedras cortantes? Yacen en el suelo como hojas marchitas.
- Cada una de ellas es una palabra imprudente que se escapó de tus labios, y que hirió a tu prójimo mucho mĆ”s dolorosamente de como ahora las piedras te lastiman los pies. – Ā”Nunca pensĆ© en ello! -dijo el alma.
- No juzguéis si no queréis ser juzgados -resonó en el aire.
- ”Todos hemos pecado! -dijo el alma, volviendo a levantarse-. Yo he observado fielmente la Ley y el Evangelio; hice lo que pude, no soy como los demÔs.
Asà llegaron a la puerta del cielo, y el Ôngel guardiÔn de la entrada preguntó:
- ¿Quién eres? Dime cuÔl es tu fe y pruébamela con tus acciones.
- He guardado rigurosamente los mandamientos. Me he humillado a los ojos del mundo, he odiado y perseguido la maldad y a los malos, a los que siguen por el ancho camino de la perdición, y seguiré haciéndolo a sangre y fuego, si puedo.
- ¿Eres entonces un adepto de Mahoma? preguntó el Ôngel.
- ¿Yo? ”JamÔs!
- Quien empuñe la espada morirÔ por la espada, ha dicho el Hijo. Tú no tienes su fe. ¿Eres acaso un hijo de Israel, de los que dicen con Moisés: «Ojo por ojo, diente por diente»; un hijo de Israel, cuyo Dios vengativo es sólo dios de tu pueblo?
- ”Soy cristiano!
- No te reconozco ni en tu fe ni en tus hechos. La doctrina de Cristo es toda ella reconciliación, amor y gracia.
- ”Gracia! -resonó en los etéreos espacios; la puerta del cielo se abrió, y el alma se precipitó hacia la incomparable magnificencia.
Pero la luz que de ella irradiaba eran tan cegadora, tan penetrante, que el alma hubo de retroceder como ante una espada desnuda; y las melodĆas sonaban dulces y conmovedoras, como ninguna lengua humana podrĆa expresar. El alma, temblorosa, se inclinó mĆ”s y mĆ”s, mientras penetraba en ella la celeste claridad; y entonces sintió lo que nunca antes habĆa sentido: el peso de su orgullo, de su dureza y su pecado. Se hizo la luz en su pecho.
- Lo que de bueno hice en el mundo, lo hice porque no supe hacerlo de otro modo; pero lo malo… Ā”eso sĆ que fue cosa mĆa!
Y el alma se sintió deslumbrada por la purĆsima luz celestial y desplomóse desmayada, envuelta en sĆ misma, postrada, inmadura para el reino de los cielos, y, pensando en la severidad y la justicia de Dios, no se atrevió a pronunciar la palabra Ā«graciaĀ».
Y, no obstante, vino la gracia, la gracia inesperada.
El cielo divino estaba en el espacio inmenso, el amor de Dios se derramaba, se vertĆa en Ć©l en plenitud inagotable.
– Ā”Santa, gloriosa, dulce y eterna seas, oh, alma humana! -cantaron los Ć”ngeles.
Todos, todos retrocederemos asustados como aquella alma el dĆa postrero de nuestra vida terrena, ante la grandiosidad y la gloria del reino Ā de los Ā Ā Ā Ā Ā cielos. Nos Ā Ā Ā inclinaremos profundamente y nos postraremos humildes, y, no obstante, nos sostendrĆ” Su Amor y Su Gracia, y volaremos por nuevos caminos, purificados, Ā Ā Ā Ā ennoblecidos Ā y Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā mejores, acercĆ”ndonos cada vez mĆ”s a la magnificencia de la luz, y, fortalecidos por ella, podremos entrar en la eterna claridad.
EL ULTIMO SUEĆO DEL VIEJO ROBLE
HabĆa una vez en el bosque, sobre los acantilados que daban al mar, un vetusto roble, que tenĆa exactamente trescientos sesenta y cinco aƱos. Pero todo este tiempo, para el Ć”rbol no significaba mĆ”s que lo que significan otros tantos dĆas para nosotros, los hombres.
Nosotros velamos de dĆa, dormimos de noche y entonces tenemos nuestros sueƱos. La cosa es distinta con el Ć”rbol, pues vela por espacio de tres estaciones, y sólo en invierno queda sumido en sueƱo; el invierno es su tiempo de descanso, es su noche tras el largo dĆa formado por la primavera, el verano y el otoƱo.
Aquel insecto que apenas vive veinticuatro horas y que llamamos efĆmera, mĆ”s de un caluroso dĆa de verano habĆa estado bailando, viviendo, flotando y disfrutando en torno a su copa. DespuĆ©s, el pobre animalito descansaba en silenciosa bienaventuranza sobre una de las verdes hojas de roble, y entonces el Ć”rbol le decĆa siempre:
- ”Pobre pequeña! Tu vida entera dura sólo un momento. ”Qué breve! Es un caso bien triste.
- ĀæTriste? – respondĆa invariablemente la efĆmera -. ĀæQuĆ© quieres decir? Todo es tan luminoso y claro, tan cĆ”lido y magnĆfico, y yo me siento tan contenta…
- Pero sólo un dĆa y todo terminó.
- ĀæTerminó? – replicaba la efĆmera -. ĀæQuĆ© es lo que termina? ĀæHas terminado tĆŗ, acaso?
- No, yo vivo miles y miles de tus dĆas, y mi dĆa abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan largo, que tĆŗ no puedes calcularlo.
- No te comprendo, la verdad. TĆŗ tienes millares de mis dĆas, pero yo tengo millares de instantes para sentirme contenta y feliz. ĀæTermina acaso toda esa magnificencia del mundo, cuando tĆŗ mueres?
- No – decĆa el roble -. ContinĆŗa mĆ”s tiempo, un tiempo infinitamente mĆ”s largo del que puedo imaginar.
- Entonces nuestra existencia es igual de larga, sólo que la contamos de modo diferente.
Y la efĆmera danzaba y se mecĆa en el aire, satisfecha de sus alas sutiles y primorosas, que parecĆan hechas de tul y terciopelo. Gozaba del aire cĆ”lido, impregnado del aroma de los campos de trĆ©bol y de las rosas silvestres, las lilas y la madreselva, para no hablar ya de la aspĆ©rula, las primaveras y la menta rizada. Tan intenso era el aroma, que la efĆmera sentĆa como una ligera embriaguez. El dĆa era largo y esplĆ©ndido, saturado de alegrĆa y de aire suave, y en cuanto el sol se ponĆa, el insecto se sentĆa invadido de un agradable cansancio, producido por tanto gozar. Las alas se resistĆan a sostenerlo, y, casi sin darse cuenta, se deslizaba por el tallo de hierba, blando y ondeante, agachaba la cabeza como sólo Ć©l sabe hacerlo, y se quedaba alegremente dormido. Ćsta era su muerte.
– Ā”Pobre, pobre efĆmera! – exclamaba el roble -. Ā”QuĆ© vida tan breve!
Y cada dĆa se repetĆa la misma danza, el mismo coloquio, la misma respuesta y el mismo desvanecerse en el sueƱo de la muerte. RepetĆase en todas las generaciones de las efĆmeras, y todas se mostraban igualmente felices y contentas.
El roble habĆa estado en vela durante toda su maƱana primaveral, su mediodĆa estival y su ocaso otoƱal. Llegaba ahora el perĆodo del sueƱo, su noche. AcercĆ”base el invierno.
VenĆan ya las tempestades, cantando: «”Buenas noches, buenas noches! Ā”Cayó una hoja, cayó una hoja! Ā”Cosechamos, cosechamos! Vete a acostar. Te cantaremos en tu sueƱo, te sacudiremos, pero, Āæverdad que eso le hace bien a las viejas ramas? Crujen de puro placer. Ā”Duerme dulcemente, duerme dulcemente! Es tu noche nĆŗmero trescientos sesenta y cinco; en realidad, eres docemesino. Ā”Duerme dulcemente! La nube verterĆ” nieve sobre ti. Te harĆ” de sĆ”bana, una caliente manta que te envolverĆ” los pies. Duerme dulcemente, y sueƱaĀ».
Y el roble se quedó despojado de todo su follaje, dispuesto a entregarse a su prolongado sueño invernal y soñar; a soñar siempre con las cosas vividas, exactamente como en los sueños de los humanos.
TambiĆ©n Ć©l habĆa sido pequeƱo. Su cuna habĆa sido una bellota. SegĆŗn el cómputo de los hombres, se hallaba ahora en su cuarto siglo. Era el roble mĆ”s corpulento y hermoso del bosque; su copa rebasaba todos los demĆ”s Ć”rboles, y era visible desde muy adentro del mar, sirviendo a los marinos de punto de referencia. No pensaba Ć©l en los muchos ojos que lo buscaban. En lo mĆ”s alto de su verde copa instalaban su nido las palomas torcaces, y el cuclillo gritaba su nombre. En otoƱo, cuando las hojas parecĆan lĆ”minas de cobre forjado, acudĆan las aves de paso y descansaban en ella antes de emprender el vuelo a travĆ©s del mar. Mas ahora habĆa llegado el invierno; el Ć”rbol estaba sin hojas, y quedaban al desnudo los Ć”ngulos y sinuosidades que formaban sus ramas. VenĆan las cornejas y los grajos a posarse a bandadas sobre Ć©l, charlando acerca de los duros tiempos que empezaban y de lo difĆcil que resultarĆa procurarse la pitanza.
Fue precisamente en los dĆas santos de las Navidades cuando el roble tuvo su sueƱo mĆ”s bello. Vais a oĆrlo.
El Ć”rbol se daba perfecta cuenta de que era tiempo de fiesta. CreĆa oĆr en derredor el taƱido de las campanas de las iglesias, y se sentĆa como en un esplĆ©ndido dĆa de verano, suave y caliente. Verde y lozana extendĆa su poderosa copa, los rayos del sol jugueteaban entre sus hojas y ramas, el aire estaba impregnado del aroma de hierbas y matas olorosas. Pintadas mariposas jugaban a la gallinita ciega, y las efĆmeras danzaban como si todo hubiese sido creado sólo para que ellas pudiesen bailar y alegrarse. Todo lo que el Ć”rbol habĆa vivido y visto en el curso de sus aƱos desfilaba ante Ć©l como un festivo cortejo. VeĆa cabalgar a travĆ©s del bosque gentileshombres y damas de tiempos remotos, con plumas en el sombrero y halcones en la mano. Resonaba el cuerno de caza, y ladraban los perros. Vio luego soldados enemigos con armas relucientes y uniformes abigarrados, con lanzas y alabardas, que levantaban, sus tiendas y volvĆan a plegarlas; ardĆan fuegos de vivaque, y bajo las amplias ramas del Ć”rbol los hombres cantaban y dormĆan. Vio felices parejas de enamorados que se encontraban a la luz de la luna y entallaban en la verdosa corteza las iniciales de sus nombres. Un dĆa – habĆan transcurrido ya muchos aƱos -, unos alegres estudiantes colgaron una cĆtara y un arpa eólica de las ramas del roble; y he aquĆ que ahora reaparecĆan y sonaban melodiosamente. Las palomas torcaces arrullaban como si quisieran contar lo que sentĆa el Ć”rbol, y el cuclillo pregonaba a voz en grito los dĆas de verano que le quedaban aĆŗn de vida.
Fue como si un nuevo flujo de vida recorriese el Ć”rbol, desde las Ćŗltimas fibras de la raĆz hasta las ramas mĆ”s altas y las hojas. Sintió el roble como si se estirara y extendiera. Por las raĆces notaba, que tambiĆ©n bajo tierra hay vida y calor. SentĆa crecer su fuerza, crecĆa sin cesar. ElevĆ”base el tronco continuamente, ganando altura por momentos. La copa se hacĆa mĆ”s densa, ensanchĆ”ndose y subiendo. Y cuanto mĆ”s crecĆa el Ć”rbol, tanto mayor era su sensación de bienestar y su anhelo, impregnado de felicidad indecible, de seguir elevĆ”ndose hasta llegar al sol resplandeciente y ardoroso.
Rebasaba ya en mucho las nubes, que desfilaban por debajo de Ʃl cual oscuras bandadas de aves migratorias o de blancos cisnes.
Y cada una de las hojas del Ć”rbol estaba dotada de vista, como, si tuviese un ojo capaz de ver. Las estrellas se hicieron visibles de dĆa, tal eran de grandes y brillantes; cada una lucĆa como un par de ojos, unos ojos muy dulces y lĆmpidos. Recordaban queridos ojos conocidos, ojos de niƱos, de enamorados, cuĆ”ndo se encontraban bajo el Ć”rbol.
Eran momentos de infinita felicidad, y, sin embargo, en medio de su ventura sintió el roble un vivo afĆ”n de que todos los restantes Ć”rboles del bosque, matas, hierbas y flores, pudieran elevarse con Ć©l, para disfrutar tambiĆ©n de aquel esplendor y de aquel gozo. Entre tanta magnificencia, una cosa faltaba a la felicidad del poderoso roble: no poder compartir su dicha con todos, grandes y pequeƱos, y este sentimiento hacĆa vibrar las ramas y las hojas con tanta intensidad como un pecho humano. Movióse la copa del Ć”rbol como si buscara algo, como si algo le faltara. Miró atrĆ”s, y la fragancia de la aspĆ©rula y la aĆŗn mĆ”s intensa de la madreselva y la violeta, subieron hasta ella; y el roble creyó, oĆr la llamada del cuclillo.
Y he aquĆ que empezaron a destacar por entre las nubes las verdes cimas del bosque, y el roble vio cómo crecĆan los demĆ”s Ć”rboles hasta alcanzar su misma altura. Las hierbas y matas subĆan tambiĆ©n; algunas se desprendĆan de las raĆces, para encaramarse mĆ”s rĆ”pidamente. El abedul fue el mĆ”s ligero; cual blanco rayo proyectó a lo alto su esbelto tronco, mientras las ramas se agitaban como un tul verde o como banderas. Todo el bosque crecĆa, incluso la caƱa de pardas hojas, y las aves seguĆan cantando, y en el tallito que ondeaba a modo de una verde cinta de seda, el saltamontes jugaba con el ala posada sobre la pata. Zumbaban los abejorros y las abejas, cada pĆ”jaro entonaba su canción, y todo era melodĆa y regocijo en las regiones del Ć©ter.
- Pero tambiĆ©n deberĆan participar la florecilla del agua – dijo el roble -, y la campanilla azul, y la diminuta margarita -. SĆ, el roble deseaba que todos, hasta los mĆ”s humildes, pudiesen tomar parte en la fiesta.
- Ā”AquĆ estamos, aquĆ estamos! – se oyó gritar. – Pero la hermosa aspĆ©rula del Ćŗltimo verano (el aƱo pasador hubo aquĆ una verdadera alfombra de lirios de los valles) y el manzano, silvestre, Ā”tan hermoso como era!, y toda la magnificencia de aƱos atrĆ”s… Ā”quĆ© lĆ”stima que haya muerto todo, y no puedan gozar con nosotros!
- Ā”AquĆ estamos, aquĆ estamos! – oyóse el coro, mĆ”s alto aĆŗn que antes. ParecĆa como si se hubiesen adelantado en su vuelo.
- Ā”QuĆ© hermoso! – exclamó, entusiasmado, el viejo roble Ā”Los tengo a todos, grandes y chicos, no falta ni uno! ĀæCómo es posible tanta dicha?
- En el reino de Dios todo es posible – oyóse una voz.
Y el Ć”rbol, que seguĆa creciendo incesantemente, sintió que las raĆces se soltaban de la tierra.
- Esto es lo mejor de todo – exclamó el Ć”rbol -. Ya no me sujeta nada allĆ” abajo. Ya puedo elevarme hasta el infinito en la luz y la gloria. Y me rodean todos los que quiero, chicos y grandes.
- ”Todos!
Ćste fue el sueƱo del roble; y mientras soƱaba, una furiosa tempestad se desencadenó por mar y tierra en la santa noche de Navidad. El ocĆ©ano lanzaba terribles olas contra la orilla, crujió el Ć”rbol y fue arrancado de raĆz, precisamente mientras soƱaba que sus raĆces se desprendĆan del suelo. Sus trescientos sesenta y cinco aƱos no representaban ya mĆ”s que el dĆa de la efĆmera.
La maƱana de Navidad, cuando volvió a salir el sol, la tempestad se habĆa calmado. Todas las campanas doblaban en son de fiesta, y de todas las chimeneas, hasta la del jornalero, que era la mĆ”s pequeƱa y humilde, elevĆ”base el humo azulado, como del altar en un sacrificio de acción de gracias. El mar se fue tambiĆ©n calmando progresivamente, y en un gran buque que aquella noche habĆa tenido que capear el temporal, fueron izados los gallardetes.
- Ā”No estĆ” el Ć”rbol, el viejo roble que nos seƱalaba la tierra! – decĆan los marinos -. Ha sido abatido en esta noche tempestuosa. ĀæQuiĆ©n va a sustituirlo? Nadie podrĆ” hacerlo.
Tal fue el panegĆrico, breve pero efusivo, que se dedicó al Ć”rbol, el cual yacĆa tendido en la orilla, bajo un manto de nieve. Y sobre Ć©l resonaba un solemne coro procedente del barco, una canción evocadora de la alegrĆa navideƱa y de la redención del alma humana por Cristo, y de la vida eterna:
RegocĆjate, grey cristiana.
Vamos ya a bajar anclas.
Nuestra alegrĆa es sin par.
”Aleluya, aleluya!
AsĆ decĆa el himno religioso, y todos los tripulantes se sentĆan elevados a su manera por el canto y la oración, como el viejo roble en su Ćŗltimo sueƱo, el sueƱo mĆ”s bello de su Nochebuena.
Ā ELVIEJO FAROL
Has oĆdo la historia del viejo farol de la calle? No es muy alegre por cierto; sin embargo, vale la pena oĆrla.
Era un buen farol que habĆa estado alumbrando la calle durante muchos aƱos. Lo dieron de baja, y aquĆ©lla era la Ćŗltima noche que, desde lo alto de su poste, debĆa enviar su luz a la calle. Por eso su estado de Ć”nimo era algo parecido al de una vieja bailarina que da su Ćŗltima representación, sabiendo que al dĆa siguiente habrĆ” de encerrarse, olvidada, en su buhardilla. El farol tenĆa miedo del dĆa siguiente, pues no ignoraba que serĆa llevado por primera vez a las casas consistoriales, donde el Ā«ilustre Concejo municipalĀ» dictaminarĆa si era aĆŗn Ćŗtil o inĆŗtil. DecidirĆan entonces si lo enviarĆan a iluminar uno de los puentes o una fĆ”brica del campo; tal vez irĆa a parar a una fundición, como chatarra, y entonces podrĆa convertirse en mil cosas diferentes; pero lo atormentaba la duda de si en su nueva condición conservarĆa el recuerdo de su existencia como farol. Lo que sĆ era seguro es que deberĆa separarse del vigilante y su mujer, a quienes consideraba como su familia: se convirtió en farol el dĆa en que el hombre fue nombrado vigilante. Por aquel entonces la mujer era muy peripuesta; sólo al anochecer, cuando pasaba por allĆ, levantaba los ojos para mirarlo; pero de dĆa no lo hacĆa jamĆ”s. En cambio, en el curso de los Ćŗltimos aƱos, cuando ya los tres, el vigilante, su mujer y el farol, habĆan envejecido, ella lo habĆa cuidado, limpiado la lĆ”mpara y echado aceite. Era un matrimonio honrado, y a la lĆ”mpara no le habĆan estafado ni una gota. Y he aquĆ que aquĆ©lla era su Ćŗltima noche de calle; al dĆa siguiente lo llevarĆan al ayuntamiento. Estos pensamientos tenĆan muy perturbado al farol; imaginaos, pues, cómo arderĆa. Pero por su cabeza pasaron tambiĆ©n otros recuerdos; habĆa visto muchas cosas e iluminado otras muchas, acaso tantas como el Ā«ilustre Concejo municipalĀ»; pero se lo callaba, porque era un farol viejo y honrado y no querĆa despotricar contra nadie, y menos contra una autoridad. Pensó en muchas cosas, mientras oscilaba su llama; era como si un presentimiento le dijese: Ā«SĆ, tambiĆ©n se acordarĆ”n de ti. AllĆ estaba aquel apuesto joven – Ā”ay, cuĆ”ntos aƱos habĆan pasado! – que llegó con una carta escrita en elegante papel color de rosa, con canto dorado y fina escritura femenina. La leyó dos veces, y, besĆ”ndola, levantó hasta mĆ la mirada, que decĆa: – Ā”Soy el mĆ”s feliz de los hombres!. – Sólo Ć©l y yo supimos lo que decĆa aquella primera carta de la amada. Recuerdo tambiĆ©n otro par de ojos; Ā”es curioso, los saltos que pueden darse con el pensamiento! En nuestra calle hubo un dĆa un magnĆfico entierro; la mujer, joven y bonita, yacĆa en el fĆ©retro, en el coche fĆŗnebre tapizado de terciopelo. LucĆan tantas flores y coronas, y brillaban tantos blandones, que yo quedĆ© casi eclipsado. Toda la acera estaba llena de personas que acompaƱaban al cadĆ”ver; pero cuando todos los cirios se hubieron alejado y yo mirĆ© a mi alrededor, quedaba solamente un hombre junto al poste, llorando, y nunca olvidarĆ© aquellos ojos llenos de tristeza que me mirabanĀ». Muchos pensamientos pasaron asĆ por la mente del viejo farol, que alumbraba la calle por vez postrera. El centinela que es relevado conoce por lo menos a su sucesor y puede decirle unas palabras; pero el farol no conocĆa al suyo, y, sin embargo, le habrĆa proporcionado algunas informaciones acerca de la lluvia y la niebla, de hasta dónde llegaba la luz de la luna en la acera, y de quĆ© lado soplaba el viento.
En el arroyo habĆa tres personajes que se habĆan presentado al farol, en la creencia de que Ć©l tenĆa atribuciones para designar a su sucesor. Uno de ellos era una cabeza de arenque, que en la oscuridad es fosforescente, por lo cual pensaba que representarĆa un notable ahorro de aceite si lo colocaban en la cima del poste de alumbrado. El segundo aspirante era un pedazo de madera podrida, el cual luce tambiĆ©n, y aun mĆ”s que un bacalao, segĆŗn afirmaba Ć©l, diciendo, ademĆ”s, que era el Ćŗltimo resto de un Ć”rbol, que antaƱo habĆa sido la gloria del bosque. El tercero era una luciĆ©rnaga. De dónde procedĆa, el farol lo ignoraba, pero lo cierto era que se habĆa presentado y que era capaz de dar luz; sin embargo, la cabeza de arenque y la madera podrida aseguraban que sólo podĆa brillar a determinadas horas, por lo que no merecĆa ser tomada en consideración.
El viejo farol objetó que ninguno de los tres poseĆa la intensidad luminosa suficiente para ser elevado a la categorĆa de lĆ”mpara callejera, pero ninguno se lo creyó, y cuando se enteraron de que el farol no estaba facultado para otorgar el puesto, manifestaron que la medida era muy acertada, pues realmente estaba demasiado decrĆ©pito para poder elegir con justicia.
Entonces llegó el viento, que venĆa de la esquina y sopló por el tubo de ventilación del viejo farol.
- Ā”QuĆ© oigo! -dijo-. ĀæQuĆ© maƱana te marchas? ĀæĆsta es la Ćŗltima noche que nos encontramos?
En ese caso voy a hacerte un regalo; voy a airearte la cabeza de tal modo, que no sólo recordarĆ”s clara y perfectamente todo lo que has oĆdo y visto, sino que ademĆ”s verĆ”s con la mayor lucidez cuanto se lea o se cuente en tu presencia.
- ”Bueno es esto! -dijo el viejo farol-. Muchas gracias. ”Con tal que no me fundan!
- No lo harĆ”n todavĆa -dijo el viento-, y ahora voy a soplar en tu memoria. Si consigues mĆ”s regalos de esta clase, disfrutarĆ”s de una vejez dichosa.
- Ā”Con tal que no me fundan! -repitió el farol-. ĀæPodrĆas tambiĆ©n en este caso asegurarme la memoria?
- Viejo farol, sĆ© razonable -dijo el viento soplando. En aquel mismo momento salió la luna-. ĀæY usted quĆ© regalo trae? – preguntó el viento.
- Yo no regalo nada -respondió la luna-. Estoy en menguante, y los faroles nunca me han iluminado, sino al contrario, soy yo quien he dado luz a los faroles -. Y asĆ diciendo, la luna se ocultó de nuevo detrĆ”s de las nubes, pues no querĆa que la importunasen.
Cayó entonces una gota de agua, como de una gotera, y fue a dar en el tubo de ventilación; pero dijo que procedĆa de las grises nubes, y era tambiĆ©n un regalo, acaso el mejor de todos.
- Te penetro de tal manera, que tendrÔs la propiedad de transformarte, en una noche, si lo deseas, en herrumbre, desmoronÔndote y convirtiéndote en polvo -. Al farol le pareció aquél un regalo muy poco envidiable, y el viento estuvo de acuerdo con él-. ¿No tiene nada mejor? ¿No tiene nada mejor? -sopló con toda su fuerza. En esto cayó una brillante estrella fugaz, que dibujó una larga estela luminosa.
- ĀæQuĆ© ha sido esto? -exclamó la cabeza de arenque-. ĀæNo acaba de caer una estrella? Me parece que se metió en el farol. Ā”Caramba!, si personajes tan encumbrados solicitan tambiĆ©n el cargo, ya podemos nosotros retirarnos a casita -. Y asĆ lo hizo, junto con sus compaƱeros. Pero el farol brilló de pronto con una intensidad asombrosa -. Ā”Ćste sĆ que ha sido un magnĆfico regalo! -dijo-. Las estrellas rutilantes, que tanto me gustaron siempre y que brillan tan maravillosamente, mucho mĆ”s de lo que yo haya podido hacerlo nunca a pesar de todos mis deseos y esfuerzos, han reparado en mĆ, pobre viejo farol, y me han enviado un regalo por una de ellas. Y este regalo consiste en que todo lo que yo pienso y veo tan claramente, tambiĆ©n puede ser visto por todos aquellos a quienes quiero. Y Ć©ste si que es un verdadero placer, pues la alegrĆa compartida es doble alegrĆa.
- Es un pensamiento muy digno -dijo el viento-, pero, Āæno sabes que tambiĆ©n las velas pertenecen a esta clase? Si no encienden dentro de ti una vela, no puedes ayudar a nadie a ver nada. En esto no han pensado las estrellas; creen que todo lo que brilla tiene en sĆ, por lo menos, una vela. Pero estoy cansado -aƱadió el viento voy a echarme un rato-. Y se calmó.
Al dĆa siguiente -bueno, el dĆa podemos saltarlo-, a la noche siguiente estaba el farol en la butaca. ĀæY dónde? Pues en casa del vigilante, el cual habĆa rogado al ilustre Concejo Municipal que le permitiese guardarlo, en pago de sus muchos y buenos servicios. Se rieron de Ć©l, pero se lo dieron, y ahĆ tenĆ©is a nuestro farol en la butaca, al lado de la estufa encendida; y parecĆa como si hubiese crecido, tanto, que ocupaba casi todo el sillón. Los viejos estaban cenando, y dirigĆan de vez en cuando afectuosas miradas al farol, al que gustosos habrĆan asignado un puesto en la mesa. Su vivienda estaba en el sótano, a dos buenas varas bajo tierra. Para llegar a su habitación habĆa que atravesar un corredor enlosado, pero dentro la temperatura era agradable, pues habĆan puesto burlete en la puerta. El cuarto tenĆa un aspecto limpio y aseado, con cortinas en torno a las camas y en las ventanitas, sobre las cuales se veĆan dos singulares macetas, que el marinero Christian habĆa traĆdo de las Indias Orientales u Occidentales. Eran dos elefantes de arcilla, a los que faltaba el dorso; en el lugar de Ć©ste brotaban, de la tierra que llenaba el cuerpo de los elefantes, un magnĆfico puerro y un gran geranio florido: la primera maceta era el huerto del matrimonio; la segunda, su jardĆn. De la pared colgaba un gran cuadro de vistosos colores: Ā«El Congreso de VienaĀ». De este modo tenĆan reunidos a todos los emperadores y reyes. Un reloj de Bornholm, con sus pesas de plomo, cantaba su eterno tic-tac, adelantĆ”ndose siempre; pero mejor es un reloj que adelanta que uno que atrasa, pensaban los viejos.
Estaban, pues, comiendo su cena, segĆŗn ya dijimos, con el farol depositado en el sillón, cerca de la estufa. Al farol parecĆale que aquello era el mundo al revĆ©s. Pero cuando el vigilante, mirĆ”ndolo, empezó a hablar de lo que habĆan pasado juntos, bajo la lluvia y la niebla, en las claras y breves noches de verano y la Ć©poca de las nieves, en que tanto habĆa deseado Ć©l regresar a su sótano, el farol sintió que todo volvĆa a estar en su sitio, pues veĆa todo lo que el otro contaba, como si estuviese allĆ mismo. Realmente el viento lo habĆa iluminado por dentro.
Eran diligentes y despiertos los dos viejos; ni una hora permanecĆan ociosos. En la tarde del domingo sacaban del armario algĆŗn libro, generalmente un relato de viajes, y el viejo leĆa en voz alta acerca de Ćfrica, con sus grandes selvas y elefantes salvajes, y la anciana escuchaba atentamente, dirigiendo miradas de reojo a las macetas de arcilla en figura de elefantes -. Ā”Me parece casi que los veo! -decĆa. Entonces, el farol experimentaba vivĆsimos deseos de tener allĆ una vela, para que la encendiesen en su interior; asĆ, la mujer verĆa las cosas con la misma claridad que Ć©l: los corpulentos Ć”rboles, las entrelazadas ramas, los negros a caballo y grandes manadas de elefantes aplastando con sus anchos pies los caƱaverales y los arbustos.
- ¿De qué me sirven todas mis aptitudes, si no hay aquà ninguna vela? -suspiraba el farol-. Sólo tienen aceite y luces de sebo, pero eso no es suficiente.
Un dĆa apareció en el sótano todo un paquete de cabos de vela; los mayores fueron encendidos, y los mĆ”s pequeƱos los utilizó la vieja para encerar el hilo cuando cosĆa. Ya tenĆan luz de vela, pero a ninguno de los ancianos se le ocurrĆa poner un cabo en el farol.
- Y yo aquĆ quieto, con mis raras aptitudes decĆa Ć©ste-. Lo poseo todo y no puedo compartirlo con ellos. No saben que podrĆa transformar las blancas paredes en hermosĆsimos tapices, en ricos bosques, en todo cuanto pudieran apetecer. Ā”No lo saben!
Por lo demĆ”s, el farol descansaba muy limpito y aseado en un rincón, bien visible a todas horas; y aun cuando la gente decĆa que era un trasto viejo, el vigilante y su mujer lo seguĆan guardando; le tenĆan afecto.
Un dĆa -era el cumpleaƱos del vigilante-, la vieja se acercó al farol y dijo:
- Voy a iluminar la casa en tu obsequio.
El farol hizo crujir el tubo de ventilación, pensando: «”Ahora verĆ”n lo que es luz!Ā». Pero en lugar de una vela le pusieron aceite. Ardió toda la noche, pero sabiendo que el don que le concedieran las estrellas, el mejor don de todos, seria un tesoro muerto para esta vida. Y soñó – cuando se poseen semejantes facultades, bien se puede soƱar – que los viejos habĆan muerto, y que Ć©l habĆa ido a parar al fundidor e iba a ser fundido; temĆa tambiĆ©n que lo llevasen al ayuntamiento, y el ilustre Concejo Municipal lo condenase; pero aun cuando poseĆa la propiedad de convertirse en herrumbre y polvo a su antojo, no lo hizo. AsĆ pasó al horno de fundición y fue transformado en hermosĆsimo candelabro de hierro, destinado a sostener un cirio. DiĆ©ronle forma de Ć”ngel, un Ć”ngel que sostenĆa un ramo de flores; en el centro del ramo pusieron la vela, y el candelabro fue colocado sobre una mesa escritorio cubierta de un paƱo verde. La habitación era acogedora; habĆa muchos libros, colgaban hermosos cuadros – era la morada de un poeta, y todo lo que decĆa y escribĆa se reflejaba en derredor. La habitación evocaba espesos bosques oscuros, prados baƱados de sol donde se paseaba arrogante la cigüeƱa, cubiertas de naves mecidas por las olas…
- Ā”QuĆ© aptitudes tengo! -dijo el farol al despertarse-. Casi deberĆa desear que me fundieran. Pero no, no mientras vivan estos viejos. Me quieren por mĆ mismo. Vengo a ser un poco como su hijo, pues me cuidaron y me dieron aceite, y lo paso tan bien como Ā«El CongresoĀ», con todo y ser Ć©l tan noble.
Desde aquel dĆa menguó su agitación interior; y bien se lo merecĆa el viejo y honrado farol.
Por la carretera marchaba un soldado marcando el paso. Ā”Un, dos, un, dos! Llevaba la mochila al hombro y un sable al costado, pues venĆa de la guerra, y ahora iba a su pueblo.
Mas he aquà que se encontró en el camino con una vieja bruja. ”Uf!, ”qué espantajo!, con aquel labio inferior que le colgaba hasta el pecho.
- Ā”Buenas tardes, soldado! – le dijo -. Ā”Hermoso sable llevas, y quĆ© mochila tan grande! Eres un soldado hecho y derecho. Voy a enseƱarte la manera de tener todo el dinero que desees.
- Ā”Gracias, vieja bruja! – respondió el soldado.
- ĀæVes aquel Ć”rbol tan corpulento? – prosiguió la vieja, seƱalando uno que crecĆa a poca distancia -. Por dentro estĆ” completamente hueco. Pues bien, tienes que trepar a la copa y verĆ”s un agujero; te deslizarĆ”s por Ć©l hasta que llegues muy abajo del tronco. Te atarĆ© una cuerda alrededor de la cintura para volverte a subir cuando llames.
- ĀæY quĆ© voy a hacer dentro del Ć”rbol? – preguntó el soldado.
- Ā”Sacar dinero! – exclamó la bruja -. Mira; cuando estĆ©s al pie del tronco te encontrarĆ”s en un gran corredor muy claro, pues lo alumbran mĆ”s de cien lĆ”mparas. VerĆ”s tres puertas; podrĆ”s abrirlas, ya que tienen la llave en la cerradura. Al entrar en la primera habitación encontrarĆ”s en el centro una gran caja, con un perro sentado encima de ella. El animal tiene ojos tan grandes como tazas de cafĆ©; pero no te apures. Te darĆ© mi delantal azul; lo extiendes en el suelo, coges rĆ”pidamente al perro, lo depositas sobre el delantal y te embolsas todo el dinero que quieras; son monedas de cobre. Si prefieres plata, deberĆ”s entrar en el otro aposento; en Ć©l hay un perro con ojos tan grandes como ruedas de molino; pero esto no debe preocuparse. Lo pones sobre el delantal y coges dinero de la caja. Ahora bien, si te interesa mĆ”s el oro, puedes tambiĆ©n obtenerlo, tanto como quieras; para ello debes entrar en el tercer aposento. Mas el perro que hay en Ć©l tiene los ojos tan grandes como la Torre Redonda. Ā”A esto llamo yo un perro de verdad! Pero nada de asustarte. Lo colocas sobre mi delantal, y no te harĆ” ningĆŗn daƱo, y podrĆ”s sacar de la caja todo el oro que te venga en gana.
- ”No estÔ mal!- exclamó el soldado -. Pero, ¿qué habré de darte, vieja bruja? Pues supongo que algo querrÔs para ti.
- No – contestó la mujer -, ni un cĆ©ntimo. Para mĆ sacarĆ”s un viejo yesquero, que mi abuela se olvidó ahĆ dentro, cuando estuvo en el Ć”rbol la Ćŗltima vez.
- Bueno, pues Ć”tame ya la cuerda a la cintura – convino el soldado.
- AhĆ tienes – respondió la bruja -, y toma tambiĆ©n mi delantal azul.
Subióse el soldado a la copa del Ć”rbol, se deslizó por el agujero y, tal como le dijera la bruja, se encontró muy pronto en el espacioso corredor en el que ardĆan las lĆ”mparas.
Y abrió la primera puerta. ”Uf! Allà estaba el perro de ojos como tazas de café, mirÔndolo fijamente.
- Ā”Buen muchacho! – dijo el soldado, cogiendo al animal y depositĆ”ndolo sobre el delantal de la bruja. Llenóse luego los bolsillos de monedas de cobre, cerró la caja, volvió a colocar al perro encima y pasó a la habitación siguiente. En efecto, allĆ estaba el perro de ojos como ruedas de molino.
- Mejor harĆas no mirĆ”ndome asĆ -le dijo-. Te va a doler la vista -. Y sentó al perro sobre el delantal. Al ver en la caja tanta plata, tiró todas las monedas de cobre que llevaba encima y se llenó los bolsillos y la mochila de las del blanco metal.
Pasó entonces al tercer aposento. Aquello presentaba mal cariz; el perro tenĆa, en efecto, los ojos tan grandes como la Torre Redonda, y los movĆa como sĆ fuesen ruedas de molino.
- Ā”Buenas noches! -dijo el soldado llevĆ”ndose la mano a la gorra, pues perro como aquel no lo habĆa visto en su vida. Una vez lo hubo observado bien, pensó: Ā«Bueno, ya estĆ” vistoĀ», cogió al perro, lo puso en el suelo y abrió la caja. Ā”SeƱor, y quĆ© montones de oro! HabrĆa como para comprar la ciudad de Copenhague entera, con todos los cerditos de mazapĆ”n de las pastelerĆas y todos los soldaditos de plomo, lĆ”tigos y caballos de madera de balancĆn del mundo entero. Ā”AllĆ sĆ que habĆa oro, palabra!
Tiró todas las monedas de plata que llevaba encima, las reemplazó por otras de oro, y se llenó los bolsillos, la mochila, la gorra y las botas de tal modo que apenas podĆa moverse. Ā”No era poco rico, ahora! Volvió a poner al perro sobre la caja, cerró la puerta y, por el hueco del tronco, gritó
- ”Súbeme ya, vieja bruja!
- ĀæTienes el yesquero? – preguntó la mujer.
- Ā”Caramba! – exclamó el soldado -, Ā”pues lo habĆa olvidado! Y fue a buscar la bolsita, con la yesca y el pedernal dentro. La vieja lo sacó del Ć”rbol, y nuestro hombre se encontró de nuevo en el camino, con los bolsillos, las botas, la mochila y la gorra repletos de oro.
- ĀæPara quĆ© quieres el yesquero? – preguntó el soldado.
- Ā”Eso no te importa! – replicó la bruja -. Ya tienes tu dinero; ahora dame la bolsita.
- ĀæConque sĆ, eh? – exclamó el mozo -. Ā”Me dices enseguida para quĆ© quieres el yesquero, o desenvaino el sable y te corto la cabeza!
- ”No! -insistió la mujer.
Y el soldado le cercenó la cabeza y dejó en el suelo el cadÔver de la bruja. Puso todo el dinero en su delantal, colgóselo de la espalda como un hato, guardó también el yesquero y se encaminó directamente a la ciudad.
Era una población magnĆfica, y nuestro hombre entró en la mejor de sus posadas y pidió la mejor habitación y sus platos preferidos, pues ya era rico con tanto dinero.
Al criado que recibió orden de limpiarle las botas ocurriósele que eran muy viejas para tan rico caballero; pero es que no se habĆa comprado aĆŗn unas nuevas. Al dĆa siguiente adquirió unas botas como Dios manda y vestidos elegantes.
Y ahĆ tenĆ©is al soldado convertido en un gran seƱor. Le contaron todas las magnificencias que contenĆa la ciudad, y le hablaron del Rey y de lo preciosa que era la princesa, su hija.
- ĀæDónde se puede ver? – preguntó el soldado.
- No hay medio de verla – le respondieron -. Vive en un gran palacio de cobre, rodeado de muchas murallas y torres. Nadie, excepto el Rey, puede entrar y salir, pues existe la profecĆa de que la princesa se casarĆ” con un simple soldado, y el Monarca no quiere pasar por ello. Ā«Me gustarĆa verlaĀ», pensó el soldado; pero no habĆa modo de obtener una autorización. El hombre llevaba una gran vida: iba al teatro, paseaba en coche por el parque y daba mucho dinero a los pobres, lo cual decĆa mucho en su favor. Se acordaba muy bien de lo duro que es no tener una perra gorda. Ahora era rico, vestĆa hermosos trajes e hizo muchos amigos, que lo consideraban como persona excelente, un autĆ©ntico caballero, lo cual gustaba al soldado. Pero como cada dĆa gastaba dinero y nunca ingresaba un cĆ©ntimo, al final le quedaron sólo dos ochavos. Tuvo que abandonar las lujosas habitaciones a que se habĆa acostumbrado y alojarse en la buhardilla, en un cuartucho sórdido bajo el tejado, limpiarse Ć©l mismo las botas y coserlas con una aguja saquera. Y sus amigos dejaron de visitarlo; Ā”habĆa que subir tantas escaleras!.
Varios grandes barcos habĆan sido enviados a las regiones del Polo Norte para descubrir los lĆmites mĆ”s septentrionales entre la tierra y el mar, e investigar hasta dónde podĆan avanzar los hombres en aquellos parajes. Llevaban ya mucho tiempo abriĆ©ndose paso por entre la niebla y los hielos, y sus tripulaciones habĆan tenido que sufrir muchas penalidades. Ahora habĆa llegado el invierno y desaparecido el sol; durante muchas, muchas semanas, reinó la noche continua; en derredor todo era un Ćŗnico bloque de hielo, en el que los barcos habĆan quedado aprisionados; la nieve alcanzaba gran altura, y con ella habĆan construido casas en forma de colmena, algunas grandes como tĆŗmulos, y otras, mĆ”s pequeƱas, capaces de albergar solamente de dos a cuatro hombres. Sin embargo, la oscuridad no era completa, pues las auroras boreales enviaban sus resplandores rojos y azules; era como un eterno castillo de fuegos artificiales, y la nieve despedĆa un tenue brillo; la noche era allĆ como un largo crepĆŗsculo llameante. En los perĆodos de mayor claridad se presentaban grupos de indĆgenas de singularĆsimo aspecto, con sus hirsutos abrigos de pieles; iban montados en trineos construidos de trozos de hielo, y traĆan pieles en grandes fardos, gracias a las cuales las casas de nieve pudieron ser provistas de calientes alfombras. Las pieles servĆan, ademĆ”s, de mantas y almohadas, y con ellas los marineros se arreglaban camas bajo sus cĆŗpulas de nieve, mientras en el exterior arreciaba el frĆo con una intensidad desconocida incluso en los mĆ”s rigurosos inviernos nórdicos. En nuestra patria era todavĆa otoƱo, y de ello se acordaban aquellos hombres perdidos en tan altas latitudes; pensaban en el sol de su tierra y en el follaje amarillo que colgaba aĆŗn de sus Ć”rboles. El reloj les dijo que era noche y hora de acostarse, y en una de las chozas de nieve dos hombres se tendieron a descansar. El mĆ”s joven tenĆa consigo el mejor y mĆ”s preciado tesoro de la patria, regalo de su abuela en el momento de su partida: la Biblia. Cada noche se la ponĆa debajo de la cabeza; ya desde niƱo sabĆa lo que en ella estaba escrito. LeĆa un trozo cada dĆa, y estando en el lecho le venĆan con gran frecuencia a la memoria aquellas santas palabras de consuelo: Ā«Si tomase yo las alas de la aurora y estuviese en el mar mĆ”s remoto, Tu mano me guiarĆa hasta allĆ, y Tu diestra me sostendrĆaĀ». Y a estas palabras de verdad se cerraban sus ojos y llegaba el sueƱo, la revelación del espĆritu en Dios; el alma estaba viva mientras el cuerpo reposaba; Ć©l lo sentĆa, parecĆale como si resonasen viejas y queridas melodĆas, como si le envolvieran tibias brisas estivales; y desde su lecho veĆa cómo un gran resplandor se filtraba a travĆ©s de la nĆvea cĆŗpula. Levantaba la cabeza, y aquel blanco refulgente no era pared ni techo, sino las grandes alas de un Ć”ngel, a cuyo rostro dulce y radiante alzaba los ojos.
Como del cĆ”liz de un lirio salĆa el Ć”ngel de las pĆ”ginas de la Biblia, extendĆa los brazos, y las paredes de la choza se esfumaban a modo de un sutil y vaporoso manto de niebla: los verdes prados y colinas de la patria, y sus bosques oscuros y rojizos se extendĆan en derredor, al sol apacible de un bello dĆa de otoƱo; el nido de la cigüeƱa estaba vacĆo, pero colgaban todavĆa frutos de los manzanos silvestres, aunque habĆan caĆdo ya las hojas; brillaban los rojos escaramujos, y el estornino silbaba en su pequeƱa jaula verde, colocada sobre la ventana de la casa de campo, donde tenĆa Ć©l su hogar; el pĆ”jaro silbaba como le habĆan enseƱado, y la abuela le ponĆa mijo en la jaula, segĆŗn viera hacer siempre al nieto; y la hija del herrero, tan joven y tan linda, sacaba agua del pozo y dirigĆa un saludo a la abuela, quien le correspondĆa con un gesto de la cabeza, mostrĆ”ndole al mismo tiempo una carta llegada de muy lejos. Se habĆa recibido aquella misma maƱana; venĆa de las heladas tierras del polo Norte, donde se encontraba el nieto – en manos de Dios -. Y las dos mujeres reĆan y lloraban a la vez, y Ć©l, que todo lo veĆa y oĆa desde aquellos parajes de hielo y nieve, en el mundo del espĆritu bajo las alas del Ć”ngel, reĆa con ellas y con ellas lloraba.
En la carta se leĆan aquellas mismas palabras de la Biblia: Ā«En el mar mĆ”s remoto, su diestra me sostendrÔ». Sonó en derredor una sublime mĆŗsica, como salida de un coro celeste, mientras el Ć”ngel extendĆa sus alas, a modo de velo, sobre el mozo dormido… Se desvaneció el sueƱo; en la choza reinaba la oscuridad, pero la Biblia seguĆa bajo su cabeza, la fe y la esperanza moraban en su corazón, Dios estaba con Ć©l, y tambiĆ©n la patria, Ā«en el mar remotoĀ».
- Ā”Es un caso espantoso! -exclamó una gallina del extremo opuesto del pueblo, donde el hecho no habĆa sucedido-. Ā”Ha pasado algo espantoso en el gallinero de allĆ”! Lo que es esta noche, no duermo sola. Menos mal que somos tantas -. Y les contó el caso, y a las demĆ”s gallinas se les erizaron las plumas, y al gallo se le cayó la cresta. Ā”Es la pura verdad!
Pero empecemos por el principio, pues la cosa sucedió en un gallinero del otro extremo del pueblo. Se ponĆa el sol, y las gallinas se subĆan a su percha; una de ellas, blanca y paticorta, ponĆa sus huevos con toda regularidad y era una gallina de lo mĆ”s respetable. Una vez en su percha, se dedicó a asearse con el pico, y en la operación perdió una pluma.
- ”Ya voló una! -dijo-. Cuanto mÔs me desplumo, mÔs guapa estoy -. Lo dijo en broma, pues de todas las gallinas era la de carÔcter mÔs alegre; por lo demÔs, como ya dijimos, era la respetabilidad personificada. Y luego se puso a dormir.
El gallinero estaba a oscuras; las gallinas estaban alineadas en su percha, pero la contigua a la nuestra permanecĆa despierta. Aquellas palabras las habĆa oĆdo y no las habĆa oĆdo, como a menudo conviene hacer en este mundo, si uno quiere vivir en paz y tranquilidad. Con todo, no pudo contenerse y dijo a la vecina del otro lado:
- ĀæNo has oĆdo? No quiero citar nombres, pero lo cierto es que hay aquĆ una gallina que se despluma para parecer mĆ”s hermosa. Si yo fuese gallo, la despreciarĆa.
Pero he aquĆ que mĆ”s arriba de las gallinas vivĆa la lechuza, con su marido y su prole; todos los miembros de la familia tenĆan un oĆdo finĆsimo y oyeron las palabras de la gallina, y, oyĆ©ndolas, revolvieron los ojos, y la madre lechuza se puso a abanicarse con las alas.
- Ā”No escuchĆ©is esas cosas! Pero habĆ©is oĆdo lo que acaban de decir, Āæverdad?. Yo lo he oĆdo con mis propias orejas; Ā”lo que oirĆ”n aĆŗn, las pobres, antes de que se me caigan! Hay una gallina que hasta tal punto ha perdido toda noción de decencia, que se estĆ” arrancando todas las plumas a la vista del gallo.
- Prenez garde aux enfants! -exclamó el padre lechuza-. Estas cosas no son para que las oigan los niños.
- Pero voy a contÔrselo a la lechuza de enfrente. Es la mÔs respetable de estos alrededores -. Y se echó a volar.
- Ā”JujĆŗ, ujĆŗ! -y las dos se estuvieron asĆ comadreando sobre el palomar del vecino, y luego contaron la historia a las palomas: – ĀæHabĆ©is oĆdo, habĆ©is oĆdo? Ā”UjĆŗ! Hay una gallina que por amor del gallo se ha arrancado todas las plumas. Ā”Y se morirĆ” helada, si no lo ha hecho ya! Ā”UjĆŗ!
- ¿Dónde, dónde? -arrullaron las palomas.
- En el corral de enfrente. Es como si lo hubiese visto con mis ojos. Es un caso tan indecoroso, que una casi no se atreve a contarlo, pero es la pura verdad.
- Ā”La purra, la purra verrdad! -corearon las palomas, y, dirigiĆ©ndose al gallinero de abajo: – Hay una gallina -dijeron-, y hay quien afirma que son dos, que se han arrancado todas las plumas para distinguirse de las demĆ”s y llamar la atención del gallo. Es el colmo… y peligroso, ademĆ”s, pues se puede pescar un resfriado y morirse de una calentura… Y parece que ya han muerto, Ā”las dos!
- Ā”Despertad, despertad! -gritó el gallo subiĆ©ndose a la valla con los ojos soƱolientos, pero vociferando a todo pulmón: – Ā”Tres gallinas han muerto vĆctimas de su desgraciado amor por un gallo!. Se arrancaron todas las plumas. Es una historia horrible, y no quiero guardĆ”rmela en el buche. Ā”Pasadla, que corra! – Ā”Que corra! -silbaron los murciĆ©lagos, y las gallinas cacarearon, y los gallos cantaron: – Ā”Que corra, que corra! -. Y de este modo la historia fue pasando de gallinero en gallinero, hasta llegar, finalmente, a aquel del cual habĆa salido.
- Son cinco gallinas -decĆan- que se han arrancado todas las plumas para que el gallo viera cómo habĆan adelgazado por su amor, y luego se picotearon mutuamente hasta matarse, con gran bochorno y vergüenza de su familia y gran perjuicio para el dueƱo.
Como es natural, la gallina a la que se la habĆa soltado la plumita no se reconoció como la protagonista del suceso, y siendo, como era, una gallina respetable, dijo:
- Este tipo de gallinas merecen el desprecio general. Ā”Desgraciadamente, abundan mucho! Ćstas cosas no deben ocultarse, y harĆ© cuanto pueda para que el hecho se publique en el periódico; que lo sepa todo el paĆs. Se lo tienen bien merecido las gallinas, y tambiĆ©n su familia. Y la cosa apareció en el periódico, en letras de molde, y es la pura verdad: Ā«Una plumilla puede muy bien convertirse en cinco gallinasĀ».
Estaba una madre sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues temĆa que el pequeƱo se muriera. Ćste, en efecto, estaba pĆ”lido como la cera, tenĆa los ojitos medio cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una aspiración profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por momentos al contemplar a la tierna criatura.
Llamaron a la puerta y entró un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor, que parecĆa una manta de caballo; son mantas que calientan, pero Ć©l estaba helado. Se estaba en lo mĆ”s crudo del invierno; en la calle todo aparecĆa cubierto de hielo y nieve, y soplaba un viento cortante.
Como el viejo tiritaba de frĆo y el niƱo se habĆa quedado dormido, la madre se levantó y puso a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al anciano. Ćste se habĆa sentado junto a la cuna, y mecĆa al niƱo. La madre volvió a su lado y se estuvo contemplando al pequeƱo, que respiraba fatigosamente y levantaba la manita. – ĀæCrees que vivirĆ”? -preguntó la madre-. Ā”El buen Dios no querrĆ” quitĆ”rmelo!
El viejo, que era la Muerte en persona, hizo un gesto extraƱo con la cabeza; lo mismo podĆa ser afirmativo que negativo. La mujer bajó los ojos, y las lĆ”grimas rodaron por sus mejillas. TenĆa la cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y se quedó un momento como aletargada; pero volvió en seguida en sĆ, temblando de frĆo.
- ĀæQuĆ© es esto? -gritó, mirando en todas direcciones. El viejo se habĆa marchado, y la cuna estaba vacĆa. Ā”Se habĆa llevado al niƱo! El reloj del rincón dejó oĆr un ruido sordo, la gran pesa de plomo cayó rechinando hasta el suelo, Ā”paf!, y las agujas se detuvieron.
La desolada madre salió corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve habĆa una mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo:
- La Muerte estuvo en tu casa; lo sé, pues la vi escapar con tu hijito. Volaba como el viento. ”JamÔs devuelve lo que se lleva!
- ”Dime por dónde se fue! -suplicó la madre-. ”Enséñame el camino y la alcanzaré!
- Conozco el camino -respondió la mujer vestida de negro pero antes de decĆrtelo tienes que cantarme todas las canciones con que meciste a tu pequeƱo. Me gustan, las oĆ muchas veces, pues soy la Noche. He visto correr tus lĆ”grimas mientras cantabas.
- ”Te las cantaré todas, todas! -dijo la madre-, pero no me detengas, para que pueda alcanzarla y encontrar a mi hijo.
Pero la Noche permaneció muda e inmóvil, y la madre, retorciéndose las manos, cantó y lloró; y fueron muchas las canciones, pero fueron aún mÔs las lÔgrimas. Entonces dijo la Noche:
- Ve hacia la derecha, por el tenebroso bosque de abetos. En Ʃl vi desaparecer a la Muerte con el niƱo.
Muy adentro del bosque se bifurcaba el camino, y la mujer no sabĆa por dónde tomar.
LevantÔbase allà un zarzal, sin hojas ni flores, pues era invierno, y las ramas estaban cubiertas de nieve y hielo.
- ĀæNo has visto pasar a la Muerte con mi hijito? – SĆ -respondió el zarzal- pero no te dirĆ© el camino que tomó si antes no me calientas apretĆ”ndome contra tu pecho; me muero de frĆo, y mis ramas estĆ”n heladas.
Y ella estrechó el zarzal contra su pecho, apretĆ”ndolo para calentarlo bien; y las espinas se le clavaron en la carne, y la sangre le fluyó a grandes gotas. Pero del zarzal brotaron frescas hojas y bellas flores en la noche invernal: Ā”tal era el ardor con que la acongojada madre lo habĆa estrechado contra su corazón! Y la planta le indicó el camino que debĆa seguir.
Llegó a un gran lago, en el que no se veĆa ninguna embarcación. No estaba bastante helado para sostener su peso, ni era tampoco bastante somero para poder vadearlo; y, sin embargo, no tenĆa mĆ”s remedio que cruzarlo si querĆa encontrar a su hijo. Echóse entonces al suelo, dispuesta a beberse toda el agua; pero Ā”quĆ© criatura humana serĆa capaz de ello! Mas la angustiada madre no perdĆa la esperanza de que sucediera un milagro.
- ”No, no lo conseguirÔs! -dijo el lago-. Mejor serÔ que hagamos un trato. Soy aficionado a coleccionar perlas, y tus ojos son las dos perlas mÔs puras que jamÔs he visto. Si estÔs dispuesta a desprenderte de ellos a fuerza de llanto, te conduciré al gran invernadero donde reside la Muerte, cuidando flores y Ôrboles; cada uno de ellos es una vida humana.
- Ā”Ay, quĆ© no diera yo por llegar a donde estĆ” mi hijo! -exclamó la pobre madre-, y se echó a llorar con mĆ”s desconsuelo aĆŗn, y sus ojos se le desprendieron y cayeron al fondo del lago, donde quedaron convertidos en preciosĆsimas perlas. El lago la levantó como en un columpio y de un solo impulso la situó en la orilla opuesta. Se levantaba allĆ un gran edificio, cuya fachada tenĆa mĆ”s de una milla de largo. No podĆa distinguirse bien si era una montaƱa con sus bosques y cuevas, o si era obra de albaƱilerĆa; y menos lo podĆa averiguar la pobre madre, que habĆa perdido los ojos a fuerza de llorar.
- ¿Dónde encontraré a la Muerte, que se marchó con mi hijito? -preguntó.
- No ha llegado todavĆa -dijo la vieja sepulturera que cuida del gran invernadero de la Muerte-. ĀæQuiĆ©n te ha ayudado a encontrar este lugar?
- El buen Dios me ha ayudado -dijo la madre-. Es misericordioso, y tú lo serÔs también. ¿Dónde puedo encontrar a mi hijo?
- Lo ignoro -replicó la mujer-, y veo que eres ciega. Esta noche se han marchitado muchos Ć”rboles y flores; no tardarĆ” en venir la Muerte a trasplantarlos. Ya sabrĆ”s que cada persona tiene su propio Ć”rbol de la vida o su flor, segĆŗn su naturaleza. Parecen plantas corrientes, pero en ellas palpita un corazón; el corazón de un niƱo puede tambiĆ©n latir. Atiende, tal vez reconozcas el latido de tu hijo, pero, ĀæquĆ© me darĆ”s si te digo lo que debes hacer todavĆa?
- Nada me queda para darte -dijo la afligida madre pero irƩ por ti hasta el fin del mundo.
- Nada hay allĆ que me interese -respondió la mujer pero puedes cederme tu larga cabellera negra; bien sabes que es hermosa, y me gusta. A cambio te darĆ© yo la mĆa, que es blanca, pero tambiĆ©n te servirĆ”.
- ¿Nada mÔs? -dijo la madre-. Tómala enhorabuena -. Dio a la vieja su hermoso cabello, y se quedó con el suyo, blanco como la nieve.
Entraron entonces en el gran invernadero de la Muerte, donde crecĆan Ć”rboles y flores en maravillosa mezcolanza. HabĆa preciosos, jacintos bajo campanas de cristal, y grandes peonĆas fuertes como Ć”rboles; y habĆa tambiĆ©n plantas acuĆ”ticas, algunas lozanas, otras enfermizas. Serpientes de agua las rodeaban, y cangrejos negros se agarraban a sus tallos. CrecĆan soberbias palmeras, robles y plĆ”tanos, y no faltaba el perejil ni tampoco el tomillo; cada Ć”rbol y cada flor tenia su nombre, cada uno era una vida humana; la persona vivĆa aĆŗn: Ć©ste en la China, Ć©ste en Groenlandia o en cualquier otra parte del mundo. HabĆa grandes Ć”rboles plantados en macetas tan pequeƱas y angostas, que parecĆan a punto de estallar; en cambio, veĆanse mĆseras florecillas emergiendo de una tierra grasa, cubierta de musgo todo alrededor. La desolada madre fue inclinĆ”ndose sobre las plantas mĆ”s diminutas, oyendo el latido del corazón humano que habĆa en cada una; y entre millones reconoció el de su hijo.
- ”Es éste! -exclamó, alargando la mano hacia una pequeña flor azul de azafrÔn que colgaba de un lado, gravemente enferma.
- Ā”No toques la flor! -dijo la vieja-. QuĆ©date aquĆ, y cuando la Muerte llegue, pues la estoy esperando de un momento a otro, no dejes que arranque la planta; amenĆ”zala con hacer tĆŗ lo mismo con otras y entonces tendrĆ” miedo. Es responsable de ellas, ante Dios; sin su permiso no debe arrancarse ninguna.
De pronto sintióse en el recinto un frĆo glacial, y la madre ciega comprendió que entraba la Muerte.
- ¿Cómo encontraste el camino hasta aqu� preguntó.- ¿Cómo pudiste llegar antes que yo?
- ”Soy madre! -respondió ella.
La Muerte alargó su mano huesuda hacia la flor de azafrĆ”n, pero la mujer interpuso las suyas con gran firmeza, aunque temerosa de tocar una de sus hojas. La Muerte sopló sobre sus manos y ella sintió que su soplo era mĆ”s frĆo que el del viento polar. Y sus manos cedieron y cayeron inertes.
- Ā”Nada podrĆ”s contra mĆ! -dijo la Muerte. – Ā”Pero sĆ lo puede el buen Dios! -respondió la mujer.
- Ā”Yo hago sólo su voluntad! -replicó la Muerte. Soy su jardinero. Tomo todos sus Ć”rboles y flores y los trasplanto al jardĆn del ParaĆso, en la tierra desconocida; y tĆŗ no sabes cómo es y lo que en el jardĆn ocurre, ni yo puedo decĆrtelo.
- ”Devuélveme mi hijo! -rogó la madre, prorrumpiendo en llanto. Bruscamente puso las manos sobre dos hermosas flores, y gritó a la Muerte:
- Ā”Las arrancarĆ© todas, pues estoy desesperada! – Ā”No las toques! -exclamó la Muerte-. Dices que eres desgraciada, y pretendes hacer a otra madre tan desdichada como tĆŗ.
- ”Otra madre! -dijo la pobre mujer, soltando las flores-. ¿Quién es esa madre?
- AhĆ tienes tus ojos -dijo la Muerte-, los he sacado del lago; Ā”brillaban tanto! No sabĆa que eran los tuyos. Tómalos, son mĆ”s claros que antes. Mira luego en el profundo pozo que estĆ” a tu lado; te dirĆ© los nombres de las dos flores que querĆas arrancar y verĆ”s todo su porvenir, todo el curso de su vida. Mira lo que estuviste a punto de destruir.
Miró ella al fondo del pozo; y era una delicia ver cómo una de las flores era una bendición para el mundo, ver cuĆ”nta felicidad y ventura esparcĆa a su alrededor.
La vida de la otra era, en cambio, tristeza y miseria, dolor y privaciones.
- Las dos son lo que Dios ha dispuesto -dijo la Muerte.
- ¿CuÔl es la flor de la desgracia y cuÔl la de la ventura? -preguntó la madre.
- Esto no te lo diré -contestó la Muerte-. Sólo sabrÔs que una de ellas era la de tu hijo. Has visto el destino que estaba reservado a tu propio hijo, su porvenir en el mundo.
La madre lanzó un grito de horror: – ĀæCuĆ”l de las dos era mi hijo? Ā”DĆmelo, sĆ”came de la incertidumbre! Pero si es el desgraciado, lĆbralo de la miseria, llĆ©vaselo antes. Ā”LlĆ©vatelo al reino de Dios! Ā”OlvĆdate de mis lĆ”grimas, olvĆdate de mis sĆŗplicas y de todo lo que dije e hice!
- No te comprendo -dijo la Muerte-. ¿Quieres que te devuelva a tu hijo o prefieres que me vaya con él adonde ignoras lo que pasa?
La madre, retorciendo las manos, cayó de rodillas y elevó esta plegaria a Dios Nuestro Señor:
- ”No me escuches cuando te pida algo que va contra Tu voluntad, que es la mÔs sabia! ”No me escuches! ”No me escuches!
Y dejó caer la cabeza sobre el pecho, mientras la Muerte se alejaba con el niño, hacia el mundo desconocido.
HOLGER EL DANĆS
Hay en Dinamarca un viejo castillo llamado Kronborg. EstĆ” junto al Ćresund, estrecho que cruzan diariamente centenares de grandes barcos, lo mismo ingleses que rusos y prusianos, saludando al viejo castillo con salvas de artillerĆa, Ā”bum!, y Ć©l contesta con sus caƱones: Ā”bum! Pues de esta forma los caƱones dicen «”Buenos dĆas!Ā» y «”Muchas gracias!Ā». En invierno no pasa por allĆ ningĆŗn buque, ya que entonces estĆ” todo cubierto de hielo, hasta muy arriba de la costa sueca; pero en la buena estación es una verdadera carretera. Ondean las banderas danesa y sueca, y las poblaciones de ambos paĆses se dicen «”Buenos dĆas!Ā» y «”Muchas gracias!Ā», pero no a caƱonazos, sino con un amistoso apretón de manos, y unos llevan pan blanco y rosquillas a los otros, pues la comida forastera siempre sabe mejor. Pero lo mĆ”s estupendo de todo es el castillo de Kronborg, en cuyas cuevas, profundas y tenebrosas, a las que nadie baja, reside Holger el DanĆ©s. Va vestido de hierro y acero, y apoya la cabeza en sus robustos brazos; su larga barba cuelga por sobre la mesa de mĆ”rmol, a la que estĆ” pegada. Duerme y sueƱa, pero en sueƱos ve todo lo que ocurre allĆ” arriba, en Dinamarca. Por Nochebuena baja siempre un Ć”ngel de Dios y le dice que es cierto lo que ha soƱado, y que puede seguir durmiendo tranquilamente, pues Dinamarca no se encuentra aĆŗn en verdadero peligro. Si este peligro se presentara, Holger, el viejo danĆ©s, se levantarĆa, y romperĆa la mesa al retirar la barba. VolverĆa al mundo y pegarĆa tan fuerte, que sus golpes se oirĆan en todos los Ć”mbitos de la Tierra.
Un anciano explicó a su nietecito todas estas cosas acerca de Holger, y el pequeƱo sabĆa que todo lo que decĆa su abuelo era la pura verdad. Mientras contaba, el viejo se entretenĆa tallando una gran figura de madera que representarĆa a Holger, destinada a adornar la proa de un barco; pues el abuelo era escultor de madera, o sea, un hombre que talla figuras para espolones de barcos, figuras que van de acuerdo con el nombre del navĆo. Y en aquella ocasión habĆa representado a Holger, erguido y altivo, con su larga barba, la ancha espada de combate en una mano, mientras la otra se apoyaba en el escudo adornado con las armas danesas.
El abuelo contó tantas y tantas cosas de hombres y mujeres notables de Dinamarca, que el nieto creyó al fin que sabĆa tanto como el propio Holger, el cual, ademĆ”s, se limitaba a soƱarlas; y cuando se fue a acostar, pĆŗsose a pensar tanto en aquello, que aplicó la barbilla contra la colcha y se dio a creer que tenĆa una luenga barba pegada a ella.
El abuelo se habĆa quedado para proseguir su trabajo, y realizaba la Ćŗltima parte del mismo, que era el escudo danĆ©s. Cuando ya estuvo listo contempló su obra, pensando en todo lo que leyera y oyera, y en lo que aquella noche habĆa explicado al muchachito. Hizo un gesto con la cabeza, se limpió las gafas y, volviendo a sentarse, dijo:
– Durante el tiempo que me queda de vida, seguramente no volverĆ” Holger; pero ese pequeƱo que duerme ahĆ tal vez lo vea y estĆ© a su lado el dĆa que sea necesario.
Y el viejo abuelo repitió su gesto, y cuanto mĆ”s examinaba su Holger, mĆ”s se convencĆa de que habĆa hecho una buena talla; parecióle que cobraba color, y que la armadura brillaba como hierro y acero; en el escudo de armas, los corazones se enrojecĆan gradualmente, y los leones coronados, saltaban.
- Es el escudo mĆ”s hermoso de cuantos existen en el mundo entero -dijo el viejo-. Los leones son la fuerza, y los corazones, la piedad y el amor. Contempló el primer león y pensó en el rey Knud, que incorporó la gran Inglaterra al trono de Dinamarca; y al considerar el segundo recordó a Waldemar, unificador de Dinamarca y conquistador de los paĆses vendos; el tercer león le trajo a la memoria a Margarita, que unió Dinamarca, Suecia y Noruega. Y cuando se fijó en los rojos corazones, pareciĆ©ronle que brillaban aĆŗn mĆ”s que antes; eran llamas que se movĆan, y sus, pensamientos fueron en pos de cada uno de ellos.
La primera llama lo condujo a una estrecha y oscura cÔrcel, ocupada por una prisionera, una hermosa mujer, hija de CristiÔn IV: Leonora Ulfeldt; y la llama se posó, cual una rosa, en su pecho, floreciendo y brillando con el corazón de la mejor y mÔs noble de todas las mujeres danesas.
- SĆ, es uno de los corazones del escudo de Dinamarca -dijo el abuelo. Y luego su mente se dirigió a la llama segunda, que lo llevó a alta mar, donde los caƱones tronaban, y los barcos aparecĆan envueltos en humo; y la llama se fijó, como una condecoración, en el pecho de Hvitfeldt cuando, para salvar la flota, voló su propio barco con Ć©l a bordo.
La tercera llama lo transportó a las mĆseras cabaƱas de Groenlandia, donde el pĆ”rroco Hans Egede realizaba su apostolado de amor con palabras y obras; la llama era una estrella en su pecho, un corazón en las armas danesas.
Y los pensamientos del abuelo se anticiparon a la llama flotante, pues sabĆa adónde iba Ć©sta. En la pobre vivienda de la campesina, Federico VI, de pie, escribĆa con tiza su nombre en las vigas. La llama temblaba sobre su pecho y en su corazón; en aquella humilde estancia, su corazón pasó a forzar parte del escudo danĆ©s. Y el viejo se secó los ojos, pues habĆa conocido al rey Federico, con sus cabellos de plata y sus nobles ojos azules, y por Ć©l habĆa vivido. Y juntando las manos se quedó inmóvil, con la mirada fija. Entró entonces su nuera a decir al anciano que era ya muy tarde y hora de descansar, y que la mesa estaba puesta.
- Pero, Ā”quĆ© hermosa estatua has hecho, abuelo! -exclamó la joven-. Ā”Holger y nuestro escudo completo! DirĆa que esta cara la he visto ya antes.
- No, tĆŗ no la has visto -dijo el abuelo-, pero yo sĆ, y he procurado tallarla en la madera, tal y como la tengo en la memoria. Cuando los ingleses estaban en la rada el dĆa 2 de abril, supimos demostrar que Ć©ramos los antiguos daneses. A bordo del Ā«DinamarcaĀ», donde yo servĆa en la escuadra de Steen Bille, habĆa a mi lado un hombre; habrĆase dicho que las balas le tenĆan miedo. Cantaba alegremente viejas canciones, mientras disparaba y combatĆa como si fuese un ser sobrehumano. Me acuerdo todavĆa de su rostro; pero no sĆ©, ni lo sabe nadie, de dónde vino ni adónde fue. Muchas veces he pensado si serĆa Holger, el viejo danĆ©s, en persona, que habrĆa salido de Kronborg para acudir en nuestra ayuda a la hora del peligro.
Esto es lo que pensé, y ahà estÔ su efigie.
Y la figura proyectaba una gran sombra en la pared e incluso sobre parte del techo; parecĆa como si allĆ estuviese el propio Holger, pues la sombra se movĆa; claro que podĆa tambiĆ©n ser debido a que la llama de la lĆ”mpara ardĆa de manera irregular. La nuera dio un beso al abuelo y lo acompañó hasta el gran sillón colocado delante de la mesa, y ella y su marido, hijo del viejo y padre del chiquillo que dormĆa en la cama, se sentaron a cenar. El anciano habló de los leones y de los daneses, de la fuerza y la clemencia, y explicó de modo bien claro que existĆa otra fuerza, ademĆ”s de la espada, y seƱaló el armario que guardaba viejos libros; allĆ estaban las comedias completas de Holberg, tan leĆdas y releĆdas, que uno creĆa conocer desde hacĆa muchĆsimo tiempo a todos sus personajes.
- ĀæVeis? Ćste tambiĆ©n supo zurrar -dijo el abuelo-. Hizo cuanto pudo por acabar con todo lo disparatado y torpe que habĆa en la gente -y, seƱalando el espejo sobre el cual estaba el calendario con la Torre Redonda, dijo: – TambiĆ©n Tico Brahe manejó la espada, pero no con el propósito de cortar carne y quebrar huesos, sino para trazar un camino mĆ”s preciso entre las estrellas del cielo. Y luego aquel cuyo padre fue de mi profesión, el hijo del viejo escultor, aquel a quien yo mismo he visto, con su blanco cabello y anchos hombros, aquel cuyo nombre es famoso en todos los paĆses de la
Tierra. SĆ, Ć©l sabĆa esculpir, yo sólo sĆ© tallar. SĆ, Holger puede aparecĆ©rsenos en figuras muy diversas, para que en todos los pueblos se hable de la fuerza de Dinamarca. ĀæBrindamos a la salud de Bertel?.
Pero el pequeƱo, en su cama, veĆa claramente el viejo Kronborg y el Ćresund, y veĆa al verdadero Holger allĆ” abajo, con su barba pegada a la mesa de mĆ”rmol, soƱando con todo lo que sucede acĆ” arriba. Y Holger soƱaba tambiĆ©n en la reducida y pobre vivienda del imaginero, oĆa cuanto en ella se hablaba, y, con un movimiento de la cabeza, sin despertar de su sueƱo, decĆa:
- SĆ, acordaos de mĆ, daneses, retenedme en vuestra memoria. No os abandonarĆ© en la hora de la necesidad.
AllĆ”, ante el Kronborg, brillaba la luz del dĆa, y el viento llevaba las notas del cuerno de caza a las tierras vecinas; los barcos, al pasar, enviaban sus salvas: Ā”bum! Ā”bum!, y desde el castillo contestaban: Ā”bum! Ā”bum! Pero Holger no se despertaba, por ruidosos que fuesen los caƱonazos, pues sólo decĆan: «”Buenos dĆas!Ā», «”Muchas gracias!Ā». De un modo muy distinto tendrĆan que disparar para despertarlo; pero un dĆa u otro despertarĆ”, pues Holger el danĆ©s es de recia madera.
No lejos de Gudenaa, en la selva de Silkeborg, se levanta, semejante a un gran muro, una loma llamada Aasen, a cuyo pie, del lado de Poniente, habĆa, y sigue habiendo aĆŗn, un pequeƱo cortijo, rodeado por una tierra tan Ć”rida, que la arena brilla por entre las escuĆ”lidas mieses de centeno y cebada.
Desde entonces han transcurrido muchos aƱos. La gente que vivĆa allĆ por aquel tiempo cultivaba su mĆsero terruƱo y criaba ademĆ”s tres ovejas, un cerdo y dos bueyes; de hecho, vivĆan con cierta holgura, a fuerza de aceptar las cosas tal como venĆan.
Incluso habrĆan podido tener un par de caballos, pero decĆan, como los demĆ”s campesinos: Ā«El caballo se devora a sĆ mismoĀ».
Un caballo se come todo lo que gana. JeppeJƤnsen trabajaba en verano su pequeƱo campo, y en invierno confeccionaba zuecos con mano hĆ”bil. TenĆa ademĆ”s, un ayudante; un hombre muy ducho en la fabricación de aquella clase de calzado: lo hacĆa resistente, a la vez que ligero y elegante. Tallaban asimismo cucharas de madera, y el negocio les rendĆa; no podĆa decirse que aquella gente fuesen pobres.
El pequeƱo Ib, un chiquillo de 7 aƱos, Ćŗnico hijo de la casa, se sentaba a su lado a mirarlo; cortaba un bastoncito, y solĆa cortarse tambiĆ©n los dedos, pero un dĆa talló dos trozos de madera que parecĆan dos zuequitos. Dijo que iba a regalarlos a Cristinita, la hija de un marinero, una niƱa tan delicada y encantadora, que habrĆa podido pasar por una princesa. Vestida adecuadamente, nadie hubiera imaginado que procedĆa de una casa de turba del erial de Seis. AllĆ moraba su padre, viudo, que se ganaba el sustento transportando leƱa desde el bosque a las anguileras de Silkeborg, y a veces incluso mĆ”s lejos, hasta Randers. No tenĆa a nadie a quien confiar a Cristina, que tenĆa un aƱo menos que Ib; por eso la llevaba casi siempre consigo, en la barca y a travĆ©s del erial y los arĆ”ndanos. Cuando tenĆa que llegarse a Randers, dejaba a Cristinita en casa de JeppeJƤnsen.
Los dos niƱos se llevaban bien, tanto en el juego como a las horas de la comida; cavaban hoyos en la tierra, se encaramaban a los Ć”rboles y corrĆan por los alrededores; un dĆa se atrevieron incluso a subirse solos hasta la cumbre de la loma y adentrarse un buen trecho en el bosque, donde encontraron huevos de chocha; fue un gran acontecimiento.
Ib no habĆa estado nunca en el erial de Seis, ni cruzado en barca los lagos de Gudenaa, pero ahora iba a hacerlo: el barquero lo habĆa invitado, y la vĆspera se fue con Ć©l a su casa.
A la madrugada los dos niƱos se instalaron sobre la leƱa apilada en la barca y desayunaron con pan y frambuesas. El barquero y su ayudante impulsaban la embarcación con sus pĆ©rtigas; la corriente les facilitaba el trabajo, y asĆ descendieron el rĆo y atravesaron los lagos, que parecĆan cerrados por todas partes por el bosque y los caƱaverales. Sin embargo, siempre encontraban un paso por entre los altos Ć”rboles, que inclinaban las ramas hasta casi tocar el suelo, y los robles que las alargaban a su encuentro, como si, habiĆ©ndose recogido las mangas, quisieran mostrarles sus desnudos y nudosos brazos. Viejos alisos que la corriente habĆa arrancado de la orilla, se agarraban fuertemente al suelo por las raĆces, formando islitas de bosque. Los nenĆŗfares se mecĆan en el agua; era un viaje delicioso. Finalmente llegaron a las anguileras, donde el agua rugĆa al pasar por las esclusas. Ā”CuĆ”ntas cosas nuevas estaban viendo Ib y Cristina!
En aquel entonces no habĆa allĆ ninguna fĆ”brica ni ninguna ciudad, y tan sólo se veĆan la vieja granja, en la que trabajaban unos cuantos hombres. El agua, al precipitarse por las esclusas, y el griterĆo de los patos salvajes, eran los Ćŗnicos signos de vida, que se sucedĆan sin interrupción. Una vez descargada la leƱa, el padre de Cristina compró un buen manojo de anguilas y un cochinillo reciĆ©n sacrificado, y lo guardó todo en un cesto, que puso en la popa de la embarcación. Luego emprendieron el regreso, contra corriente, pero como el viento era favorable y pudieron tender las velas, la cosa marchaba tan bien como si un par de caballos tirasen de la barca.
Al llegar a un lugar del bosque cercano a la vivienda del ayudante, Ć©ste y el padre de Cristina desembarcaron, despuĆ©s de recomendar a los niƱos que se estuviesen muy quietecitos y formales. Pero ellos no obedecieron durante mucho rato; quisieron ver el interior del cesto que contenĆa el lechoncito; sacaron el animal, y, como los dos se empeƱaron en sostenerlo, se les cayó al agua, y la corriente se lo llevó. Fue un suceso horrible.
Ib saltó a tierra y echó a correr un trecho; luego saltó también Cristina.
- Ā”LlĆ©vame contigo! – gritó, y se metieron saltando entre la maleza; pronto perdieron de vista la barca y el rĆo. Continuaron corriendo otro pequeƱo trecho, pero luego Cristina se cayó y se echó a llorar; Ib acudió a ayudarla.
- Ven conmigo – dijo -, la casa estĆ” allĆ” arriba -. Pero no era asĆ. Siguieron errando por un terreno cubierto de hojas marchitas y de ramas secas caĆdas, que crujĆan bajo sus piececitos. De pronto oyeron un Ā Ā Ā Ā Ā Ā penetrante Ā Ā Ā Ā Ā Ā Se detuvieron y escucharon. Entonces resonó el chillido de un Ć”guila – era un chillido siniestro, – que los asustó en extremo. Sin embargo, delante de ellos, en lo espeso del bosque, crecĆan en nĆŗmero infinito magnĆficos arĆ”ndanos. Era demasiado tentador para que pudieran pasar de largo, y se entretuvieron comiendo las bayas, manchĆ”ndose de azul la boca y las mejillas. En esto se oyó otra llamada.
- Ā”Nos pegarĆ”n por lo del lechón! – dijo Cristina. – VĆ”monos a casa – respondió Ib -; estĆ” aquĆ en el bosque.
Se pusieron en marcha y llegaron a un camino de carros, pero que no conducĆa a su casa. Mientras tanto habĆa oscurecido, y los niƱos tenĆan miedo. El singular silencio que los rodeaba era sólo interrumpido por el feo grito del bĆŗho o de otras aves que no conocĆan los niƱos. Finalmente se enredaron entre la maleza. Cristina rompió a llorar e Ib hizo lo mismo, y cuando hubieron llorado por espacio de una hora, se tumbaron sobre las hojas y se quedaron dormidos.
El sol se hallaba ya muy alto en el cielo cuando despertaron; tenĆan frĆo, pero Ib pensó que subiĆ©ndose a una loma cercana a poca distancia, donde el sol brillaba por entre los Ć”rboles, podrĆan calentarse y, ademĆ”s, verĆan la casa de sus padres. Pero lo cierto es que se encontraban muy lejos de ella, en el extremo opuesto del bosque. Treparon a la cumbre del montĆculo y se encontraron en una ladera que descendĆa a un lago claro y transparente; los peces aparecĆan alineados, visibles a los rayos del sol. Fue un espectĆ”culo totalmente inesperado, y por otra parte descubrieron junto a ellos un avellano muy cargado de frutos, a veces siete en un solo manojo. Cogieron las avellanas, rompieron las cĆ”scaras y se comieron los frutos tiernos, que empezaban ya a estar en sazón. Luego vino una nueva sorpresa, mejor dicho, un susto: del espesor de bosque salió una mujer vieja y alta, de rostro moreno y cabello negro y brillante; el blanco de sus ojos resaltaba como en los de un moro. Llevaba un lĆo a la espalda y un nudoso bastón en la mano; era una gitana. Los niƱos, al principio, no comprendieron lo que dijo, pero entonces la mujer se sacó del bolsillo tres gruesas avellanas, en cada una de las cuales, segĆŗn dijo, se contenĆan las cosas mĆ”s maravillosas; eran avellanas mĆ”gicas.
Ib la miró; la mujer parecĆa muy amable, y el chiquillo, cobrando Ć”nimo, le preguntó si le darĆa las avellanas. Ella se las dio, y luego se llenó el bolsillo de las que habĆa en el arbusto. Ib y Cristina contemplaron con ojos abiertos las tres avellanas maravillosas.
- ĀæHabrĆ” en Ć©sta un coche con caballos? – preguntó Ib.
- Hay una carroza de oro con caballos de oro tambiĆ©n – contestó la vieja.
- Ā”Entonces dĆ”mela! – dijo Cristinita. Ib se la entregó, y la mujer la ató en la bufanda de la niƱa.
- ĀæY en Ć©sta, no habrĆa una bufanda tan bonita como la de Cristina? – inquirió Ib.
- Ā”Diez hay! – contestó la mujer – y ademĆ”s hermosos vestidos, medias y un sombrero.
- Ā”Pues tambiĆ©n la quiero! – dijo Cristina; e Ib le dio la segunda avellana. La tercera era pequeƱa y negra.
- TĆŗ puedes quedarte con Ć©sta – dijo Cristina -, tambiĆ©n es bonita.
- ĀæY quĆ© hay dentro? – preguntó el niƱo.
- Lo mejor para ti – respondió la gitana.
Y el pequeƱo se guardó la avellana. Entonces la mujer se ofreció a enseƱarles el camino que conducĆa a su casa, y, con su ayuda, Ib y Cristina regresaron a ella, encontrando a la familia angustiada por su desaparición. Los perdonaron, pese a que se habĆan hecho acreedores a una buena paliza, en primer lugar por haber dejado caer al agua el lechoncito, y despuĆ©s por su escapada.
Cristina se volvió a su casita del erial, mientras Ib se quedaba en la suya del bosque. Al anochecer lo primero que hizo fue sacar la avellana que encerraba Ā«lo mejorĀ». La puso entre la puerta y el marco, apretó, y la avellana se partió con un crujido; pero dentro no tenĆa carne, sino que estaba llena de una especie de rapĆ© o tierra negra. Estaba agusanada, como suele decirse.
«”Ya me lo figuraba! – pensó Ib -. ĀæCómo en una avellana tan pequeƱa, iba a haber sitio para lo mejor de todo? Tampoco Cristina encontrarĆ” en las suyas ni los lindos vestidos ni el coche de oroĀ».
Llegó el invierno y el Año Nuevo.
Pasaron otros varios aƱos. El niƱo tuvo que ir a la escuela de confirmandos, y el pĆ”rroco vivĆa lejos. Por aquellos dĆas presentóse el barquero y dijo a los padres de Ib que Cristina debĆa marcharse de casa, a ganarse el pan. HabĆa tenido la suerte de caer en buenas manos, es decir, de ir a servir a la casa de personas excelentes, que eran los ricos fondistas de la comarca de Herning. EntrarĆa en la casa para ayudar a la dueƱa, y si se portaba bien, seguirĆa con ellos una vez recibida la confirmación.
Ib y Cristina se despidieron; todo el mundo los llamaba Ā«los noviosĀ». Al separarse le enseñó ella las dos nueces que Ć©l le diera el dĆa en que se habĆan perdido en el bosque, y que todavĆa guardaba; y le dijo, ademĆ”s, que conservaba asimismo en su baĆŗl los zuequitos que Ć©l le habĆa hecho y regalado. Y luego se separaron. Ib recibió la confirmación, pero se quedó en casa de su madre; era un buen oficial zuequero, y en verano cuidaba de la buena marcha de la pequeƱa finca. La mujer sólo lo tenĆa a Ć©l, pues el padre habĆa muerto.
Raras veces – y aun Ć©stas por medio de un postillón o de un campesino de Aal – recibĆa noticias de Cristina. Estaba contenta en la casa de los ricos fondistas, y el dĆa de su confirmación escribió a su padre, y en la carta, enviaba saludos para Ib y su madre. Algo decĆa tambiĆ©n de seis camisas nuevas y un bonito vestido que le habĆan regalado los seƱores.
Realmente eran buenas noticias.
- A la primavera siguiente, un hermoso dĆa llamaron a la puerta de Ib y su madre. Eran el barquero y Cristina. Le habĆan dado permiso para hacer una breve visita a su casa, y, habiendo encontrado una oportunidad para ir a Tem y regresar el mismo dĆa, la habĆa aprovechado. Era linda y elegante como una autĆ©ntica seƱorita, y llevaba un hermoso vestido, confeccionado con gusto extremo y que le sentaba a las mil maravillas. AllĆ estaba ataviada como una reina, mientras Ib la recibĆa en sus viejos indumentos de trabajo. No supo decirle una palabra; cierto que le estrechó la mano y, reteniĆ©ndola, sintióse feliz, pero sus labios no acertaban a moverse. No asĆ Cristina, que habló y contó muchas cosas y dio un beso a
Ib.
- ĀæAcaso no me conoces? – le preguntó. Pero incluso cuando estuvieron solos Ć©l, sin soltarle la mano, no sabĆa decirle sino:
- ”Te has vuelto una señorita, y yo voy tan desastrado! ”CuÔnto he pensado en ti y en aquellos tiempos de antes!
Cogidos del brazo subieron al montĆculo y contemplaron, por encima del Gudenaa, el erial de Seis con sus grandes colinas; pero Ib permanecĆa callado. Sin embargo, al separarse vio bien claro en el alma que Cristina debĆa ser su esposa; ya de niƱos los habĆan llamado los novios; le pareció que eran prometidos, a pesar de que ni uno ni otro habĆan pronunciado la promesa.
JUAN EL LOBO
AllĆ” en el campo, en una vieja mansión seƱorial, vivĆa un anciano propietario que tenĆa dos hijos, tan listos, que con la mitad hubiera bastado. Los dos se metieron en la cabeza pedir la mano de la hija del Rey. Estaban en su derecho, pues la princesa habĆa mandado pregonar que tomarĆa por marido a quien fuese capaz de entretenerla con mayor gracia e ingenio.
Los dos hermanos estuvieron preparĆ”ndose por espacio de ocho dĆas; Ć©ste era el plazo mĆ”ximo que se les concedĆa, mĆ”s que suficiente, empero, ya que eran muy instruidos, y esto es una gran ayuda. Uno se sabĆa de memoria toda la enciclopedia latina, y ademĆ”s la colección de tres aƱos enteros del periódico local, tanto del derecho como del revĆ©s. El otro conocĆa todas las leyes gremiales pĆ”rrafo por pĆ”rrafo, y todo lo que debe saber el presidente de un gremio. De este modo, pensaba, podrĆa hablar de asuntos del Estado y de temas eruditos. AdemĆ”s, sabĆa bordar tirantes, pues era fino y Ć”gil de dedos.
- Me llevarĆ© la princesa – afirmaban los dos; por eso su padre dio a cada uno un hermoso caballo; el que se sabĆa de memoria la enciclopedia y el periódico, recibió uno negro como azabache, y el otro, el ilustrado en cuestiones gremiales y diestro en la confección de tirantes, uno blanco como la leche. AdemĆ”s, se untaron los Ć”ngulos de los labios con aceite de hĆgado de bacalao, para darles mayor agilidad. Todos los criados salieron al patio para verlos montar a caballo, y entonces compareció tambiĆ©n el tercero de los hermanos, pues eran tres, sólo que el otro no contaba, pues no se podĆa comparar en ciencia con los dos mayores, y, asĆ, todo el mundo lo llamaba el bobo.
- ĀæAdónde vais con el traje de los domingos? – preguntó.
- A palacio, a conquistar a la hija del Rey con nuestros discursos. ĀæNo oĆste al pregonero? – y le contaron lo que ocurrĆa.
- Ā”Demonios! Pues no voy a perder la ocasión – exclamó el bobo -. Y los hermanos se rieron de Ć©l y partieron al galope. – Ā”Dadme un caballo, padre! – dijo Juan el bobo -. Me gustarĆa casarme. Si la princesa me acepta, me tendrĆ”, y si no me acepta, ya verĆ© de tenerla yo a ella.
- Ā”QuĆ© sandeces estĆ”s diciendo! – intervino el padre. – No te darĆ© ningĆŗn caballo. Ā”Si no sabes hablar! Tus hermanos es distinto, ellos pueden presentarse en todas partes.
- Si no me dais un caballo – replicó el bobo – montarĆ© el macho cabrĆo; es mĆo y puede llevarme. – Se subió a horcajadas sobre el animal, y, dĆ”ndole con el talón en los ijares, emprendió el trote por la carretera. Ā”Vaya trote! – Ā”Atención, que vengo yo! – gritaba el bobo; y se puso a cantar con tanta fuerza, que su voz resonaba a gran distancia.
Los hermanos, en cambio, avanzaban en silencio, sin decir palabra; aprovechaban el tiempo para reflexionar sobre las grandes ideas que pensaban exponer.
- Ā”Eh, eh! – gritó el bobo, Ā”aquĆ estoy yo! Ā”Mirad lo que he encontrado en la carretera! -. Y les mostró una corneja muerta.
- Ā”ImbĆ©cil! – exclamaron los otros -, Āæpara quĆ© la quieres?
- ”Se la regalaré a la princesa!
- Ā”Haz lo que quieras! – contestaron, soltando la carcajada y siguiendo su camino.
- Ā”Eh, eh!, Ā”aquĆ estoy yo! Ā”Mirad lo que he encontrado! Ā”No se encuentra todos los dĆas! Los hermanos se volvieron a ver el raro tesoro. – Ā”EstĆŗpido! – dijeron -, es un zueco viejo, y sin la pala. ĀæTambiĆ©n se lo regalarĆ”s a la princesa?
- Ā”Claro que sĆ! – respondió el bobo; y los hermanos, riendo ruidosamente, prosiguieron su ruta y no tardaron en ganarle un buen trecho. – Ā”Eh, eh!, Ā”aquĆ estoy yo! – volvió a gritar el bobo -. Ā”Voy de mejor en mejor! Ā”Arrea! Ā”Se ha visto cosa igual!
- ĀæQuĆ© has encontrado ahora? – preguntaron los hermanos. – Ā”Oh! – exclamó el bobo -. Es demasiado bueno para decirlo. Ā”Cómo se alegrarĆ” la princesa!
- Ā”QuĆ© asco! – exclamaron los hermanos -. Ā”Si es lodo cogido de un hoyo!
- Exacto, esto es – asintió el bobo -, y de clase finĆsima, de la que resbala entre los dedos – y asĆ diciendo, se llenó los bolsillos de barro.
Los hermanos pusieron los caballos al galope y dejaron al otro rezagado en una buena hora. Hicieron alto en la puerta de la ciudad, donde los pretendientes eran numerados por el orden de su llegada y dispuestos en fila de a seis de frente, tan apretados que no podĆan mover los brazos. Y suerte de ello, pues de otro modo se habrĆan roto mutuamente los trajes, sólo porque el uno estaba delante del otro.
Todos los demĆ”s moradores del paĆs se habĆan agolpado alrededor del palacio, encaramĆ”ndose hasta las ventanas, para ver cómo la princesa recibĆa a los pretendientes. Ā”Cosa rara! No bien entraba uno en la sala, parecĆa como si se le hiciera un nudo en la garganta, y no podĆa soltar palabra.
- Ā”No sirve! – iba diciendo la princesa -. Ā”Fuera! Llegó el turno del hermano que se sabĆa de memoria la enciclopedia; pero con aquel largo plantón se le habĆa olvidado por completo. Para acabar de complicar las cosas, el suelo crujĆa, y el techo era todo Ć©l un espejo, por lo cual nuestro hombre se veĆa cabeza abajo; ademĆ”s, en cada ventana habĆa tres escribanos y un corregidor que tomaban nota de todo lo que se decĆa, para publicarlo enseguida en el periódico, que se vendĆa a dos chelines en todas las esquinas. Era para perder la cabeza. Y, por aƱadidura, habĆan encendido la estufa, que estaba candente.
- Ā”QuĆ© calor hace aquĆ dentro! – fueron las primeras palabras del pretendiente.
- Es que hoy mi padre asa pollos – dijo la princesa.
- Ā”Ah! – y se quedó clavado; aquella respuesta no la habĆa previsto; no le salĆa ni una palabra, con tantas cosas ingeniosas que tenĆa preparadas.
- Ā”No sirve! Ā”Fuera! – ordenó la princesa. Y el mozo hubo de retirarse, para que pasase su hermano segundo.
- Ā”QuĆ© calor mĆ”s terrible! – dijo Ć©ste.
- Ā”SĆ, asamos pollos! – explicó la hija del Rey. – ĀæCómo di… di, cómo di… ? – tartamudeó Ć©l, y todos los escribanos anotaron: «¿Cómo di… di, cómo di… ?Ā».
- Ā”No sirve! Ā”Fuera! – decretó la princesa. Tocóle entonces el turno al bobo, quien entró en la sala caballero en su macho cabrĆo.
- Ā”Demonios, quĆ© calor! – observó.
- Es que estoy asando pollos – contestó la princesa.
- Ā”Al pelo! – dijo el bobo. – AsĆ, no le importarĆ” que ase tambiĆ©n una corneja, Āæverdad?
- Con mucho gusto, no faltaba mĆ”s – respondió la hija del Rey -. Pero, Āætraes algo en que asarla?; pues no tengo ni puchero ni asador. – Yo sĆ los tengo – exclamó alegremente el otro. – He aquĆ un excelente puchero, con mango de estaƱo – y, sacando el viejo zueco, metió en Ć©l la corneja.
- Pues, Ā”vaya banquete! – dijo la princesa -. Pero, Āæy la salsa?
La traigo en el bolsillo – replicó el bobo -. Tengo para eso y mucho mĆ”s – y se sacó del bolsillo un puƱado de barro.
- Ā”Esto me gusta! – exclamó la princesa -. Al menos tĆŗ eres capaz de responder y de hablar. Ā”TĆŗ serĆ”s mi marido! Pero, Āæsabes que cada palabra que digamos serĆ” escrita y maƱana aparecerĆ” en el periódico? Mira aquella ventana: tres escribanos y un corregidor. Este es el peor, pues no entiende nada. – Desde luego, esto sólo lo dijo para amedrentar al solicitante. Y todos los escribanos soltaron la carcajada e hicieron una mancha de tinta en el suelo. – ĀæAquellas seƱorĆas de allĆ? – preguntó el bobo -. Ā”AhĆ va esto para el corregidor! – y, vaciĆ”ndose los bolsillos, arrojó todo el barro a la cara del personaje.
- Ā”MagnĆfico! – exclamó la princesa. – Yo no habrĆa podido. Pero aprenderĆ©.
Y de este modo Juan el bobo fue Rey. Obtuvo una esposa y una corona y se sentó en un trono – y todo esto lo hemos sacado del diario del corregidor, lo cual no quiere decir que debamos creerlo a pies juntillas.
LA AGUJA DE ZURCIR
Ćrase una vez una aguja de zurcir tan fina y puntiaguda, que se creĆa ser una aguja de coser. – Fijaos en lo que hacĆ©is y manejadme con cuidado -decĆa a los dedos que la manejaban-. No me dejĆ©is caer, que si voy al suelo, las pasarĆ©is negras para encontrarme. Ā”Soy tan fina! – Ā”Vamos, vamos, que no hay para tanto! dijeron los dedos sujetĆ”ndola por el cuerpo.
- Mirad, aquà llego yo con mi séquito -prosiguió la aguja, arrastrando tras sà una larga hebra, pero sin nudo.
Los dedos apuntaron la aguja a la zapatilla de la cocinera; el cuero de la parte superior habĆa reventado y se disponĆan a coserlo.
- Ā”QuĆ© trabajo mĆ”s ordinario! -exclamó la aguja-. No es para mĆ. Ā”Me rompo, me rompo! y se rompió-. ĀæNo os lo dije? -suspiró la vĆctima-. Ā”Soy demasiado fina!
- Ya no sirve para nada -pensaron los dedos; pero hubieron de seguir sujetƔndola, mientras la cocinera le aplicaba una gota de lacre y luego era clavada en la pechera de la blusa.
- Ā”Toma! Ā”Ahora soy un prendedor! -dijo la vanidosa-. Bien sabĆa yo que con el tiempo harĆa carrera. Cuando una vale, un dĆa u otro se lo reconocen -. Y se rĆo para sus adentros, pues por fuera es muy difĆcil ver cuĆ”ndo se rĆe una aguja de zurcir. Y se quedó allĆ tan orgullosa cómo si fuese en coche, y paseaba la mirada a su alrededor.
- ¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle, con el debido respeto, si acaso es usted de oro? -inquirió el alfiler, vecino suyo-. Tiene usted un porte majestuoso, y cabeza propia, aunque pequeña. Debe procurar crecer, pues no siempre se pueden poner gotas de lacre en el cabo.
Al oĆr esto, la aguja se irguió con tanto orgullo, que se soltó de la tela y cayó en el vertedero, en el que la cocinera estaba lavando.
- Ahora me voy de viaje -dijo la aguja-. ”Con tal que no me pierda! -. Pero es el caso que se perdió.
Ā«Este mundo no estĆ” hecho para mĆ -pensó, ya en el arroyo de la calle-. Soy demasiado fina. Pero tengo conciencia de mi valer, y esto siempre es una pequeƱa satisfacciónĀ». Y mantuvo su actitud, sin perder el buen humor. Por encima de ella pasaban flotando toda clase de objetos: virutas, pajas y pedazos de periódico. «”Cómo navegan! -decĆa la aguja-. Ā”Poco se imaginan lo que hay en el fondo!. Yo estoy en el fondo y aquĆ sigo clavada. Ā”Toma!, ahora pasa una viruta que no piensa en nada del mundo como no sea en una Ā«virutaĀ», o sea, en ella misma; y ahora viene una paja: Ā”quĆ© manera de revolcarse y de girar! No pienses tanto en ti, que darĆ”s contra una piedra. Ā”Y ahora un trozo de periódico! Nadie se acuerda de lo que pone, y, no obstante, Ā”cómo se ahueca! Yo, en cambio, me estoy aquĆ paciente y quieta; sĆ© lo que soy y seguirĆ© siĆ©ndolo…Ā».
Un dĆa fue a parar a su lado un objeto que brillaba tanto, que la aguja pensó que tal vez serĆa un diamante; pero en realidad era un casco de botella. Y como brillaba, la aguja se dirigió a Ć©l, presentĆ”ndose como alfiler de pecho.
- ĀæUsted debe ser un diamante, verdad?
- .. sĆ, algo por el estilo.
Y los dos quedaron convencidos de que eran joyas excepcionales, y se enzarzaron en una conversación acerca de lo presuntuosa que es la gente.
- ĀæSabes? yo vivĆ en el estuche de una seƱorita dijo la aguja de zurcir-; era cocinera; tenĆa cinco dedos en cada mano, pero nunca he visto nada tan engreĆdo como aquellos cinco dedos; y, sin embargo, toda su misión consistĆa en sostenerme, sacarme del estuche y volverme a meter en Ć©l.
- ¿Brillaban acaso? -preguntó el casco de botella.
- ĀæBrillar? -exclamó la aguja-. No; pero a orgullosos nadie los ganaba. Eran cinco hermanos, todos dedos de nacimiento. Iban siempre juntos, la mar de tiesos uno al lado del otro, a pesar de que ninguno era de la misma longitud. El de mĆ”s afuera, se llamaba Ā«PulgarĀ», era corto y gordo, estaba separado de la mano, y como sólo tenĆa una articulación en el dorso, sólo podĆa hacer una inclinación; pero afirmaba que si a un hombre se lo cortaban, quedaba inĆŗtil para el servicio militar. Luego venĆa el Ā«LameollasĀ», que se metĆa en lo dulce y en lo amargo, seƱalaba el sol y la luna y era el que apretaba la pluma cuando escribĆan. El Ā«LarguiruchoĀ» se miraba a los demĆ”s desde lo alto; el Ā«Borde doradoĀ» se paseaba con un aro de oro alrededor del cuerpo, y el menudo Ā«MeƱiqueĀ» no hacĆa nada, de lo cual estaba muy ufano. Todo era jactarse y vanagloriarse. Por eso fui yo a dar en el vertedero.
- Ahora estamos aquĆ, brillando -dijo el casco de botella. En el mismo momento llegó mĆ”s agua al arroyo, lo desbordó y se llevó el casco. – Ā”Vamos! A Ć©ste lo han despachado -dijo la aguja-. Yo me quedo, soy demasiado fina, pero esto es mi orgullo, y vale la pena -. Y permaneció altiva, sumida en sus pensamientos. – De tan fina que soy, casi creerĆa que nacĆ de un rayo de sol. Tengo la impresión de que el sol me busca siempre debajo del agua. Soy tan sutil, que ni mi padre me encuentra. Si no se me hubiese roto el ojo, creo que llorarĆa; pero no, no es distinguido llorar.
Un dĆa se presentaron varios pilluelos y se pusieron a rebuscar en el arroyo, en pos de clavos viejos, perras chicas y otras cosas por el estilo. Era una ocupación muy sucia, pero ellos se divertĆan de lo lindo.
- Ā”Ay! -exclamó uno; se habĆa pinchado con la aguja de zurcir-. Ā”Esta marrana!
- Ā”Yo no soy ninguna marrana, sino una seƱorita! -protestó la aguja; pero nadie la oyó. El lacre se habĆa desprendido, y el metal estaba ennegrecido; pero el negro hace mĆ”s esbelto, por lo que la aguja se creyó aĆŗn mĆ”s fina que antes.
- ”Ahà viene flotando una cÔscara de huevo! gritaron los chiquillos, y clavaron en ella la aguja.
- Negra sobre fondo blanco -observó ésta-. ”Qué bien me sienta! Soy bien visible. ”Con tal que no me maree, ni vomite! -. Pero no se mareó ni vomitó.
- Es una gran cosa contra el mareo tener estómago de acero. En esto sà que estoy por encima del vulgo. Me siento como si nada. CuÔnto mÔs fina es una, mÔs resiste.
- ”Crac! -exclamó la cÔscara, al sentirse aplastada por la rueda de un carro.
- Ā”Uf, cómo pesa! -aƱadió la aguja-. Ahora sĆ que me mareo. Ā”Me rompo, me rompo! -. Pero no se rompió, pese a haber sido atropellada por un carro. Quedó en el suelo, y, lo que es por mĆ, puede seguir allĆ muchos aƱos.
Ā LA CAMPANA
A la caĆda de la tarde, cuando se pone el sol, y las nubes brillan como si fuesen de oro por entre las chimeneas, en las estrechas calles de la gran ciudad solĆa orse un sonido singular, como el taƱido de una campana; pero se percibĆa sólo por un momento, pues el estrĆ©pito del trĆ”nsito rodado y el griterĆo eran demasiado fuertes. – Toca la campana de la tarde -decĆa la gente-, se estĆ” poniendo el sol.
Para los que vivĆan fuera de la ciudad, donde las casas estaban separadas por jardines y pequeƱos huertos, el cielo crepuscular era aĆŗn mĆ”s hermoso, y los sones de la campana llegaban mĆ”s intensos; habrĆase dicho que procedĆan de algĆŗn templo situado en lo mĆ”s hondo del bosque fragante y tranquilo, y la gente dirigĆa la mirada hacia Ć©l en actitud recogida.
Transcurrió bastante tiempo. La gente decĆa: – ĀæNo habrĆ” una iglesia allĆ” en el bosque? La campana suena con una rara solemnidad. ĀæVamos a verlo?
Los ricos se dirigieron al lugar en coche, y los pobres a pie, pero a todos se les hizo extraordinariamente largo el camino, y cuando llegaron a un grupo de sauces que crecĆan en la orilla del bosque, se detuvieron a acampar y, mirando las largas ramas desplegadas sobre sus cabezas, creyeron que estaban en plena selva. Salió el pastelero y plantó su tienda, y luego vino otro, que colgó una campana en la cima de la suya; por cierto que era una campana alquitranada, para resistir la lluvia, pero le faltaba el badajo. De regreso a sus casas, las gentes afirmaron que la excursión habĆa sido muy romĆ”ntica, muy distinta a una simple merienda. Tres personas aseguraron que se habĆan adentrado en el bosque, llegando hasta su extremo, sin dejar de percibir el extraƱo taƱido de la campana; pero les daba la impresión de que venĆa de la ciudad. Una de ellas compuso sobre el caso todo un poema, en el que decĆa que la campana sonaba como la voz de una madre a los oĆdos de un hijo querido y listo. Ninguna melodĆa era comparable al son de la campana.
El Emperador del paĆs se sintió tambiĆ©n intrigado y prometió conferir el tĆtulo de Ā«campanero universalĀ» a quien descubriese la procedencia del sonido, incluso en el caso de que no se tratase de una campana.
Fueron muchos los que salieron al bosque, pero uno solo trajo una explicación plausible. Nadie penetró muy adentro, y Ć©l tampoco; sin embargo, dijo que aquel sonido de campana venĆa de una viejĆsima lechuza que vivĆa en un Ć”rbol hueco; era una lechuza sabia que no cesaba de golpear con la cabeza contra el Ć”rbol. Lo que no podĆa precisar era si lo que producĆa el sonido era la cabeza o el tronco hueco. El hombre fue nombrado campanero universal, y en adelante cada aƱo escribió un tratado sobre la lechuza; pero la gente se quedó tan enterada como antes.
Llegó la fiesta de la confirmación; el predicador habĆa hablado con gran elocuencia y unción, y los niƱos quedaron muy enfervorizados. Para ellos era un dĆa muy importante, ya que de golpe pasaban de niƱos a personas mayores; el alma infantil se transportaba a una personalidad dotada de mayor razón. Brillaba un sol delicioso; los niƱos salieron de la ciudad y no tardaron en oĆr, procedente del bosque, el taƱido de la enigmĆ”tica campana, mĆ”s claro y recio que nunca. A todos, excepto a tres, entrĆ”ronles ganas de ir en su busca: una niƱa prefirió volverse a casa a probarse el vestido de baile, pues el vestido y el baile habĆan sido precisamente la causa de que la confirmaran en aquella ocasión, ya que de otro modo no hubiera asistido; el segundo fue un pobre niƱo, a quien el hijo del fondista habĆa prestado el traje y los zapatos, a condición de devolverlos a una hora determinada; el tercero manifestó que nunca iba a un lugar desconocido sin sus padres; siempre habĆa sido un niƱo obediente, y querĆa seguir siĆ©ndolo despuĆ©s de su confirmación. Y que nadie se burle de Ć©l, a pesar de que los demĆ”s lo hicieron.
AsĆ, aparte los tres mencionados, los restantes se pusieron en camino. LucĆa el sol y gorjeaban los pĆ”jaros, y los niƱos que acababan de recibir el sacramento iban cantando, cogidos de las manos, pues todavĆa no tenĆan dignidades ni cargos, y eran todos iguales ante Dios. Dos de los mĆ”s pequeƱos no tardaron en fatigarse, y se volvieron a la ciudad; dos niƱas se sentaron a trenzar guirnaldas de flores, y se quedaron tambiĆ©n rezagadas; y cuando los demĆ”s llegaron a los sauces del pastelero, dijeron:
– Ā”Toma, ya estamos en el bosque! La campana no existe; todo son fantasĆas.
De pronto, la campana sonó en lo mĆ”s profundo del bosque, tan magnĆfica y solemne, que cuatro o cinco de los muchachos decidieron adentrarse en la selva. El follaje era muy espeso, y resultaba en extremo difĆcil seguir adelante; las aspĆ©rulas y las anemonas eran demasiado altas, y las floridas enredaderas y las zarzamoras colgaban en largas guirnaldas de Ć”rbol a Ć”rbol, mientras trinaban los ruiseƱores y jugueteaban los rayos del sol. Ā”QuĆ© esplĆ©ndido! Pero las niƱas no podĆan seguir por aquel terreno; se hubieran roto los vestidos. HabĆa tambiĆ©n enormes rocas cubiertas de musgos multicolores, y una lĆmpida fuente manaba, dejando oĆr su maravillosa canción: Ā”gluc, gluc! – ĀæNo serĆ” Ć©sta la campana? -preguntó uno de los confirmandos, echĆ”ndose al suelo a escuchar-. HabrĆa que estudiarlo bien -y se quedó, dejando que los demĆ”s se marchasen.
Llegaron a una casa hecha de corteza de Ć”rbol y ramas. Un gran manzano silvestre cargado de fruto se encaramaba por encima de ella, como dispuesto a sacudir sus manzanas sobre el tejado, en el que florecĆan rosas; las largas ramas se apoyaban precisamente en el hastial, del que colgaba una pequeƱa campana. ĀæSerĆa la que habĆan oĆdo? Todos convinieron en que sĆ, excepto uno, que afirmó que era demasiado pequeƱa y delicada para que pudiera oĆrse a tan gran distancia; eran distintos los sones capaces de conmover un corazón humano. El que asĆ habló era un prĆncipe, y los otros dijeron: Ā«Los de su especie siempre se las dan de mĆ”s listos que los demĆ”sĀ».
Prosiguió, pues, solo su camino, y a medida que avanzaba sentĆa cada vez mĆ”s en su pecho la soledad del bosque; pero seguĆa oyendo la campanita junto a la que se habĆan quedado los demĆ”s, y a intervalos, cuando el viento traĆa los sones de la del pastelero, oĆa tambiĆ©n los cantos que de allĆ procedĆan. Pero las campanadas graves seguĆan resonando mĆ”s fuertes, y pronto pareció como si, ademĆ”s, tocase un órgano; sus notas venĆan del lado donde estĆ” el corazón.
Se produjo un rumoreo entre las zarzas y el prĆncipe vio ante sĆ a un muchacho calzado con zuecos y vestido con una chaqueta tan corta, que las mangas apenas le pasaban de los codos. Se conocieron enseguida, pues el mocito resultó ser aquel mismo confirmando que no habĆa podido ir con sus compaƱeros por tener que devolver al hijo del posadero el traje y los zapatos. Una vez cumplido el compromiso, se habĆa encaminado tambiĆ©n al bosque en zuecos y pobremente vestido, atraĆdo por los taƱidos, tan graves y sonoros, de la campana.
- Podemos ir juntos -dijo el prĆncipe. Mas el pobre chico estaba avergonzado de sus zuecos, y, tirando de las cortas mangas de su chaqueta, alegó que no podrĆa alcanzarlo; creĆa ademĆ”s que la campana debĆa buscarse hacia la derecha, que es el lado de todo lo grande y magnĆfico. – En este caso no volveremos a encontrarnos respondió el prĆncipe; y se despidió con un gesto amistoso. El otro se introdujo en la parte mĆ”s espesa del bosque, donde los espinos no tardaron en desgarrarle los ya mĆseros vestidos y ensangrentarse cara, manos y pies. TambiĆ©n el prĆncipe recibió algunos araƱazos, pero el sol alumbraba su camino. Lo seguiremos, pues era un mocito avispado.
- ”He de encontrar la campana! -dijo- aunque tenga que llegar al fin del mundo.
Los malcarados monos, desde las copas de los Ɣrboles, le enseƱaban los dientes con sus risas burlonas.
- ĀæY si le diĆ©semos una paliza? -decĆan-. ĀæVamos a apedrearlo? Ā”Es un prĆncipe!
Pero el mozo continuó infatigable bosque adentro, donde crecĆan las flores mĆ”s maravillosas. HabĆa allĆ blancos lirios estrellados con estambres rojos como la sangre, tulipanes de color azul celeste, que centelleaban entre las enredaderas, y manzanos cuyos frutos parecĆan grandes y brillantes pompas de jabón. Ā”Cómo refulgĆan los Ć”rboles a la luz del sol! En derredor, en torno a bellĆsimos prados verdes, donde el ciervo y la corza retozaban entre la alta hierba, crecĆan soberbios robles y hayas, y en los lugares donde se habĆa desprendido la corteza de los troncos, hierbas y bejucos brotaban de las grietas. HabĆa tambiĆ©n vastos espacios de selva ocupados por plĆ”cidos lagos, en cuyas aguas flotaban blancos cisnes agitando las alas. El prĆncipe se detenĆa con frecuencia a escuchar; a veces le parecĆa que las graves notas de la campana salĆan de uno de aquellos lagos, pero muy pronto se percataba de que no venĆan de allĆ, sino demĆ”s adentro del bosque.
Se puso el sol, el aire tomó una tonalidad roja de fuego, mientras en la selva el silencio se hacĆa absoluto. El muchacho se hincó de rodillas y, despuĆ©s de cantar el salmo vespertino, dijo:
- JamÔs encontraré lo que busco; ya se pone el sol y llega la noche, la noche oscura. Tal vez logre ver aún por última vez el sol, antes de que se oculte del todo bajo el horizonte. Voy a trepar a aquella roca; su cima es tan elevada como la de los Ôrboles mÔs altos.
Y agarrĆ”ndose a los sarmientos y raĆces, se puso a trepar por las hĆŗmedas piedras, donde se arrastraban las serpientes de agua, y los sapos lo recibĆan croando; pero Ć©l llegó a la cumbre antes de que el astro, visto desde aquella altura, desapareciera totalmente.
Ā”Gran Dios, quĆ© maravilla! El mar, inmenso y majestuoso, cuyas largas olas rodaban hasta la orilla, extendĆase ante Ć©l, y el sol, semejante a un gran altar reluciente, aparecĆa en el punto en que se unĆan el mar y el cielo. Todo se disolvĆa en radiantes colores, el bosque cantaba, y cantaba el ocĆ©ano, y su corazón les hacĆa coro; la Naturaleza entera se habĆa convertido en un enorme y sagrado templo, cuyos pilares eran los Ć”rboles y las nubes flotantes, cuya alfombra la formaban las flores y hierbas, y la esplĆ©ndida cĆŗpula el propio cielo. En lo alto se apagaron los rojos colores al desaparecer el sol, pero en su lugar se encendieron millones de estrellas como otras tantas lĆ”mparas diamantinas, y el prĆncipe extendió los brazos hacia el cielo, hacia el bosque y hacia el mar; y de pronto, viniendo del camino de la derecha, se presentó el muchacho pobre, con sus mangas cortas y sus zuecos; habĆa llegado tambiĆ©n a tiempo, recorrida su ruta. Los dos mozos corrieron al encuentro uno de otro y se cogieron de las manos en el gran templo de la Naturaleza y de la PoesĆa, mientras encima de ellos resonaba la santa campana invisible, y los espĆritus bienaventurados la acompaƱaban en su vaivĆ©n cantando un venturoso aleluya.
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Cuentos de blancanieves en Ingles
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