Elije entre mas de 100 cuentos infantiles cortos, cuentos para dormir, cuentos para niƱos.

Abuelita

Algo

Bajo el Sauce

Buen Humor

Cada cosa en su sitio

Cinco en una Vaina

ColƔs el chico y ColƔs el Grande

Centro de mil aƱos

Dos pisones

El abecedarioĀ 

El abeto

El Alforfon

El Angel

El Ave Fenix

El Caracol y el Rosal

El cerro de los Elfos

El cofre Volador

El compaƱero de viaje

El cuello de camisa

El duende de la tienda

El elfo del rosal

El gollete de botella

El gorro de dormir del solteron

El intrƩpido soldadito de plomo

El jabali de bronce

El Jardinero y el SeƱor

El libro mudo

El lino

El nido de cisnes

El niƱo travieso

El Pacto de amistad

El patito feo

El pequeƱo Tuk

El porquerizo

El RuiseƱor

El Tullido

El ultimo dia

El ultimo sueƱo del viejo roble

El viejo farol

El Yesquero

En el mar remotoĀ 

Es la pura verdad

Historia de una madre

Holger el danƩs

Ib y Cristina

Juan el Lobo

La aguja de zurcir

La campana

MUCHOS MAS CUENTOS INFANTILES

CUENTOS CORTOS BONITOS

CUENTOS

El dƭa de hoy hablarƩ de la importancia de leer cuentos a los niƱos.

Estuve investigando muchísimo en internet sobre los beneficios de leer cuentos cortos a nuestros niños y encontré muchísimos un montón de beneficios los he mezclado y los voy a transmitir los 8 beneficios mÔs importantes de leerle cuentos infantiles a nuestros hijos, así que vamos!

CUENTOS INFANTILES

Vamos a hacer niños mÔs reflexivos,a través de la lectura de los cuentos las historias las fÔbulas que le leamos, los niños van a comprender con mensajes moralejas cómo actuar, como no actuar, como portarse bien, no portarse bien qué pasa cuando te portas mal, que te pasa cuando te portas bien, qué pasa si no se tiene miedo, qué pasa  si se tratan estos miedos, hay ejemplos para todos, pero el truco estÔ en elegir bien el cuento corto o el libro que le vas a comprar o leer a tu hijo, y por eso hay reseñas en internet, o puedes abrir el libro al darle una ojeada y ya una vez que ya verÔs que todo estÔ bien lo compras  y se lo leéis.

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CUENTOS PARA DORMIR

Es una de las bases para el desarrollo intelectual de nuestros niƱos, vamos a hacer que con historias entiendan el mundo que estƔn conociendo muchƭsimo mƔs rƔpido, ellos son una esponja van a hacer que los elementos de las historias, los elementos de los cuentos formen parte de su propio mundo y asƭ van a ir construyendo su realidad.

CUENTOS CORTOS

Estimula su memoria y sus ganas de expresarse, se van a aprender los elementos de las historias los personajes las mismas historias me pasa que con mis hijos abecés le leo un cuento, y yo me muere el sueño y trato de saltarme una hoja para que sea mÔs corto y me dice no así no era le pasaba esto y esto y esto se acuerda de cada personaje de cada historia de cada acción de las emociones y con esto vas desarrollando su memoria.

CUENTOS PARA NIƑOS

Fomentan la lectura y el amor por los libros, esto es muy importante al acostumbrarlo desde pequeƱos a leer libros a vivir historias a vivir aventuras a travƩs de los libros a conocer mundos de fantasƭa van a hacer que ellos quieran mƔs y mƔs y mƔs, y asƭ poco a poco van adquiriendo mƔs libros mƔs libros mƔs libros mƔs historias y al final van a terminar siendo grandes lectores

Aumentan su vocabulario, al leer libros y cuentos en su cabeza se le van colando ideas palabras, frases que van haciendo que su vocabulario sea mas extenso.

CUENTOS INFANTILES CORTOS

Estimulan el desarrollo cognitivo de los niños,a través de los cuentos van a aprender colores formas animales dinosaurios planeta en depende del libro que leas de la historia del libro, se puede aprender de las estaciones de cualquier cosa que haya en este mundo e incluso puedes trabajar por proyectos, por ejemplo con mis hijos hubo  una época que se metió en el mundo de los dinosaurios entonces lo empecé a comprar libros de dinosaurios y así fortalecidas lo que a ella le interesaba entonces esa es una buena idea

CUENTOS INFANTILES. PDF

Estimula es la imaginación la creatividad y las expresiones artísticas del niño, como porque hay libros de rimas hay libros de preguntas hay libros totalmente fantÔsticos hay libros, y esto es muy importante a mí me gustó muchísimo con unas ilustraciones con unos dibujos con unas pinturas que al niño lo vas introduciendo en el arte lo haces seduciendo en diferentes expresiones artísticas

La que me parece mÔs importante y por eso lo he dejado para el final que es que crean lazos con tu hijo que nunca se va a olvidar ese momento especial que tú tienes con él porque no hay no hay otro momento en el día que te pueda desconectar como cuando lees un libro, con esto a relajarte tu y los relajas a el así que es un súper momento antes de ir a dormir ya saben lean mÔs cuentos menos tele mÔs libros.

 

Abuelita

Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho mÔs hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes que papÔ y mamÔ, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cÔnticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lÔgrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirarÔ así la marchita rosa de su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que las lÔgrimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrÔndose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa mÔs lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.

Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonrĆ­e – Ā”pero ya no es la sonrisa de abuelita! – sĆ­, y vuelve a sonreĆ­r. Ahora se ha marchado Ć©l, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no estĆ”, la rosa yace en el libro de cĆ”nticos, y… abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.

Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia.

– Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueƱecito.

Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvĆ­a mĆ”s y mĆ”s profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; habrĆ­ase dicho que lo baƱaba el sol… y entonces dijeron que estaba muerta.

La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ”Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta.

Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cƔnticos bajo su cabeza, pues ella lo habƭa pedido asƭ, con la rosa entre las pƔginas. Y asƭ enterraron a abuelita.

En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí, y desde la iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho mÔs de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cÔnticos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo también. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verÔn a abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo.

 

Algo

 

 

  • Ā”Quiero ser algo! – decĆ­a el mayor de cinco hermanos. – Quiero servir de algo en este mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que sea, que sirva a mis semejantes, serĆ© algo. Los hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los fabrico, harĆ© algo real y positivo.
  • SĆ­, pero eso es muy poca cosa – replicó el segundo hermano. – Tu ambición es muy humilde: es trabajo de peón, que una mĆ”quina puede hacer. No, mĆ”s vale ser albaƱil. Eso sĆ­ es algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio. Quien lo profesa es admitido en el gremio y se convierte en ciudadano, con su bandera propia y su casa gremial. Si todo marcha bien, podrĆ© tener oficiales, me llamarĆ”n maestro, y mi mujer serĆ” la seƱora patrona. A eso llamo yo ser algo.
  • Ā”TonterĆ­as! – intervino el tercero. – Ser albaƱil no es nada. QuedarĆ”s excluido de los estamentos superiores, y en una ciudad hay muchos que estĆ”n por encima del maestro artesano. Aunque seas un hombre de bien, tu condición de maestro no te librarĆ” de ser lo que llaman un Ā« patĆ”n Ā». No, yo sĆ© algo mejor. SerĆ© arquitecto, seguirĆ© por la senda del Arte, del pensamiento, subirĆ© hasta el nivel mĆ”s alto en el reino de la inteligencia. HabrĆ© de empezar desde abajo, sĆ­; te lo digo sin rodeos: comenzarĆ© de aprendiz. LlevarĆ© gorra, aunque estoy acostumbrado a tocarme con sombrero de seda. IrĆ© a comprar aguardiente y cerveza para los oficiales, y ellos me tutearĆ”n, lo cual no me agrada, pero imaginarĆ© que no es sino una comedia, libertades propias del Carnaval. MaƱana, es decir, cuando sea oficial, emprenderĆ© mi propio camino, sin preocuparme de los demĆ”s. IrĆ© a la academia a aprender dibujo, y serĆ© arquitecto. Esto sĆ­ es algo. Ā”Y mucho!. Acaso me llamen seƱorĆ­a, y excelencia, y me pongan, ademĆ”s, algĆŗn tĆ­tulo delante y detrĆ”s, y venga edificar, como otros hicieron antes que yo. Y entretanto irĆ© construyendo mi fortuna. Ā”Ese algo vale la pena!
  • Pues eso que tĆŗ dices que es algo, se me antoja muy poca cosa, y hasta te dirĆ© que nada – dijo el cuarto. – No quiero tomar caminos trillados. No quiero ser un copista. Mi ambición es ser un genio, mayor que todos vosotros juntos. CrearĆ© un estilo nuevo, levantarĆ© el plano de los edificios segĆŗn el clima y los materiales del paĆ­s, haciendo que cuadren con su sentimiento nacional y la evolución de la Ć©poca, y les aƱadirĆ© un piso, que serĆ” un zócalo para el pedestal de mi gloria.
  • ĀæY si nada valen el clima y el material? – preguntó el quinto. – SerĆ­a bien sensible, pues no podrĆ­an hacer nada de provecho. El sentimiento nacional puede engreĆ­rse y perder su valor; la evolución de la Ć©poca puede escapar de tus manos, como se te escapa la juventud. Ya veo que en realidad ninguno de vosotros llegarĆ” a ser nada, por mucho que lo esperĆ©is. Pero haced lo que os plazca. Yo no voy a imitaros; me quedarĆ© al margen, para juzgar y criticar vuestras obras. En este mundo todo tiene sus defectos; yo los descubrirĆ© y sacarĆ© a la luz. Esto serĆ” algo.

Así lo hizo, y la gente decía de él: «

Indudablemente, este hombre tiene algo. Es una cabeza despejada. Pero no hace nada Ā». Y, sin embargo, por esto precisamente era algo.

Como veis, esto no es mƔs que un cuento, pero un cuento que nunca se acaba, que empieza siempre de nuevo, mientras el mundo sea mundo.

Pero, ¿qué fue, a fin de cuentas, de los cinco hermanos? Escuchadme bien, que es toda una historia.

El mayor, que fabricaba ladrillos, observó que por cada uno recibía una monedita, y aunque sólo fuera de cobre, reuniendo muchas de ellas se obtenía un brillante escudo. Ahora bien, dondequiera que vayÔis con un escudo, a la panadería, a la carnicería o a la sastrería, se os abre la puerta y sólo tenéis que pedir lo que os haga falta. He aquí lo que sale de los ladrillos. Los hay que se rompen o desmenuzan, pero incluso de éstos se puede sacar algo.

Una pobre mujer llamada Margarita deseaba construirse una casita sobre el malecón. El hermano mayor, que tenía un buen corazón, aunque no llegó a ser mÔs que un sencillo ladrillero, le dio todos los ladrillos rotos, y unos pocos enteros por añadidura. La mujer se construyó la casita con sus propias manos. Era muy pequeña; una de las ventanas estaba torcida; la puerta era demasiado baja, y el techo de paja hubiera podido quedar mejor. Pero, bien que mal, la casuca era un refugio, y desde ella se gozaba de una buena vista sobre el mar, aquel mar cuyas furiosas olas se estrellaban contra el malecón, salpicando con sus gotas salobres la pobre choza, y tal como era, ésta seguía en pie mucho tiempo después de estar muerto el que había cocido los ladrillos.

El segundo hermano conocƭa el oficio de albaƱil, mucho mejor que la pobre Margarita, pues lo habƭa aprendido tal como se debe.

Aprobado su examen de oficial, se echó la mochila al hombro y entonó la canción del artesano:

Joven yo soy, y quiero correr mundo,Ā  e ir levantando casas por doquier,Ā  cruzar tierras, pasar el mar profundo,Ā  confiado en mi arte y mi valer.

 

Y si a mi tierra regresara un día  atraído por el amor que allí dejé,  alÔrgame la mano, patria mía,  y tú, casita que mía te llamé.

 

Y así lo hizo. Regresó a la ciudad, ya en calidad de maestro, y contruyó casas y mÔs casas, una junto a otra, hasta formar toda una calle. Terminada ésta, que era muy bonita y realzaba el aspecto de la ciudad, las casas edificaron para él una casita, de su propiedad. ¿Cómo pueden construir las casas? Pregúntaselo a ellas. Si no te responden, lo harÔ la gente en su lugar, diciendo: « Sí, es verdad, la calle le ha construido una casa ». Era pequeña y de pavimento de arcilla, pero bailando sobre él con su novia se volvió liso y brillante; y de cada piedra de la pared brotó una flor, con lo que las paredes parecían cubiertas de preciosos tapices. Fue una linda casa y una pareja feliz. La bandera del gremio ondeaba en la fachada, y los oficiales y aprendices gritaban « ”Hurra por nuestro maestro! ». Sí, señor, aquél llegó a ser algo. Y murió siendo algo.

Vino luego el arquitecto, el tercero de los hermanos, que habĆ­a empezado de aprendiz, llevando gorra y haciendo de mandadero, pero mĆ”s tarde habĆ­a ascendido a arquitecto, tras los estudios en la Academia, y fue honrado con los tĆ­tulos de SeƱorĆ­a y Excelencia. Y si las casas de la calle habĆ­an edificado una para el hermano albaƱil, a la calle le dieron el nombre del arquitecto, y la mejor casa de ella fue suya. Llegó a ser algo, sin duda alguna, con un largo tĆ­tulo delante y otro detrĆ”s. Sus hijos pasaban por ser de familia distinguida, y cuando murió, su viuda fue una viuda de alto copete… y esto es algo. Y su nombre quedó en el extremo de la calle y como nombre de calle siguió viviendo en labios de todos. Esto tambiĆ©n es algo, sĆ­ seƱor. Siguió despuĆ©s el genio, el cuarto de los hermanos, el que pretendĆ­a idear algo nuevo, aparte del camino trillado, y realzar los edificios con un piso mĆ”s, que debĆ­a inmortalizarle. Pero se cayó de este piso y se rompió el cuello. Eso sĆ­, le hicieron un entierro solemnĆ­simo, con las banderas de los gremios, mĆŗsica, flores en la calle y elogios en el periódico; en su honor se pronunciaron tres panegĆ­ricos, cada uno mĆ”s largo que el anterior, lo cual le habrĆ­a satisfecho en extremo, pues le gustaba mucho que hablaran de Ć©l. Sobre su tumba erigieron un monumento, de un solo piso, es verdad, pero esto es algo.

El tercero había muerto, pues, como sus tres hermanos mayores. Pero el último, el razonador, sobrevivió a todos, y en esto estuvo en su papel, pues así pudo decir la última palabra, que es lo que a él le interesaba. Como decía la gente, era la cabeza clara de la familia. Pero le llegó también su hora, se murió y se presentó a la puerta del cielo, por la cual se entra siempre de dos en dos. Y he aquí que él iba de pareja con otra alma que deseaba entrar a su vez, y resultó ser la pobre vieja Margarita, la de la casa del malecón.

  • De seguro que serĆ” para realzar el contraste por lo que me han puesto de pareja con esta pobre alma – dijo el razonador -. ĀæQuien sois, abuelita? ĀæQuerĆ©is entrar tambiĆ©n? – le preguntó.

Inclinóse la vieja lo mejor que pudo, pensando que el que le hablaba era San Pedro en persona. – Soy una pobre mujer sencilla, sin familia, la vieja Margarita de la casita del malecón.

  • Ya, Āæy quĆ© es lo que hicisteis allĆ” abajo?
  • Bien poca cosa, en realidad. Nada que pueda valerme la entrada aquĆ­. SerĆ” una gracia muy grande de Nuestro SeƱor, si me admiten en el ParaĆ­so.
  • ĀæY cómo fue que os marchasteis del mundo? – siguió preguntando Ć©l, sólo por decir algo, pues al hombre le aburrĆ­a la espera.
  • La verdad es que no lo sĆ©. El Ćŗltimo aƱo lo pasĆ© enferma y pobre. Un dĆ­a no tuve mĆ”s remedio que levantarme y salir, y me encontrĆ© de repente en medio del frĆ­o y la helada. Seguramente no pude resistirlo. Le contarĆ© cómo ocurrió: Fue un invierno muy duro, pero hasta entonces lo habĆ­a aguantado. El viento se calmó por unos dĆ­as, aunque hacĆ­a un frĆ­o cruel, como Vuestra SeƱorĆ­a debe saber. La capa de hielo entraba en el mar hasta perderse de vista. Toda la gente de la ciudad habĆ­a salido a pasear sobre el hielo, a patinar, como dicen ellos, y a bailar, y tambiĆ©n creo que habĆ­a mĆŗsica y merenderos. Yo lo oĆ­a todo desde mi pobre cuarto, donde estaba acostada. Esto duró hasta el anochecer. HabĆ­a salido ya la luna, pero su luz era muy dĆ©bil. MirĆ© al mar desde mi cama, y entonces vi que de allĆ­ donde se tocan el cielo y el mar subĆ­a una maravillosa nube blanca. Me quedĆ© mirĆ”ndola y vi un punto negro en su centro, que crecĆ­a sin cesar; y entonces supe lo que aquello significaba – pues soy vieja y tengo experiencia, – aunque no es frecuente ver el signo. Yo lo conocĆ­ y sentĆ­ espanto. Durante mi vida lo habĆ­a visto dos veces, y sabĆ­a que anunciaba una espantosa tempestad, con una gran marejada que sorprenderĆ­a a todos aquellos desgraciados que allĆ­ estaban, bebiendo, saltando y divirtiĆ©ndose. Toda la ciudad habĆ­a salido, viejos y jóvenes. Ā”QuiĆ©n podĆ­a prevenirlos, si nadie veĆ­a el signo ni se daba cuenta de lo que yo observaba! SentĆ­ una angustia terrible, y me entró una fuerza y un vigor como hacĆ­a mucho tiempo no habla sentido. SaltĆ© de la cama y me fui a la ventana; no pude ir mĆ”s allĆ”. ConseguĆ­ abrir los postigos, y vi a muchas personas que corrĆ­an y saltaban por el hielo y vi las lindas banderitas y oĆ­ los hurras de los chicos y los cantos de los mozos y mozas. Todo era bullicio y alegrĆ­a, y mientras tanto la blanca nube con el punto negro iba creciendo por momentos. GritĆ© con todas mis fuerzas, pero nadie me oyó, pues estaban demasiado lejos. La tempestad no tardarĆ­a en estallar, el hielo se resquebrajarĆ­a y harĆ­a pedazos, y todos aquĆ©llos, hombres y mujeres, niƱos y mayores, se hundirĆ­an en el mar, sin salvación posible. Ellos no podĆ­an oĆ­rme, y yo no podĆ­a ir hasta ellos. ĀæCómo conseguir que viniesen a tierra? Dios Nuestro SeƱor me inspiró la idea de pegar fuego a mĆ­ cama.

MĆ”s valĆ­a que se incendiara mi casa, a que todos aquellos infelices pereciesen. EncendĆ­ el fuego, vi la roja llama, salĆ­ a la puerta… pero allĆ­ me quedĆ© tendida, con las fuerzas agotadas. Las llamas se agrandaban a mi espalda, saliendo por la ventana y por encima del tejado. Los patinadores las vieron y acudieron corriendo en mi auxilio, pensando que iba a morir abrasada. Todos vinieron hacia el malecón. Los oĆ­ venir, pero al mismo tiempo oĆ­ un estruendo en el aire, como el tronar de muchos caƱones. La ola de marea levantó el hielo y lo hizo pedazos, pero la gente pudo llegar al malecón, donde las chispas me caĆ­an encima. Todos estaban a salvo. Yo, en cambio, no pude resistir el frĆ­o y el espanto, y por esto he venido aquĆ­, a la puerta del cielo. Dicen que estĆ” abierta para los pobres como yo. Y ahora ya no tengo mi casa. ĀæQuĆ© le parece, me dejarĆ”n entrar?

Abrióse en esto la puerta del cielo, y un Ôngel hizo entrar a la mujer. De ésta cayó una brizna de paja, una de las que había en su cama cuando la incendió para salvar a los que estaban en peligro. La paja se transformó en oro, pero en un oro que crecía y echaba ramas, que se trenzaban en hermosísimos arabescos.

  • ĀæVes? – dijo el Ć”ngel al razonador – esto lo ha traĆ­do la pobre mujer. Y tĆŗ, ĀæquĆ© traes? Nada, bien lo sĆ©. No has hecho nada, ni siquiera un triste ladrillo. PodrĆ­as volverte y, por lo menos, traer uno. De seguro que estarĆ­a mal hecho, siendo obra de tus manos, pero algo valdrĆ­a la buena voluntad. Por desgracia, no puedes volverte, y nada puedo hacer por ti.

Entonces, aquella pobre alma, la mujer de la casita del malecón, intercedió por él:

  • Su hermano me regaló todos los ladrillos y trozos con los que pude levantar mi humilde casa. Fue un gran favor que me hizo. ĀæNo servirĆ­an todos aquellos trozos como un ladrillo para Ć©l? Es una gracia que pido. La necesita tanto, y puesto que estamos en el reino de la gracia…
  • Tu hermano, a quien tĆŗ creĆ­as el de mĆ”s cortos alcances – dijo el Ć”ngel – aquĆ©l cuya honrada labor te parecĆ­a la mĆ”s baja, te da su óbolo celestial. No serĆ”s expulsado. Se te permitirĆ” permanecer ahĆ­ fuera reflexionando y reparando tu vida terrenal; pero no entrarĆ”s mientras no hayas hecho una buena acción.
  • Yo lo habrĆ­a sabido decir mejor – pensó el pedante, pero no lo dijo en voz alta, y esto ya es algo.

 

 

 

 

Bajo el sauce

 

 

La comarca de Kjƶge es Ć”cida y pelada; la ciudad estĆ” a orillas del mar, y esto es siempre una ventaja, pero es innegable que podrĆ­a ser mĆ”s hermosa de lo que es en realidad; todo alrededor son campos lisos, y el bosque queda a mucha distancia. Sin embargo, cuando nos encontramos a gusto en un lugar, siempre descubrimos algo de bello en Ć©l, y mĆ”s tarde lo echaremos de menos, aunque nos hallemos en el sitio mĆ”s hermoso del mundo. Y forzoso es admitir que en verano tienen su belleza los arrabales de Kjƶge, con sus pobres jardincitos extendidos hasta el arroyo que allĆ­ se vierte en el mar; y asĆ­ lo creĆ­an en particular Knud y Juana, hijos de dos familias vecinas, que jugaban juntos y se reunĆ­an atravesando a rastras los groselleros. En uno de los jardines crecĆ­a un saĆŗco, en el otro un viejo sauce, y debajo de Ć©ste gustaban de jugar sobre todo los niƱos; y se les permitĆ­a hacerlo, a pesar de que el Ć”rbol estaba muy cerca del rĆ­o, y los chiquillos corrĆ­an peligro de caer en Ć©l. Pero el ojo de Dios vela sobre los pequeƱuelos – de no ser asĆ­, Ā”mal irĆ­an las cosas! -. Por otra parte, los dos eran muy prudentes; el niƱo tenĆ­a tanto miedo al agua, que en verano no habĆ­a modo de llevarlo a la playa, donde tan a gusto chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo hacĆ­a objeto de la burla general, y Ć©l tenĆ­a que aguantarla.

Un dĆ­a la hijita del vecino, Juana, soñó que navegaba en un bote de vela en la BahĆ­a de Kjƶge, y que Knud se dirigĆ­a hacia ella vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y despuĆ©s lo cubrió por entero. Desde el momento en que Knud se enteró de aquel sueƱo, ya no soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo como prueba al sueƱo de Juana. Ɖste era su orgullo, mas no por eso se acercaba al mar. Los pobres padres se reunĆ­an con frecuencia, y Knud y Juana jugaban en los jardines y en el camino plantado de sauces que discurrĆ­a a lo largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos Ć”rboles, pues tenĆ­an las copas como podadas, pero no los habĆ­an plantado para adorno, sino para utilidad; mĆ”s hermoso era el viejo sauce del jardĆ­n a cuyo pie, segĆŗn ya hemos dicho, jugaban a menudo los dos amiguitos. En la ciudad de Kjƶge hay una gran plaza-mercado, en la que, durante la feria anual, se instalan verdaderas calles de puestos que venden cintas de seda, calzados y todas las cosas imaginables. HabĆ­a entonces un gran gentĆ­o, y generalmente llovĆ­a; ademĆ”s, apestaba a sudor de las chaquetas de los campesinos, aunque olĆ­a tambiĆ©n a exquisito alajĆŗ, del que habĆ­a toda una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era que el hombre que lo vendĆ­a se alojaba, durante la feria, en casa de los padres de Knud, y, naturalmente, lo obsequiaba con un pequeƱo pan de especias, del que participaba tambiĆ©n Juana. Pero habĆ­a algo que casi era mĆ”s hermoso todavĆ­a: el comerciante sabĆ­a contar historias de casi todas las cosas, incluso de sus turrones, y una velada explicó una que produjo tal impresión en los niƱos, que jamĆ”s pudieron olvidarla;

por eso serƔ conveniente que la oigamos tambiƩn nosotros, tanto mƔs, cuanto que es muy breve.

– Sobre el mostrador – empezó el hombre – habĆ­a dos moldes de alajĆŗ, uno en figura de un hombre con sombrero, y el otro en forma de mujer sin sombrero, pero con una mancha de oropel en la cabeza; tenĆ­an la cara de lado, vuelta hacia arriba, y habĆ­a que mirarlos desde aquel Ć”ngulo y no del revĆ©s, pues jamĆ”s hay que mirar asĆ­ a una persona. El hombre llevaba en el costado izquierdo una almendra amarga, que era el corazón, mientras la mujer era dulce toda ella. Estaban para muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho tiempo allĆ­, por lo que se enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha de salir algo de tal situación.

«Es hombre, y por tanto, tiene que ser el primero en hablar», pensaba ella; no obstante, se habría dado por satisfecha con saber que su amor era correspondido.

Los pensamientos de Ʃl eran mucho mƔs ambiciosos, como siempre son los hombres; soƱaba que era un golfo callejero y que tenƭa cuatro chelines, con los cuales se compraba la mujer y se la comƭa.

Así continuaron por espacio de días y semanas en el mostrador, y cada día estaban mÔs secos; y los pensamientos de ella eran cada vez mÔs tiernos y femeninos: «Me doy por contenta con haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se rompió por la mitad.

«Si hubiese conocido mi amor, de seguro que habría resistido un poco mÔs», pensó él.

– Y Ć©sta es la historia y aquĆ­ estĆ”n los dos – dijo el turronero. – Son notables por su vida y por su silencioso amor, que nunca conduce a nada. Ā”Vedlos ahĆ­! – y dio a Juana el hombre, sano y entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niƱos les habĆ­a emocionado tanto el cuento, que no tuvieron Ć”nimos para comerse la enamorada pareja.

Al dĆ­a siguiente se dirigieron, con las dos figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano como en invierno, de un rico tapiz de hiedra; pusieron al sol los pasteles, entre los verdes zarcillos, y contaron a un grupo de otros niƱos la historia de su amor, mudo e inĆŗtil, y todos la encontraron maravillosa; y cuando volvieron a mirar a la pareja de alajĆŗ, un muchacho grandote se habĆ­a comido ya la mujer despedazada, y esto, por pura maldad. Los niƱos se echaron a llorar, y luego – y es de suponer que lo hicieron para que el pobre hombre no quedase solo en el mundo – se lo comieron tambiĆ©n; pero en cuanto a la historia, no la olvidaron nunca.

Los dos chiquillos seguĆ­an reuniĆ©ndose bajo el sauce o junto al saĆŗco, y la niƱa cantaba canciones bellĆ­simas con su voz argentina. A Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la garganta, pero al menos se sabĆ­a la letra, y mĆ”s vale esto que nada. La gente de Kjƶge, y entre ella la seƱora de la quincallerĆ­a, se detenĆ­an a escuchar a Juana. – Ā”QuĆ© voz mĆ”s dulce! – decĆ­an.

Aquellos dƭas fueron tan felices, que no podƭan durar siempre. Las dos familias vecinas se separaron; la madre de la niƱa habƭa muerto, el padre deseaba ir a Copenhague, para volver a casarse y buscar trabajo; querƭa establecerse de mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los vecinos se despidieron con lƔgrimas, y sobre todo lloraron los niƱos; los padres se prometieron mutuamente escribirse por lo menos una vez al aƱo.

Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya mayorcito y no se le podía dejar ocioso por mÔs tiempo. Entonces recibió la confirmación. ”Ah, qué no hubiera dado por estar en Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita! Pero no pudo ir, ni había estado nunca, a pesar de que no distaba mÔs de cinco millas de Kjöge. Sin embargo, a través de la bahía, y con tiempo despejado, Knud había visto sus torres, y el día de la confirmación distinguió claramente la brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra Señora.

”Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se acordaría de él? Sí, se acordaba.

Hacia Navidad llegó una carta de su padre para los de Knud. Las cosas les iban muy bien en Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz, iba a tener una gran suerte; había ingresado en el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y enviaba un escudo a sus queridos vecinos de Kjöge para que celebrasen unas alegres Navidades. Quería que bebiesen a su salud, y la niña había añadido de su puño y letra estas palabras: «”Afectuosos saludos a Knud!».

Todos derramaron lÔgrimas, a pesar de que las noticias eran muy agradables; pero también se llora de alegría. Día tras día Juana había ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el muchacho que también ella se acordaba de él, y cuanto mÔs se acercaba el tiempo en que ascendería a oficial zapatero, mÔs claramente se daba cuenta de que estaba enamorado de Juana y de que ésta debía ser su mujer; y siempre que le venía esta idea se dibujaba una sonrisa en sus labios y tiraba con mayor fuerza del hilo, mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la lezna en un dedo, pero ”qué importa! Desde luego que no sería mudo, como los dos moldes de alajú; la historia había sido una buena lección.

Y ascendió a oficial. Colgóse la mochila al hombro, y por primera vez en su vida se dispuso a   trasladarse      a          Copenhague; ya        había encontrado allí un maestro. ”Qué sorprendida quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora 16 años, y él, 19.

Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo de oro, pero luego pensó que seguramente los encontraría          mucho             mÔs     hermosos en

Copenhague. Se despidió de sus padres, y un día lluvioso de otoño emprendió el camino de la capital; las hojas caían de los Ôrboles, y calado hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a la casa de su nuevo patrón.

El primer domingo se dispuso a visitar al padre de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y el nuevo sombrero que se trajera de Kjöge y que tan bien le sentaba; antes había usado siempre gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los muchos peldaños que conducían al piso. ”Era para dar vértigo la manera cómo la gente se apilaba en aquella enmarañada ciudad!

La vivienda respiraba bienestar, y el padre de Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa no la conocía, pero ella le alargó la mano y lo invitó a tomar café.

  • Juana estarĆ” contenta de verte – dijo el padre -. Te has vuelto un buen mozo. Ya la verĆ”s; es una muchacha que me da muchas alegrĆ­as y, Dios mediante, me darĆ” mĆ”s aĆŗn. Tiene su propia habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre llamó delicadamente a la puerta, como si fuese un forastero, y entraron – Ā”quĆ© hermoso era allĆ­! -. Seguramente en todo Kjƶge no habĆ­a un aposento semejante: ni la propia Reina lo tendrĆ­a mejor. HabĆ­a alfombras; en las ventanas, cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de terciopelo autĆ©ntico y en derredor flores y cuadros, ademĆ”s de un espejo en el que uno casi podĆ­a meterse, pues era grande como una puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y, sin embargo, sólo veĆ­a a Juana; era una moza ya crecida, muy distinta de como la imaginara, sólo que mucho mĆ”s hermosa; en toda Kjƶge no se encontrarĆ­a otra como ella; Ā”quĆ© fina y delicada! La primera mirada que dirigió a Knud fue la de una extraƱa, pero duró sólo un instante; luego se precipitó hacia Ć©l como si quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó. SĆ­, estaba muy contenta de volver a ver al amigo de su niƱez. ĀæNo brillaban lĆ”grimas en sus ojos? Y despuĆ©s empezó a preguntar y a contar, pasando desde los padres de Knud hasta el saĆŗco y el sauce; madre saĆŗco y padre sauce, como los llamaba, cual si fuesen personas; pero bien podĆ­an pasar por tales, si lo habĆ­an sido los pasteles de alajĆŗ. De Ć©stos habló tambiĆ©n y de su mudo amor, cuando estaban en el mostrador y se partieron… y la muchacha se reĆ­a con toda el alma, mientras la sangre afluĆ­a a las mejillas de Knud, y su corazón palpitaba con violencia desusada. No, no se habĆ­a vuelto orgullosa. Y ella fue tambiĆ©n la causante – bien se fijó Knud – de que sus padres lo invitasen a pasar la velada con ellos. Sirvió el tĆ© y le ofreció con su propia mano una taza luego cogió un libro y se puso a leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo que leĆ­a trataba de su amor, hasta tal punto concordaba con sus pensamientos. Luego cantó una sencilla canción, pero cantada por ella se convirtió en toda una historia; era como si su corazón se desbordase en ella. SĆ­, indudablemente querĆ­a a Knud. Las lĆ”grimas rodaron por las mejillas del muchacho sin poder Ć©l impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra de su boca; se acusaba de tonto a sĆ­ mismo, pero ella le estrechó la mano y le dijo:
  • Tienes un buen corazón, Knud. SĆ© siempre como ahora.

Fue una velada inolvidable. Son ocasiones después de las cuales no es posible dormir, y Knud se pasó la noche despierto.

 

 

Ā Buen Humor

 

Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ĀæquiĆ©n era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en total contradicción con su oficio. Y, ĀæcuĆ”l era su oficio, su posición en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: Ā«Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oĆ­r hablarĀ». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su profesión lo situó a la cabeza de los personajes mĆ”s conspicuos de la ciudad, y allĆ­ estaba en su pleno derecho, pues aquĆ©l era su verdadero puesto. TenĆ­a que ir siempre delante: del obispo, de los prĆ­ncipes de la sangre…; sĆ­, seƱor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fĆŗnebres.

Bueno, pues ya lo sabéis. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veían a mi padre sentado allÔ arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con la que representan al sol, no había manera de pensar en el luto ni en la tumba. Aquella cara decía: «No os preocupéis. A lo mejor no es tan malo como lo pintan».

Pues bien, de él he heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allí con un espíritu alegre, y otra cosa, todavía: me llevo siempre el periódico, como él hacía también.

Ya no soy tan joven como antes, no tengo mujer ni hijos, ni tampoco biblioteca, pero, como ya he dicho, compro el periódico, y con él me basta; es el mejor de los periódicos, el que leía también mi padre. Resulta muy útil para muchas cosas, y ademÔs trae todo lo que hay que saber: quién predica en las iglesias, y quién lo hace en los libros nuevos; dónde se encuentran casas, criados, ropas y alimentos; quién efectúa «liquidaciones», y quién se marcha. Y luego, uno se entera de tantos actos caritativos y de tantos versos ingenuos que no hacen daño a nadie, anuncios matrimoniales, citas que uno acepta o no, y todo de manera tan sencilla y natural. Se puede vivir muy bien y muy felizmente, y dejar que lo entierren a uno, cuando se tiene el «Noticiero»; al llegar al final de la vida se tiene tantísimo papel, que uno puede tenderse encima si no le parece apropiado descansar sobre virutas y serrín.

El «Noticiero» y el cementerio son y han sido siempre las formas de ejercicio que mÔs han hablado a mi espíritu, mis balnearios preferidos para conservar el buen humor.

Ahora bien, por el periódico puede pasear cualquiera; pero veníos conmigo al cementerio. Vamos allÔ cuando el sol brilla y los Ôrboles estÔn verdes; paseémonos entonces por entre las tumbas, Cada una de ellas es como un libro cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el título, que dice lo que la obra contiene, y, sin embargo, nada dice; pero yo conozco el intríngulis, lo sé por mi padre y por mí mismo. Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me he compuesto yo mismo para mi servicio y gusto. En él estÔn todos juntos y aún algunos mÔs.

Ya estamos en el cementerio.

DetrĆ”s de una reja pintada de blanco, donde antaƱo crecĆ­a un rosal – hoy no estĆ”, pero unos tallos de siempreviva de la sepultura contigua han extendido hasta aquĆ­ sus dedos, y mĆ”s vale esto que nada -, reposa un hombre muy desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le faltaba su buena rentecita y aĆŗn algo mĆ”s, pero se tomaba el mundo, en todo caso, el Arte, demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro dispuesto a disfrutar con toda su alma, se ponĆ­a frenĆ©tico sólo porque el tramoyista iluminaba demasiado la cara de la luna, o porque las bambalinas colgaban delante de los bastidores en vez de hacerlo por detrĆ”s, o porque salĆ­a una palmera en un paisaje de Dinamarca, un cacto en el Tirol o hayas en el norte de Noruega. ĀæAcaso tiene eso la menor importancia? ĀæQuiĆ©n repara en estas cosas? Es la comedia lo que debe causaros placer. Tan pronto el pĆŗblico aplaudĆ­a demasiado, como no aplaudĆ­a bastante. – Esta leƱa estĆ” hĆŗmeda -decĆ­a-, no quemarĆ” esta noche -. Y luego se volvĆ­a a ver quĆ© gente habĆ­a, y notaba que se reĆ­an a deshora, en ocasiones en que la risa no venĆ­a a cuento, y el hombre se encolerizaba y sufrĆ­a. No podĆ­a soportarlo, y era un desgraciado. Y helo aquĆ­: hoy reposa en su tumba.

Aquí yace un hombre feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de alta cuna; y ésta fue su dicha, ya que, por lo demÔs, nunca habría sido nadie; pero en la Naturaleza estÔ todo tan bien dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en ello. Iba siempre con bordados por delante y por detrÔs, y ocupaba su sitio en los salones, como se coloca un costoso cordón de campanilla bordado en perlas, que tiene siempre detrÔs otro cordón bueno y recio que hace el servicio. También él llevaba detrÔs un buen cordón, un hombre de paja encargado de efectuar el servicio. Todo estÔ tan bien dispuesto, que a uno no pueden por menos que alegrÔrsele las pajarillas.

Descansa aquĆ­ – Ā”esto sĆ­ que es triste! -, descansa aquĆ­ un hombre que se pasó sesenta y siete aƱos reflexionando sobre la manera de tener una buena ocurrencia. Vivió sólo para esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente buena a su juicio, y le dio una alegrĆ­a tal, que se murió de ella, con lo que nadie pudo aprovecharse, pues a nadie la comunicó. Y mucho me temo que por causa de aquella buena idea no encuentre reposo en la tumba; pues suponiendo que no se trate de una ocurrencia de esas que sólo pueden decirse a la hora del desayuno – pues de otro modo no producen efecto -, y de que Ć©l, como buen difunto, y segĆŗn es general creencia, sólo puede aparecerse a medianoche, resulta que no siendo la ocurrencia adecuada para dicha hora, nadie se rĆ­e, y el hombre tiene que volverse a la sepultura con su buena idea. Es una tumba realmente triste.

Aquí reposa una mujer codiciosa. En vida se levantaba por la noche a maullar para hacer creer a los vecinos que tenía gatos; ”hasta tanto llegaba su avaricia!

Aquí yace una señorita de buena familia; se moría por lucir la voz en las veladas de sociedad, y entonces cantaba una canción italiana que decía: «Mi manca la voce!» («”Me falta la voz!»). Es la única verdad que dijo en su vida.

Yace aquĆ­ una doncella de otro cuƱo. Cuando el canario del corazón empieza a cantar, la razón se tapa los oĆ­dos con los dedos. La hermosa doncella entró en la gloria del matrimonio… Es Ć©sta una historia de todos los dĆ­as, y muy bien contada ademĆ”s. Ā”Dejemos en paz a los muertos!

Aquí reposa una viuda, que tenía miel en los labios y bilis en el corazón. Visitaba las familias a la caza de los defectos del prójimo, de igual manera que en días pretéritos el «amigo policía» iba de un lado a otro en busca de una placa de cloaca que no estaba en su sitio.

Tenemos aquí un panteón de familia. Todos los miembros de ella estaban tan concordes en sus opiniones, que aun cuando el mundo entero y el periódico dijesen: «Es así», si el benjamín de la casa decía, al llegar de la escuela: «Pues yo lo he oído de otro modo», su afirmación era la única fidedigna, pues el chico era miembro de la familia. Y no había duda: si el gallo del corral acertaba a cantar a media noche, era señal de que rompía el alba, por mÔs que el vigilante y todos los relojes de la ciudad se empeñasen en decir que era medianoche.

El gran Goethe cierra su Fausto con estas palabras: «Puede continuarse», Lo mismo podríamos decir de nuestro paseo por el cementerio. Yo voy allí con frecuencia; cuando alguno de mis amigos, o de mis no amigos se pasa de la raya conmigo, me voy allí, busco un buen trozo de césped y se lo consagro, a él o a ella, a quien sea que quiero enterrar, y lo entierro enseguida; y allí se estÔn muertecitos e impotentes hasta que resucitan, nuevecitos y mejores. Su vida y sus acciones, miradas desde mi atalaya, las escribo en mi libro funerario. Y así debieran proceder todas las personas; no tendrían que encolerizarse cuando alguien les juega una mala pasada, sino enterrarlo enseguida, conservar el buen humor y el «Noticiero», este periódico escrito por el pueblo mismo, aunque a veces inspirado por otros.

Cuando suene la hora de encuadernarme con la historia de mi vida y depositarme en la tumba, poned esta inscripción: «Un hombre de buen humor».

Ɖsta es mi historia.

 

 

 

Cada cosa en su sitio

 

Hace de esto mƔs de cien aƱos.

DetrƔs del bosque, a orillas de un gran lago, se levantaba un viejo palacio, rodeado por un profundo foso en el que crecƭan caƱaverales, juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se inclinaban sobre las caƱas.

Desde el valle llegaban sones de cuernos y trotes de caballos; por eso la zagala se daba prisa en sacar los gansos del puente antes de que llegase la partida de cazadores. Venía ésta a todo galope, y la muchacha hubo de subirse de un brinco a una de las altas piedras que sobresalían junto al puente, para no ser atropellada. Era casi una niña, delgada y flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos maravillosamente límpidos. Mas el noble caballero no reparó en ellos; a pleno galope, blandiendo el lÔtigo, por puro capricho dio con él en el pecho de la pastora, con tanta fuerza que la derribó.

  • Ā”Cada cosa en su sitio! -exclamó-. Ā”El tuyo es el estercolero! -y soltó una carcajada, pues el chiste le pareció gracioso, y los demĆ”s le hicieron coro. Todo el grupo de cazadores prorrumpió en un estruendoso griterĆ­o, al que se sumaron los ladridos de los perros. Era lo que dice la canción:

«”Borrachas llegan las ricas aves!».

Dios sabe lo rico que era.

La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En cuanto los señores y la jauría hubieron desaparecido por la puerta, ella trató de salir de su atolladero, pero la rama se quebró, y la muchachita cayó en medio del cañaveral, sintiendo en el mismo momento que la sujetaba una mano robusta. Era un buhonero, que, habiendo presenciado toda la escena desde alguna distancia, corrió en su auxilio.

  • Ā”Cada cosa en su sitio! -dijo, remedando al noble en tono de burla y poniendo a la muchacha en un lugar seco. Luego intentó volver a adherir la rama quebrada al Ć”rbol; pero eso de Ā«cada cosa en su sitioĀ» no siempre tiene aplicación, y asĆ­ la clavó en la tierra reblandecida -. Crece si puedes; crece hasta convertirte en una buena flauta para la gente del castillo -. Con ello querĆ­a augurar al noble y los suyos un bien merecido castigo. Subió despuĆ©s al palacio, aunque no pasó al salón de fiestas; no era bastante distinguido para ello. Sólo le permitieron entrar en la habitación de la servidumbre, donde fueron examinadas sus mercancĆ­as y discutidos los precios. Pero del salón donde se celebraba el banquete llegaba el griterĆ­o y alboroto de lo que querĆ­an ser canciones; no sabĆ­an hacerlo mejor. Resonaban las carcajadas y los ladridos de los perros. Se comĆ­a y bebĆ­a con el mayor desenfreno. El vino y la cerveza espumeaban en copas y jarros, y los canes favoritos participaban en el festĆ­n; los seƱoritos los besaban despuĆ©s de secarles el hocico con las largas orejas colgantes. El buhonero fue al fin introducido en el salón, con sus mercancĆ­as; sólo querĆ­an divertirse con Ć©l. El vino se les habĆ­a subido a la cabeza, expulsando de ella a la razón. Le sirvieron cerveza en un calcetĆ­n para que bebiese con ellos, Ā”pero deprisa! Una ocurrencia por demĆ”s graciosa, como se ve. RebaƱos enteros de ganado, cortijos con sus campesinos fueron jugados y perdidos a una sola carta.
  • Ā”Cada cosa en su sitio! -dijo el buhonero cuando hubo podido escapar sano y salvo de aquella Sodoma y Gomorra, como Ć©l la llamó-. Mi sitio es el camino, bajo el cielo, y no allĆ” arriba -. Y desde el vallado se despidió de la zagala con un gesto de la mano.

Pasaron dƭas y semanas, y aquella rama quebrada de sauce que el buhonero plantara junto al foso, seguƭa verde y lozana; incluso salƭan de ella nuevos vƔstagos. La doncella vio que habƭa echado raƭces, lo cual le produjo gran contento, pues le parecƭa que era su propio Ɣrbol.

Y asƭ fue prosperando el joven sauce, mientras en la propiedad todo decaƭa y marchaba del revƩs, a fuerza de francachelas y de juego: dos ruedas muy poco apropiadas para hacer avanzar el carro.

No habĆ­an transcurrido aĆŗn seis aƱos, cuando el noble hubo de abandonar su propiedad convertido en pordiosero, sin mĆ”s haber que un saco y un bastón. La compró un rico buhonero, el mismo que un dĆ­a fuera objeto de las burlas de sus antiguos propietarios, cuando le sirvieron cerveza en un calcetĆ­n. Pero la honradez y la laboriosidad llaman a los vientos favorables, y ahora el comerciante era dueƱo de la noble mansión. Desde aquel momento quedaron desterrados de ella los naipes. – Ā”Mala cosa! decĆ­a el nuevo dueƱo-. Viene de que el diablo, despuĆ©s que hubo leĆ­do la Biblia, quiso fabricar una caricatura de ella e ideo el juego de cartas. El nuevo seƱor contrajo matrimonio – Āæcon quiĆ©n dirĆ­as? – Pues con la zagala, que se habĆ­a conservado honesta, piadosa y buena. Y en sus nuevos vestidos aparecĆ­a tan pulcra y distinguida como si hubiese nacido en noble cuna. ĀæCómo ocurrió la cosa? Bueno, para nuestros tiempos tan ajetreados serĆ­a Ć©sta una historia demasiado larga, pero el caso es que sucedió; y ahora viene lo mĆ”s importante.

En la antigua propiedad todo marchaba a las mil maravillas; la madre cuidaba del gobierno domĆ©stico, y el padre, de las faenas agrĆ­colas. LlovĆ­an sobre ellos las bendiciones; la prosperidad llama a la prosperidad. La vieja casa seƱorial fue reparada y embellecida; se limpiaron los fosos y se plantaron en ellos Ć”rboles frutales; la casa era cómoda, acogedora, y el suelo, brillante y limpĆ­simo. En las veladas de invierno, el ama y sus criadas hilaban lana y lino en el gran salón, y los domingos se leĆ­a la Biblia en alta voz, encargĆ”ndose de ello el Consejero comercial, pues a esta dignidad habĆ­a sido elevado el ex-buhonero en los Ćŗltimos aƱos de su vida. CrecĆ­an los hijos – pues habĆ­an venido hijos -, y todos recibĆ­an buena instrucción, aunque no todos eran inteligentes en el mismo grado, como suele suceder en las familias.

La rama de sauce se habĆ­a convertido en un Ć”rbol exuberante, y crecĆ­a en plena libertad, sin ser podado. – Ā”Es nuestro Ć”rbol familiar! -decĆ­a el anciano matrimonio, y no se cansaban de recomendar a sus hijos, incluso a los mĆ”s ligeros de cascos, que lo honrasen y respetasen siempre.

Y ahora dejamos transcurrir cien aƱos.

Estamos en los tiempos presentes. El lago se había transformado en un cenagal, y de la antigua mansión nobiliaria apenas quedaba vestigio: una larga charca, con unas ruinas de piedra en uno de sus bordes, era cuanto subsistía del profundo foso, en el que se levantaba un espléndido Ôrbol centenario de ramas colgantes: era el Ôrbol familiar. Allí seguía, mostrando lo hermoso que puede ser un sauce cuando se lo deja crecer en libertad. Cierto que tenía hendido el tronco desde la raíz hasta la copa, y que la tempestad lo había torcido un poco; pero vivía, y de todas sus grietas y desgarraduras, en las que el viento y la intemperie habían depositado tierra fecunda, brotaban flores y hierbas; principalmente en lo alto, allí donde se separaban las grandes ramas, se había formado una especie de jardincito colgante de frambuesas y otras plantas, que suministran alimento a los pajarillos; hasta un gracioso acerolo había echado allí raíces y se levantaba, esbelto y distinguido, en medio del viejo sauce, que se miraba en las aguas negras cada vez que el viento barría las lentejas acuÔticas y las arrinconaba en un Ôngulo de la charca. Un estrecho sendero pasaba a través de los campos señoriales, como un trazo hecho en una superficie sólida.

En la cima de la colina lindante con el bosque, desde la cual se dominaba un soberbio panorama, se alzaba el nuevo palacio, inmenso y suntuoso, con cristales tan transparentes, que habrĆ­ase dicho que no los habĆ­a. La gran escalinata frente a la puerta principal parecĆ­a una galerĆ­a de follaje, un tejido de rosas y plantas de amplias hojas. El cĆ©sped era tan limpio y verde como si cada maƱana y cada tarde alguien se entretuviera en quitar hasta la mĆ”s Ć­nfima brizna de hierba seca. En el interior del palacio, valiosos cuadros colgaban de las paredes, y habĆ­a sillas y divanes tapizados de terciopelo y seda, que parecĆ­an capaces de moverse por sus propios pies; mesas con tablero de blanco mĆ”rmol y libros encuadernados en tafilete con cantos de oro… Era gente muy rica la que allĆ­ residĆ­a, gente noble: eran barones.

Cinco en una vaina

 

Cinco guisantes estaban encerrados en una vaina, y como ellos eran verdes y la vaina era verde también, creían que el mundo entero era verde, y tenían toda la razón. Creció la vaina y crecieron los guisantes; para aprovechar mejor el espacio, se pusieron en fila. Por fuera lucía el sol y calentaba la vaina, mientras la lluvia la limpiaba y volvía transparente. El interior era tibio y confortable, había claridad de día y oscuridad de noche, tal y como debe ser; y los guisantes, en la vaina, iban creciendo y se entregaban a sus reflexiones, pues en algo debían ocuparse.

– ĀæNos pasaremos toda la vida metidos aquĆ­? decĆ­an-. Ā”Con tal de que no nos endurezcamos a fuerza de encierro! Me da la impresión de que hay mĆ”s cosas allĆ” fuera; es como un presentimiento.

Y fueron transcurriendo las semanas; los guisantes se volvieron amarillos, y la vaina, tambiƩn.

  • Ā”El mundo entero se ha vuelto amarillo! exclamaron; y podĆ­an afirmarlo sin reservas.

Un día sintieron un tirón en la vaina; había sido arrancada por las manos de alguien, y, junto con otras, vino a encontrarse en el bolsillo de una chaqueta.

  • Pronto nos abrirĆ”n -dijeron los guisantes, afanosos de que llegara el ansiado momento. – Me gustarĆ­a saber quiĆ©n de nosotros llegarĆ” mĆ”s lejos -dijo el menor de los cinco-. No tardaremos en saberlo.
  • SerĆ” lo que haya de ser -contestó el mayor.

”Zas!, estalló la vaina y los cinco guisantes salieron rodando a la luz del sol. Estaban en una mano infantil; un chiquillo los sujetaba fuertemente, y decía que estaban como hechos a medida para su cerbatana. Y metiendo uno en ella, sopló.

  • Ā”Heme aquĆ­ volando por el vasto mundo!

”AlcÔnzame, si puedes! -y salió disparado.

  • Yo me voy directo al Sol -dijo el segundo-. Es una vaina como Dios manda, y que me irĆ” muy bien-. Y allĆ” se fue.
  • Cuando lleguemos a nuestro destino podremos descansar un rato -dijeron los dos siguientes-, pero nos queda aĆŗn un buen trecho para rodar-, y, en efecto, rodaron por el suelo antes de ir a parar a la cerbatana, pero al fin dieron en ella-. Ā”Llegaremos mĆ”s lejos que todos!
  • Ā”SerĆ” lo que haya de ser! – dijo el Ćŗltimo al sentirse proyectado a las alturas. Fue a dar contra la vieja tabla, bajo la ventana de la buhardilla, justamente en una grieta llena de musgo y mullida tierra, y el musgo lo envolvió amorosamente. Y allĆ­ se quedó el guisante oculto, pero no olvidado de Dios.
  • Ā”SerĆ” lo que haya de ser! – repitió.

VivĆ­a en la buhardilla una pobre mujer que se ausentaba durante la jornada para dedicarse a limpiar estufas, aserrar madera y efectuar otros trabajos pesados, pues no le faltaban fuerzas ni Ć”nimos, a pesar de lo cual seguĆ­a en la pobreza. En la reducida habitación quedaba sólo su Ćŗnica hija, mocita delicada y linda que llevaba un aƱo en cama, luchando entre la vida y la muerte.Ā  – Ā”Se irĆ” con su hermanita! -suspiraba la mujer-. Tuve dos hijas, y muy duro me fue cuidar de las dos, hasta que el buen Dios quiso compartir el trabajo conmigo y se me llevó una. Bien quisiera yo ahora que me dejase la que me queda, pero seguramente a Ɖl no le parece bien que estĆ©n separadas, y se llevarĆ” a Ć©sta al cielo, con su hermana.

Pero la doliente muchachita no se morĆ­a; se pasaba todo el santo dĆ­a resignada y quieta, mientras su madre estaba fuera, a ganar el pan de las dos.

Llegó la primavera; una mañana, temprano aún, cuando la madre se disponía a marcharse a la faena, el sol entró piadoso a la habitación por la ventanuca y se extendió por el suelo, y la niña enferma dirigió la mirada al cristal inferior.

  • ĀæQuĆ© es aquello verde que asoma junto al cristal y que mueve el viento?

La madre se acercó a la ventana y la entreabrió. – Ā”Mira! -dijo-, es una planta de guisante que ha brotado aquĆ­ con sus hojitas verdes. ĀæCómo llegarĆ­a a esta rendija? Pues tendrĆ”s un jardincito en que recrear los ojos.

Acercó la camita de la enferma a la ventana, para que la niña pudiese contemplar la tierna planta, y la madre se marchó al trabajo.

  • Ā”Madre, creo que me repondrĆ©! -exclamó la chiquilla al atardecer-. Ā”El sol me ha calentado tan bien, hoy! El guisante crece a las mil maravillas, y tambiĆ©n yo saldrĆ© adelante y me repondrĆ© al calor del sol.
  • Ā”Dios lo quiera! -suspiró la madre, que abrigaba muy pocas esperanzas. Sin embargo, puso un palito al lado de la tierna planta que tan buen Ć”nimo habĆ­a infundido a su hija, para evitar que el viento la estropease. Sujetó en la tabla inferior un bramante, y lo ató en lo alto del marco de la ventana, con objeto de que la planta tuviese un punto de apoyo donde enroscar sus zarcillos a medida que se encaramase. Y, en efecto, se veĆ­a crecer dĆ­a tras dĆ­a.
  • Ā”Dios mĆ­o, hasta flores echa! -exclamó la madre una maƱana- y entróle entonces la esperanza y la creencia de que su niƱa enferma se repondrĆ­a. Recordó que en aquellos Ćŗltimos tiempos la pequeƱa habĆ­a hablado con mayor animación; que desde hacĆ­a varias maƱanas se habĆ­a sentado sola en la cama, y, en aquella posición, se habĆ­a pasado horas contemplando con ojos radiantes el jardincito formado por una Ćŗnica planta de guisante.

La semana siguiente la enferma se levantó por primera vez una hora, y se estuvo, feliz, sentada al sol, con la ventana abierta; y fuera se había abierto también una flor de guisante, blanca y roja. La chiquilla, inclinando la cabeza, besó amorosamente los delicados pétalos. Fue un día de fiesta para ella.

  • Ā”Dios misericordioso la plantó y la hizo crecer para darte esperanza y alegrĆ­a, hijita! – dijo la madre, radiante, sonriendo a la flor como si fuese un Ć”ngel bueno, enviado por Dios.

Pero, ¿y los otros guisantes? Pues verÔs: Aquel que salió volando por el amplio mundo, diciendo: «”AlcÔnzame si puedes!», cayó en el canalón del tejado y fue a parar al buche de una paloma, donde encontróse como JonÔs en el vientre de la ballena. Los dos perezosos tuvieron la misma suerte; fueron también pasto de las palomas, con lo cual no dejaron de dar un cierto rendimiento positivo. En cuanto al cuarto, el que pretendía volar hasta el Sol, fue a caer al vertedero, y allí estuvo días y semanas en el agua sucia, donde se hinchó horriblemente.

  • Ā”Cómo engordo! -exclamaba satisfecho-. AcabarĆ© por reventar, que es todo lo que puede hacer un guisante. Soy el mĆ”s notable de los cinco que crecimos en la misma vaina.

Y el vertedero dio su beneplÔcito a aquella opinión.

Mientras tanto, allĆ”, en la ventana de la buhardilla, la muchachita, con los ojos radiantes y el brillo de la salud en las mejillas, juntaba sus hermosas manos sobre la flor del guisante y daba gracias a Dios.

– El mejor guisante es el mĆ­o -seguĆ­a diciendo el vertedero.

 

 

ColƔs el chico y ColƔs el grande

Vivían en un pueblo dos hombres que se llamaban igual: ColÔs, pero el uno tenía cuatro caballos, y el otro, solamente uno. Para distinguirlos llamaban ColÔs el Grande al de los cuatro caballos, y ColÔs el Chico al otro, dueño de uno solo. Vamos a ver ahora lo que les pasó a los dos, pues es una historia verdadera.

Durante toda la semana, ColÔs el Chico tenía que arar para el Grande, y prestarle su único caballo; luego ColÔs el Grande prestaba al otro sus cuatro caballos, pero sólo una vez a la semana: el domingo.

Ā”HabĆ­a que ver a ColĆ”s el Chico haciendo restallar el lĆ”tigo sobre los cinco animales! Los miraba como suyos, pero sólo por un dĆ­a. Brillaba el sol, y las campanas de la iglesia llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba con el devocionario bajo el brazo para escuchar al predicador, y veĆ­a a ColĆ”s el Chico labrando con sus cinco caballos; y al hombre le daba tanto gusto que lo vieran asĆ­, que, pegando un nuevo latigazo, gritaba: «”Oho! Ā”Mis caballos!Ā» – No debes decir esto -reprendióle ColĆ”s el Grande-. Sólo uno de los caballos es tuyo.

Pero en cuanto volvía a pasar gente, ColÔs el Chico, olvidÔndose de que no debía decirlo, volvía a gritar: «”Oho! ”Mis caballos!».

  • Te lo advierto por Ćŗltima vez -dijo ColĆ”s el Grande-. Como lo repitas, le arreo un trastazo a tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrĆ”s ganado.
  • Te prometo que no volverĆ© a decirlo respondió ColĆ”s el Chico. Pero pasó mĆ”s gente que lo saludó con un gesto de la cabeza y nuestro hombre, muy orondo, pensando que era realmente de buen ver el que tuviese cinco caballos para arar su campo, volvió a restallar el lĆ”tigo, exclamando: «”Oho! Ā”Mis caballos!Ā».
  • Ā”Ya te darĆ© yo tus caballos! -gritó el otro, y, agarrando un mazo, diole en la cabeza al de ColĆ”s el Chico, y lo mató.
  • Ā”Ay! Ā”Me he quedado sin caballo! -se lamentó el pobre ColĆ”s, echĆ”ndose a llorar. Luego lo despellejó, puso la piel a secar al viento, metióla en un saco, que se cargó a la espalda, y emprendió el camino de la ciudad para ver si la vendĆ­a.

La distancia era muy larga; tuvo que atravesar un gran bosque oscuro, y como el tiempo era muy malo, se extravió, y no volvió a dar con el camino hasta que anochecía; ya era tarde para regresar a su casa o llegar a la ciudad antes de que cerrase la noche.

 

A muy poca distancia del camino había una gran casa de campo. Aunque los postigos de las ventanas estaban cerrados, por las rendijas se filtraba luz. «Esa gente me permitirÔ pasar la noche aquí», pensó ColÔs el Chico, y llamó a la puerta.

Abrió la dueña de la granja, pero al oír lo que pedía el forastero le dijo que siguiese su camino, pues su marido estaba ausente y no podía admitir a desconocidos.

  • Bueno, no tendrĆ© mĆ”s remedio que pasar la noche fuera -dijo ColĆ”s, mientras la mujer le cerraba la puerta en las narices.

Había muy cerca un gran montón de heno, y entre él y la casa, un pequeño cobertizo con tejado de paja.

  • Puedo dormir allĆ” arriba -dijo ColĆ”s el Chico, al ver el tejadillo-; serĆ” una buena cama. No creo que a la cigüeƱa se le ocurra bajar a picarme las piernas -pues en el tejado habĆ­a hecho su nido una autĆ©ntica cigüeƱa.

Subióse nuestro hombre al cobertizo y se tumbó, volviéndose ora de un lado ora del otro, en busca de una posición cómoda. Pero he aquí que los postigos no llegaban hasta lo alto de la ventana, y por ellos podía verse el interior.

En el centro de la habitación había puesta una gran mesa, con vino, carne asada y un pescado de apetitoso aspecto. Sentados a la mesa estaban la aldeana y el sacristÔn, ella le servía, y a él se le iban los ojos tras el pescado, que era su plato favorito.

 

«”Quién estuviera con ellos!», pensó ColÔs el Chico, alargando la cabeza hacia la ventana. Y entonces vio que habla ademÔs un soberbio pastel. ”Qué banquete, santo Dios!

Oyó entonces en la carretera el trote de un caballo que se dirigía a la casa; era el marido de la campesina, que regresaba.

El marido era un hombre excelente, y todo el mundo lo apreciaba; sólo tenĆ­a un defecto: no podĆ­a ver a los sacristanes; en cuanto se le ponĆ­a uno ante los ojos, entrĆ”bale una rabia loca. Por eso el sacristĆ”n de la aldea habĆ­a esperado a que el marido saliera de viaje para visitar a su mujer, y ella le habĆ­a obsequiado con lo mejor que tenĆ­a. Al oĆ­r al hombre que volvĆ­a asustĆ”ronse los dos, y ella pidió al sacristĆ”n que se ocultase en un gran arcón vacĆ­o, pues sabĆ­a muy bien la inquina de su esposo por los sacristanes. Apresuróse a esconder en el horno las sabrosas viandas y el vino, no fuera que el marido lo observara y le pidiera cuentas. – Ā”QuĆ© pena! -suspiró ColĆ”s desde el tejado del cobertizo, al ver que desaparecĆ­a el banquete. – ĀæQuiĆ©n anda por ahĆ­? -preguntó el campesino mirando a ColĆ”s-. ĀæQuĆ© haces en la paja? Entra, que estarĆ”s mejor.

Entonces ColÔs le contó que se había extraviado, y le rogó que le permitiese pasar allí la noche.

  • No faltaba mĆ”s -respondióle el labrador-, pero antes haremos algo por la vida.

La mujer recibió a los dos amablemente, puso la mesa y les sirvió una sopera de papillas. El campesino venía hambriento y comía con buen apetito, pero NicolÔs no hacía sino pensar en aquel suculento asado, el pescado y el pastel escondidos en el horno.

Debajo de la mesa había dejado el saco con la piel de caballo; ya sabemos que iba a la ciudad para venderla. Como las papillas se le atragantaban, oprimió el saco con el pie, y la piel seca produjo un chasquido.

  • Ā”Chit! -dijo ColĆ”s al saco, al mismo tiempo que volvĆ­a a pisarlo y producĆ­a un chasquido mĆ”s ruidoso que el primero.
  • Ā”Oye! ĀæQuĆ© llevas en el saco? -preguntó el dueƱo de la casa. – Nada, es un brujo -respondió el otro-. Dice que no tenemos por quĆ© comer papillas, con la carne asada, el pescado y el pastel que hay en el horno.
  • ĀæQuĆ© dices? -exclamó el campesino, corriendo a abrir el horno, donde aparecieron todas las apetitosas viandas que la mujer habĆ­a ocultado, pero que Ć©l supuso que estaban allĆ­ por obra del brujo. La mujer no se atrevió a abrir la boca; trajo los manjares a la mesa, y los dos hombres se regalaron con el pescado, el asado, y el dulce. Entonces ColĆ”s volvió a oprimir el saco, y la piel crujió de nuevo.
  • ĀæQuĆ© dice ahora? -preguntó el campesino.
  • Dice -respondió el muy pĆ­caro- que tambiĆ©n ha hecho salir tres botellas de vino para nosotros; y que estĆ”n en aquel rincón, al lado del horno.

La mujer no tuvo mÔs remedio que sacar el vino que había escondido, y el labrador bebió y se puso alegre. ”Qué no hubiera dado, por tener un brujo como el que ColÔs guardaba en su saco!

  • ĀæEs capaz de hacer salir al diablo? -preguntó-. Me gustarĆ­a verlo, ahora que estoy alegre.
  • Ā”Claro que sĆ­! -replicó ColĆ”s-. Mi brujo hace cuanto le pido. ĀæVerdad, tĆŗ? -preguntó pisando el saco y produciendo otro crujido-. ĀæOyes? Ha dicho que sĆ­. Pero el diablo es muy feo; serĆ” mejor que no lo veas.
  • No le tengo miedo. ĀæCómo crees que es?
  • Pues se parece mucho a un sacristĆ”n.
  • Ā”Uf! -exclamó el campesino-. Ā”SĆ­ que es feo! ĀæSabes?, una cosa que no puedo sufrir es ver a un sacristĆ”n. Pero no importa. Sabiendo que es el diablo, lo podrĆ© tolerar por una vez. Hoy me siento con Ć”nimos; con tal que no se me acerque demasiado…
  • Como quieras, se lo pedirĆ© al brujo -, dijo ColĆ”s, y, pisando el saco, aplicó contra Ć©l la oreja.
  • ĀæQuĆ© dice?
  • Dice que abras aquella arca y verĆ”s al diablo; estĆ” dentro acurrucado. Pero no sueltes la tapa, que podrĆ­a escaparse.
  • AyĆŗdame a sostenerla -pidióle el campesino, dirigiĆ©ndose hacia el arca en que la mujer habĆ­a metido al sacristĆ”n de carne y hueso, el cual se morĆ­a de miedo en su escondrijo.

El campesino levantó un poco la tapa con precaución y miró al interior.

  • Ā”Uy! -exclamó, pegando un salto atrĆ”s-. Ya lo he visto. Ā”Igual que un sacristĆ”n! Ā”Espantoso!

Lo celebraron con unas copas y se pasaron buena parte de la noche empinando el codo.

  • Tienes que venderme el brujo -dijo el campesino-. Pide lo que quieras; te darĆ© aunque sea una fanega de dinero.
  • No, no puedo -replicó ColĆ”s-. Piensa en los beneficios que puedo sacar de este brujo.

-”Me he encaprichado con él! ”Véndemelo! insistió el otro, y siguió suplicando.

  • Bueno -avĆ­nose al fin ColĆ”s-. Lo harĆ© porque has sido bueno y me has dado asilo esta noche. Te cederĆ© el brujo por una fanega de dinero; pero ha de ser una fanega rebosante.
  • La tendrĆ”s -respondió el labriego-. Pero vas a llevarte tambiĆ©n el arca; no la quiero en casa ni un minuto mĆ”s. Ā”QuiĆ©n sabe si el diablo estĆ” aĆŗn en ella!.

ColÔs el Chico dio al campesino el saco con la piel seca, y recibió a cambio una fanega de dinero bien colmada. El campesino le regaló todavía un carretón para transportar el dinero y el arca.

  • Ā”Adiós! -dijo ColĆ”s, alejĆ”ndose con las monedas y el arca que contenĆ­a al sacristĆ”n.

Por el borde opuesto del bosque fluƭa un rƭo caudaloso y muy profundo; el agua corrƭa con tanta furia, que era imposible nadar a contra corriente. No hacƭa mucho que habƭan tendido sobre Ʃl un gran puente, y cuando ColƔs estuvo en la mitad dijo en voz alta, para que lo oyera el sacristƔn:

  • ĀæQuĆ© hago con esta caja tan incómoda? Pesa como si estuviese llena de piedras. Ya me voy cansando de arrastrarla; la echarĆ© al rĆ­o, Si va flotando hasta mi casa bien, y si no, no importa. Y la levantó un poco con una mano, como para arrojarla al rĆ­o.
  • Ā”Detente, no lo hagas! -gritó el sacristĆ”n desde dentro. DĆ©jame salir primero.
  • Ā”Dios me valga! -exclamó ColĆ”s, simulando espanto-. Ā”TodavĆ­a estĆ” aquĆ­! Ā”EchĆ©moslo al rĆ­o sin perder tiempo, que se ahogue!
  • Ā”Oh, no, no! -suplicó el sacristĆ”n-. Si me sueltas te darĆ© una fanega de dinero.
  • Bueno, esto ya es distinto -aceptó ColĆ”s, abriendo el arca. El sacristĆ”n se apresuró a salir de ella, arrojó el arca al agua y se fue a su casa, donde ColĆ”s recibió el dinero prometido. Con el que le habĆ­a entregado el campesino tenĆ­a ahora el carretón lleno.

«Me he cobrado bien el caballo», se dijo cuando de vuelta a su casa, desparramó el dinero en medio de la habitación.

«”La rabia que tendrÔ ColÔs el Grande cuando vea que me he hecho rico con mi único caballo!; pero no se lo diré».

 

 

 

Dentro de mil aƱos

 

Sí, dentro de mil años la gente cruzarÔ el océano, volando por los aires, en alas del vapor. Los jóvenes colonizadores de América acudirÔn a visitar la vieja Europa. VendrÔn a ver nuestros monumentos y nuestras decaídas ciudades, del mismo modo que nosotros peregrinamos ahora para visitar las decaídas magnificencias del Asia Meridional. Dentro de mil años, vendrÔn ellos. El TÔmesis, el Danubio, el Rin, seguirÔn fluyendo aún; el Mont-blanc continuarÔ enhiesto con su nevada cumbre, la auroras boreales proyectarÔn sus brillantes resplandores sobre las tierras del Norte; pero una generación tras otra se ha convertido en polvo, series enteras de momentÔneas grandezas han caído en el olvido, como aquellas que hoy dormitan bajo el túmulo donde el rico harinero, en cuya propiedad se alza, se mandó instalar un banco para contemplar desde allí el ondeante campo de mieses que se extiende a sus pies.

– Ā”A Europa! -exclamarĆ”n las jóvenes generaciones americanas-. Ā”A la tierra de nuestros abuelos, la tierra santa de nuestros recuerdos y nuestras fantasĆ­as! Ā”A Europa!

Llega la aeronave, llena de viajeros, pues la travesía es mÔs rÔpida que por el mar; el cable electromagnético que descansa en el fondo del océano ha telegrafiado ya dando cuenta del número de los que forman la caravana aérea. Ya se avista Europa, es la costa de Irlanda la que se vislumbra, pero los pasajeros duermen todavía; han avisado que no se les despierte hasta que estén sobre Inglaterra. Allí pisarÔn el suelo de Europa, en la tierra de Shakespeare, como la llaman los hombres de letras; en la tierra de la política y de las mÔquinas, como la llaman otros. La visita durarÔ un día: es el tiempo que la apresurada generación concede a la gran Inglaterra y a Escocia.

El viaje prosigue por el túnel del canal hacia Francia, el país de Carlomagno y de Napoleón. Se cita a Molière, los eruditos hablan de una escuela clÔsica y otra romÔntica, que florecieron en tiempos remotos, y se encomia a héroes, vates y sabios que nuestra época desconoce, pero que mÔs tarde nacieron sobre este crÔter de Europa que es París.

La aeronave vuela por sobre la tierra de la que salió Colón, la cuna de Cortés, el escenario donde Calderón cantó sus dramas en versos armoniosos; hermosas mujeres de negros ojos viven aún en los valles floridos, y en estrofas antiquísimas se recuerda al Cid y la Alhambra. Surcando el aire, sobre el mar, sigue el vuelo hacia Italia, asiento de la vieja y eterna Roma. Hoy estÔ decaída, la Campagna es un desierto; de la iglesia de San Pedro sólo queda un muro solitario, y aun se abrigan dudas sobre su autenticidad.

Y luego a Grecia, para dormir una noche en el lujoso hotel edificado en la cumbre del Olimpo; poder decir que se ha estado allí, viste mucho. El viaje prosigue por el Bósforo, con objeto de descansar unas horas y visitar el sitio donde antaño se alzó Bizancio. Pobres pescadores lanzan sus redes allí donde la leyenda cuenta que estuvo el jardín del harén en tiempos de los turcos.

ContinĆŗa el itinerario aĆ©reo, volando sobre las ruinas de grandes ciudades que se levantaron a orillas del caudaloso Danubio, ciudades que nuestra Ć©poca no conoce aĆŗn; pero aquĆ­ y allĆ” – sobre lugares ricos en recuerdos que algĆŗn dĆ­a saldrĆ”n del seno del tiempo – se posa la caravana para reemprender muy pronto el vuelo.

Al fondo se despliega Alemania – otrora cruzada por una densĆ­sima red de ferrocarriles y canales – el paĆ­s donde predicó Lutero, cantó Goethe y Mozart empuñó el cetro musical de su tiempo. Nombres ilustres brillaron en las ciencias y en las artes, nombres que ignoramos. Un dĆ­a de estancia en Alemania y otro para el

Norte, para la patria de Ɩrsted y Linneo, y para Noruega, la tierra de los antiguos hĆ©roes y de los hombres eternamente jóvenes del

Septentrión. Islandia queda en el itinerario de regreso; el géiser ya no bulle, y el Hecla estÔ extinguido, pero como la losa eterna de la leyenda, la prepotente isla rocosa sigue incólume en el mar bravío.

– Hay mucho que ver en Europa -dice el joven americano- y lo hemos visto en ocho dĆ­as. Se puede hacer muy bien, como el gran viajero – aquĆ­ se cita un nombre conocido en aquel tiempo – ha demostrado en su famosa obra:

Cómo visitar Europa en ocho días.

 

 

 

 

Dos pisones

 

¿Has visto alguna vez un pisón? Me refiero a esta herramienta que sirve para apisonar el pavimento de las calles. Es de madera todo él, ancho por debajo y reforzado con aros de hierro; de arriba estrecho, con un palo que lo atraviesa, y que son los brazos.

En el cobertizo de las herramientas había dos pisonas, junto con palas, cubos y carretillas; había llegado a sus oídos el rumor de que las «pisonas» no se llamarían en adelante así, sino

«apisonadoras», vocablo que, en la jerga de los picapedreros, es el término mÔs nuevo y apropiado para, designar lo que antaño llamaban pisonas.

Ahora bien; entre nosotros, los seres humanos, hay lo que llamamos Ā«mujeres emancipadasĀ», entre las cuales se cuentan directoras de colegios, comadronas, bailarinas – que por su profesión pueden sostenerse sobre una pierna -, modistas y enfermeras; y a esta categorĆ­a de Ā«emancipadasĀ» se sumaron tambiĆ©n las dos Ā«pisonasĀ» del cobertizo; la Administración de obras pĆŗblicas las llamaba Ā«pisonasĀ», y en modo alguno se avenĆ­an a renunciar a su antiguo nombre y cambiarlo por el de

«apisonadoras».

  • Pisón es un nombre de persona – decĆ­an -, mientras que Ā«apisonadoraĀ» lo es de cosa, y no toleraremos que nos traten como una simple cosa; Ā”esto es ofendernos!
  • Mi prometido estĆ” dispuesto a romper el compromiso – aƱadió la mĆ”s joven, que tenĆ­a por novio a un martinete, una especie de mĆ”quina para clavar estacas en el suelo, o sea, que hace en forma tosca lo que la pisona en forma delicada -. Me quiere como pisona, pero no como apisonadora, por lo que en modo alguno puedo permitir que me cambien el nombre.
  • Ā”Ni yo! – dijo la mayor -. Antes dejarĆ© que me corten los brazos.

La carretilla, sin embargo, sustentaba otra opinión; y no se crea de ella que fuera un don nadie; se consideraba como una cuarta parte de coche, pues corría sobre una rueda.

  • Debo advertirles que el nombre de pisonas es bastante ordinario, y mucho menos distinguido que el de apisonadora, pues este nuevo apelativo les da cierto parentesco con los sellos, y sólo con que piensen en el sello que llevan las leyes, verĆ”n que sin Ć©l no son tales. Yo, en su lugar, renunciarĆ­a al nombre de pisona.
  • Ā”JamĆ”s! Soy demasiado vieja para eso – dijo la mayor.
  • Seguramente usted ignora eso que se llama

Ā«necesidad europeaĀ» – intervino el honrado y viejo cubo -. Hay que mantenerse dentro de sus lĆ­mites, supeditarse, adaptarse a las exigencias de la Ć©poca, y si sale una ley por la cual la pisona debe llamarse apisonadora, pues a llamarse apisonadora tocan. Cada cosa tiene su medida.

  • En tal caso preferirĆ­a llamarme seƱorita, si es que de todos modos he de cambiar de nombre – dijo la joven -. SeƱorita sabe siempre un poco a pisona.
  • Pues yo antes me dejarĆ© reducir a astillas – proclamó la vieja. En esto llegó la hora de ir al trabajo; las pisonas fueron cargadas en la carretilla, lo cual suponĆ­a una atención; pero las llamaron apisonadoras.
  • Ā”Pis! – exclamaban al golpear sobre el pavimento -, Ā”pis! -, y estaban a punto de acabar de pronunciar la palabra Ā«pisonaĀ», pero se mordĆ­an los labios y se tragaban el vocablo, pues se daban cuenta de que no podĆ­an contestar. Pero entre ellas siguieron llamĆ”ndose pisonas, alabando los viejos tiempos en que cada cosa era llamada por su nombre, y cuando una era pisona la llamaban pisona; y en eso quedaron las dos, pues el martinete, aquella maquinaza, rompió su compromiso con la joven, negĆ”ndose a casarse con una apisonadora.

 

Ā El abecedario

 

Ɖrase una vez un hombre que habĆ­a compuesto versos para el abecedario, siempre dos para cada letra, exactamente como vemos en la antigua cartilla. DecĆ­a que hacĆ­a falta algo nuevo, pues los viejos pareados estaban muy sobados, y los suyos le parecĆ­an muy bien. Por el momento, el nuevo abecedario estaba sólo en manuscrito, guardado en el gran armario-

librerĆ­a, junto a la vieja cartilla impresa; aquel armario que contenĆ­a tantos libros eruditos y entretenidos. Pero el viejo abecedario no querĆ­a por vecino al nuevo, y habĆ­a saltado en el anaquel pegando un empellón al intruso, el cual cayó al suelo, y allĆ­ estaba ahora con todas las hojas dispersas. El viejo abecedario habĆ­a vuelto hacia arriba la primera pĆ”gina, que era la mĆ”s importante, pues en ella estaban todas las letras, grandes y pequeƱas. Aquella hoja contenĆ­a todo lo que constituye la vida de los demĆ”s libros: el alfabeto, las letras que, quiĆ©rase o no, gobiernan al mundo. Ā”QuĆ© poder mĆ”s terrible! Todo depende de cómo se las dispone: pueden dar la vida, pueden condenar a muerte; alegrar o entristecer. Por sĆ­ solas nada son, pero Ā”puestas en fila y ordenadas!… Cuando Nuestro SeƱor las hace intĆ©rpretes de su pensamiento, leemos mĆ”s cosas de las que nuestra mente puede contener y nos inclinamos profundamente, pero las letras son capaces de contenerlas.

Pues allĆ­ estaban, cara arriba. El gallo de la A mayĆŗscula lucĆ­a sus plumas rojas, azules y verdes. Hinchaba el pecho muy ufano, pues sabĆ­a lo que significaban las letras, y era el Ćŗnico viviente entre ellas.

Al caer al suelo el viejo abecedario, el gallo batió de alas, subióse de una volada a un borde del armario y, después de alisarse las plumas con el pico, lanzó al aire un penetrante quiquiriquí. Todos los libros del armario, que, cuando no estaban de servicio, se pasaban el día y la noche dormitando, oyeron la estridente trompeta. Y entonces el gallo se puso a discursear, en voz clara y perceptible, sobre la injusticia que acababa de cometerse con el viejo abecedario.

– Por lo visto ahora ha de ser todo nuevo, todo diferente – dijo -. El progreso no puede detenerse. Los niƱos son tan listos, que saben leer antes de conocer las letras. «”Hay que darles algo nuevo!Ā», dijo el autor de los nuevos versos, que yacen esparcidos por el suelo. Ā”Bien los conozco! MĆ”s de diez veces se los oĆ­ leer en alta voz. Ā”Cómo gozaba el hombre! Pues no, yo defenderĆ© los mĆ­os, los antiguos, que son tan buenos, y las ilustraciones que los acompaƱan. Por ellos lucharĆ© y cantarĆ©. Todos los libros del armario lo saben bien. Y ahora voy a leer los de nueva composición. Los leerĆ© con toda pausa y tranquilidad, y creo que estaremos todos de acuerdo en lo malos que son.

  1. Ama

 

Sale el ama endomingada Por un niƱo ajeno honrada.

 

  1. Barquero

 

Pasó penas y fatigas el barquero, Mas ahora reposa placentero.

-Este pareado no puede ser mĆ”s soso. – dijo el gallo – Pero sigo leyendo.

  1. Colón

 

Lanzóse Colón al mar ingente, y ensanchóse la tierra enormemente.

 

  1. Dinamarca

 

De Dinamarca hay mƔs de una saga bella, No cargue Dios la mano sobre ella.

– Muchos encontrarĆ”n hermosos estos versos – observó el gallo – pero yo no. No les veo nada de particular. Sigamos.

  1. Elefante

 

Con ímpetu y arrojo avanza el elefante, de joven corazón y buen talante.

 

  1. Follaje

Despójase el bosque del follaje

En cuanto la tierra viste el blanco traje.

 

  1. Gorila

 

Por mƔs que traigƔis gorilas a la arena, se ven siempre tan torpes, que da pena.

 

  1. Hurra

 

”CuÔntas veces, gritando en nuestra tierra, puede un «hurra» ser causa de una guerra!

– Ā”Cómo va un niƱo a comprender estas alusiones! – protestó el gallo -. Y, sin embargo, en la portada se lee: Ā«Abecedario para grandes y chicosĀ». Pero los mayores tienen que hacer algo mĆ”s que estarse leyendo versos en el abecedario, y los pequeƱos no lo entienden.

”Esto es el colmo! Adelante.

  1. Jilguero

 

Canta alegre en su rama el jilguero, de vivos colores y cuerpo ligero.

 

  1. León

 

En la selva, el león lanza su rugido; vedlo luego en la jaula entristecido.

 

MaƱana (sol de)

 

Por la maƱana sale el sol muy puntual, mas no porque cante el gallo en el corral. Ahora las emprende conmigo – exclamó el gallo -. Pero yo estoy en buena compaƱƭa, en compaƱƭa del sol. Sigamos.

  1. Negro

 

Negro es el hombre del sol ecuatorial; por mucho que lo laven, siempre serĆ” igual.

 

  1. Olivo

 

¿CuÔl es la mejor hoja, lo sabéis? A fe, la del olivo de la paloma de Noé.

 

  1. Pensador

 

En su mente, el pensador mueve todo el mundo, desde lo mƔs alto hasta lo mƔs profundo.

 

  1. Queso

 

El queso se utiliza en la cocina, donde con otros manjares se combina.

 

  1. Rosa

Entre las flores, es la rosa bella lo que en el cielo la mƔs brillante estrella.

 

  1. SabidurĆ­a

Muchos creen poseer sabidurĆ­a cuando en verdad su mollera estĆ” vacĆ­a.

– Ā”Permitidme que cante un poco! – dijo el gallo -. Con tanto leer se me acaban las fuerzas. He de tomar aliento -. Y se puso a cantar de tal forma, que no parecĆ­a sino una corneta de latón. Daba gusto oĆ­rlo – al gallo, entendĆ”monos -. Adelante.

  1. Tetera

La tetera tiene rango en la cocina, pero la voz del puchero es aún mÔs fina.

 

  1. Urbanidad

Virtud indispensable es la urbanidad, si no se quiere ser un ogro en sociedad.

 

AhĆ­ debe haber mucho fondo – observó el gallo -, pero no doy con Ć©l, por mucho que trato de profundizar.

  1. Valle de lƔgrimas

 

Valle de lƔgrimas es nuestra madre tierra.

A ella iremos todos, en paz o en guerra.

– Ā”Esto es muy crudo! – dijo el gallo.

  1. Xantipa

– AquĆ­ no ha sabido encontrar nada nuevo:

En el matrimonio hay un arrecife, al que Sócrates da el nombre de Xantipe. – Al final, ha tenido que contentarse con Xantipe.

  1. Ygdrasil

 

En el Ć”rbol de Ygdrasil los dioses nórdicos vivieron,Ā  mas el Ć”rbol murió y ellos enmudecieron. – Estamos casi al final – dijo el gallo -. Ā”No es poco consuelo! Va el Ćŗltimo:

  1. Zephir

 

En danƩs, el cƩfiro es viento de Poniente, te hiela a travƩs del paƱo mƔs caliente.

  • Ā”Por fin se acabó! Pero aĆŗn no estamos al cabo de la calle. Ahora viene imprimirlo. Y luego leerlo. Ā”Y lo ofrecerĆ”n en sustitución de los venerables versos de mi viejo abecedario! ĀæQuĆ© dice la asamblea de libros eruditos e indoctos, monografĆ­as y manuales? ĀæQuĆ© dice la biblioteca? Yo he dicho; que hablen ahora los demĆ”s.

Los libros y el armario permanecieron quietos, mientras el gallo volvĆ­a a situarse bajo su A, muy orondo.

  • He hablado bien, y cantado mejor. Esto no me lo quitarĆ” el nuevo abecedario. De seguro que fracasa. Ya ha fracasado. Ā”No tiene gallo!.

 

El abeto

 

AllƔ en el bosque habƭa un abeto, lindo y pequeƱito. Crecƭa en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compaƱeros mayores, tanto abetos como pinos.

Pero el pequeño abeto sólo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el frescor del aire, ni atendía a los niños de la aldea, que recorran el bosque en busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando. A veces llegaban con un puchero lleno de los frutos recogidos, o con las fresas ensartadas en una paja, y, sentÔndose junto al menudo abeto, decían: «”Qué pequeño y qué lindo es!». Pero el arbolito se enfurruñaba al oírlo.

Al año siguiente había ya crecido bastante, y lo mismo al otro año, pues en los abetos puede verse el número de años que tienen por los círculos de su tronco.

«”Ay!, ¿por qué no he de ser yo tan alto como los demÔs? -suspiraba el arbolillo-. Podría desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pÔjaros harían sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podría mecerlas e inclinarlas con la distinción y elegancia de los otros.

Ɖranle indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la maƱana y al atardecer, desfilaban en lo alto del cielo.

Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubría el suelo con su rutilante manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. ”Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos mÔs y el abeto había crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la vuelta. «”Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar años y años: esto es lo mÔs hermoso que hay en el mundo!», pensaba el Ôrbol.

En otoƱo se presentaban indefectiblemente los leƱadores y cortaban algunos de los Ɣrboles mƔs corpulentos. La cosa ocurrƭa todos los aƱos, y nuestro joven abeto, que estaba ya bastante crecido, sentƭa entonces un escalofrƭo de horror, pues los magnƭficos y soberbios troncos se desplomaban con estridentes crujidos y gran estruendo. Los hombres cortaban las ramas, y los Ɣrboles quedaban desnudos, larguiruchos y delgados; nadie los habrƭa reconocido. Luego eran cargados en carros arrastrados por caballos, y sacados del bosque.

¿Adónde iban? ¿Qué suerte les aguardaba? En primavera, cuando volvieron las golondrinas y las cigüeñas, les preguntó el abeto:

  • ĀæNo sabĆ©is adónde los llevaron ĀæNo los habĆ©is visto en alguna parte?

Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña adoptó una actitud cavilosa y, meneando la cabeza, dijo:

  • SĆ­, creo que sĆ­. Al venir de Egipto, me crucĆ© con muchos barcos nuevos, que tenĆ­an mĆ”stiles esplĆ©ndidos. JurarĆ­a que eran ellos, pues olĆ­an a abeto. Me dieron muchos recuerdos para ti. Ā”Llevan tan alta la cabeza, con tanta altivez!

-”Ah! ”OjalÔ fuera yo lo bastante alto para poder cruzar los mares! Pero, ¿qué es el mar, y qué aspecto tiene?

  • Ā”SerĆ­a muy largo de contar! -exclamó la cigüeƱa, y se alejó.
  • AlĆ©grate de ser joven -decĆ­an los rayos del sol; alĆ©grate de ir creciendo sano y robusto, de la vida joven que hay en ti.

Y el viento le prodigaba sus besos, y el rocƭo vertƭa sobre Ʃl sus lƔgrimas, pero el abeto no lo comprendƭa.

Al acercarse las Navidades eran cortados Ć”rboles jóvenes, Ć”rboles que ni siquiera alcanzaban la talla ni la edad de nuestro abeto, el cual no tenĆ­a un momento de quietud ni reposo; le consumĆ­a el afĆ”n de salir de allĆ­. Aquellos arbolitos – y eran siempre los mĆ”s hermosos – conservaban todo su ramaje; los cargaban en carros tirados por caballos y se los llevaban del bosque.

«¿Adónde irÔn éstos? -preguntÔbase el abeto-. No son mayores que yo; uno es incluso mÔs bajito. ¿Y por qué les dejan las ramas? ¿Adónde van?».

  • Ā”Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! piaron los gorriones-. AllĆ”, en la ciudad, hemos mirado por las ventanas. Sabemos adónde van. Ā”Oh! No puedes imaginarte el esplendor y la magnificencia que les esperan. Mirando a travĆ©s de los cristales vimos Ć”rboles plantados en el centro de una acogedora habitación, adornados con los objetos mĆ”s preciosos: manzanas doradas, pastelillos, juguetes y centenares de velitas.
  • ĀæY despuĆ©s? -preguntó el abeto, temblando por todas sus ramas-. ĀæY despuĆ©s? ĀæQuĆ© sucedió despuĆ©s?
  • Ya no vimos nada mĆ”s. Pero es imposible pintar lo hermoso que era.
  • ĀæQuiĆ©n sabe si estoy destinado a recorrer tambiĆ©n tan radiante camino? -exclamó gozoso el abeto-. TodavĆ­a es mejor que navegar por los mares. Estoy impaciente por que llegue Navidad. Ahora ya estoy tan crecido y desarrollado como los que se llevaron el aƱo pasado. Quisiera estar ya en el carro, en la habitación calentita, con todo aquel esplendor y magnificencia. ĀæY luego? Porque claro estĆ” que luego vendrĆ” algo aĆŗn mejor, algo mĆ”s hermoso. Si no, Āæpor quĆ© me adornarĆ­an tanto? Sin duda me aguardan cosas aĆŗn mĆ”s esplĆ©ndidas y soberbias. Pero, ĀæquĆ© serĆ”? Ā”Ay, quĆ© sufrimiento, quĆ© anhelo! Yo mismo no sĆ© lo que me pasa.
  • Ā”Gózate con nosotros! -le decĆ­an el aire y la luz del sol goza de tu lozana juventud bajo el cielo abierto.

Pero Ć©l permanecĆ­a insensible a aquellas bendiciones de la Naturaleza. SeguĆ­a creciendo, sin perder su verdor en invierno ni en verano, aquel su verdor oscuro. Las gentes, al verlo, decĆ­an: – Ā”Hermoso Ć”rbol! -. Y he ahĆ­ que, al llegar Navidad, fue el primero que cortaron. El hacha se hincó profundamente en su corazón; el Ć”rbol Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  se Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  derrumbó Ā Ā Ā Ā Ā Ā  con Ā Ā Ā Ā  un Ā Ā Ā Ā Ā Ā  suspiro, experimentando un dolor y un desmayo que no lo dejaron pensar en la soƱada felicidad. Ahora sentĆ­a tener que alejarse del lugar de su nacimiento, tener que abandonar el terruƱo donde habĆ­a crecido. SabĆ­a que nunca volverĆ­a a ver a sus viejos y queridos compaƱeros, ni a las matas y flores que lo rodeaban; tal vez ni siquiera a los pĆ”jaros. La despedida no tuvo nada de agradable.

El Ôrbol no volvió en sí hasta el momento de ser descargado en el patio junto con otros, y entonces oyó la voz de un hombre que decía:

  • Ā”Ese es magnĆ­fico! Nos quedaremos con Ć©l. Y se acercaron los criados vestidos de gala y transportaron el abeto a una hermosa y espaciosa sala. De todas las paredes colgaban cuadros, y junto a la gran estufa de azulejos habĆ­a grandes jarrones chinos con leones en las tapas; habĆ­a tambiĆ©n mecedoras, sofĆ”s de seda, grandes mesas cubiertas de libros ilustrados y juguetes, que a buen seguro valdrĆ­an cien veces cien escudos; por lo menos eso decĆ­an los niƱos. Hincaron el abeto en un voluminoso barril lleno de arena, pero no se veĆ­a que era un barril, pues de todo su alrededor pendĆ­a una tela verde, y estaba colocado sobre una gran alfombra de mil colores. Ā”Cómo temblaba el Ć”rbol! ĀæQuĆ© vendrĆ­a luego?

Criados y seƱoritas corrĆ­an de un lado para otro y no se cansaban de colgarle adornos y mĆ”s adornos. En una rama sujetaban redecillas de papeles coloreados; en otra, confites y caramelos; colgaban manzanas doradas y nueces, cual si fuesen frutos del Ć”rbol, y ataron a las ramas mĆ”s de cien velitas rojas, azules y blancas. MuƱecas que parecĆ­an personas vivientes – nunca habĆ­a visto el Ć”rbol cosa semejante – flotaban entre el verdor, y en lo mĆ”s alto de la cĆŗspide centelleaba una estrella de metal dorado. Era realmente magnĆ­fico, increĆ­blemente magnĆ­fico.

  • Esta noche -decĆ­an todos-, esta noche sĆ­ que brillarĆ”.

«”Oh! -pensaba el Ôrbol-, ”ojalÔ fuese ya de noche! ”OjalÔ encendiesen pronto las luces! ¿Y qué sucederÔ luego? ¿Acaso vendrÔn a verme los Ôrboles del bosque? ¿VolarÔn los gorriones frente a los cristales de las ventanas? ¿Seguiré aquí todo el verano y todo el invierno, tan primorosamente adornado?».

Creƭa estar enterado, desde luego; pero de momento era tal su impaciencia, que sufrƭa fuertes dolores de corteza, y para un Ɣrbol el dolor de corteza es tan malo como para nosotros el de cabeza.

 

Ā El alforfon

 

Si despuĆ©s de una tormenta pasĆ”is junto a un campo de alforfón, lo verĆ©is a menudo ennegrecido y como chamuscado; se dirĆ­a que sobre Ć©l ha pasado una llama, y el labrador observa: – Esto es de un rayo -. Pero, Āæcómo sucedió? Os lo voy a contar, pues yo lo sĆ© por un gorrioncillo, al cual, a su vez, se lo reveló un viejo sauce que crece junto a un campo de alforfón. Es un sauce corpulento y venerable pero muy viejo y contrahecho, con una hendidura en el tronco, de la cual salen hierbajos y zarzamoras. El Ć”rbol estĆ” muy encorvado, y las ramas cuelgan hasta casi tocar el suelo, como una larga cabellera verde.

En todos los campos de aquellos contornos crecían cereales, tanto centeno como cebada y avena, esa magnífica avena que, cuando estÔ en sazón, ofrece el aspecto de una fila de diminutos canarios amarillos posados en una rama. Todo aquel grano era una bendición, y cuando mÔs llenas estaban las espigas, tanto mÔs se inclinaban, como en gesto de piadosa humildad.

Pero había también un campo sembrado de alforfón, frente al viejo sauce. Sus espigas no se inclinaban como las de las restantes mieses, sino que permanecían enhiestas y altivas.

  • Indudablemente, soy tan rico como la espiga de trigo -decĆ­a-, y ademĆ”s soy mucho mĆ”s bonito; mis flores son bellas como las del manzano; deleita los ojos mirarnos, a mĆ­ y a los mĆ­os. ĀæHas visto algo mĆ”s esplĆ©ndido, viejo sauce?

El Ć”rbol hizo un gesto con la cabeza, como significando: «”QuĆ© cosas dices!Ā». Pero el alforfón, pavoneĆ”ndose de puro orgullo, exclamó: – Ā”Tonto de Ć”rbol! De puro viejo, la hierba le crece en el cuerpo.

Pero he aquí que estalló una espantosa tormenta; todas las flores del campo recogieron sus hojas y bajaron la cabeza mientras la tempestad pasaba sobre ellas; sólo el alforfón seguía tan engreído y altivo.

  • Ā”Baja la cabeza como nosotras! -le advirtieron las flores.
  • Ā”Para quĆ©! -replicó el alforfón.
  • Ā”Agacha la cabeza como nosotros! -gritó el trigo-. Mira que se acerca el Ć”ngel de la tempestad. Sus alas alcanzan desde las nubes al suelo, y puede pegarte un aletazo antes de que tengas tiempo de pedirle gracia.
  • Ā”Que venga! No tengo por quĆ© humillarme respondió el alforfón.
  • Ā”Cierra tus flores y baja tus hojas! -le aconsejó, a su vez, el viejo sauce-. No levantes la mirada al rayo cuando desgarre la nube; ni siquiera los hombres pueden hacerlo, pues a travĆ©s del rayo se ve el cielo de Dios, y esta visión ciega al propio hombre. Ā”QuĆ© no nos ocurrirĆ­a a nosotras, pobres plantas de la tierra, que somos mucho menos que Ć©l!
  • ĀæMenos que Ć©l? -protestó el alforfón-. Ā”Pues ahora mirarĆ© cara a cara al cielo de Dios! -. Y asĆ­ lo hizo, cegado por su soberbia. Y tal fue el resplandor, que no pareció sino que todo el mundo fuera una inmensa llamarada.

Pasada ya la tormenta, las flores y las mieses se abrieron y levantaron de nuevo en medio del aire puro y en calma, vivificados por la lluvia; pero el alforfón aparecía negro como carbón, quemado por el rayo; no era mÔs que un hierbajo muerto en el campo.

 

El viejo sauce mecƭa sus ramas al impulso del viento, y de sus hojas verdes caƭan gruesas gotas de agua, como si el Ɣrbol llorase, y los gorriones le preguntaron:

  • ĀæPor quĆ© lloras? Ā”Si todo esto es una bendición! Mira cómo brilla el sol, y cómo desfilan las nubes. ĀæNo respiras el aroma de las flores y zarzas? ĀæPor quĆ© lloras, pues, viejo sauce?

Y el sauce les habló de la soberbia del alforfón, de su orgullo y del castigo que le valió. Yo, que os cuento la historia, la oí de los gorriones. Me la narraron una tarde, en que yo les había pedido que me contaran un cuento.

 

 

 

El Angel

 

Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo un Ôngel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allÔ arriba mÔs hermosas aún que en el suelo. Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores, pero a la que mÔs le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados.

He aquƭ lo que contaba un Ɣngel de Dios Nuestro SeƱor mientras se llevaba al cielo a un niƱo muerto; y el niƱo lo escuchaba como en sueƱos. Volaron por encima de los diferentes lugares donde el pequeƱo habƭa jugado, y pasaron por jardines de flores esplƩndidas.

  • ĀæCuĆ”l nos llevaremos para plantarla en el cielo? -preguntó el Ć”ngel.

CrecĆ­a allĆ­ un magnĆ­fico y esbelto rosal, pero una mano perversa habĆ­a tronchado el tronco, por lo que todas las ramas, cuajadas de grandes capullos semiabiertos, colgaban secas en todas direcciones.

  • Ā”Pobre rosal! -exclamó el niƱo-. LlĆ©vatelo; junto a Dios florecerĆ”.

Y el Ôngel lo cogió, dando un beso al niño por sus palabras; y el pequeñuelo entreabrió los ojos.

Recogieron luego muchas flores magníficas, pero también humildes ranúnculos y violetas silvestres.

  • Ya tenemos un buen ramillete -dijo el niƱo; y el Ć”ngel asintió con la cabeza, pero no emprendió enseguida el vuelo hacia Dios. Era de noche, y reinaba un silencio absoluto; ambos se quedaron en la gran ciudad, flotando en el aire por uno de sus angostos callejones, donde yacĆ­an montones de paja y cenizas; habĆ­a habido mudanza: veĆ­anse cascos de loza, pedazos de yeso, trapos y viejos sombreros, todo ello de aspecto muy poco atractivo.

Entre todos aquellos desperdicios, el Ôngel señaló los trozos de un tiesto roto; de éste se había desprendido un terrón, con las raíces, de una gran flor silvestre ya seca, que por eso alguien había arrojado a la calleja.

  • Vamos a llevĆ”rnosla -dijo el Ć”ngel-. Mientras volamos te contarĆ© por quĆ©.

Remontaron el vuelo, y el Ɣngel dio principio a su relato:

  • En aquel angosto callejón, en una baja bodega, vivĆ­a un pobre niƱo enfermo. Desde el dĆ­a de su nacimiento estuvo en la mayor miseria; todo lo que pudo hacer en su vida fue cruzar su diminuto cuartucho sostenido en dos muletas; su felicidad no pasó de aquĆ­. Algunos dĆ­as de verano, unos rayos de sol entraban hasta la bodega, nada mĆ”s que media horita, y entonces el pequeƱo se calentaba al sol y miraba cómo se transparentaba la sangre en sus flacos dedos, que mantenĆ­a levantados delante el rostro, diciendo: Ā«SĆ­, hoy he podido salirĀ». SabĆ­a del bosque y de sus bellĆ­simos verdores primaverales, sólo porque el hijo del vecino le traĆ­a la primera rama de haya. Se la ponĆ­a sobre la cabeza y soƱaba que se encontraba debajo del Ć”rbol, en cuya copa brillaba el sol y cantaban los pĆ”jaros.

Un día de primavera, su vecinito le trajo también flores del campo, y, entre ellas venía casualmente una con la raíz; por eso la plantaron en una maceta, que colocaron junto a la cama, al lado de la ventana. Había plantado aquella flor una mano afortunada, pues, creció, sacó nuevas ramas y floreció cada año; para el muchacho enfermo fue el jardín mÔs espléndido, su pequeño tesoro aquí en la Tierra. La regaba y cuidaba, preocupÔndose de que recibiese hasta el último de los rayos de sol que penetraban por la ventanuca; la propia flor formaba parte de sus sueños, pues para él florecía, para él esparcía su aroma y alegraba la vista; a ella se volvió en el momento de la muerte, cuando el Señor lo llamó a su seno. Lleva ya un año junto a Dios, y durante todo el año la plantita ha seguido en la ventana, olvidada y seca; por eso, cuando la mudanza, la arrojaron a la basura de la calle. Y ésta es la flor, la pobre florecilla marchita que hemos puesto en nuestro ramillete, pues ha proporcionado mÔs alegría que la mÔs bella del jardín de una reina.

  • Pero, Āæcómo sabes todo esto? -preguntó el niƱo que el Ć”ngel llevaba al cielo.
  • Lo sĆ© -respondió el Ć”ngel-, porque yo fui aquel pobre niƱo enfermo que se sostenĆ­a sobre muletas. Ā”Y bien conozco mi flor!

El pequeño abrió de par en par los ojos y clavó la mirada en el rostro esplendoroso del Ôngel; y en el mismo momento se encontraron en el Cielo de Nuestro Señor, donde reina la alegría y la bienaventuranza. Dios apretó al niño muerto contra su corazón, y al instante le salieron a éste alas como a los demÔs Ôngeles, y con ellos se echó a volar, cogido de las manos. Nuestro Señor apretó también contra su pecho todas las flores, pero a la marchita silvestre la besó, infundiéndole voz, y ella rompió a cantar con el coro de angelitos que rodean al Altísimo, algunos muy de cerca otros formando círculos en torno a los primeros, círculos que se extienden hasta el infinito, pero todos rebosantes de felicidad. Y todos cantaban, grandes y chicos, junto con el buen chiquillo bienaventurado y la pobre flor silvestre que había estado abandonada, entre la basura de la calleja estrecha y oscura, el día de la mudanza.

 

 

 

El ave FƩnix

 

En el jardín del Paraíso, bajo el Ôrbol de la sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa nació un pÔjaro; su vuelo era como un rayo de luz, magníficos sus colores, arrobador su canto. Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y AdÔn fueron arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del Ôngel cayó una chispa en el nido del pÔjaro y le prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero del rojo huevo salió volando otra ave, única y siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien años se da la muerte abrasÔndose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave Fénix, la única en el mundo.

El pÔjaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores, magnífica en su canto. Cuando la madre estÔ sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niño. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en él, y sobre la pobre cómoda exhalan, su perfume unas violetas.

Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores de la aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de Falun, en las minas de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del Ganges, y los ojos de la doncella hindú se iluminan al verla.

”Ave Fénix! ¿No la conoces? ¿El ave del Paraíso, el cisne santo de la canción? Iba en el carro de Thespis en forma de cuervo parlanchín, agitando las alas pintadas de negro; el arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne; posada sobre el hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y le susurraba al oído: ”Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la Wartburg.

”Ave Fénix! ¿No la conoces? Te cantó la Marsellesa, y tú besaste la pluma que se desprendió de su ala; vino en todo el esplendor paradisíaco, y tú le volviste tal vez la espalda para contemplar el gorrión que tenía espuma dorada en las alas.

”El Ave del Paraíso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tú misma vuelas con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave Fénix de Arabia.

En el jardín del Paraíso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el Ôrbol de la sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: ”poesía!.

 

 

 

El caracol y el rosal

 

Alrededor del jardín había un seto de avellanos, y al otro lado del seto se extendía n los campos y praderas donde pastaban las ovejas y las vacas. Pero en el centro del jardín crecía un rosal todo lleno de flores, y a su abrigo vivía un caracol que llevaba todo un mundo dentro de su caparazón, pues se llevaba a sí mismo.

-”Paciencia! -decía el caracol-. Ya llegarÔ mi hora. Haré mucho mÔs que dar rosas o avellanas, muchísimo mÔs que dar leche como las vacas y las ovejas.

-Esperamos mucho de ti -dijo el rosal-. ¿Podría saberse cuÔndo me enseñarÔs lo que eres capaz de hacer?

-Me tomo mi tiempo -dijo el caracol-; ustedes siempre estƔn de prisa. No, asƭ no se preparan las sorpresas.

Un año mÔs tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo.  -Nada ha cambiado -dijo-. No se advierte el mÔs insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace.

Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo.

Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo.Ā  -Ahora ya eres un rosal viejo -dijo el caracol-. Pronto tendrĆ”s que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenĆ­as dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero estĆ” claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrĆ­as frutos muy distintos que ofrecernos. ĀæQuĆ© dices a esto? Pronto no serĆ”s mĆ”s que un palo seco… ĀæTe das cuenta de lo que quiero decirte?

-Me asustas -dijo el rosal-. Nunca he pensado en ello.

-Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ¿Te preguntaste alguna vez por qué florecías y cómo florecías, por qué lo hacías de esa manera y de no de otra?

-No -contestó el caracol-. Florecía de puro contento, porque no podía evitarlo.

Ā”El sol era tan cĆ”lido, el aire tan refrescante!… Me bebĆ­a el lĆ­mpido rocĆ­o y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allĆ” abajo, me subĆ­a la fuerza, que descendĆ­a tambiĆ©n sobre mĆ­ desde lo alto. SentĆ­a una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y asĆ­ tenĆ­a que florecer sin remedio.

Tal era mi vida; no podĆ­a hacer otra cosa.

-Tu vida fue demasiado fÔcil -dijo el caracol.  -Cierto -dijo el rosal-. Me lo daban todo. Pero tú tuviste mÔs suerte aún. Tú eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algún día.

-No, no, de ningún modo -dijo el caracol-. El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo.

-¿Pero no deberíamos todos dar a los demÔs lo mejor de nosotros, no deberíamos ofrecerles cuanto pudiéramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado tú al mundo? ¿Qué puedes darle?

-¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que los castaños produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ”Me recojo en mi interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa.

Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló.

-”Qué pena! -dijo el rosal-. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida.

Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormía allÔ dentro de su casa. El mundo nada significaba para él.

Y pasaron los aƱos.

El caracol se habĆ­a vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa del libro de oraciones habĆ­a desaparecido… Pero en el jardĆ­n brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles se arrastraban dentro de sus casas y escupĆ­an al mundo, que no significaba nada para ellos.

ĀæEmpezamos otra vez nuestra historia desde el principio? No vale la pena; siempre serĆ­a la misma.

 

 

 

 

 

El cerro de los elfos

 

Varios lagartos gordos corrƭan con pie ligero por las grietas de un viejo Ɣrbol; se entendƭan perfectamente, pues hablaban todos la lengua lagarteƱa.

  • Ā”QuĆ© ruido y alboroto en el cerro de los ellos! -dijo un lagarto-. Van ya dos noches que no me dejan pegar un ojo. Lo mismo que cuando me duelen las muelas, pues tampoco entonces puedo dormir.
  • Algo pasa allĆ­ adentro -observó otro-. Hasta que el gallo canta, a la madrugada, sostienen el cerro sobre cuatro estacas rojas, para que se ventile bien, y sus muchachas han aprendido nuevas danzas. Ā”Algo se prepara!
  • SĆ­ -intervino un tercer lagarto-. He hecho amistad con una lombriz de tierra que venĆ­a de la colina, en la cual habĆ­a estado removiendo la tierra dĆ­a y noche. Oyó muchas cosas. Ver no puede, la infeliz, pero lo que es palpar y oĆ­r, en esto se pinta sola. Resulta que en el cerro esperan forasteros, forasteros distinguidos, pero, quiĆ©nes son Ć©stos, la lombriz se negó a decĆ­rmelo, acaso ella misma no lo sabe. Han encargado a los fuegos fatuos que organicen una procesión de antorchas, como dicen ellos, y todo el oro y la plata que hay en el cerro – y no es poco – lo pulen y exponen a la luz de la luna.
  • ĀæQuiĆ©nes podrĆ”n ser esos forasteros? -se preguntaban los lagartos-. ĀæQuĆ© diablos debe suceder? Ā”OĆ­d, quĆ© manera de zumbar!

En aquel mismo momento se partió el montículo, y una señorita elfa, vieja y anticuada, aunque por lo demÔs muy correctamente vestida, salió andando a pasitos cortos. Era el ama de llaves del anciano rey de los elfos, estaba emparentada de lejos con la familia real y llevaba en la frente un corazón de Ômbar. ”Movía las piernas con una agilidad!: trip, trip. ”Vaya modo de trotar! Y marchó directamente al pantano del fondo, a la vivienda del chotacabras.

  • EstĆ”n ustedes invitados a la colina esta noche dijo-. Pero quisiera pedirles un gran favor, si no fuera molestia para ustedes. ĀæPodrĆ­an transmitir la invitación a los demĆ”s? Algo deben hacer, ya que ustedes no ponen casa. Recibimos a varios forasteros ilustres, magos de distinción; por eso hoy comparecerĆ” el anciano rey de los elfos.
  • ĀæA quiĆ©n hay que invitar? -preguntó el chotacabras.
  • Al gran baile pueden concurrir todos, incluso las personas, con tal que hablen durmiendo o sepan hacer algo que se avenga con nuestro modo de ser. Pero en nuestra primera fiesta queremos hacer una rigurosa selección; sólo asistirĆ”n personajes de la mĆ”s alta categorĆ­a. Hasta disputĆ© con el Rey, pues yo no querĆ­a que los fantasmas fuesen admitidos. Ante todo, hay que invitar al Viejo del Mar y a sus hijas. Tal vez no les guste venir a tierra seca, pero les prepararemos una piedra mojada para asiento o quizĆ”s algo aĆŗn mejor; supongo que asĆ­ no tendrĆ”n inconveniente en asistir, siquiera por esta vez. Queremos que vengan todos los viejos trasgos de primera categorĆ­a, con cola, el Genio del Agua y el Duende y, a mi entender, no debemos dejar de lado al Cerdo de la Tumba, al Caballo de los Muertos y al Enano de la Iglesia, todos los cuales pertenecen al elemento clerical y no a nuestra clase. Pero Ć©se es su oficio; por lo demĆ”s, estĆ”n emparentados de cerca con nosotros y nos visitan con frecuencia.
  • Ā”Muy bien! -dijo el chotacabras, emprendiendo el vuelo para cumplir el encargo. Las doncellas elfas bailaban ya en el cerro, cubiertas de velos, y lo hacĆ­an con tejidos de niebla y luz de la luna, de un gran efecto para los aficionados a estas cosas. En el centro de la colina, el gran salón habĆ­a sido adornado primorosamente; el suelo, lavado con luz de luna, y las paredes, frotadas con grasa de bruja, por lo que brillaban como hojas de tulipĆ”n. En la colina habĆ­a, en el asador, gran abundancia de ranas, pieles de caracol rellenas de dedos de niƱo y ensaladas de semillas de seta y hĆŗmedos hocicos de ratón con cicuta, cerveza de la destilerĆ­a de la bruja del pantano, amĆ©n de fosforescente vino de salitre de las bodegas funerarias. Todo muy bien presentado. Entre los postres figuraban clavos oxidados y trozos de ventanal de iglesia.

El anciano Rey mandó bruñir su corona de oro con pizarrín machacado (entiéndase pizarrín de primera); y no se crea que le es fÔcil a un rey de los elfos procurarse pizarrín de primera. En el dormitorio colgaron cortinas, que fueron pegadas con saliva de serpiente. Se comprende, pues, que hubiera allí gran ruido y alboroto.

  • Ahora hay que sahumar todo esto con orines de caballo y cerdas de puerco; entonces yo habrĆ© cumplido con mi tarea -dijo la vieja seƱorita.
  • Ā”Dulce padre mĆ­o! -dijo la hija menor, que era muy zalamera-, Āæno podrĆ­a saber quiĆ©nes son los ilustres forasteros?
  • Bueno -respondió el Rey, tendrĆ© que decĆ­rtelo. Dos de mis hijas deben prepararse para el matrimonio; dos de ellas se casarĆ”n sin duda. El anciano duende de allĆ” en Noruega, el que reside en la vieja roca de Dovre y posee cuatro palacios acantilados de feldespato y una mina de oro mucho mĆ”s rica de lo que creen por ahĆ­, viene con sus dos hijos, que viajan en busca de esposa. El duende es un anciano nórdico, muy viejo y respetable, pero alegre y campechano. Lo conozco de hace mucho tiempo, desde un dĆ­a en que brindamos fraternalmente con ocasión de su estancia aquĆ­ en busca de mujer. Ella murió; era hija del rey de los PeƱascos gredosos de Mƶen. Tomó una mujer de yeso, como suele decirse. Ā”Ah, y quĆ© ganas tengo de ver al viejo duende nórdico! Dicen que los chicos son un tanto mal criados e impertinentes; pero quizĆ”s exageran. Tiempo tendrĆ”n de sentar la cabeza. A ver si sabĆ©is portaros con ellos en forma conveniente.
  • ĀæY cuĆ”ndo llegan? -preguntó una de las hijas. – Eso depende del tiempo que haga -respondió el Rey. Viajan en plan económico. Aprovechan las oportunidades de los barcos. Yo habrĆ­a querido que fuesen por Suecia, pero el viejo se inclinó del otro lado. No sigue las mudanzas de los tiempos, y esto no se lo perdono.

En esto llegaron saltando dos fuegos fatuos, uno de ellos mÔs rÔpido que su compañero; por eso llegó antes.

  • Ā”Ya vienen, ya vienen! -gritaron los dos.
  • Ā”Dadme la corona y dejad que me ponga a la luz de la luna! -ordenó el Rey.

Las hijas, levantÔndose los velos, se inclinaron hasta el suelo. Entró el anciano duende de Dovre con su corona de tarugos de hielo duro y de abeto pulido. Formaban el resto de su vestido una piel de oso y grandes botas, mientras los hijos iban con el cuello descubierto y pantalones sin tirantes, pues eran hombres de pelo en pecho.

  • ĀæEsto es una colina? -preguntó el menor, seƱalando el cerro de los elfos-. En Noruega lo llamarĆ­amos un agujero.
  • Ā”Muchachos! -les riñó el viejo-. Un agujero va para dentro, y una colina va para arriba. ĀæNo tenĆ©is ojos en la cabeza?

Lo Ćŗnico que les causaba asombro, dijeron, era que comprendĆ­an la lengua de los otros sin dificultad.

  • Ā”Es para creer que os falta algĆŗn tornillo! refunfuñó el viejo. Entraron luego en la mansión de los elfos, donde se habĆ­a reunido la flor y nata de la sociedad, aunque de manera tan precipitada, que se hubiera dicho que el viento los habla arremolinado; y para todos estaban las cosas primorosamente dispuestas. Las ondinas se sentaban a la mesa sobre grandes patines acuĆ”ticos, y afirmaban que se sentĆ­an como en su casa. En la mesa todos observaron la mĆ”xima corrección, excepto los dos duendecitos nórdicos, los cuales llegaron hasta poner las piernas encima. Pero estaban persuadidos de que a ellos todo les estaba bien.
  • Ā”Fuera los pies del plato! -les gritó el viejo duende, y ellos obedecieron, aunque a regaƱadientes. A sus damas respectivas les hicieron cosquillas con piƱas de abeto que llevaban en el bolsillo; luego se quitaron las botas para estar mĆ”s cómodos y se las dieron a guardar. Pero el padre, el viejo duende de Dovre, era realmente muy distinto.

 

El cofre volador

 

Ɖrase una vez un comerciante tan rico, que habrĆ­a podido empedrar toda la calle con monedas de plata, y aĆŗn casi un callejón por aƱadidura; pero se guardó de hacerlo, pues el hombre conocĆ­a mejores maneras de invertir su dinero, y cuando daba un ochavo era para recibir un escudo. Fue un mercader muy listo… y luego murió.

Su hijo heredó todos sus caudales, y vivía alegremente: todas las noches iba al baile de mÔscaras, hacía cometas con billetes de banco y arrojaba al agua panecillos untados de mantequilla y lastrados con monedas de oro en vez de piedras. No es extraño, pues, que pronto se terminase el dinero; al fin a nuestro mozo no le quedaron mÔs de cuatro perras gordas, y por todo vestido, unas zapatillas y una vieja bata de noche. Sus amigos lo abandonaron; no podían ya ir juntos por la calle; pero uno de ellos, que era un bonachón, le envió un viejo cofre con este aviso: «”Embala!». El consejo era bueno, desde luego, pero como nada tenía que embalar, se metió él en el baúl.

Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto se le apretaba la cerradura. Y así lo hizo; en un santiamén, el muchacho se vio por los aires metido en el cofre, después de salir por la chimenea, y montóse hasta las nubes, vuela que te vuela. Cada vez que el fondo del baúl crujía un poco, a nuestro hombre le entraba pÔnico; si se desprendiesen las tablas, ”vaya salto! ”Dios nos ampare!

De este modo llegó a tierra de turcos. Escondiendo el cofre en el bosque, entre hojarasca seca, se encaminó a la ciudad; no llamó la atención de nadie, pues todos los turcos vestían también bata y pantuflos. Encontróse con un ama que llevaba un niño:

  • Oye, nodriza -le preguntó-, ĀæquĆ© es aquel castillo tan grande, junto a la ciudad, con ventanas tan altas?
  • AllĆ­ vive la hija del Rey -respondió la mujer-. Se le ha profetizado que quien se enamore de ella la harĆ” desgraciada; por eso no se deja que nadie se le acerque, si no es en presencia del Rey y de la Reina, – Gracias -dijo el hijo del mercader, y volvió a su bosque. Se metió en el cofre y levantó el vuelo; llegó al tejado del castillo y se introdujo por la ventana en las habitaciones de la princesa.

Estaba ella durmiendo en un sofÔ; era tan hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le dio un beso. La princesa despertó asustada, pero él le dijo que era el dios de los turcos, llegado por los aires; y esto la tranquilizó.

SentÔronse uno junto al otro, y el mozo se puso a contar historias sobre los ojos de la muchacha: eran como lagos oscuros y maravillosos, por los que los pensamientos nadaban cual ondinas; luego historias sobre su frente, que comparó con una montaña nevada, llena de magníficos salones y cuadros; y luego le habló de la cigüeña, que trae a los niños pequeños.

Sí, eran unas historias muy hermosas, realmente. Luego pidió a la princesa si quería ser su esposa, y ella le dio el sí sin vacilar.

  • Pero tendrĆ©is que volver el sĆ”bado -aƱadió-, pues he invitado a mis padres a tomar el tĆ©. EstarĆ”n orgullosos de que me case con el dios de los turcos. Pero mira de recordar historias bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi madre las prefiere edificantes y elevadas, y mi padre las quiere divertidas, pues le gusta reĆ­rse. – Bien, no traerĆ© mĆ”s regalo de boda que mis cuentos -respondió Ć©l, y se despidieron; pero antes la princesa le regaló un sable adornado con monedas de oro. Ā”Y bien que le vinieron al mozo!

Se marchó en volandas, se compró una nueva bata y se fue al bosque, donde se puso a componer un cuento. Debía estar listo para el sÔbado, y la cosa no es tan fÔcil.

Y cuando lo tuvo terminado, era ya sƔbado.

El Rey, la Reina y toda la Corte lo aguardaban para tomar el tƩ en compaƱƭa de la princesa. Lo recibieron con gran cortesƭa.

  • ĀæVais a contarnos un cuento -preguntóle la Reina-, uno que tenga profundo sentido y sea instructivo?
  • Pero que al mismo tiempo nos haga reĆ­r aƱadió el Rey.-
  • De acuerdo -respondĆ­a el mozo, y comenzó su relato. Y ahora, atención.

«Érase una vez un haz de fósforos que estaban en extremo orgullosos de su alta estirpe; su Ć”rbol genealógico, es decir, el gran pino, del que todos eran una astillita, habĆ­a sido un aƱoso y corpulento Ć”rbol del bosque. Los fósforos se encontraban ahora entre un viejo eslabón y un puchero de hierro no menos viejo, al que hablaban de los tiempos de su infancia. -Ā”SĆ­, cuando nos hallĆ”bamos en la rama verde decĆ­an- estĆ”bamos realmente en una rama verde! Cada amanecer y cada atardecer tenĆ­amos tĆ© diamantino: era el rocĆ­o; durante todo el dĆ­a nos daba el sol, cuando no estaba nublado, y los pajarillos nos contaban historias. Nos dĆ”bamos cuenta de que Ć©ramos ricos, pues los Ć”rboles de fronda sólo van vestidos en verano; en cambio, nuestra familia lucĆ­a su verde ropaje, lo mismo en verano que en invierno. Mas he aquĆ­ que se presentó el leƱador, la gran revolución, y nuestra familia se dispersó. El tronco fue destinado a palo mayor de un barco de alto bordo, capaz de circunnavegar el mundo si se le antojaba; las demĆ”s ramas pasaron a otros lugares, y a nosotros nos ha sido asignada la misión de suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar de ser gente distinguida, hemos venido a parar a la cocina.

Ā» – Mi destino ha sido muy distinto -dijo el puchero a cuyo lado yacĆ­an los fósforos-. Desde el instante en que vine al mundo, todo ha sido estregarme, ponerme al fuego y sacarme de Ć©l; yo estoy por lo prĆ”ctico, y, modestia aparte, soy el nĆŗmero uno en la casa, Mi Ćŗnico placer consiste, terminado el servicio de mesa, en estarme en mi sitio, limpio y bruƱido, conversando sesudamente con mis compaƱeros; pero si exceptĆŗo el balde, que de vez en cuando baja al patio, puede decirse que vivimos completamente retirados. Nuestro Ćŗnico mensajero es el cesto de la compra, pero Ā”se exalta tanto cuando habla del gobierno y del pueblo!; hace unos dĆ­as un viejo puchero de tierra se asustó tanto con lo que dijo, que se cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Yo os digo que este cesto es un revolucionario; y si no, al tiempo.

Ā» – Ā”Hablas demasiado! -intervino el eslabón, golpeando el pedernal, que soltó una chispa-. ĀæNo podrĆ­amos echar una cana al aire, esta noche?

Ā» – SĆ­, hablemos -dijeron los fósforos-, y veamos quiĆ©n es el mĆ”s noble de todos nosotros.

Ā» – No, no me gusta hablar de mi persona objetó la olla de barro-. Organicemos una velada. Yo empezarĆ© contando la historia de mi vida, y luego los demĆ”s harĆ”n lo mismo; asĆ­ no se embrolla uno y resulta mĆ”s divertido. En las playas del BĆ”ltico, donde las hayas que cubren el suelo de Dinamarca…

Ā» – Ā”Buen principio! -exclamaron los platos-. Sin duda, esta historia nos gustarĆ”.

Ā» – …pasĆ© mi juventud en el seno de una familia muy reposada; se limpiaban los muebles, se restregaban los suelos, y cada quince dĆ­as colgaban cortinas nuevas.

Ā» – Ā”QuĆ© bien se explica! -dijo la escoba de crin. DirĆ­ase que habla un ama de casa; hay un no sĆ© que de limpio y refinado en sus palabras.

» -Exactamente lo que yo pensaba -asintió el balde, dando un saltito de contento que hizo resonar el suelo.

» La olla siguió contando, y el fin resultó tan agradable como había sido el principio.

» Todos los platos castañetearon de regocijo, y la escoba sacó del bote unas hojas de perejil, y con ellas coronó a la olla, a sabiendas de que los demÔs rabiarían. «Si hoy le pongo yo una corona, mañana me pondrÔ ella otra a mí», pensó.

Ā» – Ā”Voy a bailar! -exclamó la tenaza, y, Ā”dicho y hecho! Ā”Dios nos ampare, y cómo levantaba la pierna! La vieja funda de la silla del rincón estalló al verlo-. ĀæMe vais a coronar tambiĆ©n a mĆ­? -pregunto la tenaza; y asĆ­ se hizo.

Ā» – Ā”Vaya gentuza! -pensaban los fósforos.

» TocÔbale entonces el turno de cantar a la tetera, pero se excusó alegando que estaba resfriada; sólo podía cantar cuando se hallaba al fuego; pero todo aquello eran remilgos; no quería hacerlo mÔs que en la mesa, con las señorías.

Ā» HabĆ­a en la ventana una vieja pluma, con la que solĆ­a escribir la sirvienta. Nada de notable podĆ­a observarse en ella, aparte que la sumergĆ­an demasiado en el tintero, pero ella se sentĆ­a orgullosa del hecho.

Ā» – Si la tetera se niega a cantar, que no cante dijo-. AhĆ­ fuera hay un ruiseƱor enjaulado que sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el Conservatorio, mas por esta noche seremos indulgentes.

Ā» – Me parece muy poco conveniente -objetó la cafetera, que era una cantora de cocina y hermanastra de la tetera – tener que escuchar a un pĆ”jaro forastero. ĀæEs esto patriotismo? Que juzgue el cesto de la compra.

Ā» – Francamente, me habĆ©is desilusionado -dijo el cesto-. Ā”Vaya manera estĆŗpida de pasar una velada! En lugar de ir cada cuĆ”l por su lado, Āæno serĆ­a mucho mejor hacer las cosas con orden? Cada uno ocuparĆ­a su sitio, y yo dirigirĆ­a el juego. Ā”Otra cosa seria!

Ā» – Ā”SĆ­, vamos a armar un escĆ”ndalo! exclamaron todos.

» En esto se abrió la puerta y entró la criada. Todos se quedaron quietos, nadie se movió; pero ni un puchero dudaba de sus habilidades y de su distinción. «Si hubiésemos querido pensaba cada uno-, ”qué velada mÔs deliciosa habríamos pasado!».

» La sirvienta cogió los fósforos y encendió fuego. ”Cómo chisporroteaban, y qué llamas echaban!

» «Ahora todos tendrÔn que percatarse de que somos los primeros -pensaban-. ”Menudo brillo y menudo resplandor el nuestro!». Y de este modo se consumieron».

  • Ā”QuĆ© cuento tan bonito! -dijo la Reina-. Me parece encontrarme en la cocina, entre los fósforos. SĆ­, te casarĆ”s con nuestra hija.
  • Desde luego -asintió el Rey-. SerĆ” tuya el lunes por la maƱana -. Lo tuteaban ya, considerĆ”ndolo como de la familia.

Fijóse el dĆ­a de la boda, y la vĆ­spera hubo grandes iluminaciones en la ciudad, repartiĆ©ronse bollos de pan y rosquillas, los golfillos callejeros se hincharon de gritar «”hurra!Ā» y silbar con los dedos metidos en la boca… Ā”Una fiesta magnĆ­fica!

«Tendré que hacer algo», pensó el hijo del mercader, y compró cohetes, petardos y qué sé yo cuÔntas cosas de pirotecnia, las metió en el baúl y emprendió el vuelo.

”Pim, pam, pum! ”Vaya estrépito y vaya chisporroteo!

Los turcos, al verlo, pegaban unos saltos tales que las babuchas les llegaban a las orejas; nunca habĆ­an contemplado una traca como aquella, Ahora sĆ­ que estaban convencidos de que era el propio dios de los turcos el que iba a casarse con la hija del Rey.

 

No bien llegó nuestro mozo al bosque con su baúl, se dijo: «Me llegaré a la ciudad, a observar el efecto causado».

Era una curiosidad muy natural.

”Qué cosas contaba la gente! Cada una de las personas a quienes preguntó había presenciado el espectÔculo de una manera distinta, pero todos coincidieron en calificarlo de hermoso.

  • Yo vi al propio dios de los turcos -afirmó uno. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la barba parecĆ­a agua espumeante.
  • Volaba envuelto en un manto de fuego -dijo otro-. Por los pliegues asomaban unos angelitos preciosos.

Sí, escuchó cosas muy agradables, y al día siguiente era la boda.

Regresó al bosque para instalarse en su cofre; pero, ¿dónde estaba el cofre? El caso es que se había incendiado. Una chispa de un cohete había prendido fuego en el forro y reducido el baúl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no podía volar ni volver al palacio de su prometida. Ella se pasó todo el día en el tejado, aguardÔndolo; y sigue aún esperando, mientras él recorre el mundo contando cuentos, aunque ninguno tan regocijante como el de los fósforos.

 

 

El compaƱero de viaje

 

El pobre Juan estaba muy triste, pues su padre se hallaba enfermo e iba a morir. No había mÔs que ellos dos en la reducida habitación; la lÔmpara de la mesa estaba próxima a extinguirse, y llegaba la noche.

– Has sido un buen hijo, Juan -dijo el doliente padre-, y Dios te ayudarĆ” por los caminos del mundo -. Dirigióle una mirada tierna y grave, respiró profundamente y expiró; habrĆ­ase dicho que dormĆ­a. Juan se echó a llorar; ya nadie le quedaba en la Tierra, ni padre ni madre, hermano ni hermana. Ā”Pobre Juan! Arrodillado junto al lecho, besaba la frĆ­a mano de su padre muerto, y derramaba amargas lĆ”grimas, hasta que al fin se le cerraron los ojos y se quedó dormido, con la cabeza apoyada en el duro barrote de la cama.

Tuvo un sueño muy raro; vio cómo el Sol y la Luna se inclinaban ante él, y vio a su padre rebosante de salud y riéndose, con aquella risa suya cuando se sentía contento. Una hermosa muchacha, con una corona de oro en el largo y reluciente cabello, tendió la mano a Juan, mientras el padre le decía: «”Mira qué novia tan bonita tienes! Es la mÔs bella del mundo entero». Entonces se despertó: el alegre cuadro se había desvanecido; su padre yacía en el lecho, muerto y frío, y no había nadie en la estancia. ”Pobre Juan!

A la semana siguiente dieron sepultura al difunto; Juan acompañó el féretro, sin poder ver ya a aquel padre que tanto lo había querido; oyó cómo echaban tierra sobre el ataúd, para colmar la fosa, y contempló cómo desaparecía poco a poco, mientras sentía la pena desgarrarle el corazón. Al borde de la tumba cantaron un último salmo, que sonó armoniosamente; las lÔgrimas asomaron a los ojos del muchacho; rompió a llorar, y el llanto fue un sedante para su dolor. Brilló el sol, espléndido, por encima de los verdes Ôrboles; parecía decirle: «No estés triste, Juan; ”mira qué hermoso y azul es el cielo!. ”AllÔ arriba estÔ tu padre pidiendo a Dios por tu bien!».

– SerĆ© siempre bueno -dijo Juan-. De este modo, un dĆ­a volverĆ© a reunirme con mi padre. Ā”QuĆ© alegrĆ­a cuando nos veamos de nuevo! CuĆ”ntas cosas podrĆ© contarle y cuĆ”ntas me mostrarĆ” Ć©l, y me enseƱarĆ” la magnificencia del cielo, como lo hacĆ­a en la Tierra. Ā”Oh, quĆ© felices seremos!

Y se lo imaginaba tan a lo vivo, que asomó una sonrisa a sus labios. Los pajarillos, posados en los castaños, dejaban oír sus gorjeos. Estaban alegres, a pesar de asistir a un entierro, pero bien sabían que el difunto estaba ya en el cielo, tenía alas mucho mayores y mÔs hermosas que las suyas, y era dichoso, porque acÔ en la Tierra había practicado la virtud; por eso estaban alegres. Juan los vio emprender el vuelo desde las altas ramas verdes, y sintió el deseo de lanzarse al espacio con ellos. Pero antes hizo una gran cruz de madera para hincarla sobre la tumba de su padre, y al llegar la noche, la sepultura aparecía adornada con arena y flores. Habían cuidado de ello personas forasteras, pues en toda la comarca se tenía en gran estima a aquel buen hombre que acababa de morir.

De madrugada hizo Juan su modesto equipaje y se ató al cinturón su pequeña herencia: cincuenta florines y unos peniques en total; con ella se disponía a correr mundo. Sin embargo, antes volvió al cementerio, y, después de rezar un padrenuestro sobre la tumba dijo: ”Adiós, padre querido! Seré siempre bueno, y tú le pedirÔs a Dios que las cosas me vayan bien.

Al entrar en la campiña, el muchacho observó que todas las flores se abrían frescas y hermosas bajo los rayos tibios del sol, y que se mecían al impulso           de        la         brisa,   como   diciendo:

«”Bienvenido a nuestros dominios! ¿Verdad que son bellos?». Pero Juan se volvió una vez mÔs a contemplar la vieja iglesia donde recibiera de pequeño el santo bautismo, y a la que había asistido todos los domingos con su padre a los oficios divinos, cantando hermosas canciones; en lo alto del campanario vio, en una abertura, al duende del templo, de pie, con su pequeña gorra roja, y resguardÔndose el rostro con el brazo de los rayos del sol que le daban en los ojos. Juan le dijo adiós con una inclinación de cabeza; el duendecillo agitó la gorra colorada y, poniéndose una mano sobre el corazón, con la otra le envió muchos besos, para darle a entender que le deseaba un viaje muy feliz y mucho bien.

Pensó entonces Juan en las bellezas que vería en el amplio mundo y siguió su camino, mucho mÔs allÔ de donde llegara jamÔs. No conocía los lugares por los que pasaba, ni las personas con quienes se encontraba; todo era nuevo para él. La primera noche hubo de dormir sobre un montón de heno, en pleno campo; otro lecho no había. Pero era muy cómodo, pensó; el propio Rey no estaría mejor. Toda la campiña, con el río, la pila de hierba y el cielo encima, formaban un hermoso dormitorio. La verde hierba, salpicada de florecillas blancas y coloradas, hacía de alfombra, las lilas y rosales silvestres eran otros tantos ramilletes naturales, y para lavabo tenía todo el río, de agua límpida y fresca, con los juncos y cañas que se inclinaban como para darle las buenas noches y los buenos días. La luna era una lÔmpara soberbia, colgada allÔ arriba en el techo infinito; una lÔmpara con cuyo fuego no había miedo de que se encendieran las cortinas. Juan podía dormir tranquilo, y así lo hizo, no despertÔndose hasta que salió el sol, y todas las avecillas de los contornos rompieron a cantar: «”Buenos días, buenos días! ¿No te has levantado aún?».

Tocaban las campanas, llamando a la iglesia, pues era domingo. Las gentes iban a escuchar al predicador, y Juan fue con ellas; las acompañó en el canto de los sagrados himnos, y oyó la voz del Señor; le parecía estar en la iglesia donde había sido bautizado y donde había cantado los salmos al lado de su padre.

En el cementerio contiguo al templo había muchas tumbas, algunas de ellas cubiertas de alta hierba. Entonces pensó Juan en la de su padre, y se dijo que con el tiempo presentaría también aquel aspecto, ya que él no estaría allí para limpiarla y adornarla. Se sentó, pues en el suelo, y se puso a arrancar la hierba y enderezar las cruces caídas, volviendo a sus lugares las coronas arrastradas por el viento, mientras pensaba: «Tal vez alguien haga lo mismo en la tumba de mi padre, ya que no puedo hacerlo yo».

 

Ante la puerta de la iglesia había un mendigo anciano que se sostenía en sus muletas; Juan le dio los peniques que guardaba en su bolso, y luego prosiguió su viaje por el ancho mundo, contento y feliz.

Al caer la tarde, el tiempo se puso horrible, y nuestro mozo se dio prisa en buscar un cobijo, pero no tardó en cerrar la noche oscura. Finalmente, llegó a una pequeña iglesia, que se levantaba en lo alto de una colina. Por suerte, la puerta estaba sólo entornada y pudo entrar. Su intención era permanecer allí hasta que la tempestad hubiera pasado.

  • Me sentarĆ© en un rincón -dijo-, estoy muy cansado y necesito reposo -. Se sentó, pues, juntó las manos para rezar su oración vespertina y antes de que pudiera darse cuenta, se quedó profundamente dormido y transportado al mundo de los sueƱos, mientras en el exterior fulguraban los relĆ”mpagos y retumbaban los truenos.

Despertóse a medianoche. La tormenta había cesado, y la luna brillaba en el firmamento, enviando sus rayos de plata a través de las ventanas. En el centro del templo había un féretro abierto, con un difunto, esperando la hora de recibir sepultura. Juan no era temeroso ni mucho menos; nada le reprochaba su conciencia, y sabía perfectamente que los muertos no hacen mal a nadie; los vivos son los perversos, los que practican el mal. Mas he aquí que dos individuos de esta clase estaban junto al difunto depositado en el templo antes de ser confiado a la tierra. Se proponían cometer con él una fechoría: arrancarlo del ataúd y arrojarlo fuera de la iglesia.

  • ĀæPor quĆ© querĆ©is hacer esto? -preguntó Juan-. Es una mala acción. Dejad que descanse en paz, en nombre de JesĆŗs.
  • Ā”TonterĆ­as! -replicaron los malvados-. Ā”Nos engañó! Nos debĆ­a dinero y no pudo pagarlo; y ahora que ha muerto no cobraremos un cĆ©ntimo. Por eso queremos vengarnos. Vamos a arrojarlo como un perro ante la puerta de la iglesia.
  • Sólo tengo cincuenta florines -dijo Juan-; es toda mi fortuna, pero os la darĆ© de buena gana si me prometĆ©is dejar en paz al pobre difunto. Yo me las arreglarĆ© sin dinero. Estoy sano y fuerte, y no me faltarĆ” la ayuda de Dios.
  • Bien -replicaron los dos impĆ­os-. Si te avienes a pagar su deuda no le haremos nada, te lo prometemos -. Embolsaron el dinero que les dio Juan, y, riĆ©ndose a carcajadas de aquel magnĆ”nimo infeliz, siguieron su camino. Juan colocó nuevamente el cadĆ”ver en el fĆ©retro, con las manos cruzadas sobre el pecho, e, inclinĆ”ndose ante Ć©l, alejóse contento bosque a travĆ©s.

En derredor, dondequiera que llegaban los rayos de luna filtrÔndose por entre el follaje, veía jugar alegremente a los duendecillos, que no huían de él, pues sabían que era un muchacho bueno e inocente; son sólo los malos, de quienes los duendes no se dejan ver. Algunos no eran mÔs grandes que el ancho de un dedo, y llevaban sujeto el largo y rubio cabello con peinetas de oro. De dos en dos se balanceaban en equilibrio sobre las abultadas gotas de rocío, depositadas sobre las hojas y los tallos de hierba; a veces, una de las gotitas caía al suelo por entre las largas hierbas, y el incidente provocaba grandes risas y alboroto entre los minúsculos personajes. ”Qué delicia! Se pusieron a cantar, y Juan reconoció enseguida las bellas melodías que aprendiera de niño. Grandes arañas multicolores, con argénteas coronas en la cabeza, hilaban, de seto a seto, largos puentes colgantes y palacios que, al recoger el tenue rocío, brillaban como nítido cristal a los claros rayos de la luna. El espectÔculo duró hasta la salida del sol.

Entonces, los duendecillos se deslizaron en los capullos de las flores, y el viento se hizo cargo de sus puentes y palacios, que volaron por los aires convertidos en telaraƱas.

En éstas, Juan había salido ya del bosque cuando a su espalda resonó una recia voz de hombre:

  • Ā”Hola, compaƱero!, Āæadónde vamos?
  • Por esos mundos de Dios -respondió Juan-. No tengo padre ni madre y soy pobre, pero Dios me ayudarĆ”.
  • TambiĆ©n yo voy a correr mundo -dijo el forastero-. ĀæQuieres que lo hagamos en compaƱƭa?
  • Ā”Bueno! -asintió Juan, y siguieron juntos. No tardaron en simpatizar, pues los dos eran buenas personas. Juan observó muy pronto, empero, que el desconocido era mucho mĆ”s inteligente que Ć©l. HabĆ­a recorrido casi todo el mundo y sabĆ­a de todas las cosas imaginables.

El sol estaba ya muy alto sobre el horizonte cuando se sentaron al pie de un Ôrbol para desayunarse; y en aquel mismo momento se les acercó una anciana que andaba muy encorvada, sosteniéndose en una muletilla y llevando a la espalda un haz de leña que había recogido en el bosque. Llevaba el delantal recogido y atado por delante, y Juan observó que por él asomaban tres largas varas de sauce envueltas en hojas de helecho. Llegada adonde ellos estaban, resbaló y cayó, empezando a quejarse lamentablemente; la pobre se había roto una pierna.

Juan propuso enseguida trasladar a la anciana a su casa; pero el forastero, abriendo su mochila, dijo que tenía un ungüento con el cual, en un santiamén, curaría la pierna rota, de tal modo que la mujer podría regresar a su casa por su propio pie, como si nada le hubiese ocurrido. Sólo pedía, en pago, que le regalase las tres varas que llevaba en el delantal.

  • Ā”Mucho pides! -objetó la vieja, acompaƱando las palabras con un raro gesto de la cabeza. No le hacĆ­a gracia ceder las tres varas; pero tampoco resultaba muy agradable seguir en el suelo con la pierna fracturada. Dióle, pues, las varas, y apenas el ungüento hubo tocado la fractura se incorporó la abuela y echó a andar mucho mĆ”s ligera que antes. Y todo por virtud de la pomada; pero hay que advertir que no era una pomada de las que venden en la botica. – ĀæPara quĆ© quieres las varas? -preguntó Juan a su compaƱero.
  • Son tres bonitas escobas -contestó el otro-. Me gustan, quĆ© quieres que te diga; yo soy asĆ­ de extraƱo.

Y prosiguieron un buen trecho.

  • Ā”Se estĆ” preparando una tormenta! -exclamó Juan, seƱalando hacia delante-. Ā”QuĆ© nubarrones mĆ”s cargados!
  • No -respondió el compaƱero-. No son nubes, sino montaƱas, montaƱas altas y magnĆ­ficas, cuyas cumbres rebasan las nubes y estĆ”n rodeadas de una atmósfera serena. Es maravilloso, crĆ©eme. MaƱana ya estaremos allĆ­. Pero no estaban tan cerca como parecĆ­a. Un dĆ­a entero tuvieron que caminar para llegar a su pie. Los oscuros bosques trepaban hasta las nubes, y habĆ­an rocas enormes, tan grandes como una ciudad. DebĆ­a de ser muy cansado subir allĆ” arriba, y, asĆ­, Juan y su compaƱero entraron en la posada; tenĆ­an que descansar y reponer fuerzas para la jornada que les aguardaba.

En la sala de la hostería se había reunido mucho público, pues estaba actuando un titiretero. Acababa de montar su pequeño escenario, y la gente se hallaba sentada en derredor, dispuesta a presenciar el espectÔculo. En primera fila estaba sentado un gordo carnicero, el mÔs importante del pueblo, con su gran perro mastín echado a su lado; el animal tenía aspecto feroz y los grandes ojos abiertos, como el resto de los espectadores.

Empezó una linda comedia, en la que intervenían un rey y una reina, sentados en un trono magnífico, con sendas coronas de oro en la cabeza y vestidos con ropajes de larga cola, como corresponda a tan ilustres personajes. Lindísimos muñecos de madera, con ojos de cristal y grandes bigotes, aparecían en las puertas, abriéndolas y cerrÔndolas, para permitir la entrada de aire fresco. Era una comedia muy bonita, y nada triste; pero he aquí que al levantarse la reina y avanzar por la escena, sabe Dios lo que creerla el mastín, pero lo cierto es que se soltó de su amo el carnicero, plantóse de un salto en el teatro y, cogiendo a la reina por el tronco, ”crac!, la despedazó en un momento. ”Espantoso!

El pobre titiretero quedó asustado y muy contrariado por su reina, pues era la mÔs bonita de sus figuras; y el perro la había decapitado. Pero cuando, mÔs tarde, el público se retiró, el compañero de Juan dijo que repararía el mal, y, sacando su frasco, untó la muñeca con el ungüento que tan maravillosamente había curado la pierna de la vieja. Y, en efecto; no bien estuvo la muñeca untada, quedó de nuevo entera, e incluso podía mover todos los miembros sin necesidad de tirar del cordón; habríase dicho que era una persona viviente, sólo que no hablaba. El hombre de los títeres se puso muy contento; ya no necesitaba sostener aquella muñeca, que hasta sabía bailar por sí sola: ninguna otra figura podía hacer tanto.

 

 

 

El cuello de camisa

 

Ɖrase una vez un caballero muy elegante, que por todo equipaje poseĆ­a un calzador y un peine; pero tenĆ­a un cuello de camisa que era el mĆ”s notable del mundo entero; y la historia de este cuello es la que vamos a relatar. El cuello tenĆ­a ya la edad suficiente para pensar en casarse, y he aquĆ­ que en el cesto de la ropa coincidió con una liga.

Dijo el cuello:

  • JamĆ”s vi a nadie tan esbelto, distinguido y lindo. ĀæMe permite que le pregunte su nombre?
  • Ā”No se lo dirĆ©! -respondió la liga.
  • ĀæDónde vive, pues? -insistió el cuello.

Pero la liga era muy tímida, y pensó que la pregunta era algo extraña y que no debía contestarla.

  • ĀæEs usted un cinturón, verdad? -dijo el cuello-, Āæuna especie de cinturón interior?. Bien veo, mi simpĆ”tica seƱorita, que es una prenda tanto de utilidad como de adorno.
  • Ā”Haga el favor de no dirigirme la palabra! dijo la liga.- No creo que le haya dado pie para hacerlo.
  • SĆ­, me lo ha dado. Cuando se es tan bonita replicó el cuello- no hace falta mĆ”s motivo.
  • Ā”No se acerque tanto! -exclamó la liga-. Ā”Parece usted tan varonil!
  • Soy tambiĆ©n un caballero fino -dijo el cuello-, tengo un calzador y un peine -. Lo cual no era verdad, pues quien los tenĆ­a era su dueƱo; pero le gustaba vanagloriarse.
  • Ā”No se acerque tanto! -repitió la liga-. No estoy acostumbrada.
  • Ā”QuĆ© remilgada! -dijo el cuello con tono burlón; pero en Ć©stas los sacaron del cesto, los almidonaron y, despuĆ©s de haberlos colgado al sol sobre el respaldo de una silla, fueron colocados en la tabla de planchar; y llegó la plancha caliente.
  • Ā”Mi querida seƱora -exclamaba el cuello-, mi querida seƱora! Ā”QuĆ© calor siento! Ā”Si no soy yo mismo! Ā”Si cambio totalmente de forma! Ā”Me va a quemar; va a hacerme un agujero! Ā”Huy! ĀæQuiere casarse conmigo?
  • Ā”Harapo! -replicó la plancha, corriendo orgullosamente por encima del cuello; se imaginaba ser una caldera de vapor, una locomotora que arrastraba los vagones de un tren.
  • Ā”Harapo! -repitió.

El cuello quedó un poco deshilachado de los bordes; por eso acudió la tijera a cortar los hilos.

  • Ā”Oh! -exclamó el cuello-, usted debe de ser primera bailarina, Āæverdad?. Ā”Cómo sabe estirar las piernas! Es lo mĆ”s encantador que he visto.

Nadie serĆ­a capaz de imitarla.

  • Ya lo sĆ© -respondió la tijera.
  • Ā”MerecerĆ­a ser condesa! -dijo el cuello-. Todo lo que poseo es un seƱor distinguido, un calzador y un peine. Ā”Si tuviese tambiĆ©n un condado!
  • ĀæSe me estĆ” declarando, el asqueroso? exclamó la tijera, y, enfadada, le propinó un corte que lo dejó inservible.
  • Al fin tendrĆ© que solicitar la mano del peine. Ā”Es admirable cómo conserva usted todos los dientes, mi querida seƱorita! -dijo el cuello-. ĀæNo ha pensado nunca en casarse?
  • Ā”Claro, ya puede figurĆ”rselo! -contestó el peine-. Seguramente habrĆ” oĆ­do que estoy prometida con el calzador.
  • Ā”Prometida! -suspiró el cuello; y como no habĆ­a nadie mĆ”s a quien declararse, se las dio en decir mal del matrimonio.

Pasó mucho tiempo, y el cuello fue a parar al almacén de un fabricante de papel. Había allí una nutrida compañía de harapos; los finos iban por su lado, los toscos por el suyo, como exige la corrección. Todos tenían muchas cosas que explicar, pero el cuello los superaba a todos, pues era un gran fanfarrón.

  • Ā”La de novias que he tenido! -decĆ­a-. No me dejaban un momento de reposo. Andaba yo hecho un petimetre en aquellos tiempos, siempre muy tieso y almidonado. TenĆ­a ademĆ”s un calzador y un peine, que jamĆ”s utilicĆ©. TenĆ­an que haberme visto entonces, cuando me acicalaba para una fiesta. Nunca me olvidarĆ© de mi primera novia; fue una cinturilla, delicada, elegante y muy linda; por mĆ­ se tiró a una baƱera. Luego hubo una plancha que ardĆ­a por mi persona; pero no le hice caso y se volvió negra. Tuve tambiĆ©n relaciones con una primera bailarina; ella me produjo la herida, cuya cicatriz conservo; Ā”era terriblemente celosa! Mi propio peine se enamoró de mĆ­; perdió todos los dientes de mal de amores. Ā”Uf!, Ā”la de aventuras que he corrido! Pero lo que mĆ”s me duele es la liga, digo, la cinturilla, que se tiró a la baƱera. Ā”CuĆ”ntos pecados llevo sobre la conciencia! Ā”Ya es tiempo de que me convierta en papel blanco!

Y fue convertido en papel blanco, con todos los demÔs trapos; y el cuello es precisamente la hoja que aquí vemos, en la cual se imprimió su historia. Y le estÔ bien empleado, por haberse jactado de cosas que no eran verdad. TengÔmoslo en cuenta, para no comportarnos como él, pues en verdad no podemos saber si también nosotros iremos a dar algún día al saco de los trapos viejos y seremos convertidos en papel, y toda nuestra historia, aún lo mÔs íntimo y secreto de ella, serÔ impresa, y andaremos por esos mundos teniendo que contarla.

 

 

El duende de la tienda

 

Ɖrase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivĆ­a en una buhardilla y nada poseĆ­a; y Ć©rase tambiĆ©n un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueƱo de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los aƱos, por Nochebuena, obsequiaba aquĆ©l con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podĆ­a hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas.

Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Diéronle lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo mÔs que gesticular con la cabeza; era un pico de oro.

El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamÔs hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía.

  • TodavĆ­a nos queda mĆ”s -dijo el tendero-; lo comprĆ© a una vieja por unos granos de cafĆ©; por ocho chelines se lo cedo entero.
  • Muchas gracias -repuso el estudiante-. DĆ©melo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero serĆ­a pecado destrozar este libro. Es usted un hombre esplĆ©ndido, un hombre prĆ”ctico, pero lo que es de poesĆ­a, entiende menos que esa cuba. La verdad es que fue un tanto descortĆ©s al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reĆ­r, pues el segundo habĆ­a hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oĆ­r semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueƱo de una casa y encima vendĆ­a una mantequilla excelente.

Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el estudiante, entró el duende en busca del pico de la dueña, pues no lo utilizaba mientras dormía; fue aplicÔndolo a todos los objetos de la tienda, con lo cual éstos adquirían voz     y          habla. y          podían             expresar          sus pensamientos y sentimientos tan bien como la propia señora de la casa; pero, claro estÔ, sólo podía aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo, ”menudo barullo!

El duende puso el pico en la cuba que contenĆ­a los diarios viejos. – ĀæEs verdad que usted no sabe lo que es la poesĆ­a?

  • Claro que lo sĆ© -respondió la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay mĆ”s en mĆ­ que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba de poco mĆ”s o menos.

Luego el duende colocó el pico en el molinillo de café. ”Dios mío, y cómo se soltó éste! Y después lo aplicó al barrilito de manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron la opinión de la cuba. Y cuando la mayoría coincide en una cosa, no queda mas remedio que respetarla y darla por buena.

  • Ā”Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió callandito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. HabĆ­a luz en el cuarto, y el duendecillo miró por el ojo de la cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda. Pero, Ā”quĆ© claridad irradiaba de Ć©l!

De las pÔginas emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformÔndose en un tronco, en un poderoso Ôrbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente límpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una música deliciosos resonaban en la destartalada habitación.

JamÔs había imaginado el duendecillo una magnificencia como aquélla, jamÔs había oído hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz. Seguramente el estudiante había soplado la vela para acostarse; pero el duende seguía en su sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y solemne, una deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso.

  • Ā”Asombroso! -se dijo el duende-. Ā”Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante… -. Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y suspiró. – Ā”Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla! -. Y se volvió; se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase mĆ”s, pues la cuba habĆ­a gastado casi todo el pico de la dueƱa, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un lado; y se disponĆ­a justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto, cuando entró el duende y le quitó el pico; pero en adelante toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leƱa de abajo, formaron sus opiniones calcĆ”ndolas sobre las de la cuba; todos la ponĆ­an tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leĆ­a en el periódico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creĆ­an firmemente que procedĆ­an de la cuba.

En cambio, el duendecillo ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudición y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentía rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompía a llorar, sin saber él mismo por qué, pero las lÔgrimas le hacían un gran bien. ”Qué magnífico debía de ser estarse sentado bajo el Ôrbol, junto al estudiante! Pero no había que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplÔndolo desde el ojo de la cerradura. Y allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el frío iba arreciando. Sólo que el duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran dominados por el silbar del viento. ”Ujú, cómo temblaba entonces, y bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca, se declaró resueltamente en favor del tendero.

Pero a media noche despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrépito en los escaparates, y gentes que iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el pito. Había estallado un incendio, y toda la calle aparecía iluminada. ¿Sería su casa o la del vecino? ¿Dónde? ”Había una alarma espantosa, una confusión terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitó los pendientes de oro de las orejas y se los guardó en el bolsillo, para salvar algo. El tendero recogió sus lÔminas de fondos públicos, y la criada, su mantilla de seda, que se había podido comprar a fuerza de ahorros. Cada cual quería salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de un salto subió las escaleras y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardía en la casa de enfrente. El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en el gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el mÔs precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando con ambas manos el gorro que contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a quién pertenecía en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus ideas normales, dijo:

  • Me he de repartir entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa de las papillas.

Y en esto se comportó como un autĆ©ntico ser humano. Todos procuramos estar bien con el tendero… por las papillas.

 

El Elfo del rosal

 

 

En el centro de un jardín crecía un rosal, cuajado de rosas, y en una de ellas, la mÔs hermosa de todas, habitaba un elfo, tan pequeñín, que ningún ojo humano podía distinguirlo. DetrÔs de cada pétalo de la rosa tenía un dormitorio. Era tan bien educado y tan guapo como pueda serlo un niño, y tenía alas que le llegaban desde los hombros hasta los pies. ”Oh, y qué aroma exhalaban sus habitaciones, y qué claras y hermosas eran las paredes! No eran otra cosa sino los pétalos de la flor, de color rosa pÔlido.

Se pasaba el día gozando de la luz del sol, volando de flor en flor, bailando sobre las alas de la inquieta mariposa y midiendo los pasos que necesitaba dar para recorrer todos los caminos y senderos que hay en una sola hoja de tilo. Son lo que nosotros llamamos las nervaduras; para él eran caminos y sendas, ”y no poco largos! Antes de haberlos recorrido todos, se había puesto el sol; claro que había empezado algo tarde.

Se enfrió el ambiente, cayó el rocío, mientras soplaba el viento; lo mejor era retirarse a casa.

El elfo echó a correr cuando pudo, pero la rosa se había cerrado y no pudo entrar, y ninguna otra quedaba abierta. El pobre elfo se asustó no poco. Nunca había salido de noche, siempre había permanecido en casita, dormitando tras los tibios pétalos. ”Ay, su imprudencia le iba a costar la vida!

Sabiendo que en el extremo opuesto del jardín había una glorieta recubierta de bella madreselva cuyas flores parecían trompetillas pintadas, decidió refugiarse en una de ellas y aguardar la mañana.

Se trasladó volando a la glorieta. Ā”Cuidado! Dentro habĆ­a dos personas, un hombre joven y guapo y una hermosĆ­sima muchacha; sentados uno junto al otro, deseaban no tener que separarse en toda la eternidad; se querĆ­an con toda el alma, mucho mĆ”s de lo que el mejor de los hijos pueda querer a su madre y a su padre. – Y, no obstante, tenemos que separarnos -decĆ­a el joven- Tu hermano nos odia; por eso me envĆ­a con una misión mĆ”s allĆ” de las montaƱas y los mares. Ā”Adiós, mi dulce prometida, pues lo eres a pesar de todo!

Se besaron, y la muchacha, llorando, le dio una rosa después de haber estampado en ella un beso, tan intenso y sentido, que la flor se abrió. El elfo aprovechó la ocasión para introducirse en ella, reclinando la cabeza en los suaves pétalos fragantes; desde allí pudo oír perfectamente los adioses de la pareja. Y se dio cuenta de que la rosa era prendida en el pecho del doncel. ”Ah, cómo palpitaba el corazón debajo! Eran tan violentos sus latidos, que el elfo no pudo pegar el ojo.

Pero la rosa no permaneció mucho tiempo prendida en el pecho. El hombre la tomó en su mano, y, mientras caminaba solitario por el bosque oscuro, la besaba con tanta frecuencia y fuerza, que por poco ahoga a nuestro elfo. Ɖste podĆ­a percibir a travĆ©s de la hoja el ardor de los labios del joven; y la rosa, por su parte, se habĆ­a abierto como al calor del sol mĆ”s cĆ”lido de mediodĆ­a.

Acercóse entonces otro hombre, sombrío y colérico; era el perverso hermano de la doncella. Sacando un afilado cuchillo de grandes dimensiones, lo clavó en el pecho del enamorado mientras éste besaba la rosa. Luego le cortó la cabeza y la enterró, junto con el cuerpo, en la tierra blanda del pie del tilo.

– Helo aquĆ­ olvidado y ausente -pensó aquel malvado-; no volverĆ” jamĆ”s. DebĆ­a emprender un largo viaje a travĆ©s de montes y ocĆ©anos. Es fĆ”cil perder la vida en estas expediciones, y ha muerto. No volverĆ”, y mi hermana no se atreverĆ” a preguntarme por Ć©l.

Luego, con los pies, acumuló hojas secas sobre la tierra mullida, y se marchó a su casa a través de la noche oscura. Pero no iba solo, como creía; lo acompañaba el minúsculo elfo, montado en una enrollada hoja seca de tilo que se había adherido al pelo del criminal, mientras enterraba a su víctima. Llevaba el sombrero puesto, y el elfo estaba sumido en profundas tinieblas, temblando de horror y de indignación por aquel abominable crimen.

El malvado llegó a casa al amanecer. Quitóse el sombrero y entró en el dormitorio de su hermana. La hermosa y lozana doncella, yacía en su lecho, soñando en aquél que tanto la amaba y que, según ella creía, se encontraba en aquellos momentos caminando por bosques y montañas. El perverso hermano se inclinó sobre ella con una risa diabólica, como sólo el demonio sabe reírse. Entonces la hoja seca se le cayó del pelo, quedando sobre el cubrecamas, sin que él se diera cuenta. Luego salió de la habitación para acostarse unas horas. El elfo saltó de la hoja y, entrÔndose en el oído de la dormida muchacha, contóle, como en sueños, el horrible asesinato, describiéndole el lugar donde el hermano lo había perpetrado y aquel en que yacía el cadÔver. Le habló también del tilo florido que crecía allí, y dijo: «Para que no pienses que lo que acabo de contarte es sólo un sueño, encontrarÔs sobre tu cama una hoja seca».

Y, efectivamente, al despertar ella, la hoja estaba allĆ­.

”Oh, qué amargas lÔgrimas vertió! ”Y sin tener a nadie a quien poder confiar su dolor!

La ventana permaneció abierta todo el día; al elfo le hubiera sido fÔcil irse a las rosas y a todas las flores del jardín; pero no tuvo valor para abandonar a la afligida joven. En la ventana había un rosal de Bengala; instalóse en una de sus flores y se estuvo contemplando a la pobre doncella. Su hermano se presentó repetidamente en la habitación, alegre a pesar de su crimen; pero ella no osó decirle una palabra de su cuita.

No bien hubo oscurecido, la joven salió disimuladamente de la casa, se dirigió al bosque, al lugar donde crecĆ­a el tilo, y, apartando las hojas y la tierra, no tardó en encontrar el cuerpo del asesinado. Ā”Ah, cómo lloró, y cómo rogó a Dios Nuestro SeƱor que le concediese la gracia de una pronta muerte! Hubiera querido llevarse el cadĆ”ver a casa, pero al serle imposible, cogió la cabeza lĆ­vida, con los cerrados ojos, y, besando la frĆ­a boca, sacudió la tierra adherida al hermoso cabello.Ā  – Ā”La guardarĆ©! -dijo, y despuĆ©s de haber cubierto el cuerpo con tierra y hojas, volvió a su casa con la cabeza y una ramita de jazmĆ­n que florecĆ­a en el sitio de la sepultura.

Llegada a su habitación, cogió la maceta mÔs grande que pudo encontrar, depositó en ella la cabeza del muerto, la cubrió de tierra y plantó en ella la rama de jazmín.

  • Ā”Adiós, adiós! -susurró el geniecillo, que, no pudiendo soportar por mĆ”s tiempo aquel gran dolor, voló a su rosa del jardĆ­n. Pero estaba marchita; sólo unas pocas hojas amarillas colgaban aĆŗn del cĆ”liz verde.
  • Ā”Ah, quĆ© pronto pasa lo bello y lo bueno! suspiró el elfo. Por fin encontró otra rosa y estableció en ella su morada, detrĆ”s de sus delicados y fragantes pĆ©talos.

Cada mañana se llegaba volando a la ventana de la desdichada muchacha, y siempre encontraba a ésta llorando junto a su maceta. Sus amargas lÔgrimas caían sobre la ramita de jazmín, la cual crecía y se ponía verde y lozana, mientras la palidez iba invadiendo las mejillas de la doncella. Brotaban nuevas ramillas, y florecían blancos capullitos, que ella besaba. El perverso hermano no cesaba de reñirle, preguntÔndole si se había vuelto loca. No podía soportarlo, ni comprender por qué lloraba continuamente sobre aquella maceta. Ignoraba qué ojos cerrados y qué rojos labios se estaban convirtiendo allí en tierra. La muchacha reclinaba la cabeza sobre la maceta, y el elfo de la rosa solía encontrarla allí dormida; entonces se deslizaba en su oído y le contaba de aquel anochecer en la glorieta, del aroma de la flor y del amor de los elfos; ella soñaba dulcemente. Un día, mientras se hallaba sumida en uno de estos sueños, se apagó su vida, y la muerte la acogió, misericordiosa. Encontróse en el cielo, junto al ser amado.

Y los jazmines abrieron sus blancas flores y esparcieron su maravilloso aroma caracterĆ­stico; era su modo de llorar a la muerta.

El mal hermano se apropió la hermosa planta florida y la puso en su habitación, junto a la cama, pues era preciosa, y su perfume, una verdadera delicia. La siguió el pequeƱo elfo de la rosa, volando de florecilla en florecilla, en cada una de las cuales habitaba una almita, y les habló del joven inmolado cuya cabeza era ahora tierra entre la tierra, y les habló tambiĆ©n del malvado hermano y de la desdichada hermana. – Ā”Lo sabemos -decĆ­a cada alma de las flores-, lo sabemos! ĀæNo brotamos acaso de los ojos y de los labios del asesinado? Ā”Lo sabemos, lo sabemos! -. Y hacĆ­an con la cabeza unos gestos significativos.

El elfo no lograba comprender cómo podĆ­an estarse tan quietas, y se fue volando en busca de las abejas, que recogĆ­an miel, y les contó la historia del malvado hermano, y las abejas lo dijeron a su reina, la cual dio orden de que, a la maƱana siguiente, dieran muerte al asesino. Pero la noche anterior, la primera que siguió al fallecimiento de la hermana, al quedarse dormido el malvado en su cama junto al oloroso jazmĆ­n, se abrieron todos los cĆ”lices; invisibles, pero armadas de ponzoƱosos dardos, salieron todas las almas de las flores y, penetrando primero en sus oĆ­dos, le contaron sueƱos de pesadilla; luego, volando a sus labios, le hirieron en la lengua con sus venenosas flechas. – Ā”Ya hemos vengado al muerto! -dijeron, y se retiraron de nuevo a las flores blancas del jazmĆ­n.

Al amanecer y abrirse sĆŗbitamente la ventana del dormitorio, entraron el elfo de la rosa con la reina de las abejas y todo el enjambre, que venĆ­a a ejecutar su venganza.

Pero ya estaba muerto; varias personas que rodeaban la cama dijeron: – El perfume del jazmĆ­n lo ha matado.

El elfo comprendió la venganza de las flores y lo explicó a la reina de las abejas, y ella, con todo el enjambre, revoloteó zumbando en torno a la maceta. No había modo de ahuyentar a los insectos, y entonces un hombre se llevó el tiesto afuera; mas al picarle en la mano una de las abejas, soltó él la maceta, que se rompió al tocar el suelo.

Entonces descubrieron el lƭvido crƔneo, y supieron que el muerto que yacƭa en el lecho era un homicida.

La reina de las abejas seguƭa zumbando en el aire y cantando la venganza de las flores, y cantando al elfo de la rosa, y pregonando que detrƔs de la hoja mƔs mƭnima hay alguien que puede descubrir la maldad y vengarla.

 

 

El gollete de botella

 

En una tortuosa callejuela, entre varias míseras casuchas, se alzaba una de paredes entramadas, alta y desvencijada. Vivían en ella gente muy pobre; y lo mÔs mísero de todo era la buhardilla, en cuya ventanuco colgaba, a la luz del sol, una vieja jaula abollada que ni siquiera tenía bebedero; en su lugar había un gollete de botella puesto del revés, tapado por debajo con un tapón de corcho y lleno de agua. Una vieja solterona estaba asomada al exterior; acababa de adornar con prímulas la jaula donde un diminuto pardillo saltaba de uno a otro palo cantando tan alegremente, que su voz resonaba a gran distancia.

«”Ay, bien puedes tĆŗ cantar! -exclamó el gollete. Bueno, no es que lo dijera como lo decimos nosotros, pues un casco de botella no puede hablar, pero lo pensó a su manera, como nosotros cuando hablamos para nuestros adentros -. SĆ­, tĆŗ puedes cantar, pues no te falta ningĆŗn miembro. Si tĆŗ supieras, como yo lo sĆ©, lo que significa haber perdido toda la parte inferior del cuerpo, sin quedarme mĆ”s que cuello y boca, y aun Ć©sta con un tapón metido dentro… Seguro que no cantarĆ­as. Pero vale mĆ”s asĆ­, que siquiera tĆŗ puedas alegrarte. Yo no tengo ningĆŗn motivo para cantar, aparte que no sĆ© hacerlo; antes sĆ­ sabĆ­a, cuando era una botella hecha y derecha, y me frotaban con un tapón. Era entonces una verdadera alondra, me llamaban la gran alondra. Y luego, cuando vivĆ­a en el bosque, con la familia del pellejero y celebraron la boda de su hija… Me acuerdo como si fuese ayer. Ā”La de aventuras que he pasado, y que podrĆ­a contarte! He estado en el fuego y en el agua, metida en la negra tierra, y he subido a alturas que muy pocos han alcanzado, y ahĆ­ me tienes ahora en esta jaula, expuesta al aire y al sol. A lo mejor te gustarĆ­a oĆ­r mi historia, aunque no la voy a contar en voz alta, pues no puedoĀ».

Y asĆ­ el gollete de botella – hablando para sĆ­, o por lo menos pensĆ”ndolo para sus adentros – empezó a contar su historia, que era notable de verdad. Entretanto, el pajarillo cantaba su alegre canción, y abajo en la calle todo el mundo iba y venĆ­a, pensando cada cual en sus problemas o en nada. Pero el gollete de la botella recuerda que recuerda.

Vio el horno ardiente de la fÔbrica donde, soplando, le habían dado vida; recordó que hacía un calor sofocante en aquel horno estrepitoso, lugar de su nacimiento; que mirando a sus honduras le habían entrado ganas de saltar de nuevo a ellas, pero que, poco a poco, al irse enfriando, se fue sintiendo bien y a gusto en su nuevo sitio, en hilera con un regimiento entero de hermanos y hermanas, nacidas todas en el mismo horno, aunque unas destinadas a contener champaña y otras cerveza, lo cual no era poca diferencia. MÔs tarde, ya en el ancho mundo, cabe muy bien que en una botella de cerveza se envase el exquisito «lacrimae Christi», y que en una botella de champaña echen betún de calzado; pero siempre queda la forma, como ejecutoria del nacimiento. El noble es siempre noble, aunque por dentro esté lleno de betún.

Después de un rato, todas las botellas fueron embaladas, la nuestra con las demÔs. No pensaba entonces ella que acabaría en simple gollete y que serviría de bebedero de pÔjaro en aquellas alturas, lo cual no deja de ser una existencia honrosa, pues siquiera se es algo. No volvió a ver la luz del día hasta que la desembalaron en la bodega de un cosechero, junto con sus compañeras, y la enjuagaron por primera vez, cosa que le produjo una sensación extraña. Quedóse allí vacía y sin tapar, presa de un curioso desfallecimiento. Algo le faltaba, no sabía qué a punto fijo, pero algo. Hasta que la llenaron de vino, un vino viejo y de solera; la taparon y lacraron, pegÔndole a continuación un papel en que se leía: «Primera calidad». Era como sacar sobresaliente en el examen; pero es que en realidad el vino era bueno, y la botella, buena también. Cuando se es joven, todo el mundo se siente poeta. La botella se sentía llena de canciones y versos referentes a cosas de las que no tenía la menor idea: las verdes montañas soleadas, donde maduran las uvas y donde las retozonas muchachas y los bulliciosos mozos cantan y se besan. ”Ah, qué bella es la vida! Todo aquello cantaba y resonaba en el interior de la botella, lo mismo que ocurre en el de los jóvenes poetas, que con frecuencia tampoco saben nada de todo aquello.

Un buen día la vendieron. El aprendiz del peletero fue enviado a comprar una botella de vino «del mejor», y así fue ella a parar al cesto, junto con jamón, salchichas y queso, sin que faltaran tampoco una mantequilla de magnífico aspecto y un pan exquisito. La propia hija del peletero vació el cesto. Era joven y linda; reían sus ojos azules, y una sonrisa se dibujaba en su boca, que hablaba tan elocuentemente como sus ojos. Sus manos eran finas y delicadas, y muy blancas, aunque no tanto como el cuello y el pecho. Veíase a la legua que era una de las mozas mÔs bellas de la ciudad, y, sin embargo, no estaba prometida.

Cuando la familia salió al bosque, la cesta de la comida quedó en el regazo de la hija; el cuello de la botella asomaba por entre los extremos del blanco pañuelo; cubría el tapón un sello de lacre rojo, que miraba al rostro de la muchacha. Pero no dejaba de echar tampoco ojeadas al joven marino, sentado a su lado. Era un amigo de infancia, hijo de un pintor retratista. Acababa de pasar felizmente su examen de piloto, y al día siguiente se embarcaba en una nave con rumbo a lejanos países. De ello habían estado hablando largamente mientras empaquetaban, y en el curso de la conversación no se había reflejado mucha alegría en los ojos y en la boca de la linda hija del peletero.

Los dos jóvenes se metieron por el verde bosque, enzarzados en un coloquio. ¿De qué hablarían? La botella no lo oyó, pues se había quedado en la cesta. Pasó mucho rato antes de que la sacaran, pero cuando al fin, lo hicieron, habían sucedido cosas muy agradables; todos los ojos estaban sonrientes, incluso los de la hija, la cual apenas abría la boca, y tenía las mejillas encendidas como rosas encarnadas. El padre cogió la botella llena y el sacacorchos.

Es extraño, sí, la impresión que se siente cuando a una la descorchan por vez primera. JamÔs olvidó el cuello de la botella aquel momento solemne; al saltar el tapón le había escapado de dentro un raro sonido, «”plump!», seguido de un gorgoteo al caer el vino en los vasos.

  • Ā”Por la felicidad de los prometidos! – dijo el padre, y todos los vasos se vaciaron hasta la Ćŗltima gota, mientras el joven piloto besaba a su hermosa novia.
  • Ā”Dichas y bendiciones! -exclamaron los dos viejos.

El mozo volvió a llenar los vasos. – Ā”Por mi regreso y por la boda de hoy en un aƱo! -brindó, y cuando los vasos volvieron a quedar vacĆ­os, levantando la botella, aƱadió: – Ā”Has asistido al dĆ­a mĆ”s hermoso de mi vida; nunca mĆ”s volverĆ”s a servir! -. Y la arrojó al aire.

Poco pensó entonces la muchacha que aún vería volar otras veces la botella; y, sin embargo, así fue. La botella fue a caer en el espeso cañaveral de un pequeño estanque que había en el bosque; el gollete recordaba aún perfectamente cómo había ido a parar allí y cómo había pensado:

«Les di vino y ellos me devuelven agua cenagosa; su intención era buena, de todos modos». No podía ya ver a la pareja de novios ni a sus regocijados padres, pero durante largo rato los estuvo oyendo cantar y charlar alegremente. Llegaron en esto dos chiquillos campesinos, que, mirando por entre las cañas, descubrieron la botella y se la llevaron a casa. Volvía a estar atendida.

En la casa del bosque donde moraban los muchachos, la víspera había llegado su hermano mayor, que era marino, para despedirse, pues iba a emprender un largo viaje. Corría la madre de un lado para otro empaquetando cosas y mÔs cosas; al anochecer, el padre iría a la ciudad a ver a su hijo por última vez antes de su partida, y a llevarle el último saludo de la madre. Había puesto ya en el hato una botellita de aguardiente de hierbas aromÔticas, cuando se presentaron los muchachitos con la botella encontrada, que era mayor y mÔs resistente. Su capacidad era superior a la de la botellita, y el licor era muy bueno para el dolor de estómago, pues entre otras muchas hierbas, contenía corazoncillo. Esta vez no llenaron la botella con vino, como la anterior, sino con una poción amarga, aunque excelente, para el estómago. La nueva botella reemplazó a la antigua, y así reanudó aquélla sus correrías. Pasó a bordo del barco propiedad de Peter Jensen, justamente el mismo en el que servía el joven piloto, el cual no vio la botella, aparte que lo mÔs probable es que no la hubiera reconocido ni pensado que era la misma con cuyo contenido habían brindado por su noviazgo y su feliz regreso.

Aunque no era vino lo que la llenaba, no era menos bueno su contenido. A Peter Jensen lo llamaban sus compaƱeros Ā«El boticarioĀ», pues a cada momento sacaba la botella y administraba a alguien la excelente medicina – excelente para el estómago, entendĆ”monos -; y aquello duró hasta que se hubo consumido la Ćŗltima gota. Fueron dĆ­as felices, y la botella solĆ­a cantar cuando la frotaban con el tapón. De entonces le vino el nombre de alondra, la alondra de Peter Jensen.

HabĆ­a transcurrido un largo tiempo, y la botella habĆ­a sido dejada, vacĆ­a, en un rincón; mas he aquĆ­ que – si la cosa ocurrió durante el viaje de ida o el de vuelta, la botella no lo supo nunca a punto fijo, pues jamĆ”s desembarcó – se levantó una tempestad. Olas enormes negras y densas, se encabritaban, levantaban el barco hasta las nubes y lo lanzaban en todas direcciones; quebróse el palo mayor, un golpe de mar abrió una vĆ­a de agua, y las bombas resultaban inĆŗtiles. Era una noche oscura como boca de lobo, y el barco se iba a pique; en el Ćŗltimo momento, el joven piloto escribió en una hoja de papel: «”En el nombre de Dios, naufragamos!Ā». Estampó el nombre de su prometida, el suyo propio y el del buque, metió el papel en una botella vacĆ­a que encontró a mano y, tapĆ”ndola fuertemente, la arrojó al mar tempestuoso. Ignoraba que era la misma que habĆ­a servido para llenar los vasos de la alegrĆ­a y de la esperanza. Ahora flotaba entre las olas llevando un mensaje de adiós y de muerte.

Hundióse el barco, y con él la tripulación, mientras la botella volaba como un pÔjaro, llevando dentro un corazón, una carta de amor. Y salió el sol y se puso de nuevo, y a la botella le pareció como si volviese a los tiempos de su infancia, en que veía el rojo horno ardiente. Vivió períodos de calma y nuevas tempestades, pero ni se estrelló contra una roca ni fue tragada por un tiburón.

MƔs de un aƱo estuvo flotando al azar, ora hacia el Norte, ora hacia Mediodƭa, a merced de las corrientes marinas. Por lo demƔs, era dueƱa de sƭ, pero al cabo de un tiempo uno llega a cansarse incluso de esto.

La hoja escrita, con el último adiós del novio a su prometida, sólo duelo habría traído, suponiendo que hubiese ido a parar a las manos a que iba destinada. Pero, ¿dónde estaban aquellas manos, tan blancas cuando, allÔ en el verde bosque, se extendían sobre la jugosa hierba el día del noviazgo? ¿Dónde estaba la hija del peletero? ¿Dónde se hallaba su tierra, y cuÔl sería la mÔs próxima? La botella lo ignoraba; seguía en su eterno vaivén, y al fin se sentía ya harta de aquella vida; su destino era otro. Con todo, continuó su viaje, hasta que, finalmente, fue arrojada a la costa, en un país extraño. No comprendía una palabra de lo que las gentes hablaban; no era la lengua que oyera en otros tiempos, y uno se siente muy desvalido cuando no entiende el idioma.

 

 

El gorro de dormir del solterón

 

Hay en Copenhague una calle que lleva el extraƱo nombre de Ā«HyskenstraedeĀ» (Callejón de Hysken). ĀæPor quĆ© se llama asĆ­ y quĆ© significa su nombre? Hay quien dice que es de origen alemĆ”n, aunque esto serĆ­a atropellar esta lengua, pues en tal caso Hysken serĆ­a: Ā«HƤuschenĀ», palabra que significa Ā«casitasĀ». Las tales casitas, por espacio de largos aƱos, sólo fueron barracas de madera, casi como las que hoy vemos en las ferias, tal vez un poco mayores, y con ventanas, que en vez de cristales tenĆ­an placas de cuerno o de vejiga, pues el poner vidrios en las ventanas era en aquel tiempo todo un lujo. De esto, empero, hace tanto tiempo, que el bisabuelo decĆ­a, al hablar de ello: Ā«Antiguamente…Ā». Hoy hace de ello varios siglos.

Los ricos comerciantes de Brema y Lubeck negociaban en Copenhague. Ellos no venĆ­an en persona, sino que enviaban a sus dependientes, los cuales se alojaban en los barracones de la Calleja de las casitas, y en ellas vendĆ­an su cerveza y sus especias. La cerveza alemana era entonces muy estimada, y la habĆ­a de muchas clases: de Brema, de Prüssinger, de Ems, sin faltar la de Brunswick. VendĆ­an luego una gran variedad de especias: azafrĆ”n, anĆ­s, jengibre y, especialmente, pimienta. Ɖsta era la mĆ”s estimada, y de aquĆ­ que a aquellos vendedores se les aplicara el apodo de Ā«pimenterosĀ». Cuando salĆ­an de su paĆ­s, contraĆ­an el compromiso de no casarse en el lugar de su trabajo. Muchos de ellos llegaban a edad avanzada y tenĆ­an que cuidar de su persona, arreglar su casa y apagar la lumbre – cuando la tenĆ­an -. Algunos se volvĆ­an huraƱos, como niƱos envejecidos, solitarios, con ideas y costumbres especiales. De ahĆ­ viene que en Dinamarca se llame Ā«pimenteroĀ» a todo hombre soltero que ha llegado a una edad mĆ”s que suficiente para casarse. Hay que saber todo esto para comprender mi cuento.

Es costumbre hacer burla de los «pimenteros» o solterones, como decimos aquí; una de sus bromas consiste en decirle que se vayan a acostar y que se calen el gorro de dormir hasta los ojos.

Corta, corta, madera,  ”ay de ti, solterón!

El gorro de dormir se acuesta contigo,Ā  en vez de un tesorito lindo y fino.

Sí, esto es lo que les cantan. Se burlan del solterón y de su gorro de noche, precisamente porque conocen tan mal a uno y otro. ”Ay, no deseéis a nadie el gorro de dormir! ¿Por qué?

Escuchad:

Antaño, la Calleja de las Casitas no estaba empedrada; salías de un bache para meterte en un hoyo, como en un camino removido por los carros, y ademÔs era muy angosta. Las casuchas se tocaban, y era tan reducido el espacio que mediaba entre una hilera y la de enfrente, que en verano solían tender una cuerda desde un tenducho al opuesto; toda la calle olía a pimienta, azafrÔn y jengibre. DetrÔs de las mesitas no solía haber gente joven; la mayoría eran solterones, los cuales no creÔis que fueran con peluca o gorro de dormir, pantalón de felpa, y chaleco y chaqueta abrochados hasta el cuello, no; aunque ésta era, en efecto, la indumentaria del bisabuelo de nuestro bisabuelo, y así lo vemos retratado. Los «pimenteros» no contaban con medios para hacerse retratar, y es una lÔstima que no tengamos ahora el cuadro de uno de ellos, retratado en su tienda o yendo a la iglesia los días festivos. El sombrero era alto y de ancha ala, y los mÔs jóvenes se lo adornaban a veces con una pluma; la camisa de lana desaparecía bajo un cuello vuelto, de hilo blanco; la chaqueta quedaba ceñida y abrochada de arriba abajo; la capa colgaba suelta sobre el cuerpo, mientras los pantalones bajaban rectos hasta los zapatos, de ancha punta, pues no usaban medias. Del cinturón colgaban el cuchillo y la cuchara para el trabajo de la tienda, amén de un puñal para la propia defensa, lo cual era muy necesario en aquellos tiempos.

Justamente asĆ­ iba vestido los dĆ­as de fiesta el viejo Antón, uno de los solterones mĆ”s empedernidos de la calleja; sólo que en vez del sombrero alto llevaba una capucha, y debajo de ella un gorro de punto, un autĆ©ntico gorro de dormir. Se habĆ­a acostumbrado a llevarlo, y jamĆ”s se lo quitaba de la cabeza; y tenĆ­a dos gorros de Ć©stos. Su aspecto pedĆ­a a voces el retrato: era seco como un huso, tenĆ­a la boca y los ojos rodeados de arrugas, largos dedos huesudos y cejas grises y erizadas. Sobre el ojo izquierdo le colgaba un gran mechón que le salĆ­a de un lunar; no puede decirse que lo embelleciera, pero al menos servĆ­a para identificarlo fĆ”cilmente. Se decĆ­a de Ć©l que era de Brema, aunque en realidad no era de allĆ­, pero sĆ­ vivĆ­a en Brema su patrón. Ɖl era de Turingia, de la ciudad de Eisenach, en la falda de la Wartburg. El viejo Antón solĆ­a hablar poco de su patria chica, pero tanto mĆ”s pensaba en ella.

No era usual que los viejos vendedores de la calle se reunieran, sino que cada cual permanecía en su tenducho, que se cerraba al atardecer, y entonces la calleja quedaba completamente oscura; sólo un tenue resplandor salía por la pequeña placa de cuerno del rejado, y en el interior de la casucha, el viejo, sentado generalmente en la cama con su libro alemÔn de cÔnticos, entonaba su canción nocturnal o trajinaba hasta bien entrada la noche, ocupado en mil quehaceres. Divertido no lo era, a buen seguro. Ser forastero en tierra extraña es condición bien amarga. Nadie se preocupa de uno, a no ser que le estorbe. Y entonces la preocupación lleva consigo el quitÔrselo a uno de encima.

En las noches oscuras y lluviosas, la calle aparecĆ­a por demĆ”s lĆŗgubre y desierta. No habĆ­a luz; sólo un diminuto farol colgaba en el extremo, frente a una imagen de la Virgen pintada en la pared. Se oĆ­a tamborilear y chapotear el agua sobre el cercano baluarte, en dirección a la presa de Slotholm, cerca de la cual desembocaba la calle. Las veladas asĆ­ resultan largas y aburridas, si no se busca en quĆ© ocuparlas: no todos los dĆ­as hay que empaquetar o desempaquetar, liar cucuruchos, limpiar los platillos de la balanza; hay que idear alguna otra cosa, que es lo que hacĆ­a nuestro viejo Antón: se cosĆ­a sus prendas o remendaba los zapatos. Por fin se acostaba, conservando puesto el gorro; se lo calaba hasta los ojos, y unos momentos despuĆ©s volvĆ­a a levantarlo, para cerciorarse de que la luz estaba bien apagada. Palpaba el pĆ”bilo, apretĆ”ndolo con los dedos, y luego se echaba del otro lado, volviendo a encasquetarse el gorro. Pero muchas veces se le ocurrĆ­a pensar: Āæno habrĆ” quedado un ascua encendida en el braserillo que hay debajo de la mesa? Una chispita que quedara encendida, podĆ­a avivarse y provocar un desastre. Y volvĆ­a a levantarse, bajaba la escalera de mano – pues otra no habĆ­a – y, llegado al brasero y comprobado que no se veĆ­a ninguna chispa, regresaba arriba. Pero no era raro que, a mitad de camino, le asaltase la duda de si la barra de la puerta estarĆ­a bien puesta, y las aldabillas bien echadas. Y otra vez abajo sobre sus escuĆ”lidas piernas, tiritando y castaƱeteĆ”ndole los dientes, hasta que volvĆ­a a meterse en cama, pues el frĆ­o es mĆ”s rabioso que nunca cuando sabe que tiene que marcharse. CubrĆ­ase bien con la manta, se hundĆ­a el gorro de dormir hasta mĆ”s abajo de los ojos y procuraba apartar sus pensamientos del negocio y de las preocupaciones del dĆ­a. Mas no siempre conseguĆ­a aquietarse, pues entonces se presentaban viejos recuerdos y descorrĆ­an sus cortinas, las cuales tienen a veces alfileres que pinchan. Ā”Ay!, exclama uno; y se la clavan en la carne y queman, y las lĆ”grimas le vienen a los ojos. AsĆ­ le ocurrĆ­a con frecuencia al viejo Antón, que a veces lloraba lĆ”grimas ardientes, clarĆ­simas perlas que caĆ­an sobre la manta o al suelo, resonando como acordes arrancados a una cuerda dolorida, como si salieran del corazón. Y al evaporarse, se inflamaban e iluminaban en su mente un cuadro de su vida que nunca se borraba de su alma. Si se secaba los ojos con el gorro, quedaban rotas las lĆ”grimas y la imagen, pero no su fuente, que brotaba del corazón. Aquellos cuadros no se presentaban por el orden que habĆ­an tenido en la realidad; lo corriente era que apareciesen los mĆ”s dolorosos, pero tambiĆ©n acudĆ­an otros de una dulce tristeza, y Ć©stos eran los que entonces arrojaban las mayores sombras.

Todos reconocen cuÔn magníficos son los hayedos de Dinamarca, pero en la mente de Antón se levantaba mÔs magnífico todavía el bosque de hayas de Wartburg; mÔs poderosos y venerables le parecían los viejos robles que rodeaban el altivo castillo medieval, con las plantas trepadoras colgantes de los sillares; mÔs dulcemente olían las flores de sus manzanos que las de los manzanos daneses; percibía bien distintamente su aroma. Rodó una lÔgrima, sonora y luminosa, y entonces vio claramente dos muchachos, un niño y una niña. Estaban jugando. El muchacho tenía las mejillas coloradas, rubio cabello ondulado, ojos azules de expresión leal. Era el hijo del rico comerciante, Antoñito, él mismo. La niña tenía ojos castaños y pelo negro; la mirada, viva e inteligente; era Molly, hija del alcalde. Los dos chiquillos jugaban con una manzana, la sacudían y oían sonar en su interior las pepitas. Cortaban la fruta y se la repartían por igual; luego se repartían también las semillas y se las comían todas menos una; tenían que plantarla, había dicho la niña.

– Ā”VerĆ”s lo que sale! SaldrĆ” algo que nunca habrĆ­as imaginado. Un manzano entero, pero no enseguida.

Y depositaron la semilla en un tiesto, trabajando los dos con gran entusiasmo. El niño abrió un hoyo en la tierra con el dedo, la chiquilla depositó en él la semilla, y los dos la cubrieron con tierra.

Ahora no vayas a sacarla maƱana para ver si ha echado raĆ­ces – advirtió Molly -; eso no se hace. Yo lo probĆ© por dos veces con mis flores; querĆ­a ver si crecĆ­an, tonta de mĆ­, y las flores se murieron.

Antón se quedó con el tiesto, y cada mañana, durante todo el invierno, salió a mirarlo, mas sólo se veía la negra tierra. Pero al llegar la primavera, y cuando el sol ya calentaba, asomaron dos hojitas verdes en el tiesto.

– Son yo y Molly – exclamó Antón -. Ā”Es maravilloso!

Pronto apareció una tercera hoja; ¿qué significaba aquello? Y luego salió otra, y todavía otra. Día tras día, semana tras semana, la planta iba creciendo, hasta que se convirtió en un arbolillo hecho y derecho.

Y todo eso se reflejaba ahora en una única lÔgrima, que se deslizó y desapareció; pero otras brotarían de la fuente, del corazón del viejo Antón.

En las cercanías de Eisenach se extiende una línea de montañas rocosas; una de ellas tiene forma redondeada y estÔ desnuda, sin Ôrboles, matorrales ni hierba. Se llama Venusberg, la montaña de Venus, una diosa de los tiempos paganos a quien llamaban Dama Holle; todos los niños de Eisenach lo sabían y lo saben aún.

Con sus hechizos habƭa atraƭdo al caballero TannhƤuser, el trovador del cƭrculo de cantores de Wartburg.

La pequeña Molly y Antón iban con frecuencia a la montaña, y un día dijo ella:

  • ĀæA que no te atreves a llamar a la roca y gritar: ”«Dama Holle, Dama Holle, abre, que aquĆ­ estĆ” TannhƤuser!?Ā».

Antón no se atrevió, pero sí Molly, aunque sólo pronunció las palabras: «”Dama Holle, Dama Holle!» en voz muy alta y muy clara; el resto lo dijo de una manera tan confusa, en dirección del viento, que Antón quedó persuadido de que no había dicho nada. ”Qué valiente estaba entonces! Tenía un aire tan resuelto, como cuando se reunía con otras niñas en el jardín, y todas se empeñaban en besarlo, precisamente porque él no se dejaba, y la emprendía a golpes, por lo que ninguna se atrevía a ello. Nadie excepto Molly, desde luego.

  • Ā”Yo puedo besarlo! – decĆ­a con orgullo, rodeĆ”ndole el cuello con los brazos; en ello ponĆ­a su pundonor. Antón se dejaba, sin darle mayor importancia. Ā”QuĆ© bonita era, y quĆ© atrevida! Dama Holle de la montaƱa debĆ­a de ser tambiĆ©n muy hermosa, pero su belleza, decĆ­ase, era la engaƱosa belleza del diablo. La mejor hermosura era la de Santa Isabel, patrona del paĆ­s, la piadosa princesa turingia, cuyas buenas obras eran exaltadas en romances y leyendas; en la capilla estaba su imagen, rodeada de lĆ”mparas de plata; pero Molly no se le parecĆ­a en nada.

El manzano plantado por los dos niños iba creciendo de año en año, y llegó a ser tan alto, que hubo que trasplantarlo al aire libre, en el jardín, donde caí el rocío y el sol calentaba de verdad. Allí tomó fuerzas para resistir al invierno. Después del duro agobio de éste, parecía como si en primavera floreciese de alegría. En otoño dio dos manzanas, una para Molly y otra para Antón; menos no hubiese sido correcto.

El Ôrbol había crecido rÔpidamente, y Molly no le fue a la zaga; era fresca y lozana como una flor del manzano; pero no estaba él destinado a asistir por mucho tiempo a aquella floración. Todo cambia, todo pasa. El padre de Molly se marchó de la ciudad, y Molly se fue con él, muy lejos. En nuestros días, gracias al tren, sería un viaje de unas horas, pero entonces llevaba mÔs de un día y una noche el trasladarse de Eisenach hasta la frontera oriental de Turingia, a la ciudad que hoy llamamos todavía Weimar.

Lloró Molly, y lloró Antón; todas aquellas lÔgrimas se fundían en una sola, que brillaba con los deslumbradores matices de la alegría. Molly le había dicho que prefería quedarse con él a ver todas las bellezas de Weimar.

 

 

El intrƩpido soldadito de plomo

 

Ɖranse una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habĆ­an fundido de una misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban de frente; el uniforme era precioso, rojo y azul. La primera palabra que escucharon en cuanto se levantó la tapa de la caja que los contenĆ­a fue: «”Soldados de plomo!Ā». La pronunció un chiquillo, dando una gran palmada. Eran el regalo de su cumpleaƱos, y los alineó sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales, excepto uno, que se distinguĆ­a un poquito de los demĆ”s: le faltaba una pierna, pues habĆ­a sido fundido el Ćŗltimo, y el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se sostenĆ­a tan firme como los otros con dos, y de Ć©l precisamente vamos a hablar aquĆ­.

En la mesa donde los colocaron había otros muchos juguetes, y entre ellos destacaba un bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se veían las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo mÔs lindo era una muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel también ella, llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros, a modo de fajín, con una reluciente estrella de oropel en el centro, tan grande como su cara. La chiquilla tenía los brazos extendidos, pues era una bailarina, y una pierna levantada, tanto, qué el soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla, acabó por creer que sólo tenía una, como él.

«He aquí la mujer que necesito -pensó-. Pero estÔ muy alta para mí: vive en un palacio, y yo por toda vivienda sólo tengo una caja, y ademÔs somos veinticinco los que vivimos en ella; no es lugar para una princesa. Sin embargo, intentaré establecer relaciones».

Y se situó detrÔs de una tabaquera que había sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a sus anchas a la distinguida damita, que continuaba sosteniéndose sobre un pie sin caerse.

Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los habitantes de la casa se retiraron a dormir. Ɖste era el momento que los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta, a Ā«visitasĀ», a Ā«guerraĀ», a Ā«baileĀ»; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues querĆ­an participar en las diversiones; mas no podĆ­an levantar la tapa. El cascanueces todo era dar volteretas, y el pizarrĆ­n venga divertirse en la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el cual intervino tambiĆ©n en el jolgorio, recitando versos. Los Ćŗnicos que no se movieron de su sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; Ć©sta seguĆ­a sosteniĆ©ndose sobre la punta del pie, y Ć©l sobre su Ćŗnica pierna; pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella.

El reloj dio las doce y, ”pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que había dentro no era rapé, sino un duendecillo negro. Era un juguete sorpresa.

  • Soldado de plomo -dijo el duende-, Ā”no mires asĆ­!

Pero el soldado se hizo el sordo.

  • Ā”Espera a que llegue la maƱana, ya verĆ”s! aƱadió el duende.

Cuando los niños se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o del viento, abrióse ésta de repente, y el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una altura de tres pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo.

La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado: «”Estoy aquí!», indudablemente habrían dado con él, pero le pareció indecoroso gritar, yendo de uniforme.

He aquí que comenzó a llover; las gotas caían cada vez mÔs espesas, hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por allí dos mozalbetes callejeros

  • Ā”Mira! -exclamó uno-. Ā”Un soldado de plomo! Ā”Vamos a hacerle navegar! Con un papel de periódico hicieron un barquito, y, embarcando en Ć©l. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguĆ­an detrĆ”s de Ć©l dando palmadas de contento. Ā”Dios nos proteja! Ā”y quĆ© olas, y quĆ© corriente! No podĆ­a ser de otro modo, con el diluvio que habĆ­a caĆ­do. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba impertĆ©rrito, sin pestaƱear, mirando siempre de frente y siempre arma al hombro.

De pronto, el bote entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja. – «¿Dónde irĆ© a parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el duende. Ā”Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el bote! Ā”Poco me importarĆ­a esta oscuridad!Ā». De repente salió una gran rata de agua que vivĆ­a debajo el puente.

  • Ā”Alto! -gritó-. Ā”A ver, tu pasaporte!

Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con mÔs fuerza el fusil. La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ”Uf! ”Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las virutas y las pajas:

  • Ā”Detenedlo, detenedlo! Ā”No ha pagado peaje!

”No ha mostrado el pasaporte!

La corriente se volvía cada vez mÔs impetuosa. El soldado veía ya la luz del sol al extremo del túnel. Pero entonces percibió un estruendo capaz de infundir terror al mÔs valiente. Imaginad que, en el punto donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal. Para él, aquello resultaba tan peligroso como lo sería para nosotros el caer por una alta catarata.

Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió disparado, pero nuestro pobre soldadito seguía tan firme como le era posible. ”Nadie podía decir que había pestañeado siquiera! La barquita describió dos o tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo, inundÔndose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se hundía por momentos, y el papel se deshacía; el agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en aquel momento supremo, acordóse de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volvería a contemplar. Parecióle que le decían al oído: «”Adiós, adiós, guerrero! ”Tienes que sufrir la muerte!».

Desgarróse entonces el papel, y el soldado se fue al fondo, pero en el mismo momento se lo tragó un gran pez. ”Allí sí se estaba oscuro! Peor aún que bajo el puente del arroyo; y, ademÔs, ”tan estrecho! Pero el soldado seguía firme, tendido cuÔn largo era, sin soltar el fusil.

El pez continuó sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que, por fin, se quedó quieto, y en su interior penetró un rayo de luz.

Hizose una gran claridad, y alguien exclamó: Ā”El soldado de plomo!- El pez habĆ­a sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora estaba en la cocina, donde la cocinera lo abrĆ­a con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala, pues todos querĆ­an ver aquel personaje extraƱo salido del estómago del pez; pero el soldado de plomo no se sentĆ­a nada orgulloso. PusiĆ©ronlo de pie sobre la mesa y – Ā”quĆ© cosas mĆ”s raras ocurren a veces en el mundo! – encontróse en el mismo cuarto de antes, con los mismos niƱos y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniĆ©ndose sobre la punta del pie y con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar lĆ”grimas de plomo. Pero habrĆ­a sido poco digno de Ć©l. La miró sin decir palabra.

En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende de la tabaquera.

El soldado de plomo quedó todo iluminado y sintió un calor espantoso, aunque no sabía si era debido al fuego o al amor. Sus colores se habían borrado también, a consecuencia del viaje o por la pena que sentía; nadie habría podido decirlo.

Miró de nuevo a la muchacha, encontrÔronse las miradas de los dos, y él sintió que se derretía, pero siguió firme, arma al hombro. Abrióse la puerta, y una rÔfaga de viento se llevó a la bailarina, que, cual una sílfide, se levantó volando para posarse también en la chimenea, junto al soldado; se inflamó y desapareció en un instante. A su vez, el soldadito se fundió, quedando reducido a una pequeña masa informe. Cuando, al día siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de él mÔs que un trocito de plomo; de la bailarina, en cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.

 

 

 

El jabalĆ­ de bronce

 

En la ciudad de Florencia, no lejos de la Piazza del Granduca, corre una calle transversal que, si mal no recuerdo, se llama Porta Rossa. En ella, frente a una especie de mercado de hortalizas, se levanta la curiosa figura de un jabalĆ­ de bronce, esculpido con mucho arte. Agua lĆ­mpida y fresca fluye de la boca del animal, que con el tiempo ha tomado un color verde oscuro. Sólo el hocico brilla, como si lo hubiesen pulimentado – y asĆ­ es en efecto – por la acción de los muchos centenares de chiquillos y pobres que, cogiĆ©ndose a Ć©l con las manos, acercan la boca a la del animal para beber. Es un bonito cuadro el de la bien dibujada fiera abrazada por un gracioso rapaz medio desnudo, que aplica su fresca boca al hocico de bronce.

A cualquier forastero que llegue a Florencia le es fƔcil encontrar el lugar; no tiene mƔs que preguntar por el jabalƭ de bronce al primer mendigo que encuentre, seguro que lo guiarƔn a Ʃl.

Era un anochecer del invierno; las montañas aparecían cubiertas de nieve, pero en el cielo brillaba la luna llena; y la luna llena en Italia es tan luminosa como un día gris de invierno de los países nórdicos; y le gana aún, pues el aire brilla y adquiere relieve, mientras que en el Norte el techo de plomo, frío y lúgubre, deprime al hombre, lo aplasta contra el suelo, ese suelo húmedo y frío que un día cubrirÔ su ataúd.

Un chiquillo harapiento se habĆ­a pasado todo el dĆ­a sentado en el jardĆ­n del Gran Duque, bajo el tejado de pinos, donde incluso en invierno florecen las rosas por millares; un chiquillo que podĆ­a pasar por la imagen de Italia, tal era de hermoso, sonriente y, sin embargo, enfermizo de aspecto. SufrĆ­a hambre y sed, nadie le daba un cĆ©ntimo y al oscurecer – hora de cerrar el jardĆ­n – el portero lo echó. Durante un largo rato se estuvo entregado a sus ensueƱos en el puente que cruza el Arno, contemplando las estrellas que se reflejaban en el agua, entre Ć©l y el magnĆ­fico puente de mĆ”rmol Ā«della TrinitÔ».

Se dirigió luego hacia el jabalí de bronce, hincó la rodilla al llegar a él y, pasando los brazos alrededor del cuello de la figura, aplicó la boca al reluciente hocico y bebió a grandes tragos de su fresca agua. Al lado yacían unas hojas de lechuga y dos o tres castañas; aquello fue su cena. En la calle no había ni un alma; el chiquillo estaba completamente solo; sentóse sobre el dorso del jabalí, se apoyó hacia delante, de manera que su rizada cabecita descansara sobre la del animal, y, sin darse cuenta, quedóse profundamente dormido.

Al sonar la medianoche, el jabalĆ­ de bronce se estremeció, y el niƱo oyó que decĆ­a: – Ā”agĆ”rrate bien, chiquillo, que voy a correr! -. Y emprendió la carrera, con Ć©l a cuestas. Ā”ExtraƱo paseo! Primero llegaron a la Piazza del Granduca, donde el caballo de bronce de la estatua del prĆ­ncipe los acogió relinchando. El policromo escudo de armas de las antiguas casas consistoriales brillaba como si fuese transparente, mientras el David de Miguel Ɓngel blandĆ­a su honda. Por doquier rebullĆ­a una vida sorprendente. Los grupos de bronce que representan Perseo y el rapto de las Sabinas se agitaban frenĆ©ticamente; de la boca de las mujeres surgió un grito de mortal angustia, que resonó en la gran plaza solitaria.

El jabalĆ­ de bronce se detuvo en el Palazzo degli Uffizi, bajo la arcada donde se reĆŗne la nobleza en las fiestas de carnaval. – AgĆ”rrate bien – repitió el animal -, vamos a subir por esta escalera -. El niƱo permanecĆ­a callado, entre tembloroso y feliz.

Entraron en una larga galerƭa, que Ʃl conocƭa muy bien; ya antes habƭa estado en ella. De las paredes colgaban magnƭficos cuadros, y habƭa estatuas y bustos, todo iluminado por vivƭsima luz, como en pleno dƭa. Pero lo mƔs hermoso vino cuando se abrieron las puertas que daban acceso a una sala contigua. El niƱo no habƭa olvidado cuƔn magnƭfico era aquello, pero nunca lo habƭa visto tan esplendoroso como aquella noche.

HabĆ­a allĆ­ una maravillosa mujer desnuda, como sólo pueden moldearla la Naturaleza y el cincel de los grandes maestros. MovĆ­a los graciosos miembros, delfines saltaban a sus pies, la inmortalidad brillaba en sus ojos. El mundo la llama la Venus de MĆ©dicis. Todo en torno relucĆ­an las estatuas de mĆ”rmol, en las que la piedra aparecĆ­a animada por la vida del espĆ­ritu: figuras de hombres magnĆ­ficos, uno afilando la espada – por eso se le llama el Afilador -, mĆ”s allĆ” el grupo de los Pugilistas; la espada era aguzada, y los combatientes luchaban por la Diosa de la Belleza.

El chiquillo estaba como deslumbrado por todo aquel esplendor; las paredes ardían de color, y todo era vida y movimiento. Podían verse dos Venus, representando la Venus terrena, turgente y ardorosa, tal como Tiziano la había apretado sobre su corazón. Eran dos soberbias figuras femeninas. Los bellos miembros desnudos se extendían sobre los muelles almohadones; el pecho se levantaba, y la cabeza se movía dejando caer los abundantes rizos en torno a los bien curvados hombros, mientras los oscuros ojos expresaban ardientes pensamientos. Pero ninguno de aquellos personajes osaba salir por completo de su marco. La propia Diosa de la Belleza, los Pugilistas y el Afilador, permanecían en sus puestos, pues la Gloria que irradiaba de la Madonna, de Jesús y San Juan, los mantenía sujetos. Las imÔgenes de los santos no eran ya imÔgenes, sino los santos en persona.

”Qué esplendor y qué belleza de sala en sala! Y el niño lo veía todo; el jabalí de bronce avanzaba paso a paso por entre toda aquella magnificencia. Una visión eclipsaba a la otra, pero una sola imagen se fijó en el alma del niño, seguramente por los niños alegres y dichosos que aparecían en ella, y que el pequeño ya había visto antes a la luz del día.

Son muchos los que pasan por delante de aquel cuadro sin apenas reparar en él, y, sin embargo, encierra un tesoro de poesía. Es Cristo descendiendo a los infiernos; pero a su alrededor no se ve a los condenados, sino a los paganos. El florentino Angiolo Bronzino pintó aquel cuadro, lo mÔs sublime del cual es la certeza reflejada en el rostro de los niños, de que irÔn al cielo: dos de ellos se abrazan ya; uno, muy chiquitín, tiende la mano a otro que estÔ aún en el abismo, y se señala a sí mismo, como diciendo: «”Me voy al cielo!». Todos los restantes permanecen indecisos, esperando o inclinÔndose humildemente ante Jesús Nuestro Señor.

El niño empleó en la contemplación de aquel cuadro mucho mÔs rato que en todos los demÔs. El jabalí de bronce seguía parado delante de él. Se percibió un leve suspiro; ¿salía de la pintura o del pecho del animal? El niño extendió el brazo hacia los sonrientes pequeñuelos del cuadro, y entonces el jabalí prosiguió su camino, saliendo por el abierto vestíbulo.

  • Ā”Gracias, y Dios te bendiga, buen animal! – exclamó el muchacho, acariciando a su montura, que bajaba saltando las escaleras.
  • Ā”Gracias, y Dios te bendiga a ti! – respondió el jabalĆ­ -. Yo te he prestado un servicio, y tĆŗ me has prestado otro a mĆ­, pues sólo con una criatura inocente sobre el lomo me son dadas fuerzas para correr. ĀæVes?, hasta puedo entrar dentro del cĆ­rculo de luz que viene de la lĆ”mpara colgada ante el cuadro de la Virgen. A todas partes puedo llevarte, excepto a la iglesia; pero si tĆŗ estĆ”s conmigo, puedo mirar a su interior a travĆ©s de la puerta abierta. No te apees de mi espalda; si lo haces, caerĆ© muerto, tal como me ves durante el dĆ­a en la calle de la Porta Rossa.
  • Me quedarĆ© contigo, mi buen animal – respondió el niƱo; y el jabalĆ­ emprendió veloz carrera por las calles de Florencia, no deteniĆ©ndose hasta llegar a la plaza donde se levanta la iglesia de Santa Croce.

 

 

 

 

EL JARDINERO Y EL SEƑOR

 

 

A una milla de distancia de la capital habƭa una antigua residencia seƱorial rodeada de gruesos muros, con torres y hastiales.

Vivía allí, aunque sólo en verano, una familia rica y de la alta nobleza. De todos los dominios que poseía, esta finca era la mejor y mÔs hermosa. Por fuera parecía como acabada de construir, y por dentro todo era cómodo y agradable. Sobre la puerta estaba esculpido el blasón de la familia. Magníficas rocas se enroscaban en torno al escudo y los balcones, y una gran alfombra de césped se extendía por el patio. Había allí oxiacantos y acerolos de flores encarnadas, así como otras flores raras, ademÔs de las que se criaban en el invernadero.

El propietario tenía un jardinero excelente; daba gusto ver el jardín, el huerto y los frutales. Contiguo quedaba todavía un resto del primitivo jardín del castillo, con setos de arbustos, cortados en forma de coronas y pirÔmides. DetrÔs quedaban dos viejos y corpulentos Ôrboles, casi siempre sin hojas; por el aspecto se hubiera dicho que una tormenta o un huracÔn los había cubierto de grandes terrones de estiércol, pero en realidad cada terrón era un nido.

Moraba allí desde tiempos inmemoriales un montón de cuervos y cornejas. Era un verdadero pueblo de aves, y las aves eran los verdaderos señores, los antiguos y auténticos propietarios de la mansión señorial. Despreciaban profundamente a los habitantes humanos de la casa, pero toleraban la presencia de aquellos seres rastreros, incapaces de levantarse del suelo. Sin embargo, cuando esos animales inferiores disparaban sus escopetas, las aves sentían un cosquilleo en el espinazo; entonces, todas se echaban a volar asustadas, gritando «”rab, rab!».

Con frecuencia el jardinero hablaba al señor de la conveniencia de cortar aquellos Ôrboles, que afeaban al paisaje. Una vez suprimidos, decía, la finca se libraría también de todos aquellos pajarracos chillones, que tendrían que buscarse otro domicilio. Pero el dueño no quería desprenderse de los Ôrboles ni de las aves; eran algo que formaba parte de los viejos tiempos, y de ningún modo quería destruirlo.

  • Los Ć”rboles son la herencia de los pĆ”jaros; harĆ­amos mal en quitĆ”rsela, mi buen Larsen. Tal era el nombre del jardinero, aunque esto no importa mucho a nuestra historia.
  • ĀæNo tienes aĆŗn bastante campo para desplegar tu talento, amigo mĆ­o? Dispones de todo el jardĆ­n, los invernaderos, el vergel y el huerto. Cierto que lo tenĆ­a, y lo cultivaba y cuidaba todo con celo y habilidad, cualidades que el seƱor le reconocĆ­a, aunque a veces no se recataba de decirle que, en casas forasteras, comĆ­a frutos y veĆ­a flores que superaban en calidad o en belleza a los de su propiedad; y aquello entristecĆ­a al jardinero, que hubiera querido obtener lo mejor, y ponĆ­a todo su esfuerzo en conseguirlo. Era bueno en su corazón y en su oficio.

Un día su señor lo mandó llamar, y, con toda la afabilidad posible, le contó que la víspera, hallÔndose en casa de unos amigos, le habían servido unas manzanas y peras tan jugosas y sabrosas, que habían sido la admiración de todos los invitados. Cierto que aquella fruta no era del país, pero convenía importarla y aclimatarla, a ser posible. Se sabía que la habían comprado en la mejor frutería de la ciudad; el jardinero debería darse una vuelta por allí, y averiguar de dónde venían aquellas manzanas y peras, para adquirir esquejes.

El jardinero conocƭa perfectamente al frutero, pues a Ʃl le vendƭa, por cuenta del propietario, el sobrante de fruta que la finca producƭa.

Se fue el hombre a la ciudad y preguntó al frutero de dónde había sacado aquellas manzanas y peras tan alabadas.

  • Ā”Si son de su propio jardĆ­n! -respondió el vendedor, mostrĆ”ndoselas; y el jardinero las reconoció en seguida.

”No se puso poco contento el jardinero! Corrió a decir a su señor que aquellas peras y manzanas eran de su propio huerto.

El amo no podĆ­a creerlo.

  • No es posible, Larsen. ĀæPodrĆ­a usted traerme por escrito una confirmación del frutero?

Y Larsen volvió con la declaración escrita.

  • Ā”Es extraƱo! -dijo el seƱor.

En adelante, todos los días fueron servidas a la mesa de Su Señoría grandes bandejas de las espléndidas manzanas y peras de su propio jardín, y fueron enviadas por fanegas y toneladas a amistades de la ciudad y de fuera de ella; incluso se exportaron. Todo el mundo se hacía lenguas. Hay que observar, de todos modos, que los dos últimos veranos habían sido particularmente buenos para los Ôrboles frutales; la cosecha había sido espléndida en todo el país.

Transcurrió algún tiempo; un día el señor fue invitado a comer en la Corte. A la mañana siguiente, Su Señoría mandó llamar al jardinero. Habían servido unos melones producidos en el invernadero de Su Majestad, jugosos y sabrosísimos.

  • Mi buen Larsen, vaya usted a ver al jardinero de palacio y pĆ­dale semillas de estos exquisitos melones.
  • Ā”Pero si el jardinero de palacio recibió las semillas de aquĆ­! -respondió Larsen, satisfecho. – En este caso, el hombre ha sabido obtener un fruto mejor que el nuestro -replicó Su SeƱorĆ­a-. Todos los melones resultaron excelentes. – Pues me siento muy orgulloso de ello -dijo el jardinero-. Debo manifestar a Vuestra SeƱorĆ­a, que este aƱo el hortelano de palacio no ha tenido suerte con los melones, y al ver lo hermosos que eran los nuestros, y despuĆ©s de haberlos probado, encargó tres de ellos para palacio.
  • Ā”No, no Larsen! No vaya usted a imaginarse que aquellos melones eran de esta propiedad. – Pues estoy seguro de que lo eran -. Y se fue a ver al jardinero de palacio, y volvió con una declaración escrita de que los melones servidos en la mesa real procedĆ­an de la finca de Su SeƱorĆ­a.

Aquello fue una nueva sorpresa para el señor, quien divulgó la historia, mostrando la declaración. Y de todas partes vinieron peticiones de que se les facilitaran pepitas de melón y esquejes de los Ôrboles frutales.

RecibiƩronse noticias de que Ʃstos habƭan cogido bien y de que daban frutos excelentes, hasta el punto de que se les dio el nombre de Su SeƱorƭa, que, por consiguiente, pudo ya leerse en francƩs, inglƩs y alemƔn.

”Quién lo hubiera pensado!

«”Con tal de que al jardinero no se le suban los humos a la cabeza!», pensó el señor.

Pero el hombre se lo tomó de modo muy distinto. Deseoso de ser considerado como uno de los mejores jardineros del país, esforzóse por conseguir año tras año los mejores productos. Mas con frecuencia tenía que oír que nunca conseguía igualar la calidad de las peras y manzanas de aquel año famoso. Los melones seguían siendo buenos, pero ya no tenían aquel perfume. Las fresas podían llamarse excelentes, pero no superiores a las de otras fincas, y un año en que no prosperaron los rÔbanos, sólo se habló de aquel fracaso, sin mencionarse los productos que habían constituido un éxito auténtico.

El dueƱo parecĆ­a experimentar una sensación de alivio cuando podĆ­a decir: – Ā”Este aƱo no estuvo de suerte, amigo Larsen! -. Y se le veĆ­a contentĆ­simo cuando podĆ­a comentar: – Este aƱo sĆ­ que hemos fracasado.

Un par de veces por semana, el jardinero cambiaba las flores de la habitación, siempre con gusto exquisito y muy bien dispuestas; las combinaba de modo que resaltaran sus colores. – Tiene usted buen gusto, Larsen – decĆ­ale Su SeƱorĆ­a -. Es un don que le ha concedido Dios, no es obra suya.

Un día se presentó el jardinero con una gran taza de cristal que contenía un pétalo de nenúfar; sobre él, y con el largo y grueso tallo sumergido en el agua, había una flor radiante, del tamaño de un girasol.

  • Ā”El loto del IndostĆ”n! – exclamó el dueƱo. JamĆ”s habĆ­an visto aquella flor; durante el dĆ­a la pusieron al sol, y al anochecer a la luz de una lĆ”mpara. Todos los que la veĆ­an la encontraban esplĆ©ndida y rarĆ­sima; asĆ­ lo manifestó incluso la mĆ”s distinguida de las seƱoritas del paĆ­s, una princesa, inteligente y bondadosa por aƱadidura.

Su Señoría tuvo a honor regalÔrsela, y la princesa se la llevó a palacio.

Entonces el propietario se fue al jardín con intención de coger otra flor de la especie, pero no encontró ninguna, por lo que, llamando al jardinero, le preguntó de dónde había sacado el loto azul.

  • La he estado buscando inĆŗtilmente – dijo el seƱor -. He recorrido los invernaderos y todos los rincones del jardĆ­n.
  • No, desde luego allĆ­ no hay – dijo el jardinero . Es una vulgar flor del huerto. Pero, Āæverdad que es bonita? Parece un cacto azul y, sin embargo, no es sino la flor de la alcachofa. – Pues tenĆ­a que habĆ©rmelo advertido -exclamó Su SeƱorĆ­a-. CreĆ­mos que se trataba de una flor rara y exótica. Me ha hecho usted tirarme una plancha con la princesa. Vio la flor en casa, la encontró hermosa; no la conocĆ­a, a pesar de que es ducha en BotĆ”nica, pero esta Ciencia nada tiene de comĆŗn con las hortalizas. ĀæCómo se le ocurrió, mi buen Larsen, poner una flor asĆ­ en la habitación? Ā”Es ridĆ­culo!

Y la hermosa flor azul procedente del huerto fue desterrada del salón de Su Señoría, del que no era digna, y el dueño fue a excusarse ante la princesa, diciéndole que se trataba simplemente de una flor de huerto traída por el jardinero, el cual había sido debidamente reconvenido.

– Pues es una lĆ”stima y una injusticia -replicó la princesa-. Nos ha abierto los ojos a una flor de adorno que despreciĆ”bamos, nos ha mostrado la belleza donde nunca la habĆ­amos buscado. Quiero que el jardinero de palacio me traiga todos los dĆ­as, mientras estĆ©n floreciendo las alcachofas, una de sus flores a mi habitación.

Y la orden se cumplió.

Su Señoría mandó decir al jardinero que le trajese otra flor de alcachofa.

  • Bien mirado, es bonita -observó- y muy notable -. Y encomió al jardinero.

«Esto le gusta a Larsen -pensó-. Es un niño mimado».

Un dĆ­a de otoƱo estalló una horrible tempestad, que arreció aĆŗn durante la noche, con tanta furia que arrancó de raĆ­z muchos grandes Ć”rboles de la orilla del bosque y, con gran pesar de Su SeƱorĆ­a – un Ā«gran pesarĀ» lo llamó el seƱor -, pero con gran contento del jardinero, tambiĆ©n los dos Ć”rboles pelados llenos de nidos. Entre el fragor de la tormenta pudo oĆ­rse el graznar alborotado de los cuervos y cornejas; las gentes de la casa afirmaron que golpeaban con las alas en los cristales.

  • Ya estarĆ” usted satisfecho, Larsen -dijo Su SeƱorĆ­a-; la tempestad ha derribado los Ć”rboles, y las aves se han marchado al bosque. AquĆ­ nada queda ya de los viejos tiempos; ha desaparecido toda huella, toda seƱal de ellos. Pero a mĆ­ esto me apena.

El jardinero no contestó. Pensaba sólo en lo que habla llevado en la cabeza durante mucho tiempo: en utilizar aquel lugar soleado de que antes no disponía. Lo iba a transformar en un adorno del jardín, en un objeto de gozo para Su Señoría.

Los corpulentos Ôrboles abatidos habían destrozado y aplastado los antiquísimos setos con todas sus figuras. El hombre los sustituyó por arbustos y plantas recogidas en los campos y bosques de la región.

A ningĆŗn otro jardinero se le habĆ­a ocurrido jamĆ”s aquella idea. Ɖl dispuso los planteles teniendo en cuenta las necesidades de cada especie, procurando que recibiesen el sol o la sombra, segĆŗn las caracterĆ­sticas de cada una. Cuidó la plantación con el mayor cariƱo, y el conjunto creció magnĆ­ficamente.

Por la forma y el color, el enebro de Jutlandia se elevó de modo parecido al ciprés italiano; lucía también, eternamente verde, tanto en los fríos invernales como en el calor del verano, la brillante y espinosa oxiacanta. Delante crecían helechos de diversas especies, algunas de ellas semejantes a hijas de palmeras, y otras, parecidas a los padres de esa hermosa y delicada planta que llamamos culantrillo. Estaba allí la menospreciada bardana, tan linda cuando fresca, que habría encajado perfectamente en un ramillete. Estaba en tierra seca, pero a mayor profundidad que ella y en suelo húmedo crecía la acedera, otra planta humilde y, sin embargo, tan pintoresca y bonita por su talla y sus grandes hojas. Con una altura de varios palmos, flor contra flor, como un gran candelabro de muchos brazos, levantÔbase la candelaria, trasplantada del campo. Y no faltaban tampoco las aspérulas, dientes de león y muguetes del bosque, ni la selvÔtica cala, ni la acederilla trifolia. Era realmente magnífico.

Delante, apoyadas en enrejados de alambre, crecĆ­an, en lĆ­nea, perales enanos de procedencia francesa. Como recibĆ­an sol abundante y buenos cuidados, no tardaron en dar frutos tan jugosos como los de su tierra de origen.

En lugar de los dos viejos Ôrboles pelados erigieron un alta asta de bandera, en cuya cima ondeaba el Danebrog, y a su lado fueron clavadas otras estacas, por las que, en verano y otoño, trepaban los zarcillos del lúpulo con sus fragantes inflorescencias en bola, mientras en invierno, siguiendo una antigua costumbre, se colgaba una gavilla de avena con objeto de que no faltase la comida a los pajarillos del cielo en la venturosa época de las Navidades.

  • Ā”En su vejez, nuestro buen Larsen se nos vuelve sentimental! -decĆ­a Su SeƱorĆ­a-. Pero nos es fiel y adicto.

Por Año Nuevo, una revista ilustrada de la capital publicó una fotografía de la antigua propiedad señorial. Aparecía en ella el asta con la bandera danesa y la gavilla de avena para las avecillas del cielo en los alegres días navideños. El hecho fue comentado y alabado como una idea simpÔtica, que resucitaba, con todos sus honores, una vieja costumbre.

  • Resuenan las trompetas por todo lo que hace ese Larsen. Ā”Es un hombre afortunado! Casi hemos de sentirnos orgullosos de tenerlo.

Pero no se sentía orgulloso el gran señor. Se sentía sólo el amo que podía despedir a Larsen, pero que no lo hacía. Era una buena persona, y de esta clase hay muchas, para suerte de los Larsen.

Y ésta es la historia «del jardinero y el señor».

Detente a pensar un poco en ella.

 

Ā 

EL LIBRO MUDO

 

 

Junto a la carretera que cruzaba el bosque se levantaba una granja solitaria; la carretera pasaba precisamente a su travĆ©s. Brillaba el sol, todas las ventanas estaban abiertas; en el interior reinaba gran movimiento, pero en la era, entre el follaje de un saĆŗco florido, habĆ­a un fĆ©retro abierto, con un cadĆ”ver que debĆ­a recibir sepultura aquella misma maƱana. Nadie velaba a su lado, nadie lloraba por el difunto, cuyo rostro aparecĆ­a cubierto por un paƱo blanco. Bajo la cabeza tenĆ­a un libro muy grande y grueso; las hojas eran de grandes pliegos de papel secante, y en cada una habĆ­a, ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo un herbario, reunido en diferentes lugares. DebĆ­a ser enterrado con Ć©l, pues asĆ­ lo habĆ­a dispuesto su dueƱo. Cada flor resumĆ­a un capĆ­tulo de su vida. – ĀæQuiĆ©n es el muerto? -preguntamos, y nos respondieron:

– Aquel viejo estudiante de Upsala. Parece que en otros tiempos fue hombre muy despierto, que estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso compuso poesĆ­as, segĆŗn decĆ­an. Pero algo le ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su salud, y finalmente vino al campo, donde alguien pagaba su pensión. Era dulce como un niƱo mientras no lo dominaban ideas lĆŗgubres, pero entonces se volvĆ­a salvaje y echaba a correr por el bosque como una bestia acosada. En cambio, cuando habĆ­an conseguido volverlo a casa y lo persuadĆ­an de que hojease su libro de plantas secas, era capaz de pasarse el dĆ­a entero mirĆ”ndolas, y a veces las lĆ”grimas le rodaban por las mejillas; sabe Dios en quĆ© pensarĆ­a entonces. Pero habĆ­a rogado que depositaran el libro en el fĆ©retro, y allĆ­ estaba ahora. Dentro de poco rato clavarĆ­an la tapa, y descansarĆ­a apaciblemente en la tumba.

Quitaron el paño mortuorio: la paz se reflejaba en el rostro del difunto, sobre el que daba un rayo de sol; una golondrina penetró como una flecha en el follaje y dio media vuelta, chillando, encima de la cabeza del muerto.

Ā”QuĆ© maravilloso es – todos hemos experimentado esta impresión – sacar a la luz viejas cartas de nuestra juventud y releerlas! Toda una vida asoma entonces, con sus esperanzas y cuidados. Ā”CuĆ”ntas veces creemos que una persona con la que estuvimos unidos de corazón, estĆ” muerta hace tiempo, y, sin embargo, vive aĆŗn, sólo que hemos dejado de pensar en ella, aunque un dĆ­a pensamos que seguiremos siempre a su lado, compartiendo las penas y las alegrĆ­as.

La hoja de roble marchita de aquel libro recuerda al compaƱero, al condiscĆ­pulo, al amigo para toda la vida; prendióse aquella hoja a la gorra de estudiante aquel dĆ­a que, en el verde bosque, cerraron el pacto de alianza perenne. ĀæDónde estĆ” ahora? La hoja se conserva, la amistad se ha desvanecido. Hay aquĆ­ una planta exótica de invernadero, demasiado delicada para los jardines nórdicos… DirĆ­ase que las hojas huelen aĆŗn. Se la dio la seƱorita del jardĆ­n de aquella casa noble. Y aquĆ­ estĆ” el nenĆŗfar que Ć©l mismo cogió y regó con amargas lĆ”grimas, la rosa de las aguas dulces. Y ahĆ­ una ortiga; ĀæquĆ© dicen sus hojas? ĀæQuĆ© estarĆ­a pensando Ć©l cuando la arrancó para guardarla? Ved aquĆ­ el muguete de la soledad selvĆ”tica, y la madreselva arrancada de la maceta de la taberna, y el desnudo y afilado tallo de hierba.

El florido saĆŗco inclina sus umbelas tiernas y fragantes sobre la cabeza del muerto; la golondrina vuelve a pasar volando y lanzando su trino… Y luego vienen los hombres provistos de clavos y martillo; colocan la tapa encima del difunto, de manera que la cabeza repose sobre el libro… conservado… deshecho.

 

 

 

EL LINO

 

El lino estaba florido. Tenía hermosas flores azules, delicadas como las alas de una polilla, y aún mucho mÔs finas. El sol acariciaba las plantas con sus rayos, y las nubes las regaban con su lluvia, y todo ello le gustaba al lino como a los niños pequeños cuando su madre los lava y les da un beso por añadidura. Son entonces mucho mÔs hermosos, y lo mismo sucedía con el lino.

  • Dice la gente que me sostengo admirablemente -dijo el lino- y que me alargo muchĆ­simo; tanto, que hacen conmigo una magnĆ­fica pieza de tela. Ā”QuĆ© feliz soy! Sin duda soy el mĆ”s feliz del mundo. Vivo con desahogo y tengo porvenir. Ā”Cómo vivifica el sol, y cómo gusta y refresca la lluvia! Mi dicha es completa. Soy el ser mĆ”s feliz del mundo entero.
  • Ā”SĆ­, sĆ­, sĆ­! -dijeron las estacas de la valla-, tĆŗ no conoces el mundo, pero lo que es nosotras, nosotras tenemos nudos -y crujĆ­an lamentablemente: Ronca que ronca carraca,

ronca con tesón.

Se terminó la canción.

  • No, no se terminó -dijo el lino-. El sol luce por la maƱana, la lluvia reanima. Oigo cómo crezco y siento cómo florezco. Ā”Soy dichoso, dichoso, mĆ”s que ningĆŗn otro!

Pero un día vinieron gentes que, agarrando al lino por el copete, lo arrancaron de raíz, operación que le dolió. Lo pusieron luego al agua como para ahogarlo, y a continuación sobre el fuego, como para asarlo. ”Horrible! «No siempre pueden marchar bien las cosas suspiró el lino.- Hay que sufrir un poco, así se aprende».

Pero las cosas se pusieron cada vez peor. El lino fue partido y roto, secado y peinado. Ɖl ya no sabĆ­a quĆ© pensar de todo aquello. Luego fue a parar a la rueca, Ā”y ronca que ronca! No habĆ­a manera de concentrar las ideas.

«”He sido enormemente feliz! -pensaba en medio de sus fatigas-. Hay que alegrarse de las cosas buenas de que se ha gozado. ”Alegría, alegría, vamos!» -. Así gritaba aún, cuando llegó al telar, donde se transformó en una magnífica pieza de tela. Todas las plantas de lino entraron en una pieza.

  • Ā”Pero esto es extraordinario! JamĆ”s lo hubiera creĆ­do. SĆ­, la fortuna me sigue sonriendo, a pesar de todo. Las estacas sabĆ­an bien lo que se decĆ­an con su

Ronca que ronca, carraca, ronca con tesón.

La canción no ha terminado aún, ni mucho menos. No ha hecho mÔs que empezar. ”Es magnífico! Sí, he sufrido, pero en cambio de mí ha salido algo; soy el mÔs feliz del mundo. Soy fuerte y suave, blanco y largo. ”Qué distinto a ser sólo una planta, incluso dando flores! Nadie te cuida, y sólo recibes agua cuando llueve. Ahora hay quien me atiende: la muchacha me da la vuelta cada mañana, y al anochecer me riega con la regadera. La propia señora del Pastor ha pronunciado un discurso sobre mí, diciendo que soy el lino mejor de la parroquia. No puede haber una dicha mÔs completa.

Llegó la tela a casa y cayó en manos de las tijeras. Ā”Cómo la cortaban, y quĆ© manera de punzarla con la aguja! Ā”Verdaderamente no daba ningĆŗn gusto! Pero de la tela salieron doce prendas de ropa blanca, de aquellas que es incorrecto nombrar, pero que necesitan todas las personas. Ā”Nada menos que doce prendas! – Ā”Mirad! Ā”Ahora sĆ­ que de mĆ­ ha salido algo! Ɖste era, pues, mi destino. Es esplĆ©ndido; ahora presto un servicio al mundo, y asĆ­ es como debe ser; esto da gusto de verdad. Nos hemos convertido en doce, y, sin embargo, seguimos siendo uno y el mismo, somos una docena. Ā”QuĆ© sorpresas tiene la suerte!

Pasaron aƱos, ya no podƭan seguir sirviendo.

  • AlgĆŗn dĆ­a tendrĆ” que venir el final -decĆ­a cada prenda-. Bien me habrĆ­a gustado durar mĆ”s tiempo, pero no hay que pedir imposibles.

Fueron cortadas a trozos y convertidas en trapos, por lo que creyeron que estaban listos definitivamente, pues los descuartizaron, estrujaron y cocieron (”qué sé yo lo que hicieron con ellos!), y he aquí que quedaron transformados en un hermoso papel blanco.

  • Ā”Caramba, vaya sorpresa! Ā”Y sorpresa agradable ademĆ”s! -dijo el papel-. Soy ahora mĆ”s fino que antes, y escribirĆ”n en mĆ­. Ā”Las cosas que van a escribir! Ɖsta sĆ­ que es una suerte fabulosa -. Y, en efecto, escribieron en Ć©l historias maravillosas, y la gente escuchaba embobada su lectura, pues eran narraciones de la mejor Ć­ndole, de las que hacen a los hombres mejores y mĆ”s sabios de lo que fueran antes; era una verdadera bendición lo que decĆ­an aquellas palabras escritas.
  • Esto es mĆ”s de cuanto habĆ­a soƱado mientras era una florecita del campo. Ā”Cómo podĆ­a ocurrĆ­rseme que un dĆ­a iba a llevar la alegrĆ­a y el saber a los hombres! Ā”AĆŗn ahora no acierto a comprenderlo! Y, no obstante, es verdad. Dios Nuestro SeƱor sabe que nada he hecho por mĆ­ mismo, nada mĆ”s que lo que caĆ­a dentro de mis humildes posibilidades. Y, con todo, me depara gozo tras gozo. Cada vez que pienso: «”Se terminó la canción!Ā», me encuentro elevado a una condición mejor y mĆ”s alta. Seguramente me enviarĆ”n ahora a viajar por el mundo entero, para que todos los hombres me lean. Es lo mĆ”s probable. Antes daba flores azules; ahora, en lugar de flores, tengo los mĆ”s bellos pensamientos. Ā”Soy el mĆ”s feliz del mundo!

Pero el papel no salió de viaje, sino que fue enviado a la imprenta, donde todo lo que tenía escrito se imprimió para confeccionar un libro, o, mejor dicho, muchos centenares de libros; pues de esta manera un número infinito de personas podrían extraer de ellos mucho mÔs placer y provecho que si el único papel original hubiese recorrido todo el Globo, con la seguridad de que a mitad de camino habría quedado ya inservible.

«Sí, esto es indudablemente lo mÔs satisfactorio de todo -pensó el papel escrito-. No se me había ocurrido. Me quedo en casa y me tratan con todos los honores, como si fuese el abuelo. Y han escrito sobre mí; justamente sobre mí fluyeron las palabras salidas de la pluma. Yo me quedo, y los libros se marchan. Ahora puede hacerse algo positivo. ”Qué contento estoy, y qué feliz me siento!».

Después envolvieron el papel, formando un paquetito, y lo pusieron en un cajón.

  • Cumplida la misión, conviene descansar -dijo el papel-. Es lógico y razonable recogerse y reflexionar sobre lo que hay en uno. Hasta ahora no supe lo que se encerraba en mĆ­. Ā«Conócete a ti mismoĀ», ahĆ­ estĆ” el progreso. ĀæQuĆ© vendrĆ” despuĆ©s?. De seguro que algĆŗn adelanto; Ā”siempre adelante!

Un dĆ­a echaron todo el papel a la chimenea, pues iban a quemarlo en vez de venderlo al tendero para envolver mantequilla y azĆŗcar. HabĆ­an acudido los chiquillos de la casa y formaban cĆ­rculo; querĆ­an verlo arder, y contemplar las rojas chispas en el papel hecho ceniza, aquellas chispas que parecĆ­an correr y extinguirse una tras otra con gran rapidez – son los niƱos que salen de la escuela, y la Ćŗltima chispa es el maestro; a menudo cree uno que se ha marchado ya, y resulta que vuelve a presentarse por detrĆ”s.

Y todo el papel formaba un montón en el fuego. ”Qué modo de echar llamas! «”Uf!», dijo, y en un santiamén estuvo convertido todo él en una llama, que se elevó mucho mÔs de lo que hiciera jamÔs la florecita azul del lino, y brilló mucho mÔs también que la blanca tela de hilo. Todas las letras escritas adquirieron instantÔneamente un tono rojo, y todas las palabras e ideas quedaron convertidas en llamas.

  • Ā”Ahora subo en lĆ­nea recta hacia el Sol! exclamó en el seno de la llama, y pareció como si mil voces lo dijeran al unĆ­sono; y la llama se elevó por la chimenea y salió al exterior. MĆ”s sutiles que las llamas, invisibles del todo a los humanos ojos, flotaban seres minĆŗsculos, iguales en nĆŗmero a las flores que habĆ­a dado el lino. Eran mĆ”s ligeros aĆŗn que la llama que hablan producido, y cuando Ć©sta se extinguió, quedando del papel solamente las negras cenizas, siguieron ellos bailando todavĆ­a un ratito, y allĆ­ donde tocaban dejaban sus huellas, las chispas rojas. Los niƱos salĆ­an de la escuela, y el maestro, el Ćŗltimo de todos. Daba gozo verlo; los niƱos de la casa, de pie, cantaban junto a las cenizas apagadas: Ronca que ronca, carraca, ronca con tesón.

”Se terminó la canción!

Pero los minĆŗsculos seres invisibles decĆ­an a coro:

  • Ā”La canción no ha terminado, y esto es lo mĆ”s hermoso de todo! Lo sĆ©, y por eso soy el mĆ”s feliz del mundo.

Mas esto los niƱos no pueden oƭrlo ni entenderlo, ni tienen por quƩ entenderlo, pues los niƱos no necesitan saberlo todo.

 

 

 

 

 

EL NIDO DE CISNES

 

 

Entre los mares BƔltico y del Norte hay un antiguo nido de cisnes: se llama Dinamarca. En Ʃl nacieron y siguen naciendo cisnes que jamƔs morirƔn.

En tiempos remotos, una bandada de estas aves voló, por encima de los Alpes, hasta las verdes llanuras de MilÔn; aquella bandada de cisnes recibió el nombre de longobardos.

Otra, de brillante plumaje y ojos que reflejaban la lealtad, se dirigió a Bizancio, donde se sentó en el trono imperial y extendió sus amplias alas blancas a modo de escudo, para protegerlo. Fueron los varingos.

En la costa de Francia resonó un grito de espanto ante la presencia de los cisnes sanguinarios, que llegaban con fuego bajo las alas, y el pueblo rogaba:

  • Ā”Dios nos libre de los salvajes normandos!

Sobre el verde césped de Inglaterra se posó el cisne danés, con triple corona real sobre la cabeza y extendiendo sobre el país el cetro de oro.

Los paganos de la costa de Pomerania hincaron la rodilla, y los cisnes daneses llegaron con la bandera de la cruz y la espada desnuda.

  • Todo eso ocurrió en Ć©pocas remotĆ­simas – dirĆ”s.

TambiƩn en tiempos recientes se han visto volar del nido cisnes poderosos.

Hízose luz en el aire, hízose luz sobre los campos del mundo; con sus robustos aleteos, el cisne disipó la niebla opaca, quedando visible el cielo estrellado, como si se acercase a la Tierra. Fue el cisne Tycho Brahe.

  • SĆ­, en aquel tiempo – dices -. Pero, Āæy en nuestros dĆ­as?

Vimos un cisne tras otro en majestuoso vuelo. Uno pulsó con sus alas las cuerdas del arpa de oro, y las notas resonaron en todo el Norte; las rocas de Noruega se levantaron mÔs altas, iluminadas por el sol de la Historia. Oyóse un murmullo entre los abetos y los abedules; los dioses nórdicos, sus héroes y sus nobles matronas, se destacaron sobre el verde oscuro del bosque.

Vimos un cisne que batía las alas contra la peña marmórea, con tal fuerza que la quebró, y las espléndidas figuras encerradas en la piedra avanzaron hasta quedar inundadas de luz resplandeciente, y los hombres de las tierras circundantes levantaron la cabeza para contemplar las portentosas estatuas.

Vimos un tercer cisne que hilaba la hebra del pensamiento, el cual da ahora la vuelta al mundo de paĆ­s en paĆ­s, y su palabra vuela con la rapidez del rayo.

Dios Nuestro SeƱor ama al viejo nido de cisnes construido entre los mares BƔltico y Norte.

Dejad si no que otras aves prepotentes se acerquen por los aires con propósito de destruirlo. ”No lo lograrÔn jamÔs! Hasta las crías implumes se colocan en circulo en el borde del nido; bien lo hemos visto. RecibirÔn los embates en pleno pecho, del que manarÔ la sangre; mas ellos se defenderÔn con el pico y con las garras.

PasarÔn aún siglos, otros cisnes saldrÔn del nido, que serÔn vistos y oídos en toda la redondez del Globo, antes de que llegue la hora en que pueda decirse en verdad:

– Es el Ćŗltimo de los cisnes, el Ćŗltimo canto que sale de su nido.

 

 

EL NIƑO TRAVIESO

Ā 

 

Ɖrase una vez un anciano poeta, muy bueno y muy viejo. Un atardecer, cuando estaba en casa, el tiempo se puso muy malo; fuera llovĆ­a a cĆ”ntaros, pero el anciano se encontraba muy a gusto en su cuarto, sentado junto a la estufa, en la que ardĆ­a un buen fuego y se asaban manzanas.

  • Ni un pelo de la ropa les quedarĆ” seco a los infelices que este temporal haya pillado fuera de casa -dijo, pues era un poeta de muy buenos sentimientos.
  • ”Ábrame! Ā”Tengo frĆ­o y estoy empapado! gritó un niƱo desde fuera. Y llamaba a la puerta llorando, mientras la lluvia caĆ­a furiosa, y el viento hacĆ­a temblar todas las ventanas.
  • Ā”Pobrecillo! -dijo el viejo, abriendo la puerta. Estaba ante ella un rapazuelo completamente desnudo; el agua le chorreaba de los largos rizos rubios. Tiritaba de frĆ­o; de no hallar refugio, seguramente habrĆ­a sucumbido, vĆ­ctima de la inclemencia del tiempo.
  • Ā”Pobre pequeƱo! -exclamó el compasivo poeta, cogiĆ©ndolo de la mano-. Ā”Ven conmigo, que te calentarĆ©! Voy a darte vino y una manzana, porque eres tan precioso.

Y lo era, en efecto. Sus ojos parecƭan dos lƭmpidas estrellas, y sus largos y ensortijados bucles eran como de oro puro, aun estando empapados. Era un verdadero angelito, pero estaba pƔlido de frƭo y tirƭtaba con todo su cuerpo. Sostenƭa en la mano un arco magnifico, pero estropeado por la lluvia; con la humedad, los colores de sus flechas se habƭan borrado y mezclado unos con otros.

El poeta se sentó junto a la estufa, puso al chiquillo en su regazo, escurrióle el agua del cabello, le calentó las manitas en las suyas y le preparó vino dulce. El pequeño no tardó en rehacerse: el color volvió a sus mejillas, y, saltando al suelo, se puso a bailar alrededor del anciano poeta.

  • Ā”Eres un rapaz alegre! -dijo el viejo-. ĀæCómo te llamas?
  • Me llamo Amor -respondió el pequeƱo-. ĀæNo me conoces? AhĆ­ estĆ” mi arco, con el que disparo, puedes creerme. Mira, ya ha vuelto el buen tiempo, y la luna brilla.
  • Pero tienes el arco estropeado -observó el anciano.
  • Ā”Mala cosa serĆ­a! -exclamó el chiquillo, y, recogiĆ©ndolo del suelo, lo examinó con atención-. Ā”Bah!, ya se ha secado; no le ha pasado nada; la cuerda estĆ” bien tensa. Ā”Voy a probarlo! -. Tensó el arco, pĆŗsole una flecha y, apuntando, disparó certero, atravesando el corazón del buen poeta.- Ā”Ya ves que mi arco no estĆ” estropeado! -dijo, y, con una carcajada, se marchó. Ā”HabĆ­ase visto un chiquillo mĆ”s malo! Ā”Disparar asĆ­ contra el viejo poeta, que lo habĆ­a acogido en la caliente habitación, se habĆ­a mostrado tan bueno con Ć©l y le habĆ­a dado tan exquisito vino y sus mejores manzanas! El buen seƱor yacĆ­a en el suelo, llorando; realmente le habĆ­an herido en el corazón.

-”Oh, qué niño tan pérfido es ese Amor! Se lo contaré a todos los chiquillos buenos, para que estén precavidos y no jueguen con él, pues procurarÔ causarles algún daño.

Todos los niños y niñas buenos a quienes contó lo sucedido se pusieron en guardia contra las tretas de Amor, pero éste continuó haciendo de las suyas, pues realmente es de la piel del diablo. Cuando los estudiantes salen de sus clases, él marcha a su lado, con un libro debajo del brazo y vestido con levita negra. No lo reconocen y lo cogen del brazo, creyendo que es también un estudiante, y entonces él les clava una flecha en el pecho. Cuando las muchachas vienen de escuchar al señor cura y han recibido ya la confirmación él las sigue también. Sí, siempre va detrÔs de la gente. En el teatro se sienta en la gran araña, y echa llamas para que las personas crean que es una lÔmpara, pero ”quiÔ!; demasiado tarde descubren ellas su error. Corre por los jardines y en torno a las murallas. Sí, un día hirió en el corazón a tu padre y a tu madre. Pregúntaselo, verÔs lo que te dicen. Créeme, es un chiquillo muy travieso este Amor; nunca quieras tratos con él; acecha a todo el mundo. Piensa que un día disparó, una flecha hasta a tu anciana abuela; pero de eso hace mucho tiempo. Ya pasó, pero ella no lo olvida. ”Caramba con este diablillo de Amor! Pero ahora ya lo conoces y sabes lo malo que es.

 

 

 

EL PACTO DE AMISTAD

 

 

No hace mucho que volvimos de un viajecito, y ya estamos impacientes por emprender otro mĆ”s largo. ĀæAdónde? Pues a Esparta, a Micenas, a Delfos. Hay cientos de lugares cuyo solo nombre os alboroza el corazón. Se va a caballo, cuesta arriba, por entre monte bajo y zarzales; un viajero solitario equivale a toda una caravana. Ɖl va delante con su Ā«argoyatĀ», una acĆ©mila transporta el baĆŗl, la tienda y las provisiones, y a retaguardia siguen, dĆ”ndole escolta, una pareja de gendarmes. Al tĆ©rmino de la fatigosa jornada, no le espera una posada ni un lecho mullido; con frecuencia, la tienda es su Ćŗnico techo, en medio de la grandiosa naturaleza salvaje. El Ā«argoyatĀ» le prepara la cena: un arroz pilav; mirĆ­adas de mosquitos revolotean en torno a la diminuta tienda; es una noche lamentable, y maƱana el camino cruzarĆ” rĆ­os muy hinchados. Ā”Tente firme sobre el caballo, si no quieres que te lleve la corriente!

¿CuÔl serÔ la recompensa para tus fatigas? La mÔs sublime, la mÔs rica. La Naturaleza se manifiesta aquí en toda su grandeza, cada lugar estÔ lleno de recuerdos históricos, alimento tanto para la vista como para el pensamiento. El poeta puede cantarlo, y el pintor, reproducirlo en cuadros opulentos; pero el aroma de la realidad, que penetra en los sentidos del espectador y los impregna para toda la eternidad, eso no pueden reproducirlo.

En muchos apuntes he tratado de presentar de manera intuitiva un rinconcito de Atenas y de sus alrededores, y, sin embargo, ”qué pÔlido ha sido el cuadro resultante! ”Qué poco dice de Grecia, de este triste genio de la belleza, cuya grandeza y dolor jamÔs olvidarÔ el forastero! Aquel pastor solitario de allÔ en la roca, con el simple relato de una incidencia de su vida, sabría probablemente, mucho mejor que yo con mis pinturas, abrirte los ojos a ti, que quieres contemplar la tierra de los helenos en sus diversos aspectos.

  • DejĆ©mosle, pues, la palabra -dice mi Musa-. El pastor de la montaƱa nos hablarĆ” de una costumbre, una simpĆ”tica costumbre tĆ­pica de su paĆ­s.

Nuestra casa era de barro, y por jambas tenía unas columnas estriadas, encontradas en el lugar donde se construyó la choza. El tejado bajaba casi hasta el suelo, y hoy era negruzco y feo, pero cuando lo colocaron esta a formado por un tejido de florida adelfa y frescas ramas de laurel, traídas de las montañas. En torno a la casa apenas quedaba espacio; las peñas formaban paredes cortadas a pico, de un color negro y liso, y en lo mÔs alto de ellas colgaban con frecuencia jirones de nubes semejantes a blancas figuras vivientes. Nunca oí allí el canto de un pÔjaro, nunca vi bailar a los hombres al son de la gaita; pero en los viejos tiempos, este lugar era sagrado, y hasta su nombre lo recuerda, pues se llama Delfos. Los montes hoscos y tenebrosos aparecían cubiertos de nieve; el mÔs alto, aquel de cuya cumbre tardaba mÔs en apagarse el sol poniente, era el Parnaso; el torrente que corría junto a nuestra casa bajaba de él, y antaño había sido sagrado también. Hoy, el asno enturbia sus aguas con sus patas, pero la corriente sigue impetuosa y pronto recobra su limpidez. ”Cómo recuerdo aquel lugar y su santa y profunda soledad! En el centro de la choza encendían fuego, y en su rescoldo, cuando sólo quedaba un espeso montón de cenizas ardientes, cocían el pan. Cuando la nieve se apilaba en torno a la casuca hasta casi ocultarla, mi madre parecía mÔs feliz que nunca; me cogía la cabeza entre las manos, me besaba en la frente y cantaba canciones que nunca le oyera en otras ocasiones, pues los turcos, nuestros amos, no las toleraban. Cantaba:

Ā«En la cumbre del Olimpo, en el bajo bosque de pinos, estaba un viejo ciervo con los ojos llenos de lĆ”grimas; lloraba lĆ”grimas rojas, sĆ­, y hasta verdes y azul celeste: Pasó entonces un corzo: – ĀæQuĆ© tienes, que asĆ­ lloras lĆ”grimas rojas, verdes y azuladas? – El turco ha venido a nuestra ciudad, cazando con perros salvajes, toda una jaurĆ­a.

  • Ā”Los echarĆ© de las islas -dijo el corzo-, los echarĆ© de las islas al mar profundo!-. Pero antes de ponerse el sol el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo habĆ­a sido cazado y muertoĀ».

Y cuando mi madre cantaba así, se le humedecían los ojos, y de sus largas pestañas colgaba una lÔgrima; pero ella la ocultaba y volvía el pan negro en la ceniza. Yo entonces, apretando el puño, decía: -”Mataremos a los turcos!-. Mas ella repetía las palabras de la canción: «- ”Los echaré de las islas al mar profundo! -. Pero antes de ponerse el sol, el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo había sido cazado y muerto». LlevÔbamos varios días, con sus noches, solos en la choza, cuando llegó mi padre; yo sabía que iba a traerme conchas del Golfo de Lepanto, o tal vez un cuchillo, afilado y reluciente. Pero esta vez nos trajo una criaturita, una niña desnuda, bajo su pelliza. Iba envuelta en una piel, y al depositarla, desnuda, sobre el regazo de mi madre, vimos que todo lo que llevaba consigo eran tres monedas de plata atadas en el negro cabello. Mi padre dijo que los turcos habían dado muerte a los padres de la pequeña; tantas y tantas cosas nos contó, que durante toda la noche estuve soñando con ello. Mi padre venía también herido; mi madre le vendó el brazo, pues la herida era profunda, y la gruesa pelliza estaba tiesa de la sangre coagulada. La chiquilla sería mi hermana, ”qué hermosa era! Los ojos de mi madre no tenían mÔs dulzura que los suyos. Anastasia -así la llamaban- sería mi hermana, pues su padre la había confiado al mío, de acuerdo con la antigua costumbre que seguíamos observando. De jóvenes habían trabado un pacto de fraternidad, eligiendo a la doncella mÔs hermosa y virtuosa de toda la comarca para tomar el juramento. Muy a menudo oía yo hablar de aquella hermosa y rara costumbre.  Y, así, la pequeña se convirtió en mi hermana. La sentaba sobre mis rodillas, le traía flores y plumas de las aves montaraces, bebíamos juntos de las aguas del Parnaso, y juntos dormíamos bajo el tejado de laurel de la choza, mientras mi madre seguía cantando, invierno tras invierno, su canción de las lÔgrimas rojas, verdes y azuladas. Pero yo no comprendía aún que era mi propio pueblo, cuyas innúmeras cuitas se reflejaban en aquellas lÔgrimas.

Un día vinieron tres hombres; eran francos y vestían de modo distinto a nosotros. Llevaban sus camas y tiendas cargadas en caballerías, y los acompañaban mÔs de veinte turcos, armados con sables y fusiles, pues los extranjeros eran amigos del bajÔ e iban provistos de cartas de introducción. Venían con el solo objeto de visitar nuestras montañas, escalar el Parnaso por entre la nieve y las nubes, y contemplar las extrañas rocas negras y escarpadas que rodeaban nuestra choza. No cabían en ella, aparte que no podían soportar el humo que, deslizÔndose por debajo del techo, salía por la baja puerta; por eso levantaron sus tiendas en el reducido espacio que quedaba al lado de la casuca, y asaron corderos y aves, y bebieron vino dulce y fuerte; pero los turcos no podían probarlo.

Al proseguir su camino, yo los acompañé un trecho con mi hermanita Anastasia a la espalda, envuelta en una piel de cabra. Uno de aquellos señores francos me colocó delante de una roca y me dibujó junto con la niña, tan bien, que parecíamos vivos y como si fuésemos una sola persona. Nunca había yo pensado en ello, y, sin embargo, Anastasia y yo éramos uno solo, pues ella se pasaba la vida sentada en mis rodillas o colgada de mi espalda, y cuando yo soñaba, siempre figuraba ella en mis sueños.

 

 

EL PATITO FEO

 

 

”Qué hermosa estaba la campiña! Había llegado el verano: el trigo estaba amarillo; la avena, verde; la hierba de los prados, cortada ya, quedaba recogida en los pajares, en cuyos tejados se paseaba la cigüeña, con sus largas patas rojas, hablando en egipcio, que era la lengua que le enseñara su madre. Rodeaban los campos y prados grandes bosques, y entre los bosques se escondían lagos profundos. ”Qué hermosa estaba la campiña! Bañada por el sol levantÔbase una mansión señorial, rodeada de hondos canales, y desde el muro hasta el agua crecían grandes plantas trepadoras formando una bóveda tan alta que dentro de ella podía estar de pie un niño pequeño, mas por dentro estaba tan enmarañado, que parecía el interior de un bosque. En medio de aquella maleza, una gansa, sentada en el nido, incubaba sus huevos. Estaba ya impaciente, pues ”tardaban tanto en salir los polluelos, y recibía tan pocas visitas!

Los demƔs patos preferƭan nadar por los canales, en vez de entrar a hacerle compaƱƭa y charlar un rato.

Por fin empezaron a abrirse los huevos, uno tras otro. «”Pip, pip!», decían los pequeños; las yemas habían adquirido vida y los patitos asomaban la cabecita por la cÔscara rota.

  • Ā”cuac, cuac! – gritaban con todas sus fuerzas, mirando a todos lados por entre las verdes hojas. La madre los dejaba, pues el verde es bueno para los ojos.
  • Ā”QuĆ© grande es el mundo! -exclamaron los polluelos, pues ahora tenĆ­an mucho mĆ”s sitio que en el interior del huevo.
  • ĀæCreĆ©is que todo el mundo es esto? -dijo la madre-. Pues andĆ”is muy equivocados. El mundo se extiende mucho mĆ”s lejos, hasta el otro lado del jardĆ­n, y se mete en el campo del cura, aunque yo nunca he estado allĆ­. ĀæEstĆ”is todos? -prosiguió, incorporĆ”ndose-. Pues no, no los tengo todos; el huevo gordote no se ha abierto aĆŗn. ĀæVa a tardar mucho? Ā”Ya estoy hasta la coronilla de tanto esperar!
  • Bueno, ĀæquĆ© tal vamos? -preguntó una vieja gansa que venĆ­a de visita.
  • Ā”Este huevo que no termina nunca! -respondió la clueca-. No quiere salir. Pero mira los demĆ”s patitos: Āæverdad que son lindos? Todos se parecen a su padre; y el sinvergüenza no viene a verme.
  • DĆ©jame ver el huevo que no quiere romper dijo la vieja-. CreĆ©me, esto es un huevo de pava; tambiĆ©n a mi me engaƱaron una vez, y pasĆ© muchas fatigas con los polluelos, pues le tienen miedo al agua. No pude con Ć©l; me desgaƱitĆ© y lo puse verde, pero todo fue inĆŗtil. A ver el huevo. SĆ­, es un huevo de pava. DĆ©jalo y enseƱa a los otros a nadar.
  • Lo empollarĆ© un poquitĆ­n mĆ”s dijo la clueca-. Ā”Tanto tiempo he estado encima de Ć©l, que bien puedo esperar otro poco!
  • Ā”Cómo quieras! Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  -contestó Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  la Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  otra, despidiĆ©ndose.

Al fin se partió el huevo. «”Pip, pip!» hizo el polluelo, saliendo de la cÔscara. Era gordo y feo; la gansa se quedó mirÔndolo:

  • Es un pato enorme -dijo-; no se parece a ninguno de los otros; ĀæserĆ” un pavo? Bueno, pronto lo sabremos; del agua no se escapa, aunque tenga que zambullirse a trompazos.

El día siguiente amaneció espléndido; el sol bañaba las verdes hojas de la enramada. La madre se fue con toda su prole al canal y, ”plas!, se arrojó al agua. «”Cuac, cuac!» -gritaba, y un polluelo tras otro se fueron zambullendo también; el agua les cubrió la cabeza, pero enseguida volvieron a salir a flote y se pusieron a nadar tan lindamente. Las patitas se movían por sí solas y todos chapoteaban, incluso el último polluelo gordote y feo.

  • Pues no es pavo -dijo la madre-. Ā”FĆ­jate cómo mueve las patas, y quĆ© bien se sostiene! Es hijo mĆ­o, no hay duda. En el fondo, si bien se mira, no tiene nada de feo, al contrario. Ā”Cuac, cuac! Venid conmigo, os enseƱarĆ© el gran mundo, os presentarĆ© a los patos del corral. Pero no os alejĆ©is de mi lado, no fuese que alguien os atropellase; y Ā”mucho cuidado con el gato!

Y se encaminaron al corral de los patos, donde había un barullo espantoso, pues dos familias se disputaban una cabeza de anguila. Y al fin fue el gato quien se quedó con ella.

  • ĀæVeis? AsĆ­ va el mundo -dijo la gansa madre, afilĆ”ndose el pico, pues tambiĆ©n ella hubiera querido pescar el botĆ­n-. Ā”ServĆ­os de las patas! y a ver si os despabilĆ”is. Id a hacer una reverencia a aquel pato viejo de allĆ­; es el mĆ”s ilustre de todos los presentes; es de raza espaƱola, por eso estĆ” tan gordo. Ved la cinta colorada que lleva en la pata; es la mayor distinción que puede otorgarse a un pato. Es para que no se pierda y para que todos lo reconozcan, personas y animales. Ā”Ala, sacudiros! No metĆ”is los pies para dentro. Los patitos bien educados andan con las piernas esparrancadas, como papĆ” y mamĆ”. Ā”AsĆ­!, Āæveis? Ahora inclinad el cuello y decir: «”cuac!Ā».

Todos obedecieron, mientras los demƔs gansos del corral los miraban, diciendo en voz alta:

  • Ā”Vaya! sólo faltaban Ć©stos; Ā”como si no fuĆ©semos ya bastantes! Y, Ā”quĆ© asco! Fijaos en aquel pollito: Ā”a Ć©se sĆ­ que no lo toleramos! -. Y enseguida se adelantó un ganso y le propinó un picotazo en el pescuezo.
  • Ā”DĆ©jalo en paz! -exclamó la madre-. No molesta a nadie.
  • SĆ­, pero es gordote y extraƱo -replicó el agresor-; habrĆ” que sacudirlo.
  • Tiene usted unos hijos muy guapos, seƱora dijo el viejo de la pata vendada-. LĆ”stima de este gordote; Ć©se sĆ­ que es un fracaso. Me gustarĆ­a que pudiese retocarlo.
  • No puede ser, SeƱorĆ­a -dijo la madre-. Cierto que no es hermoso, pero tiene buen corazón y nada tan bien como los demĆ”s; incluso dirĆ­a que mejor. Me figuro que al crecer se arreglarĆ”, y que con el tiempo perderĆ” volumen. Estuvo muchos dĆ­as en el huevo, y por eso ha salido demasiado robusto -. Y con el pico le pellizcó el pescuezo y le alisó el plumaje -. AdemĆ”s, es macho -prosiguió-, asĆ­ que no importa gran cosa. Estoy segura de que serĆ” fuerte y se despabilarĆ”.
  • Los demĆ”s polluelos son encantadores de veras -dijo el viejo-. ConsidĆ©rese usted en casa; y si encuentra una cabeza de anguila, haga el favor de traĆ©rmela.

Y de este modo tomaron posesión de la casa. El pobre patito feo no recibía sino picotazos y empujones, y era el blanco de las burlas de todos, lo mismo de los gansos que de las gallinas. «”Qué ridículo!», se reían todos, y el pavo, que por haber venido al mundo con espolones se creía el emperador, se henchía como un barco a toda vela y arremetía contra el patito, con la cabeza colorada de rabia. El pobre animalito nunca sabía dónde meterse; estaba muy triste por ser feo y porque era la chacota de todo el corral.

AsĆ­ transcurrió el primer dĆ­a; pero en los sucesivos las cosas se pusieron aĆŗn peor. Todos acosaban al patito; incluso sus hermanos lo trataban brutalmente, y no cesaban de gritar: – Ā”AsĆ­ te pescara el gato, bicho asqueroso!; y hasta la madre deseaba perderlo de vista. Los patos lo picoteaban; las gallinas lo golpeaban, y la muchacha encargada de repartir el pienso lo apartaba a puntapiĆ©s.

 

 

Ā EL PEQUEƑO TUK

 

 

Pues sí, éste era el pequeño Tuk. En realidad no se llamaba así, pero éste era el nombre que se daba a sí mismo cuando aún no sabía hablar. Quería decir Carlos, es un detalle que conviene saber. Resulta que tenía que cuidar de su hermanita Gustava, mucho menor que él, y luego tenía que aprenderse sus lecciones; pero, ¿cómo atender a las dos cosas a la vez? El pobre muchachito tenía a su hermana sentada sobre las rodillas y le cantaba todas las canciones que sabía, mientras sus ojos echaban alguna que otra mirada al libro de Geografía, que tenía abierto delante de él. Para el día siguiente habría de aprenderse de memoria todas las ciudades de Zelanda y saberse, ademÔs, cuanto de ellas conviene conocer.

Llegó la madre a casa y se hizo cargo de Gustavita. Tuk corrió a la ventana y se estuvo leyendo hasta que sus ojos no pudieron mÔs, pues había ido oscureciendo y su madre no tenía dinero para comprar velas.

– AhĆ­ va la vieja lavandera del callejón -dijo la madre, que se habĆ­a asomado a la ventana-. La pobre apenas puede arrastrarse y aĆŗn tiene que cargar con el cubo lleno de agua desde la bomba. Anda, Tuk, sĆ© bueno y ve a ayudar a la pobre viejecita. HarĆ”s una buena acción.

Tuk corrió a la calle a ayudarla, pero cuando estuvo de regreso la oscuridad era completa, y como no había que pensar en encender la luz, no tuvo mÔs remedio que acostarse. Su lecho era un viejo camastro y, tendido en él estuvo pensando en su lección de Geografía, en Zelanda y todo lo que había explicado el maestro. Debiera haber seguido estudiando, pero era imposible, y se metió el libro debajo de la almohada, porque había oído decir que aquello ayudaba a retener las lecciones en la mente; pero no hay que fiarse mucho de lo que se oye decir.

Y allĆ­ se estuvo piensa que te piensa, hasta que de pronto le pareció que alguien le daba un beso en la boca y en los ojos. Se durmió, y, sin embargo, no estaba dormido; era como si la anciana lavandera lo mirara con sus dulces ojos y le dijera: – SerĆ­a un gran pecado que maƱana no supieses tus lecciones. Me has ayudado, ahora te ayudarĆ© yo, y Dios Nuestro SeƱor lo harĆ”, en todo momento.

Y de pronto el libro empezó a moverse y agitarse debajo de la almohada de nuestro pequeño Tuk.

  • Ā”QuiquiriquĆ­! Ā”Put, put! -. Era una gallina que venĆ­a de Kjƶge.
  • Ā”Soy una gallina de Kjƶge! -gritó, y luego se puso a contar del nĆŗmero de habitantes que allĆ­ habĆ­a, y de la batalla que en la ciudad se habĆ­a librado, aƱadiendo empero que en realidad no valĆ­a la pena mencionarla-. Otro meneo y zarandeo y, Ā”bum!, algo que se cae: un ave de madera, el papagayo del tiro al pĆ”jaro de Prastƶ. Dijo que en aquella ciudad vivĆ­an tantos habitantes como clavos tenĆ­a Ć©l en el cuerpo, y estaba no poco orgulloso de ello-. Thorwaldsen vivió muy cerca de mĆ­. Ā”CataplĆŗn! Ā”QuĆ© bien se estĆ” aquĆ­!

Pero Tuk ya no estaba tendido en su lecho; de repente se encontró montado sobre un caballo, corriendo a galope tendido. Un jinete magnĆ­ficamente vestido, con brillante casco y flotante penacho, lo sostenĆ­a delante de Ć©l, y de este modo atravesaron el bosque hasta la antigua ciudad de Vordingborg, muy grande y muy bulliciosa por cierto. Altivas torres se levantaban en el palacio real, y de todas las ventanas salĆ­a vivĆ­sima luz; en el interior todo eran cantos y bailes: el rey Waldemar bailaba con las jóvenes damas cortesanas, ricamente ataviadas. Despuntó el alba, y con la salida del sol desaparecieron la ciudad, el palacio y las torres una tras otra, hasta no quedar sino una sola en la cumbre de la colina, donde se levantara antes el castillo. Era la ciudad muy pequeƱa y pobre, y los chiquillos pasaban con sus libros bajo el brazo, diciendo: – Dos mil habitantes -. Pero no era verdad, no tenĆ­a tantos.

Y Tuk seguƭa en su camita, como soƱando, y, sin embargo, no soƱaba, pero alguien permanecƭa junto a Ʃl.

  • Ā”Tuquito, Tuquito! -dijeron. Era un marino, un hombre muy pequeƱƭn, semejante a un cadete, pero no era un cadete.
  • Te traigo muchos saludos de Korsƶr. Es una ciudad floreciente, llena de vida, con barcos de vapor y diligencias; antes pasaba por fea y aburrida, pero Ć©sta es una opinión anticuada.
  • Estoy a orillas del mar, dijo Korsƶr; tengo carreteras y parques y he sido la cuna de un poeta que tenĆ­a ingenio y gracia; no todos los tienen. Una vez quise armar un barco para que diese la vuelta al mundo, mas no lo hice, aunque habrĆ­a podido; y, ademĆ”s, Ā”huelo tan bien! Pues en mis puertas florecen las rosas mĆ”s bellas.

Tuk las vio, y ante su mirada todo apareció rojo y verde; pero cuando se esfumaron los colores, se encontró ante una ladera cubierta de bosque junto al límpido fiordo, y en la cima se levantaba una hermosa iglesia, antigua, con dos altas torres puntiagudas. De la ladera brotaban fuentes que bajaban en espesos riachuelos de aguas murmureantes, y muy cerca estaba sentado un viejo rey con la corona de oro sobre el largo cabello; era el rey Hroar de las Fuentes, en las inmediaciones de la ciudad de Roeskilde, como la llaman hoy día. Y todos los reyes y reinas de Dinamarca, coronados de oro, se encaminaban, cogidos de la mano, a la vieja iglesia, entre los sones del órgano y el murmullo de las fuentes. Nuestro pequeño Tuk lo veía y oía todo.

  • Ā”No olvides los Estados! -le dijo el rey Hroar. De pronto desapareció todo. ĀæDónde habĆ­a ido a parar? Daba exactamente la impresión de cuando se vuelve la pĆ”gina de un libro. Y hete aquĆ­ una anciana, una escardadera venida de Sorƶ, donde la hierba crece en la plaza del mercado. Llevaba su delantal de tela gris sobre la cabeza y colgĆ”ndole de la espalda; estaba muy mojado – seguramente habĆ­a llovido -. SĆ­ que ha llovido -dijo la mujer, y le contó muchas cosas divertidas de las comedias de Holberg, asĆ­ como de Waldemar y Absalón. Pero de pronto se encogió toda ella y se puso a mover la cabeza como si quisiera saltar-. Ā”Cuac! -dijo-, estĆ” mojado, estĆ” mojado; hay un silencio de muerte en Sorƶ -. Se habĆ­a transformado en rana; Ā”cuac!, y luego otra vez en una vieja -. Hay que vestirse segĆŗn el tiempo -dijo-. Ā”EstĆ” mojado, estĆ” mojado! Mi ciudad es como una botella: se entra por el tapón y luego hay que volver a salir. Antes tenĆ­a yo corpulentas anguilas en el fondo de la botella, y ahora tengo muchachos robustos, de coloradas mejillas, que aprenden la sabidurĆ­a: Ā”griego, hebreo, cuac, cuac! -. Sonaba como si las ranas cantasen o como cuando caminĆ”is por el pantano con grandes botas. Era siempre la misma nota, tan fastidiosa, tan monótona, que Tuk acabó por quedarse profundamente dormido, y le sentó muy bien el sueƱo, porque empezaba a ponerse nervioso. Pero aun entonces tuvo otra visión, o lo que fuera. Su hermanita Gustava, la de ojos azules y cabello rubio ensortijado, se habĆ­a convertido en una esbelta muchacha, y, sin tener alas, podĆ­a volar. Y he aquĆ­ que los dos volaron por encima de Zelanda, por encima de sus verdes bosques y azules lagos.
  • ĀæOyes cantar el gallo, Tuquito? Ā”QuiquiriquĆ­! Las gallinas salen volando de Kjƶge. Ā”TendrĆ”s un gallinero, un gran gallinero! No padecerĆ”s hambre ni miseria. CazarĆ”s el pĆ”jaro, como suele decirse; serĆ”s un hombre rico y feliz. Tu casa se levantarĆ” altivamente como la torre del rey Waldemar, y estarĆ” adornada con columnas de mĆ”rmol como las de Prastƶ. Ya me entiendes. Tu nombre famoso darĆ” la vuelta a la Tierra, como el barco que debĆ­a partir de Korsƶr y en Roeskilde – Ā”no te olvides de los Estados! dijo el rey Hroar -; hablarĆ”s con bondad y talento, Tuquito, y cuando desciendas a la tumba, reposarĆ”s tranquilo…
  • Ā”Como si estuviese en Sorƶ! – dijo Tuk, y se despertó. Brillaba la luz del dĆ­a, y el niƱo no recordaba ya su sueƱo; pero era mejor asĆ­, pues nadie debe saber cuĆ”l serĆ” su destino. Saltó de la cama, abrió el libro y en un periquete se supo la lección. La anciana lavandera asomó la cabeza por la puerta y, dirigiĆ©ndole un gesto cariƱoso, le dijo:
  • Ā”Gracias, – hijo mĆ­o, por tu ayuda! Dios Nuestro SeƱor haga que se convierta en realidad tu sueƱo mĆ”s hermoso.

Tuk no sabía lo que había soñado, pero ¿comprendes? Nuestro Señor sí lo sabía.

 

EL PORQUERIZO

 

Ɖrase una vez un prĆ­ncipe que andaba mal de dinero. Su reino era muy pequeƱo, aunque lo suficiente para permitirle casarse, y esto es lo que el prĆ­ncipe querĆ­a hacer.

Sin embargo, fue una gran osadía por su parte el irse derecho a la hija del Emperador y decirle en la cara: -¿Me quieres por marido?-. Si lo hizo, fue porque la fama de su nombre había llegado muy lejos. MÔs de cien princesas lo habrían aceptado, pero, ¿lo querría ella?

Pues vamos a verlo.

En la tumba del padre del príncipe crecía un rosal, un rosal maravilloso; florecía solamente cada cinco años, y aun entonces no daba sino una flor; pero era una rosa de fragancia tal, que quien la olía se olvidaba de todas sus penas y preocupaciones. AdemÔs, el príncipe tenía un ruiseñor que, cuando cantaba, habríase dicho que en su garganta se juntaban las mÔs bellas melodías del universo. Decidió, pues, que tanto la rosa como el ruiseñor serían para la princesa, y se los envió encerrados en unas grandes cajas de plata.

El Emperador mandó que los llevaran al gran salón, donde la princesa estaba jugando a «visitas» con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que contenían los regalos, exclamó dando una palmada de alegría:

  • Ā”A ver si serĆ” un gatito! -pero al abrir la caja apareció el rosal con la magnĆ­fica rosa.
  • Ā”QuĆ© linda es! -dijeron todas las damas. – Es mĆ”s que bonita -precisó el Emperador-, Ā”es hermosa!

Pero cuando la princesa la tocó, por poco se echa a llorar.

  • Ā”Ay, papĆ”, quĆ© lĆ”stima! -dijo-. Ā”No es artificial, sino natural!
  • Ā”QuĆ© lĆ”stima! -corearon las damas-. Ā”Es natural!
  • Vamos, no te aflijas aĆŗn, y veamos quĆ© hay en la otra caja -, aconsejó el Emperador; y salió entonces el ruiseƱor, cantando de un modo tan bello, que no hubo medio de manifestar nada en su contra.
  • Ā”Superbe, charmant! -exclamaron las damas, pues todas hablaban francĆ©s a cual peor.
  • Este pĆ”jaro me recuerda la caja de mĆŗsica de la difunta Emperatriz -observó un anciano caballero-. Es la misma melodĆ­a, el mismo canto.
  • En efecto -asintió el Emperador, echĆ”ndose a llorar como un niƱo.
  • Espero que no sea natural, Āæverdad? -preguntó la princesa.
  • SĆ­, lo es; es un pĆ”jaro de verdad -respondieron los que lo habĆ­an traĆ­do.
  • Entonces, dejadlo en libertad -ordenó la princesa; y se negó a recibir al prĆ­ncipe.

Pero éste no se dio por vencido. Se embadurnó de negro la cara y, calÔndose una gorra hasta las orejas, fue a llamar a palacio.

  • Buenos dĆ­as, seƱor Emperador -dijo-. ĀæNo podrĆ­ais darme trabajo en el castillo?
  • Bueno -replicó el Soberano-. Necesito a alguien para guardar los cerdos, pues tenemos muchos.

Y así el príncipe pasó a ser porquerizo del Emperador. Le asignaron un reducido y mísero cuartucho en los sótanos, junto a los cerdos, y allí hubo de quedarse. Pero se pasó el día trabajando, y al anochecer había elaborado un primoroso pucherito, rodeado de cascabeles, de modo que en cuanto empezaba a cocer las campanillas se agitaban, y tocaban aquella vieja melodía:

”Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!

Pero lo mÔs asombroso era que, si se ponía el dedo en el vapor que se escapaba del puchero, enseguida se adivinaba, por el olor, los manjares que se estaban guisando en todos los hogares de la ciudad. ”Desde luego la rosa no podía compararse con aquello!

He aquí que acertó a pasar la princesa, que iba de paseo con sus damas y, al oír la melodía, se detuvo con una expresión de contento en su rostro; pues también ella sabía la canción del «Querido Agustín». Era la única que sabía tocar, y lo hacía con un solo dedo.

  • Ā”Es mi canción! -exclamó-. Este porquerizo debe ser un hombre de gusto. Oye, vete abajo y pregĆŗntale cuĆ”nto cuesta su instrumento. Tuvo que ir una de las damas, pero antes se calzó unos zuecos.
  • ĀæCuĆ”nto pides por tu puchero? -preguntó.
  • Diez besos de la princesa -respondió el porquerizo.
  • Ā”Dios nos asista! -exclamó la dama.
  • Ɖste es el precio, no puedo rebajarlo -, observó Ć©l.
  • ĀæQuĆ© te ha dicho? -preguntó la princesa. – No me atrevo a repetirlo -replicó la dama-. Es demasiado indecente.
  • Entonces dĆ­melo al oĆ­do -. La dama lo hizo asĆ­.
  • Ā”Es un grosero! -exclamó la princesa, y siguió su camino; pero a los pocos pasos volvieron a sonar las campanillas, tan lindamente:

”Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!

 

  • Escucha -dijo la princesa-. PregĆŗntale si aceptarĆ­a diez besos de mis damas.
  • Muchas gracias -fue la rĆ©plica del porquerizo-. Diez besos de la princesa o me quedo con el puchero.
  • Ā”Es un fastidio! – exclamó la princesa -. Pero, en fin, poneos todas delante de mĆ­, para que nadie lo vea.

Las damas se pusieron delante con los vestidos extendidos; el porquerizo recibió los diez besos, y la princesa obtuvo la olla.

”Dios santo, cuÔnto se divirtieron! Toda la noche y todo el día estuvo el puchero cociendo; no había un solo hogar en la ciudad del que no supieran lo que en él se cocinaba, así el del chambelÔn como el del remendón. Las damas no cesaban de bailar y dar palmadas.

  • Sabemos quien comerĆ” sopa dulce y tortillas, y quien comerĆ” papillas y asado. Ā”QuĆ© interesante!
  • InteresantĆ­simo -asintió la Camarera Mayor. – SĆ­, pero de eso, ni una palabra a nadie; recordad que soy la hija del Emperador.
  • Ā”No faltaba mĆ”s! -respondieron todas-. Ā”Ni que decir tiene!

El porquerizo, o sea, el príncipe -pero claro estÔ que ellas lo tenían por un porquerizo auténtico- no dejaba pasar un solo día sin hacer una cosa u otra. Lo siguiente que fabricó fue una carraca que, cuando giraba, tocaba todos los valses y danzas conocidos desde que el mundo es mundo.

  • Ā”Oh, esto es superbe! -exclamó la princesa al pasar por el lugar.
  • Ā”Nunca oĆ­ mĆŗsica tan bella! Oye, entra a preguntarle lo que vale el instrumento; pero nada de besos, Āæeh?
  • Pide cien besos de la princesa -fue la respuesta que trajo la dama de honor que habĆ­a entrado a preguntar.
  • Ā”Este hombre estĆ” loco! -gritó la princesa, echĆ”ndose a andar; pero se detuvo a los pocos pasos-. Hay que estimular el Arte -observó-. Por algo soy la hija del Emperador. Dile que le darĆ© diez besos, como la otra vez; los noventa restantes los recibirĆ” de mis damas.
  • Ā”Oh, seƱora, nos darĆ” mucha vergüenza! manifestaron ellas.
  • Ā”Ridiculeces! -replicó la princesa-. Si yo lo beso, tambiĆ©n podĆ©is hacerlo vosotras. No olvidĆ©is que os mantengo y os pago-. Y las damas no tuvieron mĆ”s remedio que resignarse. – SerĆ”n cien besos de la princesa -replicó Ć©l- o cada uno se queda con lo suyo.
  • Poneos delante de mĆ­ -ordenó ella; y, una vez situadas las damas convenientemente, el prĆ­ncipe empezó a besarla.
  • ĀæQuĆ© alboroto hay en la pocilga? -preguntó el Emperador, que acababa de asomarse al balcón. Y, frotĆ”ndose los ojos, se caló los lentes-. Las damas de la Corte que estĆ”n haciendo de las suyas; bajarĆ© a ver quĆ© pasa.

Y se apretó bien las zapatillas, pues las llevaba muy gastadas.

”Demonios, y no se dio poca prisa!

Al llegar al patio se adelantó callandito, callandito; por lo demÔs, las damas estaban absorbidas contando los besos, para que no hubiese engaño, y no se dieron cuenta de la presencia del Emperador, el cual se levantó de puntillas.

  • ĀæQuĆ© significa esto? -exclamó al ver el besuqueo, dĆ”ndole a su hija con la zapatilla en la cabeza cuando el porquerizo recibĆ­a el beso nĆŗmero ochenta y seis.
  • Ā”Fuera todos de aquĆ­! -gritó, en el colmo de la indignación. Y todos hubieron de abandonar el reino, incluso la princesa y el porquerizo. Y he aquĆ­ a la princesa llorando, y al porquerizo regaƱƔndole, mientras llovĆ­a a cĆ”ntaros.
  • Ā”Ay, mĆ­sera de mĆ­! -exclamaba la princesa-. ĀæPor quĆ© no aceptĆ© al apuesto prĆ­ncipe? Ā”QuĆ© desgraciada soy!

Entonces el porquerizo se ocultó detrÔs de un Ôrbol, y, limpiÔndose la tizne que le manchaba la cara y quitÔndose las viejas prendas con que se cubría, volvió a salir espléndidamente vestido de príncipe, tan hermoso y gallardo, que la princesa no tuvo mÔs remedio que inclinarse ante él.

  • He venido a decirte mi desprecio -exclamó Ć©l-. Te negaste a aceptar a un prĆ­ncipe digno. No fuiste capaz de apreciar la rosa y el ruiseƱor, y, en cambio, besaste al porquerizo por una bagatela. Ā”Pues ahĆ­ tienes la recompensa!

Y entró en su reino y le dio con la puerta en las narices. Ella tuvo que quedarse fuera y ponerse a cantar:

”Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!

 

El ruiseƱor

 

 

En China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos años de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo oigÔis, antes de que la historia se haya olvidado. El palacio del Emperador era el mÔs espléndido del mundo entero, todo él de la mÔs delicada porcelana. Todo en él era tan precioso y frÔgil, que había que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jardín estaba lleno de flores maravillosas, y de las mÔs bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. Sí, en el jardín imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso, que el propio jardinero no tenía idea de dónde terminaba. Si seguías andando, te encontrabas en el bosque mÔs espléndido que quepa imaginar, lleno de altos Ôrboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar, hondo y azul; grandes embarcaciones podían navegar por debajo de las ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche salía a retirar las redes, se detenía a escuchar sus trinos.

– Ā”Dios santo, y quĆ© hermoso! -exclamaba; pero luego tenĆ­a que atender a sus redes y olvidarse del pĆ”jaro; hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repetĆ­a: – Ā”Dios santo, y quĆ© hermoso!

De todos los paĆ­ses llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardĆ­n; pero en cuanto oĆ­an al ruiseƱor, exclamaban: – Ā”Esto es lo mejor de todo!

De regreso a sus tierras, los viajeros hablaban de él, y los sabios escribían libros y mÔs libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardín, pero sin olvidarse nunca del ruiseñor, al que ponían por las nubes; y los poetas componían inspiradísimos poemas sobre el pÔjaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago. Aquellos libros se difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del Emperador. Se hallaba sentado en su sillón de oro, leyendo y leyendo; de vez en cuando hacía con la cabeza un gesto de aprobación, pues le satisfacía leer aquellas magníficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jardín. «Pero lo mejor de todo es el ruiseñor», decía el libro.

«¿Qué es esto? -pensó el Emperador-. ¿El ruiseñor? JamÔs he oído hablar de él. ¿Es posible que haya un pÔjaro así en mi imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me ha informado. ”EstÔ bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!»

Y mandó llamar al mayordomo de palacio, un personaje tan importante, que cuando una persona de rango inferior se atrevía a dirigirle la palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a contestarle: «”P!». Y esto no significa nada.

  • SegĆŗn parece, hay aquĆ­ un pĆ”jaro de lo mĆ”s notable, llamado ruiseƱor -dijo el Emperador-. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; Āæpor quĆ© no se me ha informado de este hecho?
  • Es la primera vez que oigo hablar de Ć©l -se justificó el mayordomo-. Nunca ha sido presentado en la Corte.
  • Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia -dijo el Emperador-. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo.
  • Es la primera vez que oigo hablar de Ć©l -repitió el mayordomo-. Lo buscarĆ© y lo encontrarĆ©.

ĀæEncontrarlo?, Āædónde? El dignatario se cansó de subir Y bajar escaleras y de recorrer salas y pasillos. Nadie de cuantos preguntó habĆ­a oĆ­do hablar del ruiseƱor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que se trataba de una de esas fĆ”bulas que suelen imprimirse en los libros. – Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasĆ­as y una cosa que llaman magia negra.

  • Pero el libro en que lo he leĆ­do me lo ha enviado el poderoso Emperador del Japón replicó el Soberano-; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oĆ­r al ruiseƱor. Que acuda esta noche a, mi presencia, para cantar bajo mi especial protección. Si no se presenta, mandarĆ© que todos los cortesanos sean pateados en el estómago despuĆ©s de cenar.
  • Ā”Tsing-pe! -dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos, y media Corte con Ć©l, pues a nadie le hacĆ­a gracia que le patearan el estómago. Y todo era preguntar por el notable ruiseƱor, conocido por todo el mundo menos por la

Corte.

Finalmente, dieron en la cocina con una pobre muchachita, que exclamó: – Ā”Dios mĆ­o! ĀæEl ruiseƱor? Ā”Claro que lo conozco! Ā”quĆ© bien canta! Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que estĆ” enferma. Vive allĆ” en la playa, y cuando estoy de regreso, me paro a descansar en el bosque y oigo cantar al ruiseƱor. Y oyĆ©ndolo se me vienen las lĆ”grimas a los ojos, como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emoción y dulzura. – PequeƱa fregaplatos -dijo el mayordomo-, te darĆ© un empleo fijo en la cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruiseƱor; estĆ” citado para esta noche.

Todos se dirigieron al bosque, al lugar donde el pÔjaro solía situarse; media Corte tomaba parte en la expedición. Avanzaban a toda prisa, cuando una vaca se puso a mugir.

  • Ā”Oh! -exclamaron los cortesanos-. Ā”Ya lo tenemos! Ā”QuĆ© fuerza para un animal tan pequeƱo! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo.
  • No, eso es una vaca que muge -dijo la fregona AĆŗn tenemos que andar mucho.

Luego oyeron las ranas croando en una charca. – Ā”MagnĆ­fico! -exclamó un cortesano-. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia.

  • No, eso son ranas -contestó la muchacha-.

Pero creo que no tardaremos en oĆ­rlo.

Y en seguida el ruiseƱor se puso a cantar.

  • Ā”Es Ć©l! -dijo la niƱa-. Ā”Escuchad, escuchad! Ā”AllĆ­ estĆ”! – y seƱaló un avecilla gris posada en una rama.
  • ĀæEs posible? -dijo el mayordomo-. JamĆ”s lo habrĆ­a imaginado asĆ­. Ā”QuĆ© vulgar!

Seguramente habrĆ” perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos.

  • Mi pequeƱo ruiseƱor -dijo en voz alta la muchachita-, nuestro gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia.
  • Ā”Con mucho gusto! – respondió el pĆ”jaro, y reanudó su canto, que daba gloria oĆ­rlo.
  • Ā”Parece campanitas de cristal! -observó el mayordomo.
  • Ā”Mirad cómo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiĆ©semos visto. CausarĆ” sensación en la Corte.
  • ĀæQuerĆ©is que vuelva a cantar para el Emperador? -preguntó el pĆ”jaro, pues creĆ­a que el Emperador estaba allĆ­.
  • Mi pequeƱo y excelente ruiseƱor -dijo el mayordomo -tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrĆ” deleitar con su magnĆ­fico canto a Su Imperial Majestad.
  • Suena mejor en el bosque -objetó el ruiseƱor; pero cuando le dijeron que era un deseo del Soberano, los acompañó gustoso.

En palacio todo habƭa sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de lƔmparas de oro; las flores mƔs exquisitas, con sus campanillas, habƭan sido colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos producƭan tales corrientes de aire, que las campanillas no cesaban de sonar, y uno no oƭa ni su propia voz.

En medio del gran salón donde el Emperador estaba, habían puesto una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña fregona había recibido autorización para situarse detrÔs de la puerta, pues tenía ya el título de cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que podía empezar.

El ruiseñor cantó tan deliciosamente, que las lÔgrimas acudieron a los ojos del Soberano; y cuando el pÔjaro las vio rodar por sus mejillas, volvió a cantar mejor aún, hasta llegarle al alma. El Emperador quedó tan complacido, que dijo que regalaría su chinela de oro al ruiseñor para que se la colgase al cuello. Mas el pÔjaro le dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba suficientemente recompensado.

  • He visto lĆ”grimas en los ojos del Emperador; Ć©ste es para mi el mejor premio. Las lĆ”grimas de un rey poseen una virtud especial. Dios sabe que he quedado bien recompensado -y reanudó su canto, con su dulce y melodioso voz.
  • Ā”Es la lisonja mĆ”s amable y graciosa que he escuchado en mi vida! -exclamaron las damas presentes; y todas se fueron a llenarse la boca de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues creĆ­an que tambiĆ©n ellas podĆ­an ser ruiseƱores. SĆ­, hasta los lacayos y camareras expresaron su aprobación, y esto es decir mucho, pues son siempre mĆ”s difĆ­ciles de contentar. Realmente, el ruiseƱor causó sensación.

Se quedarĆ­a en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el dĆ­a y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La verdad es que no eran precisamente de placer aquellas excursiones.

 

 

 

 

EL TULLIDO

 

Ɖrase una antigua casa seƱorial, habitada por gente joven y apuesta. Ricos en bienes y dinero, querĆ­an divertirse y hacer el bien. QuerĆ­an hacer feliz a todo el mundo, como lo eran ellos.

Por Nochebuena instalaron un abeto magníficamente adornado en el antiguo salón de Palacio. Ardía el fuego en la chimenea, y ramas del Ôrbol navideño enmarcaban los viejos retratos.

Desde el atardecer reinaba tambiƩn la alegrƭa en los aposentos de la servidumbre. TambiƩn habƭa allƭ un gran abeto con rojas y blancas velillas encendidas, banderitas danesas, cisnes recortados y redes de papeles de colores y llenas de golosinas. Habƭan invitado a los niƱos pobres de la parroquia, y cada uno habƭa acudido con su madre, a la cual, mƔs que a la copa del Ɣrbol, se le iban los ojos a la mesa de Nochebuena, cubierta de ropas de lana y de hilo, y toda clase de prendas de vestir. Aquello era lo que miraban las madres y los hijos ya mayorcitos, mientras los pequeƱos alargaban los brazos hacia las velillas, el oropel y las banderitas.

La gente había llegado a primeras horas de la tarde, y fue obsequiada con la clÔsica sopa navideña y asado de pato con berza roja. Una vez hubieron contemplado el Ôrbol y recibido los regalos, se sirvió a cada uno un vaso de ponche y manzanas rellenas.

Regresaron entonces a sus pobres casas, donde se habló de la «buena vida», es decir, de la buena comida, y se pasó otra vez revista a los regalos.

Entre aquella gente estaban Garten-Kirsten y Garten-Ole, un matrimonio que tenƭa casa y comida a cambio de su trabajo en el jardƭn de Sus SeƱorƭas. Cada Navidad recibƭan su buena parte de los regalos. Tenƭan ademƔs cinco hijos, y a todos los vestƭan los seƱores.

  • Son bondadosos nuestros amos -decĆ­an-. Tienen medios para hacer el bien, y gozan haciĆ©ndolo.
  • AhĆ­ tienen buenas ropas para que las rompan los cuatro -dijo Garten-Ole-. Mas, Āæpor quĆ© no hay nada para el tullido? Siempre suelen acordarse de Ć©l, aunque no vaya a la fiesta.

Era el hijo mayor, al que llamaban Ā«El tullidoĀ», pero su nombre era Juan. De niƱo habĆ­a sido el mĆ”s listo y vivaracho, pero de repente le entró una Ā«debilidad en las piernasĀ», como ellos decĆ­an, y desde entonces no pudo tenerse de pie ni andar. Llevaba ya cinco aƱos en cama. – SĆ­, algo me han dado tambiĆ©n para Ć©l -dijo la madre. Pero es sólo un libro, para que pueda leer.

  • Ā”Eso no lo engordarĆ”! -observó el padre.

Pero Hans se alegró de su libro. Era un muchachito muy despierto, aficionado a la lectura, aunque aprovechaba también el tiempo para trabajar en las cosas útiles en cuanto se lo permitía su condición. Era muy Ôgil de dedos, y sabía emplear las manos; confeccionaba calcetines de lana, e incluso mantas. La señora había hecho gran encomio de ellas y las había comprado.

Era un libro de cuentos el que acababan de regalar a Hans, y habƭa en Ʃl mucho que leer, y mucho que invitaba a pensar.

  • De nada va a servirle -dijeron los padres-. Pero dejemos que lea, le ayudarĆ” a matar el tiempo. No siempre ha de estar haciendo calceta.

Vino la primavera. Empezaron a brotar la hierba y las flores, y también los hierbajos, como se suele llamar a las ortigas a pesar de las cosas bonitas que de ellas dice aquella canción religiosa:

Si los reyes se reuniesen  y juntaran sus tesoros,  no podrían añadir  una sola hoja a la ortiga.

En el jardƭn de Sus SeƱorƭas habƭa mucho que hacer, no solamente para el jardinero y sus aprendices, sino tambiƩn para Garten-Kirsten y Garten-Ole.

  • Ā”QuĆ© pesado! -decĆ­an-. AĆŗn no hemos terminado de escardar y arreglar los caminos, y ya los han pisado de nuevo. Ā”Hay un ajetreo con los invitados de la casa! Ā”Lo que cuesta! Suerte que los seƱores son ricos.
  • Ā”QuĆ© mal repartido estĆ” todo! -decĆ­a Ole-. SegĆŗn el seƱor cura, todos somos hijos de Dios. ĀæPor quĆ© estas diferencias?
  • Por culpa del pecado original -respondĆ­a Kirsten.

De eso hablaban una noche, sentados junto a la cama del tullido, que estaba leyendo sus cuentos.

Las privaciones, las fatigas y los cuidados habĆ­an encallecido las manos de los padres, y tambiĆ©n su juicio y sus opiniones. No lo comprendĆ­an, no les entraba en la cabeza, y por eso hablaban siempre con amargura y envidia. – Hay quien vive en la abundancia y la felicidad, mientras otros estĆ”n en la miseria. ĀæPor quĆ© hemos de purgar la desobediencia y la curiosidad de nuestros primeros padres? Ā”Nosotros no nos habrĆ­amos portado como ellos!

  • SĆ­, habrĆ­amos hecho lo mismo -dijo sĆŗbitamente el tullido Hans. – AquĆ­ estĆ”, en el libro.
  • ĀæQuĆ© es lo que estĆ” en el libro? -preguntaron los padres.

Y entonces Hans les leyó el antiguo cuento del leñador y su mujer. También ellos decían pestes de la curiosidad de AdÔn y Eva, culpables de su desgracia. He aquí que acertó a pasar el rey del país: «Seguidme -les dijo- y viviréis tan bien como yo: siete platos para comer y uno para mirarlo. EstÔ en una sopera tapada, que no debéis tocar; de lo contrario, se habrÔ terminado vuestra buena vida». «¿Qué puede haber en la sopera?», dijo la mujer. «”No nos importa!», replicó el marido. «No soy curiosa -prosiguió ella-; sólo quisiera saber por qué no nos estÔ permitido levantar la tapadera. Estoy segura que es algo exquisito». «Con tal que no haya alguna trampa, por ejemplo, una pistola que al dispararse despierte a toda la casa». «Tienes razón», dijo la mujer, sin tocar la sopera. Pero aquella noche soñó que la tapa se levantaba sola y salía del recipiente el aroma de aquel ponche delicioso que se sirve en las bodas y los entierros. Y había una moneda de plata con esta inscripción: «Si bebéis de este ponche, seréis las dos personas mÔs ricas del mundo, y todos los demÔs hombres se convertirÔn en pordioseros comparados con vosotros». Despertóse la mujer y contó el sueño a su marido. «Piensas demasiado en esto», dijo él. «Podríamos hacerlo con cuidado», insistió ella. «”Cuidado!», dijo el hombre; y la mujer levantó con gran cuidado la tapa. Y he aquí que saltaron dos ligeros ratoncillos, y en un santiamén desaparecieron por una ratonera. «”Buenas noches! -dijo el Rey-. Ya podéis volveros a vuestra casa a vivir de lo vuestro. Y no volvÔis a censurar a AdÔn y Eva, pues os habéis mostrado tan curiosos y desagradecidos como ellos».

  • Ā”Cómo habrĆ” venido a parar al libro esta historia! -dijo Garten-Ole.
  • DirĆ­ase que estĆ” escrita precisamente para nosotros. Es cosa de pensarlo.

Al día siguiente volvieron al trabajo. Los tostó el sol, y la lluvia los caló hasta los huesos. Rumiaron sus melancólicos pensamientos. No había anochecido aún, cuando ya habían cenado sus papillas de leche.

  • Ā”Vuelve a leernos la historia del leƱador! -dijo Garten-Ole.
  • Hay otras que todavĆ­a no conocĆ©is -respondió Hans.
  • No me importan dijo Garten-Ole -. Prefiero oĆ­r la que conozco.

Y el matrimonio volvió a escucharla; y mÔs de una noche se la hicieron repetir.

– No acabo de entenderlo -dijo Garten-Ole -.

Con las personas ocurre lo que con la leche: que se cuaja, y una parte se convierte en fino requesón, y la otra, en suero aguado. Los hay que tienen suerte en todo, se pasan el día muy repantingados y no sufren cuidados ni privaciones.

El tullido oyó lo que decía. El chico era débil de piernas, pero despejado de cabeza, y les leyó de su libro un cuento titulado «El hombre sin necesidades ni preocupaciones». ¿Dónde estaría ese hombre? Había que dar con él.

 

 

Ā EL ULTIMO DIA

 

De todos los días de nuestra vida, el mÔs santo es aquel en que morimos; es el último día, el grande y sagrado día de nuestra transformación. ¿Te has detenido alguna vez a pensar seriamente en esa hora suprema, la última de tu existencia terrena?

Hubo una vez un hombre, un creyente a machamartillo, según decían, un campeón de la divina palabra, que era para él ley, un celoso servidor de un Dios celoso. He aquí que la Muerte llegó a la vera de su lecho, la Muerte, con su cara severa de ultratumba.

  • Ha sonado tu hora, debes seguirme -le dijo, tocĆ”ndole los pies con su dedo gĆ©lido; y sus pies quedaron rĆ­gidos. Luego la Muerte le tocó la frente y el corazón, que cesó de latir, y el alma salió en pos del Ć”ngel exterminador.

Pero en los breves segundos que transcurrieron entre el momento en que sintió el contacto de la Muerte en el pie y en la frente y el corazón, desfiló por la mente del moribundo, como una enorme oleada negra, todo lo que la vida le había aportado e inspirado. Con una mirada recorrió el vertiginoso abismo y con un pensamiento instantÔneo abarcó todo el camino inconmensurable. Así, en un instante, vio en una ojeada de conjunto, la miríada incontable de estrellas, cuerpos celestes y mundos que flotan en el espacio infinito.

En un momento así, el terror sobrecoge al pecador empedernido que no tiene nada a que agarrarse; tiene la impresión de que se hunde en el vacío insondable. El hombre piadoso, en cambio, descansa tranquilamente su cabeza en Dios y se le entrega como un niño:

  • Ā”HĆ”gase en mĆ­ Tu voluntad!

Pero aquel moribundo no se sentía como un niño; se daba cuenta de que era un hombre. No temblaba como el pecador, pues se sabía creyente. Se había mantenido aferrado a las formas de la religión con toda rigidez; eran millones, lo sabía, los destinados a seguir por el ancho camino de la condenación; con el hierro y el fuego habría podido destruir aquí sus cuerpos, como serían destrozadas sus almas y seguirían siéndolo por una eternidad. Pero su camino iba directo al cielo, donde la gracia le abría las puertas, la gracia prometedora.

Y el alma siguió al Ôngel de la muerte, después de mirar por última vez al lecho donde yacía la imagen del polvo envuelta en la mortaja, una copia extraña del propio yo. Y volando llegaron a lo que parecía un enorme vestíbulo, a pesar de que estaba en un bosque; la Naturaleza aparecía recortada, distendida, desatada y dispuesta en hileras, arreglada artificiosamente como los antiguos jardines franceses; se celebraba una especie de baile de disfraces.

  • Ā”AhĆ­ tienes la vida humana! -dijo el Ć”ngel de la muerte.

Todos los personajes iban mÔs o menos disfrazados; no todos los que vestían de seda y oro eran los mÔs nobles y poderosos, ni todos los que se cubrían con el ropaje de la pobreza eran los mÔs bajos e insignificantes. Era una mascarada asombrosa, y lo mÔs sorprendente de ella era que todos se esforzaban cuidadosamente en ocultar algo debajo de sus vestidos; pero uno tiraba del otro para dejar aquello a la vista, y entonces asomaba una cabeza de animal: en uno, la de un mono, con su risa sardónica; en otro, la de un feo chivo, de una viscosa serpiente o de un macilento pez.

Era la bestia que todos llevamos dentro, la que arraiga en el hombre; y pegaba saltos, queriendo avanzar, y cada uno la sujetaba, con sus ropas, mientras los demÔs la apartaban, diciendo: «”Mira! ”Ahí estÔ, ahí estÔ!», y cada uno ponía al descubierto la miseria del otro.

  • ĀæQuĆ© animal vivĆ­a en mĆ­? -preguntó el alma errante; y el Ć”ngel de la muerte le seƱaló una figura orgullosa. Alrededor de su cabeza brillaba una aureola de brillantes colores, pero en el corazón del hombre se ocultaban los pies del animal, pies de pavo real; la aureola no era sino la cola abigarrada del ave.

Cuando prosiguieron su camino, otras grandes aves gritaron perversamente desde las ramas de los         Ôrboles,           con      voces   humanas muy inteligibles:

  • Peregrino de la muerte, Āæno te acuerdas de mĆ­?

Eran los malos pensamientos y las concupiscencias de los días de su vida, que gritaban: «¿No te acuerdas de mí?».

Por un momento se espantó el alma, pues reconoció las voces, los malos pensamientos y deseos que se presentaban como testigos de cargo.

  • Ā”Nada bueno vive en nuestra carne, en nuestra naturaleza perversa! -exclamó el alma-. Pero mis pensamientos no se convirtieron en actos, el mundo no vio sus malos frutos -. Y apresuró el paso, para escapar de aquel horrible griterĆ­o; mas los grandes pajarracos negros la perseguĆ­an, describiendo cĆ­rculos a su alrededor, gritando con todas sus fuerzas, como para que el mundo entero los oyese. El alma se puso a brincar como una corza acosada, y a cada salto ponĆ­a el pie sobre agudas piedras, que le abrĆ­an dolorosas heridas. – ĀæDe dónde vienen estas piedras cortantes? Yacen en el suelo como hojas marchitas.
  • Cada una de ellas es una palabra imprudente que se escapó de tus labios, y que hirió a tu prójimo mucho mĆ”s dolorosamente de como ahora las piedras te lastiman los pies. – Ā”Nunca pensĆ© en ello! -dijo el alma.
  • No juzguĆ©is si no querĆ©is ser juzgados -resonó en el aire.
  • Ā”Todos hemos pecado! -dijo el alma, volviendo a levantarse-. Yo he observado fielmente la Ley y el Evangelio; hice lo que pude, no soy como los demĆ”s.

Así llegaron a la puerta del cielo, y el Ôngel guardiÔn de la entrada preguntó:

  • ĀæQuiĆ©n eres? Dime cuĆ”l es tu fe y pruĆ©bamela con tus acciones.
  • He guardado rigurosamente los mandamientos. Me he humillado a los ojos del mundo, he odiado y perseguido la maldad y a los malos, a los que siguen por el ancho camino de la perdición, y seguirĆ© haciĆ©ndolo a sangre y fuego, si puedo.
  • ĀæEres entonces un adepto de Mahoma? preguntó el Ć”ngel.
  • ĀæYo? Ā”JamĆ”s!
  • Quien empuƱe la espada morirĆ” por la espada, ha dicho el Hijo. TĆŗ no tienes su fe. ĀæEres acaso un hijo de Israel, de los que dicen con MoisĆ©s: Ā«Ojo por ojo, diente por dienteĀ»; un hijo de Israel, cuyo Dios vengativo es sólo dios de tu pueblo?
  • Ā”Soy cristiano!
  • No te reconozco ni en tu fe ni en tus hechos. La doctrina de Cristo es toda ella reconciliación, amor y gracia.
  • Ā”Gracia! -resonó en los etĆ©reos espacios; la puerta del cielo se abrió, y el alma se precipitó hacia la incomparable magnificencia.

Pero la luz que de ella irradiaba eran tan cegadora, tan penetrante, que el alma hubo de retroceder como ante una espada desnuda; y las melodías sonaban dulces y conmovedoras, como ninguna lengua humana podría expresar. El alma, temblorosa, se inclinó mÔs y mÔs, mientras penetraba en ella la celeste claridad; y entonces sintió lo que nunca antes había sentido: el peso de su orgullo, de su dureza y su pecado. Se hizo la luz en su pecho.

  • Lo que de bueno hice en el mundo, lo hice porque no supe hacerlo de otro modo; pero lo malo… Ā”eso sĆ­ que fue cosa mĆ­a!

Y el alma se sintió deslumbrada por la purísima luz celestial y desplomóse desmayada, envuelta en sí misma, postrada, inmadura para el reino de los cielos, y, pensando en la severidad y la justicia de Dios, no se atrevió a pronunciar la palabra «gracia».

Y, no obstante, vino la gracia, la gracia inesperada.

El cielo divino estaba en el espacio inmenso, el amor de Dios se derramaba, se vertƭa en Ʃl en plenitud inagotable.

– Ā”Santa, gloriosa, dulce y eterna seas, oh, alma humana! -cantaron los Ć”ngeles.

Todos, todos retrocederemos asustados como aquella alma el día postrero de nuestra vida terrena, ante la grandiosidad y la gloria del reino   de los       cielos. Nos     inclinaremos profundamente y nos postraremos humildes, y, no obstante, nos sostendrÔ Su Amor y Su Gracia, y volaremos por nuevos caminos, purificados,      ennoblecidos   y          mejores, acercÔndonos cada vez mÔs a la magnificencia de la luz, y, fortalecidos por ella, podremos entrar en la eterna claridad.

 

 

 

EL ULTIMO SUEƑO DEL VIEJO ROBLE

 

Habƭa una vez en el bosque, sobre los acantilados que daban al mar, un vetusto roble, que tenƭa exactamente trescientos sesenta y cinco aƱos. Pero todo este tiempo, para el Ɣrbol no significaba mƔs que lo que significan otros tantos dƭas para nosotros, los hombres.

Nosotros velamos de día, dormimos de noche y entonces tenemos nuestros sueños. La cosa es distinta con el Ôrbol, pues vela por espacio de tres estaciones, y sólo en invierno queda sumido en sueño; el invierno es su tiempo de descanso, es su noche tras el largo día formado por la primavera, el verano y el otoño.

Aquel insecto que apenas vive veinticuatro horas y que llamamos efƭmera, mƔs de un caluroso dƭa de verano habƭa estado bailando, viviendo, flotando y disfrutando en torno a su copa. DespuƩs, el pobre animalito descansaba en silenciosa bienaventuranza sobre una de las verdes hojas de roble, y entonces el Ɣrbol le decƭa siempre:

  • Ā”Pobre pequeƱa! Tu vida entera dura sólo un momento. Ā”QuĆ© breve! Es un caso bien triste.
  • ĀæTriste? – respondĆ­a invariablemente la efĆ­mera -. ĀæQuĆ© quieres decir? Todo es tan luminoso y claro, tan cĆ”lido y magnĆ­fico, y yo me siento tan contenta…
  • Pero sólo un dĆ­a y todo terminó.
  • ĀæTerminó? – replicaba la efĆ­mera -. ĀæQuĆ© es lo que termina? ĀæHas terminado tĆŗ, acaso?
  • No, yo vivo miles y miles de tus dĆ­as, y mi dĆ­a abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan largo, que tĆŗ no puedes calcularlo.
  • No te comprendo, la verdad. TĆŗ tienes millares de mis dĆ­as, pero yo tengo millares de instantes para sentirme contenta y feliz. ĀæTermina acaso toda esa magnificencia del mundo, cuando tĆŗ mueres?
  • No – decĆ­a el roble -. ContinĆŗa mĆ”s tiempo, un tiempo infinitamente mĆ”s largo del que puedo imaginar.
  • Entonces nuestra existencia es igual de larga, sólo que la contamos de modo diferente.

Y la efĆ­mera danzaba y se mecĆ­a en el aire, satisfecha de sus alas sutiles y primorosas, que parecĆ­an hechas de tul y terciopelo. Gozaba del aire cĆ”lido, impregnado del aroma de los campos de trĆ©bol y de las rosas silvestres, las lilas y la madreselva, para no hablar ya de la aspĆ©rula, las primaveras y la menta rizada. Tan intenso era el aroma, que la efĆ­mera sentĆ­a como una ligera embriaguez. El dĆ­a era largo y esplĆ©ndido, saturado de alegrĆ­a y de aire suave, y en cuanto el sol se ponĆ­a, el insecto se sentĆ­a invadido de un agradable cansancio, producido por tanto gozar. Las alas se resistĆ­an a sostenerlo, y, casi sin darse cuenta, se deslizaba por el tallo de hierba, blando y ondeante, agachaba la cabeza como sólo Ć©l sabe hacerlo, y se quedaba alegremente dormido. Ɖsta era su muerte.

– Ā”Pobre, pobre efĆ­mera! – exclamaba el roble -. Ā”QuĆ© vida tan breve!

Y cada dƭa se repetƭa la misma danza, el mismo coloquio, la misma respuesta y el mismo desvanecerse en el sueƱo de la muerte. Repetƭase en todas las generaciones de las efƭmeras, y todas se mostraban igualmente felices y contentas.

El roble habƭa estado en vela durante toda su maƱana primaveral, su mediodƭa estival y su ocaso otoƱal. Llegaba ahora el perƭodo del sueƱo, su noche. AcercƔbase el invierno.

Venían ya las tempestades, cantando: «”Buenas noches, buenas noches! ”Cayó una hoja, cayó una hoja! ”Cosechamos, cosechamos! Vete a acostar. Te cantaremos en tu sueño, te sacudiremos, pero, ¿verdad que eso le hace bien a las viejas ramas? Crujen de puro placer. ”Duerme dulcemente, duerme dulcemente! Es tu noche número trescientos sesenta y cinco; en realidad, eres docemesino. ”Duerme dulcemente! La nube verterÔ nieve sobre ti. Te harÔ de sÔbana, una caliente manta que te envolverÔ los pies. Duerme dulcemente, y sueña».

Y el roble se quedó despojado de todo su follaje, dispuesto a entregarse a su prolongado sueño invernal y soñar; a soñar siempre con las cosas vividas, exactamente como en los sueños de los humanos.

También él había sido pequeño. Su cuna había sido una bellota. Según el cómputo de los hombres, se hallaba ahora en su cuarto siglo. Era el roble mÔs corpulento y hermoso del bosque; su copa rebasaba todos los demÔs Ôrboles, y era visible desde muy adentro del mar, sirviendo a los marinos de punto de referencia. No pensaba él en los muchos ojos que lo buscaban. En lo mÔs alto de su verde copa instalaban su nido las palomas torcaces, y el cuclillo gritaba su nombre. En otoño, cuando las hojas parecían lÔminas de cobre forjado, acudían las aves de paso y descansaban en ella antes de emprender el vuelo a través del mar. Mas ahora había llegado el invierno; el Ôrbol estaba sin hojas, y quedaban al desnudo los Ôngulos y sinuosidades que formaban sus ramas. Venían las cornejas y los grajos a posarse a bandadas sobre él, charlando acerca de los duros tiempos que empezaban y de lo difícil que resultaría procurarse la pitanza.

Fue precisamente en los dƭas santos de las Navidades cuando el roble tuvo su sueƱo mƔs bello. Vais a oƭrlo.

El Ć”rbol se daba perfecta cuenta de que era tiempo de fiesta. CreĆ­a oĆ­r en derredor el taƱido de las campanas de las iglesias, y se sentĆ­a como en un esplĆ©ndido dĆ­a de verano, suave y caliente. Verde y lozana extendĆ­a su poderosa copa, los rayos del sol jugueteaban entre sus hojas y ramas, el aire estaba impregnado del aroma de hierbas y matas olorosas. Pintadas mariposas jugaban a la gallinita ciega, y las efĆ­meras danzaban como si todo hubiese sido creado sólo para que ellas pudiesen bailar y alegrarse. Todo lo que el Ć”rbol habĆ­a vivido y visto en el curso de sus aƱos desfilaba ante Ć©l como un festivo cortejo. VeĆ­a cabalgar a travĆ©s del bosque gentileshombres y damas de tiempos remotos, con plumas en el sombrero y halcones en la mano. Resonaba el cuerno de caza, y ladraban los perros. Vio luego soldados enemigos con armas relucientes y uniformes abigarrados, con lanzas y alabardas, que levantaban, sus tiendas y volvĆ­an a plegarlas; ardĆ­an fuegos de vivaque, y bajo las amplias ramas del Ć”rbol los hombres cantaban y dormĆ­an. Vio felices parejas de enamorados que se encontraban a la luz de la luna y entallaban en la verdosa corteza las iniciales de sus nombres. Un dĆ­a – habĆ­an transcurrido ya muchos aƱos -, unos alegres estudiantes colgaron una cĆ­tara y un arpa eólica de las ramas del roble; y he aquĆ­ que ahora reaparecĆ­an y sonaban melodiosamente. Las palomas torcaces arrullaban como si quisieran contar lo que sentĆ­a el Ć”rbol, y el cuclillo pregonaba a voz en grito los dĆ­as de verano que le quedaban aĆŗn de vida.

Fue como si un nuevo flujo de vida recorriese el Ôrbol, desde las últimas fibras de la raíz hasta las ramas mÔs altas y las hojas. Sintió el roble como si se estirara y extendiera. Por las raíces notaba, que también bajo tierra hay vida y calor. Sentía crecer su fuerza, crecía sin cesar. ElevÔbase el tronco continuamente, ganando altura por momentos. La copa se hacía mÔs densa, ensanchÔndose y subiendo. Y cuanto mÔs crecía el Ôrbol, tanto mayor era su sensación de bienestar y su anhelo, impregnado de felicidad indecible, de seguir elevÔndose hasta llegar al sol resplandeciente y ardoroso.

Rebasaba ya en mucho las nubes, que desfilaban por debajo de Ʃl cual oscuras bandadas de aves migratorias o de blancos cisnes.

Y cada una de las hojas del Ɣrbol estaba dotada de vista, como, si tuviese un ojo capaz de ver. Las estrellas se hicieron visibles de dƭa, tal eran de grandes y brillantes; cada una lucƭa como un par de ojos, unos ojos muy dulces y lƭmpidos. Recordaban queridos ojos conocidos, ojos de niƱos, de enamorados, cuƔndo se encontraban bajo el Ɣrbol.

Eran momentos de infinita felicidad, y, sin embargo, en medio de su ventura sintió el roble un vivo afÔn de que todos los restantes Ôrboles del bosque, matas, hierbas y flores, pudieran elevarse con él, para disfrutar también de aquel esplendor y de aquel gozo. Entre tanta magnificencia, una cosa faltaba a la felicidad del poderoso roble: no poder compartir su dicha con todos, grandes y pequeños, y este sentimiento hacía vibrar las ramas y las hojas con tanta intensidad como un pecho humano. Movióse la copa del Ôrbol como si buscara algo, como si algo le faltara. Miró atrÔs, y la fragancia de la aspérula y la aún mÔs intensa de la madreselva y la violeta, subieron hasta ella; y el roble creyó, oír la llamada del cuclillo.

Y he aquí que empezaron a destacar por entre las nubes las verdes cimas del bosque, y el roble vio cómo crecían los demÔs Ôrboles hasta alcanzar su misma altura. Las hierbas y matas subían también; algunas se desprendían de las raíces, para encaramarse mÔs rÔpidamente. El abedul fue el mÔs ligero; cual blanco rayo proyectó a lo alto su esbelto tronco, mientras las ramas se agitaban como un tul verde o como banderas. Todo el bosque crecía, incluso la caña de pardas hojas, y las aves seguían cantando, y en el tallito que ondeaba a modo de una verde cinta de seda, el saltamontes jugaba con el ala posada sobre la pata. Zumbaban los abejorros y las abejas, cada pÔjaro entonaba su canción, y todo era melodía y regocijo en las regiones del éter.

  • Pero tambiĆ©n deberĆ­an participar la florecilla del agua – dijo el roble -, y la campanilla azul, y la diminuta margarita -. SĆ­, el roble deseaba que todos, hasta los mĆ”s humildes, pudiesen tomar parte en la fiesta.
  • Ā”AquĆ­ estamos, aquĆ­ estamos! – se oyó gritar. – Pero la hermosa aspĆ©rula del Ćŗltimo verano (el aƱo pasador hubo aquĆ­ una verdadera alfombra de lirios de los valles) y el manzano, silvestre, Ā”tan hermoso como era!, y toda la magnificencia de aƱos atrĆ”s… Ā”quĆ© lĆ”stima que haya muerto todo, y no puedan gozar con nosotros!
  • Ā”AquĆ­ estamos, aquĆ­ estamos! – oyóse el coro, mĆ”s alto aĆŗn que antes. ParecĆ­a como si se hubiesen adelantado en su vuelo.
  • Ā”QuĆ© hermoso! – exclamó, entusiasmado, el viejo roble Ā”Los tengo a todos, grandes y chicos, no falta ni uno! ĀæCómo es posible tanta dicha?
  • En el reino de Dios todo es posible – oyóse una voz.

Y el Ôrbol, que seguía creciendo incesantemente, sintió que las raíces se soltaban de la tierra.

  • Esto es lo mejor de todo – exclamó el Ć”rbol -. Ya no me sujeta nada allĆ” abajo. Ya puedo elevarme hasta el infinito en la luz y la gloria. Y me rodean todos los que quiero, chicos y grandes.
  • Ā”Todos!

Ɖste fue el sueƱo del roble; y mientras soƱaba, una furiosa tempestad se desencadenó por mar y tierra en la santa noche de Navidad. El ocĆ©ano lanzaba terribles olas contra la orilla, crujió el Ć”rbol y fue arrancado de raĆ­z, precisamente mientras soƱaba que sus raĆ­ces se desprendĆ­an del suelo. Sus trescientos sesenta y cinco aƱos no representaban ya mĆ”s que el dĆ­a de la efĆ­mera.

La mañana de Navidad, cuando volvió a salir el sol, la tempestad se había calmado. Todas las campanas doblaban en son de fiesta, y de todas las chimeneas, hasta la del jornalero, que era la mÔs pequeña y humilde, elevÔbase el humo azulado, como del altar en un sacrificio de acción de gracias. El mar se fue también calmando progresivamente, y en un gran buque que aquella noche había tenido que capear el temporal, fueron izados los gallardetes.

  • Ā”No estĆ” el Ć”rbol, el viejo roble que nos seƱalaba la tierra! – decĆ­an los marinos -. Ha sido abatido en esta noche tempestuosa. ĀæQuiĆ©n va a sustituirlo? Nadie podrĆ” hacerlo.

Tal fue el panegírico, breve pero efusivo, que se dedicó al Ôrbol, el cual yacía tendido en la orilla, bajo un manto de nieve. Y sobre él resonaba un solemne coro procedente del barco, una canción evocadora de la alegría navideña y de la redención del alma humana por Cristo, y de la vida eterna:

RegocĆ­jate, grey cristiana.

Vamos ya a bajar anclas.

Nuestra alegrĆ­a es sin par.

”Aleluya, aleluya!

Así decía el himno religioso, y todos los tripulantes se sentían elevados a su manera por el canto y la oración, como el viejo roble en su último sueño, el sueño mÔs bello de su Nochebuena.

 

 

Ā ELVIEJO FAROL

 

 

Has oĆ­do la historia del viejo farol de la calle? No es muy alegre por cierto; sin embargo, vale la pena oĆ­rla.

Era un buen farol que habĆ­a estado alumbrando la calle durante muchos aƱos. Lo dieron de baja, y aquĆ©lla era la Ćŗltima noche que, desde lo alto de su poste, debĆ­a enviar su luz a la calle. Por eso su estado de Ć”nimo era algo parecido al de una vieja bailarina que da su Ćŗltima representación, sabiendo que al dĆ­a siguiente habrĆ” de encerrarse, olvidada, en su buhardilla. El farol tenĆ­a miedo del dĆ­a siguiente, pues no ignoraba que serĆ­a llevado por primera vez a las casas consistoriales, donde el Ā«ilustre Concejo municipalĀ» dictaminarĆ­a si era aĆŗn Ćŗtil o inĆŗtil. DecidirĆ­an entonces si lo enviarĆ­an a iluminar uno de los puentes o una fĆ”brica del campo; tal vez irĆ­a a parar a una fundición, como chatarra, y entonces podrĆ­a convertirse en mil cosas diferentes; pero lo atormentaba la duda de si en su nueva condición conservarĆ­a el recuerdo de su existencia como farol. Lo que sĆ­ era seguro es que deberĆ­a separarse del vigilante y su mujer, a quienes consideraba como su familia: se convirtió en farol el dĆ­a en que el hombre fue nombrado vigilante. Por aquel entonces la mujer era muy peripuesta; sólo al anochecer, cuando pasaba por allĆ­, levantaba los ojos para mirarlo; pero de dĆ­a no lo hacĆ­a jamĆ”s. En cambio, en el curso de los Ćŗltimos aƱos, cuando ya los tres, el vigilante, su mujer y el farol, habĆ­an envejecido, ella lo habĆ­a cuidado, limpiado la lĆ”mpara y echado aceite. Era un matrimonio honrado, y a la lĆ”mpara no le habĆ­an estafado ni una gota. Y he aquĆ­ que aquĆ©lla era su Ćŗltima noche de calle; al dĆ­a siguiente lo llevarĆ­an al ayuntamiento. Estos pensamientos tenĆ­an muy perturbado al farol; imaginaos, pues, cómo arderĆ­a. Pero por su cabeza pasaron tambiĆ©n otros recuerdos; habĆ­a visto muchas cosas e iluminado otras muchas, acaso tantas como el Ā«ilustre Concejo municipalĀ»; pero se lo callaba, porque era un farol viejo y honrado y no querĆ­a despotricar contra nadie, y menos contra una autoridad. Pensó en muchas cosas, mientras oscilaba su llama; era como si un presentimiento le dijese: Ā«SĆ­, tambiĆ©n se acordarĆ”n de ti. AllĆ­ estaba aquel apuesto joven – Ā”ay, cuĆ”ntos aƱos habĆ­an pasado! – que llegó con una carta escrita en elegante papel color de rosa, con canto dorado y fina escritura femenina. La leyó dos veces, y, besĆ”ndola, levantó hasta mĆ­ la mirada, que decĆ­a: – Ā”Soy el mĆ”s feliz de los hombres!. – Sólo Ć©l y yo supimos lo que decĆ­a aquella primera carta de la amada. Recuerdo tambiĆ©n otro par de ojos; Ā”es curioso, los saltos que pueden darse con el pensamiento! En nuestra calle hubo un dĆ­a un magnĆ­fico entierro; la mujer, joven y bonita, yacĆ­a en el fĆ©retro, en el coche fĆŗnebre tapizado de terciopelo. LucĆ­an tantas flores y coronas, y brillaban tantos blandones, que yo quedĆ© casi eclipsado. Toda la acera estaba llena de personas que acompaƱaban al cadĆ”ver; pero cuando todos los cirios se hubieron alejado y yo mirĆ© a mi alrededor, quedaba solamente un hombre junto al poste, llorando, y nunca olvidarĆ© aquellos ojos llenos de tristeza que me mirabanĀ». Muchos pensamientos pasaron asĆ­ por la mente del viejo farol, que alumbraba la calle por vez postrera. El centinela que es relevado conoce por lo menos a su sucesor y puede decirle unas palabras; pero el farol no conocĆ­a al suyo, y, sin embargo, le habrĆ­a proporcionado algunas informaciones acerca de la lluvia y la niebla, de hasta dónde llegaba la luz de la luna en la acera, y de quĆ© lado soplaba el viento.

En el arroyo había tres personajes que se habían presentado al farol, en la creencia de que él tenía atribuciones para designar a su sucesor. Uno de ellos era una cabeza de arenque, que en la oscuridad es fosforescente, por lo cual pensaba que representaría un notable ahorro de aceite si lo colocaban en la cima del poste de alumbrado. El segundo aspirante era un pedazo de madera podrida, el cual luce también, y aun mÔs que un bacalao, según afirmaba él, diciendo, ademÔs, que era el último resto de un Ôrbol, que antaño había sido la gloria del bosque. El tercero era una luciérnaga. De dónde procedía, el farol lo ignoraba, pero lo cierto era que se había presentado y que era capaz de dar luz; sin embargo, la cabeza de arenque y la madera podrida aseguraban que sólo podía brillar a determinadas horas, por lo que no merecía ser tomada en consideración.

El viejo farol objetó que ninguno de los tres poseía la intensidad luminosa suficiente para ser elevado a la categoría de lÔmpara callejera, pero ninguno se lo creyó, y cuando se enteraron de que el farol no estaba facultado para otorgar el puesto, manifestaron que la medida era muy acertada, pues realmente estaba demasiado decrépito para poder elegir con justicia.

Entonces llegó el viento, que venía de la esquina y sopló por el tubo de ventilación del viejo farol.

  • Ā”QuĆ© oigo! -dijo-. ĀæQuĆ© maƱana te marchas? ¿Ésta es la Ćŗltima noche que nos encontramos?

En ese caso voy a hacerte un regalo; voy a airearte la cabeza de tal modo, que no sólo recordarÔs clara y perfectamente todo lo que has oído y visto, sino que ademÔs verÔs con la mayor lucidez cuanto se lea o se cuente en tu presencia.

  • Ā”Bueno es esto! -dijo el viejo farol-. Muchas gracias. Ā”Con tal que no me fundan!
  • No lo harĆ”n todavĆ­a -dijo el viento-, y ahora voy a soplar en tu memoria. Si consigues mĆ”s regalos de esta clase, disfrutarĆ”s de una vejez dichosa.
  • Ā”Con tal que no me fundan! -repitió el farol-. ĀæPodrĆ­as tambiĆ©n en este caso asegurarme la memoria?
  • Viejo farol, sĆ© razonable -dijo el viento soplando. En aquel mismo momento salió la luna-. ĀæY usted quĆ© regalo trae? – preguntó el viento.
  • Yo no regalo nada -respondió la luna-. Estoy en menguante, y los faroles nunca me han iluminado, sino al contrario, soy yo quien he dado luz a los faroles -. Y asĆ­ diciendo, la luna se ocultó de nuevo detrĆ”s de las nubes, pues no querĆ­a que la importunasen.

Cayó entonces una gota de agua, como de una gotera, y fue a dar en el tubo de ventilación; pero dijo que procedía de las grises nubes, y era también un regalo, acaso el mejor de todos.

  • Te penetro de tal manera, que tendrĆ”s la propiedad de transformarte, en una noche, si lo deseas, en herrumbre, desmoronĆ”ndote y convirtiĆ©ndote en polvo -. Al farol le pareció aquĆ©l un regalo muy poco envidiable, y el viento estuvo de acuerdo con Ć©l-. ĀæNo tiene nada mejor? ĀæNo tiene nada mejor? -sopló con toda su fuerza. En esto cayó una brillante estrella fugaz, que dibujó una larga estela luminosa.
  • ĀæQuĆ© ha sido esto? -exclamó la cabeza de arenque-. ĀæNo acaba de caer una estrella? Me parece que se metió en el farol. Ā”Caramba!, si personajes tan encumbrados solicitan tambiĆ©n el cargo, ya podemos nosotros retirarnos a casita -. Y asĆ­ lo hizo, junto con sus compaƱeros. Pero el farol brilló de pronto con una intensidad asombrosa -. Ӄste sĆ­ que ha sido un magnĆ­fico regalo! -dijo-. Las estrellas rutilantes, que tanto me gustaron siempre y que brillan tan maravillosamente, mucho mĆ”s de lo que yo haya podido hacerlo nunca a pesar de todos mis deseos y esfuerzos, han reparado en mĆ­, pobre viejo farol, y me han enviado un regalo por una de ellas. Y este regalo consiste en que todo lo que yo pienso y veo tan claramente, tambiĆ©n puede ser visto por todos aquellos a quienes quiero. Y Ć©ste si que es un verdadero placer, pues la alegrĆ­a compartida es doble alegrĆ­a.
  • Es un pensamiento muy digno -dijo el viento-, pero, Āæno sabes que tambiĆ©n las velas pertenecen a esta clase? Si no encienden dentro de ti una vela, no puedes ayudar a nadie a ver nada. En esto no han pensado las estrellas; creen que todo lo que brilla tiene en sĆ­, por lo menos, una vela. Pero estoy cansado -aƱadió el viento voy a echarme un rato-. Y se calmó.

Al día siguiente -bueno, el día podemos saltarlo-, a la noche siguiente estaba el farol en la butaca. ¿Y dónde? Pues en casa del vigilante, el cual había rogado al ilustre Concejo Municipal que le permitiese guardarlo, en pago de sus muchos y buenos servicios. Se rieron de él, pero se lo dieron, y ahí tenéis a nuestro farol en la butaca, al lado de la estufa encendida; y parecía como si hubiese crecido, tanto, que ocupaba casi todo el sillón. Los viejos estaban cenando, y dirigían de vez en cuando afectuosas miradas al farol, al que gustosos habrían asignado un puesto en la mesa. Su vivienda estaba en el sótano, a dos buenas varas bajo tierra. Para llegar a su habitación había que atravesar un corredor enlosado, pero dentro la temperatura era agradable, pues habían puesto burlete en la puerta. El cuarto tenía un aspecto limpio y aseado, con cortinas en torno a las camas y en las ventanitas, sobre las cuales se veían dos singulares macetas, que el marinero Christian había traído de las Indias Orientales u Occidentales. Eran dos elefantes de arcilla, a los que faltaba el dorso; en el lugar de éste brotaban, de la tierra que llenaba el cuerpo de los elefantes, un magnífico puerro y un gran geranio florido: la primera maceta era el huerto del matrimonio; la segunda, su jardín. De la pared colgaba un gran cuadro de vistosos colores: «El Congreso de Viena». De este modo tenían reunidos a todos los emperadores y reyes. Un reloj de Bornholm, con sus pesas de plomo, cantaba su eterno tic-tac, adelantÔndose siempre; pero mejor es un reloj que adelanta que uno que atrasa, pensaban los viejos.

Estaban, pues, comiendo su cena, según ya dijimos, con el farol depositado en el sillón, cerca de la estufa. Al farol parecíale que aquello era el mundo al revés. Pero cuando el vigilante, mirÔndolo, empezó a hablar de lo que habían pasado juntos, bajo la lluvia y la niebla, en las claras y breves noches de verano y la época de las nieves, en que tanto había deseado él regresar a su sótano, el farol sintió que todo volvía a estar en su sitio, pues veía todo lo que el otro contaba, como si estuviese allí mismo. Realmente el viento lo había iluminado por dentro.

Eran diligentes y despiertos los dos viejos; ni una hora permanecían ociosos. En la tarde del domingo sacaban del armario algún libro, generalmente un relato de viajes, y el viejo leía en voz alta acerca de África, con sus grandes selvas y elefantes salvajes, y la anciana escuchaba atentamente, dirigiendo miradas de reojo a las macetas de arcilla en figura de elefantes -. ”Me parece casi que los veo! -decía. Entonces, el farol experimentaba vivísimos deseos de tener allí una vela, para que la encendiesen en su interior; así, la mujer vería las cosas con la misma claridad que él: los corpulentos Ôrboles, las entrelazadas ramas, los negros a caballo y grandes manadas de elefantes aplastando con sus anchos pies los cañaverales y los arbustos.

  • ĀæDe quĆ© me sirven todas mis aptitudes, si no hay aquĆ­ ninguna vela? -suspiraba el farol-. Sólo tienen aceite y luces de sebo, pero eso no es suficiente.

Un día apareció en el sótano todo un paquete de cabos de vela; los mayores fueron encendidos, y los mÔs pequeños los utilizó la vieja para encerar el hilo cuando cosía. Ya tenían luz de vela, pero a ninguno de los ancianos se le ocurría poner un cabo en el farol.

  • Y yo aquĆ­ quieto, con mis raras aptitudes decĆ­a Ć©ste-. Lo poseo todo y no puedo compartirlo con ellos. No saben que podrĆ­a transformar las blancas paredes en hermosĆ­simos tapices, en ricos bosques, en todo cuanto pudieran apetecer. Ā”No lo saben!

Por lo demÔs, el farol descansaba muy limpito y aseado en un rincón, bien visible a todas horas; y aun cuando la gente decía que era un trasto viejo, el vigilante y su mujer lo seguían guardando; le tenían afecto.

Un día -era el cumpleaños del vigilante-, la vieja se acercó al farol y dijo:

  • Voy a iluminar la casa en tu obsequio.

El farol hizo crujir el tubo de ventilación, pensando: «”Ahora verĆ”n lo que es luz!Ā». Pero en lugar de una vela le pusieron aceite. Ardió toda la noche, pero sabiendo que el don que le concedieran las estrellas, el mejor don de todos, seria un tesoro muerto para esta vida. Y soñó – cuando se poseen semejantes facultades, bien se puede soƱar – que los viejos habĆ­an muerto, y que Ć©l habĆ­a ido a parar al fundidor e iba a ser fundido; temĆ­a tambiĆ©n que lo llevasen al ayuntamiento, y el ilustre Concejo Municipal lo condenase; pero aun cuando poseĆ­a la propiedad de convertirse en herrumbre y polvo a su antojo, no lo hizo. AsĆ­ pasó al horno de fundición y fue transformado en hermosĆ­simo candelabro de hierro, destinado a sostener un cirio. DiĆ©ronle forma de Ć”ngel, un Ć”ngel que sostenĆ­a un ramo de flores; en el centro del ramo pusieron la vela, y el candelabro fue colocado sobre una mesa escritorio cubierta de un paƱo verde. La habitación era acogedora; habĆ­a muchos libros, colgaban hermosos cuadros – era la morada de un poeta, y todo lo que decĆ­a y escribĆ­a se reflejaba en derredor. La habitación evocaba espesos bosques oscuros, prados baƱados de sol donde se paseaba arrogante la cigüeƱa, cubiertas de naves mecidas por las olas…

  • Ā”QuĆ© aptitudes tengo! -dijo el farol al despertarse-. Casi deberĆ­a desear que me fundieran. Pero no, no mientras vivan estos viejos. Me quieren por mĆ­ mismo. Vengo a ser un poco como su hijo, pues me cuidaron y me dieron aceite, y lo paso tan bien como Ā«El CongresoĀ», con todo y ser Ć©l tan noble.

Desde aquel día menguó su agitación interior; y bien se lo merecía el viejo y honrado farol.

 

 

 

 

EL YESQUERO

 

Por la carretera marchaba un soldado marcando el paso. ”Un, dos, un, dos! Llevaba la mochila al hombro y un sable al costado, pues venía de la guerra, y ahora iba a su pueblo.

Mas he aquí que se encontró en el camino con una vieja bruja. ”Uf!, ”qué espantajo!, con aquel labio inferior que le colgaba hasta el pecho.

  • Ā”Buenas tardes, soldado! – le dijo -. Ā”Hermoso sable llevas, y quĆ© mochila tan grande! Eres un soldado hecho y derecho. Voy a enseƱarte la manera de tener todo el dinero que desees.
  • Ā”Gracias, vieja bruja! – respondió el soldado.
  • ĀæVes aquel Ć”rbol tan corpulento? – prosiguió la vieja, seƱalando uno que crecĆ­a a poca distancia -. Por dentro estĆ” completamente hueco. Pues bien, tienes que trepar a la copa y verĆ”s un agujero; te deslizarĆ”s por Ć©l hasta que llegues muy abajo del tronco. Te atarĆ© una cuerda alrededor de la cintura para volverte a subir cuando llames.
  • ĀæY quĆ© voy a hacer dentro del Ć”rbol? – preguntó el soldado.
  • Ā”Sacar dinero! – exclamó la bruja -. Mira; cuando estĆ©s al pie del tronco te encontrarĆ”s en un gran corredor muy claro, pues lo alumbran mĆ”s de cien lĆ”mparas. VerĆ”s tres puertas; podrĆ”s abrirlas, ya que tienen la llave en la cerradura. Al entrar en la primera habitación encontrarĆ”s en el centro una gran caja, con un perro sentado encima de ella. El animal tiene ojos tan grandes como tazas de cafĆ©; pero no te apures. Te darĆ© mi delantal azul; lo extiendes en el suelo, coges rĆ”pidamente al perro, lo depositas sobre el delantal y te embolsas todo el dinero que quieras; son monedas de cobre. Si prefieres plata, deberĆ”s entrar en el otro aposento; en Ć©l hay un perro con ojos tan grandes como ruedas de molino; pero esto no debe preocuparse. Lo pones sobre el delantal y coges dinero de la caja. Ahora bien, si te interesa mĆ”s el oro, puedes tambiĆ©n obtenerlo, tanto como quieras; para ello debes entrar en el tercer aposento. Mas el perro que hay en Ć©l tiene los ojos tan grandes como la Torre Redonda. Ā”A esto llamo yo un perro de verdad! Pero nada de asustarte. Lo colocas sobre mi delantal, y no te harĆ” ningĆŗn daƱo, y podrĆ”s sacar de la caja todo el oro que te venga en gana.
  • Ā”No estĆ” mal!- exclamó el soldado -. Pero, ĀæquĆ© habrĆ© de darte, vieja bruja? Pues supongo que algo querrĆ”s para ti.
  • No – contestó la mujer -, ni un cĆ©ntimo. Para mĆ­ sacarĆ”s un viejo yesquero, que mi abuela se olvidó ahĆ­ dentro, cuando estuvo en el Ć”rbol la Ćŗltima vez.
  • Bueno, pues Ć”tame ya la cuerda a la cintura – convino el soldado.
  • AhĆ­ tienes – respondió la bruja -, y toma tambiĆ©n mi delantal azul.

Subióse el soldado a la copa del Ôrbol, se deslizó por el agujero y, tal como le dijera la bruja, se encontró muy pronto en el espacioso corredor en el que ardían las lÔmparas.

Y abrió la primera puerta. ”Uf! Allí estaba el perro de ojos como tazas de café, mirÔndolo fijamente.

  • Ā”Buen muchacho! – dijo el soldado, cogiendo al animal y depositĆ”ndolo sobre el delantal de la bruja. Llenóse luego los bolsillos de monedas de cobre, cerró la caja, volvió a colocar al perro encima y pasó a la habitación siguiente. En efecto, allĆ­ estaba el perro de ojos como ruedas de molino.
  • Mejor harĆ­as no mirĆ”ndome asĆ­ -le dijo-. Te va a doler la vista -. Y sentó al perro sobre el delantal. Al ver en la caja tanta plata, tiró todas las monedas de cobre que llevaba encima y se llenó los bolsillos y la mochila de las del blanco metal.

Pasó entonces al tercer aposento. Aquello presentaba mal cariz; el perro tenía, en efecto, los ojos tan grandes como la Torre Redonda, y los movía como sí fuesen ruedas de molino.

  • Ā”Buenas noches! -dijo el soldado llevĆ”ndose la mano a la gorra, pues perro como aquel no lo habĆ­a visto en su vida. Una vez lo hubo observado bien, pensó: Ā«Bueno, ya estĆ” vistoĀ», cogió al perro, lo puso en el suelo y abrió la caja. Ā”SeƱor, y quĆ© montones de oro! HabrĆ­a como para comprar la ciudad de Copenhague entera, con todos los cerditos de mazapĆ”n de las pastelerĆ­as y todos los soldaditos de plomo, lĆ”tigos y caballos de madera de balancĆ­n del mundo entero. Ā”AllĆ­ sĆ­ que habĆ­a oro, palabra!

Tiró todas las monedas de plata que llevaba encima, las reemplazó por otras de oro, y se llenó los bolsillos, la mochila, la gorra y las botas de tal modo que apenas podía moverse. ”No era poco rico, ahora! Volvió a poner al perro sobre la caja, cerró la puerta y, por el hueco del tronco, gritó

  • Ā”SĆŗbeme ya, vieja bruja!
  • ĀæTienes el yesquero? – preguntó la mujer.
  • Ā”Caramba! – exclamó el soldado -, Ā”pues lo habĆ­a olvidado! Y fue a buscar la bolsita, con la yesca y el pedernal dentro. La vieja lo sacó del Ć”rbol, y nuestro hombre se encontró de nuevo en el camino, con los bolsillos, las botas, la mochila y la gorra repletos de oro.
  • ĀæPara quĆ© quieres el yesquero? – preguntó el soldado.
  • Ā”Eso no te importa! – replicó la bruja -. Ya tienes tu dinero; ahora dame la bolsita.
  • ĀæConque sĆ­, eh? – exclamó el mozo -. Ā”Me dices enseguida para quĆ© quieres el yesquero, o desenvaino el sable y te corto la cabeza!
  • Ā”No! -insistió la mujer.

Y el soldado le cercenó la cabeza y dejó en el suelo el cadÔver de la bruja. Puso todo el dinero en su delantal, colgóselo de la espalda como un hato, guardó también el yesquero y se encaminó directamente a la ciudad.

Era una población magnífica, y nuestro hombre entró en la mejor de sus posadas y pidió la mejor habitación y sus platos preferidos, pues ya era rico con tanto dinero.

Al criado que recibió orden de limpiarle las botas ocurriósele que eran muy viejas para tan rico caballero; pero es que no se había comprado aún unas nuevas. Al día siguiente adquirió unas botas como Dios manda y vestidos elegantes.

Y ahƭ tenƩis al soldado convertido en un gran seƱor. Le contaron todas las magnificencias que contenƭa la ciudad, y le hablaron del Rey y de lo preciosa que era la princesa, su hija.

  • ĀæDónde se puede ver? – preguntó el soldado.
  • No hay medio de verla – le respondieron -. Vive en un gran palacio de cobre, rodeado de muchas murallas y torres. Nadie, excepto el Rey, puede entrar y salir, pues existe la profecĆ­a de que la princesa se casarĆ” con un simple soldado, y el Monarca no quiere pasar por ello. Ā«Me gustarĆ­a verlaĀ», pensó el soldado; pero no habĆ­a modo de obtener una autorización. El hombre llevaba una gran vida: iba al teatro, paseaba en coche por el parque y daba mucho dinero a los pobres, lo cual decĆ­a mucho en su favor. Se acordaba muy bien de lo duro que es no tener una perra gorda. Ahora era rico, vestĆ­a hermosos trajes e hizo muchos amigos, que lo consideraban como persona excelente, un autĆ©ntico caballero, lo cual gustaba al soldado. Pero como cada dĆ­a gastaba dinero y nunca ingresaba un cĆ©ntimo, al final le quedaron sólo dos ochavos. Tuvo que abandonar las lujosas habitaciones a que se habĆ­a acostumbrado y alojarse en la buhardilla, en un cuartucho sórdido bajo el tejado, limpiarse Ć©l mismo las botas y coserlas con una aguja saquera. Y sus amigos dejaron de visitarlo; Ā”habĆ­a que subir tantas escaleras!.

 

 

 

EN EL MAR REMOTO

 

Varios grandes barcos habían sido enviados a las regiones del Polo Norte para descubrir los límites mÔs septentrionales entre la tierra y el mar, e investigar hasta dónde podían avanzar los hombres en aquellos parajes. Llevaban ya mucho tiempo abriéndose paso por entre la niebla y los hielos, y sus tripulaciones habían tenido que sufrir muchas penalidades. Ahora había llegado el invierno y desaparecido el sol; durante muchas, muchas semanas, reinó la noche continua; en derredor todo era un único bloque de hielo, en el que los barcos habían quedado aprisionados; la nieve alcanzaba gran altura, y con ella habían construido casas en forma de colmena, algunas grandes como túmulos, y otras, mÔs pequeñas, capaces de albergar solamente de dos a cuatro hombres. Sin embargo, la oscuridad no era completa, pues las auroras boreales enviaban sus resplandores rojos y azules; era como un eterno castillo de fuegos artificiales, y la nieve despedía un tenue brillo; la noche era allí como un largo crepúsculo llameante. En los períodos de mayor claridad se presentaban grupos de indígenas de singularísimo aspecto, con sus hirsutos abrigos de pieles; iban montados en trineos construidos de trozos de hielo, y traían pieles en grandes fardos, gracias a las cuales las casas de nieve pudieron ser provistas de calientes alfombras. Las pieles servían, ademÔs, de mantas y almohadas, y con ellas los marineros se arreglaban camas bajo sus cúpulas de nieve, mientras en el exterior arreciaba el frío con una intensidad desconocida incluso en los mÔs rigurosos inviernos nórdicos. En nuestra patria era todavía otoño, y de ello se acordaban aquellos hombres perdidos en tan altas latitudes; pensaban en el sol de su tierra y en el follaje amarillo que colgaba aún de sus Ôrboles. El reloj les dijo que era noche y hora de acostarse, y en una de las chozas de nieve dos hombres se tendieron a descansar. El mÔs joven tenía consigo el mejor y mÔs preciado tesoro de la patria, regalo de su abuela en el momento de su partida: la Biblia. Cada noche se la ponía debajo de la cabeza; ya desde niño sabía lo que en ella estaba escrito. Leía un trozo cada día, y estando en el lecho le venían con gran frecuencia a la memoria aquellas santas palabras de consuelo: «Si tomase yo las alas de la aurora y estuviese en el mar mÔs remoto, Tu mano me guiaría hasta allí, y Tu diestra me sostendría». Y a estas palabras de verdad se cerraban sus ojos y llegaba el sueño, la revelación del espíritu en Dios; el alma estaba viva mientras el cuerpo reposaba; él lo sentía, parecíale como si resonasen viejas y queridas melodías, como si le envolvieran tibias brisas estivales; y desde su lecho veía cómo un gran resplandor se filtraba a través de la nívea cúpula. Levantaba la cabeza, y aquel blanco refulgente no era pared ni techo, sino las grandes alas de un Ôngel, a cuyo rostro dulce y radiante alzaba los ojos.

Como del cĆ”liz de un lirio salĆ­a el Ć”ngel de las pĆ”ginas de la Biblia, extendĆ­a los brazos, y las paredes de la choza se esfumaban a modo de un sutil y vaporoso manto de niebla: los verdes prados y colinas de la patria, y sus bosques oscuros y rojizos se extendĆ­an en derredor, al sol apacible de un bello dĆ­a de otoƱo; el nido de la cigüeƱa estaba vacĆ­o, pero colgaban todavĆ­a frutos de los manzanos silvestres, aunque habĆ­an caĆ­do ya las hojas; brillaban los rojos escaramujos, y el estornino silbaba en su pequeƱa jaula verde, colocada sobre la ventana de la casa de campo, donde tenĆ­a Ć©l su hogar; el pĆ”jaro silbaba como le habĆ­an enseƱado, y la abuela le ponĆ­a mijo en la jaula, segĆŗn viera hacer siempre al nieto; y la hija del herrero, tan joven y tan linda, sacaba agua del pozo y dirigĆ­a un saludo a la abuela, quien le correspondĆ­a con un gesto de la cabeza, mostrĆ”ndole al mismo tiempo una carta llegada de muy lejos. Se habĆ­a recibido aquella misma maƱana; venĆ­a de las heladas tierras del polo Norte, donde se encontraba el nieto – en manos de Dios -. Y las dos mujeres reĆ­an y lloraban a la vez, y Ć©l, que todo lo veĆ­a y oĆ­a desde aquellos parajes de hielo y nieve, en el mundo del espĆ­ritu bajo las alas del Ć”ngel, reĆ­a con ellas y con ellas lloraba.

En la carta se leĆ­an aquellas mismas palabras de la Biblia: Ā«En el mar mĆ”s remoto, su diestra me sostendrÔ». Sonó en derredor una sublime mĆŗsica, como salida de un coro celeste, mientras el Ć”ngel extendĆ­a sus alas, a modo de velo, sobre el mozo dormido… Se desvaneció el sueƱo; en la choza reinaba la oscuridad, pero la Biblia seguĆ­a bajo su cabeza, la fe y la esperanza moraban en su corazón, Dios estaba con Ć©l, y tambiĆ©n la patria, Ā«en el mar remotoĀ».

 

 

 

ES LA PURA VERDAD

 

  • Ā”Es un caso espantoso! -exclamó una gallina del extremo opuesto del pueblo, donde el hecho no habĆ­a sucedido-. Ā”Ha pasado algo espantoso en el gallinero de allĆ”! Lo que es esta noche, no duermo sola. Menos mal que somos tantas -. Y les contó el caso, y a las demĆ”s gallinas se les erizaron las plumas, y al gallo se le cayó la cresta. Ā”Es la pura verdad!

Pero empecemos por el principio, pues la cosa sucedió en un gallinero del otro extremo del pueblo. Se ponía el sol, y las gallinas se subían a su percha; una de ellas, blanca y paticorta, ponía sus huevos con toda regularidad y era una gallina de lo mÔs respetable. Una vez en su percha, se dedicó a asearse con el pico, y en la operación perdió una pluma.

  • Ā”Ya voló una! -dijo-. Cuanto mĆ”s me desplumo, mĆ”s guapa estoy -. Lo dijo en broma, pues de todas las gallinas era la de carĆ”cter mĆ”s alegre; por lo demĆ”s, como ya dijimos, era la respetabilidad personificada. Y luego se puso a dormir.

El gallinero estaba a oscuras; las gallinas estaban alineadas en su percha, pero la contigua a la nuestra permanecĆ­a despierta. Aquellas palabras las habĆ­a oĆ­do y no las habĆ­a oĆ­do, como a menudo conviene hacer en este mundo, si uno quiere vivir en paz y tranquilidad. Con todo, no pudo contenerse y dijo a la vecina del otro lado:

  • ĀæNo has oĆ­do? No quiero citar nombres, pero lo cierto es que hay aquĆ­ una gallina que se despluma para parecer mĆ”s hermosa. Si yo fuese gallo, la despreciarĆ­a.

Pero he aquƭ que mƔs arriba de las gallinas vivƭa la lechuza, con su marido y su prole; todos los miembros de la familia tenƭan un oƭdo finƭsimo y oyeron las palabras de la gallina, y, oyƩndolas, revolvieron los ojos, y la madre lechuza se puso a abanicarse con las alas.

  • Ā”No escuchĆ©is esas cosas! Pero habĆ©is oĆ­do lo que acaban de decir, Āæverdad?. Yo lo he oĆ­do con mis propias orejas; Ā”lo que oirĆ”n aĆŗn, las pobres, antes de que se me caigan! Hay una gallina que hasta tal punto ha perdido toda noción de decencia, que se estĆ” arrancando todas las plumas a la vista del gallo.
  • Prenez garde aux enfants! -exclamó el padre lechuza-. Estas cosas no son para que las oigan los niƱos.
  • Pero voy a contĆ”rselo a la lechuza de enfrente. Es la mĆ”s respetable de estos alrededores -. Y se echó a volar.
  • Ā”JujĆŗ, ujĆŗ! -y las dos se estuvieron asĆ­ comadreando sobre el palomar del vecino, y luego contaron la historia a las palomas: – ĀæHabĆ©is oĆ­do, habĆ©is oĆ­do? Ā”UjĆŗ! Hay una gallina que por amor del gallo se ha arrancado todas las plumas. Ā”Y se morirĆ” helada, si no lo ha hecho ya! Ā”UjĆŗ!
  • ĀæDónde, dónde? -arrullaron las palomas.
  • En el corral de enfrente. Es como si lo hubiese visto con mis ojos. Es un caso tan indecoroso, que una casi no se atreve a contarlo, pero es la pura verdad.
  • Ā”La purra, la purra verrdad! -corearon las palomas, y, dirigiĆ©ndose al gallinero de abajo: – Hay una gallina -dijeron-, y hay quien afirma que son dos, que se han arrancado todas las plumas para distinguirse de las demĆ”s y llamar la atención del gallo. Es el colmo… y peligroso, ademĆ”s, pues se puede pescar un resfriado y morirse de una calentura… Y parece que ya han muerto, Ā”las dos!
  • Ā”Despertad, despertad! -gritó el gallo subiĆ©ndose a la valla con los ojos soƱolientos, pero vociferando a todo pulmón: – Ā”Tres gallinas han muerto vĆ­ctimas de su desgraciado amor por un gallo!. Se arrancaron todas las plumas. Es una historia horrible, y no quiero guardĆ”rmela en el buche. Ā”Pasadla, que corra! – Ā”Que corra! -silbaron los murciĆ©lagos, y las gallinas cacarearon, y los gallos cantaron: – Ā”Que corra, que corra! -. Y de este modo la historia fue pasando de gallinero en gallinero, hasta llegar, finalmente, a aquel del cual habĆ­a salido.
  • Son cinco gallinas -decĆ­an- que se han arrancado todas las plumas para que el gallo viera cómo habĆ­an adelgazado por su amor, y luego se picotearon mutuamente hasta matarse, con gran bochorno y vergüenza de su familia y gran perjuicio para el dueƱo.

Como es natural, la gallina a la que se la había soltado la plumita no se reconoció como la protagonista del suceso, y siendo, como era, una gallina respetable, dijo:

  • Este tipo de gallinas merecen el desprecio general. Ā”Desgraciadamente, abundan mucho! Ɖstas cosas no deben ocultarse, y harĆ© cuanto pueda para que el hecho se publique en el periódico; que lo sepa todo el paĆ­s. Se lo tienen bien merecido las gallinas, y tambiĆ©n su familia. Y la cosa apareció en el periódico, en letras de molde, y es la pura verdad: Ā«Una plumilla puede muy bien convertirse en cinco gallinasĀ».

 

 

 

 

HISTORIA DE UNA MADRE

 

 

 

Estaba una madre sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues temĆ­a que el pequeƱo se muriera. Ɖste, en efecto, estaba pĆ”lido como la cera, tenĆ­a los ojitos medio cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una aspiración profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por momentos al contemplar a la tierna criatura.

Llamaron a la puerta y entró un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor, que parecía una manta de caballo; son mantas que calientan, pero él estaba helado. Se estaba en lo mÔs crudo del invierno; en la calle todo aparecía cubierto de hielo y nieve, y soplaba un viento cortante.

Como el viejo tiritaba de frĆ­o y el niƱo se habĆ­a quedado dormido, la madre se levantó y puso a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al anciano. Ɖste se habĆ­a sentado junto a la cuna, y mecĆ­a al niƱo. La madre volvió a su lado y se estuvo contemplando al pequeƱo, que respiraba fatigosamente y levantaba la manita. – ĀæCrees que vivirĆ”? -preguntó la madre-. Ā”El buen Dios no querrĆ” quitĆ”rmelo!

El viejo, que era la Muerte en persona, hizo un gesto extraño con la cabeza; lo mismo podía ser afirmativo que negativo. La mujer bajó los ojos, y las lÔgrimas rodaron por sus mejillas. Tenía la cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y se quedó un momento como aletargada; pero volvió en seguida en sí, temblando de frío.

  • ĀæQuĆ© es esto? -gritó, mirando en todas direcciones. El viejo se habĆ­a marchado, y la cuna estaba vacĆ­a. Ā”Se habĆ­a llevado al niƱo! El reloj del rincón dejó oĆ­r un ruido sordo, la gran pesa de plomo cayó rechinando hasta el suelo, Ā”paf!, y las agujas se detuvieron.

La desolada madre salió corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve había una mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo:

  • La Muerte estuvo en tu casa; lo sĆ©, pues la vi escapar con tu hijito. Volaba como el viento. Ā”JamĆ”s devuelve lo que se lleva!
  • Ā”Dime por dónde se fue! -suplicó la madre-. Ā”EnsƩƱame el camino y la alcanzarĆ©!
  • Conozco el camino -respondió la mujer vestida de negro pero antes de decĆ­rtelo tienes que cantarme todas las canciones con que meciste a tu pequeƱo. Me gustan, las oĆ­ muchas veces, pues soy la Noche. He visto correr tus lĆ”grimas mientras cantabas.
  • Ā”Te las cantarĆ© todas, todas! -dijo la madre-, pero no me detengas, para que pueda alcanzarla y encontrar a mi hijo.

Pero la Noche permaneció muda e inmóvil, y la madre, retorciéndose las manos, cantó y lloró; y fueron muchas las canciones, pero fueron aún mÔs las lÔgrimas. Entonces dijo la Noche:

  • Ve hacia la derecha, por el tenebroso bosque de abetos. En Ć©l vi desaparecer a la Muerte con el niƱo.

Muy adentro del bosque se bifurcaba el camino, y la mujer no sabía por dónde tomar.

LevantƔbase allƭ un zarzal, sin hojas ni flores, pues era invierno, y las ramas estaban cubiertas de nieve y hielo.

  • ĀæNo has visto pasar a la Muerte con mi hijito? – SĆ­ -respondió el zarzal- pero no te dirĆ© el camino que tomó si antes no me calientas apretĆ”ndome contra tu pecho; me muero de frĆ­o, y mis ramas estĆ”n heladas.

Y ella estrechó el zarzal contra su pecho, apretÔndolo para calentarlo bien; y las espinas se le clavaron en la carne, y la sangre le fluyó a grandes gotas. Pero del zarzal brotaron frescas hojas y bellas flores en la noche invernal: ”tal era el ardor con que la acongojada madre lo había estrechado contra su corazón! Y la planta le indicó el camino que debía seguir.

Llegó a un gran lago, en el que no se veía ninguna embarcación. No estaba bastante helado para sostener su peso, ni era tampoco bastante somero para poder vadearlo; y, sin embargo, no tenía mÔs remedio que cruzarlo si quería encontrar a su hijo. Echóse entonces al suelo, dispuesta a beberse toda el agua; pero ”qué criatura humana sería capaz de ello! Mas la angustiada madre no perdía la esperanza de que sucediera un milagro.

  • Ā”No, no lo conseguirĆ”s! -dijo el lago-. Mejor serĆ” que hagamos un trato. Soy aficionado a coleccionar perlas, y tus ojos son las dos perlas mĆ”s puras que jamĆ”s he visto. Si estĆ”s dispuesta a desprenderte de ellos a fuerza de llanto, te conducirĆ© al gran invernadero donde reside la Muerte, cuidando flores y Ć”rboles; cada uno de ellos es una vida humana.
  • Ā”Ay, quĆ© no diera yo por llegar a donde estĆ” mi hijo! -exclamó la pobre madre-, y se echó a llorar con mĆ”s desconsuelo aĆŗn, y sus ojos se le desprendieron y cayeron al fondo del lago, donde quedaron convertidos en preciosĆ­simas perlas. El lago la levantó como en un columpio y de un solo impulso la situó en la orilla opuesta. Se levantaba allĆ­ un gran edificio, cuya fachada tenĆ­a mĆ”s de una milla de largo. No podĆ­a distinguirse bien si era una montaƱa con sus bosques y cuevas, o si era obra de albaƱilerĆ­a; y menos lo podĆ­a averiguar la pobre madre, que habĆ­a perdido los ojos a fuerza de llorar.
  • ĀæDónde encontrarĆ© a la Muerte, que se marchó con mi hijito? -preguntó.
  • No ha llegado todavĆ­a -dijo la vieja sepulturera que cuida del gran invernadero de la Muerte-. ĀæQuiĆ©n te ha ayudado a encontrar este lugar?
  • El buen Dios me ha ayudado -dijo la madre-. Es misericordioso, y tĆŗ lo serĆ”s tambiĆ©n. ĀæDónde puedo encontrar a mi hijo?
  • Lo ignoro -replicó la mujer-, y veo que eres ciega. Esta noche se han marchitado muchos Ć”rboles y flores; no tardarĆ” en venir la Muerte a trasplantarlos. Ya sabrĆ”s que cada persona tiene su propio Ć”rbol de la vida o su flor, segĆŗn su naturaleza. Parecen plantas corrientes, pero en ellas palpita un corazón; el corazón de un niƱo puede tambiĆ©n latir. Atiende, tal vez reconozcas el latido de tu hijo, pero, ĀæquĆ© me darĆ”s si te digo lo que debes hacer todavĆ­a?
  • Nada me queda para darte -dijo la afligida madre pero irĆ© por ti hasta el fin del mundo.
  • Nada hay allĆ­ que me interese -respondió la mujer pero puedes cederme tu larga cabellera negra; bien sabes que es hermosa, y me gusta. A cambio te darĆ© yo la mĆ­a, que es blanca, pero tambiĆ©n te servirĆ”.
  • ĀæNada mĆ”s? -dijo la madre-. Tómala enhorabuena -. Dio a la vieja su hermoso cabello, y se quedó con el suyo, blanco como la nieve.

Entraron entonces en el gran invernadero de la Muerte, donde crecían Ôrboles y flores en maravillosa mezcolanza. Había preciosos, jacintos bajo campanas de cristal, y grandes peonías fuertes como Ôrboles; y había también plantas acuÔticas, algunas lozanas, otras enfermizas. Serpientes de agua las rodeaban, y cangrejos negros se agarraban a sus tallos. Crecían soberbias palmeras, robles y plÔtanos, y no faltaba el perejil ni tampoco el tomillo; cada Ôrbol y cada flor tenia su nombre, cada uno era una vida humana; la persona vivía aún: éste en la China, éste en Groenlandia o en cualquier otra parte del mundo. Había grandes Ôrboles plantados en macetas tan pequeñas y angostas, que parecían a punto de estallar; en cambio, veíanse míseras florecillas emergiendo de una tierra grasa, cubierta de musgo todo alrededor. La desolada madre fue inclinÔndose sobre las plantas mÔs diminutas, oyendo el latido del corazón humano que había en cada una; y entre millones reconoció el de su hijo.

  • Ā”Es Ć©ste! -exclamó, alargando la mano hacia una pequeƱa flor azul de azafrĆ”n que colgaba de un lado, gravemente enferma.
  • Ā”No toques la flor! -dijo la vieja-. QuĆ©date aquĆ­, y cuando la Muerte llegue, pues la estoy esperando de un momento a otro, no dejes que arranque la planta; amenĆ”zala con hacer tĆŗ lo mismo con otras y entonces tendrĆ” miedo. Es responsable de ellas, ante Dios; sin su permiso no debe arrancarse ninguna.

De pronto sintióse en el recinto un frío glacial, y la madre ciega comprendió que entraba la Muerte.

  • ĀæCómo encontraste el camino hasta aquĆ­? preguntó.- ĀæCómo pudiste llegar antes que yo?
  • Ā”Soy madre! -respondió ella.

La Muerte alargó su mano huesuda hacia la flor de azafrÔn, pero la mujer interpuso las suyas con gran firmeza, aunque temerosa de tocar una de sus hojas. La Muerte sopló sobre sus manos y ella sintió que su soplo era mÔs frío que el del viento polar. Y sus manos cedieron y cayeron inertes.

  • Ā”Nada podrĆ”s contra mĆ­! -dijo la Muerte. – Ā”Pero sĆ­ lo puede el buen Dios! -respondió la mujer.
  • Ā”Yo hago sólo su voluntad! -replicó la Muerte. Soy su jardinero. Tomo todos sus Ć”rboles y flores y los trasplanto al jardĆ­n del ParaĆ­so, en la tierra desconocida; y tĆŗ no sabes cómo es y lo que en el jardĆ­n ocurre, ni yo puedo decĆ­rtelo.
  • Ā”DevuĆ©lveme mi hijo! -rogó la madre, prorrumpiendo en llanto. Bruscamente puso las manos sobre dos hermosas flores, y gritó a la Muerte:
  • Ā”Las arrancarĆ© todas, pues estoy desesperada! – Ā”No las toques! -exclamó la Muerte-. Dices que eres desgraciada, y pretendes hacer a otra madre tan desdichada como tĆŗ.
  • Ā”Otra madre! -dijo la pobre mujer, soltando las flores-. ĀæQuiĆ©n es esa madre?
  • AhĆ­ tienes tus ojos -dijo la Muerte-, los he sacado del lago; Ā”brillaban tanto! No sabĆ­a que eran los tuyos. Tómalos, son mĆ”s claros que antes. Mira luego en el profundo pozo que estĆ” a tu lado; te dirĆ© los nombres de las dos flores que querĆ­as arrancar y verĆ”s todo su porvenir, todo el curso de su vida. Mira lo que estuviste a punto de destruir.

Miró ella al fondo del pozo; y era una delicia ver cómo una de las flores era una bendición para el mundo, ver cuÔnta felicidad y ventura esparcía a su alrededor.

La vida de la otra era, en cambio, tristeza y miseria, dolor y privaciones.

  • Las dos son lo que Dios ha dispuesto -dijo la Muerte.
  • ĀæCuĆ”l es la flor de la desgracia y cuĆ”l la de la ventura? -preguntó la madre.
  • Esto no te lo dirĆ© -contestó la Muerte-. Sólo sabrĆ”s que una de ellas era la de tu hijo. Has visto el destino que estaba reservado a tu propio hijo, su porvenir en el mundo.

La madre lanzó un grito de horror: – ĀæCuĆ”l de las dos era mi hijo? Ā”DĆ­melo, sĆ”came de la incertidumbre! Pero si es el desgraciado, lĆ­bralo de la miseria, llĆ©vaselo antes. Ā”LlĆ©vatelo al reino de Dios! Ā”OlvĆ­date de mis lĆ”grimas, olvĆ­date de mis sĆŗplicas y de todo lo que dije e hice!

  • No te comprendo -dijo la Muerte-. ĀæQuieres que te devuelva a tu hijo o prefieres que me vaya con Ć©l adonde ignoras lo que pasa?

La madre, retorciendo las manos, cayó de rodillas y elevó esta plegaria a Dios Nuestro Señor:

  • Ā”No me escuches cuando te pida algo que va contra Tu voluntad, que es la mĆ”s sabia! Ā”No me escuches! Ā”No me escuches!

Y dejó caer la cabeza sobre el pecho, mientras la Muerte se alejaba con el niño, hacia el mundo desconocido.

 

 

 

 

HOLGER EL DANƉS

 

 

 

Hay en Dinamarca un viejo castillo llamado Kronborg. EstĆ” junto al Ɩresund, estrecho que cruzan diariamente centenares de grandes barcos, lo mismo ingleses que rusos y prusianos, saludando al viejo castillo con salvas de artillerĆ­a, Ā”bum!, y Ć©l contesta con sus caƱones: Ā”bum! Pues de esta forma los caƱones dicen «”Buenos dĆ­as!Ā» y «”Muchas gracias!Ā». En invierno no pasa por allĆ­ ningĆŗn buque, ya que entonces estĆ” todo cubierto de hielo, hasta muy arriba de la costa sueca; pero en la buena estación es una verdadera carretera. Ondean las banderas danesa y sueca, y las poblaciones de ambos paĆ­ses se dicen «”Buenos dĆ­as!Ā» y «”Muchas gracias!Ā», pero no a caƱonazos, sino con un amistoso apretón de manos, y unos llevan pan blanco y rosquillas a los otros, pues la comida forastera siempre sabe mejor. Pero lo mĆ”s estupendo de todo es el castillo de Kronborg, en cuyas cuevas, profundas y tenebrosas, a las que nadie baja, reside Holger el DanĆ©s. Va vestido de hierro y acero, y apoya la cabeza en sus robustos brazos; su larga barba cuelga por sobre la mesa de mĆ”rmol, a la que estĆ” pegada. Duerme y sueƱa, pero en sueƱos ve todo lo que ocurre allĆ” arriba, en Dinamarca. Por Nochebuena baja siempre un Ć”ngel de Dios y le dice que es cierto lo que ha soƱado, y que puede seguir durmiendo tranquilamente, pues Dinamarca no se encuentra aĆŗn en verdadero peligro. Si este peligro se presentara, Holger, el viejo danĆ©s, se levantarĆ­a, y romperĆ­a la mesa al retirar la barba. VolverĆ­a al mundo y pegarĆ­a tan fuerte, que sus golpes se oirĆ­an en todos los Ć”mbitos de la Tierra.

Un anciano explicó a su nietecito todas estas cosas acerca de Holger, y el pequeño sabía que todo lo que decía su abuelo era la pura verdad. Mientras contaba, el viejo se entretenía tallando una gran figura de madera que representaría a Holger, destinada a adornar la proa de un barco; pues el abuelo era escultor de madera, o sea, un hombre que talla figuras para espolones de barcos, figuras que van de acuerdo con el nombre del navío. Y en aquella ocasión había representado a Holger, erguido y altivo, con su larga barba, la ancha espada de combate en una mano, mientras la otra se apoyaba en el escudo adornado con las armas danesas.

El abuelo contó tantas y tantas cosas de hombres y mujeres notables de Dinamarca, que el nieto creyó al fin que sabía tanto como el propio Holger, el cual, ademÔs, se limitaba a soñarlas; y cuando se fue a acostar, púsose a pensar tanto en aquello, que aplicó la barbilla contra la colcha y se dio a creer que tenía una luenga barba pegada a ella.

El abuelo se había quedado para proseguir su trabajo, y realizaba la última parte del mismo, que era el escudo danés. Cuando ya estuvo listo contempló su obra, pensando en todo lo que leyera y oyera, y en lo que aquella noche había explicado al muchachito. Hizo un gesto con la cabeza, se limpió las gafas y, volviendo a sentarse, dijo:

– Durante el tiempo que me queda de vida, seguramente no volverĆ” Holger; pero ese pequeƱo que duerme ahĆ­ tal vez lo vea y estĆ© a su lado el dĆ­a que sea necesario.

Y el viejo abuelo repitió su gesto, y cuanto mÔs examinaba su Holger, mÔs se convencía de que había hecho una buena talla; parecióle que cobraba color, y que la armadura brillaba como hierro y acero; en el escudo de armas, los corazones se enrojecían gradualmente, y los leones coronados, saltaban.

  • Es el escudo mĆ”s hermoso de cuantos existen en el mundo entero -dijo el viejo-. Los leones son la fuerza, y los corazones, la piedad y el amor. Contempló el primer león y pensó en el rey Knud, que incorporó la gran Inglaterra al trono de Dinamarca; y al considerar el segundo recordó a Waldemar, unificador de Dinamarca y conquistador de los paĆ­ses vendos; el tercer león le trajo a la memoria a Margarita, que unió Dinamarca, Suecia y Noruega. Y cuando se fijó en los rojos corazones, pareciĆ©ronle que brillaban aĆŗn mĆ”s que antes; eran llamas que se movĆ­an, y sus, pensamientos fueron en pos de cada uno de ellos.

La primera llama lo condujo a una estrecha y oscura cÔrcel, ocupada por una prisionera, una hermosa mujer, hija de CristiÔn IV: Leonora Ulfeldt; y la llama se posó, cual una rosa, en su pecho, floreciendo y brillando con el corazón de la mejor y mÔs noble de todas las mujeres danesas.

  • SĆ­, es uno de los corazones del escudo de Dinamarca -dijo el abuelo. Y luego su mente se dirigió a la llama segunda, que lo llevó a alta mar, donde los caƱones tronaban, y los barcos aparecĆ­an envueltos en humo; y la llama se fijó, como una condecoración, en el pecho de Hvitfeldt cuando, para salvar la flota, voló su propio barco con Ć©l a bordo.

La tercera llama lo transportó a las míseras cabañas de Groenlandia, donde el pÔrroco Hans Egede realizaba su apostolado de amor con palabras y obras; la llama era una estrella en su pecho, un corazón en las armas danesas.

Y los pensamientos del abuelo se anticiparon a la llama flotante, pues sabía adónde iba ésta. En la pobre vivienda de la campesina, Federico VI, de pie, escribía con tiza su nombre en las vigas. La llama temblaba sobre su pecho y en su corazón; en aquella humilde estancia, su corazón pasó a forzar parte del escudo danés. Y el viejo se secó los ojos, pues había conocido al rey Federico, con sus cabellos de plata y sus nobles ojos azules, y por él había vivido. Y juntando las manos se quedó inmóvil, con la mirada fija. Entró entonces su nuera a decir al anciano que era ya muy tarde y hora de descansar, y que la mesa estaba puesta.

  • Pero, Ā”quĆ© hermosa estatua has hecho, abuelo! -exclamó la joven-. Ā”Holger y nuestro escudo completo! DirĆ­a que esta cara la he visto ya antes.
  • No, tĆŗ no la has visto -dijo el abuelo-, pero yo sĆ­, y he procurado tallarla en la madera, tal y como la tengo en la memoria. Cuando los ingleses estaban en la rada el dĆ­a 2 de abril, supimos demostrar que Ć©ramos los antiguos daneses. A bordo del Ā«DinamarcaĀ», donde yo servĆ­a en la escuadra de Steen Bille, habĆ­a a mi lado un hombre; habrĆ­ase dicho que las balas le tenĆ­an miedo. Cantaba alegremente viejas canciones, mientras disparaba y combatĆ­a como si fuese un ser sobrehumano. Me acuerdo todavĆ­a de su rostro; pero no sĆ©, ni lo sabe nadie, de dónde vino ni adónde fue. Muchas veces he pensado si serĆ­a Holger, el viejo danĆ©s, en persona, que habrĆ­a salido de Kronborg para acudir en nuestra ayuda a la hora del peligro.

Esto es lo que pensƩ, y ahƭ estƔ su efigie.

Y la figura proyectaba una gran sombra en la pared e incluso sobre parte del techo; parecía como si allí estuviese el propio Holger, pues la sombra se movía; claro que podía también ser debido a que la llama de la lÔmpara ardía de manera irregular. La nuera dio un beso al abuelo y lo acompañó hasta el gran sillón colocado delante de la mesa, y ella y su marido, hijo del viejo y padre del chiquillo que dormía en la cama, se sentaron a cenar. El anciano habló de los leones y de los daneses, de la fuerza y la clemencia, y explicó de modo bien claro que existía otra fuerza, ademÔs de la espada, y señaló el armario que guardaba viejos libros; allí estaban las comedias completas de Holberg, tan leídas y releídas, que uno creía conocer desde hacía muchísimo tiempo a todos sus personajes.

  • ĀæVeis? Ɖste tambiĆ©n supo zurrar -dijo el abuelo-. Hizo cuanto pudo por acabar con todo lo disparatado y torpe que habĆ­a en la gente -y, seƱalando el espejo sobre el cual estaba el calendario con la Torre Redonda, dijo: – TambiĆ©n Tico Brahe manejó la espada, pero no con el propósito de cortar carne y quebrar huesos, sino para trazar un camino mĆ”s preciso entre las estrellas del cielo. Y luego aquel cuyo padre fue de mi profesión, el hijo del viejo escultor, aquel a quien yo mismo he visto, con su blanco cabello y anchos hombros, aquel cuyo nombre es famoso en todos los paĆ­ses de la

Tierra. Sí, él sabía esculpir, yo sólo sé tallar. Sí, Holger puede aparecérsenos en figuras muy diversas, para que en todos los pueblos se hable de la fuerza de Dinamarca. ¿Brindamos a la salud de Bertel?.

Pero el pequeƱo, en su cama, veĆ­a claramente el viejo Kronborg y el Ɩresund, y veĆ­a al verdadero Holger allĆ” abajo, con su barba pegada a la mesa de mĆ”rmol, soƱando con todo lo que sucede acĆ” arriba. Y Holger soƱaba tambiĆ©n en la reducida y pobre vivienda del imaginero, oĆ­a cuanto en ella se hablaba, y, con un movimiento de la cabeza, sin despertar de su sueƱo, decĆ­a:

  • SĆ­, acordaos de mĆ­, daneses, retenedme en vuestra memoria. No os abandonarĆ© en la hora de la necesidad.

AllÔ, ante el Kronborg, brillaba la luz del día, y el viento llevaba las notas del cuerno de caza a las tierras vecinas; los barcos, al pasar, enviaban sus salvas: ”bum! ”bum!, y desde el castillo contestaban: ”bum! ”bum! Pero Holger no se despertaba, por ruidosos que fuesen los cañonazos, pues sólo decían: «”Buenos días!», «”Muchas gracias!». De un modo muy distinto tendrían que disparar para despertarlo; pero un día u otro despertarÔ, pues Holger el danés es de recia madera.

 

 

 

IB Y CRISTINA

 

No lejos de Gudenaa, en la selva de Silkeborg, se levanta, semejante a un gran muro, una loma llamada Aasen, a cuyo pie, del lado de Poniente, había, y sigue habiendo aún, un pequeño cortijo, rodeado por una tierra tan Ôrida, que la arena brilla por entre las escuÔlidas mieses de centeno y cebada.

Desde entonces han transcurrido muchos aƱos. La gente que vivƭa allƭ por aquel tiempo cultivaba su mƭsero terruƱo y criaba ademƔs tres ovejas, un cerdo y dos bueyes; de hecho, vivƭan con cierta holgura, a fuerza de aceptar las cosas tal como venƭan.

Incluso habrían podido tener un par de caballos, pero decían, como los demÔs campesinos: «El caballo se devora a sí mismo».

Un caballo se come todo lo que gana. JeppeJänsen trabajaba en verano su pequeño campo, y en invierno confeccionaba zuecos con mano hÔbil. Tenía ademÔs, un ayudante; un hombre muy ducho en la fabricación de aquella clase de calzado: lo hacía resistente, a la vez que ligero y elegante. Tallaban asimismo cucharas de madera, y el negocio les rendía; no podía decirse que aquella gente fuesen pobres.

El pequeño Ib, un chiquillo de 7 años, único hijo de la casa, se sentaba a su lado a mirarlo; cortaba un bastoncito, y solía cortarse también los dedos, pero un día talló dos trozos de madera que parecían dos zuequitos. Dijo que iba a regalarlos a Cristinita, la hija de un marinero, una niña tan delicada y encantadora, que habría podido pasar por una princesa. Vestida adecuadamente, nadie hubiera imaginado que procedía de una casa de turba del erial de Seis. Allí moraba su padre, viudo, que se ganaba el sustento transportando leña desde el bosque a las anguileras de Silkeborg, y a veces incluso mÔs lejos, hasta Randers. No tenía a nadie a quien confiar a Cristina, que tenía un año menos que Ib; por eso la llevaba casi siempre consigo, en la barca y a través del erial y los arÔndanos. Cuando tenía que llegarse a Randers, dejaba a Cristinita en casa de JeppeJänsen.

Los dos niƱos se llevaban bien, tanto en el juego como a las horas de la comida; cavaban hoyos en la tierra, se encaramaban a los Ɣrboles y corrƭan por los alrededores; un dƭa se atrevieron incluso a subirse solos hasta la cumbre de la loma y adentrarse un buen trecho en el bosque, donde encontraron huevos de chocha; fue un gran acontecimiento.

Ib no habƭa estado nunca en el erial de Seis, ni cruzado en barca los lagos de Gudenaa, pero ahora iba a hacerlo: el barquero lo habƭa invitado, y la vƭspera se fue con Ʃl a su casa.

A la madrugada los dos niños se instalaron sobre la leña apilada en la barca y desayunaron con pan y frambuesas. El barquero y su ayudante impulsaban la embarcación con sus pértigas; la corriente les facilitaba el trabajo, y así descendieron el río y atravesaron los lagos, que parecían cerrados por todas partes por el bosque y los cañaverales. Sin embargo, siempre encontraban un paso por entre los altos Ôrboles, que inclinaban las ramas hasta casi tocar el suelo, y los robles que las alargaban a su encuentro, como si, habiéndose recogido las mangas, quisieran mostrarles sus desnudos y nudosos brazos. Viejos alisos que la corriente había arrancado de la orilla, se agarraban fuertemente al suelo por las raíces, formando islitas de bosque. Los nenúfares se mecían en el agua; era un viaje delicioso. Finalmente llegaron a las anguileras, donde el agua rugía al pasar por las esclusas. ”CuÔntas cosas nuevas estaban viendo Ib y Cristina!

En aquel entonces no había allí ninguna fÔbrica ni ninguna ciudad, y tan sólo se veían la vieja granja, en la que trabajaban unos cuantos hombres. El agua, al precipitarse por las esclusas, y el griterío de los patos salvajes, eran los únicos signos de vida, que se sucedían sin interrupción. Una vez descargada la leña, el padre de Cristina compró un buen manojo de anguilas y un cochinillo recién sacrificado, y lo guardó todo en un cesto, que puso en la popa de la embarcación. Luego emprendieron el regreso, contra corriente, pero como el viento era favorable y pudieron tender las velas, la cosa marchaba tan bien como si un par de caballos tirasen de la barca.

Al llegar a un lugar del bosque cercano a la vivienda del ayudante, éste y el padre de Cristina desembarcaron, después de recomendar a los niños que se estuviesen muy quietecitos y formales. Pero ellos no obedecieron durante mucho rato; quisieron ver el interior del cesto que contenía el lechoncito; sacaron el animal, y, como los dos se empeñaron en sostenerlo, se les cayó al agua, y la corriente se lo llevó. Fue un suceso horrible.

Ib saltó a tierra y echó a correr un trecho; luego saltó también Cristina.

  • Ā”LlĆ©vame contigo! – gritó, y se metieron saltando entre la maleza; pronto perdieron de vista la barca y el rĆ­o. Continuaron corriendo otro pequeƱo trecho, pero luego Cristina se cayó y se echó a llorar; Ib acudió a ayudarla.
  • Ven conmigo – dijo -, la casa estĆ” allĆ” arriba -. Pero no era asĆ­. Siguieron errando por un terreno cubierto de hojas marchitas y de ramas secas caĆ­das, que crujĆ­an bajo sus piececitos. De pronto oyeron un Ā Ā Ā Ā Ā Ā  penetrante Ā Ā Ā Ā Ā  Ā  Se detuvieron y escucharon. Entonces resonó el chillido de un Ć”guila – era un chillido siniestro, – que los asustó en extremo. Sin embargo, delante de ellos, en lo espeso del bosque, crecĆ­an en nĆŗmero infinito magnĆ­ficos arĆ”ndanos. Era demasiado tentador para que pudieran pasar de largo, y se entretuvieron comiendo las bayas, manchĆ”ndose de azul la boca y las mejillas. En esto se oyó otra llamada.
  • Ā”Nos pegarĆ”n por lo del lechón! – dijo Cristina. – VĆ”monos a casa – respondió Ib -; estĆ” aquĆ­ en el bosque.

Se pusieron en marcha y llegaron a un camino de carros, pero que no conducía a su casa. Mientras tanto había oscurecido, y los niños tenían miedo. El singular silencio que los rodeaba era sólo interrumpido por el feo grito del búho o de otras aves que no conocían los niños. Finalmente se enredaron entre la maleza. Cristina rompió a llorar e Ib hizo lo mismo, y cuando hubieron llorado por espacio de una hora, se tumbaron sobre las hojas y se quedaron dormidos.

El sol se hallaba ya muy alto en el cielo cuando despertaron; tenían frío, pero Ib pensó que subiéndose a una loma cercana a poca distancia, donde el sol brillaba por entre los Ôrboles, podrían calentarse y, ademÔs, verían la casa de sus padres. Pero lo cierto es que se encontraban muy lejos de ella, en el extremo opuesto del bosque. Treparon a la cumbre del montículo y se encontraron en una ladera que descendía a un lago claro y transparente; los peces aparecían alineados, visibles a los rayos del sol. Fue un espectÔculo totalmente inesperado, y por otra parte descubrieron junto a ellos un avellano muy cargado de frutos, a veces siete en un solo manojo. Cogieron las avellanas, rompieron las cÔscaras y se comieron los frutos tiernos, que empezaban ya a estar en sazón. Luego vino una nueva sorpresa, mejor dicho, un susto: del espesor de bosque salió una mujer vieja y alta, de rostro moreno y cabello negro y brillante; el blanco de sus ojos resaltaba como en los de un moro. Llevaba un lío a la espalda y un nudoso bastón en la mano; era una gitana. Los niños, al principio, no comprendieron lo que dijo, pero entonces la mujer se sacó del bolsillo tres gruesas avellanas, en cada una de las cuales, según dijo, se contenían las cosas mÔs maravillosas; eran avellanas mÔgicas.

Ib la miró; la mujer parecía muy amable, y el chiquillo, cobrando Ônimo, le preguntó si le daría las avellanas. Ella se las dio, y luego se llenó el bolsillo de las que había en el arbusto. Ib y Cristina contemplaron con ojos abiertos las tres avellanas maravillosas.

  • ĀæHabrĆ” en Ć©sta un coche con caballos? – preguntó Ib.
  • Hay una carroza de oro con caballos de oro tambiĆ©n – contestó la vieja.
  • Ā”Entonces dĆ”mela! – dijo Cristinita. Ib se la entregó, y la mujer la ató en la bufanda de la niƱa.
  • ĀæY en Ć©sta, no habrĆ­a una bufanda tan bonita como la de Cristina? – inquirió Ib.
  • Ā”Diez hay! – contestó la mujer – y ademĆ”s hermosos vestidos, medias y un sombrero.
  • Ā”Pues tambiĆ©n la quiero! – dijo Cristina; e Ib le dio la segunda avellana. La tercera era pequeƱa y negra.
  • TĆŗ puedes quedarte con Ć©sta – dijo Cristina -, tambiĆ©n es bonita.
  • ĀæY quĆ© hay dentro? – preguntó el niƱo.
  • Lo mejor para ti – respondió la gitana.

Y el pequeño se guardó la avellana. Entonces la mujer se ofreció a enseñarles el camino que conducía a su casa, y, con su ayuda, Ib y Cristina regresaron a ella, encontrando a la familia angustiada por su desaparición. Los perdonaron, pese a que se habían hecho acreedores a una buena paliza, en primer lugar por haber dejado caer al agua el lechoncito, y después por su escapada.

Cristina se volvió a su casita del erial, mientras Ib se quedaba en la suya del bosque. Al anochecer lo primero que hizo fue sacar la avellana que encerraba «lo mejor». La puso entre la puerta y el marco, apretó, y la avellana se partió con un crujido; pero dentro no tenía carne, sino que estaba llena de una especie de rapé o tierra negra. Estaba agusanada, como suele decirse.

«”Ya me lo figuraba! – pensó Ib -. ĀæCómo en una avellana tan pequeƱa, iba a haber sitio para lo mejor de todo? Tampoco Cristina encontrarĆ” en las suyas ni los lindos vestidos ni el coche de oroĀ».

Llegó el invierno y el Año Nuevo.

Pasaron otros varios años. El niño tuvo que ir a la escuela de confirmandos, y el pÔrroco vivía lejos. Por aquellos días presentóse el barquero y dijo a los padres de Ib que Cristina debía marcharse de casa, a ganarse el pan. Había tenido la suerte de caer en buenas manos, es decir, de ir a servir a la casa de personas excelentes, que eran los ricos fondistas de la comarca de Herning. Entraría en la casa para ayudar a la dueña, y si se portaba bien, seguiría con ellos una vez recibida la confirmación.

Ib y Cristina se despidieron; todo el mundo los llamaba «los novios». Al separarse le enseñó ella las dos nueces que él le diera el día en que se habían perdido en el bosque, y que todavía guardaba; y le dijo, ademÔs, que conservaba asimismo en su baúl los zuequitos que él le había hecho y regalado. Y luego se separaron. Ib recibió la confirmación, pero se quedó en casa de su madre; era un buen oficial zuequero, y en verano cuidaba de la buena marcha de la pequeña finca. La mujer sólo lo tenía a él, pues el padre había muerto.

Raras veces – y aun Ć©stas por medio de un postillón o de un campesino de Aal – recibĆ­a noticias de Cristina. Estaba contenta en la casa de los ricos fondistas, y el dĆ­a de su confirmación escribió a su padre, y en la carta, enviaba saludos para Ib y su madre. Algo decĆ­a tambiĆ©n de seis camisas nuevas y un bonito vestido que le habĆ­an regalado los seƱores.

Realmente eran buenas noticias.

  • A la primavera siguiente, un hermoso dĆ­a llamaron a la puerta de Ib y su madre. Eran el barquero y Cristina. Le habĆ­an dado permiso para hacer una breve visita a su casa, y, habiendo encontrado una oportunidad para ir a Tem y regresar el mismo dĆ­a, la habĆ­a aprovechado. Era linda y elegante como una autĆ©ntica seƱorita, y llevaba un hermoso vestido, confeccionado con gusto extremo y que le sentaba a las mil maravillas. AllĆ­ estaba ataviada como una reina, mientras Ib la recibĆ­a en sus viejos indumentos de trabajo. No supo decirle una palabra; cierto que le estrechó la mano y, reteniĆ©ndola, sintióse feliz, pero sus labios no acertaban a moverse. No asĆ­ Cristina, que habló y contó muchas cosas y dio un beso a

Ib.

  • ĀæAcaso no me conoces? – le preguntó. Pero incluso cuando estuvieron solos Ć©l, sin soltarle la mano, no sabĆ­a decirle sino:
  • Ā”Te has vuelto una seƱorita, y yo voy tan desastrado! Ā”CuĆ”nto he pensado en ti y en aquellos tiempos de antes!

Cogidos del brazo subieron al montículo y contemplaron, por encima del Gudenaa, el erial de Seis con sus grandes colinas; pero Ib permanecía callado. Sin embargo, al separarse vio bien claro en el alma que Cristina debía ser su esposa; ya de niños los habían llamado los novios; le pareció que eran prometidos, a pesar de que ni uno ni otro habían pronunciado la promesa.

 

 

JUAN EL LOBO

 

 

AllÔ en el campo, en una vieja mansión señorial, vivía un anciano propietario que tenía dos hijos, tan listos, que con la mitad hubiera bastado. Los dos se metieron en la cabeza pedir la mano de la hija del Rey. Estaban en su derecho, pues la princesa había mandado pregonar que tomaría por marido a quien fuese capaz de entretenerla con mayor gracia e ingenio.

Los dos hermanos estuvieron preparÔndose por espacio de ocho días; éste era el plazo mÔximo que se les concedía, mÔs que suficiente, empero, ya que eran muy instruidos, y esto es una gran ayuda. Uno se sabía de memoria toda la enciclopedia latina, y ademÔs la colección de tres años enteros del periódico local, tanto del derecho como del revés. El otro conocía todas las leyes gremiales pÔrrafo por pÔrrafo, y todo lo que debe saber el presidente de un gremio. De este modo, pensaba, podría hablar de asuntos del Estado y de temas eruditos. AdemÔs, sabía bordar tirantes, pues era fino y Ôgil de dedos.

  • Me llevarĆ© la princesa – afirmaban los dos; por eso su padre dio a cada uno un hermoso caballo; el que se sabĆ­a de memoria la enciclopedia y el periódico, recibió uno negro como azabache, y el otro, el ilustrado en cuestiones gremiales y diestro en la confección de tirantes, uno blanco como la leche. AdemĆ”s, se untaron los Ć”ngulos de los labios con aceite de hĆ­gado de bacalao, para darles mayor agilidad. Todos los criados salieron al patio para verlos montar a caballo, y entonces compareció tambiĆ©n el tercero de los hermanos, pues eran tres, sólo que el otro no contaba, pues no se podĆ­a comparar en ciencia con los dos mayores, y, asĆ­, todo el mundo lo llamaba el bobo.
  • ĀæAdónde vais con el traje de los domingos? – preguntó.
  • A palacio, a conquistar a la hija del Rey con nuestros discursos. ĀæNo oĆ­ste al pregonero? – y le contaron lo que ocurrĆ­a.
  • Ā”Demonios! Pues no voy a perder la ocasión – exclamó el bobo -. Y los hermanos se rieron de Ć©l y partieron al galope. – Ā”Dadme un caballo, padre! – dijo Juan el bobo -. Me gustarĆ­a casarme. Si la princesa me acepta, me tendrĆ”, y si no me acepta, ya verĆ© de tenerla yo a ella.
  • Ā”QuĆ© sandeces estĆ”s diciendo! – intervino el padre. – No te darĆ© ningĆŗn caballo. Ā”Si no sabes hablar! Tus hermanos es distinto, ellos pueden presentarse en todas partes.
  • Si no me dais un caballo – replicó el bobo – montarĆ© el macho cabrĆ­o; es mĆ­o y puede llevarme. – Se subió a horcajadas sobre el animal, y, dĆ”ndole con el talón en los ijares, emprendió el trote por la carretera. Ā”Vaya trote! – Ā”Atención, que vengo yo! – gritaba el bobo; y se puso a cantar con tanta fuerza, que su voz resonaba a gran distancia.

Los hermanos, en cambio, avanzaban en silencio, sin decir palabra; aprovechaban el tiempo para reflexionar sobre las grandes ideas que pensaban exponer.

  • Ā”Eh, eh! – gritó el bobo, Ā”aquĆ­ estoy yo! Ā”Mirad lo que he encontrado en la carretera! -. Y les mostró una corneja muerta.
  • Ā”ImbĆ©cil! – exclamaron los otros -, Āæpara quĆ© la quieres?
  • Ā”Se la regalarĆ© a la princesa!
  • Ā”Haz lo que quieras! – contestaron, soltando la carcajada y siguiendo su camino.
  • Ā”Eh, eh!, Ā”aquĆ­ estoy yo! Ā”Mirad lo que he encontrado! Ā”No se encuentra todos los dĆ­as! Los hermanos se volvieron a ver el raro tesoro. – Ā”EstĆŗpido! – dijeron -, es un zueco viejo, y sin la pala. ĀæTambiĆ©n se lo regalarĆ”s a la princesa?
  • Ā”Claro que sĆ­! – respondió el bobo; y los hermanos, riendo ruidosamente, prosiguieron su ruta y no tardaron en ganarle un buen trecho. – Ā”Eh, eh!, Ā”aquĆ­ estoy yo! – volvió a gritar el bobo -. Ā”Voy de mejor en mejor! Ā”Arrea! Ā”Se ha visto cosa igual!
  • ĀæQuĆ© has encontrado ahora? – preguntaron los hermanos. – Ā”Oh! – exclamó el bobo -. Es demasiado bueno para decirlo. Ā”Cómo se alegrarĆ” la princesa!
  • Ā”QuĆ© asco! – exclamaron los hermanos -. Ā”Si es lodo cogido de un hoyo!
  • Exacto, esto es – asintió el bobo -, y de clase finĆ­sima, de la que resbala entre los dedos – y asĆ­ diciendo, se llenó los bolsillos de barro.

Los hermanos pusieron los caballos al galope y dejaron al otro rezagado en una buena hora. Hicieron alto en la puerta de la ciudad, donde los pretendientes eran numerados por el orden de su llegada y dispuestos en fila de a seis de frente, tan apretados que no podían mover los brazos. Y suerte de ello, pues de otro modo se habrían roto mutuamente los trajes, sólo porque el uno estaba delante del otro.

Todos los demÔs moradores del país se habían agolpado alrededor del palacio, encaramÔndose hasta las ventanas, para ver cómo la princesa recibía a los pretendientes. ”Cosa rara! No bien entraba uno en la sala, parecía como si se le hiciera un nudo en la garganta, y no podía soltar palabra.

  • Ā”No sirve! – iba diciendo la princesa -. Ā”Fuera! Llegó el turno del hermano que se sabĆ­a de memoria la enciclopedia; pero con aquel largo plantón se le habĆ­a olvidado por completo. Para acabar de complicar las cosas, el suelo crujĆ­a, y el techo era todo Ć©l un espejo, por lo cual nuestro hombre se veĆ­a cabeza abajo; ademĆ”s, en cada ventana habĆ­a tres escribanos y un corregidor que tomaban nota de todo lo que se decĆ­a, para publicarlo enseguida en el periódico, que se vendĆ­a a dos chelines en todas las esquinas. Era para perder la cabeza. Y, por aƱadidura, habĆ­an encendido la estufa, que estaba candente.
  • Ā”QuĆ© calor hace aquĆ­ dentro! – fueron las primeras palabras del pretendiente.
  • Es que hoy mi padre asa pollos – dijo la princesa.
  • Ā”Ah! – y se quedó clavado; aquella respuesta no la habĆ­a previsto; no le salĆ­a ni una palabra, con tantas cosas ingeniosas que tenĆ­a preparadas.
  • Ā”No sirve! Ā”Fuera! – ordenó la princesa. Y el mozo hubo de retirarse, para que pasase su hermano segundo.
  • Ā”QuĆ© calor mĆ”s terrible! – dijo Ć©ste.
  • Ā”SĆ­, asamos pollos! – explicó la hija del Rey. – ĀæCómo di… di, cómo di… ? – tartamudeó Ć©l, y todos los escribanos anotaron: «¿Cómo di… di, cómo di… ?Ā».
  • Ā”No sirve! Ā”Fuera! – decretó la princesa. Tocóle entonces el turno al bobo, quien entró en la sala caballero en su macho cabrĆ­o.
  • Ā”Demonios, quĆ© calor! – observó.
  • Es que estoy asando pollos – contestó la princesa.
  • Ā”Al pelo! – dijo el bobo. – AsĆ­, no le importarĆ” que ase tambiĆ©n una corneja, Āæverdad?
  • Con mucho gusto, no faltaba mĆ”s – respondió la hija del Rey -. Pero, Āætraes algo en que asarla?; pues no tengo ni puchero ni asador. – Yo sĆ­ los tengo – exclamó alegremente el otro. – He aquĆ­ un excelente puchero, con mango de estaƱo – y, sacando el viejo zueco, metió en Ć©l la corneja.
  • Pues, Ā”vaya banquete! – dijo la princesa -. Pero, Āæy la salsa?

La traigo en el bolsillo – replicó el bobo -. Tengo para eso y mucho mĆ”s – y se sacó del bolsillo un puƱado de barro.

  • Ā”Esto me gusta! – exclamó la princesa -. Al menos tĆŗ eres capaz de responder y de hablar. Ā”TĆŗ serĆ”s mi marido! Pero, Āæsabes que cada palabra que digamos serĆ” escrita y maƱana aparecerĆ” en el periódico? Mira aquella ventana: tres escribanos y un corregidor. Este es el peor, pues no entiende nada. – Desde luego, esto sólo lo dijo para amedrentar al solicitante. Y todos los escribanos soltaron la carcajada e hicieron una mancha de tinta en el suelo. – ĀæAquellas seƱorĆ­as de allĆ­? – preguntó el bobo -. Ā”AhĆ­ va esto para el corregidor! – y, vaciĆ”ndose los bolsillos, arrojó todo el barro a la cara del personaje.
  • Ā”MagnĆ­fico! – exclamó la princesa. – Yo no habrĆ­a podido. Pero aprenderĆ©.

Y de este modo Juan el bobo fue Rey. Obtuvo una esposa y una corona y se sentó en un trono – y todo esto lo hemos sacado del diario del corregidor, lo cual no quiere decir que debamos creerlo a pies juntillas.

 

 

LA AGUJA DE ZURCIR

 

Ɖrase una vez una aguja de zurcir tan fina y puntiaguda, que se creĆ­a ser una aguja de coser. – Fijaos en lo que hacĆ©is y manejadme con cuidado -decĆ­a a los dedos que la manejaban-. No me dejĆ©is caer, que si voy al suelo, las pasarĆ©is negras para encontrarme. Ā”Soy tan fina! – Ā”Vamos, vamos, que no hay para tanto! dijeron los dedos sujetĆ”ndola por el cuerpo.

  • Mirad, aquĆ­ llego yo con mi sĆ©quito -prosiguió la aguja, arrastrando tras sĆ­ una larga hebra, pero sin nudo.

Los dedos apuntaron la aguja a la zapatilla de la cocinera; el cuero de la parte superior habĆ­a reventado y se disponĆ­an a coserlo.

  • Ā”QuĆ© trabajo mĆ”s ordinario! -exclamó la aguja-. No es para mĆ­. Ā”Me rompo, me rompo! y se rompió-. ĀæNo os lo dije? -suspiró la vĆ­ctima-. Ā”Soy demasiado fina!
  • Ya no sirve para nada -pensaron los dedos; pero hubieron de seguir sujetĆ”ndola, mientras la cocinera le aplicaba una gota de lacre y luego era clavada en la pechera de la blusa.
  • Ā”Toma! Ā”Ahora soy un prendedor! -dijo la vanidosa-. Bien sabĆ­a yo que con el tiempo harĆ­a carrera. Cuando una vale, un dĆ­a u otro se lo reconocen -. Y se rĆ­o para sus adentros, pues por fuera es muy difĆ­cil ver cuĆ”ndo se rĆ­e una aguja de zurcir. Y se quedó allĆ­ tan orgullosa cómo si fuese en coche, y paseaba la mirada a su alrededor.
  • ĀæPuedo tomarme la libertad de preguntarle, con el debido respeto, si acaso es usted de oro? -inquirió el alfiler, vecino suyo-. Tiene usted un porte majestuoso, y cabeza propia, aunque pequeƱa. Debe procurar crecer, pues no siempre se pueden poner gotas de lacre en el cabo.

Al oír esto, la aguja se irguió con tanto orgullo, que se soltó de la tela y cayó en el vertedero, en el que la cocinera estaba lavando.

  • Ahora me voy de viaje -dijo la aguja-. Ā”Con tal que no me pierda! -. Pero es el caso que se perdió.

Ā«Este mundo no estĆ” hecho para mĆ­ -pensó, ya en el arroyo de la calle-. Soy demasiado fina. Pero tengo conciencia de mi valer, y esto siempre es una pequeƱa satisfacciónĀ». Y mantuvo su actitud, sin perder el buen humor. Por encima de ella pasaban flotando toda clase de objetos: virutas, pajas y pedazos de periódico. «”Cómo navegan! -decĆ­a la aguja-. Ā”Poco se imaginan lo que hay en el fondo!. Yo estoy en el fondo y aquĆ­ sigo clavada. Ā”Toma!, ahora pasa una viruta que no piensa en nada del mundo como no sea en una Ā«virutaĀ», o sea, en ella misma; y ahora viene una paja: Ā”quĆ© manera de revolcarse y de girar! No pienses tanto en ti, que darĆ”s contra una piedra. Ā”Y ahora un trozo de periódico! Nadie se acuerda de lo que pone, y, no obstante, Ā”cómo se ahueca! Yo, en cambio, me estoy aquĆ­ paciente y quieta; sĆ© lo que soy y seguirĆ© siĆ©ndolo…Ā».

Un día fue a parar a su lado un objeto que brillaba tanto, que la aguja pensó que tal vez sería un diamante; pero en realidad era un casco de botella. Y como brillaba, la aguja se dirigió a él, presentÔndose como alfiler de pecho.

  • ĀæUsted debe ser un diamante, verdad?
  • .. sĆ­, algo por el estilo.

Y los dos quedaron convencidos de que eran joyas excepcionales, y se enzarzaron en una conversación acerca de lo presuntuosa que es la gente.

  • ĀæSabes? yo vivĆ­ en el estuche de una seƱorita dijo la aguja de zurcir-; era cocinera; tenĆ­a cinco dedos en cada mano, pero nunca he visto nada tan engreĆ­do como aquellos cinco dedos; y, sin embargo, toda su misión consistĆ­a en sostenerme, sacarme del estuche y volverme a meter en Ć©l.
  • ĀæBrillaban acaso? -preguntó el casco de botella.
  • ĀæBrillar? -exclamó la aguja-. No; pero a orgullosos nadie los ganaba. Eran cinco hermanos, todos dedos de nacimiento. Iban siempre juntos, la mar de tiesos uno al lado del otro, a pesar de que ninguno era de la misma longitud. El de mĆ”s afuera, se llamaba Ā«PulgarĀ», era corto y gordo, estaba separado de la mano, y como sólo tenĆ­a una articulación en el dorso, sólo podĆ­a hacer una inclinación; pero afirmaba que si a un hombre se lo cortaban, quedaba inĆŗtil para el servicio militar. Luego venĆ­a el Ā«LameollasĀ», que se metĆ­a en lo dulce y en lo amargo, seƱalaba el sol y la luna y era el que apretaba la pluma cuando escribĆ­an. El Ā«LarguiruchoĀ» se miraba a los demĆ”s desde lo alto; el Ā«Borde doradoĀ» se paseaba con un aro de oro alrededor del cuerpo, y el menudo Ā«MeƱiqueĀ» no hacĆ­a nada, de lo cual estaba muy ufano. Todo era jactarse y vanagloriarse. Por eso fui yo a dar en el vertedero.
  • Ahora estamos aquĆ­, brillando -dijo el casco de botella. En el mismo momento llegó mĆ”s agua al arroyo, lo desbordó y se llevó el casco. – Ā”Vamos! A Ć©ste lo han despachado -dijo la aguja-. Yo me quedo, soy demasiado fina, pero esto es mi orgullo, y vale la pena -. Y permaneció altiva, sumida en sus pensamientos. – De tan fina que soy, casi creerĆ­a que nacĆ­ de un rayo de sol. Tengo la impresión de que el sol me busca siempre debajo del agua. Soy tan sutil, que ni mi padre me encuentra. Si no se me hubiese roto el ojo, creo que llorarĆ­a; pero no, no es distinguido llorar.

Un día se presentaron varios pilluelos y se pusieron a rebuscar en el arroyo, en pos de clavos viejos, perras chicas y otras cosas por el estilo. Era una ocupación muy sucia, pero ellos se divertían de lo lindo.

  • Ā”Ay! -exclamó uno; se habĆ­a pinchado con la aguja de zurcir-. Ā”Esta marrana!
  • Ā”Yo no soy ninguna marrana, sino una seƱorita! -protestó la aguja; pero nadie la oyó. El lacre se habĆ­a desprendido, y el metal estaba ennegrecido; pero el negro hace mĆ”s esbelto, por lo que la aguja se creyó aĆŗn mĆ”s fina que antes.
  • Ā”AhĆ­ viene flotando una cĆ”scara de huevo! gritaron los chiquillos, y clavaron en ella la aguja.
  • Negra sobre fondo blanco -observó Ć©sta-. Ā”QuĆ© bien me sienta! Soy bien visible. Ā”Con tal que no me maree, ni vomite! -. Pero no se mareó ni vomitó.
  • Es una gran cosa contra el mareo tener estómago de acero. En esto sĆ­ que estoy por encima del vulgo. Me siento como si nada. CuĆ”nto mĆ”s fina es una, mĆ”s resiste.
  • Ā”Crac! -exclamó la cĆ”scara, al sentirse aplastada por la rueda de un carro.
  • Ā”Uf, cómo pesa! -aƱadió la aguja-. Ahora sĆ­ que me mareo. Ā”Me rompo, me rompo! -. Pero no se rompió, pese a haber sido atropellada por un carro. Quedó en el suelo, y, lo que es por mĆ­, puede seguir allĆ­ muchos aƱos.

 

 

Ā LA CAMPANA

 

A la caĆ­da de la tarde, cuando se pone el sol, y las nubes brillan como si fuesen de oro por entre las chimeneas, en las estrechas calles de la gran ciudad solĆ­a orse un sonido singular, como el taƱido de una campana; pero se percibĆ­a sólo por un momento, pues el estrĆ©pito del trĆ”nsito rodado y el griterĆ­o eran demasiado fuertes. – Toca la campana de la tarde -decĆ­a la gente-, se estĆ” poniendo el sol.

Para los que vivían fuera de la ciudad, donde las casas estaban separadas por jardines y pequeños huertos, el cielo crepuscular era aún mÔs hermoso, y los sones de la campana llegaban mÔs intensos; habríase dicho que procedían de algún templo situado en lo mÔs hondo del bosque fragante y tranquilo, y la gente dirigía la mirada hacia él en actitud recogida.

Transcurrió bastante tiempo. La gente decĆ­a: – ĀæNo habrĆ” una iglesia allĆ” en el bosque? La campana suena con una rara solemnidad. ĀæVamos a verlo?

Los ricos se dirigieron al lugar en coche, y los pobres a pie, pero a todos se les hizo extraordinariamente largo el camino, y cuando llegaron a un grupo de sauces que crecían en la orilla del bosque, se detuvieron a acampar y, mirando las largas ramas desplegadas sobre sus cabezas, creyeron que estaban en plena selva. Salió el pastelero y plantó su tienda, y luego vino otro, que colgó una campana en la cima de la suya; por cierto que era una campana alquitranada, para resistir la lluvia, pero le faltaba el badajo. De regreso a sus casas, las gentes afirmaron que la excursión había sido muy romÔntica, muy distinta a una simple merienda. Tres personas aseguraron que se habían adentrado en el bosque, llegando hasta su extremo, sin dejar de percibir el extraño tañido de la campana; pero les daba la impresión de que venía de la ciudad. Una de ellas compuso sobre el caso todo un poema, en el que decía que la campana sonaba como la voz de una madre a los oídos de un hijo querido y listo. Ninguna melodía era comparable al son de la campana.

El Emperador del país se sintió también intrigado y prometió conferir el título de «campanero universal» a quien descubriese la procedencia del sonido, incluso en el caso de que no se tratase de una campana.

Fueron muchos los que salieron al bosque, pero uno solo trajo una explicación plausible. Nadie penetró muy adentro, y él tampoco; sin embargo, dijo que aquel sonido de campana venía de una viejísima lechuza que vivía en un Ôrbol hueco; era una lechuza sabia que no cesaba de golpear con la cabeza contra el Ôrbol. Lo que no podía precisar era si lo que producía el sonido era la cabeza o el tronco hueco. El hombre fue nombrado campanero universal, y en adelante cada año escribió un tratado sobre la lechuza; pero la gente se quedó tan enterada como antes.

Llegó la fiesta de la confirmación; el predicador había hablado con gran elocuencia y unción, y los niños quedaron muy enfervorizados. Para ellos era un día muy importante, ya que de golpe pasaban de niños a personas mayores; el alma infantil se transportaba a una personalidad dotada de mayor razón. Brillaba un sol delicioso; los niños salieron de la ciudad y no tardaron en oír, procedente del bosque, el tañido de la enigmÔtica campana, mÔs claro y recio que nunca. A todos, excepto a tres, entrÔronles ganas de ir en su busca: una niña prefirió volverse a casa a probarse el vestido de baile, pues el vestido y el baile habían sido precisamente la causa de que la confirmaran en aquella ocasión, ya que de otro modo no hubiera asistido; el segundo fue un pobre niño, a quien el hijo del fondista había prestado el traje y los zapatos, a condición de devolverlos a una hora determinada; el tercero manifestó que nunca iba a un lugar desconocido sin sus padres; siempre había sido un niño obediente, y quería seguir siéndolo después de su confirmación. Y que nadie se burle de él, a pesar de que los demÔs lo hicieron.

Asƭ, aparte los tres mencionados, los restantes se pusieron en camino. Lucƭa el sol y gorjeaban los pƔjaros, y los niƱos que acababan de recibir el sacramento iban cantando, cogidos de las manos, pues todavƭa no tenƭan dignidades ni cargos, y eran todos iguales ante Dios. Dos de los mƔs pequeƱos no tardaron en fatigarse, y se volvieron a la ciudad; dos niƱas se sentaron a trenzar guirnaldas de flores, y se quedaron tambiƩn rezagadas; y cuando los demƔs llegaron a los sauces del pastelero, dijeron:

– Ā”Toma, ya estamos en el bosque! La campana no existe; todo son fantasĆ­as.

De pronto, la campana sonó en lo mĆ”s profundo del bosque, tan magnĆ­fica y solemne, que cuatro o cinco de los muchachos decidieron adentrarse en la selva. El follaje era muy espeso, y resultaba en extremo difĆ­cil seguir adelante; las aspĆ©rulas y las anemonas eran demasiado altas, y las floridas enredaderas y las zarzamoras colgaban en largas guirnaldas de Ć”rbol a Ć”rbol, mientras trinaban los ruiseƱores y jugueteaban los rayos del sol. Ā”QuĆ© esplĆ©ndido! Pero las niƱas no podĆ­an seguir por aquel terreno; se hubieran roto los vestidos. HabĆ­a tambiĆ©n enormes rocas cubiertas de musgos multicolores, y una lĆ­mpida fuente manaba, dejando oĆ­r su maravillosa canción: Ā”gluc, gluc! – ĀæNo serĆ” Ć©sta la campana? -preguntó uno de los confirmandos, echĆ”ndose al suelo a escuchar-. HabrĆ­a que estudiarlo bien -y se quedó, dejando que los demĆ”s se marchasen.

Llegaron a una casa hecha de corteza de Ôrbol y ramas. Un gran manzano silvestre cargado de fruto se encaramaba por encima de ella, como dispuesto a sacudir sus manzanas sobre el tejado, en el que florecían rosas; las largas ramas se apoyaban precisamente en el hastial, del que colgaba una pequeña campana. ¿Sería la que habían oído? Todos convinieron en que sí, excepto uno, que afirmó que era demasiado pequeña y delicada para que pudiera oírse a tan gran distancia; eran distintos los sones capaces de conmover un corazón humano. El que así habló era un príncipe, y los otros dijeron: «Los de su especie siempre se las dan de mÔs listos que los demÔs».

Prosiguió, pues, solo su camino, y a medida que avanzaba sentía cada vez mÔs en su pecho la soledad del bosque; pero seguía oyendo la campanita junto a la que se habían quedado los demÔs, y a intervalos, cuando el viento traía los sones de la del pastelero, oía también los cantos que de allí procedían. Pero las campanadas graves seguían resonando mÔs fuertes, y pronto pareció como si, ademÔs, tocase un órgano; sus notas venían del lado donde estÔ el corazón.

Se produjo un rumoreo entre las zarzas y el príncipe vio ante sí a un muchacho calzado con zuecos y vestido con una chaqueta tan corta, que las mangas apenas le pasaban de los codos. Se conocieron enseguida, pues el mocito resultó ser aquel mismo confirmando que no había podido ir con sus compañeros por tener que devolver al hijo del posadero el traje y los zapatos. Una vez cumplido el compromiso, se había encaminado también al bosque en zuecos y pobremente vestido, atraído por los tañidos, tan graves y sonoros, de la campana.

  • Podemos ir juntos -dijo el prĆ­ncipe. Mas el pobre chico estaba avergonzado de sus zuecos, y, tirando de las cortas mangas de su chaqueta, alegó que no podrĆ­a alcanzarlo; creĆ­a ademĆ”s que la campana debĆ­a buscarse hacia la derecha, que es el lado de todo lo grande y magnĆ­fico. – En este caso no volveremos a encontrarnos respondió el prĆ­ncipe; y se despidió con un gesto amistoso. El otro se introdujo en la parte mĆ”s espesa del bosque, donde los espinos no tardaron en desgarrarle los ya mĆ­seros vestidos y ensangrentarse cara, manos y pies. TambiĆ©n el prĆ­ncipe recibió algunos araƱazos, pero el sol alumbraba su camino. Lo seguiremos, pues era un mocito avispado.
  • Ā”He de encontrar la campana! -dijo- aunque tenga que llegar al fin del mundo.

Los malcarados monos, desde las copas de los Ɣrboles, le enseƱaban los dientes con sus risas burlonas.

  • ĀæY si le diĆ©semos una paliza? -decĆ­an-. ĀæVamos a apedrearlo? Ā”Es un prĆ­ncipe!

Pero el mozo continuó infatigable bosque adentro, donde crecían las flores mÔs maravillosas. Había allí blancos lirios estrellados con estambres rojos como la sangre, tulipanes de color azul celeste, que centelleaban entre las enredaderas, y manzanos cuyos frutos parecían grandes y brillantes pompas de jabón. ”Cómo refulgían los Ôrboles a la luz del sol! En derredor, en torno a bellísimos prados verdes, donde el ciervo y la corza retozaban entre la alta hierba, crecían soberbios robles y hayas, y en los lugares donde se había desprendido la corteza de los troncos, hierbas y bejucos brotaban de las grietas. Había también vastos espacios de selva ocupados por plÔcidos lagos, en cuyas aguas flotaban blancos cisnes agitando las alas. El príncipe se detenía con frecuencia a escuchar; a veces le parecía que las graves notas de la campana salían de uno de aquellos lagos, pero muy pronto se percataba de que no venían de allí, sino demÔs adentro del bosque.

Se puso el sol, el aire tomó una tonalidad roja de fuego, mientras en la selva el silencio se hacía absoluto. El muchacho se hincó de rodillas y, después de cantar el salmo vespertino, dijo:

  • JamĆ”s encontrarĆ© lo que busco; ya se pone el sol y llega la noche, la noche oscura. Tal vez logre ver aĆŗn por Ćŗltima vez el sol, antes de que se oculte del todo bajo el horizonte. Voy a trepar a aquella roca; su cima es tan elevada como la de los Ć”rboles mĆ”s altos.

Y agarrÔndose a los sarmientos y raíces, se puso a trepar por las húmedas piedras, donde se arrastraban las serpientes de agua, y los sapos lo recibían croando; pero él llegó a la cumbre antes de que el astro, visto desde aquella altura, desapareciera totalmente.

”Gran Dios, qué maravilla! El mar, inmenso y majestuoso, cuyas largas olas rodaban hasta la orilla, extendíase ante él, y el sol, semejante a un gran altar reluciente, aparecía en el punto en que se unían el mar y el cielo. Todo se disolvía en radiantes colores, el bosque cantaba, y cantaba el océano, y su corazón les hacía coro; la Naturaleza entera se había convertido en un enorme y sagrado templo, cuyos pilares eran los Ôrboles y las nubes flotantes, cuya alfombra la formaban las flores y hierbas, y la espléndida cúpula el propio cielo. En lo alto se apagaron los rojos colores al desaparecer el sol, pero en su lugar se encendieron millones de estrellas como otras tantas lÔmparas diamantinas, y el príncipe extendió los brazos hacia el cielo, hacia el bosque y hacia el mar; y de pronto, viniendo del camino de la derecha, se presentó el muchacho pobre, con sus mangas cortas y sus zuecos; había llegado también a tiempo, recorrida su ruta. Los dos mozos corrieron al encuentro uno de otro y se cogieron de las manos en el gran templo de la Naturaleza y de la Poesía, mientras encima de ellos resonaba la santa campana invisible, y los espíritus bienaventurados la acompañaban en su vaivén cantando un venturoso aleluya.

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