Elije entre mas de 100 cuentos infantiles cortos, cuentos para dormir, cuentos para niƱos.

Abuelita

Algo

Bajo el Sauce

Buen Humor

Cada cosa en su sitio

Cinco en una Vaina

ColƔs el chico y ColƔs el Grande

Centro de mil aƱos

Dos pisones

El abecedarioĀ 

El abeto

El Alforfon

El Angel

El Ave Fenix

El Caracol y el Rosal

El cerro de los Elfos

El cofre Volador

El compaƱero de viaje

El cuello de camisa

El duende de la tienda

El elfo del rosal

El gollete de botella

El gorro de dormir del solteron

El intrƩpido soldadito de plomo

El jabali de bronce

El Jardinero y el SeƱor

El libro mudo

El lino

El nido de cisnes

El niƱo travieso

El Pacto de amistad

El patito feo

El pequeƱo Tuk

El porquerizo

El RuiseƱor

El Tullido

El ultimo dia

El ultimo sueƱo del viejo roble

El viejo farol

El Yesquero

En el mar remotoĀ 

Es la pura verdad

Historia de una madre

Holger el danƩs

Ib y Cristina

Juan el Lobo

La aguja de zurcir

La campana

La casa vieja

La espinosa senda del honor

La familia feliz

La gota de agua

La Gran serpiente de mar

La huchaĀ 

La llave de la casa

La margarita

La niƱa de los fosforos

La niƱa judia

La pareja de enamorados

La pastora y el deshollinador La piedra filosofal

La princesa del guisante

La princesa y el frijol

La reina de las nieves

Abuelita

Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho mĆ”s hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. TambiĆ©n sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchĆ­simas cosas, pues vivĆ­a ya mucho antes que papĆ” y mamĆ”, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cĆ”nticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lĆ”grimas a los ojos. ĀæPor quĆ© abuelita mirarĆ” asĆ­ la marchita rosa de su devocionario? ĀæNo lo sabes? Cada vez que las lĆ”grimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, esplĆ©ndido y verde, con los rayos del sol filtrĆ”ndose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa mĆ”s lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita. Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonrĆ­e – Ā”pero ya no es la sonrisa de abuelita! – sĆ­, y vuelve a sonreĆ­r. Ahora se ha marchado Ć©l, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no estĆ”, la rosa yace en el libro de cĆ”nticos, y… abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro. Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia. – Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueƱecito. Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvĆ­a mĆ”s y mĆ”s profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; habrĆ­ase dicho que lo baƱaba el sol… y entonces dijeron que estaba muerta. La pusieron en el negro ataĆŗd, envuelta en lienzos blancos. Ā”Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habĆ­an desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta. Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cĆ”nticos bajo su cabeza, pues ella lo habĆ­a pedido asĆ­, con la rosa entre las pĆ”ginas. Y asĆ­ enterraron a abuelita. En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció esplĆ©ndidamente, y los ruiseƱores acudĆ­an a cantar allĆ­, y desde la iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allĆ­; los niƱos podĆ­an ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho mĆ”s de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarĆ­an si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el fĆ©retro, y tierra dentro de Ć©l. El libro de cĆ”nticos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo tambiĆ©n. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseƱores, y enviando el órgano sus melodĆ­as. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verĆ”n a abuelita, joven y hermosa como antaƱo, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo.

Algo

 

  • Ā”Quiero ser algo! – decĆ­a el mayor de cinco hermanos. – Quiero servir de algo en este mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que sea, que sirva a mis semejantes, serĆ© algo. Los hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los fabrico, harĆ© algo real y positivo.
  • SĆ­, pero eso es muy poca cosa – replicó el segundo hermano. – Tu ambición es muy humilde: es trabajo de peón, que una mĆ”quina puede hacer. No, mĆ”s vale ser albaƱil. Eso sĆ­ es algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio. Quien lo profesa es admitido en el gremio y se convierte en ciudadano, con su bandera propia y su casa gremial. Si todo marcha bien, podrĆ© tener oficiales, me llamarĆ”n maestro, y mi mujer serĆ” la seƱora patrona. A eso llamo yo ser algo.
  • Ā”TonterĆ­as! – intervino el tercero. – Ser albaƱil no es nada. QuedarĆ”s excluido de los estamentos superiores, y en una ciudad hay muchos que estĆ”n por encima del maestro artesano. Aunque seas un hombre de bien, tu condición de maestro no te librarĆ” de ser lo que llaman un Ā« patĆ”n Ā». No, yo sĆ© algo mejor. SerĆ© arquitecto, seguirĆ© por la senda del Arte, del pensamiento, subirĆ© hasta el nivel mĆ”s alto en el reino de la inteligencia. HabrĆ© de empezar desde abajo, sĆ­; te lo digo sin rodeos: comenzarĆ© de aprendiz. LlevarĆ© gorra, aunque estoy acostumbrado a tocarme con sombrero de seda. IrĆ© a comprar aguardiente y cerveza para los oficiales, y ellos me tutearĆ”n, lo cual no me agrada, pero imaginarĆ© que no es sino una comedia, libertades propias del Carnaval. MaƱana, es decir, cuando sea oficial, emprenderĆ© mi propio camino, sin preocuparme de los demĆ”s. IrĆ© a la academia a aprender dibujo, y serĆ© arquitecto. Esto sĆ­ es algo. Ā”Y mucho!. Acaso me llamen seƱorĆ­a, y excelencia, y me pongan, ademĆ”s, algĆŗn tĆ­tulo delante y detrĆ”s, y venga edificar, como otros hicieron antes que yo. Y entretanto irĆ© construyendo mi fortuna. Ā”Ese algo vale la pena!
  • Pues eso que tĆŗ dices que es algo, se me antoja muy poca cosa, y hasta te dirĆ© que nada – dijo el cuarto. – No quiero tomar caminos trillados. No quiero ser un copista. Mi ambición es ser un genio, mayor que todos vosotros juntos. CrearĆ© un estilo nuevo, levantarĆ© el plano de los edificios segĆŗn el clima y los materiales del paĆ­s, haciendo que cuadren con su sentimiento nacional y la evolución de la Ć©poca, y les aƱadirĆ© un piso, que serĆ” un zócalo para el pedestal de mi gloria.
  • ĀæY si nada valen el clima y el material? – preguntó el quinto. – SerĆ­a bien sensible, pues no podrĆ­an hacer nada de provecho. El sentimiento nacional puede engreĆ­rse y perder su valor; la evolución de la Ć©poca puede escapar de tus manos, como se te escapa la juventud. Ya veo que en realidad ninguno de vosotros llegarĆ” a ser nada, por mucho que lo esperĆ©is. Pero haced lo que os plazca. Yo no voy a imitaros; me quedarĆ© al margen, para juzgar y criticar vuestras obras. En este mundo todo tiene sus defectos; yo los descubrirĆ© y sacarĆ© a la luz. Esto serĆ” algo.

AsĆ­ lo hizo, y la gente decĆ­a de Ć©l: Ā« Indudablemente, este hombre tiene algo. Es una cabeza despejada. Pero no hace nada Ā». Y, sin embargo, por esto precisamente era algo. Como veis, esto no es mĆ”s que un cuento, pero un cuento que nunca se acaba, que empieza siempre de nuevo, mientras el mundo sea mundo. Pero, ĀæquĆ© fue, a fin de cuentas, de los cinco hermanos? Escuchadme bien, que es toda una historia. El mayor, que fabricaba ladrillos, observó que por cada uno recibĆ­a una monedita, y aunque sólo fuera de cobre, reuniendo muchas de ellas se obtenĆ­a un brillante escudo. Ahora bien, dondequiera que vayĆ”is con un escudo, a la panaderĆ­a, a la carnicerĆ­a o a la sastrerĆ­a, se os abre la puerta y sólo tenĆ©is que pedir lo que os haga falta. He aquĆ­ lo que sale de los ladrillos. Los hay que se rompen o desmenuzan, pero incluso de Ć©stos se puede sacar algo. Una pobre mujer llamada Margarita deseaba construirse una casita sobre el malecón. El hermano mayor, que tenĆ­a un buen corazón, aunque no llegó a ser mĆ”s que un sencillo ladrillero, le dio todos los ladrillos rotos, y unos pocos enteros por aƱadidura. La mujer se construyó la casita con sus propias manos. Era muy pequeƱa; una de las ventanas estaba torcida; la puerta era demasiado baja, y el techo de paja hubiera podido quedar mejor. Pero, bien que mal, la casuca era un refugio, y desde ella se gozaba de una buena vista sobre el mar, aquel mar cuyas furiosas olas se estrellaban contra el malecón, salpicando con sus gotas salobres la pobre choza, y tal como era, Ć©sta seguĆ­a en pie mucho tiempo despuĆ©s de estar muerto el que habĆ­a cocido los ladrillos. El segundo hermano conocĆ­a el oficio de albaƱil, mucho mejor que la pobre Margarita, pues lo habĆ­a aprendido tal como se debe. Aprobado su examen de oficial, se echó la mochila al hombro y entonó la canción del artesano: Joven yo soy, y quiero correr mundo,Ā  e ir levantando casas por doquier,Ā  cruzar tierras, pasar el mar profundo,Ā  confiado en mi arte y mi valer. Ā  Y si a mi tierra regresara un dĆ­aĀ  atraĆ­do por el amor que allĆ­ dejĆ©,Ā  alĆ”rgame la mano, patria mĆ­a,Ā  y tĆŗ, casita que mĆ­a te llamĆ©. Ā  Y asĆ­ lo hizo. Regresó a la ciudad, ya en calidad de maestro, y contruyó casas y mĆ”s casas, una junto a otra, hasta formar toda una calle. Terminada Ć©sta, que era muy bonita y realzaba el aspecto de la ciudad, las casas edificaron para Ć©l una casita, de su propiedad. ĀæCómo pueden construir las casas? PregĆŗntaselo a ellas. Si no te responden, lo harĆ” la gente en su lugar, diciendo: Ā« SĆ­, es verdad, la calle le ha construido una casa Ā». Era pequeƱa y de pavimento de arcilla, pero bailando sobre Ć©l con su novia se volvió liso y brillante; y de cada piedra de la pared brotó una flor, con lo que las paredes parecĆ­an cubiertas de preciosos tapices. Fue una linda casa y una pareja feliz. La bandera del gremio ondeaba en la fachada, y los oficiales y aprendices gritaban Ā« Ā”Hurra por nuestro maestro! Ā». SĆ­, seƱor, aquĆ©l llegó a ser algo. Y murió siendo algo. Vino luego el arquitecto, el tercero de los hermanos, que habĆ­a empezado de aprendiz, llevando gorra y haciendo de mandadero, pero mĆ”s tarde habĆ­a ascendido a arquitecto, tras los estudios en la Academia, y fue honrado con los tĆ­tulos de SeƱorĆ­a y Excelencia. Y si las casas de la calle habĆ­an edificado una para el hermano albaƱil, a la calle le dieron el nombre del arquitecto, y la mejor casa de ella fue suya. Llegó a ser algo, sin duda alguna, con un largo tĆ­tulo delante y otro detrĆ”s. Sus hijos pasaban por ser de familia distinguida, y cuando murió, su viuda fue una viuda de alto copete… y esto es algo. Y su nombre quedó en el extremo de la calle y como nombre de calle siguió viviendo en labios de todos. Esto tambiĆ©n es algo, sĆ­ seƱor. Siguió despuĆ©s el genio, el cuarto de los hermanos, el que pretendĆ­a idear algo nuevo, aparte del camino trillado, y realzar los edificios con un piso mĆ”s, que debĆ­a inmortalizarle. Pero se cayó de este piso y se rompió el cuello. Eso sĆ­, le hicieron un entierro solemnĆ­simo, con las banderas de los gremios, mĆŗsica, flores en la calle y elogios en el periódico; en su honor se pronunciaron tres panegĆ­ricos, cada uno mĆ”s largo que el anterior, lo cual le habrĆ­a satisfecho en extremo, pues le gustaba mucho que hablaran de Ć©l. Sobre su tumba erigieron un monumento, de un solo piso, es verdad, pero esto es algo. El tercero habĆ­a muerto, pues, como sus tres hermanos mayores. Pero el Ćŗltimo, el razonador, sobrevivió a todos, y en esto estuvo en su papel, pues asĆ­ pudo decir la Ćŗltima palabra, que es lo que a Ć©l le interesaba. Como decĆ­a la gente, era la cabeza clara de la familia. Pero le llegó tambiĆ©n su hora, se murió y se presentó a la puerta del cielo, por la cual se entra siempre de dos en dos. Y he aquĆ­ que Ć©l iba de pareja con otra alma que deseaba entrar a su vez, y resultó ser la pobre vieja Margarita, la de la casa del malecón.

  • De seguro que serĆ” para realzar el contraste por lo que me han puesto de pareja con esta pobre alma – dijo el razonador -. ĀæQuien sois, abuelita? ĀæQuerĆ©is entrar tambiĆ©n? – le preguntó.

Inclinóse la vieja lo mejor que pudo, pensando que el que le hablaba era San Pedro en persona. – Soy una pobre mujer sencilla, sin familia, la vieja Margarita de la casita del malecón.

  • Ya, Āæy quĆ© es lo que hicisteis allĆ” abajo?
  • Bien poca cosa, en realidad. Nada que pueda valerme la entrada aquĆ­. SerĆ” una gracia muy grande de Nuestro SeƱor, si me admiten en el ParaĆ­so.
  • ĀæY cómo fue que os marchasteis del mundo? – siguió preguntando Ć©l, sólo por decir algo, pues al hombre le aburrĆ­a la espera.
  • La verdad es que no lo sĆ©. El Ćŗltimo aƱo lo pasĆ© enferma y pobre. Un dĆ­a no tuve mĆ”s remedio que levantarme y salir, y me encontrĆ© de repente en medio del frĆ­o y la helada. Seguramente no pude resistirlo. Le contarĆ© cómo ocurrió: Fue un invierno muy duro, pero hasta entonces lo habĆ­a aguantado. El viento se calmó por unos dĆ­as, aunque hacĆ­a un frĆ­o cruel, como Vuestra SeƱorĆ­a debe saber. La capa de hielo entraba en el mar hasta perderse de vista. Toda la gente de la ciudad habĆ­a salido a pasear sobre el hielo, a patinar, como dicen ellos, y a bailar, y tambiĆ©n creo que habĆ­a mĆŗsica y merenderos. Yo lo oĆ­a todo desde mi pobre cuarto, donde estaba acostada. Esto duró hasta el anochecer. HabĆ­a salido ya la luna, pero su luz era muy dĆ©bil. MirĆ© al mar desde mi cama, y entonces vi que de allĆ­ donde se tocan el cielo y el mar subĆ­a una maravillosa nube blanca. Me quedĆ© mirĆ”ndola y vi un punto negro en su centro, que crecĆ­a sin cesar; y entonces supe lo que aquello significaba – pues soy vieja y tengo experiencia, – aunque no es frecuente ver el signo. Yo lo conocĆ­ y sentĆ­ espanto. Durante mi vida lo habĆ­a visto dos veces, y sabĆ­a que anunciaba una espantosa tempestad, con una gran marejada que sorprenderĆ­a a todos aquellos desgraciados que allĆ­ estaban, bebiendo, saltando y divirtiĆ©ndose. Toda la ciudad habĆ­a salido, viejos y jóvenes. Ā”QuiĆ©n podĆ­a prevenirlos, si nadie veĆ­a el signo ni se daba cuenta de lo que yo observaba! SentĆ­ una angustia terrible, y me entró una fuerza y un vigor como hacĆ­a mucho tiempo no habla sentido. SaltĆ© de la cama y me fui a la ventana; no pude ir mĆ”s allĆ”. ConseguĆ­ abrir los postigos, y vi a muchas personas que corrĆ­an y saltaban por el hielo y vi las lindas banderitas y oĆ­ los hurras de los chicos y los cantos de los mozos y mozas. Todo era bullicio y alegrĆ­a, y mientras tanto la blanca nube con el punto negro iba creciendo por momentos. GritĆ© con todas mis fuerzas, pero nadie me oyó, pues estaban demasiado lejos. La tempestad no tardarĆ­a en estallar, el hielo se resquebrajarĆ­a y harĆ­a pedazos, y todos aquĆ©llos, hombres y mujeres, niƱos y mayores, se hundirĆ­an en el mar, sin salvación posible. Ellos no podĆ­an oĆ­rme, y yo no podĆ­a ir hasta ellos. ĀæCómo conseguir que viniesen a tierra? Dios Nuestro SeƱor me inspiró la idea de pegar fuego a mĆ­ cama.

MĆ”s valĆ­a que se incendiara mi casa, a que todos aquellos infelices pereciesen. EncendĆ­ el fuego, vi la roja llama, salĆ­ a la puerta… pero allĆ­ me quedĆ© tendida, con las fuerzas agotadas. Las llamas se agrandaban a mi espalda, saliendo por la ventana y por encima del tejado. Los patinadores las vieron y acudieron corriendo en mi auxilio, pensando que iba a morir abrasada. Todos vinieron hacia el malecón. Los oĆ­ venir, pero al mismo tiempo oĆ­ un estruendo en el aire, como el tronar de muchos caƱones. La ola de marea levantó el hielo y lo hizo pedazos, pero la gente pudo llegar al malecón, donde las chispas me caĆ­an encima. Todos estaban a salvo. Yo, en cambio, no pude resistir el frĆ­o y el espanto, y por esto he venido aquĆ­, a la puerta del cielo. Dicen que estĆ” abierta para los pobres como yo. Y ahora ya no tengo mi casa. ĀæQuĆ© le parece, me dejarĆ”n entrar? Abrióse en esto la puerta del cielo, y un Ć”ngel hizo entrar a la mujer. De Ć©sta cayó una brizna de paja, una de las que habĆ­a en su cama cuando la incendió para salvar a los que estaban en peligro. La paja se transformó en oro, pero en un oro que crecĆ­a y echaba ramas, que se trenzaban en hermosĆ­simos arabescos.

  • ĀæVes? – dijo el Ć”ngel al razonador – esto lo ha traĆ­do la pobre mujer. Y tĆŗ, ĀæquĆ© traes? Nada, bien lo sĆ©. No has hecho nada, ni siquiera un triste ladrillo. PodrĆ­as volverte y, por lo menos, traer uno. De seguro que estarĆ­a mal hecho, siendo obra de tus manos, pero algo valdrĆ­a la buena voluntad. Por desgracia, no puedes volverte, y nada puedo hacer por ti.

Entonces, aquella pobre alma, la mujer de la casita del malecón, intercedió por él:

  • Su hermano me regaló todos los ladrillos y trozos con los que pude levantar mi humilde casa. Fue un gran favor que me hizo. ĀæNo servirĆ­an todos aquellos trozos como un ladrillo para Ć©l? Es una gracia que pido. La necesita tanto, y puesto que estamos en el reino de la gracia…
  • Tu hermano, a quien tĆŗ creĆ­as el de mĆ”s cortos alcances – dijo el Ć”ngel – aquĆ©l cuya honrada labor te parecĆ­a la mĆ”s baja, te da su óbolo celestial. No serĆ”s expulsado. Se te permitirĆ” permanecer ahĆ­ fuera reflexionando y reparando tu vida terrenal; pero no entrarĆ”s mientras no hayas hecho una buena acción.
  • Yo lo habrĆ­a sabido decir mejor – pensó el pedante, pero no lo dijo en voz alta, y esto ya es algo.

 

Un vƭdeo simpƔtico y riquƭsimo

Bajo el sauce

La comarca de Kjƶge es Ć”cida y pelada; la ciudad estĆ” a orillas del mar, y esto es siempre una ventaja, pero es innegable que podrĆ­a ser mĆ”s hermosa de lo que es en realidad; todo alrededor son campos lisos, y el bosque queda a mucha distancia. Sin embargo, cuando nos encontramos a gusto en un lugar, siempre descubrimos algo de bello en Ć©l, y mĆ”s tarde lo echaremos de menos, aunque nos hallemos en el sitio mĆ”s hermoso del mundo. Y forzoso es admitir que en verano tienen su belleza los arrabales de Kjƶge, con sus pobres jardincitos extendidos hasta el arroyo que allĆ­ se vierte en el mar; y asĆ­ lo creĆ­an en particular Knud y Juana, hijos de dos familias vecinas, que jugaban juntos y se reunĆ­an atravesando a rastras los groselleros. En uno de los jardines crecĆ­a un saĆŗco, en el otro un viejo sauce, y debajo de Ć©ste gustaban de jugar sobre todo los niƱos; y se les permitĆ­a hacerlo, a pesar de que el Ć”rbol estaba muy cerca del rĆ­o, y los chiquillos corrĆ­an peligro de caer en Ć©l. Pero el ojo de Dios vela sobre los pequeƱuelos – de no ser asĆ­, Ā”mal irĆ­an las cosas! -. Por otra parte, los dos eran muy prudentes; el niƱo tenĆ­a tanto miedo al agua, que en verano no habĆ­a modo de llevarlo a la playa, donde tan a gusto chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo hacĆ­a objeto de la burla general, y Ć©l tenĆ­a que aguantarla. Un dĆ­a la hijita del vecino, Juana, soñó que navegaba en un bote de vela en la BahĆ­a de Kjƶge, y que Knud se dirigĆ­a hacia ella vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y despuĆ©s lo cubrió por entero. Desde el momento en que Knud se enteró de aquel sueƱo, ya no soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo como prueba al sueƱo de Juana. Ɖste era su orgullo, mas no por eso se acercaba al mar. Los pobres padres se reunĆ­an con frecuencia, y Knud y Juana jugaban en los jardines y en el camino plantado de sauces que discurrĆ­a a lo largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos Ć”rboles, pues tenĆ­an las copas como podadas, pero no los habĆ­an plantado para adorno, sino para utilidad; mĆ”s hermoso era el viejo sauce del jardĆ­n a cuyo pie, segĆŗn ya hemos dicho, jugaban a menudo los dos amiguitos. En la ciudad de Kjƶge hay una gran plaza-mercado, en la que, durante la feria anual, se instalan verdaderas calles de puestos que venden cintas de seda, calzados y todas las cosas imaginables. HabĆ­a entonces un gran gentĆ­o, y generalmente llovĆ­a; ademĆ”s, apestaba a sudor de las chaquetas de los campesinos, aunque olĆ­a tambiĆ©n a exquisito alajĆŗ, del que habĆ­a toda una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era que el hombre que lo vendĆ­a se alojaba, durante la feria, en casa de los padres de Knud, y, naturalmente, lo obsequiaba con un pequeƱo pan de especias, del que participaba tambiĆ©n Juana. Pero habĆ­a algo que casi era mĆ”s hermoso todavĆ­a: el comerciante sabĆ­a contar historias de casi todas las cosas, incluso de sus turrones, y una velada explicó una que produjo tal impresión en los niƱos, que jamĆ”s pudieron olvidarla; por eso serĆ” conveniente que la oigamos tambiĆ©n nosotros, tanto mĆ”s, cuanto que es muy breve. – Sobre el mostrador – empezó el hombre – habĆ­a dos moldes de alajĆŗ, uno en figura de un hombre con sombrero, y el otro en forma de mujer sin sombrero, pero con una mancha de oropel en la cabeza; tenĆ­an la cara de lado, vuelta hacia arriba, y habĆ­a que mirarlos desde aquel Ć”ngulo y no del revĆ©s, pues jamĆ”s hay que mirar asĆ­ a una persona. El hombre llevaba en el costado izquierdo una almendra amarga, que era el corazón, mientras la mujer era dulce toda ella. Estaban para muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho tiempo allĆ­, por lo que se enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha de salir algo de tal situación. Ā«Es hombre, y por tanto, tiene que ser el primero en hablarĀ», pensaba ella; no obstante, se habrĆ­a dado por satisfecha con saber que su amor era correspondido. Los pensamientos de Ć©l eran mucho mĆ”s ambiciosos, como siempre son los hombres; soƱaba que era un golfo callejero y que tenĆ­a cuatro chelines, con los cuales se compraba la mujer y se la comĆ­a. AsĆ­ continuaron por espacio de dĆ­as y semanas en el mostrador, y cada dĆ­a estaban mĆ”s secos; y los pensamientos de ella eran cada vez mĆ”s tiernos y femeninos: Ā«Me doy por contenta con haber estado sobre la mesa con Ć©lĀ», pensó, y se rompió por la mitad. Ā«Si hubiese conocido mi amor, de seguro que habrĆ­a resistido un poco mĆ”sĀ», pensó Ć©l. – Y Ć©sta es la historia y aquĆ­ estĆ”n los dos – dijo el turronero. – Son notables por su vida y por su silencioso amor, que nunca conduce a nada. Ā”Vedlos ahĆ­! – y dio a Juana el hombre, sano y entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niƱos les habĆ­a emocionado tanto el cuento, que no tuvieron Ć”nimos para comerse la enamorada pareja. Al dĆ­a siguiente se dirigieron, con las dos figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano como en invierno, de un rico tapiz de hiedra; pusieron al sol los pasteles, entre los verdes zarcillos, y contaron a un grupo de otros niƱos la historia de su amor, mudo e inĆŗtil, y todos la encontraron maravillosa; y cuando volvieron a mirar a la pareja de alajĆŗ, un muchacho grandote se habĆ­a comido ya la mujer despedazada, y esto, por pura maldad. Los niƱos se echaron a llorar, y luego – y es de suponer que lo hicieron para que el pobre hombre no quedase solo en el mundo – se lo comieron tambiĆ©n; pero en cuanto a la historia, no la olvidaron nunca. Los dos chiquillos seguĆ­an reuniĆ©ndose bajo el sauce o junto al saĆŗco, y la niƱa cantaba canciones bellĆ­simas con su voz argentina. A Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la garganta, pero al menos se sabĆ­a la letra, y mĆ”s vale esto que nada. La gente de Kjƶge, y entre ella la seƱora de la quincallerĆ­a, se detenĆ­an a escuchar a Juana. – Ā”QuĆ© voz mĆ”s dulce! – decĆ­an. Aquellos dĆ­as fueron tan felices, que no podĆ­an durar siempre. Las dos familias vecinas se separaron; la madre de la niƱa habĆ­a muerto, el padre deseaba ir a Copenhague, para volver a casarse y buscar trabajo; querĆ­a establecerse de mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los vecinos se despidieron con lĆ”grimas, y sobre todo lloraron los niƱos; los padres se prometieron mutuamente escribirse por lo menos una vez al aƱo. Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya mayorcito y no se le podĆ­a dejar ocioso por mĆ”s tiempo. Entonces recibió la confirmación. Ā”Ah, quĆ© no hubiera dado por estar en Copenhague aquel dĆ­a solemne, y ver a Juanita! Pero no pudo ir, ni habĆ­a estado nunca, a pesar de que no distaba mĆ”s de cinco millas de Kjƶge. Sin embargo, a travĆ©s de la bahĆ­a, y con tiempo despejado, Knud habĆ­a visto sus torres, y el dĆ­a de la confirmación distinguió claramente la brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra SeƱora. Ā”Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, Āæse acordarĆ­a de Ć©l? SĆ­, se acordaba. Hacia Navidad llegó una carta de su padre para los de Knud. Las cosas les iban muy bien en Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz, iba a tener una gran suerte; habĆ­a ingresado en el teatro lĆ­rico; ya ganaba algĆŗn dinerillo, y enviaba un escudo a sus queridos vecinos de Kjƶge para que celebrasen unas alegres Navidades. QuerĆ­a que bebiesen a su salud, y la niƱa habĆ­a aƱadido de su puƱo y letra estas palabras: «”Afectuosos saludos a Knud!Ā». Todos derramaron lĆ”grimas, a pesar de que las noticias eran muy agradables; pero tambiĆ©n se llora de alegrĆ­a. DĆ­a tras dĆ­a Juana habĆ­a ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el muchacho que tambiĆ©n ella se acordaba de Ć©l, y cuanto mĆ”s se acercaba el tiempo en que ascenderĆ­a a oficial zapatero, mĆ”s claramente se daba cuenta de que estaba enamorado de Juana y de que Ć©sta debĆ­a ser su mujer; y siempre que le venĆ­a esta idea se dibujaba una sonrisa en sus labios y tiraba con mayor fuerza del hilo, mientras tesaba el tirapiĆ©; a veces se clavaba la lezna en un dedo, pero Ā”quĆ© importa! Desde luego que no serĆ­a mudo, como los dos moldes de alajĆŗ; la historia habĆ­a sido una buena lección. Y ascendió a oficial. Colgóse la mochila al hombro, y por primera vez en su vida se dispuso a Ā  trasladarse Ā Ā Ā Ā  a Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  Copenhague; ya Ā Ā Ā Ā Ā Ā  habĆ­a encontrado allĆ­ un maestro. Ā”QuĆ© sorprendida quedarĆ­a Juana, y quĆ© contenta! Contaba ahora 16 aƱos, y Ć©l, 19. Ya en Kjƶge, se le ocurrió comprarle un anillo de oro, pero luego pensó que seguramente los encontrarĆ­a Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  mucho Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  mĆ”s Ā Ā Ā  hermosos en Copenhague. Se despidió de sus padres, y un dĆ­a lluvioso de otoƱo emprendió el camino de la capital; las hojas caĆ­an de los Ć”rboles, y calado hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a la casa de su nuevo patrón. El primer domingo se dispuso a visitar al padre de Juana. Sacó del baĆŗl su vestido de oficial y el nuevo sombrero que se trajera de Kjƶge y que tan bien le sentaba; antes habĆ­a usado siempre gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los muchos peldaƱos que conducĆ­an al piso. Ā”Era para dar vĆ©rtigo la manera cómo la gente se apilaba en aquella enmaraƱada ciudad! La vivienda respiraba bienestar, y el padre de Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa no la conocĆ­a, pero ella le alargó la mano y lo invitó a tomar cafĆ©.

  • Juana estarĆ” contenta de verte – dijo el padre -. Te has vuelto un buen mozo. Ya la verĆ”s; es una muchacha que me da muchas alegrĆ­as y, Dios mediante, me darĆ” mĆ”s aĆŗn. Tiene su propia habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre llamó delicadamente a la puerta, como si fuese un forastero, y entraron – Ā”quĆ© hermoso era allĆ­! -. Seguramente en todo Kjƶge no habĆ­a un aposento semejante: ni la propia Reina lo tendrĆ­a mejor. HabĆ­a alfombras; en las ventanas, cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de terciopelo autĆ©ntico y en derredor flores y cuadros, ademĆ”s de un espejo en el que uno casi podĆ­a meterse, pues era grande como una puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y, sin embargo, sólo veĆ­a a Juana; era una moza ya crecida, muy distinta de como la imaginara, sólo que mucho mĆ”s hermosa; en toda Kjƶge no se encontrarĆ­a otra como ella; Ā”quĆ© fina y delicada! La primera mirada que dirigió a Knud fue la de una extraƱa, pero duró sólo un instante; luego se precipitó hacia Ć©l como si quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó. SĆ­, estaba muy contenta de volver a ver al amigo de su niƱez. ĀæNo brillaban lĆ”grimas en sus ojos? Y despuĆ©s empezó a preguntar y a contar, pasando desde los padres de Knud hasta el saĆŗco y el sauce; madre saĆŗco y padre sauce, como los llamaba, cual si fuesen personas; pero bien podĆ­an pasar por tales, si lo habĆ­an sido los pasteles de alajĆŗ. De Ć©stos habló tambiĆ©n y de su mudo amor, cuando estaban en el mostrador y se partieron… y la muchacha se reĆ­a con toda el alma, mientras la sangre afluĆ­a a las mejillas de Knud, y su corazón palpitaba con violencia desusada. No, no se habĆ­a vuelto orgullosa. Y ella fue tambiĆ©n la causante – bien se fijó Knud – de que sus padres lo invitasen a pasar la velada con ellos. Sirvió el tĆ© y le ofreció con su propia mano una taza luego cogió un libro y se puso a leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo que leĆ­a trataba de su amor, hasta tal punto concordaba con sus pensamientos. Luego cantó una sencilla canción, pero cantada por ella se convirtió en toda una historia; era como si su corazón se desbordase en ella. SĆ­, indudablemente querĆ­a a Knud. Las lĆ”grimas rodaron por las mejillas del muchacho sin poder Ć©l impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra de su boca; se acusaba de tonto a sĆ­ mismo, pero ella le estrechó la mano y le dijo:
  • Tienes un buen corazón, Knud. SĆ© siempre como ahora.

Fue una velada inolvidable. Son ocasiones después de las cuales no es posible dormir, y Knud se pasó la noche despierto.

Fiesta infantil de Trolls

Ā Buen Humor

Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ĀæquiĆ©n era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en total contradicción con su oficio. Y, ĀæcuĆ”l era su oficio, su posición en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: Ā«Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oĆ­r hablarĀ». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su profesión lo situó a la cabeza de los personajes mĆ”s conspicuos de la ciudad, y allĆ­ estaba en su pleno derecho, pues aquĆ©l era su verdadero puesto. TenĆ­a que ir siempre delante: del obispo, de los prĆ­ncipes de la sangre…; sĆ­, seƱor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fĆŗnebres. Bueno, pues ya lo sabĆ©is. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veĆ­an a mi padre sentado allĆ” arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con la que representan al sol, no habĆ­a manera de pensar en el luto ni en la tumba. Aquella cara decĆ­a: Ā«No os preocupĆ©is. A lo mejor no es tan malo como lo pintanĀ». Pues bien, de Ć©l he heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allĆ­ con un espĆ­ritu alegre, y otra cosa, todavĆ­a: me llevo siempre el periódico, como Ć©l hacĆ­a tambiĆ©n. Ya no soy tan joven como antes, no tengo mujer ni hijos, ni tampoco biblioteca, pero, como ya he dicho, compro el periódico, y con Ć©l me basta; es el mejor de los periódicos, el que leĆ­a tambiĆ©n mi padre. Resulta muy Ćŗtil para muchas cosas, y ademĆ”s trae todo lo que hay que saber: quiĆ©n predica en las iglesias, y quiĆ©n lo hace en los libros nuevos; dónde se encuentran casas, criados, ropas y alimentos; quiĆ©n efectĆŗa Ā«liquidacionesĀ», y quiĆ©n se marcha. Y luego, uno se entera de tantos actos caritativos y de tantos versos ingenuos que no hacen daƱo a nadie, anuncios matrimoniales, citas que uno acepta o no, y todo de manera tan sencilla y natural. Se puede vivir muy bien y muy felizmente, y dejar que lo entierren a uno, cuando se tiene el Ā«NoticieroĀ»; al llegar al final de la vida se tiene tantĆ­simo papel, que uno puede tenderse encima si no le parece apropiado descansar sobre virutas y serrĆ­n. El Ā«NoticieroĀ» y el cementerio son y han sido siempre las formas de ejercicio que mĆ”s han hablado a mi espĆ­ritu, mis balnearios preferidos para conservar el buen humor. Ahora bien, por el periódico puede pasear cualquiera; pero venĆ­os conmigo al cementerio. Vamos allĆ” cuando el sol brilla y los Ć”rboles estĆ”n verdes; paseĆ©monos entonces por entre las tumbas, Cada una de ellas es como un libro cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el tĆ­tulo, que dice lo que la obra contiene, y, sin embargo, nada dice; pero yo conozco el intrĆ­ngulis, lo sĆ© por mi padre y por mĆ­ mismo. Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me he compuesto yo mismo para mi servicio y gusto. En Ć©l estĆ”n todos juntos y aĆŗn algunos mĆ”s. Ya estamos en el cementerio. DetrĆ”s de una reja pintada de blanco, donde antaƱo crecĆ­a un rosal – hoy no estĆ”, pero unos tallos de siempreviva de la sepultura contigua han extendido hasta aquĆ­ sus dedos, y mĆ”s vale esto que nada -, reposa un hombre muy desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le faltaba su buena rentecita y aĆŗn algo mĆ”s, pero se tomaba el mundo, en todo caso, el Arte, demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro dispuesto a disfrutar con toda su alma, se ponĆ­a frenĆ©tico sólo porque el tramoyista iluminaba demasiado la cara de la luna, o porque las bambalinas colgaban delante de los bastidores en vez de hacerlo por detrĆ”s, o porque salĆ­a una palmera en un paisaje de Dinamarca, un cacto en el Tirol o hayas en el norte de Noruega. ĀæAcaso tiene eso la menor importancia? ĀæQuiĆ©n repara en estas cosas? Es la comedia lo que debe causaros placer. Tan pronto el pĆŗblico aplaudĆ­a demasiado, como no aplaudĆ­a bastante. – Esta leƱa estĆ” hĆŗmeda -decĆ­a-, no quemarĆ” esta noche -. Y luego se volvĆ­a a ver quĆ© gente habĆ­a, y notaba que se reĆ­an a deshora, en ocasiones en que la risa no venĆ­a a cuento, y el hombre se encolerizaba y sufrĆ­a. No podĆ­a soportarlo, y era un desgraciado. Y helo aquĆ­: hoy reposa en su tumba. AquĆ­ yace un hombre feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de alta cuna; y Ć©sta fue su dicha, ya que, por lo demĆ”s, nunca habrĆ­a sido nadie; pero en la Naturaleza estĆ” todo tan bien dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en ello. Iba siempre con bordados por delante y por detrĆ”s, y ocupaba su sitio en los salones, como se coloca un costoso cordón de campanilla bordado en perlas, que tiene siempre detrĆ”s otro cordón bueno y recio que hace el servicio. TambiĆ©n Ć©l llevaba detrĆ”s un buen cordón, un hombre de paja encargado de efectuar el servicio. Todo estĆ” tan bien dispuesto, que a uno no pueden por menos que alegrĆ”rsele las pajarillas. Descansa aquĆ­ – Ā”esto sĆ­ que es triste! -, descansa aquĆ­ un hombre que se pasó sesenta y siete aƱos reflexionando sobre la manera de tener una buena ocurrencia. Vivió sólo para esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente buena a su juicio, y le dio una alegrĆ­a tal, que se murió de ella, con lo que nadie pudo aprovecharse, pues a nadie la comunicó. Y mucho me temo que por causa de aquella buena idea no encuentre reposo en la tumba; pues suponiendo que no se trate de una ocurrencia de esas que sólo pueden decirse a la hora del desayuno – pues de otro modo no producen efecto -, y de que Ć©l, como buen difunto, y segĆŗn es general creencia, sólo puede aparecerse a medianoche, resulta que no siendo la ocurrencia adecuada para dicha hora, nadie se rĆ­e, y el hombre tiene que volverse a la sepultura con su buena idea. Es una tumba realmente triste. AquĆ­ reposa una mujer codiciosa. En vida se levantaba por la noche a maullar para hacer creer a los vecinos que tenĆ­a gatos; Ā”hasta tanto llegaba su avaricia! AquĆ­ yace una seƱorita de buena familia; se morĆ­a por lucir la voz en las veladas de sociedad, y entonces cantaba una canción italiana que decĆ­a: Ā«Mi manca la voce!Ā» («”Me falta la voz!Ā»). Es la Ćŗnica verdad que dijo en su vida. Yace aquĆ­ una doncella de otro cuƱo. Cuando el canario del corazón empieza a cantar, la razón se tapa los oĆ­dos con los dedos. La hermosa doncella entró en la gloria del matrimonio… Es Ć©sta una historia de todos los dĆ­as, y muy bien contada ademĆ”s. Ā”Dejemos en paz a los muertos! AquĆ­ reposa una viuda, que tenĆ­a miel en los labios y bilis en el corazón. Visitaba las familias a la caza de los defectos del prójimo, de igual manera que en dĆ­as pretĆ©ritos el Ā«amigo policĆ­aĀ» iba de un lado a otro en busca de una placa de cloaca que no estaba en su sitio. Tenemos aquĆ­ un panteón de familia. Todos los miembros de ella estaban tan concordes en sus opiniones, que aun cuando el mundo entero y el periódico dijesen: Ā«Es asĆ­Ā», si el benjamĆ­n de la casa decĆ­a, al llegar de la escuela: Ā«Pues yo lo he oĆ­do de otro modoĀ», su afirmación era la Ćŗnica fidedigna, pues el chico era miembro de la familia. Y no habĆ­a duda: si el gallo del corral acertaba a cantar a media noche, era seƱal de que rompĆ­a el alba, por mĆ”s que el vigilante y todos los relojes de la ciudad se empeƱasen en decir que era medianoche. El gran Goethe cierra su Fausto con estas palabras: Ā«Puede continuarseĀ», Lo mismo podrĆ­amos decir de nuestro paseo por el cementerio. Yo voy allĆ­ con frecuencia; cuando alguno de mis amigos, o de mis no amigos se pasa de la raya conmigo, me voy allĆ­, busco un buen trozo de cĆ©sped y se lo consagro, a Ć©l o a ella, a quien sea que quiero enterrar, y lo entierro enseguida; y allĆ­ se estĆ”n muertecitos e impotentes hasta que resucitan, nuevecitos y mejores. Su vida y sus acciones, miradas desde mi atalaya, las escribo en mi libro funerario. Y asĆ­ debieran proceder todas las personas; no tendrĆ­an que encolerizarse cuando alguien les juega una mala pasada, sino enterrarlo enseguida, conservar el buen humor y el Ā«NoticieroĀ», este periódico escrito por el pueblo mismo, aunque a veces inspirado por otros. Cuando suene la hora de encuadernarme con la historia de mi vida y depositarme en la tumba, poned esta inscripción: Ā«Un hombre de buen humorĀ». Ɖsta es mi historia.

Cada cosa en su sitio

Hace de esto mÔs de cien años. DetrÔs del bosque, a orillas de un gran lago, se levantaba un viejo palacio, rodeado por un profundo foso en el que crecían cañaverales, juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se inclinaban sobre las cañas. Desde el valle llegaban sones de cuernos y trotes de caballos; por eso la zagala se daba prisa en sacar los gansos del puente antes de que llegase la partida de cazadores. Venía ésta a todo galope, y la muchacha hubo de subirse de un brinco a una de las altas piedras que sobresalían junto al puente, para no ser atropellada. Era casi una niña, delgada y flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos maravillosamente límpidos. Mas el noble caballero no reparó en ellos; a pleno galope, blandiendo el lÔtigo, por puro capricho dio con él en el pecho de la pastora, con tanta fuerza que la derribó.

  • Ā”Cada cosa en su sitio! -exclamó-. Ā”El tuyo es el estercolero! -y soltó una carcajada, pues el chiste le pareció gracioso, y los demĆ”s le hicieron coro. Todo el grupo de cazadores prorrumpió en un estruendoso griterĆ­o, al que se sumaron los ladridos de los perros. Era lo que dice la canción:

«”Borrachas llegan las ricas aves!». Dios sabe lo rico que era. La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En cuanto los señores y la jauría hubieron desaparecido por la puerta, ella trató de salir de su atolladero, pero la rama se quebró, y la muchachita cayó en medio del cañaveral, sintiendo en el mismo momento que la sujetaba una mano robusta. Era un buhonero, que, habiendo presenciado toda la escena desde alguna distancia, corrió en su auxilio.

  • Ā”Cada cosa en su sitio! -dijo, remedando al noble en tono de burla y poniendo a la muchacha en un lugar seco. Luego intentó volver a adherir la rama quebrada al Ć”rbol; pero eso de Ā«cada cosa en su sitioĀ» no siempre tiene aplicación, y asĆ­ la clavó en la tierra reblandecida -. Crece si puedes; crece hasta convertirte en una buena flauta para la gente del castillo -. Con ello querĆ­a augurar al noble y los suyos un bien merecido castigo. Subió despuĆ©s al palacio, aunque no pasó al salón de fiestas; no era bastante distinguido para ello. Sólo le permitieron entrar en la habitación de la servidumbre, donde fueron examinadas sus mercancĆ­as y discutidos los precios. Pero del salón donde se celebraba el banquete llegaba el griterĆ­o y alboroto de lo que querĆ­an ser canciones; no sabĆ­an hacerlo mejor. Resonaban las carcajadas y los ladridos de los perros. Se comĆ­a y bebĆ­a con el mayor desenfreno. El vino y la cerveza espumeaban en copas y jarros, y los canes favoritos participaban en el festĆ­n; los seƱoritos los besaban despuĆ©s de secarles el hocico con las largas orejas colgantes. El buhonero fue al fin introducido en el salón, con sus mercancĆ­as; sólo querĆ­an divertirse con Ć©l. El vino se les habĆ­a subido a la cabeza, expulsando de ella a la razón. Le sirvieron cerveza en un calcetĆ­n para que bebiese con ellos, Ā”pero deprisa! Una ocurrencia por demĆ”s graciosa, como se ve. RebaƱos enteros de ganado, cortijos con sus campesinos fueron jugados y perdidos a una sola carta.
  • Ā”Cada cosa en su sitio! -dijo el buhonero cuando hubo podido escapar sano y salvo de aquella Sodoma y Gomorra, como Ć©l la llamó-. Mi sitio es el camino, bajo el cielo, y no allĆ” arriba -. Y desde el vallado se despidió de la zagala con un gesto de la mano.

Pasaron dĆ­as y semanas, y aquella rama quebrada de sauce que el buhonero plantara junto al foso, seguĆ­a verde y lozana; incluso salĆ­an de ella nuevos vĆ”stagos. La doncella vio que habĆ­a echado raĆ­ces, lo cual le produjo gran contento, pues le parecĆ­a que era su propio Ć”rbol. Y asĆ­ fue prosperando el joven sauce, mientras en la propiedad todo decaĆ­a y marchaba del revĆ©s, a fuerza de francachelas y de juego: dos ruedas muy poco apropiadas para hacer avanzar el carro. No habĆ­an transcurrido aĆŗn seis aƱos, cuando el noble hubo de abandonar su propiedad convertido en pordiosero, sin mĆ”s haber que un saco y un bastón. La compró un rico buhonero, el mismo que un dĆ­a fuera objeto de las burlas de sus antiguos propietarios, cuando le sirvieron cerveza en un calcetĆ­n. Pero la honradez y la laboriosidad llaman a los vientos favorables, y ahora el comerciante era dueƱo de la noble mansión. Desde aquel momento quedaron desterrados de ella los naipes. – Ā”Mala cosa! decĆ­a el nuevo dueƱo-. Viene de que el diablo, despuĆ©s que hubo leĆ­do la Biblia, quiso fabricar una caricatura de ella e ideo el juego de cartas. El nuevo seƱor contrajo matrimonio – Āæcon quiĆ©n dirĆ­as? – Pues con la zagala, que se habĆ­a conservado honesta, piadosa y buena. Y en sus nuevos vestidos aparecĆ­a tan pulcra y distinguida como si hubiese nacido en noble cuna. ĀæCómo ocurrió la cosa? Bueno, para nuestros tiempos tan ajetreados serĆ­a Ć©sta una historia demasiado larga, pero el caso es que sucedió; y ahora viene lo mĆ”s importante. En la antigua propiedad todo marchaba a las mil maravillas; la madre cuidaba del gobierno domĆ©stico, y el padre, de las faenas agrĆ­colas. LlovĆ­an sobre ellos las bendiciones; la prosperidad llama a la prosperidad. La vieja casa seƱorial fue reparada y embellecida; se limpiaron los fosos y se plantaron en ellos Ć”rboles frutales; la casa era cómoda, acogedora, y el suelo, brillante y limpĆ­simo. En las veladas de invierno, el ama y sus criadas hilaban lana y lino en el gran salón, y los domingos se leĆ­a la Biblia en alta voz, encargĆ”ndose de ello el Consejero comercial, pues a esta dignidad habĆ­a sido elevado el ex-buhonero en los Ćŗltimos aƱos de su vida. CrecĆ­an los hijos – pues habĆ­an venido hijos -, y todos recibĆ­an buena instrucción, aunque no todos eran inteligentes en el mismo grado, como suele suceder en las familias. La rama de sauce se habĆ­a convertido en un Ć”rbol exuberante, y crecĆ­a en plena libertad, sin ser podado. – Ā”Es nuestro Ć”rbol familiar! -decĆ­a el anciano matrimonio, y no se cansaban de recomendar a sus hijos, incluso a los mĆ”s ligeros de cascos, que lo honrasen y respetasen siempre. Y ahora dejamos transcurrir cien aƱos. Estamos en los tiempos presentes. El lago se habĆ­a transformado en un cenagal, y de la antigua mansión nobiliaria apenas quedaba vestigio: una larga charca, con unas ruinas de piedra en uno de sus bordes, era cuanto subsistĆ­a del profundo foso, en el que se levantaba un esplĆ©ndido Ć”rbol centenario de ramas colgantes: era el Ć”rbol familiar. AllĆ­ seguĆ­a, mostrando lo hermoso que puede ser un sauce cuando se lo deja crecer en libertad. Cierto que tenĆ­a hendido el tronco desde la raĆ­z hasta la copa, y que la tempestad lo habĆ­a torcido un poco; pero vivĆ­a, y de todas sus grietas y desgarraduras, en las que el viento y la intemperie habĆ­an depositado tierra fecunda, brotaban flores y hierbas; principalmente en lo alto, allĆ­ donde se separaban las grandes ramas, se habĆ­a formado una especie de jardincito colgante de frambuesas y otras plantas, que suministran alimento a los pajarillos; hasta un gracioso acerolo habĆ­a echado allĆ­ raĆ­ces y se levantaba, esbelto y distinguido, en medio del viejo sauce, que se miraba en las aguas negras cada vez que el viento barrĆ­a las lentejas acuĆ”ticas y las arrinconaba en un Ć”ngulo de la charca. Un estrecho sendero pasaba a travĆ©s de los campos seƱoriales, como un trazo hecho en una superficie sólida. En la cima de la colina lindante con el bosque, desde la cual se dominaba un soberbio panorama, se alzaba el nuevo palacio, inmenso y suntuoso, con cristales tan transparentes, que habrĆ­ase dicho que no los habĆ­a. La gran escalinata frente a la puerta principal parecĆ­a una galerĆ­a de follaje, un tejido de rosas y plantas de amplias hojas. El cĆ©sped era tan limpio y verde como si cada maƱana y cada tarde alguien se entretuviera en quitar hasta la mĆ”s Ć­nfima brizna de hierba seca. En el interior del palacio, valiosos cuadros colgaban de las paredes, y habĆ­a sillas y divanes tapizados de terciopelo y seda, que parecĆ­an capaces de moverse por sus propios pies; mesas con tablero de blanco mĆ”rmol y libros encuadernados en tafilete con cantos de oro… Era gente muy rica la que allĆ­ residĆ­a, gente noble: eran barones.

 

Cinco en una vaina

Cinco guisantes estaban encerrados en una vaina, y como ellos eran verdes y la vaina era verde tambiĆ©n, creĆ­an que el mundo entero era verde, y tenĆ­an toda la razón. Creció la vaina y crecieron los guisantes; para aprovechar mejor el espacio, se pusieron en fila. Por fuera lucĆ­a el sol y calentaba la vaina, mientras la lluvia la limpiaba y volvĆ­a transparente. El interior era tibio y confortable, habĆ­a claridad de dĆ­a y oscuridad de noche, tal y como debe ser; y los guisantes, en la vaina, iban creciendo y se entregaban a sus reflexiones, pues en algo debĆ­an ocuparse. – ĀæNos pasaremos toda la vida metidos aquĆ­? decĆ­an-. Ā”Con tal de que no nos endurezcamos a fuerza de encierro! Me da la impresión de que hay mĆ”s cosas allĆ” fuera; es como un presentimiento. Y fueron transcurriendo las semanas; los guisantes se volvieron amarillos, y la vaina, tambiĆ©n.

  • Ā”El mundo entero se ha vuelto amarillo! exclamaron; y podĆ­an afirmarlo sin reservas.

Un día sintieron un tirón en la vaina; había sido arrancada por las manos de alguien, y, junto con otras, vino a encontrarse en el bolsillo de una chaqueta.

  • Pronto nos abrirĆ”n -dijeron los guisantes, afanosos de que llegara el ansiado momento. – Me gustarĆ­a saber quiĆ©n de nosotros llegarĆ” mĆ”s lejos -dijo el menor de los cinco-. No tardaremos en saberlo.
  • SerĆ” lo que haya de ser -contestó el mayor.

”Zas!, estalló la vaina y los cinco guisantes salieron rodando a la luz del sol. Estaban en una mano infantil; un chiquillo los sujetaba fuertemente, y decía que estaban como hechos a medida para su cerbatana. Y metiendo uno en ella, sopló.

  • Ā”Heme aquĆ­ volando por el vasto mundo!

”AlcÔnzame, si puedes! -y salió disparado.

  • Yo me voy directo al Sol -dijo el segundo-. Es una vaina como Dios manda, y que me irĆ” muy bien-. Y allĆ” se fue.
  • Cuando lleguemos a nuestro destino podremos descansar un rato -dijeron los dos siguientes-, pero nos queda aĆŗn un buen trecho para rodar-, y, en efecto, rodaron por el suelo antes de ir a parar a la cerbatana, pero al fin dieron en ella-. Ā”Llegaremos mĆ”s lejos que todos!
  • Ā”SerĆ” lo que haya de ser! – dijo el Ćŗltimo al sentirse proyectado a las alturas. Fue a dar contra la vieja tabla, bajo la ventana de la buhardilla, justamente en una grieta llena de musgo y mullida tierra, y el musgo lo envolvió amorosamente. Y allĆ­ se quedó el guisante oculto, pero no olvidado de Dios.
  • Ā”SerĆ” lo que haya de ser! – repitió.

VivĆ­a en la buhardilla una pobre mujer que se ausentaba durante la jornada para dedicarse a limpiar estufas, aserrar madera y efectuar otros trabajos pesados, pues no le faltaban fuerzas ni Ć”nimos, a pesar de lo cual seguĆ­a en la pobreza. En la reducida habitación quedaba sólo su Ćŗnica hija, mocita delicada y linda que llevaba un aƱo en cama, luchando entre la vida y la muerte.Ā  – Ā”Se irĆ” con su hermanita! -suspiraba la mujer-. Tuve dos hijas, y muy duro me fue cuidar de las dos, hasta que el buen Dios quiso compartir el trabajo conmigo y se me llevó una. Bien quisiera yo ahora que me dejase la que me queda, pero seguramente a Ɖl no le parece bien que estĆ©n separadas, y se llevarĆ” a Ć©sta al cielo, con su hermana. Pero la doliente muchachita no se morĆ­a; se pasaba todo el santo dĆ­a resignada y quieta, mientras su madre estaba fuera, a ganar el pan de las dos. Llegó la primavera; una maƱana, temprano aĆŗn, cuando la madre se disponĆ­a a marcharse a la faena, el sol entró piadoso a la habitación por la ventanuca y se extendió por el suelo, y la niƱa enferma dirigió la mirada al cristal inferior.

  • ĀæQuĆ© es aquello verde que asoma junto al cristal y que mueve el viento?

La madre se acercó a la ventana y la entreabrió. – Ā”Mira! -dijo-, es una planta de guisante que ha brotado aquĆ­ con sus hojitas verdes. ĀæCómo llegarĆ­a a esta rendija? Pues tendrĆ”s un jardincito en que recrear los ojos. Acercó la camita de la enferma a la ventana, para que la niƱa pudiese contemplar la tierna planta, y la madre se marchó al trabajo.

  • Ā”Madre, creo que me repondrĆ©! -exclamó la chiquilla al atardecer-. Ā”El sol me ha calentado tan bien, hoy! El guisante crece a las mil maravillas, y tambiĆ©n yo saldrĆ© adelante y me repondrĆ© al calor del sol.
  • Ā”Dios lo quiera! -suspiró la madre, que abrigaba muy pocas esperanzas. Sin embargo, puso un palito al lado de la tierna planta que tan buen Ć”nimo habĆ­a infundido a su hija, para evitar que el viento la estropease. Sujetó en la tabla inferior un bramante, y lo ató en lo alto del marco de la ventana, con objeto de que la planta tuviese un punto de apoyo donde enroscar sus zarcillos a medida que se encaramase. Y, en efecto, se veĆ­a crecer dĆ­a tras dĆ­a.
  • Ā”Dios mĆ­o, hasta flores echa! -exclamó la madre una maƱana- y entróle entonces la esperanza y la creencia de que su niƱa enferma se repondrĆ­a. Recordó que en aquellos Ćŗltimos tiempos la pequeƱa habĆ­a hablado con mayor animación; que desde hacĆ­a varias maƱanas se habĆ­a sentado sola en la cama, y, en aquella posición, se habĆ­a pasado horas contemplando con ojos radiantes el jardincito formado por una Ćŗnica planta de guisante.

La semana siguiente la enferma se levantó por primera vez una hora, y se estuvo, feliz, sentada al sol, con la ventana abierta; y fuera se había abierto también una flor de guisante, blanca y roja. La chiquilla, inclinando la cabeza, besó amorosamente los delicados pétalos. Fue un día de fiesta para ella.

  • Ā”Dios misericordioso la plantó y la hizo crecer para darte esperanza y alegrĆ­a, hijita! – dijo la madre, radiante, sonriendo a la flor como si fuese un Ć”ngel bueno, enviado por Dios.

Pero, ¿y los otros guisantes? Pues verÔs: Aquel que salió volando por el amplio mundo, diciendo: «”AlcÔnzame si puedes!», cayó en el canalón del tejado y fue a parar al buche de una paloma, donde encontróse como JonÔs en el vientre de la ballena. Los dos perezosos tuvieron la misma suerte; fueron también pasto de las palomas, con lo cual no dejaron de dar un cierto rendimiento positivo. En cuanto al cuarto, el que pretendía volar hasta el Sol, fue a caer al vertedero, y allí estuvo días y semanas en el agua sucia, donde se hinchó horriblemente.

  • Ā”Cómo engordo! -exclamaba satisfecho-. AcabarĆ© por reventar, que es todo lo que puede hacer un guisante. Soy el mĆ”s notable de los cinco que crecimos en la misma vaina.

Y el vertedero dio su beneplĆ”cito a aquella opinión. Mientras tanto, allĆ”, en la ventana de la buhardilla, la muchachita, con los ojos radiantes y el brillo de la salud en las mejillas, juntaba sus hermosas manos sobre la flor del guisante y daba gracias a Dios. – El mejor guisante es el mĆ­o -seguĆ­a diciendo el vertedero.

ColƔs el chico y ColƔs el grande

VivĆ­an en un pueblo dos hombres que se llamaban igual: ColĆ”s, pero el uno tenĆ­a cuatro caballos, y el otro, solamente uno. Para distinguirlos llamaban ColĆ”s el Grande al de los cuatro caballos, y ColĆ”s el Chico al otro, dueƱo de uno solo. Vamos a ver ahora lo que les pasó a los dos, pues es una historia verdadera. Durante toda la semana, ColĆ”s el Chico tenĆ­a que arar para el Grande, y prestarle su Ćŗnico caballo; luego ColĆ”s el Grande prestaba al otro sus cuatro caballos, pero sólo una vez a la semana: el domingo. Ā”HabĆ­a que ver a ColĆ”s el Chico haciendo restallar el lĆ”tigo sobre los cinco animales! Los miraba como suyos, pero sólo por un dĆ­a. Brillaba el sol, y las campanas de la iglesia llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba con el devocionario bajo el brazo para escuchar al predicador, y veĆ­a a ColĆ”s el Chico labrando con sus cinco caballos; y al hombre le daba tanto gusto que lo vieran asĆ­, que, pegando un nuevo latigazo, gritaba: «”Oho! Ā”Mis caballos!Ā» – No debes decir esto -reprendióle ColĆ”s el Grande-. Sólo uno de los caballos es tuyo. Pero en cuanto volvĆ­a a pasar gente, ColĆ”s el Chico, olvidĆ”ndose de que no debĆ­a decirlo, volvĆ­a a gritar: «”Oho! Ā”Mis caballos!Ā».

  • Te lo advierto por Ćŗltima vez -dijo ColĆ”s el Grande-. Como lo repitas, le arreo un trastazo a tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrĆ”s ganado.
  • Te prometo que no volverĆ© a decirlo respondió ColĆ”s el Chico. Pero pasó mĆ”s gente que lo saludó con un gesto de la cabeza y nuestro hombre, muy orondo, pensando que era realmente de buen ver el que tuviese cinco caballos para arar su campo, volvió a restallar el lĆ”tigo, exclamando: «”Oho! Ā”Mis caballos!Ā».
  • Ā”Ya te darĆ© yo tus caballos! -gritó el otro, y, agarrando un mazo, diole en la cabeza al de ColĆ”s el Chico, y lo mató.
  • Ā”Ay! Ā”Me he quedado sin caballo! -se lamentó el pobre ColĆ”s, echĆ”ndose a llorar. Luego lo despellejó, puso la piel a secar al viento, metióla en un saco, que se cargó a la espalda, y emprendió el camino de la ciudad para ver si la vendĆ­a.

La distancia era muy larga; tuvo que atravesar un gran bosque oscuro, y como el tiempo era muy malo, se extravió, y no volvió a dar con el camino hasta que anochecía; ya era tarde para regresar a su casa o llegar a la ciudad antes de que cerrase la noche.   A muy poca distancia del camino había una gran casa de campo. Aunque los postigos de las ventanas estaban cerrados, por las rendijas se filtraba luz. «Esa gente me permitirÔ pasar la noche aquí», pensó ColÔs el Chico, y llamó a la puerta. Abrió la dueña de la granja, pero al oír lo que pedía el forastero le dijo que siguiese su camino, pues su marido estaba ausente y no podía admitir a desconocidos.

  • Bueno, no tendrĆ© mĆ”s remedio que pasar la noche fuera -dijo ColĆ”s, mientras la mujer le cerraba la puerta en las narices.

Había muy cerca un gran montón de heno, y entre él y la casa, un pequeño cobertizo con tejado de paja.

  • Puedo dormir allĆ” arriba -dijo ColĆ”s el Chico, al ver el tejadillo-; serĆ” una buena cama. No creo que a la cigüeƱa se le ocurra bajar a picarme las piernas -pues en el tejado habĆ­a hecho su nido una autĆ©ntica cigüeƱa.

Subióse nuestro hombre al cobertizo y se tumbó, volviĆ©ndose ora de un lado ora del otro, en busca de una posición cómoda. Pero he aquĆ­ que los postigos no llegaban hasta lo alto de la ventana, y por ellos podĆ­a verse el interior. En el centro de la habitación habĆ­a puesta una gran mesa, con vino, carne asada y un pescado de apetitoso aspecto. Sentados a la mesa estaban la aldeana y el sacristĆ”n, ella le servĆ­a, y a Ć©l se le iban los ojos tras el pescado, que era su plato favorito. Ā  «”QuiĆ©n estuviera con ellos!Ā», pensó ColĆ”s el Chico, alargando la cabeza hacia la ventana. Y entonces vio que habla ademĆ”s un soberbio pastel. Ā”QuĆ© banquete, santo Dios! Oyó entonces en la carretera el trote de un caballo que se dirigĆ­a a la casa; era el marido de la campesina, que regresaba. El marido era un hombre excelente, y todo el mundo lo apreciaba; sólo tenĆ­a un defecto: no podĆ­a ver a los sacristanes; en cuanto se le ponĆ­a uno ante los ojos, entrĆ”bale una rabia loca. Por eso el sacristĆ”n de la aldea habĆ­a esperado a que el marido saliera de viaje para visitar a su mujer, y ella le habĆ­a obsequiado con lo mejor que tenĆ­a. Al oĆ­r al hombre que volvĆ­a asustĆ”ronse los dos, y ella pidió al sacristĆ”n que se ocultase en un gran arcón vacĆ­o, pues sabĆ­a muy bien la inquina de su esposo por los sacristanes. Apresuróse a esconder en el horno las sabrosas viandas y el vino, no fuera que el marido lo observara y le pidiera cuentas. – Ā”QuĆ© pena! -suspiró ColĆ”s desde el tejado del cobertizo, al ver que desaparecĆ­a el banquete. – ĀæQuiĆ©n anda por ahĆ­? -preguntó el campesino mirando a ColĆ”s-. ĀæQuĆ© haces en la paja? Entra, que estarĆ”s mejor. Entonces ColĆ”s le contó que se habĆ­a extraviado, y le rogó que le permitiese pasar allĆ­ la noche.

  • No faltaba mĆ”s -respondióle el labrador-, pero antes haremos algo por la vida.

La mujer recibió a los dos amablemente, puso la mesa y les sirvió una sopera de papillas. El campesino venía hambriento y comía con buen apetito, pero NicolÔs no hacía sino pensar en aquel suculento asado, el pescado y el pastel escondidos en el horno. Debajo de la mesa había dejado el saco con la piel de caballo; ya sabemos que iba a la ciudad para venderla. Como las papillas se le atragantaban, oprimió el saco con el pie, y la piel seca produjo un chasquido.

  • Ā”Chit! -dijo ColĆ”s al saco, al mismo tiempo que volvĆ­a a pisarlo y producĆ­a un chasquido mĆ”s ruidoso que el primero.
  • Ā”Oye! ĀæQuĆ© llevas en el saco? -preguntó el dueƱo de la casa. – Nada, es un brujo -respondió el otro-. Dice que no tenemos por quĆ© comer papillas, con la carne asada, el pescado y el pastel que hay en el horno.
  • ĀæQuĆ© dices? -exclamó el campesino, corriendo a abrir el horno, donde aparecieron todas las apetitosas viandas que la mujer habĆ­a ocultado, pero que Ć©l supuso que estaban allĆ­ por obra del brujo. La mujer no se atrevió a abrir la boca; trajo los manjares a la mesa, y los dos hombres se regalaron con el pescado, el asado, y el dulce. Entonces ColĆ”s volvió a oprimir el saco, y la piel crujió de nuevo.
  • ĀæQuĆ© dice ahora? -preguntó el campesino.
  • Dice -respondió el muy pĆ­caro- que tambiĆ©n ha hecho salir tres botellas de vino para nosotros; y que estĆ”n en aquel rincón, al lado del horno.

La mujer no tuvo mÔs remedio que sacar el vino que había escondido, y el labrador bebió y se puso alegre. ”Qué no hubiera dado, por tener un brujo como el que ColÔs guardaba en su saco!

  • ĀæEs capaz de hacer salir al diablo? -preguntó-. Me gustarĆ­a verlo, ahora que estoy alegre.
  • Ā”Claro que sĆ­! -replicó ColĆ”s-. Mi brujo hace cuanto le pido. ĀæVerdad, tĆŗ? -preguntó pisando el saco y produciendo otro crujido-. ĀæOyes? Ha dicho que sĆ­. Pero el diablo es muy feo; serĆ” mejor que no lo veas.
  • No le tengo miedo. ĀæCómo crees que es?
  • Pues se parece mucho a un sacristĆ”n.
  • Ā”Uf! -exclamó el campesino-. Ā”SĆ­ que es feo! ĀæSabes?, una cosa que no puedo sufrir es ver a un sacristĆ”n. Pero no importa. Sabiendo que es el diablo, lo podrĆ© tolerar por una vez. Hoy me siento con Ć”nimos; con tal que no se me acerque demasiado…
  • Como quieras, se lo pedirĆ© al brujo -, dijo ColĆ”s, y, pisando el saco, aplicó contra Ć©l la oreja.
  • ĀæQuĆ© dice?
  • Dice que abras aquella arca y verĆ”s al diablo; estĆ” dentro acurrucado. Pero no sueltes la tapa, que podrĆ­a escaparse.
  • AyĆŗdame a sostenerla -pidióle el campesino, dirigiĆ©ndose hacia el arca en que la mujer habĆ­a metido al sacristĆ”n de carne y hueso, el cual se morĆ­a de miedo en su escondrijo.

El campesino levantó un poco la tapa con precaución y miró al interior.

  • Ā”Uy! -exclamó, pegando un salto atrĆ”s-. Ya lo he visto. Ā”Igual que un sacristĆ”n! Ā”Espantoso!

Lo celebraron con unas copas y se pasaron buena parte de la noche empinando el codo.

  • Tienes que venderme el brujo -dijo el campesino-. Pide lo que quieras; te darĆ© aunque sea una fanega de dinero.
  • No, no puedo -replicó ColĆ”s-. Piensa en los beneficios que puedo sacar de este brujo.

-”Me he encaprichado con él! ”Véndemelo! insistió el otro, y siguió suplicando.

  • Bueno -avĆ­nose al fin ColĆ”s-. Lo harĆ© porque has sido bueno y me has dado asilo esta noche. Te cederĆ© el brujo por una fanega de dinero; pero ha de ser una fanega rebosante.
  • La tendrĆ”s -respondió el labriego-. Pero vas a llevarte tambiĆ©n el arca; no la quiero en casa ni un minuto mĆ”s. Ā”QuiĆ©n sabe si el diablo estĆ” aĆŗn en ella!.

ColÔs el Chico dio al campesino el saco con la piel seca, y recibió a cambio una fanega de dinero bien colmada. El campesino le regaló todavía un carretón para transportar el dinero y el arca.

  • Ā”Adiós! -dijo ColĆ”s, alejĆ”ndose con las monedas y el arca que contenĆ­a al sacristĆ”n.

Por el borde opuesto del bosque fluƭa un rƭo caudaloso y muy profundo; el agua corrƭa con tanta furia, que era imposible nadar a contra corriente. No hacƭa mucho que habƭan tendido sobre Ʃl un gran puente, y cuando ColƔs estuvo en la mitad dijo en voz alta, para que lo oyera el sacristƔn:

  • ĀæQuĆ© hago con esta caja tan incómoda? Pesa como si estuviese llena de piedras. Ya me voy cansando de arrastrarla; la echarĆ© al rĆ­o, Si va flotando hasta mi casa bien, y si no, no importa. Y la levantó un poco con una mano, como para arrojarla al rĆ­o.
  • Ā”Detente, no lo hagas! -gritó el sacristĆ”n desde dentro. DĆ©jame salir primero.
  • Ā”Dios me valga! -exclamó ColĆ”s, simulando espanto-. Ā”TodavĆ­a estĆ” aquĆ­! Ā”EchĆ©moslo al rĆ­o sin perder tiempo, que se ahogue!
  • Ā”Oh, no, no! -suplicó el sacristĆ”n-. Si me sueltas te darĆ© una fanega de dinero.
  • Bueno, esto ya es distinto -aceptó ColĆ”s, abriendo el arca. El sacristĆ”n se apresuró a salir de ella, arrojó el arca al agua y se fue a su casa, donde ColĆ”s recibió el dinero prometido. Con el que le habĆ­a entregado el campesino tenĆ­a ahora el carretón lleno.

«Me he cobrado bien el caballo», se dijo cuando de vuelta a su casa, desparramó el dinero en medio de la habitación. «”La rabia que tendrÔ ColÔs el Grande cuando vea que me he hecho rico con mi único caballo!; pero no se lo diré».

Dentro de mil aƱos

SĆ­, dentro de mil aƱos la gente cruzarĆ” el ocĆ©ano, volando por los aires, en alas del vapor. Los jóvenes colonizadores de AmĆ©rica acudirĆ”n a visitar la vieja Europa. VendrĆ”n a ver nuestros monumentos y nuestras decaĆ­das ciudades, del mismo modo que nosotros peregrinamos ahora para visitar las decaĆ­das magnificencias del Asia Meridional. Dentro de mil aƱos, vendrĆ”n ellos. El TĆ”mesis, el Danubio, el Rin, seguirĆ”n fluyendo aĆŗn; el Mont-blanc continuarĆ” enhiesto con su nevada cumbre, la auroras boreales proyectarĆ”n sus brillantes resplandores sobre las tierras del Norte; pero una generación tras otra se ha convertido en polvo, series enteras de momentĆ”neas grandezas han caĆ­do en el olvido, como aquellas que hoy dormitan bajo el tĆŗmulo donde el rico harinero, en cuya propiedad se alza, se mandó instalar un banco para contemplar desde allĆ­ el ondeante campo de mieses que se extiende a sus pies. – Ā”A Europa! -exclamarĆ”n las jóvenes generaciones americanas-. Ā”A la tierra de nuestros abuelos, la tierra santa de nuestros recuerdos y nuestras fantasĆ­as! Ā”A Europa! Llega la aeronave, llena de viajeros, pues la travesĆ­a es mĆ”s rĆ”pida que por el mar; el cable electromagnĆ©tico que descansa en el fondo del ocĆ©ano ha telegrafiado ya dando cuenta del nĆŗmero de los que forman la caravana aĆ©rea. Ya se avista Europa, es la costa de Irlanda la que se vislumbra, pero los pasajeros duermen todavĆ­a; han avisado que no se les despierte hasta que estĆ©n sobre Inglaterra. AllĆ­ pisarĆ”n el suelo de Europa, en la tierra de Shakespeare, como la llaman los hombres de letras; en la tierra de la polĆ­tica y de las mĆ”quinas, como la llaman otros. La visita durarĆ” un dĆ­a: es el tiempo que la apresurada generación concede a la gran Inglaterra y a Escocia. El viaje prosigue por el tĆŗnel del canal hacia Francia, el paĆ­s de Carlomagno y de Napoleón. Se cita a MoliĆØre, los eruditos hablan de una escuela clĆ”sica y otra romĆ”ntica, que florecieron en tiempos remotos, y se encomia a hĆ©roes, vates y sabios que nuestra Ć©poca desconoce, pero que mĆ”s tarde nacieron sobre este crĆ”ter de Europa que es ParĆ­s. La aeronave vuela por sobre la tierra de la que salió Colón, la cuna de CortĆ©s, el escenario donde Calderón cantó sus dramas en versos armoniosos; hermosas mujeres de negros ojos viven aĆŗn en los valles floridos, y en estrofas antiquĆ­simas se recuerda al Cid y la Alhambra. Surcando el aire, sobre el mar, sigue el vuelo hacia Italia, asiento de la vieja y eterna Roma. Hoy estĆ” decaĆ­da, la Campagna es un desierto; de la iglesia de San Pedro sólo queda un muro solitario, y aun se abrigan dudas sobre su autenticidad. Y luego a Grecia, para dormir una noche en el lujoso hotel edificado en la cumbre del Olimpo; poder decir que se ha estado allĆ­, viste mucho. El viaje prosigue por el Bósforo, con objeto de descansar unas horas y visitar el sitio donde antaƱo se alzó Bizancio. Pobres pescadores lanzan sus redes allĆ­ donde la leyenda cuenta que estuvo el jardĆ­n del harĆ©n en tiempos de los turcos. ContinĆŗa el itinerario aĆ©reo, volando sobre las ruinas de grandes ciudades que se levantaron a orillas del caudaloso Danubio, ciudades que nuestra Ć©poca no conoce aĆŗn; pero aquĆ­ y allĆ” – sobre lugares ricos en recuerdos que algĆŗn dĆ­a saldrĆ”n del seno del tiempo – se posa la caravana para reemprender muy pronto el vuelo. Al fondo se despliega Alemania – otrora cruzada por una densĆ­sima red de ferrocarriles y canales – el paĆ­s donde predicó Lutero, cantó Goethe y Mozart empuñó el cetro musical de su tiempo. Nombres ilustres brillaron en las ciencias y en las artes, nombres que ignoramos. Un dĆ­a de estancia en Alemania y otro para el Norte, para la patria de Ɩrsted y Linneo, y para Noruega, la tierra de los antiguos hĆ©roes y de los hombres eternamente jóvenes del Septentrión. Islandia queda en el itinerario de regreso; el gĆ©iser ya no bulle, y el Hecla estĆ” extinguido, pero como la losa eterna de la leyenda, la prepotente isla rocosa sigue incólume en el mar bravĆ­o. – Hay mucho que ver en Europa -dice el joven americano- y lo hemos visto en ocho dĆ­as. Se puede hacer muy bien, como el gran viajero – aquĆ­ se cita un nombre conocido en aquel tiempo – ha demostrado en su famosa obra: Cómo visitar Europa en ocho dĆ­as.

Dos pisones

ĀæHas visto alguna vez un pisón? Me refiero a esta herramienta que sirve para apisonar el pavimento de las calles. Es de madera todo Ć©l, ancho por debajo y reforzado con aros de hierro; de arriba estrecho, con un palo que lo atraviesa, y que son los brazos. En el cobertizo de las herramientas habĆ­a dos pisonas, junto con palas, cubos y carretillas; habĆ­a llegado a sus oĆ­dos el rumor de que las Ā«pisonasĀ» no se llamarĆ­an en adelante asĆ­, sino Ā«apisonadorasĀ», vocablo que, en la jerga de los picapedreros, es el tĆ©rmino mĆ”s nuevo y apropiado para, designar lo que antaƱo llamaban pisonas. Ahora bien; entre nosotros, los seres humanos, hay lo que llamamos Ā«mujeres emancipadasĀ», entre las cuales se cuentan directoras de colegios, comadronas, bailarinas – que por su profesión pueden sostenerse sobre una pierna -, modistas y enfermeras; y a esta categorĆ­a de Ā«emancipadasĀ» se sumaron tambiĆ©n las dos Ā«pisonasĀ» del cobertizo; la Administración de obras pĆŗblicas las llamaba Ā«pisonasĀ», y en modo alguno se avenĆ­an a renunciar a su antiguo nombre y cambiarlo por el de Ā«apisonadorasĀ».

  • Pisón es un nombre de persona – decĆ­an -, mientras que Ā«apisonadoraĀ» lo es de cosa, y no toleraremos que nos traten como una simple cosa; Ā”esto es ofendernos!
  • Mi prometido estĆ” dispuesto a romper el compromiso – aƱadió la mĆ”s joven, que tenĆ­a por novio a un martinete, una especie de mĆ”quina para clavar estacas en el suelo, o sea, que hace en forma tosca lo que la pisona en forma delicada -. Me quiere como pisona, pero no como apisonadora, por lo que en modo alguno puedo permitir que me cambien el nombre.
  • Ā”Ni yo! – dijo la mayor -. Antes dejarĆ© que me corten los brazos.

La carretilla, sin embargo, sustentaba otra opinión; y no se crea de ella que fuera un don nadie; se consideraba como una cuarta parte de coche, pues corría sobre una rueda.

  • Debo advertirles que el nombre de pisonas es bastante ordinario, y mucho menos distinguido que el de apisonadora, pues este nuevo apelativo les da cierto parentesco con los sellos, y sólo con que piensen en el sello que llevan las leyes, verĆ”n que sin Ć©l no son tales. Yo, en su lugar, renunciarĆ­a al nombre de pisona.
  • Ā”JamĆ”s! Soy demasiado vieja para eso – dijo la mayor.
  • Seguramente usted ignora eso que se llama

Ā«necesidad europeaĀ» – intervino el honrado y viejo cubo -. Hay que mantenerse dentro de sus lĆ­mites, supeditarse, adaptarse a las exigencias de la Ć©poca, y si sale una ley por la cual la pisona debe llamarse apisonadora, pues a llamarse apisonadora tocan. Cada cosa tiene su medida.

  • En tal caso preferirĆ­a llamarme seƱorita, si es que de todos modos he de cambiar de nombre – dijo la joven -. SeƱorita sabe siempre un poco a pisona.
  • Pues yo antes me dejarĆ© reducir a astillas – proclamó la vieja. En esto llegó la hora de ir al trabajo; las pisonas fueron cargadas en la carretilla, lo cual suponĆ­a una atención; pero las llamaron apisonadoras.
  • Ā”Pis! – exclamaban al golpear sobre el pavimento -, Ā”pis! -, y estaban a punto de acabar de pronunciar la palabra Ā«pisonaĀ», pero se mordĆ­an los labios y se tragaban el vocablo, pues se daban cuenta de que no podĆ­an contestar. Pero entre ellas siguieron llamĆ”ndose pisonas, alabando los viejos tiempos en que cada cosa era llamada por su nombre, y cuando una era pisona la llamaban pisona; y en eso quedaron las dos, pues el martinete, aquella maquinaza, rompió su compromiso con la joven, negĆ”ndose a casarse con una apisonadora.

 

Ā El abecedario

Ɖrase una vez un hombre que habĆ­a compuesto versos para el abecedario, siempre dos para cada letra, exactamente como vemos en la antigua cartilla. DecĆ­a que hacĆ­a falta algo nuevo, pues los viejos pareados estaban muy sobados, y los suyos le parecĆ­an muy bien. Por el momento, el nuevo abecedario estaba sólo en manuscrito, guardado en el gran armario- librerĆ­a, junto a la vieja cartilla impresa; aquel armario que contenĆ­a tantos libros eruditos y entretenidos. Pero el viejo abecedario no querĆ­a por vecino al nuevo, y habĆ­a saltado en el anaquel pegando un empellón al intruso, el cual cayó al suelo, y allĆ­ estaba ahora con todas las hojas dispersas. El viejo abecedario habĆ­a vuelto hacia arriba la primera pĆ”gina, que era la mĆ”s importante, pues en ella estaban todas las letras, grandes y pequeƱas. Aquella hoja contenĆ­a todo lo que constituye la vida de los demĆ”s libros: el alfabeto, las letras que, quiĆ©rase o no, gobiernan al mundo. Ā”QuĆ© poder mĆ”s terrible! Todo depende de cómo se las dispone: pueden dar la vida, pueden condenar a muerte; alegrar o entristecer. Por sĆ­ solas nada son, pero Ā”puestas en fila y ordenadas!… Cuando Nuestro SeƱor las hace intĆ©rpretes de su pensamiento, leemos mĆ”s cosas de las que nuestra mente puede contener y nos inclinamos profundamente, pero las letras son capaces de contenerlas. Pues allĆ­ estaban, cara arriba. El gallo de la A mayĆŗscula lucĆ­a sus plumas rojas, azules y verdes. Hinchaba el pecho muy ufano, pues sabĆ­a lo que significaban las letras, y era el Ćŗnico viviente entre ellas. Al caer al suelo el viejo abecedario, el gallo batió de alas, subióse de una volada a un borde del armario y, despuĆ©s de alisarse las plumas con el pico, lanzó al aire un penetrante quiquiriquĆ­. Todos los libros del armario, que, cuando no estaban de servicio, se pasaban el dĆ­a y la noche dormitando, oyeron la estridente trompeta. Y entonces el gallo se puso a discursear, en voz clara y perceptible, sobre la injusticia que acababa de cometerse con el viejo abecedario. – Por lo visto ahora ha de ser todo nuevo, todo diferente – dijo -. El progreso no puede detenerse. Los niƱos son tan listos, que saben leer antes de conocer las letras. «”Hay que darles algo nuevo!Ā», dijo el autor de los nuevos versos, que yacen esparcidos por el suelo. Ā”Bien los conozco! MĆ”s de diez veces se los oĆ­ leer en alta voz. Ā”Cómo gozaba el hombre! Pues no, yo defenderĆ© los mĆ­os, los antiguos, que son tan buenos, y las ilustraciones que los acompaƱan. Por ellos lucharĆ© y cantarĆ©. Todos los libros del armario lo saben bien. Y ahora voy a leer los de nueva composición. Los leerĆ© con toda pausa y tranquilidad, y creo que estaremos todos de acuerdo en lo malos que son.

  1. Ama

Sale el ama endomingada Por un niƱo ajeno honrada.

  1. Barquero

Pasó penas y fatigas el barquero, Mas ahora reposa placentero. -Este pareado no puede ser mĆ”s soso. – dijo el gallo – Pero sigo leyendo.

  1. Colón

Lanzóse Colón al mar ingente, y ensanchóse la tierra enormemente.

  1. Dinamarca

De Dinamarca hay mĆ”s de una saga bella, No cargue Dios la mano sobre ella. – Muchos encontrarĆ”n hermosos estos versos – observó el gallo – pero yo no. No les veo nada de particular. Sigamos.

  1. Elefante

Con ímpetu y arrojo avanza el elefante, de joven corazón y buen talante.

  1. Follaje

Despójase el bosque del follaje En cuanto la tierra viste el blanco traje.

  1. Gorila

Por mƔs que traigƔis gorilas a la arena, se ven siempre tan torpes, que da pena.

  1. Hurra

Ā”CuĆ”ntas veces, gritando en nuestra tierra, puede un Ā«hurraĀ» ser causa de una guerra! – Ā”Cómo va un niƱo a comprender estas alusiones! – protestó el gallo -. Y, sin embargo, en la portada se lee: Ā«Abecedario para grandes y chicosĀ». Pero los mayores tienen que hacer algo mĆ”s que estarse leyendo versos en el abecedario, y los pequeƱos no lo entienden. Ā”Esto es el colmo! Adelante.

  1. Jilguero

Canta alegre en su rama el jilguero, de vivos colores y cuerpo ligero.

  1. León

En la selva, el león lanza su rugido; vedlo luego en la jaula entristecido. Ā  MaƱana (sol de) Ā  Por la maƱana sale el sol muy puntual, mas no porque cante el gallo en el corral. Ahora las emprende conmigo – exclamó el gallo -. Pero yo estoy en buena compaƱƭa, en compaƱƭa del sol. Sigamos.

  1. Negro

Negro es el hombre del sol ecuatorial; por mucho que lo laven, siempre serĆ” igual.

  1. Olivo

¿CuÔl es la mejor hoja, lo sabéis? A fe, la del olivo de la paloma de Noé.

  1. Pensador

En su mente, el pensador mueve todo el mundo, desde lo mƔs alto hasta lo mƔs profundo.

  1. Queso

El queso se utiliza en la cocina, donde con otros manjares se combina.

  1. Rosa

Entre las flores, es la rosa bella lo que en el cielo la mƔs brillante estrella.

  1. SabidurĆ­a

Muchos creen poseer sabidurĆ­a cuando en verdad su mollera estĆ” vacĆ­a. – Ā”Permitidme que cante un poco! – dijo el gallo -. Con tanto leer se me acaban las fuerzas. He de tomar aliento -. Y se puso a cantar de tal forma, que no parecĆ­a sino una corneta de latón. Daba gusto oĆ­rlo – al gallo, entendĆ”monos -. Adelante.

  1. Tetera

La tetera tiene rango en la cocina, pero la voz del puchero es aún mÔs fina.

  1. Urbanidad

Virtud indispensable es la urbanidad, si no se quiere ser un ogro en sociedad. Ā  AhĆ­ debe haber mucho fondo – observó el gallo -, pero no doy con Ć©l, por mucho que trato de profundizar.

  1. Valle de lƔgrimas

Valle de lĆ”grimas es nuestra madre tierra. A ella iremos todos, en paz o en guerra. – Ā”Esto es muy crudo! – dijo el gallo.

  1. Xantipa

– AquĆ­ no ha sabido encontrar nada nuevo: En el matrimonio hay un arrecife, al que Sócrates da el nombre de Xantipe. – Al final, ha tenido que contentarse con Xantipe.

  1. Ygdrasil

En el Ć”rbol de Ygdrasil los dioses nórdicos vivieron,Ā  mas el Ć”rbol murió y ellos enmudecieron. – Estamos casi al final – dijo el gallo -. Ā”No es poco consuelo! Va el Ćŗltimo:

  1. Zephir

En danƩs, el cƩfiro es viento de Poniente, te hiela a travƩs del paƱo mƔs caliente.

  • Ā”Por fin se acabó! Pero aĆŗn no estamos al cabo de la calle. Ahora viene imprimirlo. Y luego leerlo. Ā”Y lo ofrecerĆ”n en sustitución de los venerables versos de mi viejo abecedario! ĀæQuĆ© dice la asamblea de libros eruditos e indoctos, monografĆ­as y manuales? ĀæQuĆ© dice la biblioteca? Yo he dicho; que hablen ahora los demĆ”s.

Los libros y el armario permanecieron quietos, mientras el gallo volvĆ­a a situarse bajo su A, muy orondo.

  • He hablado bien, y cantado mejor. Esto no me lo quitarĆ” el nuevo abecedario. De seguro que fracasa. Ya ha fracasado. Ā”No tiene gallo!.

 

El abeto

AllĆ” en el bosque habĆ­a un abeto, lindo y pequeƱito. CrecĆ­a en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compaƱeros mayores, tanto abetos como pinos. Pero el pequeƱo abeto sólo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el frescor del aire, ni atendĆ­a a los niƱos de la aldea, que recorran el bosque en busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando. A veces llegaban con un puchero lleno de los frutos recogidos, o con las fresas ensartadas en una paja, y, sentĆ”ndose junto al menudo abeto, decĆ­an: «”QuĆ© pequeƱo y quĆ© lindo es!Ā». Pero el arbolito se enfurruƱaba al oĆ­rlo. Al aƱo siguiente habĆ­a ya crecido bastante, y lo mismo al otro aƱo, pues en los abetos puede verse el nĆŗmero de aƱos que tienen por los cĆ­rculos de su tronco. «”Ay!, Āæpor quĆ© no he de ser yo tan alto como los demĆ”s? -suspiraba el arbolillo-. PodrĆ­a desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pĆ”jaros harĆ­an sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podrĆ­a mecerlas e inclinarlas con la distinción y elegancia de los otros. Ɖranle indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la maƱana y al atardecer, desfilaban en lo alto del cielo. Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubrĆ­a el suelo con su rutilante manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. Ā”Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos mĆ”s y el abeto habĆ­a crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la vuelta. «”Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar aƱos y aƱos: esto es lo mĆ”s hermoso que hay en el mundo!Ā», pensaba el Ć”rbol. En otoƱo se presentaban indefectiblemente los leƱadores y cortaban algunos de los Ć”rboles mĆ”s corpulentos. La cosa ocurrĆ­a todos los aƱos, y nuestro joven abeto, que estaba ya bastante crecido, sentĆ­a entonces un escalofrĆ­o de horror, pues los magnĆ­ficos y soberbios troncos se desplomaban con estridentes crujidos y gran estruendo. Los hombres cortaban las ramas, y los Ć”rboles quedaban desnudos, larguiruchos y delgados; nadie los habrĆ­a reconocido. Luego eran cargados en carros arrastrados por caballos, y sacados del bosque. ĀæAdónde iban? ĀæQuĆ© suerte les aguardaba? En primavera, cuando volvieron las golondrinas y las cigüeƱas, les preguntó el abeto:

  • ĀæNo sabĆ©is adónde los llevaron ĀæNo los habĆ©is visto en alguna parte?

Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña adoptó una actitud cavilosa y, meneando la cabeza, dijo:

  • SĆ­, creo que sĆ­. Al venir de Egipto, me crucĆ© con muchos barcos nuevos, que tenĆ­an mĆ”stiles esplĆ©ndidos. JurarĆ­a que eran ellos, pues olĆ­an a abeto. Me dieron muchos recuerdos para ti. Ā”Llevan tan alta la cabeza, con tanta altivez!

-”Ah! ”OjalÔ fuera yo lo bastante alto para poder cruzar los mares! Pero, ¿qué es el mar, y qué aspecto tiene?

  • Ā”SerĆ­a muy largo de contar! -exclamó la cigüeƱa, y se alejó.
  • AlĆ©grate de ser joven -decĆ­an los rayos del sol; alĆ©grate de ir creciendo sano y robusto, de la vida joven que hay en ti.

Y el viento le prodigaba sus besos, y el rocĆ­o vertĆ­a sobre Ć©l sus lĆ”grimas, pero el abeto no lo comprendĆ­a. Al acercarse las Navidades eran cortados Ć”rboles jóvenes, Ć”rboles que ni siquiera alcanzaban la talla ni la edad de nuestro abeto, el cual no tenĆ­a un momento de quietud ni reposo; le consumĆ­a el afĆ”n de salir de allĆ­. Aquellos arbolitos – y eran siempre los mĆ”s hermosos – conservaban todo su ramaje; los cargaban en carros tirados por caballos y se los llevaban del bosque. «¿Adónde irĆ”n Ć©stos? -preguntĆ”base el abeto-. No son mayores que yo; uno es incluso mĆ”s bajito. ĀæY por quĆ© les dejan las ramas? ĀæAdónde van?Ā».

  • Ā”Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! piaron los gorriones-. AllĆ”, en la ciudad, hemos mirado por las ventanas. Sabemos adónde van. Ā”Oh! No puedes imaginarte el esplendor y la magnificencia que les esperan. Mirando a travĆ©s de los cristales vimos Ć”rboles plantados en el centro de una acogedora habitación, adornados con los objetos mĆ”s preciosos: manzanas doradas, pastelillos, juguetes y centenares de velitas.
  • ĀæY despuĆ©s? -preguntó el abeto, temblando por todas sus ramas-. ĀæY despuĆ©s? ĀæQuĆ© sucedió despuĆ©s?
  • Ya no vimos nada mĆ”s. Pero es imposible pintar lo hermoso que era.
  • ĀæQuiĆ©n sabe si estoy destinado a recorrer tambiĆ©n tan radiante camino? -exclamó gozoso el abeto-. TodavĆ­a es mejor que navegar por los mares. Estoy impaciente por que llegue Navidad. Ahora ya estoy tan crecido y desarrollado como los que se llevaron el aƱo pasado. Quisiera estar ya en el carro, en la habitación calentita, con todo aquel esplendor y magnificencia. ĀæY luego? Porque claro estĆ” que luego vendrĆ” algo aĆŗn mejor, algo mĆ”s hermoso. Si no, Āæpor quĆ© me adornarĆ­an tanto? Sin duda me aguardan cosas aĆŗn mĆ”s esplĆ©ndidas y soberbias. Pero, ĀæquĆ© serĆ”? Ā”Ay, quĆ© sufrimiento, quĆ© anhelo! Yo mismo no sĆ© lo que me pasa.
  • Ā”Gózate con nosotros! -le decĆ­an el aire y la luz del sol goza de tu lozana juventud bajo el cielo abierto.

Pero Ć©l permanecĆ­a insensible a aquellas bendiciones de la Naturaleza. SeguĆ­a creciendo, sin perder su verdor en invierno ni en verano, aquel su verdor oscuro. Las gentes, al verlo, decĆ­an: – Ā”Hermoso Ć”rbol! -. Y he ahĆ­ que, al llegar Navidad, fue el primero que cortaron. El hacha se hincó profundamente en su corazón; el Ć”rbol Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  se Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  derrumbó Ā Ā Ā Ā Ā Ā  con Ā Ā Ā Ā  un Ā Ā Ā Ā Ā Ā  suspiro, experimentando un dolor y un desmayo que no lo dejaron pensar en la soƱada felicidad. Ahora sentĆ­a tener que alejarse del lugar de su nacimiento, tener que abandonar el terruƱo donde habĆ­a crecido. SabĆ­a que nunca volverĆ­a a ver a sus viejos y queridos compaƱeros, ni a las matas y flores que lo rodeaban; tal vez ni siquiera a los pĆ”jaros. La despedida no tuvo nada de agradable. El Ć”rbol no volvió en sĆ­ hasta el momento de ser descargado en el patio junto con otros, y entonces oyó la voz de un hombre que decĆ­a:

  • Ā”Ese es magnĆ­fico! Nos quedaremos con Ć©l. Y se acercaron los criados vestidos de gala y transportaron el abeto a una hermosa y espaciosa sala. De todas las paredes colgaban cuadros, y junto a la gran estufa de azulejos habĆ­a grandes jarrones chinos con leones en las tapas; habĆ­a tambiĆ©n mecedoras, sofĆ”s de seda, grandes mesas cubiertas de libros ilustrados y juguetes, que a buen seguro valdrĆ­an cien veces cien escudos; por lo menos eso decĆ­an los niƱos. Hincaron el abeto en un voluminoso barril lleno de arena, pero no se veĆ­a que era un barril, pues de todo su alrededor pendĆ­a una tela verde, y estaba colocado sobre una gran alfombra de mil colores. Ā”Cómo temblaba el Ć”rbol! ĀæQuĆ© vendrĆ­a luego?

Criados y seƱoritas corrĆ­an de un lado para otro y no se cansaban de colgarle adornos y mĆ”s adornos. En una rama sujetaban redecillas de papeles coloreados; en otra, confites y caramelos; colgaban manzanas doradas y nueces, cual si fuesen frutos del Ć”rbol, y ataron a las ramas mĆ”s de cien velitas rojas, azules y blancas. MuƱecas que parecĆ­an personas vivientes – nunca habĆ­a visto el Ć”rbol cosa semejante – flotaban entre el verdor, y en lo mĆ”s alto de la cĆŗspide centelleaba una estrella de metal dorado. Era realmente magnĆ­fico, increĆ­blemente magnĆ­fico.

  • Esta noche -decĆ­an todos-, esta noche sĆ­ que brillarĆ”.

«”Oh! -pensaba el Ôrbol-, ”ojalÔ fuese ya de noche! ”OjalÔ encendiesen pronto las luces! ¿Y qué sucederÔ luego? ¿Acaso vendrÔn a verme los Ôrboles del bosque? ¿VolarÔn los gorriones frente a los cristales de las ventanas? ¿Seguiré aquí todo el verano y todo el invierno, tan primorosamente adornado?». Creía estar enterado, desde luego; pero de momento era tal su impaciencia, que sufría fuertes dolores de corteza, y para un Ôrbol el dolor de corteza es tan malo como para nosotros el de cabeza.

Ā El alforfon

Si despuĆ©s de una tormenta pasĆ”is junto a un campo de alforfón, lo verĆ©is a menudo ennegrecido y como chamuscado; se dirĆ­a que sobre Ć©l ha pasado una llama, y el labrador observa: – Esto es de un rayo -. Pero, Āæcómo sucedió? Os lo voy a contar, pues yo lo sĆ© por un gorrioncillo, al cual, a su vez, se lo reveló un viejo sauce que crece junto a un campo de alforfón. Es un sauce corpulento y venerable pero muy viejo y contrahecho, con una hendidura en el tronco, de la cual salen hierbajos y zarzamoras. El Ć”rbol estĆ” muy encorvado, y las ramas cuelgan hasta casi tocar el suelo, como una larga cabellera verde. En todos los campos de aquellos contornos crecĆ­an cereales, tanto centeno como cebada y avena, esa magnĆ­fica avena que, cuando estĆ” en sazón, ofrece el aspecto de una fila de diminutos canarios amarillos posados en una rama. Todo aquel grano era una bendición, y cuando mĆ”s llenas estaban las espigas, tanto mĆ”s se inclinaban, como en gesto de piadosa humildad. Pero habĆ­a tambiĆ©n un campo sembrado de alforfón, frente al viejo sauce. Sus espigas no se inclinaban como las de las restantes mieses, sino que permanecĆ­an enhiestas y altivas.

  • Indudablemente, soy tan rico como la espiga de trigo -decĆ­a-, y ademĆ”s soy mucho mĆ”s bonito; mis flores son bellas como las del manzano; deleita los ojos mirarnos, a mĆ­ y a los mĆ­os. ĀæHas visto algo mĆ”s esplĆ©ndido, viejo sauce?

El Ć”rbol hizo un gesto con la cabeza, como significando: «”QuĆ© cosas dices!Ā». Pero el alforfón, pavoneĆ”ndose de puro orgullo, exclamó: – Ā”Tonto de Ć”rbol! De puro viejo, la hierba le crece en el cuerpo. Pero he aquĆ­ que estalló una espantosa tormenta; todas las flores del campo recogieron sus hojas y bajaron la cabeza mientras la tempestad pasaba sobre ellas; sólo el alforfón seguĆ­a tan engreĆ­do y altivo.

  • Ā”Baja la cabeza como nosotras! -le advirtieron las flores.
  • Ā”Para quĆ©! -replicó el alforfón.
  • Ā”Agacha la cabeza como nosotros! -gritó el trigo-. Mira que se acerca el Ć”ngel de la tempestad. Sus alas alcanzan desde las nubes al suelo, y puede pegarte un aletazo antes de que tengas tiempo de pedirle gracia.
  • Ā”Que venga! No tengo por quĆ© humillarme respondió el alforfón.
  • Ā”Cierra tus flores y baja tus hojas! -le aconsejó, a su vez, el viejo sauce-. No levantes la mirada al rayo cuando desgarre la nube; ni siquiera los hombres pueden hacerlo, pues a travĆ©s del rayo se ve el cielo de Dios, y esta visión ciega al propio hombre. Ā”QuĆ© no nos ocurrirĆ­a a nosotras, pobres plantas de la tierra, que somos mucho menos que Ć©l!
  • ĀæMenos que Ć©l? -protestó el alforfón-. Ā”Pues ahora mirarĆ© cara a cara al cielo de Dios! -. Y asĆ­ lo hizo, cegado por su soberbia. Y tal fue el resplandor, que no pareció sino que todo el mundo fuera una inmensa llamarada.

Pasada ya la tormenta, las flores y las mieses se abrieron y levantaron de nuevo en medio del aire puro y en calma, vivificados por la lluvia; pero el alforfón aparecía negro como carbón, quemado por el rayo; no era mÔs que un hierbajo muerto en el campo.   El viejo sauce mecía sus ramas al impulso del viento, y de sus hojas verdes caían gruesas gotas de agua, como si el Ôrbol llorase, y los gorriones le preguntaron:

  • ĀæPor quĆ© lloras? Ā”Si todo esto es una bendición! Mira cómo brilla el sol, y cómo desfilan las nubes. ĀæNo respiras el aroma de las flores y zarzas? ĀæPor quĆ© lloras, pues, viejo sauce?

Y el sauce les habló de la soberbia del alforfón, de su orgullo y del castigo que le valió. Yo, que os cuento la historia, la oí de los gorriones. Me la narraron una tarde, en que yo les había pedido que me contaran un cuento.

El Angel

Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo un Ôngel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allÔ arriba mÔs hermosas aún que en el suelo. Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores, pero a la que mÔs le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados. He aquí lo que contaba un Ôngel de Dios Nuestro Señor mientras se llevaba al cielo a un niño muerto; y el niño lo escuchaba como en sueños. Volaron por encima de los diferentes lugares donde el pequeño había jugado, y pasaron por jardines de flores espléndidas.

  • ĀæCuĆ”l nos llevaremos para plantarla en el cielo? -preguntó el Ć”ngel.

CrecĆ­a allĆ­ un magnĆ­fico y esbelto rosal, pero una mano perversa habĆ­a tronchado el tronco, por lo que todas las ramas, cuajadas de grandes capullos semiabiertos, colgaban secas en todas direcciones.

  • Ā”Pobre rosal! -exclamó el niƱo-. LlĆ©vatelo; junto a Dios florecerĆ”.

Y el Ôngel lo cogió, dando un beso al niño por sus palabras; y el pequeñuelo entreabrió los ojos. Recogieron luego muchas flores magníficas, pero también humildes ranúnculos y violetas silvestres.

  • Ya tenemos un buen ramillete -dijo el niƱo; y el Ć”ngel asintió con la cabeza, pero no emprendió enseguida el vuelo hacia Dios. Era de noche, y reinaba un silencio absoluto; ambos se quedaron en la gran ciudad, flotando en el aire por uno de sus angostos callejones, donde yacĆ­an montones de paja y cenizas; habĆ­a habido mudanza: veĆ­anse cascos de loza, pedazos de yeso, trapos y viejos sombreros, todo ello de aspecto muy poco atractivo.

Entre todos aquellos desperdicios, el Ôngel señaló los trozos de un tiesto roto; de éste se había desprendido un terrón, con las raíces, de una gran flor silvestre ya seca, que por eso alguien había arrojado a la calleja.

  • Vamos a llevĆ”rnosla -dijo el Ć”ngel-. Mientras volamos te contarĆ© por quĆ©.

Remontaron el vuelo, y el Ɣngel dio principio a su relato:

  • En aquel angosto callejón, en una baja bodega, vivĆ­a un pobre niƱo enfermo. Desde el dĆ­a de su nacimiento estuvo en la mayor miseria; todo lo que pudo hacer en su vida fue cruzar su diminuto cuartucho sostenido en dos muletas; su felicidad no pasó de aquĆ­. Algunos dĆ­as de verano, unos rayos de sol entraban hasta la bodega, nada mĆ”s que media horita, y entonces el pequeƱo se calentaba al sol y miraba cómo se transparentaba la sangre en sus flacos dedos, que mantenĆ­a levantados delante el rostro, diciendo: Ā«SĆ­, hoy he podido salirĀ». SabĆ­a del bosque y de sus bellĆ­simos verdores primaverales, sólo porque el hijo del vecino le traĆ­a la primera rama de haya. Se la ponĆ­a sobre la cabeza y soƱaba que se encontraba debajo del Ć”rbol, en cuya copa brillaba el sol y cantaban los pĆ”jaros.

Un día de primavera, su vecinito le trajo también flores del campo, y, entre ellas venía casualmente una con la raíz; por eso la plantaron en una maceta, que colocaron junto a la cama, al lado de la ventana. Había plantado aquella flor una mano afortunada, pues, creció, sacó nuevas ramas y floreció cada año; para el muchacho enfermo fue el jardín mÔs espléndido, su pequeño tesoro aquí en la Tierra. La regaba y cuidaba, preocupÔndose de que recibiese hasta el último de los rayos de sol que penetraban por la ventanuca; la propia flor formaba parte de sus sueños, pues para él florecía, para él esparcía su aroma y alegraba la vista; a ella se volvió en el momento de la muerte, cuando el Señor lo llamó a su seno. Lleva ya un año junto a Dios, y durante todo el año la plantita ha seguido en la ventana, olvidada y seca; por eso, cuando la mudanza, la arrojaron a la basura de la calle. Y ésta es la flor, la pobre florecilla marchita que hemos puesto en nuestro ramillete, pues ha proporcionado mÔs alegría que la mÔs bella del jardín de una reina.

  • Pero, Āæcómo sabes todo esto? -preguntó el niƱo que el Ć”ngel llevaba al cielo.
  • Lo sĆ© -respondió el Ć”ngel-, porque yo fui aquel pobre niƱo enfermo que se sostenĆ­a sobre muletas. Ā”Y bien conozco mi flor!

El pequeño abrió de par en par los ojos y clavó la mirada en el rostro esplendoroso del Ôngel; y en el mismo momento se encontraron en el Cielo de Nuestro Señor, donde reina la alegría y la bienaventuranza. Dios apretó al niño muerto contra su corazón, y al instante le salieron a éste alas como a los demÔs Ôngeles, y con ellos se echó a volar, cogido de las manos. Nuestro Señor apretó también contra su pecho todas las flores, pero a la marchita silvestre la besó, infundiéndole voz, y ella rompió a cantar con el coro de angelitos que rodean al Altísimo, algunos muy de cerca otros formando círculos en torno a los primeros, círculos que se extienden hasta el infinito, pero todos rebosantes de felicidad. Y todos cantaban, grandes y chicos, junto con el buen chiquillo bienaventurado y la pobre flor silvestre que había estado abandonada, entre la basura de la calleja estrecha y oscura, el día de la mudanza.

El ave FƩnix

En el jardín del Paraíso, bajo el Ôrbol de la sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa nació un pÔjaro; su vuelo era como un rayo de luz, magníficos sus colores, arrobador su canto. Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y AdÔn fueron arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del Ôngel cayó una chispa en el nido del pÔjaro y le prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero del rojo huevo salió volando otra ave, única y siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien años se da la muerte abrasÔndose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave Fénix, la única en el mundo. El pÔjaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores, magnífica en su canto. Cuando la madre estÔ sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niño. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en él, y sobre la pobre cómoda exhalan, su perfume unas violetas. Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores de la aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de Falun, en las minas de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del Ganges, y los ojos de la doncella hindú se iluminan al verla. ”Ave Fénix! ¿No la conoces? ¿El ave del Paraíso, el cisne santo de la canción? Iba en el carro de Thespis en forma de cuervo parlanchín, agitando las alas pintadas de negro; el arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne; posada sobre el hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y le susurraba al oído: ”Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la Wartburg. ”Ave Fénix! ¿No la conoces? Te cantó la Marsellesa, y tú besaste la pluma que se desprendió de su ala; vino en todo el esplendor paradisíaco, y tú le volviste tal vez la espalda para contemplar el gorrión que tenía espuma dorada en las alas. ”El Ave del Paraíso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tú misma vuelas con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave Fénix de Arabia. En el jardín del Paraíso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el Ôrbol de la sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: ”poesía!.

El caracol y el rosal

Alrededor del jardĆ­n habĆ­a un seto de avellanos, y al otro lado del seto se extendĆ­a n los campos y praderas donde pastaban las ovejas y las vacas. Pero en el centro del jardĆ­n crecĆ­a un rosal todo lleno de flores, y a su abrigo vivĆ­a un caracol que llevaba todo un mundo dentro de su caparazón, pues se llevaba a sĆ­ mismo. -Ā”Paciencia! -decĆ­a el caracol-. Ya llegarĆ” mi hora. HarĆ© mucho mĆ”s que dar rosas o avellanas, muchĆ­simo mĆ”s que dar leche como las vacas y las ovejas. -Esperamos mucho de ti -dijo el rosal-. ĀæPodrĆ­a saberse cuĆ”ndo me enseƱarĆ”s lo que eres capaz de hacer? -Me tomo mi tiempo -dijo el caracol-; ustedes siempre estĆ”n de prisa. No, asĆ­ no se preparan las sorpresas. Un aƱo mĆ”s tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanĆ­a de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo.Ā  -Nada ha cambiado -dijo-. No se advierte el mĆ”s insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace. Pasó el verano y vino el otoƱo, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo hĆŗmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo. Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo.Ā  -Ahora ya eres un rosal viejo -dijo el caracol-. Pronto tendrĆ”s que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenĆ­as dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero estĆ” claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrĆ­as frutos muy distintos que ofrecernos. ĀæQuĆ© dices a esto? Pronto no serĆ”s mĆ”s que un palo seco… ĀæTe das cuenta de lo que quiero decirte? -Me asustas -dijo el rosal-. Nunca he pensado en ello. -Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ĀæTe preguntaste alguna vez por quĆ© florecĆ­as y cómo florecĆ­as, por quĆ© lo hacĆ­as de esa manera y de no de otra? -No -contestó el caracol-. FlorecĆ­a de puro contento, porque no podĆ­a evitarlo. Ā”El sol era tan cĆ”lido, el aire tan refrescante!… Me bebĆ­a el lĆ­mpido rocĆ­o y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allĆ” abajo, me subĆ­a la fuerza, que descendĆ­a tambiĆ©n sobre mĆ­ desde lo alto. SentĆ­a una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y asĆ­ tenĆ­a que florecer sin remedio. Tal era mi vida; no podĆ­a hacer otra cosa. -Tu vida fue demasiado fĆ”cil -dijo el caracol.Ā  -Cierto -dijo el rosal-. Me lo daban todo. Pero tĆŗ tuviste mĆ”s suerte aĆŗn. TĆŗ eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algĆŗn dĆ­a. -No, no, de ningĆŗn modo -dijo el caracol-. El mundo no existe para mĆ­. ĀæQuĆ© tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mĆ­ mismo y en mĆ­ mismo. -ĀæPero no deberĆ­amos todos dar a los demĆ”s lo mejor de nosotros, no deberĆ­amos ofrecerles cuanto pudiĆ©ramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tĆŗ, en cambio, que posees tantos dones, ĀæquĆ© has dado tĆŗ al mundo? ĀæQuĆ© puedes darle? -ĀæDarle? ĀæDarle yo al mundo? Yo lo escupo. ĀæPara quĆ© sirve el mundo? No significa nada para mĆ­. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo Ćŗnico que sirves. Deja que los castaƱos produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su pĆŗblico, y yo tambiĆ©n tengo el mĆ­o dentro de mĆ­ mismo. Ā”Me recojo en mi interior, y en Ć©l voy a quedarme! El mundo no me interesa. Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló. -Ā”QuĆ© pena! -dijo el rosal-. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pĆ©talos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendĆ­a otra al pecho, y cómo un niƱo besaba otra en la primera alegrĆ­a de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida. Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormĆ­a allĆ” dentro de su casa. El mundo nada significaba para Ć©l. Y pasaron los aƱos. El caracol se habĆ­a vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa del libro de oraciones habĆ­a desaparecido… Pero en el jardĆ­n brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles se arrastraban dentro de sus casas y escupĆ­an al mundo, que no significaba nada para ellos. ĀæEmpezamos otra vez nuestra historia desde el principio? No vale la pena; siempre serĆ­a la misma.

El cerro de los elfos

Varios lagartos gordos corrƭan con pie ligero por las grietas de un viejo Ɣrbol; se entendƭan perfectamente, pues hablaban todos la lengua lagarteƱa.

  • Ā”QuĆ© ruido y alboroto en el cerro de los ellos! -dijo un lagarto-. Van ya dos noches que no me dejan pegar un ojo. Lo mismo que cuando me duelen las muelas, pues tampoco entonces puedo dormir.
  • Algo pasa allĆ­ adentro -observó otro-. Hasta que el gallo canta, a la madrugada, sostienen el cerro sobre cuatro estacas rojas, para que se ventile bien, y sus muchachas han aprendido nuevas danzas. Ā”Algo se prepara!
  • SĆ­ -intervino un tercer lagarto-. He hecho amistad con una lombriz de tierra que venĆ­a de la colina, en la cual habĆ­a estado removiendo la tierra dĆ­a y noche. Oyó muchas cosas. Ver no puede, la infeliz, pero lo que es palpar y oĆ­r, en esto se pinta sola. Resulta que en el cerro esperan forasteros, forasteros distinguidos, pero, quiĆ©nes son Ć©stos, la lombriz se negó a decĆ­rmelo, acaso ella misma no lo sabe. Han encargado a los fuegos fatuos que organicen una procesión de antorchas, como dicen ellos, y todo el oro y la plata que hay en el cerro – y no es poco – lo pulen y exponen a la luz de la luna.
  • ĀæQuiĆ©nes podrĆ”n ser esos forasteros? -se preguntaban los lagartos-. ĀæQuĆ© diablos debe suceder? Ā”OĆ­d, quĆ© manera de zumbar!

En aquel mismo momento se partió el montículo, y una señorita elfa, vieja y anticuada, aunque por lo demÔs muy correctamente vestida, salió andando a pasitos cortos. Era el ama de llaves del anciano rey de los elfos, estaba emparentada de lejos con la familia real y llevaba en la frente un corazón de Ômbar. ”Movía las piernas con una agilidad!: trip, trip. ”Vaya modo de trotar! Y marchó directamente al pantano del fondo, a la vivienda del chotacabras.

  • EstĆ”n ustedes invitados a la colina esta noche dijo-. Pero quisiera pedirles un gran favor, si no fuera molestia para ustedes. ĀæPodrĆ­an transmitir la invitación a los demĆ”s? Algo deben hacer, ya que ustedes no ponen casa. Recibimos a varios forasteros ilustres, magos de distinción; por eso hoy comparecerĆ” el anciano rey de los elfos.
  • ĀæA quiĆ©n hay que invitar? -preguntó el chotacabras.
  • Al gran baile pueden concurrir todos, incluso las personas, con tal que hablen durmiendo o sepan hacer algo que se avenga con nuestro modo de ser. Pero en nuestra primera fiesta queremos hacer una rigurosa selección; sólo asistirĆ”n personajes de la mĆ”s alta categorĆ­a. Hasta disputĆ© con el Rey, pues yo no querĆ­a que los fantasmas fuesen admitidos. Ante todo, hay que invitar al Viejo del Mar y a sus hijas. Tal vez no les guste venir a tierra seca, pero les prepararemos una piedra mojada para asiento o quizĆ”s algo aĆŗn mejor; supongo que asĆ­ no tendrĆ”n inconveniente en asistir, siquiera por esta vez. Queremos que vengan todos los viejos trasgos de primera categorĆ­a, con cola, el Genio del Agua y el Duende y, a mi entender, no debemos dejar de lado al Cerdo de la Tumba, al Caballo de los Muertos y al Enano de la Iglesia, todos los cuales pertenecen al elemento clerical y no a nuestra clase. Pero Ć©se es su oficio; por lo demĆ”s, estĆ”n emparentados de cerca con nosotros y nos visitan con frecuencia.
  • Ā”Muy bien! -dijo el chotacabras, emprendiendo el vuelo para cumplir el encargo. Las doncellas elfas bailaban ya en el cerro, cubiertas de velos, y lo hacĆ­an con tejidos de niebla y luz de la luna, de un gran efecto para los aficionados a estas cosas. En el centro de la colina, el gran salón habĆ­a sido adornado primorosamente; el suelo, lavado con luz de luna, y las paredes, frotadas con grasa de bruja, por lo que brillaban como hojas de tulipĆ”n. En la colina habĆ­a, en el asador, gran abundancia de ranas, pieles de caracol rellenas de dedos de niƱo y ensaladas de semillas de seta y hĆŗmedos hocicos de ratón con cicuta, cerveza de la destilerĆ­a de la bruja del pantano, amĆ©n de fosforescente vino de salitre de las bodegas funerarias. Todo muy bien presentado. Entre los postres figuraban clavos oxidados y trozos de ventanal de iglesia.

El anciano Rey mandó bruñir su corona de oro con pizarrín machacado (entiéndase pizarrín de primera); y no se crea que le es fÔcil a un rey de los elfos procurarse pizarrín de primera. En el dormitorio colgaron cortinas, que fueron pegadas con saliva de serpiente. Se comprende, pues, que hubiera allí gran ruido y alboroto.

  • Ahora hay que sahumar todo esto con orines de caballo y cerdas de puerco; entonces yo habrĆ© cumplido con mi tarea -dijo la vieja seƱorita.
  • Ā”Dulce padre mĆ­o! -dijo la hija menor, que era muy zalamera-, Āæno podrĆ­a saber quiĆ©nes son los ilustres forasteros?
  • Bueno -respondió el Rey, tendrĆ© que decĆ­rtelo. Dos de mis hijas deben prepararse para el matrimonio; dos de ellas se casarĆ”n sin duda. El anciano duende de allĆ” en Noruega, el que reside en la vieja roca de Dovre y posee cuatro palacios acantilados de feldespato y una mina de oro mucho mĆ”s rica de lo que creen por ahĆ­, viene con sus dos hijos, que viajan en busca de esposa. El duende es un anciano nórdico, muy viejo y respetable, pero alegre y campechano. Lo conozco de hace mucho tiempo, desde un dĆ­a en que brindamos fraternalmente con ocasión de su estancia aquĆ­ en busca de mujer. Ella murió; era hija del rey de los PeƱascos gredosos de Mƶen. Tomó una mujer de yeso, como suele decirse. Ā”Ah, y quĆ© ganas tengo de ver al viejo duende nórdico! Dicen que los chicos son un tanto mal criados e impertinentes; pero quizĆ”s exageran. Tiempo tendrĆ”n de sentar la cabeza. A ver si sabĆ©is portaros con ellos en forma conveniente.
  • ĀæY cuĆ”ndo llegan? -preguntó una de las hijas. – Eso depende del tiempo que haga -respondió el Rey. Viajan en plan económico. Aprovechan las oportunidades de los barcos. Yo habrĆ­a querido que fuesen por Suecia, pero el viejo se inclinó del otro lado. No sigue las mudanzas de los tiempos, y esto no se lo perdono.

En esto llegaron saltando dos fuegos fatuos, uno de ellos mÔs rÔpido que su compañero; por eso llegó antes.

  • Ā”Ya vienen, ya vienen! -gritaron los dos.
  • Ā”Dadme la corona y dejad que me ponga a la luz de la luna! -ordenó el Rey.

Las hijas, levantÔndose los velos, se inclinaron hasta el suelo. Entró el anciano duende de Dovre con su corona de tarugos de hielo duro y de abeto pulido. Formaban el resto de su vestido una piel de oso y grandes botas, mientras los hijos iban con el cuello descubierto y pantalones sin tirantes, pues eran hombres de pelo en pecho.

  • ĀæEsto es una colina? -preguntó el menor, seƱalando el cerro de los elfos-. En Noruega lo llamarĆ­amos un agujero.
  • Ā”Muchachos! -les riñó el viejo-. Un agujero va para dentro, y una colina va para arriba. ĀæNo tenĆ©is ojos en la cabeza?

Lo Ćŗnico que les causaba asombro, dijeron, era que comprendĆ­an la lengua de los otros sin dificultad.

  • Ā”Es para creer que os falta algĆŗn tornillo! refunfuñó el viejo. Entraron luego en la mansión de los elfos, donde se habĆ­a reunido la flor y nata de la sociedad, aunque de manera tan precipitada, que se hubiera dicho que el viento los habla arremolinado; y para todos estaban las cosas primorosamente dispuestas. Las ondinas se sentaban a la mesa sobre grandes patines acuĆ”ticos, y afirmaban que se sentĆ­an como en su casa. En la mesa todos observaron la mĆ”xima corrección, excepto los dos duendecitos nórdicos, los cuales llegaron hasta poner las piernas encima. Pero estaban persuadidos de que a ellos todo les estaba bien.
  • Ā”Fuera los pies del plato! -les gritó el viejo duende, y ellos obedecieron, aunque a regaƱadientes. A sus damas respectivas les hicieron cosquillas con piƱas de abeto que llevaban en el bolsillo; luego se quitaron las botas para estar mĆ”s cómodos y se las dieron a guardar. Pero el padre, el viejo duende de Dovre, era realmente muy distinto.

 

El cofre volador

Ɖrase una vez un comerciante tan rico, que habrĆ­a podido empedrar toda la calle con monedas de plata, y aĆŗn casi un callejón por aƱadidura; pero se guardó de hacerlo, pues el hombre conocĆ­a mejores maneras de invertir su dinero, y cuando daba un ochavo era para recibir un escudo. Fue un mercader muy listo… y luego murió. Su hijo heredó todos sus caudales, y vivĆ­a alegremente: todas las noches iba al baile de mĆ”scaras, hacĆ­a cometas con billetes de banco y arrojaba al agua panecillos untados de mantequilla y lastrados con monedas de oro en vez de piedras. No es extraƱo, pues, que pronto se terminase el dinero; al fin a nuestro mozo no le quedaron mĆ”s de cuatro perras gordas, y por todo vestido, unas zapatillas y una vieja bata de noche. Sus amigos lo abandonaron; no podĆ­an ya ir juntos por la calle; pero uno de ellos, que era un bonachón, le envió un viejo cofre con este aviso: «”Embala!Ā». El consejo era bueno, desde luego, pero como nada tenĆ­a que embalar, se metió Ć©l en el baĆŗl. Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto se le apretaba la cerradura. Y asĆ­ lo hizo; en un santiamĆ©n, el muchacho se vio por los aires metido en el cofre, despuĆ©s de salir por la chimenea, y montóse hasta las nubes, vuela que te vuela. Cada vez que el fondo del baĆŗl crujĆ­a un poco, a nuestro hombre le entraba pĆ”nico; si se desprendiesen las tablas, Ā”vaya salto! Ā”Dios nos ampare! De este modo llegó a tierra de turcos. Escondiendo el cofre en el bosque, entre hojarasca seca, se encaminó a la ciudad; no llamó la atención de nadie, pues todos los turcos vestĆ­an tambiĆ©n bata y pantuflos. Encontróse con un ama que llevaba un niƱo:

  • Oye, nodriza -le preguntó-, ĀæquĆ© es aquel castillo tan grande, junto a la ciudad, con ventanas tan altas?
  • AllĆ­ vive la hija del Rey -respondió la mujer-. Se le ha profetizado que quien se enamore de ella la harĆ” desgraciada; por eso no se deja que nadie se le acerque, si no es en presencia del Rey y de la Reina, – Gracias -dijo el hijo del mercader, y volvió a su bosque. Se metió en el cofre y levantó el vuelo; llegó al tejado del castillo y se introdujo por la ventana en las habitaciones de la princesa.

Estaba ella durmiendo en un sofÔ; era tan hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le dio un beso. La princesa despertó asustada, pero él le dijo que era el dios de los turcos, llegado por los aires; y esto la tranquilizó. SentÔronse uno junto al otro, y el mozo se puso a contar historias sobre los ojos de la muchacha: eran como lagos oscuros y maravillosos, por los que los pensamientos nadaban cual ondinas; luego historias sobre su frente, que comparó con una montaña nevada, llena de magníficos salones y cuadros; y luego le habló de la cigüeña, que trae a los niños pequeños. Sí, eran unas historias muy hermosas, realmente. Luego pidió a la princesa si quería ser su esposa, y ella le dio el sí sin vacilar.

  • Pero tendrĆ©is que volver el sĆ”bado -aƱadió-, pues he invitado a mis padres a tomar el tĆ©. EstarĆ”n orgullosos de que me case con el dios de los turcos. Pero mira de recordar historias bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi madre las prefiere edificantes y elevadas, y mi padre las quiere divertidas, pues le gusta reĆ­rse. – Bien, no traerĆ© mĆ”s regalo de boda que mis cuentos -respondió Ć©l, y se despidieron; pero antes la princesa le regaló un sable adornado con monedas de oro. Ā”Y bien que le vinieron al mozo!

Se marchó en volandas, se compró una nueva bata y se fue al bosque, donde se puso a componer un cuento. Debía estar listo para el sÔbado, y la cosa no es tan fÔcil. Y cuando lo tuvo terminado, era ya sÔbado. El Rey, la Reina y toda la Corte lo aguardaban para tomar el té en compañía de la princesa. Lo recibieron con gran cortesía.

  • ĀæVais a contarnos un cuento -preguntóle la Reina-, uno que tenga profundo sentido y sea instructivo?
  • Pero que al mismo tiempo nos haga reĆ­r aƱadió el Rey.-
  • De acuerdo -respondĆ­a el mozo, y comenzó su relato. Y ahora, atención.

«Érase una vez un haz de fósforos que estaban en extremo orgullosos de su alta estirpe; su Ć”rbol genealógico, es decir, el gran pino, del que todos eran una astillita, habĆ­a sido un aƱoso y corpulento Ć”rbol del bosque. Los fósforos se encontraban ahora entre un viejo eslabón y un puchero de hierro no menos viejo, al que hablaban de los tiempos de su infancia. -Ā”SĆ­, cuando nos hallĆ”bamos en la rama verde decĆ­an- estĆ”bamos realmente en una rama verde! Cada amanecer y cada atardecer tenĆ­amos tĆ© diamantino: era el rocĆ­o; durante todo el dĆ­a nos daba el sol, cuando no estaba nublado, y los pajarillos nos contaban historias. Nos dĆ”bamos cuenta de que Ć©ramos ricos, pues los Ć”rboles de fronda sólo van vestidos en verano; en cambio, nuestra familia lucĆ­a su verde ropaje, lo mismo en verano que en invierno. Mas he aquĆ­ que se presentó el leƱador, la gran revolución, y nuestra familia se dispersó. El tronco fue destinado a palo mayor de un barco de alto bordo, capaz de circunnavegar el mundo si se le antojaba; las demĆ”s ramas pasaron a otros lugares, y a nosotros nos ha sido asignada la misión de suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar de ser gente distinguida, hemos venido a parar a la cocina. Ā» – Mi destino ha sido muy distinto -dijo el puchero a cuyo lado yacĆ­an los fósforos-. Desde el instante en que vine al mundo, todo ha sido estregarme, ponerme al fuego y sacarme de Ć©l; yo estoy por lo prĆ”ctico, y, modestia aparte, soy el nĆŗmero uno en la casa, Mi Ćŗnico placer consiste, terminado el servicio de mesa, en estarme en mi sitio, limpio y bruƱido, conversando sesudamente con mis compaƱeros; pero si exceptĆŗo el balde, que de vez en cuando baja al patio, puede decirse que vivimos completamente retirados. Nuestro Ćŗnico mensajero es el cesto de la compra, pero Ā”se exalta tanto cuando habla del gobierno y del pueblo!; hace unos dĆ­as un viejo puchero de tierra se asustó tanto con lo que dijo, que se cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Yo os digo que este cesto es un revolucionario; y si no, al tiempo. Ā» – Ā”Hablas demasiado! -intervino el eslabón, golpeando el pedernal, que soltó una chispa-. ĀæNo podrĆ­amos echar una cana al aire, esta noche? Ā» – SĆ­, hablemos -dijeron los fósforos-, y veamos quiĆ©n es el mĆ”s noble de todos nosotros. Ā» – No, no me gusta hablar de mi persona objetó la olla de barro-. Organicemos una velada. Yo empezarĆ© contando la historia de mi vida, y luego los demĆ”s harĆ”n lo mismo; asĆ­ no se embrolla uno y resulta mĆ”s divertido. En las playas del BĆ”ltico, donde las hayas que cubren el suelo de Dinamarca… Ā» – Ā”Buen principio! -exclamaron los platos-. Sin duda, esta historia nos gustarĆ”. Ā» – …pasĆ© mi juventud en el seno de una familia muy reposada; se limpiaban los muebles, se restregaban los suelos, y cada quince dĆ­as colgaban cortinas nuevas. Ā» – Ā”QuĆ© bien se explica! -dijo la escoba de crin. DirĆ­ase que habla un ama de casa; hay un no sĆ© que de limpio y refinado en sus palabras. Ā» -Exactamente lo que yo pensaba -asintió el balde, dando un saltito de contento que hizo resonar el suelo. Ā» La olla siguió contando, y el fin resultó tan agradable como habĆ­a sido el principio. Ā» Todos los platos castaƱetearon de regocijo, y la escoba sacó del bote unas hojas de perejil, y con ellas coronó a la olla, a sabiendas de que los demĆ”s rabiarĆ­an. Ā«Si hoy le pongo yo una corona, maƱana me pondrĆ” ella otra a mĆ­Ā», pensó. Ā» – Ā”Voy a bailar! -exclamó la tenaza, y, Ā”dicho y hecho! Ā”Dios nos ampare, y cómo levantaba la pierna! La vieja funda de la silla del rincón estalló al verlo-. ĀæMe vais a coronar tambiĆ©n a mĆ­? -pregunto la tenaza; y asĆ­ se hizo. Ā» – Ā”Vaya gentuza! -pensaban los fósforos. Ā» TocĆ”bale entonces el turno de cantar a la tetera, pero se excusó alegando que estaba resfriada; sólo podĆ­a cantar cuando se hallaba al fuego; pero todo aquello eran remilgos; no querĆ­a hacerlo mĆ”s que en la mesa, con las seƱorĆ­as. Ā» HabĆ­a en la ventana una vieja pluma, con la que solĆ­a escribir la sirvienta. Nada de notable podĆ­a observarse en ella, aparte que la sumergĆ­an demasiado en el tintero, pero ella se sentĆ­a orgullosa del hecho. Ā» – Si la tetera se niega a cantar, que no cante dijo-. AhĆ­ fuera hay un ruiseƱor enjaulado que sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el Conservatorio, mas por esta noche seremos indulgentes. Ā» – Me parece muy poco conveniente -objetó la cafetera, que era una cantora de cocina y hermanastra de la tetera – tener que escuchar a un pĆ”jaro forastero. ĀæEs esto patriotismo? Que juzgue el cesto de la compra. Ā» – Francamente, me habĆ©is desilusionado -dijo el cesto-. Ā”Vaya manera estĆŗpida de pasar una velada! En lugar de ir cada cuĆ”l por su lado, Āæno serĆ­a mucho mejor hacer las cosas con orden? Cada uno ocuparĆ­a su sitio, y yo dirigirĆ­a el juego. Ā”Otra cosa seria! Ā» – Ā”SĆ­, vamos a armar un escĆ”ndalo! exclamaron todos. Ā» En esto se abrió la puerta y entró la criada. Todos se quedaron quietos, nadie se movió; pero ni un puchero dudaba de sus habilidades y de su distinción. Ā«Si hubiĆ©semos querido pensaba cada uno-, Ā”quĆ© velada mĆ”s deliciosa habrĆ­amos pasado!Ā». Ā» La sirvienta cogió los fósforos y encendió fuego. Ā”Cómo chisporroteaban, y quĆ© llamas echaban! Ā» Ā«Ahora todos tendrĆ”n que percatarse de que somos los primeros -pensaban-. Ā”Menudo brillo y menudo resplandor el nuestro!Ā». Y de este modo se consumieronĀ».

  • Ā”QuĆ© cuento tan bonito! -dijo la Reina-. Me parece encontrarme en la cocina, entre los fósforos. SĆ­, te casarĆ”s con nuestra hija.
  • Desde luego -asintió el Rey-. SerĆ” tuya el lunes por la maƱana -. Lo tuteaban ya, considerĆ”ndolo como de la familia.

Fijóse el dĆ­a de la boda, y la vĆ­spera hubo grandes iluminaciones en la ciudad, repartiĆ©ronse bollos de pan y rosquillas, los golfillos callejeros se hincharon de gritar «”hurra!Ā» y silbar con los dedos metidos en la boca… Ā”Una fiesta magnĆ­fica! Ā«TendrĆ© que hacer algoĀ», pensó el hijo del mercader, y compró cohetes, petardos y quĆ© sĆ© yo cuĆ”ntas cosas de pirotecnia, las metió en el baĆŗl y emprendió el vuelo. Ā”Pim, pam, pum! Ā”Vaya estrĆ©pito y vaya chisporroteo! Los turcos, al verlo, pegaban unos saltos tales que las babuchas les llegaban a las orejas; nunca habĆ­an contemplado una traca como aquella, Ahora sĆ­ que estaban convencidos de que era el propio dios de los turcos el que iba a casarse con la hija del Rey. Ā  No bien llegó nuestro mozo al bosque con su baĆŗl, se dijo: Ā«Me llegarĆ© a la ciudad, a observar el efecto causadoĀ». Era una curiosidad muy natural. Ā”QuĆ© cosas contaba la gente! Cada una de las personas a quienes preguntó habĆ­a presenciado el espectĆ”culo de una manera distinta, pero todos coincidieron en calificarlo de hermoso.

  • Yo vi al propio dios de los turcos -afirmó uno. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la barba parecĆ­a agua espumeante.
  • Volaba envuelto en un manto de fuego -dijo otro-. Por los pliegues asomaban unos angelitos preciosos.

Sí, escuchó cosas muy agradables, y al día siguiente era la boda. Regresó al bosque para instalarse en su cofre; pero, ¿dónde estaba el cofre? El caso es que se había incendiado. Una chispa de un cohete había prendido fuego en el forro y reducido el baúl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no podía volar ni volver al palacio de su prometida. Ella se pasó todo el día en el tejado, aguardÔndolo; y sigue aún esperando, mientras él recorre el mundo contando cuentos, aunque ninguno tan regocijante como el de los fósforos.

El compaƱero de viaje

El pobre Juan estaba muy triste, pues su padre se hallaba enfermo e iba a morir. No habĆ­a mĆ”s que ellos dos en la reducida habitación; la lĆ”mpara de la mesa estaba próxima a extinguirse, y llegaba la noche. – Has sido un buen hijo, Juan -dijo el doliente padre-, y Dios te ayudarĆ” por los caminos del mundo -. Dirigióle una mirada tierna y grave, respiró profundamente y expiró; habrĆ­ase dicho que dormĆ­a. Juan se echó a llorar; ya nadie le quedaba en la Tierra, ni padre ni madre, hermano ni hermana. Ā”Pobre Juan! Arrodillado junto al lecho, besaba la frĆ­a mano de su padre muerto, y derramaba amargas lĆ”grimas, hasta que al fin se le cerraron los ojos y se quedó dormido, con la cabeza apoyada en el duro barrote de la cama. Tuvo un sueƱo muy raro; vio cómo el Sol y la Luna se inclinaban ante Ć©l, y vio a su padre rebosante de salud y riĆ©ndose, con aquella risa suya cuando se sentĆ­a contento. Una hermosa muchacha, con una corona de oro en el largo y reluciente cabello, tendió la mano a Juan, mientras el padre le decĆ­a: «”Mira quĆ© novia tan bonita tienes! Es la mĆ”s bella del mundo enteroĀ». Entonces se despertó: el alegre cuadro se habĆ­a desvanecido; su padre yacĆ­a en el lecho, muerto y frĆ­o, y no habĆ­a nadie en la estancia. Ā”Pobre Juan! A la semana siguiente dieron sepultura al difunto; Juan acompañó el fĆ©retro, sin poder ver ya a aquel padre que tanto lo habĆ­a querido; oyó cómo echaban tierra sobre el ataĆŗd, para colmar la fosa, y contempló cómo desaparecĆ­a poco a poco, mientras sentĆ­a la pena desgarrarle el corazón. Al borde de la tumba cantaron un Ćŗltimo salmo, que sonó armoniosamente; las lĆ”grimas asomaron a los ojos del muchacho; rompió a llorar, y el llanto fue un sedante para su dolor. Brilló el sol, esplĆ©ndido, por encima de los verdes Ć”rboles; parecĆ­a decirle: Ā«No estĆ©s triste, Juan; Ā”mira quĆ© hermoso y azul es el cielo!. Ā”AllĆ” arriba estĆ” tu padre pidiendo a Dios por tu bien!Ā». – SerĆ© siempre bueno -dijo Juan-. De este modo, un dĆ­a volverĆ© a reunirme con mi padre. Ā”QuĆ© alegrĆ­a cuando nos veamos de nuevo! CuĆ”ntas cosas podrĆ© contarle y cuĆ”ntas me mostrarĆ” Ć©l, y me enseƱarĆ” la magnificencia del cielo, como lo hacĆ­a en la Tierra. Ā”Oh, quĆ© felices seremos! Y se lo imaginaba tan a lo vivo, que asomó una sonrisa a sus labios. Los pajarillos, posados en los castaƱos, dejaban oĆ­r sus gorjeos. Estaban alegres, a pesar de asistir a un entierro, pero bien sabĆ­an que el difunto estaba ya en el cielo, tenĆ­a alas mucho mayores y mĆ”s hermosas que las suyas, y era dichoso, porque acĆ” en la Tierra habĆ­a practicado la virtud; por eso estaban alegres. Juan los vio emprender el vuelo desde las altas ramas verdes, y sintió el deseo de lanzarse al espacio con ellos. Pero antes hizo una gran cruz de madera para hincarla sobre la tumba de su padre, y al llegar la noche, la sepultura aparecĆ­a adornada con arena y flores. HabĆ­an cuidado de ello personas forasteras, pues en toda la comarca se tenĆ­a en gran estima a aquel buen hombre que acababa de morir. De madrugada hizo Juan su modesto equipaje y se ató al cinturón su pequeƱa herencia: cincuenta florines y unos peniques en total; con ella se disponĆ­a a correr mundo. Sin embargo, antes volvió al cementerio, y, despuĆ©s de rezar un padrenuestro sobre la tumba dijo: Ā”Adiós, padre querido! SerĆ© siempre bueno, y tĆŗ le pedirĆ”s a Dios que las cosas me vayan bien. Al entrar en la campiƱa, el muchacho observó que todas las flores se abrĆ­an frescas y hermosas bajo los rayos tibios del sol, y que se mecĆ­an al impulso Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  de Ā Ā Ā Ā Ā Ā  la Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  brisa, Ā  como Ā  diciendo: «”Bienvenido a nuestros dominios! ĀæVerdad que son bellos?Ā». Pero Juan se volvió una vez mĆ”s a contemplar la vieja iglesia donde recibiera de pequeƱo el santo bautismo, y a la que habĆ­a asistido todos los domingos con su padre a los oficios divinos, cantando hermosas canciones; en lo alto del campanario vio, en una abertura, al duende del templo, de pie, con su pequeƱa gorra roja, y resguardĆ”ndose el rostro con el brazo de los rayos del sol que le daban en los ojos. Juan le dijo adiós con una inclinación de cabeza; el duendecillo agitó la gorra colorada y, poniĆ©ndose una mano sobre el corazón, con la otra le envió muchos besos, para darle a entender que le deseaba un viaje muy feliz y mucho bien. Pensó entonces Juan en las bellezas que verĆ­a en el amplio mundo y siguió su camino, mucho mĆ”s allĆ” de donde llegara jamĆ”s. No conocĆ­a los lugares por los que pasaba, ni las personas con quienes se encontraba; todo era nuevo para Ć©l. La primera noche hubo de dormir sobre un montón de heno, en pleno campo; otro lecho no habĆ­a. Pero era muy cómodo, pensó; el propio Rey no estarĆ­a mejor. Toda la campiƱa, con el rĆ­o, la pila de hierba y el cielo encima, formaban un hermoso dormitorio. La verde hierba, salpicada de florecillas blancas y coloradas, hacĆ­a de alfombra, las lilas y rosales silvestres eran otros tantos ramilletes naturales, y para lavabo tenĆ­a todo el rĆ­o, de agua lĆ­mpida y fresca, con los juncos y caƱas que se inclinaban como para darle las buenas noches y los buenos dĆ­as. La luna era una lĆ”mpara soberbia, colgada allĆ” arriba en el techo infinito; una lĆ”mpara con cuyo fuego no habĆ­a miedo de que se encendieran las cortinas. Juan podĆ­a dormir tranquilo, y asĆ­ lo hizo, no despertĆ”ndose hasta que salió el sol, y todas las avecillas de los contornos rompieron a cantar: «”Buenos dĆ­as, buenos dĆ­as! ĀæNo te has levantado aĆŗn?Ā». Tocaban las campanas, llamando a la iglesia, pues era domingo. Las gentes iban a escuchar al predicador, y Juan fue con ellas; las acompañó en el canto de los sagrados himnos, y oyó la voz del SeƱor; le parecĆ­a estar en la iglesia donde habĆ­a sido bautizado y donde habĆ­a cantado los salmos al lado de su padre. En el cementerio contiguo al templo habĆ­a muchas tumbas, algunas de ellas cubiertas de alta hierba. Entonces pensó Juan en la de su padre, y se dijo que con el tiempo presentarĆ­a tambiĆ©n aquel aspecto, ya que Ć©l no estarĆ­a allĆ­ para limpiarla y adornarla. Se sentó, pues en el suelo, y se puso a arrancar la hierba y enderezar las cruces caĆ­das, volviendo a sus lugares las coronas arrastradas por el viento, mientras pensaba: Ā«Tal vez alguien haga lo mismo en la tumba de mi padre, ya que no puedo hacerlo yoĀ». Ā  Ante la puerta de la iglesia habĆ­a un mendigo anciano que se sostenĆ­a en sus muletas; Juan le dio los peniques que guardaba en su bolso, y luego prosiguió su viaje por el ancho mundo, contento y feliz. Al caer la tarde, el tiempo se puso horrible, y nuestro mozo se dio prisa en buscar un cobijo, pero no tardó en cerrar la noche oscura. Finalmente, llegó a una pequeƱa iglesia, que se levantaba en lo alto de una colina. Por suerte, la puerta estaba sólo entornada y pudo entrar. Su intención era permanecer allĆ­ hasta que la tempestad hubiera pasado.

  • Me sentarĆ© en un rincón -dijo-, estoy muy cansado y necesito reposo -. Se sentó, pues, juntó las manos para rezar su oración vespertina y antes de que pudiera darse cuenta, se quedó profundamente dormido y transportado al mundo de los sueƱos, mientras en el exterior fulguraban los relĆ”mpagos y retumbaban los truenos.

Despertóse a medianoche. La tormenta había cesado, y la luna brillaba en el firmamento, enviando sus rayos de plata a través de las ventanas. En el centro del templo había un féretro abierto, con un difunto, esperando la hora de recibir sepultura. Juan no era temeroso ni mucho menos; nada le reprochaba su conciencia, y sabía perfectamente que los muertos no hacen mal a nadie; los vivos son los perversos, los que practican el mal. Mas he aquí que dos individuos de esta clase estaban junto al difunto depositado en el templo antes de ser confiado a la tierra. Se proponían cometer con él una fechoría: arrancarlo del ataúd y arrojarlo fuera de la iglesia.

  • ĀæPor quĆ© querĆ©is hacer esto? -preguntó Juan-. Es una mala acción. Dejad que descanse en paz, en nombre de JesĆŗs.
  • Ā”TonterĆ­as! -replicaron los malvados-. Ā”Nos engañó! Nos debĆ­a dinero y no pudo pagarlo; y ahora que ha muerto no cobraremos un cĆ©ntimo. Por eso queremos vengarnos. Vamos a arrojarlo como un perro ante la puerta de la iglesia.
  • Sólo tengo cincuenta florines -dijo Juan-; es toda mi fortuna, pero os la darĆ© de buena gana si me prometĆ©is dejar en paz al pobre difunto. Yo me las arreglarĆ© sin dinero. Estoy sano y fuerte, y no me faltarĆ” la ayuda de Dios.
  • Bien -replicaron los dos impĆ­os-. Si te avienes a pagar su deuda no le haremos nada, te lo prometemos -. Embolsaron el dinero que les dio Juan, y, riĆ©ndose a carcajadas de aquel magnĆ”nimo infeliz, siguieron su camino. Juan colocó nuevamente el cadĆ”ver en el fĆ©retro, con las manos cruzadas sobre el pecho, e, inclinĆ”ndose ante Ć©l, alejóse contento bosque a travĆ©s.

En derredor, dondequiera que llegaban los rayos de luna filtrÔndose por entre el follaje, veía jugar alegremente a los duendecillos, que no huían de él, pues sabían que era un muchacho bueno e inocente; son sólo los malos, de quienes los duendes no se dejan ver. Algunos no eran mÔs grandes que el ancho de un dedo, y llevaban sujeto el largo y rubio cabello con peinetas de oro. De dos en dos se balanceaban en equilibrio sobre las abultadas gotas de rocío, depositadas sobre las hojas y los tallos de hierba; a veces, una de las gotitas caía al suelo por entre las largas hierbas, y el incidente provocaba grandes risas y alboroto entre los minúsculos personajes. ”Qué delicia! Se pusieron a cantar, y Juan reconoció enseguida las bellas melodías que aprendiera de niño. Grandes arañas multicolores, con argénteas coronas en la cabeza, hilaban, de seto a seto, largos puentes colgantes y palacios que, al recoger el tenue rocío, brillaban como nítido cristal a los claros rayos de la luna. El espectÔculo duró hasta la salida del sol. Entonces, los duendecillos se deslizaron en los capullos de las flores, y el viento se hizo cargo de sus puentes y palacios, que volaron por los aires convertidos en telarañas. En éstas, Juan había salido ya del bosque cuando a su espalda resonó una recia voz de hombre:

  • Ā”Hola, compaƱero!, Āæadónde vamos?
  • Por esos mundos de Dios -respondió Juan-. No tengo padre ni madre y soy pobre, pero Dios me ayudarĆ”.
  • TambiĆ©n yo voy a correr mundo -dijo el forastero-. ĀæQuieres que lo hagamos en compaƱƭa?
  • Ā”Bueno! -asintió Juan, y siguieron juntos. No tardaron en simpatizar, pues los dos eran buenas personas. Juan observó muy pronto, empero, que el desconocido era mucho mĆ”s inteligente que Ć©l. HabĆ­a recorrido casi todo el mundo y sabĆ­a de todas las cosas imaginables.

El sol estaba ya muy alto sobre el horizonte cuando se sentaron al pie de un Ôrbol para desayunarse; y en aquel mismo momento se les acercó una anciana que andaba muy encorvada, sosteniéndose en una muletilla y llevando a la espalda un haz de leña que había recogido en el bosque. Llevaba el delantal recogido y atado por delante, y Juan observó que por él asomaban tres largas varas de sauce envueltas en hojas de helecho. Llegada adonde ellos estaban, resbaló y cayó, empezando a quejarse lamentablemente; la pobre se había roto una pierna. Juan propuso enseguida trasladar a la anciana a su casa; pero el forastero, abriendo su mochila, dijo que tenía un ungüento con el cual, en un santiamén, curaría la pierna rota, de tal modo que la mujer podría regresar a su casa por su propio pie, como si nada le hubiese ocurrido. Sólo pedía, en pago, que le regalase las tres varas que llevaba en el delantal.

  • Ā”Mucho pides! -objetó la vieja, acompaƱando las palabras con un raro gesto de la cabeza. No le hacĆ­a gracia ceder las tres varas; pero tampoco resultaba muy agradable seguir en el suelo con la pierna fracturada. Dióle, pues, las varas, y apenas el ungüento hubo tocado la fractura se incorporó la abuela y echó a andar mucho mĆ”s ligera que antes. Y todo por virtud de la pomada; pero hay que advertir que no era una pomada de las que venden en la botica. – ĀæPara quĆ© quieres las varas? -preguntó Juan a su compaƱero.
  • Son tres bonitas escobas -contestó el otro-. Me gustan, quĆ© quieres que te diga; yo soy asĆ­ de extraƱo.

Y prosiguieron un buen trecho.

  • Ā”Se estĆ” preparando una tormenta! -exclamó Juan, seƱalando hacia delante-. Ā”QuĆ© nubarrones mĆ”s cargados!
  • No -respondió el compaƱero-. No son nubes, sino montaƱas, montaƱas altas y magnĆ­ficas, cuyas cumbres rebasan las nubes y estĆ”n rodeadas de una atmósfera serena. Es maravilloso, crĆ©eme. MaƱana ya estaremos allĆ­. Pero no estaban tan cerca como parecĆ­a. Un dĆ­a entero tuvieron que caminar para llegar a su pie. Los oscuros bosques trepaban hasta las nubes, y habĆ­an rocas enormes, tan grandes como una ciudad. DebĆ­a de ser muy cansado subir allĆ” arriba, y, asĆ­, Juan y su compaƱero entraron en la posada; tenĆ­an que descansar y reponer fuerzas para la jornada que les aguardaba.

En la sala de la hostería se había reunido mucho público, pues estaba actuando un titiretero. Acababa de montar su pequeño escenario, y la gente se hallaba sentada en derredor, dispuesta a presenciar el espectÔculo. En primera fila estaba sentado un gordo carnicero, el mÔs importante del pueblo, con su gran perro mastín echado a su lado; el animal tenía aspecto feroz y los grandes ojos abiertos, como el resto de los espectadores. Empezó una linda comedia, en la que intervenían un rey y una reina, sentados en un trono magnífico, con sendas coronas de oro en la cabeza y vestidos con ropajes de larga cola, como corresponda a tan ilustres personajes. Lindísimos muñecos de madera, con ojos de cristal y grandes bigotes, aparecían en las puertas, abriéndolas y cerrÔndolas, para permitir la entrada de aire fresco. Era una comedia muy bonita, y nada triste; pero he aquí que al levantarse la reina y avanzar por la escena, sabe Dios lo que creerla el mastín, pero lo cierto es que se soltó de su amo el carnicero, plantóse de un salto en el teatro y, cogiendo a la reina por el tronco, ”crac!, la despedazó en un momento. ”Espantoso! El pobre titiretero quedó asustado y muy contrariado por su reina, pues era la mÔs bonita de sus figuras; y el perro la había decapitado. Pero cuando, mÔs tarde, el público se retiró, el compañero de Juan dijo que repararía el mal, y, sacando su frasco, untó la muñeca con el ungüento que tan maravillosamente había curado la pierna de la vieja. Y, en efecto; no bien estuvo la muñeca untada, quedó de nuevo entera, e incluso podía mover todos los miembros sin necesidad de tirar del cordón; habríase dicho que era una persona viviente, sólo que no hablaba. El hombre de los títeres se puso muy contento; ya no necesitaba sostener aquella muñeca, que hasta sabía bailar por sí sola: ninguna otra figura podía hacer tanto.

El cuello de camisa

Ɖrase una vez un caballero muy elegante, que por todo equipaje poseĆ­a un calzador y un peine; pero tenĆ­a un cuello de camisa que era el mĆ”s notable del mundo entero; y la historia de este cuello es la que vamos a relatar. El cuello tenĆ­a ya la edad suficiente para pensar en casarse, y he aquĆ­ que en el cesto de la ropa coincidió con una liga. Dijo el cuello:

  • JamĆ”s vi a nadie tan esbelto, distinguido y lindo. ĀæMe permite que le pregunte su nombre?
  • Ā”No se lo dirĆ©! -respondió la liga.
  • ĀæDónde vive, pues? -insistió el cuello.

Pero la liga era muy tímida, y pensó que la pregunta era algo extraña y que no debía contestarla.

  • ĀæEs usted un cinturón, verdad? -dijo el cuello-, Āæuna especie de cinturón interior?. Bien veo, mi simpĆ”tica seƱorita, que es una prenda tanto de utilidad como de adorno.
  • Ā”Haga el favor de no dirigirme la palabra! dijo la liga.- No creo que le haya dado pie para hacerlo.
  • SĆ­, me lo ha dado. Cuando se es tan bonita replicó el cuello- no hace falta mĆ”s motivo.
  • Ā”No se acerque tanto! -exclamó la liga-. Ā”Parece usted tan varonil!
  • Soy tambiĆ©n un caballero fino -dijo el cuello-, tengo un calzador y un peine -. Lo cual no era verdad, pues quien los tenĆ­a era su dueƱo; pero le gustaba vanagloriarse.
  • Ā”No se acerque tanto! -repitió la liga-. No estoy acostumbrada.
  • Ā”QuĆ© remilgada! -dijo el cuello con tono burlón; pero en Ć©stas los sacaron del cesto, los almidonaron y, despuĆ©s de haberlos colgado al sol sobre el respaldo de una silla, fueron colocados en la tabla de planchar; y llegó la plancha caliente.
  • Ā”Mi querida seƱora -exclamaba el cuello-, mi querida seƱora! Ā”QuĆ© calor siento! Ā”Si no soy yo mismo! Ā”Si cambio totalmente de forma! Ā”Me va a quemar; va a hacerme un agujero! Ā”Huy! ĀæQuiere casarse conmigo?
  • Ā”Harapo! -replicó la plancha, corriendo orgullosamente por encima del cuello; se imaginaba ser una caldera de vapor, una locomotora que arrastraba los vagones de un tren.
  • Ā”Harapo! -repitió.

El cuello quedó un poco deshilachado de los bordes; por eso acudió la tijera a cortar los hilos.

  • Ā”Oh! -exclamó el cuello-, usted debe de ser primera bailarina, Āæverdad?. Ā”Cómo sabe estirar las piernas! Es lo mĆ”s encantador que he visto.

Nadie serĆ­a capaz de imitarla.

  • Ya lo sĆ© -respondió la tijera.
  • Ā”MerecerĆ­a ser condesa! -dijo el cuello-. Todo lo que poseo es un seƱor distinguido, un calzador y un peine. Ā”Si tuviese tambiĆ©n un condado!
  • ĀæSe me estĆ” declarando, el asqueroso? exclamó la tijera, y, enfadada, le propinó un corte que lo dejó inservible.
  • Al fin tendrĆ© que solicitar la mano del peine. Ā”Es admirable cómo conserva usted todos los dientes, mi querida seƱorita! -dijo el cuello-. ĀæNo ha pensado nunca en casarse?
  • Ā”Claro, ya puede figurĆ”rselo! -contestó el peine-. Seguramente habrĆ” oĆ­do que estoy prometida con el calzador.
  • Ā”Prometida! -suspiró el cuello; y como no habĆ­a nadie mĆ”s a quien declararse, se las dio en decir mal del matrimonio.

Pasó mucho tiempo, y el cuello fue a parar al almacén de un fabricante de papel. Había allí una nutrida compañía de harapos; los finos iban por su lado, los toscos por el suyo, como exige la corrección. Todos tenían muchas cosas que explicar, pero el cuello los superaba a todos, pues era un gran fanfarrón.

  • Ā”La de novias que he tenido! -decĆ­a-. No me dejaban un momento de reposo. Andaba yo hecho un petimetre en aquellos tiempos, siempre muy tieso y almidonado. TenĆ­a ademĆ”s un calzador y un peine, que jamĆ”s utilicĆ©. TenĆ­an que haberme visto entonces, cuando me acicalaba para una fiesta. Nunca me olvidarĆ© de mi primera novia; fue una cinturilla, delicada, elegante y muy linda; por mĆ­ se tiró a una baƱera. Luego hubo una plancha que ardĆ­a por mi persona; pero no le hice caso y se volvió negra. Tuve tambiĆ©n relaciones con una primera bailarina; ella me produjo la herida, cuya cicatriz conservo; Ā”era terriblemente celosa! Mi propio peine se enamoró de mĆ­; perdió todos los dientes de mal de amores. Ā”Uf!, Ā”la de aventuras que he corrido! Pero lo que mĆ”s me duele es la liga, digo, la cinturilla, que se tiró a la baƱera. Ā”CuĆ”ntos pecados llevo sobre la conciencia! Ā”Ya es tiempo de que me convierta en papel blanco!

Y fue convertido en papel blanco, con todos los demÔs trapos; y el cuello es precisamente la hoja que aquí vemos, en la cual se imprimió su historia. Y le estÔ bien empleado, por haberse jactado de cosas que no eran verdad. TengÔmoslo en cuenta, para no comportarnos como él, pues en verdad no podemos saber si también nosotros iremos a dar algún día al saco de los trapos viejos y seremos convertidos en papel, y toda nuestra historia, aún lo mÔs íntimo y secreto de ella, serÔ impresa, y andaremos por esos mundos teniendo que contarla.

El duende de la tienda

Ɖrase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivĆ­a en una buhardilla y nada poseĆ­a; y Ć©rase tambiĆ©n un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueƱo de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los aƱos, por Nochebuena, obsequiaba aquĆ©l con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podĆ­a hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas. Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenĆ­a a quien enviar, por lo que iba Ć©l mismo. DiĆ©ronle lo que pedĆ­a, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabĆ­a hacer algo mĆ”s que gesticular con la cabeza; era un pico de oro. El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvĆ­a el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamĆ”s hubiera pensado que lo tratasen asĆ­, pues era un libro de poesĆ­a.

  • TodavĆ­a nos queda mĆ”s -dijo el tendero-; lo comprĆ© a una vieja por unos granos de cafĆ©; por ocho chelines se lo cedo entero.
  • Muchas gracias -repuso el estudiante-. DĆ©melo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero serĆ­a pecado destrozar este libro. Es usted un hombre esplĆ©ndido, un hombre prĆ”ctico, pero lo que es de poesĆ­a, entiende menos que esa cuba. La verdad es que fue un tanto descortĆ©s al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reĆ­r, pues el segundo habĆ­a hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oĆ­r semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueƱo de una casa y encima vendĆ­a una mantequilla excelente.

Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el estudiante, entró el duende en busca del pico de la dueƱa, pues no lo utilizaba mientras dormĆ­a; fue aplicĆ”ndolo a todos los objetos de la tienda, con lo cual Ć©stos adquirĆ­an voz Ā Ā Ā  y Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  habla. y Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  podĆ­an Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  expresar Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  sus pensamientos y sentimientos tan bien como la propia seƱora de la casa; pero, claro estĆ”, sólo podĆ­a aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo, Ā”menudo barullo! El duende puso el pico en la cuba que contenĆ­a los diarios viejos. – ĀæEs verdad que usted no sabe lo que es la poesĆ­a?

  • Claro que lo sĆ© -respondió la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay mĆ”s en mĆ­ que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba de poco mĆ”s o menos.

Luego el duende colocó el pico en el molinillo de café. ”Dios mío, y cómo se soltó éste! Y después lo aplicó al barrilito de manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron la opinión de la cuba. Y cuando la mayoría coincide en una cosa, no queda mas remedio que respetarla y darla por buena.

  • Ā”Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió callandito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. HabĆ­a luz en el cuarto, y el duendecillo miró por el ojo de la cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda. Pero, Ā”quĆ© claridad irradiaba de Ć©l!

De las pÔginas emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformÔndose en un tronco, en un poderoso Ôrbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente límpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una música deliciosos resonaban en la destartalada habitación. JamÔs había imaginado el duendecillo una magnificencia como aquélla, jamÔs había oído hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz. Seguramente el estudiante había soplado la vela para acostarse; pero el duende seguía en su sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y solemne, una deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso.

  • Ā”Asombroso! -se dijo el duende-. Ā”Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante… -. Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y suspiró. – Ā”Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla! -. Y se volvió; se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase mĆ”s, pues la cuba habĆ­a gastado casi todo el pico de la dueƱa, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un lado; y se disponĆ­a justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto, cuando entró el duende y le quitó el pico; pero en adelante toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leƱa de abajo, formaron sus opiniones calcĆ”ndolas sobre las de la cuba; todos la ponĆ­an tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leĆ­a en el periódico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creĆ­an firmemente que procedĆ­an de la cuba.

En cambio, el duendecillo ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudición y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentía rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompía a llorar, sin saber él mismo por qué, pero las lÔgrimas le hacían un gran bien. ”Qué magnífico debía de ser estarse sentado bajo el Ôrbol, junto al estudiante! Pero no había que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplÔndolo desde el ojo de la cerradura. Y allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el frío iba arreciando. Sólo que el duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran dominados por el silbar del viento. ”Ujú, cómo temblaba entonces, y bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca, se declaró resueltamente en favor del tendero. Pero a media noche despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrépito en los escaparates, y gentes que iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el pito. Había estallado un incendio, y toda la calle aparecía iluminada. ¿Sería su casa o la del vecino? ¿Dónde? ”Había una alarma espantosa, una confusión terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitó los pendientes de oro de las orejas y se los guardó en el bolsillo, para salvar algo. El tendero recogió sus lÔminas de fondos públicos, y la criada, su mantilla de seda, que se había podido comprar a fuerza de ahorros. Cada cual quería salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de un salto subió las escaleras y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardía en la casa de enfrente. El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en el gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el mÔs precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando con ambas manos el gorro que contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a quién pertenecía en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus ideas normales, dijo:

  • Me he de repartir entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa de las papillas.

Y en esto se comportó como un autĆ©ntico ser humano. Todos procuramos estar bien con el tendero… por las papillas.

El Elfo del rosal

En el centro de un jardĆ­n crecĆ­a un rosal, cuajado de rosas, y en una de ellas, la mĆ”s hermosa de todas, habitaba un elfo, tan pequeƱƭn, que ningĆŗn ojo humano podĆ­a distinguirlo. DetrĆ”s de cada pĆ©talo de la rosa tenĆ­a un dormitorio. Era tan bien educado y tan guapo como pueda serlo un niƱo, y tenĆ­a alas que le llegaban desde los hombros hasta los pies. Ā”Oh, y quĆ© aroma exhalaban sus habitaciones, y quĆ© claras y hermosas eran las paredes! No eran otra cosa sino los pĆ©talos de la flor, de color rosa pĆ”lido. Se pasaba el dĆ­a gozando de la luz del sol, volando de flor en flor, bailando sobre las alas de la inquieta mariposa y midiendo los pasos que necesitaba dar para recorrer todos los caminos y senderos que hay en una sola hoja de tilo. Son lo que nosotros llamamos las nervaduras; para Ć©l eran caminos y sendas, Ā”y no poco largos! Antes de haberlos recorrido todos, se habĆ­a puesto el sol; claro que habĆ­a empezado algo tarde. Se enfrió el ambiente, cayó el rocĆ­o, mientras soplaba el viento; lo mejor era retirarse a casa. El elfo echó a correr cuando pudo, pero la rosa se habĆ­a cerrado y no pudo entrar, y ninguna otra quedaba abierta. El pobre elfo se asustó no poco. Nunca habĆ­a salido de noche, siempre habĆ­a permanecido en casita, dormitando tras los tibios pĆ©talos. Ā”Ay, su imprudencia le iba a costar la vida! Sabiendo que en el extremo opuesto del jardĆ­n habĆ­a una glorieta recubierta de bella madreselva cuyas flores parecĆ­an trompetillas pintadas, decidió refugiarse en una de ellas y aguardar la maƱana. Se trasladó volando a la glorieta. Ā”Cuidado! Dentro habĆ­a dos personas, un hombre joven y guapo y una hermosĆ­sima muchacha; sentados uno junto al otro, deseaban no tener que separarse en toda la eternidad; se querĆ­an con toda el alma, mucho mĆ”s de lo que el mejor de los hijos pueda querer a su madre y a su padre. – Y, no obstante, tenemos que separarnos -decĆ­a el joven- Tu hermano nos odia; por eso me envĆ­a con una misión mĆ”s allĆ” de las montaƱas y los mares. Ā”Adiós, mi dulce prometida, pues lo eres a pesar de todo! Se besaron, y la muchacha, llorando, le dio una rosa despuĆ©s de haber estampado en ella un beso, tan intenso y sentido, que la flor se abrió. El elfo aprovechó la ocasión para introducirse en ella, reclinando la cabeza en los suaves pĆ©talos fragantes; desde allĆ­ pudo oĆ­r perfectamente los adioses de la pareja. Y se dio cuenta de que la rosa era prendida en el pecho del doncel. Ā”Ah, cómo palpitaba el corazón debajo! Eran tan violentos sus latidos, que el elfo no pudo pegar el ojo. Pero la rosa no permaneció mucho tiempo prendida en el pecho. El hombre la tomó en su mano, y, mientras caminaba solitario por el bosque oscuro, la besaba con tanta frecuencia y fuerza, que por poco ahoga a nuestro elfo. Ɖste podĆ­a percibir a travĆ©s de la hoja el ardor de los labios del joven; y la rosa, por su parte, se habĆ­a abierto como al calor del sol mĆ”s cĆ”lido de mediodĆ­a. Acercóse entonces otro hombre, sombrĆ­o y colĆ©rico; era el perverso hermano de la doncella. Sacando un afilado cuchillo de grandes dimensiones, lo clavó en el pecho del enamorado mientras Ć©ste besaba la rosa. Luego le cortó la cabeza y la enterró, junto con el cuerpo, en la tierra blanda del pie del tilo. – Helo aquĆ­ olvidado y ausente -pensó aquel malvado-; no volverĆ” jamĆ”s. DebĆ­a emprender un largo viaje a travĆ©s de montes y ocĆ©anos. Es fĆ”cil perder la vida en estas expediciones, y ha muerto. No volverĆ”, y mi hermana no se atreverĆ” a preguntarme por Ć©l. Luego, con los pies, acumuló hojas secas sobre la tierra mullida, y se marchó a su casa a travĆ©s de la noche oscura. Pero no iba solo, como creĆ­a; lo acompaƱaba el minĆŗsculo elfo, montado en una enrollada hoja seca de tilo que se habĆ­a adherido al pelo del criminal, mientras enterraba a su vĆ­ctima. Llevaba el sombrero puesto, y el elfo estaba sumido en profundas tinieblas, temblando de horror y de indignación por aquel abominable crimen. El malvado llegó a casa al amanecer. Quitóse el sombrero y entró en el dormitorio de su hermana. La hermosa y lozana doncella, yacĆ­a en su lecho, soƱando en aquĆ©l que tanto la amaba y que, segĆŗn ella creĆ­a, se encontraba en aquellos momentos caminando por bosques y montaƱas. El perverso hermano se inclinó sobre ella con una risa diabólica, como sólo el demonio sabe reĆ­rse. Entonces la hoja seca se le cayó del pelo, quedando sobre el cubrecamas, sin que Ć©l se diera cuenta. Luego salió de la habitación para acostarse unas horas. El elfo saltó de la hoja y, entrĆ”ndose en el oĆ­do de la dormida muchacha, contóle, como en sueƱos, el horrible asesinato, describiĆ©ndole el lugar donde el hermano lo habĆ­a perpetrado y aquel en que yacĆ­a el cadĆ”ver. Le habló tambiĆ©n del tilo florido que crecĆ­a allĆ­, y dijo: Ā«Para que no pienses que lo que acabo de contarte es sólo un sueƱo, encontrarĆ”s sobre tu cama una hoja secaĀ». Y, efectivamente, al despertar ella, la hoja estaba allĆ­. Ā”Oh, quĆ© amargas lĆ”grimas vertió! Ā”Y sin tener a nadie a quien poder confiar su dolor! La ventana permaneció abierta todo el dĆ­a; al elfo le hubiera sido fĆ”cil irse a las rosas y a todas las flores del jardĆ­n; pero no tuvo valor para abandonar a la afligida joven. En la ventana habĆ­a un rosal de Bengala; instalóse en una de sus flores y se estuvo contemplando a la pobre doncella. Su hermano se presentó repetidamente en la habitación, alegre a pesar de su crimen; pero ella no osó decirle una palabra de su cuita. No bien hubo oscurecido, la joven salió disimuladamente de la casa, se dirigió al bosque, al lugar donde crecĆ­a el tilo, y, apartando las hojas y la tierra, no tardó en encontrar el cuerpo del asesinado. Ā”Ah, cómo lloró, y cómo rogó a Dios Nuestro SeƱor que le concediese la gracia de una pronta muerte! Hubiera querido llevarse el cadĆ”ver a casa, pero al serle imposible, cogió la cabeza lĆ­vida, con los cerrados ojos, y, besando la frĆ­a boca, sacudió la tierra adherida al hermoso cabello.Ā  – Ā”La guardarĆ©! -dijo, y despuĆ©s de haber cubierto el cuerpo con tierra y hojas, volvió a su casa con la cabeza y una ramita de jazmĆ­n que florecĆ­a en el sitio de la sepultura. Llegada a su habitación, cogió la maceta mĆ”s grande que pudo encontrar, depositó en ella la cabeza del muerto, la cubrió de tierra y plantó en ella la rama de jazmĆ­n.

  • Ā”Adiós, adiós! -susurró el geniecillo, que, no pudiendo soportar por mĆ”s tiempo aquel gran dolor, voló a su rosa del jardĆ­n. Pero estaba marchita; sólo unas pocas hojas amarillas colgaban aĆŗn del cĆ”liz verde.
  • Ā”Ah, quĆ© pronto pasa lo bello y lo bueno! suspiró el elfo. Por fin encontró otra rosa y estableció en ella su morada, detrĆ”s de sus delicados y fragantes pĆ©talos.

Cada maƱana se llegaba volando a la ventana de la desdichada muchacha, y siempre encontraba a Ć©sta llorando junto a su maceta. Sus amargas lĆ”grimas caĆ­an sobre la ramita de jazmĆ­n, la cual crecĆ­a y se ponĆ­a verde y lozana, mientras la palidez iba invadiendo las mejillas de la doncella. Brotaban nuevas ramillas, y florecĆ­an blancos capullitos, que ella besaba. El perverso hermano no cesaba de reƱirle, preguntĆ”ndole si se habĆ­a vuelto loca. No podĆ­a soportarlo, ni comprender por quĆ© lloraba continuamente sobre aquella maceta. Ignoraba quĆ© ojos cerrados y quĆ© rojos labios se estaban convirtiendo allĆ­ en tierra. La muchacha reclinaba la cabeza sobre la maceta, y el elfo de la rosa solĆ­a encontrarla allĆ­ dormida; entonces se deslizaba en su oĆ­do y le contaba de aquel anochecer en la glorieta, del aroma de la flor y del amor de los elfos; ella soƱaba dulcemente. Un dĆ­a, mientras se hallaba sumida en uno de estos sueƱos, se apagó su vida, y la muerte la acogió, misericordiosa. Encontróse en el cielo, junto al ser amado. Y los jazmines abrieron sus blancas flores y esparcieron su maravilloso aroma caracterĆ­stico; era su modo de llorar a la muerta. El mal hermano se apropió la hermosa planta florida y la puso en su habitación, junto a la cama, pues era preciosa, y su perfume, una verdadera delicia. La siguió el pequeƱo elfo de la rosa, volando de florecilla en florecilla, en cada una de las cuales habitaba una almita, y les habló del joven inmolado cuya cabeza era ahora tierra entre la tierra, y les habló tambiĆ©n del malvado hermano y de la desdichada hermana. – Ā”Lo sabemos -decĆ­a cada alma de las flores-, lo sabemos! ĀæNo brotamos acaso de los ojos y de los labios del asesinado? Ā”Lo sabemos, lo sabemos! -. Y hacĆ­an con la cabeza unos gestos significativos. El elfo no lograba comprender cómo podĆ­an estarse tan quietas, y se fue volando en busca de las abejas, que recogĆ­an miel, y les contó la historia del malvado hermano, y las abejas lo dijeron a su reina, la cual dio orden de que, a la maƱana siguiente, dieran muerte al asesino. Pero la noche anterior, la primera que siguió al fallecimiento de la hermana, al quedarse dormido el malvado en su cama junto al oloroso jazmĆ­n, se abrieron todos los cĆ”lices; invisibles, pero armadas de ponzoƱosos dardos, salieron todas las almas de las flores y, penetrando primero en sus oĆ­dos, le contaron sueƱos de pesadilla; luego, volando a sus labios, le hirieron en la lengua con sus venenosas flechas. – Ā”Ya hemos vengado al muerto! -dijeron, y se retiraron de nuevo a las flores blancas del jazmĆ­n. Al amanecer y abrirse sĆŗbitamente la ventana del dormitorio, entraron el elfo de la rosa con la reina de las abejas y todo el enjambre, que venĆ­a a ejecutar su venganza. Pero ya estaba muerto; varias personas que rodeaban la cama dijeron: – El perfume del jazmĆ­n lo ha matado. El elfo comprendió la venganza de las flores y lo explicó a la reina de las abejas, y ella, con todo el enjambre, revoloteó zumbando en torno a la maceta. No habĆ­a modo de ahuyentar a los insectos, y entonces un hombre se llevó el tiesto afuera; mas al picarle en la mano una de las abejas, soltó Ć©l la maceta, que se rompió al tocar el suelo. Entonces descubrieron el lĆ­vido crĆ”neo, y supieron que el muerto que yacĆ­a en el lecho era un homicida. La reina de las abejas seguĆ­a zumbando en el aire y cantando la venganza de las flores, y cantando al elfo de la rosa, y pregonando que detrĆ”s de la hoja mĆ”s mĆ­nima hay alguien que puede descubrir la maldad y vengarla.

El gollete de botella

En una tortuosa callejuela, entre varias mĆ­seras casuchas, se alzaba una de paredes entramadas, alta y desvencijada. VivĆ­an en ella gente muy pobre; y lo mĆ”s mĆ­sero de todo era la buhardilla, en cuya ventanuco colgaba, a la luz del sol, una vieja jaula abollada que ni siquiera tenĆ­a bebedero; en su lugar habĆ­a un gollete de botella puesto del revĆ©s, tapado por debajo con un tapón de corcho y lleno de agua. Una vieja solterona estaba asomada al exterior; acababa de adornar con prĆ­mulas la jaula donde un diminuto pardillo saltaba de uno a otro palo cantando tan alegremente, que su voz resonaba a gran distancia. «”Ay, bien puedes tĆŗ cantar! -exclamó el gollete. Bueno, no es que lo dijera como lo decimos nosotros, pues un casco de botella no puede hablar, pero lo pensó a su manera, como nosotros cuando hablamos para nuestros adentros -. SĆ­, tĆŗ puedes cantar, pues no te falta ningĆŗn miembro. Si tĆŗ supieras, como yo lo sĆ©, lo que significa haber perdido toda la parte inferior del cuerpo, sin quedarme mĆ”s que cuello y boca, y aun Ć©sta con un tapón metido dentro… Seguro que no cantarĆ­as. Pero vale mĆ”s asĆ­, que siquiera tĆŗ puedas alegrarte. Yo no tengo ningĆŗn motivo para cantar, aparte que no sĆ© hacerlo; antes sĆ­ sabĆ­a, cuando era una botella hecha y derecha, y me frotaban con un tapón. Era entonces una verdadera alondra, me llamaban la gran alondra. Y luego, cuando vivĆ­a en el bosque, con la familia del pellejero y celebraron la boda de su hija… Me acuerdo como si fuese ayer. Ā”La de aventuras que he pasado, y que podrĆ­a contarte! He estado en el fuego y en el agua, metida en la negra tierra, y he subido a alturas que muy pocos han alcanzado, y ahĆ­ me tienes ahora en esta jaula, expuesta al aire y al sol. A lo mejor te gustarĆ­a oĆ­r mi historia, aunque no la voy a contar en voz alta, pues no puedoĀ». Y asĆ­ el gollete de botella – hablando para sĆ­, o por lo menos pensĆ”ndolo para sus adentros – empezó a contar su historia, que era notable de verdad. Entretanto, el pajarillo cantaba su alegre canción, y abajo en la calle todo el mundo iba y venĆ­a, pensando cada cual en sus problemas o en nada. Pero el gollete de la botella recuerda que recuerda. Vio el horno ardiente de la fĆ”brica donde, soplando, le habĆ­an dado vida; recordó que hacĆ­a un calor sofocante en aquel horno estrepitoso, lugar de su nacimiento; que mirando a sus honduras le habĆ­an entrado ganas de saltar de nuevo a ellas, pero que, poco a poco, al irse enfriando, se fue sintiendo bien y a gusto en su nuevo sitio, en hilera con un regimiento entero de hermanos y hermanas, nacidas todas en el mismo horno, aunque unas destinadas a contener champaƱa y otras cerveza, lo cual no era poca diferencia. MĆ”s tarde, ya en el ancho mundo, cabe muy bien que en una botella de cerveza se envase el exquisito Ā«lacrimae ChristiĀ», y que en una botella de champaƱa echen betĆŗn de calzado; pero siempre queda la forma, como ejecutoria del nacimiento. El noble es siempre noble, aunque por dentro estĆ© lleno de betĆŗn. DespuĆ©s de un rato, todas las botellas fueron embaladas, la nuestra con las demĆ”s. No pensaba entonces ella que acabarĆ­a en simple gollete y que servirĆ­a de bebedero de pĆ”jaro en aquellas alturas, lo cual no deja de ser una existencia honrosa, pues siquiera se es algo. No volvió a ver la luz del dĆ­a hasta que la desembalaron en la bodega de un cosechero, junto con sus compaƱeras, y la enjuagaron por primera vez, cosa que le produjo una sensación extraƱa. Quedóse allĆ­ vacĆ­a y sin tapar, presa de un curioso desfallecimiento. Algo le faltaba, no sabĆ­a quĆ© a punto fijo, pero algo. Hasta que la llenaron de vino, un vino viejo y de solera; la taparon y lacraron, pegĆ”ndole a continuación un papel en que se leĆ­a: Ā«Primera calidadĀ». Era como sacar sobresaliente en el examen; pero es que en realidad el vino era bueno, y la botella, buena tambiĆ©n. Cuando se es joven, todo el mundo se siente poeta. La botella se sentĆ­a llena de canciones y versos referentes a cosas de las que no tenĆ­a la menor idea: las verdes montaƱas soleadas, donde maduran las uvas y donde las retozonas muchachas y los bulliciosos mozos cantan y se besan. Ā”Ah, quĆ© bella es la vida! Todo aquello cantaba y resonaba en el interior de la botella, lo mismo que ocurre en el de los jóvenes poetas, que con frecuencia tampoco saben nada de todo aquello. Un buen dĆ­a la vendieron. El aprendiz del peletero fue enviado a comprar una botella de vino Ā«del mejorĀ», y asĆ­ fue ella a parar al cesto, junto con jamón, salchichas y queso, sin que faltaran tampoco una mantequilla de magnĆ­fico aspecto y un pan exquisito. La propia hija del peletero vació el cesto. Era joven y linda; reĆ­an sus ojos azules, y una sonrisa se dibujaba en su boca, que hablaba tan elocuentemente como sus ojos. Sus manos eran finas y delicadas, y muy blancas, aunque no tanto como el cuello y el pecho. VeĆ­ase a la legua que era una de las mozas mĆ”s bellas de la ciudad, y, sin embargo, no estaba prometida. Cuando la familia salió al bosque, la cesta de la comida quedó en el regazo de la hija; el cuello de la botella asomaba por entre los extremos del blanco paƱuelo; cubrĆ­a el tapón un sello de lacre rojo, que miraba al rostro de la muchacha. Pero no dejaba de echar tampoco ojeadas al joven marino, sentado a su lado. Era un amigo de infancia, hijo de un pintor retratista. Acababa de pasar felizmente su examen de piloto, y al dĆ­a siguiente se embarcaba en una nave con rumbo a lejanos paĆ­ses. De ello habĆ­an estado hablando largamente mientras empaquetaban, y en el curso de la conversación no se habĆ­a reflejado mucha alegrĆ­a en los ojos y en la boca de la linda hija del peletero. Los dos jóvenes se metieron por el verde bosque, enzarzados en un coloquio. ĀæDe quĆ© hablarĆ­an? La botella no lo oyó, pues se habĆ­a quedado en la cesta. Pasó mucho rato antes de que la sacaran, pero cuando al fin, lo hicieron, habĆ­an sucedido cosas muy agradables; todos los ojos estaban sonrientes, incluso los de la hija, la cual apenas abrĆ­a la boca, y tenĆ­a las mejillas encendidas como rosas encarnadas. El padre cogió la botella llena y el sacacorchos. Es extraƱo, sĆ­, la impresión que se siente cuando a una la descorchan por vez primera. JamĆ”s olvidó el cuello de la botella aquel momento solemne; al saltar el tapón le habĆ­a escapado de dentro un raro sonido, «”plump!Ā», seguido de un gorgoteo al caer el vino en los vasos.

  • Ā”Por la felicidad de los prometidos! – dijo el padre, y todos los vasos se vaciaron hasta la Ćŗltima gota, mientras el joven piloto besaba a su hermosa novia.
  • Ā”Dichas y bendiciones! -exclamaron los dos viejos.

El mozo volvió a llenar los vasos. – Ā”Por mi regreso y por la boda de hoy en un aƱo! -brindó, y cuando los vasos volvieron a quedar vacĆ­os, levantando la botella, aƱadió: – Ā”Has asistido al dĆ­a mĆ”s hermoso de mi vida; nunca mĆ”s volverĆ”s a servir! -. Y la arrojó al aire. Poco pensó entonces la muchacha que aĆŗn verĆ­a volar otras veces la botella; y, sin embargo, asĆ­ fue. La botella fue a caer en el espeso caƱaveral de un pequeƱo estanque que habĆ­a en el bosque; el gollete recordaba aĆŗn perfectamente cómo habĆ­a ido a parar allĆ­ y cómo habĆ­a pensado: Ā«Les di vino y ellos me devuelven agua cenagosa; su intención era buena, de todos modosĀ». No podĆ­a ya ver a la pareja de novios ni a sus regocijados padres, pero durante largo rato los estuvo oyendo cantar y charlar alegremente. Llegaron en esto dos chiquillos campesinos, que, mirando por entre las caƱas, descubrieron la botella y se la llevaron a casa. VolvĆ­a a estar atendida. En la casa del bosque donde moraban los muchachos, la vĆ­spera habĆ­a llegado su hermano mayor, que era marino, para despedirse, pues iba a emprender un largo viaje. CorrĆ­a la madre de un lado para otro empaquetando cosas y mĆ”s cosas; al anochecer, el padre irĆ­a a la ciudad a ver a su hijo por Ćŗltima vez antes de su partida, y a llevarle el Ćŗltimo saludo de la madre. HabĆ­a puesto ya en el hato una botellita de aguardiente de hierbas aromĆ”ticas, cuando se presentaron los muchachitos con la botella encontrada, que era mayor y mĆ”s resistente. Su capacidad era superior a la de la botellita, y el licor era muy bueno para el dolor de estómago, pues entre otras muchas hierbas, contenĆ­a corazoncillo. Esta vez no llenaron la botella con vino, como la anterior, sino con una poción amarga, aunque excelente, para el estómago. La nueva botella reemplazó a la antigua, y asĆ­ reanudó aquĆ©lla sus correrĆ­as. Pasó a bordo del barco propiedad de Peter Jensen, justamente el mismo en el que servĆ­a el joven piloto, el cual no vio la botella, aparte que lo mĆ”s probable es que no la hubiera reconocido ni pensado que era la misma con cuyo contenido habĆ­an brindado por su noviazgo y su feliz regreso. Aunque no era vino lo que la llenaba, no era menos bueno su contenido. A Peter Jensen lo llamaban sus compaƱeros Ā«El boticarioĀ», pues a cada momento sacaba la botella y administraba a alguien la excelente medicina – excelente para el estómago, entendĆ”monos -; y aquello duró hasta que se hubo consumido la Ćŗltima gota. Fueron dĆ­as felices, y la botella solĆ­a cantar cuando la frotaban con el tapón. De entonces le vino el nombre de alondra, la alondra de Peter Jensen. HabĆ­a transcurrido un largo tiempo, y la botella habĆ­a sido dejada, vacĆ­a, en un rincón; mas he aquĆ­ que – si la cosa ocurrió durante el viaje de ida o el de vuelta, la botella no lo supo nunca a punto fijo, pues jamĆ”s desembarcó – se levantó una tempestad. Olas enormes negras y densas, se encabritaban, levantaban el barco hasta las nubes y lo lanzaban en todas direcciones; quebróse el palo mayor, un golpe de mar abrió una vĆ­a de agua, y las bombas resultaban inĆŗtiles. Era una noche oscura como boca de lobo, y el barco se iba a pique; en el Ćŗltimo momento, el joven piloto escribió en una hoja de papel: «”En el nombre de Dios, naufragamos!Ā». Estampó el nombre de su prometida, el suyo propio y el del buque, metió el papel en una botella vacĆ­a que encontró a mano y, tapĆ”ndola fuertemente, la arrojó al mar tempestuoso. Ignoraba que era la misma que habĆ­a servido para llenar los vasos de la alegrĆ­a y de la esperanza. Ahora flotaba entre las olas llevando un mensaje de adiós y de muerte. Hundióse el barco, y con Ć©l la tripulación, mientras la botella volaba como un pĆ”jaro, llevando dentro un corazón, una carta de amor. Y salió el sol y se puso de nuevo, y a la botella le pareció como si volviese a los tiempos de su infancia, en que veĆ­a el rojo horno ardiente. Vivió perĆ­odos de calma y nuevas tempestades, pero ni se estrelló contra una roca ni fue tragada por un tiburón. MĆ”s de un aƱo estuvo flotando al azar, ora hacia el Norte, ora hacia MediodĆ­a, a merced de las corrientes marinas. Por lo demĆ”s, era dueƱa de sĆ­, pero al cabo de un tiempo uno llega a cansarse incluso de esto. La hoja escrita, con el Ćŗltimo adiós del novio a su prometida, sólo duelo habrĆ­a traĆ­do, suponiendo que hubiese ido a parar a las manos a que iba destinada. Pero, Āædónde estaban aquellas manos, tan blancas cuando, allĆ” en el verde bosque, se extendĆ­an sobre la jugosa hierba el dĆ­a del noviazgo? ĀæDónde estaba la hija del peletero? ĀæDónde se hallaba su tierra, y cuĆ”l serĆ­a la mĆ”s próxima? La botella lo ignoraba; seguĆ­a en su eterno vaivĆ©n, y al fin se sentĆ­a ya harta de aquella vida; su destino era otro. Con todo, continuó su viaje, hasta que, finalmente, fue arrojada a la costa, en un paĆ­s extraƱo. No comprendĆ­a una palabra de lo que las gentes hablaban; no era la lengua que oyera en otros tiempos, y uno se siente muy desvalido cuando no entiende el idioma.

El gorro de dormir del solterón

Hay en Copenhague una calle que lleva el extraƱo nombre de Ā«HyskenstraedeĀ» (Callejón de Hysken). ĀæPor quĆ© se llama asĆ­ y quĆ© significa su nombre? Hay quien dice que es de origen alemĆ”n, aunque esto serĆ­a atropellar esta lengua, pues en tal caso Hysken serĆ­a: Ā«HƤuschenĀ», palabra que significa Ā«casitasĀ». Las tales casitas, por espacio de largos aƱos, sólo fueron barracas de madera, casi como las que hoy vemos en las ferias, tal vez un poco mayores, y con ventanas, que en vez de cristales tenĆ­an placas de cuerno o de vejiga, pues el poner vidrios en las ventanas era en aquel tiempo todo un lujo. De esto, empero, hace tanto tiempo, que el bisabuelo decĆ­a, al hablar de ello: Ā«Antiguamente…Ā». Hoy hace de ello varios siglos. Los ricos comerciantes de Brema y Lubeck negociaban en Copenhague. Ellos no venĆ­an en persona, sino que enviaban a sus dependientes, los cuales se alojaban en los barracones de la Calleja de las casitas, y en ellas vendĆ­an su cerveza y sus especias. La cerveza alemana era entonces muy estimada, y la habĆ­a de muchas clases: de Brema, de Prüssinger, de Ems, sin faltar la de Brunswick. VendĆ­an luego una gran variedad de especias: azafrĆ”n, anĆ­s, jengibre y, especialmente, pimienta. Ɖsta era la mĆ”s estimada, y de aquĆ­ que a aquellos vendedores se les aplicara el apodo de Ā«pimenterosĀ». Cuando salĆ­an de su paĆ­s, contraĆ­an el compromiso de no casarse en el lugar de su trabajo. Muchos de ellos llegaban a edad avanzada y tenĆ­an que cuidar de su persona, arreglar su casa y apagar la lumbre – cuando la tenĆ­an -. Algunos se volvĆ­an huraƱos, como niƱos envejecidos, solitarios, con ideas y costumbres especiales. De ahĆ­ viene que en Dinamarca se llame Ā«pimenteroĀ» a todo hombre soltero que ha llegado a una edad mĆ”s que suficiente para casarse. Hay que saber todo esto para comprender mi cuento. Es costumbre hacer burla de los Ā«pimenterosĀ» o solterones, como decimos aquĆ­; una de sus bromas consiste en decirle que se vayan a acostar y que se calen el gorro de dormir hasta los ojos. Corta, corta, madera,Ā  Ā”ay de ti, solterón! El gorro de dormir se acuesta contigo,Ā  en vez de un tesorito lindo y fino. SĆ­, esto es lo que les cantan. Se burlan del solterón y de su gorro de noche, precisamente porque conocen tan mal a uno y otro. Ā”Ay, no deseĆ©is a nadie el gorro de dormir! ĀæPor quĆ©? Escuchad: AntaƱo, la Calleja de las Casitas no estaba empedrada; salĆ­as de un bache para meterte en un hoyo, como en un camino removido por los carros, y ademĆ”s era muy angosta. Las casuchas se tocaban, y era tan reducido el espacio que mediaba entre una hilera y la de enfrente, que en verano solĆ­an tender una cuerda desde un tenducho al opuesto; toda la calle olĆ­a a pimienta, azafrĆ”n y jengibre. DetrĆ”s de las mesitas no solĆ­a haber gente joven; la mayorĆ­a eran solterones, los cuales no creĆ”is que fueran con peluca o gorro de dormir, pantalón de felpa, y chaleco y chaqueta abrochados hasta el cuello, no; aunque Ć©sta era, en efecto, la indumentaria del bisabuelo de nuestro bisabuelo, y asĆ­ lo vemos retratado. Los Ā«pimenterosĀ» no contaban con medios para hacerse retratar, y es una lĆ”stima que no tengamos ahora el cuadro de uno de ellos, retratado en su tienda o yendo a la iglesia los dĆ­as festivos. El sombrero era alto y de ancha ala, y los mĆ”s jóvenes se lo adornaban a veces con una pluma; la camisa de lana desaparecĆ­a bajo un cuello vuelto, de hilo blanco; la chaqueta quedaba ceƱida y abrochada de arriba abajo; la capa colgaba suelta sobre el cuerpo, mientras los pantalones bajaban rectos hasta los zapatos, de ancha punta, pues no usaban medias. Del cinturón colgaban el cuchillo y la cuchara para el trabajo de la tienda, amĆ©n de un puƱal para la propia defensa, lo cual era muy necesario en aquellos tiempos. Justamente asĆ­ iba vestido los dĆ­as de fiesta el viejo Antón, uno de los solterones mĆ”s empedernidos de la calleja; sólo que en vez del sombrero alto llevaba una capucha, y debajo de ella un gorro de punto, un autĆ©ntico gorro de dormir. Se habĆ­a acostumbrado a llevarlo, y jamĆ”s se lo quitaba de la cabeza; y tenĆ­a dos gorros de Ć©stos. Su aspecto pedĆ­a a voces el retrato: era seco como un huso, tenĆ­a la boca y los ojos rodeados de arrugas, largos dedos huesudos y cejas grises y erizadas. Sobre el ojo izquierdo le colgaba un gran mechón que le salĆ­a de un lunar; no puede decirse que lo embelleciera, pero al menos servĆ­a para identificarlo fĆ”cilmente. Se decĆ­a de Ć©l que era de Brema, aunque en realidad no era de allĆ­, pero sĆ­ vivĆ­a en Brema su patrón. Ɖl era de Turingia, de la ciudad de Eisenach, en la falda de la Wartburg. El viejo Antón solĆ­a hablar poco de su patria chica, pero tanto mĆ”s pensaba en ella. No era usual que los viejos vendedores de la calle se reunieran, sino que cada cual permanecĆ­a en su tenducho, que se cerraba al atardecer, y entonces la calleja quedaba completamente oscura; sólo un tenue resplandor salĆ­a por la pequeƱa placa de cuerno del rejado, y en el interior de la casucha, el viejo, sentado generalmente en la cama con su libro alemĆ”n de cĆ”nticos, entonaba su canción nocturnal o trajinaba hasta bien entrada la noche, ocupado en mil quehaceres. Divertido no lo era, a buen seguro. Ser forastero en tierra extraƱa es condición bien amarga. Nadie se preocupa de uno, a no ser que le estorbe. Y entonces la preocupación lleva consigo el quitĆ”rselo a uno de encima. En las noches oscuras y lluviosas, la calle aparecĆ­a por demĆ”s lĆŗgubre y desierta. No habĆ­a luz; sólo un diminuto farol colgaba en el extremo, frente a una imagen de la Virgen pintada en la pared. Se oĆ­a tamborilear y chapotear el agua sobre el cercano baluarte, en dirección a la presa de Slotholm, cerca de la cual desembocaba la calle. Las veladas asĆ­ resultan largas y aburridas, si no se busca en quĆ© ocuparlas: no todos los dĆ­as hay que empaquetar o desempaquetar, liar cucuruchos, limpiar los platillos de la balanza; hay que idear alguna otra cosa, que es lo que hacĆ­a nuestro viejo Antón: se cosĆ­a sus prendas o remendaba los zapatos. Por fin se acostaba, conservando puesto el gorro; se lo calaba hasta los ojos, y unos momentos despuĆ©s volvĆ­a a levantarlo, para cerciorarse de que la luz estaba bien apagada. Palpaba el pĆ”bilo, apretĆ”ndolo con los dedos, y luego se echaba del otro lado, volviendo a encasquetarse el gorro. Pero muchas veces se le ocurrĆ­a pensar: Āæno habrĆ” quedado un ascua encendida en el braserillo que hay debajo de la mesa? Una chispita que quedara encendida, podĆ­a avivarse y provocar un desastre. Y volvĆ­a a levantarse, bajaba la escalera de mano – pues otra no habĆ­a – y, llegado al brasero y comprobado que no se veĆ­a ninguna chispa, regresaba arriba. Pero no era raro que, a mitad de camino, le asaltase la duda de si la barra de la puerta estarĆ­a bien puesta, y las aldabillas bien echadas. Y otra vez abajo sobre sus escuĆ”lidas piernas, tiritando y castaƱeteĆ”ndole los dientes, hasta que volvĆ­a a meterse en cama, pues el frĆ­o es mĆ”s rabioso que nunca cuando sabe que tiene que marcharse. CubrĆ­ase bien con la manta, se hundĆ­a el gorro de dormir hasta mĆ”s abajo de los ojos y procuraba apartar sus pensamientos del negocio y de las preocupaciones del dĆ­a. Mas no siempre conseguĆ­a aquietarse, pues entonces se presentaban viejos recuerdos y descorrĆ­an sus cortinas, las cuales tienen a veces alfileres que pinchan. Ā”Ay!, exclama uno; y se la clavan en la carne y queman, y las lĆ”grimas le vienen a los ojos. AsĆ­ le ocurrĆ­a con frecuencia al viejo Antón, que a veces lloraba lĆ”grimas ardientes, clarĆ­simas perlas que caĆ­an sobre la manta o al suelo, resonando como acordes arrancados a una cuerda dolorida, como si salieran del corazón. Y al evaporarse, se inflamaban e iluminaban en su mente un cuadro de su vida que nunca se borraba de su alma. Si se secaba los ojos con el gorro, quedaban rotas las lĆ”grimas y la imagen, pero no su fuente, que brotaba del corazón. Aquellos cuadros no se presentaban por el orden que habĆ­an tenido en la realidad; lo corriente era que apareciesen los mĆ”s dolorosos, pero tambiĆ©n acudĆ­an otros de una dulce tristeza, y Ć©stos eran los que entonces arrojaban las mayores sombras. Todos reconocen cuĆ”n magnĆ­ficos son los hayedos de Dinamarca, pero en la mente de Antón se levantaba mĆ”s magnĆ­fico todavĆ­a el bosque de hayas de Wartburg; mĆ”s poderosos y venerables le parecĆ­an los viejos robles que rodeaban el altivo castillo medieval, con las plantas trepadoras colgantes de los sillares; mĆ”s dulcemente olĆ­an las flores de sus manzanos que las de los manzanos daneses; percibĆ­a bien distintamente su aroma. Rodó una lĆ”grima, sonora y luminosa, y entonces vio claramente dos muchachos, un niƱo y una niƱa. Estaban jugando. El muchacho tenĆ­a las mejillas coloradas, rubio cabello ondulado, ojos azules de expresión leal. Era el hijo del rico comerciante, AntoƱito, Ć©l mismo. La niƱa tenĆ­a ojos castaƱos y pelo negro; la mirada, viva e inteligente; era Molly, hija del alcalde. Los dos chiquillos jugaban con una manzana, la sacudĆ­an y oĆ­an sonar en su interior las pepitas. Cortaban la fruta y se la repartĆ­an por igual; luego se repartĆ­an tambiĆ©n las semillas y se las comĆ­an todas menos una; tenĆ­an que plantarla, habĆ­a dicho la niƱa. – Ā”VerĆ”s lo que sale! SaldrĆ” algo que nunca habrĆ­as imaginado. Un manzano entero, pero no enseguida. Y depositaron la semilla en un tiesto, trabajando los dos con gran entusiasmo. El niƱo abrió un hoyo en la tierra con el dedo, la chiquilla depositó en Ć©l la semilla, y los dos la cubrieron con tierra. Ahora no vayas a sacarla maƱana para ver si ha echado raĆ­ces – advirtió Molly -; eso no se hace. Yo lo probĆ© por dos veces con mis flores; querĆ­a ver si crecĆ­an, tonta de mĆ­, y las flores se murieron. Antón se quedó con el tiesto, y cada maƱana, durante todo el invierno, salió a mirarlo, mas sólo se veĆ­a la negra tierra. Pero al llegar la primavera, y cuando el sol ya calentaba, asomaron dos hojitas verdes en el tiesto. – Son yo y Molly – exclamó Antón -. Ā”Es maravilloso! Pronto apareció una tercera hoja; ĀæquĆ© significaba aquello? Y luego salió otra, y todavĆ­a otra. DĆ­a tras dĆ­a, semana tras semana, la planta iba creciendo, hasta que se convirtió en un arbolillo hecho y derecho. Y todo eso se reflejaba ahora en una Ćŗnica lĆ”grima, que se deslizó y desapareció; pero otras brotarĆ­an de la fuente, del corazón del viejo Antón. En las cercanĆ­as de Eisenach se extiende una lĆ­nea de montaƱas rocosas; una de ellas tiene forma redondeada y estĆ” desnuda, sin Ć”rboles, matorrales ni hierba. Se llama Venusberg, la montaƱa de Venus, una diosa de los tiempos paganos a quien llamaban Dama Holle; todos los niƱos de Eisenach lo sabĆ­an y lo saben aĆŗn. Con sus hechizos habĆ­a atraĆ­do al caballero TannhƤuser, el trovador del cĆ­rculo de cantores de Wartburg. La pequeƱa Molly y Antón iban con frecuencia a la montaƱa, y un dĆ­a dijo ella:

  • ĀæA que no te atreves a llamar a la roca y gritar: ”«Dama Holle, Dama Holle, abre, que aquĆ­ estĆ” TannhƤuser!?Ā».

Antón no se atrevió, pero sí Molly, aunque sólo pronunció las palabras: «”Dama Holle, Dama Holle!» en voz muy alta y muy clara; el resto lo dijo de una manera tan confusa, en dirección del viento, que Antón quedó persuadido de que no había dicho nada. ”Qué valiente estaba entonces! Tenía un aire tan resuelto, como cuando se reunía con otras niñas en el jardín, y todas se empeñaban en besarlo, precisamente porque él no se dejaba, y la emprendía a golpes, por lo que ninguna se atrevía a ello. Nadie excepto Molly, desde luego.

  • Ā”Yo puedo besarlo! – decĆ­a con orgullo, rodeĆ”ndole el cuello con los brazos; en ello ponĆ­a su pundonor. Antón se dejaba, sin darle mayor importancia. Ā”QuĆ© bonita era, y quĆ© atrevida! Dama Holle de la montaƱa debĆ­a de ser tambiĆ©n muy hermosa, pero su belleza, decĆ­ase, era la engaƱosa belleza del diablo. La mejor hermosura era la de Santa Isabel, patrona del paĆ­s, la piadosa princesa turingia, cuyas buenas obras eran exaltadas en romances y leyendas; en la capilla estaba su imagen, rodeada de lĆ”mparas de plata; pero Molly no se le parecĆ­a en nada.

El manzano plantado por los dos niños iba creciendo de año en año, y llegó a ser tan alto, que hubo que trasplantarlo al aire libre, en el jardín, donde caí el rocío y el sol calentaba de verdad. Allí tomó fuerzas para resistir al invierno. Después del duro agobio de éste, parecía como si en primavera floreciese de alegría. En otoño dio dos manzanas, una para Molly y otra para Antón; menos no hubiese sido correcto. El Ôrbol había crecido rÔpidamente, y Molly no le fue a la zaga; era fresca y lozana como una flor del manzano; pero no estaba él destinado a asistir por mucho tiempo a aquella floración. Todo cambia, todo pasa. El padre de Molly se marchó de la ciudad, y Molly se fue con él, muy lejos. En nuestros días, gracias al tren, sería un viaje de unas horas, pero entonces llevaba mÔs de un día y una noche el trasladarse de Eisenach hasta la frontera oriental de Turingia, a la ciudad que hoy llamamos todavía Weimar. Lloró Molly, y lloró Antón; todas aquellas lÔgrimas se fundían en una sola, que brillaba con los deslumbradores matices de la alegría. Molly le había dicho que prefería quedarse con él a ver todas las bellezas de Weimar.

El intrƩpido soldadito de plomo

Ɖranse una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habĆ­an fundido de una misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban de frente; el uniforme era precioso, rojo y azul. La primera palabra que escucharon en cuanto se levantó la tapa de la caja que los contenĆ­a fue: «”Soldados de plomo!Ā». La pronunció un chiquillo, dando una gran palmada. Eran el regalo de su cumpleaƱos, y los alineó sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales, excepto uno, que se distinguĆ­a un poquito de los demĆ”s: le faltaba una pierna, pues habĆ­a sido fundido el Ćŗltimo, y el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se sostenĆ­a tan firme como los otros con dos, y de Ć©l precisamente vamos a hablar aquĆ­. En la mesa donde los colocaron habĆ­a otros muchos juguetes, y entre ellos destacaba un bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se veĆ­an las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo mĆ”s lindo era una muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel tambiĆ©n ella, llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros, a modo de fajĆ­n, con una reluciente estrella de oropel en el centro, tan grande como su cara. La chiquilla tenĆ­a los brazos extendidos, pues era una bailarina, y una pierna levantada, tanto, quĆ© el soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla, acabó por creer que sólo tenĆ­a una, como Ć©l. Ā«He aquĆ­ la mujer que necesito -pensó-. Pero estĆ” muy alta para mĆ­: vive en un palacio, y yo por toda vivienda sólo tengo una caja, y ademĆ”s somos veinticinco los que vivimos en ella; no es lugar para una princesa. Sin embargo, intentarĆ© establecer relacionesĀ». Y se situó detrĆ”s de una tabaquera que habĆ­a sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a sus anchas a la distinguida damita, que continuaba sosteniĆ©ndose sobre un pie sin caerse. Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los habitantes de la casa se retiraron a dormir. Ɖste era el momento que los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta, a Ā«visitasĀ», a Ā«guerraĀ», a Ā«baileĀ»; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues querĆ­an participar en las diversiones; mas no podĆ­an levantar la tapa. El cascanueces todo era dar volteretas, y el pizarrĆ­n venga divertirse en la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el cual intervino tambiĆ©n en el jolgorio, recitando versos. Los Ćŗnicos que no se movieron de su sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; Ć©sta seguĆ­a sosteniĆ©ndose sobre la punta del pie, y Ć©l sobre su Ćŗnica pierna; pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella. El reloj dio las doce y, Ā”pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que habĆ­a dentro no era rapĆ©, sino un duendecillo negro. Era un juguete sorpresa.

  • Soldado de plomo -dijo el duende-, Ā”no mires asĆ­!

Pero el soldado se hizo el sordo.

  • Ā”Espera a que llegue la maƱana, ya verĆ”s! aƱadió el duende.

Cuando los niños se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o del viento, abrióse ésta de repente, y el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una altura de tres pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo. La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado: «”Estoy aquí!», indudablemente habrían dado con él, pero le pareció indecoroso gritar, yendo de uniforme. He aquí que comenzó a llover; las gotas caían cada vez mÔs espesas, hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por allí dos mozalbetes callejeros

  • Ā”Mira! -exclamó uno-. Ā”Un soldado de plomo! Ā”Vamos a hacerle navegar! Con un papel de periódico hicieron un barquito, y, embarcando en Ć©l. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguĆ­an detrĆ”s de Ć©l dando palmadas de contento. Ā”Dios nos proteja! Ā”y quĆ© olas, y quĆ© corriente! No podĆ­a ser de otro modo, con el diluvio que habĆ­a caĆ­do. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba impertĆ©rrito, sin pestaƱear, mirando siempre de frente y siempre arma al hombro.

De pronto, el bote entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja. – «¿Dónde irĆ© a parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el duende. Ā”Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el bote! Ā”Poco me importarĆ­a esta oscuridad!Ā». De repente salió una gran rata de agua que vivĆ­a debajo el puente.

  • Ā”Alto! -gritó-. Ā”A ver, tu pasaporte!

Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con mÔs fuerza el fusil. La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ”Uf! ”Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las virutas y las pajas:

  • Ā”Detenedlo, detenedlo! Ā”No ha pagado peaje!

Ā”No ha mostrado el pasaporte! La corriente se volvĆ­a cada vez mĆ”s impetuosa. El soldado veĆ­a ya la luz del sol al extremo del tĆŗnel. Pero entonces percibió un estruendo capaz de infundir terror al mĆ”s valiente. Imaginad que, en el punto donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal. Para Ć©l, aquello resultaba tan peligroso como lo serĆ­a para nosotros el caer por una alta catarata. Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió disparado, pero nuestro pobre soldadito seguĆ­a tan firme como le era posible. Ā”Nadie podĆ­a decir que habĆ­a pestaƱeado siquiera! La barquita describió dos o tres vueltas sobre sĆ­ misma con un ruido sordo, inundĆ”ndose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se hundĆ­a por momentos, y el papel se deshacĆ­a; el agua cubrĆ­a ya la cabeza del soldado, que, en aquel momento supremo, acordóse de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volverĆ­a a contemplar. Parecióle que le decĆ­an al oĆ­do: «”Adiós, adiós, guerrero! Ā”Tienes que sufrir la muerte!Ā». Desgarróse entonces el papel, y el soldado se fue al fondo, pero en el mismo momento se lo tragó un gran pez. Ā”AllĆ­ sĆ­ se estaba oscuro! Peor aĆŗn que bajo el puente del arroyo; y, ademĆ”s, Ā”tan estrecho! Pero el soldado seguĆ­a firme, tendido cuĆ”n largo era, sin soltar el fusil. El pez continuó sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que, por fin, se quedó quieto, y en su interior penetró un rayo de luz. Hizose una gran claridad, y alguien exclamó: Ā”El soldado de plomo!- El pez habĆ­a sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora estaba en la cocina, donde la cocinera lo abrĆ­a con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala, pues todos querĆ­an ver aquel personaje extraƱo salido del estómago del pez; pero el soldado de plomo no se sentĆ­a nada orgulloso. PusiĆ©ronlo de pie sobre la mesa y – Ā”quĆ© cosas mĆ”s raras ocurren a veces en el mundo! – encontróse en el mismo cuarto de antes, con los mismos niƱos y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniĆ©ndose sobre la punta del pie y con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar lĆ”grimas de plomo. Pero habrĆ­a sido poco digno de Ć©l. La miró sin decir palabra. En Ć©stas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende de la tabaquera. El soldado de plomo quedó todo iluminado y sintió un calor espantoso, aunque no sabĆ­a si era debido al fuego o al amor. Sus colores se habĆ­an borrado tambiĆ©n, a consecuencia del viaje o por la pena que sentĆ­a; nadie habrĆ­a podido decirlo. Miró de nuevo a la muchacha, encontrĆ”ronse las miradas de los dos, y Ć©l sintió que se derretĆ­a, pero siguió firme, arma al hombro. Abrióse la puerta, y una rĆ”faga de viento se llevó a la bailarina, que, cual una sĆ­lfide, se levantó volando para posarse tambiĆ©n en la chimenea, junto al soldado; se inflamó y desapareció en un instante. A su vez, el soldadito se fundió, quedando reducido a una pequeƱa masa informe. Cuando, al dĆ­a siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de Ć©l mĆ”s que un trocito de plomo; de la bailarina, en cambio, habĆ­a quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.

El jabalĆ­ de bronce

En la ciudad de Florencia, no lejos de la Piazza del Granduca, corre una calle transversal que, si mal no recuerdo, se llama Porta Rossa. En ella, frente a una especie de mercado de hortalizas, se levanta la curiosa figura de un jabalĆ­ de bronce, esculpido con mucho arte. Agua lĆ­mpida y fresca fluye de la boca del animal, que con el tiempo ha tomado un color verde oscuro. Sólo el hocico brilla, como si lo hubiesen pulimentado – y asĆ­ es en efecto – por la acción de los muchos centenares de chiquillos y pobres que, cogiĆ©ndose a Ć©l con las manos, acercan la boca a la del animal para beber. Es un bonito cuadro el de la bien dibujada fiera abrazada por un gracioso rapaz medio desnudo, que aplica su fresca boca al hocico de bronce. A cualquier forastero que llegue a Florencia le es fĆ”cil encontrar el lugar; no tiene mĆ”s que preguntar por el jabalĆ­ de bronce al primer mendigo que encuentre, seguro que lo guiarĆ”n a Ć©l. Era un anochecer del invierno; las montaƱas aparecĆ­an cubiertas de nieve, pero en el cielo brillaba la luna llena; y la luna llena en Italia es tan luminosa como un dĆ­a gris de invierno de los paĆ­ses nórdicos; y le gana aĆŗn, pues el aire brilla y adquiere relieve, mientras que en el Norte el techo de plomo, frĆ­o y lĆŗgubre, deprime al hombre, lo aplasta contra el suelo, ese suelo hĆŗmedo y frĆ­o que un dĆ­a cubrirĆ” su ataĆŗd. Un chiquillo harapiento se habĆ­a pasado todo el dĆ­a sentado en el jardĆ­n del Gran Duque, bajo el tejado de pinos, donde incluso en invierno florecen las rosas por millares; un chiquillo que podĆ­a pasar por la imagen de Italia, tal era de hermoso, sonriente y, sin embargo, enfermizo de aspecto. SufrĆ­a hambre y sed, nadie le daba un cĆ©ntimo y al oscurecer – hora de cerrar el jardĆ­n – el portero lo echó. Durante un largo rato se estuvo entregado a sus ensueƱos en el puente que cruza el Arno, contemplando las estrellas que se reflejaban en el agua, entre Ć©l y el magnĆ­fico puente de mĆ”rmol Ā«della TrinitÔ». Se dirigió luego hacia el jabalĆ­ de bronce, hincó la rodilla al llegar a Ć©l y, pasando los brazos alrededor del cuello de la figura, aplicó la boca al reluciente hocico y bebió a grandes tragos de su fresca agua. Al lado yacĆ­an unas hojas de lechuga y dos o tres castaƱas; aquello fue su cena. En la calle no habĆ­a ni un alma; el chiquillo estaba completamente solo; sentóse sobre el dorso del jabalĆ­, se apoyó hacia delante, de manera que su rizada cabecita descansara sobre la del animal, y, sin darse cuenta, quedóse profundamente dormido. Al sonar la medianoche, el jabalĆ­ de bronce se estremeció, y el niƱo oyó que decĆ­a: – Ā”agĆ”rrate bien, chiquillo, que voy a correr! -. Y emprendió la carrera, con Ć©l a cuestas. Ā”ExtraƱo paseo! Primero llegaron a la Piazza del Granduca, donde el caballo de bronce de la estatua del prĆ­ncipe los acogió relinchando. El policromo escudo de armas de las antiguas casas consistoriales brillaba como si fuese transparente, mientras el David de Miguel Ɓngel blandĆ­a su honda. Por doquier rebullĆ­a una vida sorprendente. Los grupos de bronce que representan Perseo y el rapto de las Sabinas se agitaban frenĆ©ticamente; de la boca de las mujeres surgió un grito de mortal angustia, que resonó en la gran plaza solitaria. El jabalĆ­ de bronce se detuvo en el Palazzo degli Uffizi, bajo la arcada donde se reĆŗne la nobleza en las fiestas de carnaval. – AgĆ”rrate bien – repitió el animal -, vamos a subir por esta escalera -. El niƱo permanecĆ­a callado, entre tembloroso y feliz. Entraron en una larga galerĆ­a, que Ć©l conocĆ­a muy bien; ya antes habĆ­a estado en ella. De las paredes colgaban magnĆ­ficos cuadros, y habĆ­a estatuas y bustos, todo iluminado por vivĆ­sima luz, como en pleno dĆ­a. Pero lo mĆ”s hermoso vino cuando se abrieron las puertas que daban acceso a una sala contigua. El niƱo no habĆ­a olvidado cuĆ”n magnĆ­fico era aquello, pero nunca lo habĆ­a visto tan esplendoroso como aquella noche. HabĆ­a allĆ­ una maravillosa mujer desnuda, como sólo pueden moldearla la Naturaleza y el cincel de los grandes maestros. MovĆ­a los graciosos miembros, delfines saltaban a sus pies, la inmortalidad brillaba en sus ojos. El mundo la llama la Venus de MĆ©dicis. Todo en torno relucĆ­an las estatuas de mĆ”rmol, en las que la piedra aparecĆ­a animada por la vida del espĆ­ritu: figuras de hombres magnĆ­ficos, uno afilando la espada – por eso se le llama el Afilador -, mĆ”s allĆ” el grupo de los Pugilistas; la espada era aguzada, y los combatientes luchaban por la Diosa de la Belleza. El chiquillo estaba como deslumbrado por todo aquel esplendor; las paredes ardĆ­an de color, y todo era vida y movimiento. PodĆ­an verse dos Venus, representando la Venus terrena, turgente y ardorosa, tal como Tiziano la habĆ­a apretado sobre su corazón. Eran dos soberbias figuras femeninas. Los bellos miembros desnudos se extendĆ­an sobre los muelles almohadones; el pecho se levantaba, y la cabeza se movĆ­a dejando caer los abundantes rizos en torno a los bien curvados hombros, mientras los oscuros ojos expresaban ardientes pensamientos. Pero ninguno de aquellos personajes osaba salir por completo de su marco. La propia Diosa de la Belleza, los Pugilistas y el Afilador, permanecĆ­an en sus puestos, pues la Gloria que irradiaba de la Madonna, de JesĆŗs y San Juan, los mantenĆ­a sujetos. Las imĆ”genes de los santos no eran ya imĆ”genes, sino los santos en persona. Ā”QuĆ© esplendor y quĆ© belleza de sala en sala! Y el niƱo lo veĆ­a todo; el jabalĆ­ de bronce avanzaba paso a paso por entre toda aquella magnificencia. Una visión eclipsaba a la otra, pero una sola imagen se fijó en el alma del niƱo, seguramente por los niƱos alegres y dichosos que aparecĆ­an en ella, y que el pequeƱo ya habĆ­a visto antes a la luz del dĆ­a. Son muchos los que pasan por delante de aquel cuadro sin apenas reparar en Ć©l, y, sin embargo, encierra un tesoro de poesĆ­a. Es Cristo descendiendo a los infiernos; pero a su alrededor no se ve a los condenados, sino a los paganos. El florentino Angiolo Bronzino pintó aquel cuadro, lo mĆ”s sublime del cual es la certeza reflejada en el rostro de los niƱos, de que irĆ”n al cielo: dos de ellos se abrazan ya; uno, muy chiquitĆ­n, tiende la mano a otro que estĆ” aĆŗn en el abismo, y se seƱala a sĆ­ mismo, como diciendo: «”Me voy al cielo!Ā». Todos los restantes permanecen indecisos, esperando o inclinĆ”ndose humildemente ante JesĆŗs Nuestro SeƱor. El niƱo empleó en la contemplación de aquel cuadro mucho mĆ”s rato que en todos los demĆ”s. El jabalĆ­ de bronce seguĆ­a parado delante de Ć©l. Se percibió un leve suspiro; ĀæsalĆ­a de la pintura o del pecho del animal? El niƱo extendió el brazo hacia los sonrientes pequeƱuelos del cuadro, y entonces el jabalĆ­ prosiguió su camino, saliendo por el abierto vestĆ­bulo.

  • Ā”Gracias, y Dios te bendiga, buen animal! – exclamó el muchacho, acariciando a su montura, que bajaba saltando las escaleras.
  • Ā”Gracias, y Dios te bendiga a ti! – respondió el jabalĆ­ -. Yo te he prestado un servicio, y tĆŗ me has prestado otro a mĆ­, pues sólo con una criatura inocente sobre el lomo me son dadas fuerzas para correr. ĀæVes?, hasta puedo entrar dentro del cĆ­rculo de luz que viene de la lĆ”mpara colgada ante el cuadro de la Virgen. A todas partes puedo llevarte, excepto a la iglesia; pero si tĆŗ estĆ”s conmigo, puedo mirar a su interior a travĆ©s de la puerta abierta. No te apees de mi espalda; si lo haces, caerĆ© muerto, tal como me ves durante el dĆ­a en la calle de la Porta Rossa.
  • Me quedarĆ© contigo, mi buen animal – respondió el niƱo; y el jabalĆ­ emprendió veloz carrera por las calles de Florencia, no deteniĆ©ndose hasta llegar a la plaza donde se levanta la iglesia de Santa Croce.

EL JARDINERO Y EL SEƑOR Ā  Ā  A una milla de distancia de la capital habĆ­a una antigua residencia seƱorial rodeada de gruesos muros, con torres y hastiales. VivĆ­a allĆ­, aunque sólo en verano, una familia rica y de la alta nobleza. De todos los dominios que poseĆ­a, esta finca era la mejor y mĆ”s hermosa. Por fuera parecĆ­a como acabada de construir, y por dentro todo era cómodo y agradable. Sobre la puerta estaba esculpido el blasón de la familia. MagnĆ­ficas rocas se enroscaban en torno al escudo y los balcones, y una gran alfombra de cĆ©sped se extendĆ­a por el patio. HabĆ­a allĆ­ oxiacantos y acerolos de flores encarnadas, asĆ­ como otras flores raras, ademĆ”s de las que se criaban en el invernadero. El propietario tenĆ­a un jardinero excelente; daba gusto ver el jardĆ­n, el huerto y los frutales. Contiguo quedaba todavĆ­a un resto del primitivo jardĆ­n del castillo, con setos de arbustos, cortados en forma de coronas y pirĆ”mides. DetrĆ”s quedaban dos viejos y corpulentos Ć”rboles, casi siempre sin hojas; por el aspecto se hubiera dicho que una tormenta o un huracĆ”n los habĆ­a cubierto de grandes terrones de estiĆ©rcol, pero en realidad cada terrón era un nido. Moraba allĆ­ desde tiempos inmemoriales un montón de cuervos y cornejas. Era un verdadero pueblo de aves, y las aves eran los verdaderos seƱores, los antiguos y autĆ©nticos propietarios de la mansión seƱorial. Despreciaban profundamente a los habitantes humanos de la casa, pero toleraban la presencia de aquellos seres rastreros, incapaces de levantarse del suelo. Sin embargo, cuando esos animales inferiores disparaban sus escopetas, las aves sentĆ­an un cosquilleo en el espinazo; entonces, todas se echaban a volar asustadas, gritando «”rab, rab!Ā». Con frecuencia el jardinero hablaba al seƱor de la conveniencia de cortar aquellos Ć”rboles, que afeaban al paisaje. Una vez suprimidos, decĆ­a, la finca se librarĆ­a tambiĆ©n de todos aquellos pajarracos chillones, que tendrĆ­an que buscarse otro domicilio. Pero el dueƱo no querĆ­a desprenderse de los Ć”rboles ni de las aves; eran algo que formaba parte de los viejos tiempos, y de ningĆŗn modo querĆ­a destruirlo.

  • Los Ć”rboles son la herencia de los pĆ”jaros; harĆ­amos mal en quitĆ”rsela, mi buen Larsen. Tal era el nombre del jardinero, aunque esto no importa mucho a nuestra historia.
  • ĀæNo tienes aĆŗn bastante campo para desplegar tu talento, amigo mĆ­o? Dispones de todo el jardĆ­n, los invernaderos, el vergel y el huerto. Cierto que lo tenĆ­a, y lo cultivaba y cuidaba todo con celo y habilidad, cualidades que el seƱor le reconocĆ­a, aunque a veces no se recataba de decirle que, en casas forasteras, comĆ­a frutos y veĆ­a flores que superaban en calidad o en belleza a los de su propiedad; y aquello entristecĆ­a al jardinero, que hubiera querido obtener lo mejor, y ponĆ­a todo su esfuerzo en conseguirlo. Era bueno en su corazón y en su oficio.

Un día su señor lo mandó llamar, y, con toda la afabilidad posible, le contó que la víspera, hallÔndose en casa de unos amigos, le habían servido unas manzanas y peras tan jugosas y sabrosas, que habían sido la admiración de todos los invitados. Cierto que aquella fruta no era del país, pero convenía importarla y aclimatarla, a ser posible. Se sabía que la habían comprado en la mejor frutería de la ciudad; el jardinero debería darse una vuelta por allí, y averiguar de dónde venían aquellas manzanas y peras, para adquirir esquejes. El jardinero conocía perfectamente al frutero, pues a él le vendía, por cuenta del propietario, el sobrante de fruta que la finca producía. Se fue el hombre a la ciudad y preguntó al frutero de dónde había sacado aquellas manzanas y peras tan alabadas.

  • Ā”Si son de su propio jardĆ­n! -respondió el vendedor, mostrĆ”ndoselas; y el jardinero las reconoció en seguida.

”No se puso poco contento el jardinero! Corrió a decir a su señor que aquellas peras y manzanas eran de su propio huerto. El amo no podía creerlo.

  • No es posible, Larsen. ĀæPodrĆ­a usted traerme por escrito una confirmación del frutero?

Y Larsen volvió con la declaración escrita.

  • Ā”Es extraƱo! -dijo el seƱor.

En adelante, todos los días fueron servidas a la mesa de Su Señoría grandes bandejas de las espléndidas manzanas y peras de su propio jardín, y fueron enviadas por fanegas y toneladas a amistades de la ciudad y de fuera de ella; incluso se exportaron. Todo el mundo se hacía lenguas. Hay que observar, de todos modos, que los dos últimos veranos habían sido particularmente buenos para los Ôrboles frutales; la cosecha había sido espléndida en todo el país. Transcurrió algún tiempo; un día el señor fue invitado a comer en la Corte. A la mañana siguiente, Su Señoría mandó llamar al jardinero. Habían servido unos melones producidos en el invernadero de Su Majestad, jugosos y sabrosísimos.

  • Mi buen Larsen, vaya usted a ver al jardinero de palacio y pĆ­dale semillas de estos exquisitos melones.
  • Ā”Pero si el jardinero de palacio recibió las semillas de aquĆ­! -respondió Larsen, satisfecho. – En este caso, el hombre ha sabido obtener un fruto mejor que el nuestro -replicó Su SeƱorĆ­a-. Todos los melones resultaron excelentes. – Pues me siento muy orgulloso de ello -dijo el jardinero-. Debo manifestar a Vuestra SeƱorĆ­a, que este aƱo el hortelano de palacio no ha tenido suerte con los melones, y al ver lo hermosos que eran los nuestros, y despuĆ©s de haberlos probado, encargó tres de ellos para palacio.
  • Ā”No, no Larsen! No vaya usted a imaginarse que aquellos melones eran de esta propiedad. – Pues estoy seguro de que lo eran -. Y se fue a ver al jardinero de palacio, y volvió con una declaración escrita de que los melones servidos en la mesa real procedĆ­an de la finca de Su SeƱorĆ­a.

Aquello fue una nueva sorpresa para el seƱor, quien divulgó la historia, mostrando la declaración. Y de todas partes vinieron peticiones de que se les facilitaran pepitas de melón y esquejes de los Ć”rboles frutales. RecibiĆ©ronse noticias de que Ć©stos habĆ­an cogido bien y de que daban frutos excelentes, hasta el punto de que se les dio el nombre de Su SeƱorĆ­a, que, por consiguiente, pudo ya leerse en francĆ©s, inglĆ©s y alemĆ”n. Ā”QuiĆ©n lo hubiera pensado! «”Con tal de que al jardinero no se le suban los humos a la cabeza!Ā», pensó el seƱor. Pero el hombre se lo tomó de modo muy distinto. Deseoso de ser considerado como uno de los mejores jardineros del paĆ­s, esforzóse por conseguir aƱo tras aƱo los mejores productos. Mas con frecuencia tenĆ­a que oĆ­r que nunca conseguĆ­a igualar la calidad de las peras y manzanas de aquel aƱo famoso. Los melones seguĆ­an siendo buenos, pero ya no tenĆ­an aquel perfume. Las fresas podĆ­an llamarse excelentes, pero no superiores a las de otras fincas, y un aƱo en que no prosperaron los rĆ”banos, sólo se habló de aquel fracaso, sin mencionarse los productos que habĆ­an constituido un Ć©xito autĆ©ntico. El dueƱo parecĆ­a experimentar una sensación de alivio cuando podĆ­a decir: – Ā”Este aƱo no estuvo de suerte, amigo Larsen! -. Y se le veĆ­a contentĆ­simo cuando podĆ­a comentar: – Este aƱo sĆ­ que hemos fracasado. Un par de veces por semana, el jardinero cambiaba las flores de la habitación, siempre con gusto exquisito y muy bien dispuestas; las combinaba de modo que resaltaran sus colores. – Tiene usted buen gusto, Larsen – decĆ­ale Su SeƱorĆ­a -. Es un don que le ha concedido Dios, no es obra suya. Un dĆ­a se presentó el jardinero con una gran taza de cristal que contenĆ­a un pĆ©talo de nenĆŗfar; sobre Ć©l, y con el largo y grueso tallo sumergido en el agua, habĆ­a una flor radiante, del tamaƱo de un girasol.

  • Ā”El loto del IndostĆ”n! – exclamó el dueƱo. JamĆ”s habĆ­an visto aquella flor; durante el dĆ­a la pusieron al sol, y al anochecer a la luz de una lĆ”mpara. Todos los que la veĆ­an la encontraban esplĆ©ndida y rarĆ­sima; asĆ­ lo manifestó incluso la mĆ”s distinguida de las seƱoritas del paĆ­s, una princesa, inteligente y bondadosa por aƱadidura.

Su Señoría tuvo a honor regalÔrsela, y la princesa se la llevó a palacio. Entonces el propietario se fue al jardín con intención de coger otra flor de la especie, pero no encontró ninguna, por lo que, llamando al jardinero, le preguntó de dónde había sacado el loto azul.

  • La he estado buscando inĆŗtilmente – dijo el seƱor -. He recorrido los invernaderos y todos los rincones del jardĆ­n.
  • No, desde luego allĆ­ no hay – dijo el jardinero . Es una vulgar flor del huerto. Pero, Āæverdad que es bonita? Parece un cacto azul y, sin embargo, no es sino la flor de la alcachofa. – Pues tenĆ­a que habĆ©rmelo advertido -exclamó Su SeƱorĆ­a-. CreĆ­mos que se trataba de una flor rara y exótica. Me ha hecho usted tirarme una plancha con la princesa. Vio la flor en casa, la encontró hermosa; no la conocĆ­a, a pesar de que es ducha en BotĆ”nica, pero esta Ciencia nada tiene de comĆŗn con las hortalizas. ĀæCómo se le ocurrió, mi buen Larsen, poner una flor asĆ­ en la habitación? Ā”Es ridĆ­culo!

Y la hermosa flor azul procedente del huerto fue desterrada del salón de Su SeƱorĆ­a, del que no era digna, y el dueƱo fue a excusarse ante la princesa, diciĆ©ndole que se trataba simplemente de una flor de huerto traĆ­da por el jardinero, el cual habĆ­a sido debidamente reconvenido. – Pues es una lĆ”stima y una injusticia -replicó la princesa-. Nos ha abierto los ojos a una flor de adorno que despreciĆ”bamos, nos ha mostrado la belleza donde nunca la habĆ­amos buscado. Quiero que el jardinero de palacio me traiga todos los dĆ­as, mientras estĆ©n floreciendo las alcachofas, una de sus flores a mi habitación. Y la orden se cumplió. Su SeƱorĆ­a mandó decir al jardinero que le trajese otra flor de alcachofa.

  • Bien mirado, es bonita -observó- y muy notable -. Y encomió al jardinero.

Ā«Esto le gusta a Larsen -pensó-. Es un niƱo mimadoĀ». Un dĆ­a de otoƱo estalló una horrible tempestad, que arreció aĆŗn durante la noche, con tanta furia que arrancó de raĆ­z muchos grandes Ć”rboles de la orilla del bosque y, con gran pesar de Su SeƱorĆ­a – un Ā«gran pesarĀ» lo llamó el seƱor -, pero con gran contento del jardinero, tambiĆ©n los dos Ć”rboles pelados llenos de nidos. Entre el fragor de la tormenta pudo oĆ­rse el graznar alborotado de los cuervos y cornejas; las gentes de la casa afirmaron que golpeaban con las alas en los cristales.

  • Ya estarĆ” usted satisfecho, Larsen -dijo Su SeƱorĆ­a-; la tempestad ha derribado los Ć”rboles, y las aves se han marchado al bosque. AquĆ­ nada queda ya de los viejos tiempos; ha desaparecido toda huella, toda seƱal de ellos. Pero a mĆ­ esto me apena.

El jardinero no contestó. Pensaba sólo en lo que habla llevado en la cabeza durante mucho tiempo: en utilizar aquel lugar soleado de que antes no disponĆ­a. Lo iba a transformar en un adorno del jardĆ­n, en un objeto de gozo para Su SeƱorĆ­a. Los corpulentos Ć”rboles abatidos habĆ­an destrozado y aplastado los antiquĆ­simos setos con todas sus figuras. El hombre los sustituyó por arbustos y plantas recogidas en los campos y bosques de la región. A ningĆŗn otro jardinero se le habĆ­a ocurrido jamĆ”s aquella idea. Ɖl dispuso los planteles teniendo en cuenta las necesidades de cada especie, procurando que recibiesen el sol o la sombra, segĆŗn las caracterĆ­sticas de cada una. Cuidó la plantación con el mayor cariƱo, y el conjunto creció magnĆ­ficamente. Por la forma y el color, el enebro de Jutlandia se elevó de modo parecido al ciprĆ©s italiano; lucĆ­a tambiĆ©n, eternamente verde, tanto en los frĆ­os invernales como en el calor del verano, la brillante y espinosa oxiacanta. Delante crecĆ­an helechos de diversas especies, algunas de ellas semejantes a hijas de palmeras, y otras, parecidas a los padres de esa hermosa y delicada planta que llamamos culantrillo. Estaba allĆ­ la menospreciada bardana, tan linda cuando fresca, que habrĆ­a encajado perfectamente en un ramillete. Estaba en tierra seca, pero a mayor profundidad que ella y en suelo hĆŗmedo crecĆ­a la acedera, otra planta humilde y, sin embargo, tan pintoresca y bonita por su talla y sus grandes hojas. Con una altura de varios palmos, flor contra flor, como un gran candelabro de muchos brazos, levantĆ”base la candelaria, trasplantada del campo. Y no faltaban tampoco las aspĆ©rulas, dientes de león y muguetes del bosque, ni la selvĆ”tica cala, ni la acederilla trifolia. Era realmente magnĆ­fico. Delante, apoyadas en enrejados de alambre, crecĆ­an, en lĆ­nea, perales enanos de procedencia francesa. Como recibĆ­an sol abundante y buenos cuidados, no tardaron en dar frutos tan jugosos como los de su tierra de origen. En lugar de los dos viejos Ć”rboles pelados erigieron un alta asta de bandera, en cuya cima ondeaba el Danebrog, y a su lado fueron clavadas otras estacas, por las que, en verano y otoƱo, trepaban los zarcillos del lĆŗpulo con sus fragantes inflorescencias en bola, mientras en invierno, siguiendo una antigua costumbre, se colgaba una gavilla de avena con objeto de que no faltase la comida a los pajarillos del cielo en la venturosa Ć©poca de las Navidades.

  • Ā”En su vejez, nuestro buen Larsen se nos vuelve sentimental! -decĆ­a Su SeƱorĆ­a-. Pero nos es fiel y adicto.

Por Año Nuevo, una revista ilustrada de la capital publicó una fotografía de la antigua propiedad señorial. Aparecía en ella el asta con la bandera danesa y la gavilla de avena para las avecillas del cielo en los alegres días navideños. El hecho fue comentado y alabado como una idea simpÔtica, que resucitaba, con todos sus honores, una vieja costumbre.

  • Resuenan las trompetas por todo lo que hace ese Larsen. Ā”Es un hombre afortunado! Casi hemos de sentirnos orgullosos de tenerlo.

Pero no se sentía orgulloso el gran señor. Se sentía sólo el amo que podía despedir a Larsen, pero que no lo hacía. Era una buena persona, y de esta clase hay muchas, para suerte de los Larsen. Y ésta es la historia «del jardinero y el señor». Detente a pensar un poco en ella.    

EL LIBRO MUDO

Junto a la carretera que cruzaba el bosque se levantaba una granja solitaria; la carretera pasaba precisamente a su travĆ©s. Brillaba el sol, todas las ventanas estaban abiertas; en el interior reinaba gran movimiento, pero en la era, entre el follaje de un saĆŗco florido, habĆ­a un fĆ©retro abierto, con un cadĆ”ver que debĆ­a recibir sepultura aquella misma maƱana. Nadie velaba a su lado, nadie lloraba por el difunto, cuyo rostro aparecĆ­a cubierto por un paƱo blanco. Bajo la cabeza tenĆ­a un libro muy grande y grueso; las hojas eran de grandes pliegos de papel secante, y en cada una habĆ­a, ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo un herbario, reunido en diferentes lugares. DebĆ­a ser enterrado con Ć©l, pues asĆ­ lo habĆ­a dispuesto su dueƱo. Cada flor resumĆ­a un capĆ­tulo de su vida. – ĀæQuiĆ©n es el muerto? -preguntamos, y nos respondieron: – Aquel viejo estudiante de Upsala. Parece que en otros tiempos fue hombre muy despierto, que estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso compuso poesĆ­as, segĆŗn decĆ­an. Pero algo le ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su salud, y finalmente vino al campo, donde alguien pagaba su pensión. Era dulce como un niƱo mientras no lo dominaban ideas lĆŗgubres, pero entonces se volvĆ­a salvaje y echaba a correr por el bosque como una bestia acosada. En cambio, cuando habĆ­an conseguido volverlo a casa y lo persuadĆ­an de que hojease su libro de plantas secas, era capaz de pasarse el dĆ­a entero mirĆ”ndolas, y a veces las lĆ”grimas le rodaban por las mejillas; sabe Dios en quĆ© pensarĆ­a entonces. Pero habĆ­a rogado que depositaran el libro en el fĆ©retro, y allĆ­ estaba ahora. Dentro de poco rato clavarĆ­an la tapa, y descansarĆ­a apaciblemente en la tumba. Quitaron el paƱo mortuorio: la paz se reflejaba en el rostro del difunto, sobre el que daba un rayo de sol; una golondrina penetró como una flecha en el follaje y dio media vuelta, chillando, encima de la cabeza del muerto. Ā”QuĆ© maravilloso es – todos hemos experimentado esta impresión – sacar a la luz viejas cartas de nuestra juventud y releerlas! Toda una vida asoma entonces, con sus esperanzas y cuidados. Ā”CuĆ”ntas veces creemos que una persona con la que estuvimos unidos de corazón, estĆ” muerta hace tiempo, y, sin embargo, vive aĆŗn, sólo que hemos dejado de pensar en ella, aunque un dĆ­a pensamos que seguiremos siempre a su lado, compartiendo las penas y las alegrĆ­as. La hoja de roble marchita de aquel libro recuerda al compaƱero, al condiscĆ­pulo, al amigo para toda la vida; prendióse aquella hoja a la gorra de estudiante aquel dĆ­a que, en el verde bosque, cerraron el pacto de alianza perenne. ĀæDónde estĆ” ahora? La hoja se conserva, la amistad se ha desvanecido. Hay aquĆ­ una planta exótica de invernadero, demasiado delicada para los jardines nórdicos… DirĆ­ase que las hojas huelen aĆŗn. Se la dio la seƱorita del jardĆ­n de aquella casa noble. Y aquĆ­ estĆ” el nenĆŗfar que Ć©l mismo cogió y regó con amargas lĆ”grimas, la rosa de las aguas dulces. Y ahĆ­ una ortiga; ĀæquĆ© dicen sus hojas? ĀæQuĆ© estarĆ­a pensando Ć©l cuando la arrancó para guardarla? Ved aquĆ­ el muguete de la soledad selvĆ”tica, y la madreselva arrancada de la maceta de la taberna, y el desnudo y afilado tallo de hierba. El florido saĆŗco inclina sus umbelas tiernas y fragantes sobre la cabeza del muerto; la golondrina vuelve a pasar volando y lanzando su trino… Y luego vienen los hombres provistos de clavos y martillo; colocan la tapa encima del difunto, de manera que la cabeza repose sobre el libro… conservado… deshecho. Ā  Ā  Ā  EL LINO Ā  El lino estaba florido. TenĆ­a hermosas flores azules, delicadas como las alas de una polilla, y aĆŗn mucho mĆ”s finas. El sol acariciaba las plantas con sus rayos, y las nubes las regaban con su lluvia, y todo ello le gustaba al lino como a los niƱos pequeƱos cuando su madre los lava y les da un beso por aƱadidura. Son entonces mucho mĆ”s hermosos, y lo mismo sucedĆ­a con el lino.

  • Dice la gente que me sostengo admirablemente -dijo el lino- y que me alargo muchĆ­simo; tanto, que hacen conmigo una magnĆ­fica pieza de tela. Ā”QuĆ© feliz soy! Sin duda soy el mĆ”s feliz del mundo. Vivo con desahogo y tengo porvenir. Ā”Cómo vivifica el sol, y cómo gusta y refresca la lluvia! Mi dicha es completa. Soy el ser mĆ”s feliz del mundo entero.
  • Ā”SĆ­, sĆ­, sĆ­! -dijeron las estacas de la valla-, tĆŗ no conoces el mundo, pero lo que es nosotras, nosotras tenemos nudos -y crujĆ­an lamentablemente: Ronca que ronca carraca,

ronca con tesón. Se terminó la canción.

  • No, no se terminó -dijo el lino-. El sol luce por la maƱana, la lluvia reanima. Oigo cómo crezco y siento cómo florezco. Ā”Soy dichoso, dichoso, mĆ”s que ningĆŗn otro!

Pero un dĆ­a vinieron gentes que, agarrando al lino por el copete, lo arrancaron de raĆ­z, operación que le dolió. Lo pusieron luego al agua como para ahogarlo, y a continuación sobre el fuego, como para asarlo. Ā”Horrible! Ā«No siempre pueden marchar bien las cosas suspiró el lino.- Hay que sufrir un poco, asĆ­ se aprendeĀ». Pero las cosas se pusieron cada vez peor. El lino fue partido y roto, secado y peinado. Ɖl ya no sabĆ­a quĆ© pensar de todo aquello. Luego fue a parar a la rueca, Ā”y ronca que ronca! No habĆ­a manera de concentrar las ideas. «”He sido enormemente feliz! -pensaba en medio de sus fatigas-. Hay que alegrarse de las cosas buenas de que se ha gozado. Ā”AlegrĆ­a, alegrĆ­a, vamos!Ā» -. AsĆ­ gritaba aĆŗn, cuando llegó al telar, donde se transformó en una magnĆ­fica pieza de tela. Todas las plantas de lino entraron en una pieza.

  • Ā”Pero esto es extraordinario! JamĆ”s lo hubiera creĆ­do. SĆ­, la fortuna me sigue sonriendo, a pesar de todo. Las estacas sabĆ­an bien lo que se decĆ­an con su

Ronca que ronca, carraca, ronca con tesón. La canción no ha terminado aĆŗn, ni mucho menos. No ha hecho mĆ”s que empezar. Ā”Es magnĆ­fico! SĆ­, he sufrido, pero en cambio de mĆ­ ha salido algo; soy el mĆ”s feliz del mundo. Soy fuerte y suave, blanco y largo. Ā”QuĆ© distinto a ser sólo una planta, incluso dando flores! Nadie te cuida, y sólo recibes agua cuando llueve. Ahora hay quien me atiende: la muchacha me da la vuelta cada maƱana, y al anochecer me riega con la regadera. La propia seƱora del Pastor ha pronunciado un discurso sobre mĆ­, diciendo que soy el lino mejor de la parroquia. No puede haber una dicha mĆ”s completa. Llegó la tela a casa y cayó en manos de las tijeras. Ā”Cómo la cortaban, y quĆ© manera de punzarla con la aguja! Ā”Verdaderamente no daba ningĆŗn gusto! Pero de la tela salieron doce prendas de ropa blanca, de aquellas que es incorrecto nombrar, pero que necesitan todas las personas. Ā”Nada menos que doce prendas! – Ā”Mirad! Ā”Ahora sĆ­ que de mĆ­ ha salido algo! Ɖste era, pues, mi destino. Es esplĆ©ndido; ahora presto un servicio al mundo, y asĆ­ es como debe ser; esto da gusto de verdad. Nos hemos convertido en doce, y, sin embargo, seguimos siendo uno y el mismo, somos una docena. Ā”QuĆ© sorpresas tiene la suerte! Pasaron aƱos, ya no podĆ­an seguir sirviendo.

  • AlgĆŗn dĆ­a tendrĆ” que venir el final -decĆ­a cada prenda-. Bien me habrĆ­a gustado durar mĆ”s tiempo, pero no hay que pedir imposibles.

Fueron cortadas a trozos y convertidas en trapos, por lo que creyeron que estaban listos definitivamente, pues los descuartizaron, estrujaron y cocieron (”qué sé yo lo que hicieron con ellos!), y he aquí que quedaron transformados en un hermoso papel blanco.

  • Ā”Caramba, vaya sorpresa! Ā”Y sorpresa agradable ademĆ”s! -dijo el papel-. Soy ahora mĆ”s fino que antes, y escribirĆ”n en mĆ­. Ā”Las cosas que van a escribir! Ɖsta sĆ­ que es una suerte fabulosa -. Y, en efecto, escribieron en Ć©l historias maravillosas, y la gente escuchaba embobada su lectura, pues eran narraciones de la mejor Ć­ndole, de las que hacen a los hombres mejores y mĆ”s sabios de lo que fueran antes; era una verdadera bendición lo que decĆ­an aquellas palabras escritas.
  • Esto es mĆ”s de cuanto habĆ­a soƱado mientras era una florecita del campo. Ā”Cómo podĆ­a ocurrĆ­rseme que un dĆ­a iba a llevar la alegrĆ­a y el saber a los hombres! Ā”AĆŗn ahora no acierto a comprenderlo! Y, no obstante, es verdad. Dios Nuestro SeƱor sabe que nada he hecho por mĆ­ mismo, nada mĆ”s que lo que caĆ­a dentro de mis humildes posibilidades. Y, con todo, me depara gozo tras gozo. Cada vez que pienso: «”Se terminó la canción!Ā», me encuentro elevado a una condición mejor y mĆ”s alta. Seguramente me enviarĆ”n ahora a viajar por el mundo entero, para que todos los hombres me lean. Es lo mĆ”s probable. Antes daba flores azules; ahora, en lugar de flores, tengo los mĆ”s bellos pensamientos. Ā”Soy el mĆ”s feliz del mundo!

Pero el papel no salió de viaje, sino que fue enviado a la imprenta, donde todo lo que tenía escrito se imprimió para confeccionar un libro, o, mejor dicho, muchos centenares de libros; pues de esta manera un número infinito de personas podrían extraer de ellos mucho mÔs placer y provecho que si el único papel original hubiese recorrido todo el Globo, con la seguridad de que a mitad de camino habría quedado ya inservible. «Sí, esto es indudablemente lo mÔs satisfactorio de todo -pensó el papel escrito-. No se me había ocurrido. Me quedo en casa y me tratan con todos los honores, como si fuese el abuelo. Y han escrito sobre mí; justamente sobre mí fluyeron las palabras salidas de la pluma. Yo me quedo, y los libros se marchan. Ahora puede hacerse algo positivo. ”Qué contento estoy, y qué feliz me siento!». Después envolvieron el papel, formando un paquetito, y lo pusieron en un cajón.

  • Cumplida la misión, conviene descansar -dijo el papel-. Es lógico y razonable recogerse y reflexionar sobre lo que hay en uno. Hasta ahora no supe lo que se encerraba en mĆ­. Ā«Conócete a ti mismoĀ», ahĆ­ estĆ” el progreso. ĀæQuĆ© vendrĆ” despuĆ©s?. De seguro que algĆŗn adelanto; Ā”siempre adelante!

Un dĆ­a echaron todo el papel a la chimenea, pues iban a quemarlo en vez de venderlo al tendero para envolver mantequilla y azĆŗcar. HabĆ­an acudido los chiquillos de la casa y formaban cĆ­rculo; querĆ­an verlo arder, y contemplar las rojas chispas en el papel hecho ceniza, aquellas chispas que parecĆ­an correr y extinguirse una tras otra con gran rapidez – son los niƱos que salen de la escuela, y la Ćŗltima chispa es el maestro; a menudo cree uno que se ha marchado ya, y resulta que vuelve a presentarse por detrĆ”s. Y todo el papel formaba un montón en el fuego. Ā”QuĆ© modo de echar llamas! «”Uf!Ā», dijo, y en un santiamĆ©n estuvo convertido todo Ć©l en una llama, que se elevó mucho mĆ”s de lo que hiciera jamĆ”s la florecita azul del lino, y brilló mucho mĆ”s tambiĆ©n que la blanca tela de hilo. Todas las letras escritas adquirieron instantĆ”neamente un tono rojo, y todas las palabras e ideas quedaron convertidas en llamas.

  • Ā”Ahora subo en lĆ­nea recta hacia el Sol! exclamó en el seno de la llama, y pareció como si mil voces lo dijeran al unĆ­sono; y la llama se elevó por la chimenea y salió al exterior. MĆ”s sutiles que las llamas, invisibles del todo a los humanos ojos, flotaban seres minĆŗsculos, iguales en nĆŗmero a las flores que habĆ­a dado el lino. Eran mĆ”s ligeros aĆŗn que la llama que hablan producido, y cuando Ć©sta se extinguió, quedando del papel solamente las negras cenizas, siguieron ellos bailando todavĆ­a un ratito, y allĆ­ donde tocaban dejaban sus huellas, las chispas rojas. Los niƱos salĆ­an de la escuela, y el maestro, el Ćŗltimo de todos. Daba gozo verlo; los niƱos de la casa, de pie, cantaban junto a las cenizas apagadas: Ronca que ronca, carraca, ronca con tesón.

”Se terminó la canción! Pero los minúsculos seres invisibles decían a coro:

  • Ā”La canción no ha terminado, y esto es lo mĆ”s hermoso de todo! Lo sĆ©, y por eso soy el mĆ”s feliz del mundo.

Mas esto los niƱos no pueden oƭrlo ni entenderlo, ni tienen por quƩ entenderlo, pues los niƱos no necesitan saberlo todo.

EL NIDO DE CISNES

Entre los mares BÔltico y del Norte hay un antiguo nido de cisnes: se llama Dinamarca. En él nacieron y siguen naciendo cisnes que jamÔs morirÔn. En tiempos remotos, una bandada de estas aves voló, por encima de los Alpes, hasta las verdes llanuras de MilÔn; aquella bandada de cisnes recibió el nombre de longobardos. Otra, de brillante plumaje y ojos que reflejaban la lealtad, se dirigió a Bizancio, donde se sentó en el trono imperial y extendió sus amplias alas blancas a modo de escudo, para protegerlo. Fueron los varingos. En la costa de Francia resonó un grito de espanto ante la presencia de los cisnes sanguinarios, que llegaban con fuego bajo las alas, y el pueblo rogaba:

  • Ā”Dios nos libre de los salvajes normandos!

Sobre el verde césped de Inglaterra se posó el cisne danés, con triple corona real sobre la cabeza y extendiendo sobre el país el cetro de oro. Los paganos de la costa de Pomerania hincaron la rodilla, y los cisnes daneses llegaron con la bandera de la cruz y la espada desnuda.

  • Todo eso ocurrió en Ć©pocas remotĆ­simas – dirĆ”s.

También en tiempos recientes se han visto volar del nido cisnes poderosos. Hízose luz en el aire, hízose luz sobre los campos del mundo; con sus robustos aleteos, el cisne disipó la niebla opaca, quedando visible el cielo estrellado, como si se acercase a la Tierra. Fue el cisne Tycho Brahe.

  • SĆ­, en aquel tiempo – dices -. Pero, Āæy en nuestros dĆ­as?

Vimos un cisne tras otro en majestuoso vuelo. Uno pulsó con sus alas las cuerdas del arpa de oro, y las notas resonaron en todo el Norte; las rocas de Noruega se levantaron mĆ”s altas, iluminadas por el sol de la Historia. Oyóse un murmullo entre los abetos y los abedules; los dioses nórdicos, sus hĆ©roes y sus nobles matronas, se destacaron sobre el verde oscuro del bosque. Vimos un cisne que batĆ­a las alas contra la peƱa marmórea, con tal fuerza que la quebró, y las esplĆ©ndidas figuras encerradas en la piedra avanzaron hasta quedar inundadas de luz resplandeciente, y los hombres de las tierras circundantes levantaron la cabeza para contemplar las portentosas estatuas. Vimos un tercer cisne que hilaba la hebra del pensamiento, el cual da ahora la vuelta al mundo de paĆ­s en paĆ­s, y su palabra vuela con la rapidez del rayo. Dios Nuestro SeƱor ama al viejo nido de cisnes construido entre los mares BĆ”ltico y Norte. Dejad si no que otras aves prepotentes se acerquen por los aires con propósito de destruirlo. Ā”No lo lograrĆ”n jamĆ”s! Hasta las crĆ­as implumes se colocan en circulo en el borde del nido; bien lo hemos visto. RecibirĆ”n los embates en pleno pecho, del que manarĆ” la sangre; mas ellos se defenderĆ”n con el pico y con las garras. PasarĆ”n aĆŗn siglos, otros cisnes saldrĆ”n del nido, que serĆ”n vistos y oĆ­dos en toda la redondez del Globo, antes de que llegue la hora en que pueda decirse en verdad: – Es el Ćŗltimo de los cisnes, el Ćŗltimo canto que sale de su nido.

Mas cuentos cortos infantiles

EL NIƑO TRAVIESO

Ā  Ā  Ɖrase una vez un anciano poeta, muy bueno y muy viejo. Un atardecer, cuando estaba en casa, el tiempo se puso muy malo; fuera llovĆ­a a cĆ”ntaros, pero el anciano se encontraba muy a gusto en su cuarto, sentado junto a la estufa, en la que ardĆ­a un buen fuego y se asaban manzanas.

  • Ni un pelo de la ropa les quedarĆ” seco a los infelices que este temporal haya pillado fuera de casa -dijo, pues era un poeta de muy buenos sentimientos.
  • ”Ábrame! Ā”Tengo frĆ­o y estoy empapado! gritó un niƱo desde fuera. Y llamaba a la puerta llorando, mientras la lluvia caĆ­a furiosa, y el viento hacĆ­a temblar todas las ventanas.
  • Ā”Pobrecillo! -dijo el viejo, abriendo la puerta. Estaba ante ella un rapazuelo completamente desnudo; el agua le chorreaba de los largos rizos rubios. Tiritaba de frĆ­o; de no hallar refugio, seguramente habrĆ­a sucumbido, vĆ­ctima de la inclemencia del tiempo.
  • Ā”Pobre pequeƱo! -exclamó el compasivo poeta, cogiĆ©ndolo de la mano-. Ā”Ven conmigo, que te calentarĆ©! Voy a darte vino y una manzana, porque eres tan precioso.

Y lo era, en efecto. Sus ojos parecían dos límpidas estrellas, y sus largos y ensortijados bucles eran como de oro puro, aun estando empapados. Era un verdadero angelito, pero estaba pÔlido de frío y tirítaba con todo su cuerpo. Sostenía en la mano un arco magnifico, pero estropeado por la lluvia; con la humedad, los colores de sus flechas se habían borrado y mezclado unos con otros. El poeta se sentó junto a la estufa, puso al chiquillo en su regazo, escurrióle el agua del cabello, le calentó las manitas en las suyas y le preparó vino dulce. El pequeño no tardó en rehacerse: el color volvió a sus mejillas, y, saltando al suelo, se puso a bailar alrededor del anciano poeta.

  • Ā”Eres un rapaz alegre! -dijo el viejo-. ĀæCómo te llamas?
  • Me llamo Amor -respondió el pequeƱo-. ĀæNo me conoces? AhĆ­ estĆ” mi arco, con el que disparo, puedes creerme. Mira, ya ha vuelto el buen tiempo, y la luna brilla.
  • Pero tienes el arco estropeado -observó el anciano.
  • Ā”Mala cosa serĆ­a! -exclamó el chiquillo, y, recogiĆ©ndolo del suelo, lo examinó con atención-. Ā”Bah!, ya se ha secado; no le ha pasado nada; la cuerda estĆ” bien tensa. Ā”Voy a probarlo! -. Tensó el arco, pĆŗsole una flecha y, apuntando, disparó certero, atravesando el corazón del buen poeta.- Ā”Ya ves que mi arco no estĆ” estropeado! -dijo, y, con una carcajada, se marchó. Ā”HabĆ­ase visto un chiquillo mĆ”s malo! Ā”Disparar asĆ­ contra el viejo poeta, que lo habĆ­a acogido en la caliente habitación, se habĆ­a mostrado tan bueno con Ć©l y le habĆ­a dado tan exquisito vino y sus mejores manzanas! El buen seƱor yacĆ­a en el suelo, llorando; realmente le habĆ­an herido en el corazón.

-”Oh, qué niño tan pérfido es ese Amor! Se lo contaré a todos los chiquillos buenos, para que estén precavidos y no jueguen con él, pues procurarÔ causarles algún daño. Todos los niños y niñas buenos a quienes contó lo sucedido se pusieron en guardia contra las tretas de Amor, pero éste continuó haciendo de las suyas, pues realmente es de la piel del diablo. Cuando los estudiantes salen de sus clases, él marcha a su lado, con un libro debajo del brazo y vestido con levita negra. No lo reconocen y lo cogen del brazo, creyendo que es también un estudiante, y entonces él les clava una flecha en el pecho. Cuando las muchachas vienen de escuchar al señor cura y han recibido ya la confirmación él las sigue también. Sí, siempre va detrÔs de la gente. En el teatro se sienta en la gran araña, y echa llamas para que las personas crean que es una lÔmpara, pero ”quiÔ!; demasiado tarde descubren ellas su error. Corre por los jardines y en torno a las murallas. Sí, un día hirió en el corazón a tu padre y a tu madre. Pregúntaselo, verÔs lo que te dicen. Créeme, es un chiquillo muy travieso este Amor; nunca quieras tratos con él; acecha a todo el mundo. Piensa que un día disparó, una flecha hasta a tu anciana abuela; pero de eso hace mucho tiempo. Ya pasó, pero ella no lo olvida. ”Caramba con este diablillo de Amor! Pero ahora ya lo conoces y sabes lo malo que es.

EL PACTO DE AMISTAD

No hace mucho que volvimos de un viajecito, y ya estamos impacientes por emprender otro mĆ”s largo. ĀæAdónde? Pues a Esparta, a Micenas, a Delfos. Hay cientos de lugares cuyo solo nombre os alboroza el corazón. Se va a caballo, cuesta arriba, por entre monte bajo y zarzales; un viajero solitario equivale a toda una caravana. Ɖl va delante con su Ā«argoyatĀ», una acĆ©mila transporta el baĆŗl, la tienda y las provisiones, y a retaguardia siguen, dĆ”ndole escolta, una pareja de gendarmes. Al tĆ©rmino de la fatigosa jornada, no le espera una posada ni un lecho mullido; con frecuencia, la tienda es su Ćŗnico techo, en medio de la grandiosa naturaleza salvaje. El Ā«argoyatĀ» le prepara la cena: un arroz pilav; mirĆ­adas de mosquitos revolotean en torno a la diminuta tienda; es una noche lamentable, y maƱana el camino cruzarĆ” rĆ­os muy hinchados. Ā”Tente firme sobre el caballo, si no quieres que te lleve la corriente! ĀæCuĆ”l serĆ” la recompensa para tus fatigas? La mĆ”s sublime, la mĆ”s rica. La Naturaleza se manifiesta aquĆ­ en toda su grandeza, cada lugar estĆ” lleno de recuerdos históricos, alimento tanto para la vista como para el pensamiento. El poeta puede cantarlo, y el pintor, reproducirlo en cuadros opulentos; pero el aroma de la realidad, que penetra en los sentidos del espectador y los impregna para toda la eternidad, eso no pueden reproducirlo. En muchos apuntes he tratado de presentar de manera intuitiva un rinconcito de Atenas y de sus alrededores, y, sin embargo, Ā”quĆ© pĆ”lido ha sido el cuadro resultante! Ā”QuĆ© poco dice de Grecia, de este triste genio de la belleza, cuya grandeza y dolor jamĆ”s olvidarĆ” el forastero! Aquel pastor solitario de allĆ” en la roca, con el simple relato de una incidencia de su vida, sabrĆ­a probablemente, mucho mejor que yo con mis pinturas, abrirte los ojos a ti, que quieres contemplar la tierra de los helenos en sus diversos aspectos.

  • DejĆ©mosle, pues, la palabra -dice mi Musa-. El pastor de la montaƱa nos hablarĆ” de una costumbre, una simpĆ”tica costumbre tĆ­pica de su paĆ­s.

Nuestra casa era de barro, y por jambas tenĆ­a unas columnas estriadas, encontradas en el lugar donde se construyó la choza. El tejado bajaba casi hasta el suelo, y hoy era negruzco y feo, pero cuando lo colocaron esta a formado por un tejido de florida adelfa y frescas ramas de laurel, traĆ­das de las montaƱas. En torno a la casa apenas quedaba espacio; las peƱas formaban paredes cortadas a pico, de un color negro y liso, y en lo mĆ”s alto de ellas colgaban con frecuencia jirones de nubes semejantes a blancas figuras vivientes. Nunca oĆ­ allĆ­ el canto de un pĆ”jaro, nunca vi bailar a los hombres al son de la gaita; pero en los viejos tiempos, este lugar era sagrado, y hasta su nombre lo recuerda, pues se llama Delfos. Los montes hoscos y tenebrosos aparecĆ­an cubiertos de nieve; el mĆ”s alto, aquel de cuya cumbre tardaba mĆ”s en apagarse el sol poniente, era el Parnaso; el torrente que corrĆ­a junto a nuestra casa bajaba de Ć©l, y antaƱo habĆ­a sido sagrado tambiĆ©n. Hoy, el asno enturbia sus aguas con sus patas, pero la corriente sigue impetuosa y pronto recobra su limpidez. Ā”Cómo recuerdo aquel lugar y su santa y profunda soledad! En el centro de la choza encendĆ­an fuego, y en su rescoldo, cuando sólo quedaba un espeso montón de cenizas ardientes, cocĆ­an el pan. Cuando la nieve se apilaba en torno a la casuca hasta casi ocultarla, mi madre parecĆ­a mĆ”s feliz que nunca; me cogĆ­a la cabeza entre las manos, me besaba en la frente y cantaba canciones que nunca le oyera en otras ocasiones, pues los turcos, nuestros amos, no las toleraban. Cantaba: Ā«En la cumbre del Olimpo, en el bajo bosque de pinos, estaba un viejo ciervo con los ojos llenos de lĆ”grimas; lloraba lĆ”grimas rojas, sĆ­, y hasta verdes y azul celeste: Pasó entonces un corzo: – ĀæQuĆ© tienes, que asĆ­ lloras lĆ”grimas rojas, verdes y azuladas? – El turco ha venido a nuestra ciudad, cazando con perros salvajes, toda una jaurĆ­a.

  • Ā”Los echarĆ© de las islas -dijo el corzo-, los echarĆ© de las islas al mar profundo!-. Pero antes de ponerse el sol el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo habĆ­a sido cazado y muertoĀ».

Y cuando mi madre cantaba así, se le humedecían los ojos, y de sus largas pestañas colgaba una lÔgrima; pero ella la ocultaba y volvía el pan negro en la ceniza. Yo entonces, apretando el puño, decía: -”Mataremos a los turcos!-. Mas ella repetía las palabras de la canción: «- ”Los echaré de las islas al mar profundo! -. Pero antes de ponerse el sol, el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo había sido cazado y muerto». LlevÔbamos varios días, con sus noches, solos en la choza, cuando llegó mi padre; yo sabía que iba a traerme conchas del Golfo de Lepanto, o tal vez un cuchillo, afilado y reluciente. Pero esta vez nos trajo una criaturita, una niña desnuda, bajo su pelliza. Iba envuelta en una piel, y al depositarla, desnuda, sobre el regazo de mi madre, vimos que todo lo que llevaba consigo eran tres monedas de plata atadas en el negro cabello. Mi padre dijo que los turcos habían dado muerte a los padres de la pequeña; tantas y tantas cosas nos contó, que durante toda la noche estuve soñando con ello. Mi padre venía también herido; mi madre le vendó el brazo, pues la herida era profunda, y la gruesa pelliza estaba tiesa de la sangre coagulada. La chiquilla sería mi hermana, ”qué hermosa era! Los ojos de mi madre no tenían mÔs dulzura que los suyos. Anastasia -así la llamaban- sería mi hermana, pues su padre la había confiado al mío, de acuerdo con la antigua costumbre que seguíamos observando. De jóvenes habían trabado un pacto de fraternidad, eligiendo a la doncella mÔs hermosa y virtuosa de toda la comarca para tomar el juramento. Muy a menudo oía yo hablar de aquella hermosa y rara costumbre.  Y, así, la pequeña se convirtió en mi hermana. La sentaba sobre mis rodillas, le traía flores y plumas de las aves montaraces, bebíamos juntos de las aguas del Parnaso, y juntos dormíamos bajo el tejado de laurel de la choza, mientras mi madre seguía cantando, invierno tras invierno, su canción de las lÔgrimas rojas, verdes y azuladas. Pero yo no comprendía aún que era mi propio pueblo, cuyas innúmeras cuitas se reflejaban en aquellas lÔgrimas. Un día vinieron tres hombres; eran francos y vestían de modo distinto a nosotros. Llevaban sus camas y tiendas cargadas en caballerías, y los acompañaban mÔs de veinte turcos, armados con sables y fusiles, pues los extranjeros eran amigos del bajÔ e iban provistos de cartas de introducción. Venían con el solo objeto de visitar nuestras montañas, escalar el Parnaso por entre la nieve y las nubes, y contemplar las extrañas rocas negras y escarpadas que rodeaban nuestra choza. No cabían en ella, aparte que no podían soportar el humo que, deslizÔndose por debajo del techo, salía por la baja puerta; por eso levantaron sus tiendas en el reducido espacio que quedaba al lado de la casuca, y asaron corderos y aves, y bebieron vino dulce y fuerte; pero los turcos no podían probarlo. Al proseguir su camino, yo los acompañé un trecho con mi hermanita Anastasia a la espalda, envuelta en una piel de cabra. Uno de aquellos señores francos me colocó delante de una roca y me dibujó junto con la niña, tan bien, que parecíamos vivos y como si fuésemos una sola persona. Nunca había yo pensado en ello, y, sin embargo, Anastasia y yo éramos uno solo, pues ella se pasaba la vida sentada en mis rodillas o colgada de mi espalda, y cuando yo soñaba, siempre figuraba ella en mis sueños.

EL PATITO FEO

”Qué hermosa estaba la campiña! Había llegado el verano: el trigo estaba amarillo; la avena, verde; la hierba de los prados, cortada ya, quedaba recogida en los pajares, en cuyos tejados se paseaba la cigüeña, con sus largas patas rojas, hablando en egipcio, que era la lengua que le enseñara su madre. Rodeaban los campos y prados grandes bosques, y entre los bosques se escondían lagos profundos. ”Qué hermosa estaba la campiña! Bañada por el sol levantÔbase una mansión señorial, rodeada de hondos canales, y desde el muro hasta el agua crecían grandes plantas trepadoras formando una bóveda tan alta que dentro de ella podía estar de pie un niño pequeño, mas por dentro estaba tan enmarañado, que parecía el interior de un bosque. En medio de aquella maleza, una gansa, sentada en el nido, incubaba sus huevos. Estaba ya impaciente, pues ”tardaban tanto en salir los polluelos, y recibía tan pocas visitas! Los demÔs patos preferían nadar por los canales, en vez de entrar a hacerle compañía y charlar un rato. Por fin empezaron a abrirse los huevos, uno tras otro. «”Pip, pip!», decían los pequeños; las yemas habían adquirido vida y los patitos asomaban la cabecita por la cÔscara rota.

  • Ā”cuac, cuac! – gritaban con todas sus fuerzas, mirando a todos lados por entre las verdes hojas. La madre los dejaba, pues el verde es bueno para los ojos.
  • Ā”QuĆ© grande es el mundo! -exclamaron los polluelos, pues ahora tenĆ­an mucho mĆ”s sitio que en el interior del huevo.
  • ĀæCreĆ©is que todo el mundo es esto? -dijo la madre-. Pues andĆ”is muy equivocados. El mundo se extiende mucho mĆ”s lejos, hasta el otro lado del jardĆ­n, y se mete en el campo del cura, aunque yo nunca he estado allĆ­. ĀæEstĆ”is todos? -prosiguió, incorporĆ”ndose-. Pues no, no los tengo todos; el huevo gordote no se ha abierto aĆŗn. ĀæVa a tardar mucho? Ā”Ya estoy hasta la coronilla de tanto esperar!
  • Bueno, ĀæquĆ© tal vamos? -preguntó una vieja gansa que venĆ­a de visita.
  • Ā”Este huevo que no termina nunca! -respondió la clueca-. No quiere salir. Pero mira los demĆ”s patitos: Āæverdad que son lindos? Todos se parecen a su padre; y el sinvergüenza no viene a verme.
  • DĆ©jame ver el huevo que no quiere romper dijo la vieja-. CreĆ©me, esto es un huevo de pava; tambiĆ©n a mi me engaƱaron una vez, y pasĆ© muchas fatigas con los polluelos, pues le tienen miedo al agua. No pude con Ć©l; me desgaƱitĆ© y lo puse verde, pero todo fue inĆŗtil. A ver el huevo. SĆ­, es un huevo de pava. DĆ©jalo y enseƱa a los otros a nadar.
  • Lo empollarĆ© un poquitĆ­n mĆ”s dijo la clueca-. Ā”Tanto tiempo he estado encima de Ć©l, que bien puedo esperar otro poco!
  • Ā”Cómo quieras! Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  -contestó Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  la Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  otra, despidiĆ©ndose.

Al fin se partió el huevo. «”Pip, pip!» hizo el polluelo, saliendo de la cÔscara. Era gordo y feo; la gansa se quedó mirÔndolo:

  • Es un pato enorme -dijo-; no se parece a ninguno de los otros; ĀæserĆ” un pavo? Bueno, pronto lo sabremos; del agua no se escapa, aunque tenga que zambullirse a trompazos.

El día siguiente amaneció espléndido; el sol bañaba las verdes hojas de la enramada. La madre se fue con toda su prole al canal y, ”plas!, se arrojó al agua. «”Cuac, cuac!» -gritaba, y un polluelo tras otro se fueron zambullendo también; el agua les cubrió la cabeza, pero enseguida volvieron a salir a flote y se pusieron a nadar tan lindamente. Las patitas se movían por sí solas y todos chapoteaban, incluso el último polluelo gordote y feo.

  • Pues no es pavo -dijo la madre-. Ā”FĆ­jate cómo mueve las patas, y quĆ© bien se sostiene! Es hijo mĆ­o, no hay duda. En el fondo, si bien se mira, no tiene nada de feo, al contrario. Ā”Cuac, cuac! Venid conmigo, os enseƱarĆ© el gran mundo, os presentarĆ© a los patos del corral. Pero no os alejĆ©is de mi lado, no fuese que alguien os atropellase; y Ā”mucho cuidado con el gato!

Y se encaminaron al corral de los patos, donde había un barullo espantoso, pues dos familias se disputaban una cabeza de anguila. Y al fin fue el gato quien se quedó con ella.

  • ĀæVeis? AsĆ­ va el mundo -dijo la gansa madre, afilĆ”ndose el pico, pues tambiĆ©n ella hubiera querido pescar el botĆ­n-. Ā”ServĆ­os de las patas! y a ver si os despabilĆ”is. Id a hacer una reverencia a aquel pato viejo de allĆ­; es el mĆ”s ilustre de todos los presentes; es de raza espaƱola, por eso estĆ” tan gordo. Ved la cinta colorada que lleva en la pata; es la mayor distinción que puede otorgarse a un pato. Es para que no se pierda y para que todos lo reconozcan, personas y animales. Ā”Ala, sacudiros! No metĆ”is los pies para dentro. Los patitos bien educados andan con las piernas esparrancadas, como papĆ” y mamĆ”. Ā”AsĆ­!, Āæveis? Ahora inclinad el cuello y decir: «”cuac!Ā».

Todos obedecieron, mientras los demƔs gansos del corral los miraban, diciendo en voz alta:

  • Ā”Vaya! sólo faltaban Ć©stos; Ā”como si no fuĆ©semos ya bastantes! Y, Ā”quĆ© asco! Fijaos en aquel pollito: Ā”a Ć©se sĆ­ que no lo toleramos! -. Y enseguida se adelantó un ganso y le propinó un picotazo en el pescuezo.
  • Ā”DĆ©jalo en paz! -exclamó la madre-. No molesta a nadie.
  • SĆ­, pero es gordote y extraƱo -replicó el agresor-; habrĆ” que sacudirlo.
  • Tiene usted unos hijos muy guapos, seƱora dijo el viejo de la pata vendada-. LĆ”stima de este gordote; Ć©se sĆ­ que es un fracaso. Me gustarĆ­a que pudiese retocarlo.
  • No puede ser, SeƱorĆ­a -dijo la madre-. Cierto que no es hermoso, pero tiene buen corazón y nada tan bien como los demĆ”s; incluso dirĆ­a que mejor. Me figuro que al crecer se arreglarĆ”, y que con el tiempo perderĆ” volumen. Estuvo muchos dĆ­as en el huevo, y por eso ha salido demasiado robusto -. Y con el pico le pellizcó el pescuezo y le alisó el plumaje -. AdemĆ”s, es macho -prosiguió-, asĆ­ que no importa gran cosa. Estoy segura de que serĆ” fuerte y se despabilarĆ”.
  • Los demĆ”s polluelos son encantadores de veras -dijo el viejo-. ConsidĆ©rese usted en casa; y si encuentra una cabeza de anguila, haga el favor de traĆ©rmela.

Y de este modo tomaron posesión de la casa. El pobre patito feo no recibĆ­a sino picotazos y empujones, y era el blanco de las burlas de todos, lo mismo de los gansos que de las gallinas. «”QuĆ© ridĆ­culo!Ā», se reĆ­an todos, y el pavo, que por haber venido al mundo con espolones se creĆ­a el emperador, se henchĆ­a como un barco a toda vela y arremetĆ­a contra el patito, con la cabeza colorada de rabia. El pobre animalito nunca sabĆ­a dónde meterse; estaba muy triste por ser feo y porque era la chacota de todo el corral. AsĆ­ transcurrió el primer dĆ­a; pero en los sucesivos las cosas se pusieron aĆŗn peor. Todos acosaban al patito; incluso sus hermanos lo trataban brutalmente, y no cesaban de gritar: – Ā”AsĆ­ te pescara el gato, bicho asqueroso!; y hasta la madre deseaba perderlo de vista. Los patos lo picoteaban; las gallinas lo golpeaban, y la muchacha encargada de repartir el pienso lo apartaba a puntapiĆ©s.

Ā EL PEQUEƑO TUK

Pues sĆ­, Ć©ste era el pequeƱo Tuk. En realidad no se llamaba asĆ­, pero Ć©ste era el nombre que se daba a sĆ­ mismo cuando aĆŗn no sabĆ­a hablar. QuerĆ­a decir Carlos, es un detalle que conviene saber. Resulta que tenĆ­a que cuidar de su hermanita Gustava, mucho menor que Ć©l, y luego tenĆ­a que aprenderse sus lecciones; pero, Āæcómo atender a las dos cosas a la vez? El pobre muchachito tenĆ­a a su hermana sentada sobre las rodillas y le cantaba todas las canciones que sabĆ­a, mientras sus ojos echaban alguna que otra mirada al libro de GeografĆ­a, que tenĆ­a abierto delante de Ć©l. Para el dĆ­a siguiente habrĆ­a de aprenderse de memoria todas las ciudades de Zelanda y saberse, ademĆ”s, cuanto de ellas conviene conocer. Llegó la madre a casa y se hizo cargo de Gustavita. Tuk corrió a la ventana y se estuvo leyendo hasta que sus ojos no pudieron mĆ”s, pues habĆ­a ido oscureciendo y su madre no tenĆ­a dinero para comprar velas. – AhĆ­ va la vieja lavandera del callejón -dijo la madre, que se habĆ­a asomado a la ventana-. La pobre apenas puede arrastrarse y aĆŗn tiene que cargar con el cubo lleno de agua desde la bomba. Anda, Tuk, sĆ© bueno y ve a ayudar a la pobre viejecita. HarĆ”s una buena acción. Tuk corrió a la calle a ayudarla, pero cuando estuvo de regreso la oscuridad era completa, y como no habĆ­a que pensar en encender la luz, no tuvo mĆ”s remedio que acostarse. Su lecho era un viejo camastro y, tendido en Ć©l estuvo pensando en su lección de GeografĆ­a, en Zelanda y todo lo que habĆ­a explicado el maestro. Debiera haber seguido estudiando, pero era imposible, y se metió el libro debajo de la almohada, porque habĆ­a oĆ­do decir que aquello ayudaba a retener las lecciones en la mente; pero no hay que fiarse mucho de lo que se oye decir. Y allĆ­ se estuvo piensa que te piensa, hasta que de pronto le pareció que alguien le daba un beso en la boca y en los ojos. Se durmió, y, sin embargo, no estaba dormido; era como si la anciana lavandera lo mirara con sus dulces ojos y le dijera: – SerĆ­a un gran pecado que maƱana no supieses tus lecciones. Me has ayudado, ahora te ayudarĆ© yo, y Dios Nuestro SeƱor lo harĆ”, en todo momento. Y de pronto el libro empezó a moverse y agitarse debajo de la almohada de nuestro pequeƱo Tuk.

  • Ā”QuiquiriquĆ­! Ā”Put, put! -. Era una gallina que venĆ­a de Kjƶge.
  • Ā”Soy una gallina de Kjƶge! -gritó, y luego se puso a contar del nĆŗmero de habitantes que allĆ­ habĆ­a, y de la batalla que en la ciudad se habĆ­a librado, aƱadiendo empero que en realidad no valĆ­a la pena mencionarla-. Otro meneo y zarandeo y, Ā”bum!, algo que se cae: un ave de madera, el papagayo del tiro al pĆ”jaro de Prastƶ. Dijo que en aquella ciudad vivĆ­an tantos habitantes como clavos tenĆ­a Ć©l en el cuerpo, y estaba no poco orgulloso de ello-. Thorwaldsen vivió muy cerca de mĆ­. Ā”CataplĆŗn! Ā”QuĆ© bien se estĆ” aquĆ­!

Pero Tuk ya no estaba tendido en su lecho; de repente se encontró montado sobre un caballo, corriendo a galope tendido. Un jinete magnĆ­ficamente vestido, con brillante casco y flotante penacho, lo sostenĆ­a delante de Ć©l, y de este modo atravesaron el bosque hasta la antigua ciudad de Vordingborg, muy grande y muy bulliciosa por cierto. Altivas torres se levantaban en el palacio real, y de todas las ventanas salĆ­a vivĆ­sima luz; en el interior todo eran cantos y bailes: el rey Waldemar bailaba con las jóvenes damas cortesanas, ricamente ataviadas. Despuntó el alba, y con la salida del sol desaparecieron la ciudad, el palacio y las torres una tras otra, hasta no quedar sino una sola en la cumbre de la colina, donde se levantara antes el castillo. Era la ciudad muy pequeƱa y pobre, y los chiquillos pasaban con sus libros bajo el brazo, diciendo: – Dos mil habitantes -. Pero no era verdad, no tenĆ­a tantos. Y Tuk seguĆ­a en su camita, como soƱando, y, sin embargo, no soƱaba, pero alguien permanecĆ­a junto a Ć©l.

  • Ā”Tuquito, Tuquito! -dijeron. Era un marino, un hombre muy pequeƱƭn, semejante a un cadete, pero no era un cadete.
  • Te traigo muchos saludos de Korsƶr. Es una ciudad floreciente, llena de vida, con barcos de vapor y diligencias; antes pasaba por fea y aburrida, pero Ć©sta es una opinión anticuada.
  • Estoy a orillas del mar, dijo Korsƶr; tengo carreteras y parques y he sido la cuna de un poeta que tenĆ­a ingenio y gracia; no todos los tienen. Una vez quise armar un barco para que diese la vuelta al mundo, mas no lo hice, aunque habrĆ­a podido; y, ademĆ”s, Ā”huelo tan bien! Pues en mis puertas florecen las rosas mĆ”s bellas.

Tuk las vio, y ante su mirada todo apareció rojo y verde; pero cuando se esfumaron los colores, se encontró ante una ladera cubierta de bosque junto al límpido fiordo, y en la cima se levantaba una hermosa iglesia, antigua, con dos altas torres puntiagudas. De la ladera brotaban fuentes que bajaban en espesos riachuelos de aguas murmureantes, y muy cerca estaba sentado un viejo rey con la corona de oro sobre el largo cabello; era el rey Hroar de las Fuentes, en las inmediaciones de la ciudad de Roeskilde, como la llaman hoy día. Y todos los reyes y reinas de Dinamarca, coronados de oro, se encaminaban, cogidos de la mano, a la vieja iglesia, entre los sones del órgano y el murmullo de las fuentes. Nuestro pequeño Tuk lo veía y oía todo.

  • Ā”No olvides los Estados! -le dijo el rey Hroar. De pronto desapareció todo. ĀæDónde habĆ­a ido a parar? Daba exactamente la impresión de cuando se vuelve la pĆ”gina de un libro. Y hete aquĆ­ una anciana, una escardadera venida de Sorƶ, donde la hierba crece en la plaza del mercado. Llevaba su delantal de tela gris sobre la cabeza y colgĆ”ndole de la espalda; estaba muy mojado – seguramente habĆ­a llovido -. SĆ­ que ha llovido -dijo la mujer, y le contó muchas cosas divertidas de las comedias de Holberg, asĆ­ como de Waldemar y Absalón. Pero de pronto se encogió toda ella y se puso a mover la cabeza como si quisiera saltar-. Ā”Cuac! -dijo-, estĆ” mojado, estĆ” mojado; hay un silencio de muerte en Sorƶ -. Se habĆ­a transformado en rana; Ā”cuac!, y luego otra vez en una vieja -. Hay que vestirse segĆŗn el tiempo -dijo-. Ā”EstĆ” mojado, estĆ” mojado! Mi ciudad es como una botella: se entra por el tapón y luego hay que volver a salir. Antes tenĆ­a yo corpulentas anguilas en el fondo de la botella, y ahora tengo muchachos robustos, de coloradas mejillas, que aprenden la sabidurĆ­a: Ā”griego, hebreo, cuac, cuac! -. Sonaba como si las ranas cantasen o como cuando caminĆ”is por el pantano con grandes botas. Era siempre la misma nota, tan fastidiosa, tan monótona, que Tuk acabó por quedarse profundamente dormido, y le sentó muy bien el sueƱo, porque empezaba a ponerse nervioso. Pero aun entonces tuvo otra visión, o lo que fuera. Su hermanita Gustava, la de ojos azules y cabello rubio ensortijado, se habĆ­a convertido en una esbelta muchacha, y, sin tener alas, podĆ­a volar. Y he aquĆ­ que los dos volaron por encima de Zelanda, por encima de sus verdes bosques y azules lagos.
  • ĀæOyes cantar el gallo, Tuquito? Ā”QuiquiriquĆ­! Las gallinas salen volando de Kjƶge. Ā”TendrĆ”s un gallinero, un gran gallinero! No padecerĆ”s hambre ni miseria. CazarĆ”s el pĆ”jaro, como suele decirse; serĆ”s un hombre rico y feliz. Tu casa se levantarĆ” altivamente como la torre del rey Waldemar, y estarĆ” adornada con columnas de mĆ”rmol como las de Prastƶ. Ya me entiendes. Tu nombre famoso darĆ” la vuelta a la Tierra, como el barco que debĆ­a partir de Korsƶr y en Roeskilde – Ā”no te olvides de los Estados! dijo el rey Hroar -; hablarĆ”s con bondad y talento, Tuquito, y cuando desciendas a la tumba, reposarĆ”s tranquilo…
  • Ā”Como si estuviese en Sorƶ! – dijo Tuk, y se despertó. Brillaba la luz del dĆ­a, y el niƱo no recordaba ya su sueƱo; pero era mejor asĆ­, pues nadie debe saber cuĆ”l serĆ” su destino. Saltó de la cama, abrió el libro y en un periquete se supo la lección. La anciana lavandera asomó la cabeza por la puerta y, dirigiĆ©ndole un gesto cariƱoso, le dijo:
  • Ā”Gracias, – hijo mĆ­o, por tu ayuda! Dios Nuestro SeƱor haga que se convierta en realidad tu sueƱo mĆ”s hermoso.

Tuk no sabĆ­a lo que habĆ­a soƱado, pero Āæcomprendes? Nuestro SeƱor sĆ­ lo sabĆ­a. Ā  EL PORQUERIZO Ā  Ɖrase una vez un prĆ­ncipe que andaba mal de dinero. Su reino era muy pequeƱo, aunque lo suficiente para permitirle casarse, y esto es lo que el prĆ­ncipe querĆ­a hacer. Sin embargo, fue una gran osadĆ­a por su parte el irse derecho a la hija del Emperador y decirle en la cara: -ĀæMe quieres por marido?-. Si lo hizo, fue porque la fama de su nombre habĆ­a llegado muy lejos. MĆ”s de cien princesas lo habrĆ­an aceptado, pero, Āælo querrĆ­a ella? Pues vamos a verlo. En la tumba del padre del prĆ­ncipe crecĆ­a un rosal, un rosal maravilloso; florecĆ­a solamente cada cinco aƱos, y aun entonces no daba sino una flor; pero era una rosa de fragancia tal, que quien la olĆ­a se olvidaba de todas sus penas y preocupaciones. AdemĆ”s, el prĆ­ncipe tenĆ­a un ruiseƱor que, cuando cantaba, habrĆ­ase dicho que en su garganta se juntaban las mĆ”s bellas melodĆ­as del universo. Decidió, pues, que tanto la rosa como el ruiseƱor serĆ­an para la princesa, y se los envió encerrados en unas grandes cajas de plata. El Emperador mandó que los llevaran al gran salón, donde la princesa estaba jugando a Ā«visitasĀ» con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que contenĆ­an los regalos, exclamó dando una palmada de alegrĆ­a:

  • Ā”A ver si serĆ” un gatito! -pero al abrir la caja apareció el rosal con la magnĆ­fica rosa.
  • Ā”QuĆ© linda es! -dijeron todas las damas. – Es mĆ”s que bonita -precisó el Emperador-, Ā”es hermosa!

Pero cuando la princesa la tocó, por poco se echa a llorar.

  • Ā”Ay, papĆ”, quĆ© lĆ”stima! -dijo-. Ā”No es artificial, sino natural!
  • Ā”QuĆ© lĆ”stima! -corearon las damas-. Ā”Es natural!
  • Vamos, no te aflijas aĆŗn, y veamos quĆ© hay en la otra caja -, aconsejó el Emperador; y salió entonces el ruiseƱor, cantando de un modo tan bello, que no hubo medio de manifestar nada en su contra.
  • Ā”Superbe, charmant! -exclamaron las damas, pues todas hablaban francĆ©s a cual peor.
  • Este pĆ”jaro me recuerda la caja de mĆŗsica de la difunta Emperatriz -observó un anciano caballero-. Es la misma melodĆ­a, el mismo canto.
  • En efecto -asintió el Emperador, echĆ”ndose a llorar como un niƱo.
  • Espero que no sea natural, Āæverdad? -preguntó la princesa.
  • SĆ­, lo es; es un pĆ”jaro de verdad -respondieron los que lo habĆ­an traĆ­do.
  • Entonces, dejadlo en libertad -ordenó la princesa; y se negó a recibir al prĆ­ncipe.

Pero éste no se dio por vencido. Se embadurnó de negro la cara y, calÔndose una gorra hasta las orejas, fue a llamar a palacio.

  • Buenos dĆ­as, seƱor Emperador -dijo-. ĀæNo podrĆ­ais darme trabajo en el castillo?
  • Bueno -replicó el Soberano-. Necesito a alguien para guardar los cerdos, pues tenemos muchos.

Y así el príncipe pasó a ser porquerizo del Emperador. Le asignaron un reducido y mísero cuartucho en los sótanos, junto a los cerdos, y allí hubo de quedarse. Pero se pasó el día trabajando, y al anochecer había elaborado un primoroso pucherito, rodeado de cascabeles, de modo que en cuanto empezaba a cocer las campanillas se agitaban, y tocaban aquella vieja melodía: ”Ay, querido Agustín, todo tiene su fin! Pero lo mÔs asombroso era que, si se ponía el dedo en el vapor que se escapaba del puchero, enseguida se adivinaba, por el olor, los manjares que se estaban guisando en todos los hogares de la ciudad. ”Desde luego la rosa no podía compararse con aquello! He aquí que acertó a pasar la princesa, que iba de paseo con sus damas y, al oír la melodía, se detuvo con una expresión de contento en su rostro; pues también ella sabía la canción del «Querido Agustín». Era la única que sabía tocar, y lo hacía con un solo dedo.

  • Ā”Es mi canción! -exclamó-. Este porquerizo debe ser un hombre de gusto. Oye, vete abajo y pregĆŗntale cuĆ”nto cuesta su instrumento. Tuvo que ir una de las damas, pero antes se calzó unos zuecos.
  • ĀæCuĆ”nto pides por tu puchero? -preguntó.
  • Diez besos de la princesa -respondió el porquerizo.
  • Ā”Dios nos asista! -exclamó la dama.
  • Ɖste es el precio, no puedo rebajarlo -, observó Ć©l.
  • ĀæQuĆ© te ha dicho? -preguntó la princesa. – No me atrevo a repetirlo -replicó la dama-. Es demasiado indecente.
  • Entonces dĆ­melo al oĆ­do -. La dama lo hizo asĆ­.
  • Ā”Es un grosero! -exclamó la princesa, y siguió su camino; pero a los pocos pasos volvieron a sonar las campanillas, tan lindamente:

”Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!

  • Escucha -dijo la princesa-. PregĆŗntale si aceptarĆ­a diez besos de mis damas.
  • Muchas gracias -fue la rĆ©plica del porquerizo-. Diez besos de la princesa o me quedo con el puchero.
  • Ā”Es un fastidio! – exclamó la princesa -. Pero, en fin, poneos todas delante de mĆ­, para que nadie lo vea.

Las damas se pusieron delante con los vestidos extendidos; el porquerizo recibió los diez besos, y la princesa obtuvo la olla. ”Dios santo, cuÔnto se divirtieron! Toda la noche y todo el día estuvo el puchero cociendo; no había un solo hogar en la ciudad del que no supieran lo que en él se cocinaba, así el del chambelÔn como el del remendón. Las damas no cesaban de bailar y dar palmadas.

  • Sabemos quien comerĆ” sopa dulce y tortillas, y quien comerĆ” papillas y asado. Ā”QuĆ© interesante!
  • InteresantĆ­simo -asintió la Camarera Mayor. – SĆ­, pero de eso, ni una palabra a nadie; recordad que soy la hija del Emperador.
  • Ā”No faltaba mĆ”s! -respondieron todas-. Ā”Ni que decir tiene!

El porquerizo, o sea, el príncipe -pero claro estÔ que ellas lo tenían por un porquerizo auténtico- no dejaba pasar un solo día sin hacer una cosa u otra. Lo siguiente que fabricó fue una carraca que, cuando giraba, tocaba todos los valses y danzas conocidos desde que el mundo es mundo.

  • Ā”Oh, esto es superbe! -exclamó la princesa al pasar por el lugar.
  • Ā”Nunca oĆ­ mĆŗsica tan bella! Oye, entra a preguntarle lo que vale el instrumento; pero nada de besos, Āæeh?
  • Pide cien besos de la princesa -fue la respuesta que trajo la dama de honor que habĆ­a entrado a preguntar.
  • Ā”Este hombre estĆ” loco! -gritó la princesa, echĆ”ndose a andar; pero se detuvo a los pocos pasos-. Hay que estimular el Arte -observó-. Por algo soy la hija del Emperador. Dile que le darĆ© diez besos, como la otra vez; los noventa restantes los recibirĆ” de mis damas.
  • Ā”Oh, seƱora, nos darĆ” mucha vergüenza! manifestaron ellas.
  • Ā”Ridiculeces! -replicó la princesa-. Si yo lo beso, tambiĆ©n podĆ©is hacerlo vosotras. No olvidĆ©is que os mantengo y os pago-. Y las damas no tuvieron mĆ”s remedio que resignarse. – SerĆ”n cien besos de la princesa -replicó Ć©l- o cada uno se queda con lo suyo.
  • Poneos delante de mĆ­ -ordenó ella; y, una vez situadas las damas convenientemente, el prĆ­ncipe empezó a besarla.
  • ĀæQuĆ© alboroto hay en la pocilga? -preguntó el Emperador, que acababa de asomarse al balcón. Y, frotĆ”ndose los ojos, se caló los lentes-. Las damas de la Corte que estĆ”n haciendo de las suyas; bajarĆ© a ver quĆ© pasa.

Y se apretó bien las zapatillas, pues las llevaba muy gastadas. ”Demonios, y no se dio poca prisa! Al llegar al patio se adelantó callandito, callandito; por lo demÔs, las damas estaban absorbidas contando los besos, para que no hubiese engaño, y no se dieron cuenta de la presencia del Emperador, el cual se levantó de puntillas.

  • ĀæQuĆ© significa esto? -exclamó al ver el besuqueo, dĆ”ndole a su hija con la zapatilla en la cabeza cuando el porquerizo recibĆ­a el beso nĆŗmero ochenta y seis.
  • Ā”Fuera todos de aquĆ­! -gritó, en el colmo de la indignación. Y todos hubieron de abandonar el reino, incluso la princesa y el porquerizo. Y he aquĆ­ a la princesa llorando, y al porquerizo regaƱƔndole, mientras llovĆ­a a cĆ”ntaros.
  • Ā”Ay, mĆ­sera de mĆ­! -exclamaba la princesa-. ĀæPor quĆ© no aceptĆ© al apuesto prĆ­ncipe? Ā”QuĆ© desgraciada soy!

Entonces el porquerizo se ocultó detrÔs de un Ôrbol, y, limpiÔndose la tizne que le manchaba la cara y quitÔndose las viejas prendas con que se cubría, volvió a salir espléndidamente vestido de príncipe, tan hermoso y gallardo, que la princesa no tuvo mÔs remedio que inclinarse ante él.

  • He venido a decirte mi desprecio -exclamó Ć©l-. Te negaste a aceptar a un prĆ­ncipe digno. No fuiste capaz de apreciar la rosa y el ruiseƱor, y, en cambio, besaste al porquerizo por una bagatela. Ā”Pues ahĆ­ tienes la recompensa!

Y entró en su reino y le dio con la puerta en las narices. Ella tuvo que quedarse fuera y ponerse a cantar: Ā”Ay, querido AgustĆ­n, todo tiene su fin! Ā  El ruiseƱor Ā  Ā  En China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos aƱos de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo oigĆ”is, antes de que la historia se haya olvidado. El palacio del Emperador era el mĆ”s esplĆ©ndido del mundo entero, todo Ć©l de la mĆ”s delicada porcelana. Todo en Ć©l era tan precioso y frĆ”gil, que habĆ­a que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jardĆ­n estaba lleno de flores maravillosas, y de las mĆ”s bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. SĆ­, en el jardĆ­n imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso, que el propio jardinero no tenĆ­a idea de dónde terminaba. Si seguĆ­as andando, te encontrabas en el bosque mĆ”s esplĆ©ndido que quepa imaginar, lleno de altos Ć”rboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar, hondo y azul; grandes embarcaciones podĆ­an navegar por debajo de las ramas, y allĆ­ vivĆ­a un ruiseƱor que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche salĆ­a a retirar las redes, se detenĆ­a a escuchar sus trinos. – Ā”Dios santo, y quĆ© hermoso! -exclamaba; pero luego tenĆ­a que atender a sus redes y olvidarse del pĆ”jaro; hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repetĆ­a: – Ā”Dios santo, y quĆ© hermoso! De todos los paĆ­ses llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardĆ­n; pero en cuanto oĆ­an al ruiseƱor, exclamaban: – Ā”Esto es lo mejor de todo! De regreso a sus tierras, los viajeros hablaban de Ć©l, y los sabios escribĆ­an libros y mĆ”s libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardĆ­n, pero sin olvidarse nunca del ruiseƱor, al que ponĆ­an por las nubes; y los poetas componĆ­an inspiradĆ­simos poemas sobre el pĆ”jaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago. Aquellos libros se difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del Emperador. Se hallaba sentado en su sillón de oro, leyendo y leyendo; de vez en cuando hacĆ­a con la cabeza un gesto de aprobación, pues le satisfacĆ­a leer aquellas magnĆ­ficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jardĆ­n. Ā«Pero lo mejor de todo es el ruiseƱorĀ», decĆ­a el libro. «¿QuĆ© es esto? -pensó el Emperador-. ĀæEl ruiseƱor? JamĆ”s he oĆ­do hablar de Ć©l. ĀæEs posible que haya un pĆ”jaro asĆ­ en mi imperio, y precisamente en mi jardĆ­n? Nadie me ha informado. Ā”EstĆ” bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!Ā» Y mandó llamar al mayordomo de palacio, un personaje tan importante, que cuando una persona de rango inferior se atrevĆ­a a dirigirle la palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a contestarle: «”P!Ā». Y esto no significa nada.

  • SegĆŗn parece, hay aquĆ­ un pĆ”jaro de lo mĆ”s notable, llamado ruiseƱor -dijo el Emperador-. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; Āæpor quĆ© no se me ha informado de este hecho?
  • Es la primera vez que oigo hablar de Ć©l -se justificó el mayordomo-. Nunca ha sido presentado en la Corte.
  • Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia -dijo el Emperador-. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo.
  • Es la primera vez que oigo hablar de Ć©l -repitió el mayordomo-. Lo buscarĆ© y lo encontrarĆ©.

ĀæEncontrarlo?, Āædónde? El dignatario se cansó de subir Y bajar escaleras y de recorrer salas y pasillos. Nadie de cuantos preguntó habĆ­a oĆ­do hablar del ruiseƱor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que se trataba de una de esas fĆ”bulas que suelen imprimirse en los libros. – Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasĆ­as y una cosa que llaman magia negra.

  • Pero el libro en que lo he leĆ­do me lo ha enviado el poderoso Emperador del Japón replicó el Soberano-; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oĆ­r al ruiseƱor. Que acuda esta noche a, mi presencia, para cantar bajo mi especial protección. Si no se presenta, mandarĆ© que todos los cortesanos sean pateados en el estómago despuĆ©s de cenar.
  • Ā”Tsing-pe! -dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos, y media Corte con Ć©l, pues a nadie le hacĆ­a gracia que le patearan el estómago. Y todo era preguntar por el notable ruiseƱor, conocido por todo el mundo menos por la

Corte. Finalmente, dieron en la cocina con una pobre muchachita, que exclamó: – Ā”Dios mĆ­o! ĀæEl ruiseƱor? Ā”Claro que lo conozco! Ā”quĆ© bien canta! Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que estĆ” enferma. Vive allĆ” en la playa, y cuando estoy de regreso, me paro a descansar en el bosque y oigo cantar al ruiseƱor. Y oyĆ©ndolo se me vienen las lĆ”grimas a los ojos, como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emoción y dulzura. – PequeƱa fregaplatos -dijo el mayordomo-, te darĆ© un empleo fijo en la cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruiseƱor; estĆ” citado para esta noche. Todos se dirigieron al bosque, al lugar donde el pĆ”jaro solĆ­a situarse; media Corte tomaba parte en la expedición. Avanzaban a toda prisa, cuando una vaca se puso a mugir.

  • Ā”Oh! -exclamaron los cortesanos-. Ā”Ya lo tenemos! Ā”QuĆ© fuerza para un animal tan pequeƱo! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo.
  • No, eso es una vaca que muge -dijo la fregona AĆŗn tenemos que andar mucho.

Luego oyeron las ranas croando en una charca. – Ā”MagnĆ­fico! -exclamó un cortesano-. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia.

  • No, eso son ranas -contestó la muchacha-.

Pero creo que no tardaremos en oƭrlo. Y en seguida el ruiseƱor se puso a cantar.

  • Ā”Es Ć©l! -dijo la niƱa-. Ā”Escuchad, escuchad! Ā”AllĆ­ estĆ”! – y seƱaló un avecilla gris posada en una rama.
  • ĀæEs posible? -dijo el mayordomo-. JamĆ”s lo habrĆ­a imaginado asĆ­. Ā”QuĆ© vulgar!

Seguramente habrĆ” perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos.

  • Mi pequeƱo ruiseƱor -dijo en voz alta la muchachita-, nuestro gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia.
  • Ā”Con mucho gusto! – respondió el pĆ”jaro, y reanudó su canto, que daba gloria oĆ­rlo.
  • Ā”Parece campanitas de cristal! -observó el mayordomo.
  • Ā”Mirad cómo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiĆ©semos visto. CausarĆ” sensación en la Corte.
  • ĀæQuerĆ©is que vuelva a cantar para el Emperador? -preguntó el pĆ”jaro, pues creĆ­a que el Emperador estaba allĆ­.
  • Mi pequeƱo y excelente ruiseƱor -dijo el mayordomo -tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrĆ” deleitar con su magnĆ­fico canto a Su Imperial Majestad.
  • Suena mejor en el bosque -objetó el ruiseƱor; pero cuando le dijeron que era un deseo del Soberano, los acompañó gustoso.

En palacio todo había sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de lÔmparas de oro; las flores mÔs exquisitas, con sus campanillas, habían sido colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos producían tales corrientes de aire, que las campanillas no cesaban de sonar, y uno no oía ni su propia voz. En medio del gran salón donde el Emperador estaba, habían puesto una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña fregona había recibido autorización para situarse detrÔs de la puerta, pues tenía ya el título de cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que podía empezar. El ruiseñor cantó tan deliciosamente, que las lÔgrimas acudieron a los ojos del Soberano; y cuando el pÔjaro las vio rodar por sus mejillas, volvió a cantar mejor aún, hasta llegarle al alma. El Emperador quedó tan complacido, que dijo que regalaría su chinela de oro al ruiseñor para que se la colgase al cuello. Mas el pÔjaro le dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba suficientemente recompensado.

  • He visto lĆ”grimas en los ojos del Emperador; Ć©ste es para mi el mejor premio. Las lĆ”grimas de un rey poseen una virtud especial. Dios sabe que he quedado bien recompensado -y reanudó su canto, con su dulce y melodioso voz.
  • Ā”Es la lisonja mĆ”s amable y graciosa que he escuchado en mi vida! -exclamaron las damas presentes; y todas se fueron a llenarse la boca de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues creĆ­an que tambiĆ©n ellas podĆ­an ser ruiseƱores. SĆ­, hasta los lacayos y camareras expresaron su aprobación, y esto es decir mucho, pues son siempre mĆ”s difĆ­ciles de contentar. Realmente, el ruiseƱor causó sensación.

Se quedarĆ­a en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el dĆ­a y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La verdad es que no eran precisamente de placer aquellas excursiones. Ā  Ā  Ā  Ā  EL TULLIDO Ā  Ɖrase una antigua casa seƱorial, habitada por gente joven y apuesta. Ricos en bienes y dinero, querĆ­an divertirse y hacer el bien. QuerĆ­an hacer feliz a todo el mundo, como lo eran ellos. Por Nochebuena instalaron un abeto magnĆ­ficamente adornado en el antiguo salón de Palacio. ArdĆ­a el fuego en la chimenea, y ramas del Ć”rbol navideƱo enmarcaban los viejos retratos. Desde el atardecer reinaba tambiĆ©n la alegrĆ­a en los aposentos de la servidumbre. TambiĆ©n habĆ­a allĆ­ un gran abeto con rojas y blancas velillas encendidas, banderitas danesas, cisnes recortados y redes de papeles de colores y llenas de golosinas. HabĆ­an invitado a los niƱos pobres de la parroquia, y cada uno habĆ­a acudido con su madre, a la cual, mĆ”s que a la copa del Ć”rbol, se le iban los ojos a la mesa de Nochebuena, cubierta de ropas de lana y de hilo, y toda clase de prendas de vestir. Aquello era lo que miraban las madres y los hijos ya mayorcitos, mientras los pequeƱos alargaban los brazos hacia las velillas, el oropel y las banderitas. La gente habĆ­a llegado a primeras horas de la tarde, y fue obsequiada con la clĆ”sica sopa navideƱa y asado de pato con berza roja. Una vez hubieron contemplado el Ć”rbol y recibido los regalos, se sirvió a cada uno un vaso de ponche y manzanas rellenas. Regresaron entonces a sus pobres casas, donde se habló de la Ā«buena vidaĀ», es decir, de la buena comida, y se pasó otra vez revista a los regalos. Entre aquella gente estaban Garten-Kirsten y Garten-Ole, un matrimonio que tenĆ­a casa y comida a cambio de su trabajo en el jardĆ­n de Sus SeƱorĆ­as. Cada Navidad recibĆ­an su buena parte de los regalos. TenĆ­an ademĆ”s cinco hijos, y a todos los vestĆ­an los seƱores.

  • Son bondadosos nuestros amos -decĆ­an-. Tienen medios para hacer el bien, y gozan haciĆ©ndolo.
  • AhĆ­ tienen buenas ropas para que las rompan los cuatro -dijo Garten-Ole-. Mas, Āæpor quĆ© no hay nada para el tullido? Siempre suelen acordarse de Ć©l, aunque no vaya a la fiesta.

Era el hijo mayor, al que llamaban Ā«El tullidoĀ», pero su nombre era Juan. De niƱo habĆ­a sido el mĆ”s listo y vivaracho, pero de repente le entró una Ā«debilidad en las piernasĀ», como ellos decĆ­an, y desde entonces no pudo tenerse de pie ni andar. Llevaba ya cinco aƱos en cama. – SĆ­, algo me han dado tambiĆ©n para Ć©l -dijo la madre. Pero es sólo un libro, para que pueda leer.

  • Ā”Eso no lo engordarĆ”! -observó el padre.

Pero Hans se alegró de su libro. Era un muchachito muy despierto, aficionado a la lectura, aunque aprovechaba también el tiempo para trabajar en las cosas útiles en cuanto se lo permitía su condición. Era muy Ôgil de dedos, y sabía emplear las manos; confeccionaba calcetines de lana, e incluso mantas. La señora había hecho gran encomio de ellas y las había comprado. Era un libro de cuentos el que acababan de regalar a Hans, y había en él mucho que leer, y mucho que invitaba a pensar.

  • De nada va a servirle -dijeron los padres-. Pero dejemos que lea, le ayudarĆ” a matar el tiempo. No siempre ha de estar haciendo calceta.

Vino la primavera. Empezaron a brotar la hierba y las flores, y también los hierbajos, como se suele llamar a las ortigas a pesar de las cosas bonitas que de ellas dice aquella canción religiosa: Si los reyes se reuniesen  y juntaran sus tesoros,  no podrían añadir  una sola hoja a la ortiga. En el jardín de Sus Señorías había mucho que hacer, no solamente para el jardinero y sus aprendices, sino también para Garten-Kirsten y Garten-Ole.

  • Ā”QuĆ© pesado! -decĆ­an-. AĆŗn no hemos terminado de escardar y arreglar los caminos, y ya los han pisado de nuevo. Ā”Hay un ajetreo con los invitados de la casa! Ā”Lo que cuesta! Suerte que los seƱores son ricos.
  • Ā”QuĆ© mal repartido estĆ” todo! -decĆ­a Ole-. SegĆŗn el seƱor cura, todos somos hijos de Dios. ĀæPor quĆ© estas diferencias?
  • Por culpa del pecado original -respondĆ­a Kirsten.

De eso hablaban una noche, sentados junto a la cama del tullido, que estaba leyendo sus cuentos. Las privaciones, las fatigas y los cuidados habĆ­an encallecido las manos de los padres, y tambiĆ©n su juicio y sus opiniones. No lo comprendĆ­an, no les entraba en la cabeza, y por eso hablaban siempre con amargura y envidia. – Hay quien vive en la abundancia y la felicidad, mientras otros estĆ”n en la miseria. ĀæPor quĆ© hemos de purgar la desobediencia y la curiosidad de nuestros primeros padres? Ā”Nosotros no nos habrĆ­amos portado como ellos!

  • SĆ­, habrĆ­amos hecho lo mismo -dijo sĆŗbitamente el tullido Hans. – AquĆ­ estĆ”, en el libro.
  • ĀæQuĆ© es lo que estĆ” en el libro? -preguntaron los padres.

Y entonces Hans les leyó el antiguo cuento del leñador y su mujer. También ellos decían pestes de la curiosidad de AdÔn y Eva, culpables de su desgracia. He aquí que acertó a pasar el rey del país: «Seguidme -les dijo- y viviréis tan bien como yo: siete platos para comer y uno para mirarlo. EstÔ en una sopera tapada, que no debéis tocar; de lo contrario, se habrÔ terminado vuestra buena vida». «¿Qué puede haber en la sopera?», dijo la mujer. «”No nos importa!», replicó el marido. «No soy curiosa -prosiguió ella-; sólo quisiera saber por qué no nos estÔ permitido levantar la tapadera. Estoy segura que es algo exquisito». «Con tal que no haya alguna trampa, por ejemplo, una pistola que al dispararse despierte a toda la casa». «Tienes razón», dijo la mujer, sin tocar la sopera. Pero aquella noche soñó que la tapa se levantaba sola y salía del recipiente el aroma de aquel ponche delicioso que se sirve en las bodas y los entierros. Y había una moneda de plata con esta inscripción: «Si bebéis de este ponche, seréis las dos personas mÔs ricas del mundo, y todos los demÔs hombres se convertirÔn en pordioseros comparados con vosotros». Despertóse la mujer y contó el sueño a su marido. «Piensas demasiado en esto», dijo él. «Podríamos hacerlo con cuidado», insistió ella. «”Cuidado!», dijo el hombre; y la mujer levantó con gran cuidado la tapa. Y he aquí que saltaron dos ligeros ratoncillos, y en un santiamén desaparecieron por una ratonera. «”Buenas noches! -dijo el Rey-. Ya podéis volveros a vuestra casa a vivir de lo vuestro. Y no volvÔis a censurar a AdÔn y Eva, pues os habéis mostrado tan curiosos y desagradecidos como ellos».

  • Ā”Cómo habrĆ” venido a parar al libro esta historia! -dijo Garten-Ole.
  • DirĆ­ase que estĆ” escrita precisamente para nosotros. Es cosa de pensarlo.

Al día siguiente volvieron al trabajo. Los tostó el sol, y la lluvia los caló hasta los huesos. Rumiaron sus melancólicos pensamientos. No había anochecido aún, cuando ya habían cenado sus papillas de leche.

  • Ā”Vuelve a leernos la historia del leƱador! -dijo Garten-Ole.
  • Hay otras que todavĆ­a no conocĆ©is -respondió Hans.
  • No me importan dijo Garten-Ole -. Prefiero oĆ­r la que conozco.

Y el matrimonio volvió a escucharla; y mĆ”s de una noche se la hicieron repetir. – No acabo de entenderlo -dijo Garten-Ole -. Con las personas ocurre lo que con la leche: que se cuaja, y una parte se convierte en fino requesón, y la otra, en suero aguado. Los hay que tienen suerte en todo, se pasan el dĆ­a muy repantingados y no sufren cuidados ni privaciones. El tullido oyó lo que decĆ­a. El chico era dĆ©bil de piernas, pero despejado de cabeza, y les leyó de su libro un cuento titulado Ā«El hombre sin necesidades ni preocupacionesĀ». ĀæDónde estarĆ­a ese hombre? HabĆ­a que dar con Ć©l.

Ā EL ULTIMO DIA

De todos los días de nuestra vida, el mÔs santo es aquel en que morimos; es el último día, el grande y sagrado día de nuestra transformación. ¿Te has detenido alguna vez a pensar seriamente en esa hora suprema, la última de tu existencia terrena? Hubo una vez un hombre, un creyente a machamartillo, según decían, un campeón de la divina palabra, que era para él ley, un celoso servidor de un Dios celoso. He aquí que la Muerte llegó a la vera de su lecho, la Muerte, con su cara severa de ultratumba.

  • Ha sonado tu hora, debes seguirme -le dijo, tocĆ”ndole los pies con su dedo gĆ©lido; y sus pies quedaron rĆ­gidos. Luego la Muerte le tocó la frente y el corazón, que cesó de latir, y el alma salió en pos del Ć”ngel exterminador.

Pero en los breves segundos que transcurrieron entre el momento en que sintió el contacto de la Muerte en el pie y en la frente y el corazón, desfiló por la mente del moribundo, como una enorme oleada negra, todo lo que la vida le había aportado e inspirado. Con una mirada recorrió el vertiginoso abismo y con un pensamiento instantÔneo abarcó todo el camino inconmensurable. Así, en un instante, vio en una ojeada de conjunto, la miríada incontable de estrellas, cuerpos celestes y mundos que flotan en el espacio infinito. En un momento así, el terror sobrecoge al pecador empedernido que no tiene nada a que agarrarse; tiene la impresión de que se hunde en el vacío insondable. El hombre piadoso, en cambio, descansa tranquilamente su cabeza en Dios y se le entrega como un niño:

  • Ā”HĆ”gase en mĆ­ Tu voluntad!

Pero aquel moribundo no se sentía como un niño; se daba cuenta de que era un hombre. No temblaba como el pecador, pues se sabía creyente. Se había mantenido aferrado a las formas de la religión con toda rigidez; eran millones, lo sabía, los destinados a seguir por el ancho camino de la condenación; con el hierro y el fuego habría podido destruir aquí sus cuerpos, como serían destrozadas sus almas y seguirían siéndolo por una eternidad. Pero su camino iba directo al cielo, donde la gracia le abría las puertas, la gracia prometedora. Y el alma siguió al Ôngel de la muerte, después de mirar por última vez al lecho donde yacía la imagen del polvo envuelta en la mortaja, una copia extraña del propio yo. Y volando llegaron a lo que parecía un enorme vestíbulo, a pesar de que estaba en un bosque; la Naturaleza aparecía recortada, distendida, desatada y dispuesta en hileras, arreglada artificiosamente como los antiguos jardines franceses; se celebraba una especie de baile de disfraces.

  • Ā”AhĆ­ tienes la vida humana! -dijo el Ć”ngel de la muerte.

Todos los personajes iban mÔs o menos disfrazados; no todos los que vestían de seda y oro eran los mÔs nobles y poderosos, ni todos los que se cubrían con el ropaje de la pobreza eran los mÔs bajos e insignificantes. Era una mascarada asombrosa, y lo mÔs sorprendente de ella era que todos se esforzaban cuidadosamente en ocultar algo debajo de sus vestidos; pero uno tiraba del otro para dejar aquello a la vista, y entonces asomaba una cabeza de animal: en uno, la de un mono, con su risa sardónica; en otro, la de un feo chivo, de una viscosa serpiente o de un macilento pez. Era la bestia que todos llevamos dentro, la que arraiga en el hombre; y pegaba saltos, queriendo avanzar, y cada uno la sujetaba, con sus ropas, mientras los demÔs la apartaban, diciendo: «”Mira! ”Ahí estÔ, ahí estÔ!», y cada uno ponía al descubierto la miseria del otro.

  • ĀæQuĆ© animal vivĆ­a en mĆ­? -preguntó el alma errante; y el Ć”ngel de la muerte le seƱaló una figura orgullosa. Alrededor de su cabeza brillaba una aureola de brillantes colores, pero en el corazón del hombre se ocultaban los pies del animal, pies de pavo real; la aureola no era sino la cola abigarrada del ave.

Cuando prosiguieron su camino, otras grandes aves gritaron perversamente desde las ramas de los         Ôrboles,           con      voces   humanas muy inteligibles:

  • Peregrino de la muerte, Āæno te acuerdas de mĆ­?

Eran los malos pensamientos y las concupiscencias de los días de su vida, que gritaban: «¿No te acuerdas de mí?». Por un momento se espantó el alma, pues reconoció las voces, los malos pensamientos y deseos que se presentaban como testigos de cargo.

  • Ā”Nada bueno vive en nuestra carne, en nuestra naturaleza perversa! -exclamó el alma-. Pero mis pensamientos no se convirtieron en actos, el mundo no vio sus malos frutos -. Y apresuró el paso, para escapar de aquel horrible griterĆ­o; mas los grandes pajarracos negros la perseguĆ­an, describiendo cĆ­rculos a su alrededor, gritando con todas sus fuerzas, como para que el mundo entero los oyese. El alma se puso a brincar como una corza acosada, y a cada salto ponĆ­a el pie sobre agudas piedras, que le abrĆ­an dolorosas heridas. – ĀæDe dónde vienen estas piedras cortantes? Yacen en el suelo como hojas marchitas.
  • Cada una de ellas es una palabra imprudente que se escapó de tus labios, y que hirió a tu prójimo mucho mĆ”s dolorosamente de como ahora las piedras te lastiman los pies. – Ā”Nunca pensĆ© en ello! -dijo el alma.
  • No juzguĆ©is si no querĆ©is ser juzgados -resonó en el aire.
  • Ā”Todos hemos pecado! -dijo el alma, volviendo a levantarse-. Yo he observado fielmente la Ley y el Evangelio; hice lo que pude, no soy como los demĆ”s.

Así llegaron a la puerta del cielo, y el Ôngel guardiÔn de la entrada preguntó:

  • ĀæQuiĆ©n eres? Dime cuĆ”l es tu fe y pruĆ©bamela con tus acciones.
  • He guardado rigurosamente los mandamientos. Me he humillado a los ojos del mundo, he odiado y perseguido la maldad y a los malos, a los que siguen por el ancho camino de la perdición, y seguirĆ© haciĆ©ndolo a sangre y fuego, si puedo.
  • ĀæEres entonces un adepto de Mahoma? preguntó el Ć”ngel.
  • ĀæYo? Ā”JamĆ”s!
  • Quien empuƱe la espada morirĆ” por la espada, ha dicho el Hijo. TĆŗ no tienes su fe. ĀæEres acaso un hijo de Israel, de los que dicen con MoisĆ©s: Ā«Ojo por ojo, diente por dienteĀ»; un hijo de Israel, cuyo Dios vengativo es sólo dios de tu pueblo?
  • Ā”Soy cristiano!
  • No te reconozco ni en tu fe ni en tus hechos. La doctrina de Cristo es toda ella reconciliación, amor y gracia.
  • Ā”Gracia! -resonó en los etĆ©reos espacios; la puerta del cielo se abrió, y el alma se precipitó hacia la incomparable magnificencia.

Pero la luz que de ella irradiaba eran tan cegadora, tan penetrante, que el alma hubo de retroceder como ante una espada desnuda; y las melodías sonaban dulces y conmovedoras, como ninguna lengua humana podría expresar. El alma, temblorosa, se inclinó mÔs y mÔs, mientras penetraba en ella la celeste claridad; y entonces sintió lo que nunca antes había sentido: el peso de su orgullo, de su dureza y su pecado. Se hizo la luz en su pecho.

  • Lo que de bueno hice en el mundo, lo hice porque no supe hacerlo de otro modo; pero lo malo… Ā”eso sĆ­ que fue cosa mĆ­a!

Y el alma se sintió deslumbrada por la purĆ­sima luz celestial y desplomóse desmayada, envuelta en sĆ­ misma, postrada, inmadura para el reino de los cielos, y, pensando en la severidad y la justicia de Dios, no se atrevió a pronunciar la palabra Ā«graciaĀ». Y, no obstante, vino la gracia, la gracia inesperada. El cielo divino estaba en el espacio inmenso, el amor de Dios se derramaba, se vertĆ­a en Ć©l en plenitud inagotable. – Ā”Santa, gloriosa, dulce y eterna seas, oh, alma humana! -cantaron los Ć”ngeles. Todos, todos retrocederemos asustados como aquella alma el dĆ­a postrero de nuestra vida terrena, ante la grandiosidad y la gloria del reino Ā  de los Ā Ā Ā Ā Ā  cielos. Nos Ā Ā Ā  inclinaremos profundamente y nos postraremos humildes, y, no obstante, nos sostendrĆ” Su Amor y Su Gracia, y volaremos por nuevos caminos, purificados, Ā Ā Ā Ā  ennoblecidos Ā  y Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  mejores, acercĆ”ndonos cada vez mĆ”s a la magnificencia de la luz, y, fortalecidos por ella, podremos entrar en la eterna claridad.

EL ULTIMO SUEƑO DEL VIEJO ROBLE

Había una vez en el bosque, sobre los acantilados que daban al mar, un vetusto roble, que tenía exactamente trescientos sesenta y cinco años. Pero todo este tiempo, para el Ôrbol no significaba mÔs que lo que significan otros tantos días para nosotros, los hombres. Nosotros velamos de día, dormimos de noche y entonces tenemos nuestros sueños. La cosa es distinta con el Ôrbol, pues vela por espacio de tres estaciones, y sólo en invierno queda sumido en sueño; el invierno es su tiempo de descanso, es su noche tras el largo día formado por la primavera, el verano y el otoño. Aquel insecto que apenas vive veinticuatro horas y que llamamos efímera, mÔs de un caluroso día de verano había estado bailando, viviendo, flotando y disfrutando en torno a su copa. Después, el pobre animalito descansaba en silenciosa bienaventuranza sobre una de las verdes hojas de roble, y entonces el Ôrbol le decía siempre:

  • Ā”Pobre pequeƱa! Tu vida entera dura sólo un momento. Ā”QuĆ© breve! Es un caso bien triste.
  • ĀæTriste? – respondĆ­a invariablemente la efĆ­mera -. ĀæQuĆ© quieres decir? Todo es tan luminoso y claro, tan cĆ”lido y magnĆ­fico, y yo me siento tan contenta…
  • Pero sólo un dĆ­a y todo terminó.
  • ĀæTerminó? – replicaba la efĆ­mera -. ĀæQuĆ© es lo que termina? ĀæHas terminado tĆŗ, acaso?
  • No, yo vivo miles y miles de tus dĆ­as, y mi dĆ­a abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan largo, que tĆŗ no puedes calcularlo.
  • No te comprendo, la verdad. TĆŗ tienes millares de mis dĆ­as, pero yo tengo millares de instantes para sentirme contenta y feliz. ĀæTermina acaso toda esa magnificencia del mundo, cuando tĆŗ mueres?
  • No – decĆ­a el roble -. ContinĆŗa mĆ”s tiempo, un tiempo infinitamente mĆ”s largo del que puedo imaginar.
  • Entonces nuestra existencia es igual de larga, sólo que la contamos de modo diferente.

Y la efĆ­mera danzaba y se mecĆ­a en el aire, satisfecha de sus alas sutiles y primorosas, que parecĆ­an hechas de tul y terciopelo. Gozaba del aire cĆ”lido, impregnado del aroma de los campos de trĆ©bol y de las rosas silvestres, las lilas y la madreselva, para no hablar ya de la aspĆ©rula, las primaveras y la menta rizada. Tan intenso era el aroma, que la efĆ­mera sentĆ­a como una ligera embriaguez. El dĆ­a era largo y esplĆ©ndido, saturado de alegrĆ­a y de aire suave, y en cuanto el sol se ponĆ­a, el insecto se sentĆ­a invadido de un agradable cansancio, producido por tanto gozar. Las alas se resistĆ­an a sostenerlo, y, casi sin darse cuenta, se deslizaba por el tallo de hierba, blando y ondeante, agachaba la cabeza como sólo Ć©l sabe hacerlo, y se quedaba alegremente dormido. Ɖsta era su muerte. – Ā”Pobre, pobre efĆ­mera! – exclamaba el roble -. Ā”QuĆ© vida tan breve! Y cada dĆ­a se repetĆ­a la misma danza, el mismo coloquio, la misma respuesta y el mismo desvanecerse en el sueƱo de la muerte. RepetĆ­ase en todas las generaciones de las efĆ­meras, y todas se mostraban igualmente felices y contentas. El roble habĆ­a estado en vela durante toda su maƱana primaveral, su mediodĆ­a estival y su ocaso otoƱal. Llegaba ahora el perĆ­odo del sueƱo, su noche. AcercĆ”base el invierno. VenĆ­an ya las tempestades, cantando: «”Buenas noches, buenas noches! Ā”Cayó una hoja, cayó una hoja! Ā”Cosechamos, cosechamos! Vete a acostar. Te cantaremos en tu sueƱo, te sacudiremos, pero, Āæverdad que eso le hace bien a las viejas ramas? Crujen de puro placer. Ā”Duerme dulcemente, duerme dulcemente! Es tu noche nĆŗmero trescientos sesenta y cinco; en realidad, eres docemesino. Ā”Duerme dulcemente! La nube verterĆ” nieve sobre ti. Te harĆ” de sĆ”bana, una caliente manta que te envolverĆ” los pies. Duerme dulcemente, y sueƱaĀ». Y el roble se quedó despojado de todo su follaje, dispuesto a entregarse a su prolongado sueƱo invernal y soƱar; a soƱar siempre con las cosas vividas, exactamente como en los sueƱos de los humanos. TambiĆ©n Ć©l habĆ­a sido pequeƱo. Su cuna habĆ­a sido una bellota. SegĆŗn el cómputo de los hombres, se hallaba ahora en su cuarto siglo. Era el roble mĆ”s corpulento y hermoso del bosque; su copa rebasaba todos los demĆ”s Ć”rboles, y era visible desde muy adentro del mar, sirviendo a los marinos de punto de referencia. No pensaba Ć©l en los muchos ojos que lo buscaban. En lo mĆ”s alto de su verde copa instalaban su nido las palomas torcaces, y el cuclillo gritaba su nombre. En otoƱo, cuando las hojas parecĆ­an lĆ”minas de cobre forjado, acudĆ­an las aves de paso y descansaban en ella antes de emprender el vuelo a travĆ©s del mar. Mas ahora habĆ­a llegado el invierno; el Ć”rbol estaba sin hojas, y quedaban al desnudo los Ć”ngulos y sinuosidades que formaban sus ramas. VenĆ­an las cornejas y los grajos a posarse a bandadas sobre Ć©l, charlando acerca de los duros tiempos que empezaban y de lo difĆ­cil que resultarĆ­a procurarse la pitanza. Fue precisamente en los dĆ­as santos de las Navidades cuando el roble tuvo su sueƱo mĆ”s bello. Vais a oĆ­rlo. El Ć”rbol se daba perfecta cuenta de que era tiempo de fiesta. CreĆ­a oĆ­r en derredor el taƱido de las campanas de las iglesias, y se sentĆ­a como en un esplĆ©ndido dĆ­a de verano, suave y caliente. Verde y lozana extendĆ­a su poderosa copa, los rayos del sol jugueteaban entre sus hojas y ramas, el aire estaba impregnado del aroma de hierbas y matas olorosas. Pintadas mariposas jugaban a la gallinita ciega, y las efĆ­meras danzaban como si todo hubiese sido creado sólo para que ellas pudiesen bailar y alegrarse. Todo lo que el Ć”rbol habĆ­a vivido y visto en el curso de sus aƱos desfilaba ante Ć©l como un festivo cortejo. VeĆ­a cabalgar a travĆ©s del bosque gentileshombres y damas de tiempos remotos, con plumas en el sombrero y halcones en la mano. Resonaba el cuerno de caza, y ladraban los perros. Vio luego soldados enemigos con armas relucientes y uniformes abigarrados, con lanzas y alabardas, que levantaban, sus tiendas y volvĆ­an a plegarlas; ardĆ­an fuegos de vivaque, y bajo las amplias ramas del Ć”rbol los hombres cantaban y dormĆ­an. Vio felices parejas de enamorados que se encontraban a la luz de la luna y entallaban en la verdosa corteza las iniciales de sus nombres. Un dĆ­a – habĆ­an transcurrido ya muchos aƱos -, unos alegres estudiantes colgaron una cĆ­tara y un arpa eólica de las ramas del roble; y he aquĆ­ que ahora reaparecĆ­an y sonaban melodiosamente. Las palomas torcaces arrullaban como si quisieran contar lo que sentĆ­a el Ć”rbol, y el cuclillo pregonaba a voz en grito los dĆ­as de verano que le quedaban aĆŗn de vida. Fue como si un nuevo flujo de vida recorriese el Ć”rbol, desde las Ćŗltimas fibras de la raĆ­z hasta las ramas mĆ”s altas y las hojas. Sintió el roble como si se estirara y extendiera. Por las raĆ­ces notaba, que tambiĆ©n bajo tierra hay vida y calor. SentĆ­a crecer su fuerza, crecĆ­a sin cesar. ElevĆ”base el tronco continuamente, ganando altura por momentos. La copa se hacĆ­a mĆ”s densa, ensanchĆ”ndose y subiendo. Y cuanto mĆ”s crecĆ­a el Ć”rbol, tanto mayor era su sensación de bienestar y su anhelo, impregnado de felicidad indecible, de seguir elevĆ”ndose hasta llegar al sol resplandeciente y ardoroso. Rebasaba ya en mucho las nubes, que desfilaban por debajo de Ć©l cual oscuras bandadas de aves migratorias o de blancos cisnes. Y cada una de las hojas del Ć”rbol estaba dotada de vista, como, si tuviese un ojo capaz de ver. Las estrellas se hicieron visibles de dĆ­a, tal eran de grandes y brillantes; cada una lucĆ­a como un par de ojos, unos ojos muy dulces y lĆ­mpidos. Recordaban queridos ojos conocidos, ojos de niƱos, de enamorados, cuĆ”ndo se encontraban bajo el Ć”rbol. Eran momentos de infinita felicidad, y, sin embargo, en medio de su ventura sintió el roble un vivo afĆ”n de que todos los restantes Ć”rboles del bosque, matas, hierbas y flores, pudieran elevarse con Ć©l, para disfrutar tambiĆ©n de aquel esplendor y de aquel gozo. Entre tanta magnificencia, una cosa faltaba a la felicidad del poderoso roble: no poder compartir su dicha con todos, grandes y pequeƱos, y este sentimiento hacĆ­a vibrar las ramas y las hojas con tanta intensidad como un pecho humano. Movióse la copa del Ć”rbol como si buscara algo, como si algo le faltara. Miró atrĆ”s, y la fragancia de la aspĆ©rula y la aĆŗn mĆ”s intensa de la madreselva y la violeta, subieron hasta ella; y el roble creyó, oĆ­r la llamada del cuclillo. Y he aquĆ­ que empezaron a destacar por entre las nubes las verdes cimas del bosque, y el roble vio cómo crecĆ­an los demĆ”s Ć”rboles hasta alcanzar su misma altura. Las hierbas y matas subĆ­an tambiĆ©n; algunas se desprendĆ­an de las raĆ­ces, para encaramarse mĆ”s rĆ”pidamente. El abedul fue el mĆ”s ligero; cual blanco rayo proyectó a lo alto su esbelto tronco, mientras las ramas se agitaban como un tul verde o como banderas. Todo el bosque crecĆ­a, incluso la caƱa de pardas hojas, y las aves seguĆ­an cantando, y en el tallito que ondeaba a modo de una verde cinta de seda, el saltamontes jugaba con el ala posada sobre la pata. Zumbaban los abejorros y las abejas, cada pĆ”jaro entonaba su canción, y todo era melodĆ­a y regocijo en las regiones del Ć©ter.

  • Pero tambiĆ©n deberĆ­an participar la florecilla del agua – dijo el roble -, y la campanilla azul, y la diminuta margarita -. SĆ­, el roble deseaba que todos, hasta los mĆ”s humildes, pudiesen tomar parte en la fiesta.
  • Ā”AquĆ­ estamos, aquĆ­ estamos! – se oyó gritar. – Pero la hermosa aspĆ©rula del Ćŗltimo verano (el aƱo pasador hubo aquĆ­ una verdadera alfombra de lirios de los valles) y el manzano, silvestre, Ā”tan hermoso como era!, y toda la magnificencia de aƱos atrĆ”s… Ā”quĆ© lĆ”stima que haya muerto todo, y no puedan gozar con nosotros!
  • Ā”AquĆ­ estamos, aquĆ­ estamos! – oyóse el coro, mĆ”s alto aĆŗn que antes. ParecĆ­a como si se hubiesen adelantado en su vuelo.
  • Ā”QuĆ© hermoso! – exclamó, entusiasmado, el viejo roble Ā”Los tengo a todos, grandes y chicos, no falta ni uno! ĀæCómo es posible tanta dicha?
  • En el reino de Dios todo es posible – oyóse una voz.

Y el Ôrbol, que seguía creciendo incesantemente, sintió que las raíces se soltaban de la tierra.

  • Esto es lo mejor de todo – exclamó el Ć”rbol -. Ya no me sujeta nada allĆ” abajo. Ya puedo elevarme hasta el infinito en la luz y la gloria. Y me rodean todos los que quiero, chicos y grandes.
  • Ā”Todos!

Ɖste fue el sueƱo del roble; y mientras soƱaba, una furiosa tempestad se desencadenó por mar y tierra en la santa noche de Navidad. El ocĆ©ano lanzaba terribles olas contra la orilla, crujió el Ć”rbol y fue arrancado de raĆ­z, precisamente mientras soƱaba que sus raĆ­ces se desprendĆ­an del suelo. Sus trescientos sesenta y cinco aƱos no representaban ya mĆ”s que el dĆ­a de la efĆ­mera. La maƱana de Navidad, cuando volvió a salir el sol, la tempestad se habĆ­a calmado. Todas las campanas doblaban en son de fiesta, y de todas las chimeneas, hasta la del jornalero, que era la mĆ”s pequeƱa y humilde, elevĆ”base el humo azulado, como del altar en un sacrificio de acción de gracias. El mar se fue tambiĆ©n calmando progresivamente, y en un gran buque que aquella noche habĆ­a tenido que capear el temporal, fueron izados los gallardetes.

  • Ā”No estĆ” el Ć”rbol, el viejo roble que nos seƱalaba la tierra! – decĆ­an los marinos -. Ha sido abatido en esta noche tempestuosa. ĀæQuiĆ©n va a sustituirlo? Nadie podrĆ” hacerlo.

Tal fue el panegírico, breve pero efusivo, que se dedicó al Ôrbol, el cual yacía tendido en la orilla, bajo un manto de nieve. Y sobre él resonaba un solemne coro procedente del barco, una canción evocadora de la alegría navideña y de la redención del alma humana por Cristo, y de la vida eterna: Regocíjate, grey cristiana. Vamos ya a bajar anclas. Nuestra alegría es sin par. ”Aleluya, aleluya! Así decía el himno religioso, y todos los tripulantes se sentían elevados a su manera por el canto y la oración, como el viejo roble en su último sueño, el sueño mÔs bello de su Nochebuena.

Ā ELVIEJO FAROL

Has oĆ­do la historia del viejo farol de la calle? No es muy alegre por cierto; sin embargo, vale la pena oĆ­rla. Era un buen farol que habĆ­a estado alumbrando la calle durante muchos aƱos. Lo dieron de baja, y aquĆ©lla era la Ćŗltima noche que, desde lo alto de su poste, debĆ­a enviar su luz a la calle. Por eso su estado de Ć”nimo era algo parecido al de una vieja bailarina que da su Ćŗltima representación, sabiendo que al dĆ­a siguiente habrĆ” de encerrarse, olvidada, en su buhardilla. El farol tenĆ­a miedo del dĆ­a siguiente, pues no ignoraba que serĆ­a llevado por primera vez a las casas consistoriales, donde el Ā«ilustre Concejo municipalĀ» dictaminarĆ­a si era aĆŗn Ćŗtil o inĆŗtil. DecidirĆ­an entonces si lo enviarĆ­an a iluminar uno de los puentes o una fĆ”brica del campo; tal vez irĆ­a a parar a una fundición, como chatarra, y entonces podrĆ­a convertirse en mil cosas diferentes; pero lo atormentaba la duda de si en su nueva condición conservarĆ­a el recuerdo de su existencia como farol. Lo que sĆ­ era seguro es que deberĆ­a separarse del vigilante y su mujer, a quienes consideraba como su familia: se convirtió en farol el dĆ­a en que el hombre fue nombrado vigilante. Por aquel entonces la mujer era muy peripuesta; sólo al anochecer, cuando pasaba por allĆ­, levantaba los ojos para mirarlo; pero de dĆ­a no lo hacĆ­a jamĆ”s. En cambio, en el curso de los Ćŗltimos aƱos, cuando ya los tres, el vigilante, su mujer y el farol, habĆ­an envejecido, ella lo habĆ­a cuidado, limpiado la lĆ”mpara y echado aceite. Era un matrimonio honrado, y a la lĆ”mpara no le habĆ­an estafado ni una gota. Y he aquĆ­ que aquĆ©lla era su Ćŗltima noche de calle; al dĆ­a siguiente lo llevarĆ­an al ayuntamiento. Estos pensamientos tenĆ­an muy perturbado al farol; imaginaos, pues, cómo arderĆ­a. Pero por su cabeza pasaron tambiĆ©n otros recuerdos; habĆ­a visto muchas cosas e iluminado otras muchas, acaso tantas como el Ā«ilustre Concejo municipalĀ»; pero se lo callaba, porque era un farol viejo y honrado y no querĆ­a despotricar contra nadie, y menos contra una autoridad. Pensó en muchas cosas, mientras oscilaba su llama; era como si un presentimiento le dijese: Ā«SĆ­, tambiĆ©n se acordarĆ”n de ti. AllĆ­ estaba aquel apuesto joven – Ā”ay, cuĆ”ntos aƱos habĆ­an pasado! – que llegó con una carta escrita en elegante papel color de rosa, con canto dorado y fina escritura femenina. La leyó dos veces, y, besĆ”ndola, levantó hasta mĆ­ la mirada, que decĆ­a: – Ā”Soy el mĆ”s feliz de los hombres!. – Sólo Ć©l y yo supimos lo que decĆ­a aquella primera carta de la amada. Recuerdo tambiĆ©n otro par de ojos; Ā”es curioso, los saltos que pueden darse con el pensamiento! En nuestra calle hubo un dĆ­a un magnĆ­fico entierro; la mujer, joven y bonita, yacĆ­a en el fĆ©retro, en el coche fĆŗnebre tapizado de terciopelo. LucĆ­an tantas flores y coronas, y brillaban tantos blandones, que yo quedĆ© casi eclipsado. Toda la acera estaba llena de personas que acompaƱaban al cadĆ”ver; pero cuando todos los cirios se hubieron alejado y yo mirĆ© a mi alrededor, quedaba solamente un hombre junto al poste, llorando, y nunca olvidarĆ© aquellos ojos llenos de tristeza que me mirabanĀ». Muchos pensamientos pasaron asĆ­ por la mente del viejo farol, que alumbraba la calle por vez postrera. El centinela que es relevado conoce por lo menos a su sucesor y puede decirle unas palabras; pero el farol no conocĆ­a al suyo, y, sin embargo, le habrĆ­a proporcionado algunas informaciones acerca de la lluvia y la niebla, de hasta dónde llegaba la luz de la luna en la acera, y de quĆ© lado soplaba el viento. En el arroyo habĆ­a tres personajes que se habĆ­an presentado al farol, en la creencia de que Ć©l tenĆ­a atribuciones para designar a su sucesor. Uno de ellos era una cabeza de arenque, que en la oscuridad es fosforescente, por lo cual pensaba que representarĆ­a un notable ahorro de aceite si lo colocaban en la cima del poste de alumbrado. El segundo aspirante era un pedazo de madera podrida, el cual luce tambiĆ©n, y aun mĆ”s que un bacalao, segĆŗn afirmaba Ć©l, diciendo, ademĆ”s, que era el Ćŗltimo resto de un Ć”rbol, que antaƱo habĆ­a sido la gloria del bosque. El tercero era una luciĆ©rnaga. De dónde procedĆ­a, el farol lo ignoraba, pero lo cierto era que se habĆ­a presentado y que era capaz de dar luz; sin embargo, la cabeza de arenque y la madera podrida aseguraban que sólo podĆ­a brillar a determinadas horas, por lo que no merecĆ­a ser tomada en consideración. El viejo farol objetó que ninguno de los tres poseĆ­a la intensidad luminosa suficiente para ser elevado a la categorĆ­a de lĆ”mpara callejera, pero ninguno se lo creyó, y cuando se enteraron de que el farol no estaba facultado para otorgar el puesto, manifestaron que la medida era muy acertada, pues realmente estaba demasiado decrĆ©pito para poder elegir con justicia. Entonces llegó el viento, que venĆ­a de la esquina y sopló por el tubo de ventilación del viejo farol.

  • Ā”QuĆ© oigo! -dijo-. ĀæQuĆ© maƱana te marchas? ¿Ésta es la Ćŗltima noche que nos encontramos?

En ese caso voy a hacerte un regalo; voy a airearte la cabeza de tal modo, que no sólo recordarÔs clara y perfectamente todo lo que has oído y visto, sino que ademÔs verÔs con la mayor lucidez cuanto se lea o se cuente en tu presencia.

  • Ā”Bueno es esto! -dijo el viejo farol-. Muchas gracias. Ā”Con tal que no me fundan!
  • No lo harĆ”n todavĆ­a -dijo el viento-, y ahora voy a soplar en tu memoria. Si consigues mĆ”s regalos de esta clase, disfrutarĆ”s de una vejez dichosa.
  • Ā”Con tal que no me fundan! -repitió el farol-. ĀæPodrĆ­as tambiĆ©n en este caso asegurarme la memoria?
  • Viejo farol, sĆ© razonable -dijo el viento soplando. En aquel mismo momento salió la luna-. ĀæY usted quĆ© regalo trae? – preguntó el viento.
  • Yo no regalo nada -respondió la luna-. Estoy en menguante, y los faroles nunca me han iluminado, sino al contrario, soy yo quien he dado luz a los faroles -. Y asĆ­ diciendo, la luna se ocultó de nuevo detrĆ”s de las nubes, pues no querĆ­a que la importunasen.

Cayó entonces una gota de agua, como de una gotera, y fue a dar en el tubo de ventilación; pero dijo que procedía de las grises nubes, y era también un regalo, acaso el mejor de todos.

  • Te penetro de tal manera, que tendrĆ”s la propiedad de transformarte, en una noche, si lo deseas, en herrumbre, desmoronĆ”ndote y convirtiĆ©ndote en polvo -. Al farol le pareció aquĆ©l un regalo muy poco envidiable, y el viento estuvo de acuerdo con Ć©l-. ĀæNo tiene nada mejor? ĀæNo tiene nada mejor? -sopló con toda su fuerza. En esto cayó una brillante estrella fugaz, que dibujó una larga estela luminosa.
  • ĀæQuĆ© ha sido esto? -exclamó la cabeza de arenque-. ĀæNo acaba de caer una estrella? Me parece que se metió en el farol. Ā”Caramba!, si personajes tan encumbrados solicitan tambiĆ©n el cargo, ya podemos nosotros retirarnos a casita -. Y asĆ­ lo hizo, junto con sus compaƱeros. Pero el farol brilló de pronto con una intensidad asombrosa -. Ӄste sĆ­ que ha sido un magnĆ­fico regalo! -dijo-. Las estrellas rutilantes, que tanto me gustaron siempre y que brillan tan maravillosamente, mucho mĆ”s de lo que yo haya podido hacerlo nunca a pesar de todos mis deseos y esfuerzos, han reparado en mĆ­, pobre viejo farol, y me han enviado un regalo por una de ellas. Y este regalo consiste en que todo lo que yo pienso y veo tan claramente, tambiĆ©n puede ser visto por todos aquellos a quienes quiero. Y Ć©ste si que es un verdadero placer, pues la alegrĆ­a compartida es doble alegrĆ­a.
  • Es un pensamiento muy digno -dijo el viento-, pero, Āæno sabes que tambiĆ©n las velas pertenecen a esta clase? Si no encienden dentro de ti una vela, no puedes ayudar a nadie a ver nada. En esto no han pensado las estrellas; creen que todo lo que brilla tiene en sĆ­, por lo menos, una vela. Pero estoy cansado -aƱadió el viento voy a echarme un rato-. Y se calmó.

Al día siguiente -bueno, el día podemos saltarlo-, a la noche siguiente estaba el farol en la butaca. ¿Y dónde? Pues en casa del vigilante, el cual había rogado al ilustre Concejo Municipal que le permitiese guardarlo, en pago de sus muchos y buenos servicios. Se rieron de él, pero se lo dieron, y ahí tenéis a nuestro farol en la butaca, al lado de la estufa encendida; y parecía como si hubiese crecido, tanto, que ocupaba casi todo el sillón. Los viejos estaban cenando, y dirigían de vez en cuando afectuosas miradas al farol, al que gustosos habrían asignado un puesto en la mesa. Su vivienda estaba en el sótano, a dos buenas varas bajo tierra. Para llegar a su habitación había que atravesar un corredor enlosado, pero dentro la temperatura era agradable, pues habían puesto burlete en la puerta. El cuarto tenía un aspecto limpio y aseado, con cortinas en torno a las camas y en las ventanitas, sobre las cuales se veían dos singulares macetas, que el marinero Christian había traído de las Indias Orientales u Occidentales. Eran dos elefantes de arcilla, a los que faltaba el dorso; en el lugar de éste brotaban, de la tierra que llenaba el cuerpo de los elefantes, un magnífico puerro y un gran geranio florido: la primera maceta era el huerto del matrimonio; la segunda, su jardín. De la pared colgaba un gran cuadro de vistosos colores: «El Congreso de Viena». De este modo tenían reunidos a todos los emperadores y reyes. Un reloj de Bornholm, con sus pesas de plomo, cantaba su eterno tic-tac, adelantÔndose siempre; pero mejor es un reloj que adelanta que uno que atrasa, pensaban los viejos. Estaban, pues, comiendo su cena, según ya dijimos, con el farol depositado en el sillón, cerca de la estufa. Al farol parecíale que aquello era el mundo al revés. Pero cuando el vigilante, mirÔndolo, empezó a hablar de lo que habían pasado juntos, bajo la lluvia y la niebla, en las claras y breves noches de verano y la época de las nieves, en que tanto había deseado él regresar a su sótano, el farol sintió que todo volvía a estar en su sitio, pues veía todo lo que el otro contaba, como si estuviese allí mismo. Realmente el viento lo había iluminado por dentro. Eran diligentes y despiertos los dos viejos; ni una hora permanecían ociosos. En la tarde del domingo sacaban del armario algún libro, generalmente un relato de viajes, y el viejo leía en voz alta acerca de África, con sus grandes selvas y elefantes salvajes, y la anciana escuchaba atentamente, dirigiendo miradas de reojo a las macetas de arcilla en figura de elefantes -. ”Me parece casi que los veo! -decía. Entonces, el farol experimentaba vivísimos deseos de tener allí una vela, para que la encendiesen en su interior; así, la mujer vería las cosas con la misma claridad que él: los corpulentos Ôrboles, las entrelazadas ramas, los negros a caballo y grandes manadas de elefantes aplastando con sus anchos pies los cañaverales y los arbustos.

  • ĀæDe quĆ© me sirven todas mis aptitudes, si no hay aquĆ­ ninguna vela? -suspiraba el farol-. Sólo tienen aceite y luces de sebo, pero eso no es suficiente.

Un día apareció en el sótano todo un paquete de cabos de vela; los mayores fueron encendidos, y los mÔs pequeños los utilizó la vieja para encerar el hilo cuando cosía. Ya tenían luz de vela, pero a ninguno de los ancianos se le ocurría poner un cabo en el farol.

  • Y yo aquĆ­ quieto, con mis raras aptitudes decĆ­a Ć©ste-. Lo poseo todo y no puedo compartirlo con ellos. No saben que podrĆ­a transformar las blancas paredes en hermosĆ­simos tapices, en ricos bosques, en todo cuanto pudieran apetecer. Ā”No lo saben!

Por lo demÔs, el farol descansaba muy limpito y aseado en un rincón, bien visible a todas horas; y aun cuando la gente decía que era un trasto viejo, el vigilante y su mujer lo seguían guardando; le tenían afecto. Un día -era el cumpleaños del vigilante-, la vieja se acercó al farol y dijo:

  • Voy a iluminar la casa en tu obsequio.

El farol hizo crujir el tubo de ventilación, pensando: «”Ahora verĆ”n lo que es luz!Ā». Pero en lugar de una vela le pusieron aceite. Ardió toda la noche, pero sabiendo que el don que le concedieran las estrellas, el mejor don de todos, seria un tesoro muerto para esta vida. Y soñó – cuando se poseen semejantes facultades, bien se puede soƱar – que los viejos habĆ­an muerto, y que Ć©l habĆ­a ido a parar al fundidor e iba a ser fundido; temĆ­a tambiĆ©n que lo llevasen al ayuntamiento, y el ilustre Concejo Municipal lo condenase; pero aun cuando poseĆ­a la propiedad de convertirse en herrumbre y polvo a su antojo, no lo hizo. AsĆ­ pasó al horno de fundición y fue transformado en hermosĆ­simo candelabro de hierro, destinado a sostener un cirio. DiĆ©ronle forma de Ć”ngel, un Ć”ngel que sostenĆ­a un ramo de flores; en el centro del ramo pusieron la vela, y el candelabro fue colocado sobre una mesa escritorio cubierta de un paƱo verde. La habitación era acogedora; habĆ­a muchos libros, colgaban hermosos cuadros – era la morada de un poeta, y todo lo que decĆ­a y escribĆ­a se reflejaba en derredor. La habitación evocaba espesos bosques oscuros, prados baƱados de sol donde se paseaba arrogante la cigüeƱa, cubiertas de naves mecidas por las olas…

  • Ā”QuĆ© aptitudes tengo! -dijo el farol al despertarse-. Casi deberĆ­a desear que me fundieran. Pero no, no mientras vivan estos viejos. Me quieren por mĆ­ mismo. Vengo a ser un poco como su hijo, pues me cuidaron y me dieron aceite, y lo paso tan bien como Ā«El CongresoĀ», con todo y ser Ć©l tan noble.

Desde aquel día menguó su agitación interior; y bien se lo merecía el viejo y honrado farol.         EL YESQUERO   Por la carretera marchaba un soldado marcando el paso. ”Un, dos, un, dos! Llevaba la mochila al hombro y un sable al costado, pues venía de la guerra, y ahora iba a su pueblo. Mas he aquí que se encontró en el camino con una vieja bruja. ”Uf!, ”qué espantajo!, con aquel labio inferior que le colgaba hasta el pecho.

  • Ā”Buenas tardes, soldado! – le dijo -. Ā”Hermoso sable llevas, y quĆ© mochila tan grande! Eres un soldado hecho y derecho. Voy a enseƱarte la manera de tener todo el dinero que desees.
  • Ā”Gracias, vieja bruja! – respondió el soldado.
  • ĀæVes aquel Ć”rbol tan corpulento? – prosiguió la vieja, seƱalando uno que crecĆ­a a poca distancia -. Por dentro estĆ” completamente hueco. Pues bien, tienes que trepar a la copa y verĆ”s un agujero; te deslizarĆ”s por Ć©l hasta que llegues muy abajo del tronco. Te atarĆ© una cuerda alrededor de la cintura para volverte a subir cuando llames.
  • ĀæY quĆ© voy a hacer dentro del Ć”rbol? – preguntó el soldado.
  • Ā”Sacar dinero! – exclamó la bruja -. Mira; cuando estĆ©s al pie del tronco te encontrarĆ”s en un gran corredor muy claro, pues lo alumbran mĆ”s de cien lĆ”mparas. VerĆ”s tres puertas; podrĆ”s abrirlas, ya que tienen la llave en la cerradura. Al entrar en la primera habitación encontrarĆ”s en el centro una gran caja, con un perro sentado encima de ella. El animal tiene ojos tan grandes como tazas de cafĆ©; pero no te apures. Te darĆ© mi delantal azul; lo extiendes en el suelo, coges rĆ”pidamente al perro, lo depositas sobre el delantal y te embolsas todo el dinero que quieras; son monedas de cobre. Si prefieres plata, deberĆ”s entrar en el otro aposento; en Ć©l hay un perro con ojos tan grandes como ruedas de molino; pero esto no debe preocuparse. Lo pones sobre el delantal y coges dinero de la caja. Ahora bien, si te interesa mĆ”s el oro, puedes tambiĆ©n obtenerlo, tanto como quieras; para ello debes entrar en el tercer aposento. Mas el perro que hay en Ć©l tiene los ojos tan grandes como la Torre Redonda. Ā”A esto llamo yo un perro de verdad! Pero nada de asustarte. Lo colocas sobre mi delantal, y no te harĆ” ningĆŗn daƱo, y podrĆ”s sacar de la caja todo el oro que te venga en gana.
  • Ā”No estĆ” mal!- exclamó el soldado -. Pero, ĀæquĆ© habrĆ© de darte, vieja bruja? Pues supongo que algo querrĆ”s para ti.
  • No – contestó la mujer -, ni un cĆ©ntimo. Para mĆ­ sacarĆ”s un viejo yesquero, que mi abuela se olvidó ahĆ­ dentro, cuando estuvo en el Ć”rbol la Ćŗltima vez.
  • Bueno, pues Ć”tame ya la cuerda a la cintura – convino el soldado.
  • AhĆ­ tienes – respondió la bruja -, y toma tambiĆ©n mi delantal azul.

Subióse el soldado a la copa del Ôrbol, se deslizó por el agujero y, tal como le dijera la bruja, se encontró muy pronto en el espacioso corredor en el que ardían las lÔmparas. Y abrió la primera puerta. ”Uf! Allí estaba el perro de ojos como tazas de café, mirÔndolo fijamente.

  • Ā”Buen muchacho! – dijo el soldado, cogiendo al animal y depositĆ”ndolo sobre el delantal de la bruja. Llenóse luego los bolsillos de monedas de cobre, cerró la caja, volvió a colocar al perro encima y pasó a la habitación siguiente. En efecto, allĆ­ estaba el perro de ojos como ruedas de molino.
  • Mejor harĆ­as no mirĆ”ndome asĆ­ -le dijo-. Te va a doler la vista -. Y sentó al perro sobre el delantal. Al ver en la caja tanta plata, tiró todas las monedas de cobre que llevaba encima y se llenó los bolsillos y la mochila de las del blanco metal.

Pasó entonces al tercer aposento. Aquello presentaba mal cariz; el perro tenía, en efecto, los ojos tan grandes como la Torre Redonda, y los movía como sí fuesen ruedas de molino.

  • Ā”Buenas noches! -dijo el soldado llevĆ”ndose la mano a la gorra, pues perro como aquel no lo habĆ­a visto en su vida. Una vez lo hubo observado bien, pensó: Ā«Bueno, ya estĆ” vistoĀ», cogió al perro, lo puso en el suelo y abrió la caja. Ā”SeƱor, y quĆ© montones de oro! HabrĆ­a como para comprar la ciudad de Copenhague entera, con todos los cerditos de mazapĆ”n de las pastelerĆ­as y todos los soldaditos de plomo, lĆ”tigos y caballos de madera de balancĆ­n del mundo entero. Ā”AllĆ­ sĆ­ que habĆ­a oro, palabra!

Tiró todas las monedas de plata que llevaba encima, las reemplazó por otras de oro, y se llenó los bolsillos, la mochila, la gorra y las botas de tal modo que apenas podía moverse. ”No era poco rico, ahora! Volvió a poner al perro sobre la caja, cerró la puerta y, por el hueco del tronco, gritó

  • Ā”SĆŗbeme ya, vieja bruja!
  • ĀæTienes el yesquero? – preguntó la mujer.
  • Ā”Caramba! – exclamó el soldado -, Ā”pues lo habĆ­a olvidado! Y fue a buscar la bolsita, con la yesca y el pedernal dentro. La vieja lo sacó del Ć”rbol, y nuestro hombre se encontró de nuevo en el camino, con los bolsillos, las botas, la mochila y la gorra repletos de oro.
  • ĀæPara quĆ© quieres el yesquero? – preguntó el soldado.
  • Ā”Eso no te importa! – replicó la bruja -. Ya tienes tu dinero; ahora dame la bolsita.
  • ĀæConque sĆ­, eh? – exclamó el mozo -. Ā”Me dices enseguida para quĆ© quieres el yesquero, o desenvaino el sable y te corto la cabeza!
  • Ā”No! -insistió la mujer.

Y el soldado le cercenó la cabeza y dejó en el suelo el cadÔver de la bruja. Puso todo el dinero en su delantal, colgóselo de la espalda como un hato, guardó también el yesquero y se encaminó directamente a la ciudad. Era una población magnífica, y nuestro hombre entró en la mejor de sus posadas y pidió la mejor habitación y sus platos preferidos, pues ya era rico con tanto dinero. Al criado que recibió orden de limpiarle las botas ocurriósele que eran muy viejas para tan rico caballero; pero es que no se había comprado aún unas nuevas. Al día siguiente adquirió unas botas como Dios manda y vestidos elegantes. Y ahí tenéis al soldado convertido en un gran señor. Le contaron todas las magnificencias que contenía la ciudad, y le hablaron del Rey y de lo preciosa que era la princesa, su hija.

  • ĀæDónde se puede ver? – preguntó el soldado.
  • No hay medio de verla – le respondieron -. Vive en un gran palacio de cobre, rodeado de muchas murallas y torres. Nadie, excepto el Rey, puede entrar y salir, pues existe la profecĆ­a de que la princesa se casarĆ” con un simple soldado, y el Monarca no quiere pasar por ello. Ā«Me gustarĆ­a verlaĀ», pensó el soldado; pero no habĆ­a modo de obtener una autorización. El hombre llevaba una gran vida: iba al teatro, paseaba en coche por el parque y daba mucho dinero a los pobres, lo cual decĆ­a mucho en su favor. Se acordaba muy bien de lo duro que es no tener una perra gorda. Ahora era rico, vestĆ­a hermosos trajes e hizo muchos amigos, que lo consideraban como persona excelente, un autĆ©ntico caballero, lo cual gustaba al soldado. Pero como cada dĆ­a gastaba dinero y nunca ingresaba un cĆ©ntimo, al final le quedaron sólo dos ochavos. Tuvo que abandonar las lujosas habitaciones a que se habĆ­a acostumbrado y alojarse en la buhardilla, en un cuartucho sórdido bajo el tejado, limpiarse Ć©l mismo las botas y coserlas con una aguja saquera. Y sus amigos dejaron de visitarlo; Ā”habĆ­a que subir tantas escaleras!.

EN EL MAR REMOTO Ā  Varios grandes barcos habĆ­an sido enviados a las regiones del Polo Norte para descubrir los lĆ­mites mĆ”s septentrionales entre la tierra y el mar, e investigar hasta dónde podĆ­an avanzar los hombres en aquellos parajes. Llevaban ya mucho tiempo abriĆ©ndose paso por entre la niebla y los hielos, y sus tripulaciones habĆ­an tenido que sufrir muchas penalidades. Ahora habĆ­a llegado el invierno y desaparecido el sol; durante muchas, muchas semanas, reinó la noche continua; en derredor todo era un Ćŗnico bloque de hielo, en el que los barcos habĆ­an quedado aprisionados; la nieve alcanzaba gran altura, y con ella habĆ­an construido casas en forma de colmena, algunas grandes como tĆŗmulos, y otras, mĆ”s pequeƱas, capaces de albergar solamente de dos a cuatro hombres. Sin embargo, la oscuridad no era completa, pues las auroras boreales enviaban sus resplandores rojos y azules; era como un eterno castillo de fuegos artificiales, y la nieve despedĆ­a un tenue brillo; la noche era allĆ­ como un largo crepĆŗsculo llameante. En los perĆ­odos de mayor claridad se presentaban grupos de indĆ­genas de singularĆ­simo aspecto, con sus hirsutos abrigos de pieles; iban montados en trineos construidos de trozos de hielo, y traĆ­an pieles en grandes fardos, gracias a las cuales las casas de nieve pudieron ser provistas de calientes alfombras. Las pieles servĆ­an, ademĆ”s, de mantas y almohadas, y con ellas los marineros se arreglaban camas bajo sus cĆŗpulas de nieve, mientras en el exterior arreciaba el frĆ­o con una intensidad desconocida incluso en los mĆ”s rigurosos inviernos nórdicos. En nuestra patria era todavĆ­a otoƱo, y de ello se acordaban aquellos hombres perdidos en tan altas latitudes; pensaban en el sol de su tierra y en el follaje amarillo que colgaba aĆŗn de sus Ć”rboles. El reloj les dijo que era noche y hora de acostarse, y en una de las chozas de nieve dos hombres se tendieron a descansar. El mĆ”s joven tenĆ­a consigo el mejor y mĆ”s preciado tesoro de la patria, regalo de su abuela en el momento de su partida: la Biblia. Cada noche se la ponĆ­a debajo de la cabeza; ya desde niƱo sabĆ­a lo que en ella estaba escrito. LeĆ­a un trozo cada dĆ­a, y estando en el lecho le venĆ­an con gran frecuencia a la memoria aquellas santas palabras de consuelo: Ā«Si tomase yo las alas de la aurora y estuviese en el mar mĆ”s remoto, Tu mano me guiarĆ­a hasta allĆ­, y Tu diestra me sostendrĆ­aĀ». Y a estas palabras de verdad se cerraban sus ojos y llegaba el sueƱo, la revelación del espĆ­ritu en Dios; el alma estaba viva mientras el cuerpo reposaba; Ć©l lo sentĆ­a, parecĆ­ale como si resonasen viejas y queridas melodĆ­as, como si le envolvieran tibias brisas estivales; y desde su lecho veĆ­a cómo un gran resplandor se filtraba a travĆ©s de la nĆ­vea cĆŗpula. Levantaba la cabeza, y aquel blanco refulgente no era pared ni techo, sino las grandes alas de un Ć”ngel, a cuyo rostro dulce y radiante alzaba los ojos. Como del cĆ”liz de un lirio salĆ­a el Ć”ngel de las pĆ”ginas de la Biblia, extendĆ­a los brazos, y las paredes de la choza se esfumaban a modo de un sutil y vaporoso manto de niebla: los verdes prados y colinas de la patria, y sus bosques oscuros y rojizos se extendĆ­an en derredor, al sol apacible de un bello dĆ­a de otoƱo; el nido de la cigüeƱa estaba vacĆ­o, pero colgaban todavĆ­a frutos de los manzanos silvestres, aunque habĆ­an caĆ­do ya las hojas; brillaban los rojos escaramujos, y el estornino silbaba en su pequeƱa jaula verde, colocada sobre la ventana de la casa de campo, donde tenĆ­a Ć©l su hogar; el pĆ”jaro silbaba como le habĆ­an enseƱado, y la abuela le ponĆ­a mijo en la jaula, segĆŗn viera hacer siempre al nieto; y la hija del herrero, tan joven y tan linda, sacaba agua del pozo y dirigĆ­a un saludo a la abuela, quien le correspondĆ­a con un gesto de la cabeza, mostrĆ”ndole al mismo tiempo una carta llegada de muy lejos. Se habĆ­a recibido aquella misma maƱana; venĆ­a de las heladas tierras del polo Norte, donde se encontraba el nieto – en manos de Dios -. Y las dos mujeres reĆ­an y lloraban a la vez, y Ć©l, que todo lo veĆ­a y oĆ­a desde aquellos parajes de hielo y nieve, en el mundo del espĆ­ritu bajo las alas del Ć”ngel, reĆ­a con ellas y con ellas lloraba. En la carta se leĆ­an aquellas mismas palabras de la Biblia: Ā«En el mar mĆ”s remoto, su diestra me sostendrÔ». Sonó en derredor una sublime mĆŗsica, como salida de un coro celeste, mientras el Ć”ngel extendĆ­a sus alas, a modo de velo, sobre el mozo dormido… Se desvaneció el sueƱo; en la choza reinaba la oscuridad, pero la Biblia seguĆ­a bajo su cabeza, la fe y la esperanza moraban en su corazón, Dios estaba con Ć©l, y tambiĆ©n la patria, Ā«en el mar remotoĀ». Ā  Ā  Ā  ES LA PURA VERDAD

  • Ā”Es un caso espantoso! -exclamó una gallina del extremo opuesto del pueblo, donde el hecho no habĆ­a sucedido-. Ā”Ha pasado algo espantoso en el gallinero de allĆ”! Lo que es esta noche, no duermo sola. Menos mal que somos tantas -. Y les contó el caso, y a las demĆ”s gallinas se les erizaron las plumas, y al gallo se le cayó la cresta. Ā”Es la pura verdad!

Pero empecemos por el principio, pues la cosa sucedió en un gallinero del otro extremo del pueblo. Se ponía el sol, y las gallinas se subían a su percha; una de ellas, blanca y paticorta, ponía sus huevos con toda regularidad y era una gallina de lo mÔs respetable. Una vez en su percha, se dedicó a asearse con el pico, y en la operación perdió una pluma.

  • Ā”Ya voló una! -dijo-. Cuanto mĆ”s me desplumo, mĆ”s guapa estoy -. Lo dijo en broma, pues de todas las gallinas era la de carĆ”cter mĆ”s alegre; por lo demĆ”s, como ya dijimos, era la respetabilidad personificada. Y luego se puso a dormir.

El gallinero estaba a oscuras; las gallinas estaban alineadas en su percha, pero la contigua a la nuestra permanecĆ­a despierta. Aquellas palabras las habĆ­a oĆ­do y no las habĆ­a oĆ­do, como a menudo conviene hacer en este mundo, si uno quiere vivir en paz y tranquilidad. Con todo, no pudo contenerse y dijo a la vecina del otro lado:

  • ĀæNo has oĆ­do? No quiero citar nombres, pero lo cierto es que hay aquĆ­ una gallina que se despluma para parecer mĆ”s hermosa. Si yo fuese gallo, la despreciarĆ­a.

Pero he aquƭ que mƔs arriba de las gallinas vivƭa la lechuza, con su marido y su prole; todos los miembros de la familia tenƭan un oƭdo finƭsimo y oyeron las palabras de la gallina, y, oyƩndolas, revolvieron los ojos, y la madre lechuza se puso a abanicarse con las alas.

  • Ā”No escuchĆ©is esas cosas! Pero habĆ©is oĆ­do lo que acaban de decir, Āæverdad?. Yo lo he oĆ­do con mis propias orejas; Ā”lo que oirĆ”n aĆŗn, las pobres, antes de que se me caigan! Hay una gallina que hasta tal punto ha perdido toda noción de decencia, que se estĆ” arrancando todas las plumas a la vista del gallo.
  • Prenez garde aux enfants! -exclamó el padre lechuza-. Estas cosas no son para que las oigan los niƱos.
  • Pero voy a contĆ”rselo a la lechuza de enfrente. Es la mĆ”s respetable de estos alrededores -. Y se echó a volar.
  • Ā”JujĆŗ, ujĆŗ! -y las dos se estuvieron asĆ­ comadreando sobre el palomar del vecino, y luego contaron la historia a las palomas: – ĀæHabĆ©is oĆ­do, habĆ©is oĆ­do? Ā”UjĆŗ! Hay una gallina que por amor del gallo se ha arrancado todas las plumas. Ā”Y se morirĆ” helada, si no lo ha hecho ya! Ā”UjĆŗ!
  • ĀæDónde, dónde? -arrullaron las palomas.
  • En el corral de enfrente. Es como si lo hubiese visto con mis ojos. Es un caso tan indecoroso, que una casi no se atreve a contarlo, pero es la pura verdad.
  • Ā”La purra, la purra verrdad! -corearon las palomas, y, dirigiĆ©ndose al gallinero de abajo: – Hay una gallina -dijeron-, y hay quien afirma que son dos, que se han arrancado todas las plumas para distinguirse de las demĆ”s y llamar la atención del gallo. Es el colmo… y peligroso, ademĆ”s, pues se puede pescar un resfriado y morirse de una calentura… Y parece que ya han muerto, Ā”las dos!
  • Ā”Despertad, despertad! -gritó el gallo subiĆ©ndose a la valla con los ojos soƱolientos, pero vociferando a todo pulmón: – Ā”Tres gallinas han muerto vĆ­ctimas de su desgraciado amor por un gallo!. Se arrancaron todas las plumas. Es una historia horrible, y no quiero guardĆ”rmela en el buche. Ā”Pasadla, que corra! – Ā”Que corra! -silbaron los murciĆ©lagos, y las gallinas cacarearon, y los gallos cantaron: – Ā”Que corra, que corra! -. Y de este modo la historia fue pasando de gallinero en gallinero, hasta llegar, finalmente, a aquel del cual habĆ­a salido.
  • Son cinco gallinas -decĆ­an- que se han arrancado todas las plumas para que el gallo viera cómo habĆ­an adelgazado por su amor, y luego se picotearon mutuamente hasta matarse, con gran bochorno y vergüenza de su familia y gran perjuicio para el dueƱo.

Como es natural, la gallina a la que se la había soltado la plumita no se reconoció como la protagonista del suceso, y siendo, como era, una gallina respetable, dijo:

  • Este tipo de gallinas merecen el desprecio general. Ā”Desgraciadamente, abundan mucho! Ɖstas cosas no deben ocultarse, y harĆ© cuanto pueda para que el hecho se publique en el periódico; que lo sepa todo el paĆ­s. Se lo tienen bien merecido las gallinas, y tambiĆ©n su familia. Y la cosa apareció en el periódico, en letras de molde, y es la pura verdad: Ā«Una plumilla puede muy bien convertirse en cinco gallinasĀ».

HISTORIA DE UNA MADRE Ā  Ā  Ā  Estaba una madre sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues temĆ­a que el pequeƱo se muriera. Ɖste, en efecto, estaba pĆ”lido como la cera, tenĆ­a los ojitos medio cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una aspiración profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por momentos al contemplar a la tierna criatura. Llamaron a la puerta y entró un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor, que parecĆ­a una manta de caballo; son mantas que calientan, pero Ć©l estaba helado. Se estaba en lo mĆ”s crudo del invierno; en la calle todo aparecĆ­a cubierto de hielo y nieve, y soplaba un viento cortante. Como el viejo tiritaba de frĆ­o y el niƱo se habĆ­a quedado dormido, la madre se levantó y puso a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al anciano. Ɖste se habĆ­a sentado junto a la cuna, y mecĆ­a al niƱo. La madre volvió a su lado y se estuvo contemplando al pequeƱo, que respiraba fatigosamente y levantaba la manita. – ĀæCrees que vivirĆ”? -preguntó la madre-. Ā”El buen Dios no querrĆ” quitĆ”rmelo! El viejo, que era la Muerte en persona, hizo un gesto extraƱo con la cabeza; lo mismo podĆ­a ser afirmativo que negativo. La mujer bajó los ojos, y las lĆ”grimas rodaron por sus mejillas. TenĆ­a la cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y se quedó un momento como aletargada; pero volvió en seguida en sĆ­, temblando de frĆ­o.

  • ĀæQuĆ© es esto? -gritó, mirando en todas direcciones. El viejo se habĆ­a marchado, y la cuna estaba vacĆ­a. Ā”Se habĆ­a llevado al niƱo! El reloj del rincón dejó oĆ­r un ruido sordo, la gran pesa de plomo cayó rechinando hasta el suelo, Ā”paf!, y las agujas se detuvieron.

La desolada madre salió corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve había una mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo:

  • La Muerte estuvo en tu casa; lo sĆ©, pues la vi escapar con tu hijito. Volaba como el viento. Ā”JamĆ”s devuelve lo que se lleva!
  • Ā”Dime por dónde se fue! -suplicó la madre-. Ā”EnsƩƱame el camino y la alcanzarĆ©!
  • Conozco el camino -respondió la mujer vestida de negro pero antes de decĆ­rtelo tienes que cantarme todas las canciones con que meciste a tu pequeƱo. Me gustan, las oĆ­ muchas veces, pues soy la Noche. He visto correr tus lĆ”grimas mientras cantabas.
  • Ā”Te las cantarĆ© todas, todas! -dijo la madre-, pero no me detengas, para que pueda alcanzarla y encontrar a mi hijo.

Pero la Noche permaneció muda e inmóvil, y la madre, retorciéndose las manos, cantó y lloró; y fueron muchas las canciones, pero fueron aún mÔs las lÔgrimas. Entonces dijo la Noche:

  • Ve hacia la derecha, por el tenebroso bosque de abetos. En Ć©l vi desaparecer a la Muerte con el niƱo.

Muy adentro del bosque se bifurcaba el camino, y la mujer no sabía por dónde tomar. LevantÔbase allí un zarzal, sin hojas ni flores, pues era invierno, y las ramas estaban cubiertas de nieve y hielo.

  • ĀæNo has visto pasar a la Muerte con mi hijito? – SĆ­ -respondió el zarzal- pero no te dirĆ© el camino que tomó si antes no me calientas apretĆ”ndome contra tu pecho; me muero de frĆ­o, y mis ramas estĆ”n heladas.

Y ella estrechó el zarzal contra su pecho, apretÔndolo para calentarlo bien; y las espinas se le clavaron en la carne, y la sangre le fluyó a grandes gotas. Pero del zarzal brotaron frescas hojas y bellas flores en la noche invernal: ”tal era el ardor con que la acongojada madre lo había estrechado contra su corazón! Y la planta le indicó el camino que debía seguir. Llegó a un gran lago, en el que no se veía ninguna embarcación. No estaba bastante helado para sostener su peso, ni era tampoco bastante somero para poder vadearlo; y, sin embargo, no tenía mÔs remedio que cruzarlo si quería encontrar a su hijo. Echóse entonces al suelo, dispuesta a beberse toda el agua; pero ”qué criatura humana sería capaz de ello! Mas la angustiada madre no perdía la esperanza de que sucediera un milagro.

  • Ā”No, no lo conseguirĆ”s! -dijo el lago-. Mejor serĆ” que hagamos un trato. Soy aficionado a coleccionar perlas, y tus ojos son las dos perlas mĆ”s puras que jamĆ”s he visto. Si estĆ”s dispuesta a desprenderte de ellos a fuerza de llanto, te conducirĆ© al gran invernadero donde reside la Muerte, cuidando flores y Ć”rboles; cada uno de ellos es una vida humana.
  • Ā”Ay, quĆ© no diera yo por llegar a donde estĆ” mi hijo! -exclamó la pobre madre-, y se echó a llorar con mĆ”s desconsuelo aĆŗn, y sus ojos se le desprendieron y cayeron al fondo del lago, donde quedaron convertidos en preciosĆ­simas perlas. El lago la levantó como en un columpio y de un solo impulso la situó en la orilla opuesta. Se levantaba allĆ­ un gran edificio, cuya fachada tenĆ­a mĆ”s de una milla de largo. No podĆ­a distinguirse bien si era una montaƱa con sus bosques y cuevas, o si era obra de albaƱilerĆ­a; y menos lo podĆ­a averiguar la pobre madre, que habĆ­a perdido los ojos a fuerza de llorar.
  • ĀæDónde encontrarĆ© a la Muerte, que se marchó con mi hijito? -preguntó.
  • No ha llegado todavĆ­a -dijo la vieja sepulturera que cuida del gran invernadero de la Muerte-. ĀæQuiĆ©n te ha ayudado a encontrar este lugar?
  • El buen Dios me ha ayudado -dijo la madre-. Es misericordioso, y tĆŗ lo serĆ”s tambiĆ©n. ĀæDónde puedo encontrar a mi hijo?
  • Lo ignoro -replicó la mujer-, y veo que eres ciega. Esta noche se han marchitado muchos Ć”rboles y flores; no tardarĆ” en venir la Muerte a trasplantarlos. Ya sabrĆ”s que cada persona tiene su propio Ć”rbol de la vida o su flor, segĆŗn su naturaleza. Parecen plantas corrientes, pero en ellas palpita un corazón; el corazón de un niƱo puede tambiĆ©n latir. Atiende, tal vez reconozcas el latido de tu hijo, pero, ĀæquĆ© me darĆ”s si te digo lo que debes hacer todavĆ­a?
  • Nada me queda para darte -dijo la afligida madre pero irĆ© por ti hasta el fin del mundo.
  • Nada hay allĆ­ que me interese -respondió la mujer pero puedes cederme tu larga cabellera negra; bien sabes que es hermosa, y me gusta. A cambio te darĆ© yo la mĆ­a, que es blanca, pero tambiĆ©n te servirĆ”.
  • ĀæNada mĆ”s? -dijo la madre-. Tómala enhorabuena -. Dio a la vieja su hermoso cabello, y se quedó con el suyo, blanco como la nieve.

Entraron entonces en el gran invernadero de la Muerte, donde crecían Ôrboles y flores en maravillosa mezcolanza. Había preciosos, jacintos bajo campanas de cristal, y grandes peonías fuertes como Ôrboles; y había también plantas acuÔticas, algunas lozanas, otras enfermizas. Serpientes de agua las rodeaban, y cangrejos negros se agarraban a sus tallos. Crecían soberbias palmeras, robles y plÔtanos, y no faltaba el perejil ni tampoco el tomillo; cada Ôrbol y cada flor tenia su nombre, cada uno era una vida humana; la persona vivía aún: éste en la China, éste en Groenlandia o en cualquier otra parte del mundo. Había grandes Ôrboles plantados en macetas tan pequeñas y angostas, que parecían a punto de estallar; en cambio, veíanse míseras florecillas emergiendo de una tierra grasa, cubierta de musgo todo alrededor. La desolada madre fue inclinÔndose sobre las plantas mÔs diminutas, oyendo el latido del corazón humano que había en cada una; y entre millones reconoció el de su hijo.

  • Ā”Es Ć©ste! -exclamó, alargando la mano hacia una pequeƱa flor azul de azafrĆ”n que colgaba de un lado, gravemente enferma.
  • Ā”No toques la flor! -dijo la vieja-. QuĆ©date aquĆ­, y cuando la Muerte llegue, pues la estoy esperando de un momento a otro, no dejes que arranque la planta; amenĆ”zala con hacer tĆŗ lo mismo con otras y entonces tendrĆ” miedo. Es responsable de ellas, ante Dios; sin su permiso no debe arrancarse ninguna.

De pronto sintióse en el recinto un frío glacial, y la madre ciega comprendió que entraba la Muerte.

  • ĀæCómo encontraste el camino hasta aquĆ­? preguntó.- ĀæCómo pudiste llegar antes que yo?
  • Ā”Soy madre! -respondió ella.

La Muerte alargó su mano huesuda hacia la flor de azafrÔn, pero la mujer interpuso las suyas con gran firmeza, aunque temerosa de tocar una de sus hojas. La Muerte sopló sobre sus manos y ella sintió que su soplo era mÔs frío que el del viento polar. Y sus manos cedieron y cayeron inertes.

  • Ā”Nada podrĆ”s contra mĆ­! -dijo la Muerte. – Ā”Pero sĆ­ lo puede el buen Dios! -respondió la mujer.
  • Ā”Yo hago sólo su voluntad! -replicó la Muerte. Soy su jardinero. Tomo todos sus Ć”rboles y flores y los trasplanto al jardĆ­n del ParaĆ­so, en la tierra desconocida; y tĆŗ no sabes cómo es y lo que en el jardĆ­n ocurre, ni yo puedo decĆ­rtelo.
  • Ā”DevuĆ©lveme mi hijo! -rogó la madre, prorrumpiendo en llanto. Bruscamente puso las manos sobre dos hermosas flores, y gritó a la Muerte:
  • Ā”Las arrancarĆ© todas, pues estoy desesperada! – Ā”No las toques! -exclamó la Muerte-. Dices que eres desgraciada, y pretendes hacer a otra madre tan desdichada como tĆŗ.
  • Ā”Otra madre! -dijo la pobre mujer, soltando las flores-. ĀæQuiĆ©n es esa madre?
  • AhĆ­ tienes tus ojos -dijo la Muerte-, los he sacado del lago; Ā”brillaban tanto! No sabĆ­a que eran los tuyos. Tómalos, son mĆ”s claros que antes. Mira luego en el profundo pozo que estĆ” a tu lado; te dirĆ© los nombres de las dos flores que querĆ­as arrancar y verĆ”s todo su porvenir, todo el curso de su vida. Mira lo que estuviste a punto de destruir.

Miró ella al fondo del pozo; y era una delicia ver cómo una de las flores era una bendición para el mundo, ver cuÔnta felicidad y ventura esparcía a su alrededor. La vida de la otra era, en cambio, tristeza y miseria, dolor y privaciones.

  • Las dos son lo que Dios ha dispuesto -dijo la Muerte.
  • ĀæCuĆ”l es la flor de la desgracia y cuĆ”l la de la ventura? -preguntó la madre.
  • Esto no te lo dirĆ© -contestó la Muerte-. Sólo sabrĆ”s que una de ellas era la de tu hijo. Has visto el destino que estaba reservado a tu propio hijo, su porvenir en el mundo.

La madre lanzó un grito de horror: – ĀæCuĆ”l de las dos era mi hijo? Ā”DĆ­melo, sĆ”came de la incertidumbre! Pero si es el desgraciado, lĆ­bralo de la miseria, llĆ©vaselo antes. Ā”LlĆ©vatelo al reino de Dios! Ā”OlvĆ­date de mis lĆ”grimas, olvĆ­date de mis sĆŗplicas y de todo lo que dije e hice!

  • No te comprendo -dijo la Muerte-. ĀæQuieres que te devuelva a tu hijo o prefieres que me vaya con Ć©l adonde ignoras lo que pasa?

La madre, retorciendo las manos, cayó de rodillas y elevó esta plegaria a Dios Nuestro Señor:

  • Ā”No me escuches cuando te pida algo que va contra Tu voluntad, que es la mĆ”s sabia! Ā”No me escuches! Ā”No me escuches!

Y dejó caer la cabeza sobre el pecho, mientras la Muerte se alejaba con el niño, hacia el mundo desconocido.

HOLGER EL DANƉS

Hay en Dinamarca un viejo castillo llamado Kronborg. EstĆ” junto al Ɩresund, estrecho que cruzan diariamente centenares de grandes barcos, lo mismo ingleses que rusos y prusianos, saludando al viejo castillo con salvas de artillerĆ­a, Ā”bum!, y Ć©l contesta con sus caƱones: Ā”bum! Pues de esta forma los caƱones dicen «”Buenos dĆ­as!Ā» y «”Muchas gracias!Ā». En invierno no pasa por allĆ­ ningĆŗn buque, ya que entonces estĆ” todo cubierto de hielo, hasta muy arriba de la costa sueca; pero en la buena estación es una verdadera carretera. Ondean las banderas danesa y sueca, y las poblaciones de ambos paĆ­ses se dicen «”Buenos dĆ­as!Ā» y «”Muchas gracias!Ā», pero no a caƱonazos, sino con un amistoso apretón de manos, y unos llevan pan blanco y rosquillas a los otros, pues la comida forastera siempre sabe mejor. Pero lo mĆ”s estupendo de todo es el castillo de Kronborg, en cuyas cuevas, profundas y tenebrosas, a las que nadie baja, reside Holger el DanĆ©s. Va vestido de hierro y acero, y apoya la cabeza en sus robustos brazos; su larga barba cuelga por sobre la mesa de mĆ”rmol, a la que estĆ” pegada. Duerme y sueƱa, pero en sueƱos ve todo lo que ocurre allĆ” arriba, en Dinamarca. Por Nochebuena baja siempre un Ć”ngel de Dios y le dice que es cierto lo que ha soƱado, y que puede seguir durmiendo tranquilamente, pues Dinamarca no se encuentra aĆŗn en verdadero peligro. Si este peligro se presentara, Holger, el viejo danĆ©s, se levantarĆ­a, y romperĆ­a la mesa al retirar la barba. VolverĆ­a al mundo y pegarĆ­a tan fuerte, que sus golpes se oirĆ­an en todos los Ć”mbitos de la Tierra. Un anciano explicó a su nietecito todas estas cosas acerca de Holger, y el pequeƱo sabĆ­a que todo lo que decĆ­a su abuelo era la pura verdad. Mientras contaba, el viejo se entretenĆ­a tallando una gran figura de madera que representarĆ­a a Holger, destinada a adornar la proa de un barco; pues el abuelo era escultor de madera, o sea, un hombre que talla figuras para espolones de barcos, figuras que van de acuerdo con el nombre del navĆ­o. Y en aquella ocasión habĆ­a representado a Holger, erguido y altivo, con su larga barba, la ancha espada de combate en una mano, mientras la otra se apoyaba en el escudo adornado con las armas danesas. El abuelo contó tantas y tantas cosas de hombres y mujeres notables de Dinamarca, que el nieto creyó al fin que sabĆ­a tanto como el propio Holger, el cual, ademĆ”s, se limitaba a soƱarlas; y cuando se fue a acostar, pĆŗsose a pensar tanto en aquello, que aplicó la barbilla contra la colcha y se dio a creer que tenĆ­a una luenga barba pegada a ella. El abuelo se habĆ­a quedado para proseguir su trabajo, y realizaba la Ćŗltima parte del mismo, que era el escudo danĆ©s. Cuando ya estuvo listo contempló su obra, pensando en todo lo que leyera y oyera, y en lo que aquella noche habĆ­a explicado al muchachito. Hizo un gesto con la cabeza, se limpió las gafas y, volviendo a sentarse, dijo: – Durante el tiempo que me queda de vida, seguramente no volverĆ” Holger; pero ese pequeƱo que duerme ahĆ­ tal vez lo vea y estĆ© a su lado el dĆ­a que sea necesario. Y el viejo abuelo repitió su gesto, y cuanto mĆ”s examinaba su Holger, mĆ”s se convencĆ­a de que habĆ­a hecho una buena talla; parecióle que cobraba color, y que la armadura brillaba como hierro y acero; en el escudo de armas, los corazones se enrojecĆ­an gradualmente, y los leones coronados, saltaban.

  • Es el escudo mĆ”s hermoso de cuantos existen en el mundo entero -dijo el viejo-. Los leones son la fuerza, y los corazones, la piedad y el amor. Contempló el primer león y pensó en el rey Knud, que incorporó la gran Inglaterra al trono de Dinamarca; y al considerar el segundo recordó a Waldemar, unificador de Dinamarca y conquistador de los paĆ­ses vendos; el tercer león le trajo a la memoria a Margarita, que unió Dinamarca, Suecia y Noruega. Y cuando se fijó en los rojos corazones, pareciĆ©ronle que brillaban aĆŗn mĆ”s que antes; eran llamas que se movĆ­an, y sus, pensamientos fueron en pos de cada uno de ellos.

La primera llama lo condujo a una estrecha y oscura cÔrcel, ocupada por una prisionera, una hermosa mujer, hija de CristiÔn IV: Leonora Ulfeldt; y la llama se posó, cual una rosa, en su pecho, floreciendo y brillando con el corazón de la mejor y mÔs noble de todas las mujeres danesas.

  • SĆ­, es uno de los corazones del escudo de Dinamarca -dijo el abuelo. Y luego su mente se dirigió a la llama segunda, que lo llevó a alta mar, donde los caƱones tronaban, y los barcos aparecĆ­an envueltos en humo; y la llama se fijó, como una condecoración, en el pecho de Hvitfeldt cuando, para salvar la flota, voló su propio barco con Ć©l a bordo.

La tercera llama lo transportó a las míseras cabañas de Groenlandia, donde el pÔrroco Hans Egede realizaba su apostolado de amor con palabras y obras; la llama era una estrella en su pecho, un corazón en las armas danesas. Y los pensamientos del abuelo se anticiparon a la llama flotante, pues sabía adónde iba ésta. En la pobre vivienda de la campesina, Federico VI, de pie, escribía con tiza su nombre en las vigas. La llama temblaba sobre su pecho y en su corazón; en aquella humilde estancia, su corazón pasó a forzar parte del escudo danés. Y el viejo se secó los ojos, pues había conocido al rey Federico, con sus cabellos de plata y sus nobles ojos azules, y por él había vivido. Y juntando las manos se quedó inmóvil, con la mirada fija. Entró entonces su nuera a decir al anciano que era ya muy tarde y hora de descansar, y que la mesa estaba puesta.

  • Pero, Ā”quĆ© hermosa estatua has hecho, abuelo! -exclamó la joven-. Ā”Holger y nuestro escudo completo! DirĆ­a que esta cara la he visto ya antes.
  • No, tĆŗ no la has visto -dijo el abuelo-, pero yo sĆ­, y he procurado tallarla en la madera, tal y como la tengo en la memoria. Cuando los ingleses estaban en la rada el dĆ­a 2 de abril, supimos demostrar que Ć©ramos los antiguos daneses. A bordo del Ā«DinamarcaĀ», donde yo servĆ­a en la escuadra de Steen Bille, habĆ­a a mi lado un hombre; habrĆ­ase dicho que las balas le tenĆ­an miedo. Cantaba alegremente viejas canciones, mientras disparaba y combatĆ­a como si fuese un ser sobrehumano. Me acuerdo todavĆ­a de su rostro; pero no sĆ©, ni lo sabe nadie, de dónde vino ni adónde fue. Muchas veces he pensado si serĆ­a Holger, el viejo danĆ©s, en persona, que habrĆ­a salido de Kronborg para acudir en nuestra ayuda a la hora del peligro.

Esto es lo que pensé, y ahí estÔ su efigie. Y la figura proyectaba una gran sombra en la pared e incluso sobre parte del techo; parecía como si allí estuviese el propio Holger, pues la sombra se movía; claro que podía también ser debido a que la llama de la lÔmpara ardía de manera irregular. La nuera dio un beso al abuelo y lo acompañó hasta el gran sillón colocado delante de la mesa, y ella y su marido, hijo del viejo y padre del chiquillo que dormía en la cama, se sentaron a cenar. El anciano habló de los leones y de los daneses, de la fuerza y la clemencia, y explicó de modo bien claro que existía otra fuerza, ademÔs de la espada, y señaló el armario que guardaba viejos libros; allí estaban las comedias completas de Holberg, tan leídas y releídas, que uno creía conocer desde hacía muchísimo tiempo a todos sus personajes.

  • ĀæVeis? Ɖste tambiĆ©n supo zurrar -dijo el abuelo-. Hizo cuanto pudo por acabar con todo lo disparatado y torpe que habĆ­a en la gente -y, seƱalando el espejo sobre el cual estaba el calendario con la Torre Redonda, dijo: – TambiĆ©n Tico Brahe manejó la espada, pero no con el propósito de cortar carne y quebrar huesos, sino para trazar un camino mĆ”s preciso entre las estrellas del cielo. Y luego aquel cuyo padre fue de mi profesión, el hijo del viejo escultor, aquel a quien yo mismo he visto, con su blanco cabello y anchos hombros, aquel cuyo nombre es famoso en todos los paĆ­ses de la

Tierra. SĆ­, Ć©l sabĆ­a esculpir, yo sólo sĆ© tallar. SĆ­, Holger puede aparecĆ©rsenos en figuras muy diversas, para que en todos los pueblos se hable de la fuerza de Dinamarca. ĀæBrindamos a la salud de Bertel?. Pero el pequeƱo, en su cama, veĆ­a claramente el viejo Kronborg y el Ɩresund, y veĆ­a al verdadero Holger allĆ” abajo, con su barba pegada a la mesa de mĆ”rmol, soƱando con todo lo que sucede acĆ” arriba. Y Holger soƱaba tambiĆ©n en la reducida y pobre vivienda del imaginero, oĆ­a cuanto en ella se hablaba, y, con un movimiento de la cabeza, sin despertar de su sueƱo, decĆ­a:

  • SĆ­, acordaos de mĆ­, daneses, retenedme en vuestra memoria. No os abandonarĆ© en la hora de la necesidad.

AllÔ, ante el Kronborg, brillaba la luz del día, y el viento llevaba las notas del cuerno de caza a las tierras vecinas; los barcos, al pasar, enviaban sus salvas: ”bum! ”bum!, y desde el castillo contestaban: ”bum! ”bum! Pero Holger no se despertaba, por ruidosos que fuesen los cañonazos, pues sólo decían: «”Buenos días!», «”Muchas gracias!». De un modo muy distinto tendrían que disparar para despertarlo; pero un día u otro despertarÔ, pues Holger el danés es de recia madera.       IB Y CRISTINA   No lejos de Gudenaa, en la selva de Silkeborg, se levanta, semejante a un gran muro, una loma llamada Aasen, a cuyo pie, del lado de Poniente, había, y sigue habiendo aún, un pequeño cortijo, rodeado por una tierra tan Ôrida, que la arena brilla por entre las escuÔlidas mieses de centeno y cebada. Desde entonces han transcurrido muchos años. La gente que vivía allí por aquel tiempo cultivaba su mísero terruño y criaba ademÔs tres ovejas, un cerdo y dos bueyes; de hecho, vivían con cierta holgura, a fuerza de aceptar las cosas tal como venían. Incluso habrían podido tener un par de caballos, pero decían, como los demÔs campesinos: «El caballo se devora a sí mismo». Un caballo se come todo lo que gana. JeppeJänsen trabajaba en verano su pequeño campo, y en invierno confeccionaba zuecos con mano hÔbil. Tenía ademÔs, un ayudante; un hombre muy ducho en la fabricación de aquella clase de calzado: lo hacía resistente, a la vez que ligero y elegante. Tallaban asimismo cucharas de madera, y el negocio les rendía; no podía decirse que aquella gente fuesen pobres. El pequeño Ib, un chiquillo de 7 años, único hijo de la casa, se sentaba a su lado a mirarlo; cortaba un bastoncito, y solía cortarse también los dedos, pero un día talló dos trozos de madera que parecían dos zuequitos. Dijo que iba a regalarlos a Cristinita, la hija de un marinero, una niña tan delicada y encantadora, que habría podido pasar por una princesa. Vestida adecuadamente, nadie hubiera imaginado que procedía de una casa de turba del erial de Seis. Allí moraba su padre, viudo, que se ganaba el sustento transportando leña desde el bosque a las anguileras de Silkeborg, y a veces incluso mÔs lejos, hasta Randers. No tenía a nadie a quien confiar a Cristina, que tenía un año menos que Ib; por eso la llevaba casi siempre consigo, en la barca y a través del erial y los arÔndanos. Cuando tenía que llegarse a Randers, dejaba a Cristinita en casa de JeppeJänsen. Los dos niños se llevaban bien, tanto en el juego como a las horas de la comida; cavaban hoyos en la tierra, se encaramaban a los Ôrboles y corrían por los alrededores; un día se atrevieron incluso a subirse solos hasta la cumbre de la loma y adentrarse un buen trecho en el bosque, donde encontraron huevos de chocha; fue un gran acontecimiento. Ib no había estado nunca en el erial de Seis, ni cruzado en barca los lagos de Gudenaa, pero ahora iba a hacerlo: el barquero lo había invitado, y la víspera se fue con él a su casa. A la madrugada los dos niños se instalaron sobre la leña apilada en la barca y desayunaron con pan y frambuesas. El barquero y su ayudante impulsaban la embarcación con sus pértigas; la corriente les facilitaba el trabajo, y así descendieron el río y atravesaron los lagos, que parecían cerrados por todas partes por el bosque y los cañaverales. Sin embargo, siempre encontraban un paso por entre los altos Ôrboles, que inclinaban las ramas hasta casi tocar el suelo, y los robles que las alargaban a su encuentro, como si, habiéndose recogido las mangas, quisieran mostrarles sus desnudos y nudosos brazos. Viejos alisos que la corriente había arrancado de la orilla, se agarraban fuertemente al suelo por las raíces, formando islitas de bosque. Los nenúfares se mecían en el agua; era un viaje delicioso. Finalmente llegaron a las anguileras, donde el agua rugía al pasar por las esclusas. ”CuÔntas cosas nuevas estaban viendo Ib y Cristina! En aquel entonces no había allí ninguna fÔbrica ni ninguna ciudad, y tan sólo se veían la vieja granja, en la que trabajaban unos cuantos hombres. El agua, al precipitarse por las esclusas, y el griterío de los patos salvajes, eran los únicos signos de vida, que se sucedían sin interrupción. Una vez descargada la leña, el padre de Cristina compró un buen manojo de anguilas y un cochinillo recién sacrificado, y lo guardó todo en un cesto, que puso en la popa de la embarcación. Luego emprendieron el regreso, contra corriente, pero como el viento era favorable y pudieron tender las velas, la cosa marchaba tan bien como si un par de caballos tirasen de la barca. Al llegar a un lugar del bosque cercano a la vivienda del ayudante, éste y el padre de Cristina desembarcaron, después de recomendar a los niños que se estuviesen muy quietecitos y formales. Pero ellos no obedecieron durante mucho rato; quisieron ver el interior del cesto que contenía el lechoncito; sacaron el animal, y, como los dos se empeñaron en sostenerlo, se les cayó al agua, y la corriente se lo llevó. Fue un suceso horrible. Ib saltó a tierra y echó a correr un trecho; luego saltó también Cristina.

  • Ā”LlĆ©vame contigo! – gritó, y se metieron saltando entre la maleza; pronto perdieron de vista la barca y el rĆ­o. Continuaron corriendo otro pequeƱo trecho, pero luego Cristina se cayó y se echó a llorar; Ib acudió a ayudarla.
  • Ven conmigo – dijo -, la casa estĆ” allĆ” arriba -. Pero no era asĆ­. Siguieron errando por un terreno cubierto de hojas marchitas y de ramas secas caĆ­das, que crujĆ­an bajo sus piececitos. De pronto oyeron un Ā Ā Ā Ā Ā Ā  penetrante Ā Ā Ā Ā Ā  Ā  Se detuvieron y escucharon. Entonces resonó el chillido de un Ć”guila – era un chillido siniestro, – que los asustó en extremo. Sin embargo, delante de ellos, en lo espeso del bosque, crecĆ­an en nĆŗmero infinito magnĆ­ficos arĆ”ndanos. Era demasiado tentador para que pudieran pasar de largo, y se entretuvieron comiendo las bayas, manchĆ”ndose de azul la boca y las mejillas. En esto se oyó otra llamada.
  • Ā”Nos pegarĆ”n por lo del lechón! – dijo Cristina. – VĆ”monos a casa – respondió Ib -; estĆ” aquĆ­ en el bosque.

Se pusieron en marcha y llegaron a un camino de carros, pero que no conducía a su casa. Mientras tanto había oscurecido, y los niños tenían miedo. El singular silencio que los rodeaba era sólo interrumpido por el feo grito del búho o de otras aves que no conocían los niños. Finalmente se enredaron entre la maleza. Cristina rompió a llorar e Ib hizo lo mismo, y cuando hubieron llorado por espacio de una hora, se tumbaron sobre las hojas y se quedaron dormidos. El sol se hallaba ya muy alto en el cielo cuando despertaron; tenían frío, pero Ib pensó que subiéndose a una loma cercana a poca distancia, donde el sol brillaba por entre los Ôrboles, podrían calentarse y, ademÔs, verían la casa de sus padres. Pero lo cierto es que se encontraban muy lejos de ella, en el extremo opuesto del bosque. Treparon a la cumbre del montículo y se encontraron en una ladera que descendía a un lago claro y transparente; los peces aparecían alineados, visibles a los rayos del sol. Fue un espectÔculo totalmente inesperado, y por otra parte descubrieron junto a ellos un avellano muy cargado de frutos, a veces siete en un solo manojo. Cogieron las avellanas, rompieron las cÔscaras y se comieron los frutos tiernos, que empezaban ya a estar en sazón. Luego vino una nueva sorpresa, mejor dicho, un susto: del espesor de bosque salió una mujer vieja y alta, de rostro moreno y cabello negro y brillante; el blanco de sus ojos resaltaba como en los de un moro. Llevaba un lío a la espalda y un nudoso bastón en la mano; era una gitana. Los niños, al principio, no comprendieron lo que dijo, pero entonces la mujer se sacó del bolsillo tres gruesas avellanas, en cada una de las cuales, según dijo, se contenían las cosas mÔs maravillosas; eran avellanas mÔgicas. Ib la miró; la mujer parecía muy amable, y el chiquillo, cobrando Ônimo, le preguntó si le daría las avellanas. Ella se las dio, y luego se llenó el bolsillo de las que había en el arbusto. Ib y Cristina contemplaron con ojos abiertos las tres avellanas maravillosas.

  • ĀæHabrĆ” en Ć©sta un coche con caballos? – preguntó Ib.
  • Hay una carroza de oro con caballos de oro tambiĆ©n – contestó la vieja.
  • Ā”Entonces dĆ”mela! – dijo Cristinita. Ib se la entregó, y la mujer la ató en la bufanda de la niƱa.
  • ĀæY en Ć©sta, no habrĆ­a una bufanda tan bonita como la de Cristina? – inquirió Ib.
  • Ā”Diez hay! – contestó la mujer – y ademĆ”s hermosos vestidos, medias y un sombrero.
  • Ā”Pues tambiĆ©n la quiero! – dijo Cristina; e Ib le dio la segunda avellana. La tercera era pequeƱa y negra.
  • TĆŗ puedes quedarte con Ć©sta – dijo Cristina -, tambiĆ©n es bonita.
  • ĀæY quĆ© hay dentro? – preguntó el niƱo.
  • Lo mejor para ti – respondió la gitana.

Y el pequeƱo se guardó la avellana. Entonces la mujer se ofreció a enseƱarles el camino que conducĆ­a a su casa, y, con su ayuda, Ib y Cristina regresaron a ella, encontrando a la familia angustiada por su desaparición. Los perdonaron, pese a que se habĆ­an hecho acreedores a una buena paliza, en primer lugar por haber dejado caer al agua el lechoncito, y despuĆ©s por su escapada. Cristina se volvió a su casita del erial, mientras Ib se quedaba en la suya del bosque. Al anochecer lo primero que hizo fue sacar la avellana que encerraba Ā«lo mejorĀ». La puso entre la puerta y el marco, apretó, y la avellana se partió con un crujido; pero dentro no tenĆ­a carne, sino que estaba llena de una especie de rapĆ© o tierra negra. Estaba agusanada, como suele decirse. «”Ya me lo figuraba! – pensó Ib -. ĀæCómo en una avellana tan pequeƱa, iba a haber sitio para lo mejor de todo? Tampoco Cristina encontrarĆ” en las suyas ni los lindos vestidos ni el coche de oroĀ». Llegó el invierno y el AƱo Nuevo. Pasaron otros varios aƱos. El niƱo tuvo que ir a la escuela de confirmandos, y el pĆ”rroco vivĆ­a lejos. Por aquellos dĆ­as presentóse el barquero y dijo a los padres de Ib que Cristina debĆ­a marcharse de casa, a ganarse el pan. HabĆ­a tenido la suerte de caer en buenas manos, es decir, de ir a servir a la casa de personas excelentes, que eran los ricos fondistas de la comarca de Herning. EntrarĆ­a en la casa para ayudar a la dueƱa, y si se portaba bien, seguirĆ­a con ellos una vez recibida la confirmación. Ib y Cristina se despidieron; todo el mundo los llamaba Ā«los noviosĀ». Al separarse le enseñó ella las dos nueces que Ć©l le diera el dĆ­a en que se habĆ­an perdido en el bosque, y que todavĆ­a guardaba; y le dijo, ademĆ”s, que conservaba asimismo en su baĆŗl los zuequitos que Ć©l le habĆ­a hecho y regalado. Y luego se separaron. Ib recibió la confirmación, pero se quedó en casa de su madre; era un buen oficial zuequero, y en verano cuidaba de la buena marcha de la pequeƱa finca. La mujer sólo lo tenĆ­a a Ć©l, pues el padre habĆ­a muerto. Raras veces – y aun Ć©stas por medio de un postillón o de un campesino de Aal – recibĆ­a noticias de Cristina. Estaba contenta en la casa de los ricos fondistas, y el dĆ­a de su confirmación escribió a su padre, y en la carta, enviaba saludos para Ib y su madre. Algo decĆ­a tambiĆ©n de seis camisas nuevas y un bonito vestido que le habĆ­an regalado los seƱores. Realmente eran buenas noticias.

  • A la primavera siguiente, un hermoso dĆ­a llamaron a la puerta de Ib y su madre. Eran el barquero y Cristina. Le habĆ­an dado permiso para hacer una breve visita a su casa, y, habiendo encontrado una oportunidad para ir a Tem y regresar el mismo dĆ­a, la habĆ­a aprovechado. Era linda y elegante como una autĆ©ntica seƱorita, y llevaba un hermoso vestido, confeccionado con gusto extremo y que le sentaba a las mil maravillas. AllĆ­ estaba ataviada como una reina, mientras Ib la recibĆ­a en sus viejos indumentos de trabajo. No supo decirle una palabra; cierto que le estrechó la mano y, reteniĆ©ndola, sintióse feliz, pero sus labios no acertaban a moverse. No asĆ­ Cristina, que habló y contó muchas cosas y dio un beso a

Ib.

  • ĀæAcaso no me conoces? – le preguntó. Pero incluso cuando estuvieron solos Ć©l, sin soltarle la mano, no sabĆ­a decirle sino:
  • Ā”Te has vuelto una seƱorita, y yo voy tan desastrado! Ā”CuĆ”nto he pensado en ti y en aquellos tiempos de antes!

Cogidos del brazo subieron al montículo y contemplaron, por encima del Gudenaa, el erial de Seis con sus grandes colinas; pero Ib permanecía callado. Sin embargo, al separarse vio bien claro en el alma que Cristina debía ser su esposa; ya de niños los habían llamado los novios; le pareció que eran prometidos, a pesar de que ni uno ni otro habían pronunciado la promesa.

JUAN EL LOBO

AllÔ en el campo, en una vieja mansión señorial, vivía un anciano propietario que tenía dos hijos, tan listos, que con la mitad hubiera bastado. Los dos se metieron en la cabeza pedir la mano de la hija del Rey. Estaban en su derecho, pues la princesa había mandado pregonar que tomaría por marido a quien fuese capaz de entretenerla con mayor gracia e ingenio. Los dos hermanos estuvieron preparÔndose por espacio de ocho días; éste era el plazo mÔximo que se les concedía, mÔs que suficiente, empero, ya que eran muy instruidos, y esto es una gran ayuda. Uno se sabía de memoria toda la enciclopedia latina, y ademÔs la colección de tres años enteros del periódico local, tanto del derecho como del revés. El otro conocía todas las leyes gremiales pÔrrafo por pÔrrafo, y todo lo que debe saber el presidente de un gremio. De este modo, pensaba, podría hablar de asuntos del Estado y de temas eruditos. AdemÔs, sabía bordar tirantes, pues era fino y Ôgil de dedos.

  • Me llevarĆ© la princesa – afirmaban los dos; por eso su padre dio a cada uno un hermoso caballo; el que se sabĆ­a de memoria la enciclopedia y el periódico, recibió uno negro como azabache, y el otro, el ilustrado en cuestiones gremiales y diestro en la confección de tirantes, uno blanco como la leche. AdemĆ”s, se untaron los Ć”ngulos de los labios con aceite de hĆ­gado de bacalao, para darles mayor agilidad. Todos los criados salieron al patio para verlos montar a caballo, y entonces compareció tambiĆ©n el tercero de los hermanos, pues eran tres, sólo que el otro no contaba, pues no se podĆ­a comparar en ciencia con los dos mayores, y, asĆ­, todo el mundo lo llamaba el bobo.
  • ĀæAdónde vais con el traje de los domingos? – preguntó.
  • A palacio, a conquistar a la hija del Rey con nuestros discursos. ĀæNo oĆ­ste al pregonero? – y le contaron lo que ocurrĆ­a.
  • Ā”Demonios! Pues no voy a perder la ocasión – exclamó el bobo -. Y los hermanos se rieron de Ć©l y partieron al galope. – Ā”Dadme un caballo, padre! – dijo Juan el bobo -. Me gustarĆ­a casarme. Si la princesa me acepta, me tendrĆ”, y si no me acepta, ya verĆ© de tenerla yo a ella.
  • Ā”QuĆ© sandeces estĆ”s diciendo! – intervino el padre. – No te darĆ© ningĆŗn caballo. Ā”Si no sabes hablar! Tus hermanos es distinto, ellos pueden presentarse en todas partes.
  • Si no me dais un caballo – replicó el bobo – montarĆ© el macho cabrĆ­o; es mĆ­o y puede llevarme. – Se subió a horcajadas sobre el animal, y, dĆ”ndole con el talón en los ijares, emprendió el trote por la carretera. Ā”Vaya trote! – Ā”Atención, que vengo yo! – gritaba el bobo; y se puso a cantar con tanta fuerza, que su voz resonaba a gran distancia.

Los hermanos, en cambio, avanzaban en silencio, sin decir palabra; aprovechaban el tiempo para reflexionar sobre las grandes ideas que pensaban exponer.

  • Ā”Eh, eh! – gritó el bobo, Ā”aquĆ­ estoy yo! Ā”Mirad lo que he encontrado en la carretera! -. Y les mostró una corneja muerta.
  • Ā”ImbĆ©cil! – exclamaron los otros -, Āæpara quĆ© la quieres?
  • Ā”Se la regalarĆ© a la princesa!
  • Ā”Haz lo que quieras! – contestaron, soltando la carcajada y siguiendo su camino.
  • Ā”Eh, eh!, Ā”aquĆ­ estoy yo! Ā”Mirad lo que he encontrado! Ā”No se encuentra todos los dĆ­as! Los hermanos se volvieron a ver el raro tesoro. – Ā”EstĆŗpido! – dijeron -, es un zueco viejo, y sin la pala. ĀæTambiĆ©n se lo regalarĆ”s a la princesa?
  • Ā”Claro que sĆ­! – respondió el bobo; y los hermanos, riendo ruidosamente, prosiguieron su ruta y no tardaron en ganarle un buen trecho. – Ā”Eh, eh!, Ā”aquĆ­ estoy yo! – volvió a gritar el bobo -. Ā”Voy de mejor en mejor! Ā”Arrea! Ā”Se ha visto cosa igual!
  • ĀæQuĆ© has encontrado ahora? – preguntaron los hermanos. – Ā”Oh! – exclamó el bobo -. Es demasiado bueno para decirlo. Ā”Cómo se alegrarĆ” la princesa!
  • Ā”QuĆ© asco! – exclamaron los hermanos -. Ā”Si es lodo cogido de un hoyo!
  • Exacto, esto es – asintió el bobo -, y de clase finĆ­sima, de la que resbala entre los dedos – y asĆ­ diciendo, se llenó los bolsillos de barro.

Los hermanos pusieron los caballos al galope y dejaron al otro rezagado en una buena hora. Hicieron alto en la puerta de la ciudad, donde los pretendientes eran numerados por el orden de su llegada y dispuestos en fila de a seis de frente, tan apretados que no podían mover los brazos. Y suerte de ello, pues de otro modo se habrían roto mutuamente los trajes, sólo porque el uno estaba delante del otro. Todos los demÔs moradores del país se habían agolpado alrededor del palacio, encaramÔndose hasta las ventanas, para ver cómo la princesa recibía a los pretendientes. ”Cosa rara! No bien entraba uno en la sala, parecía como si se le hiciera un nudo en la garganta, y no podía soltar palabra.

  • Ā”No sirve! – iba diciendo la princesa -. Ā”Fuera! Llegó el turno del hermano que se sabĆ­a de memoria la enciclopedia; pero con aquel largo plantón se le habĆ­a olvidado por completo. Para acabar de complicar las cosas, el suelo crujĆ­a, y el techo era todo Ć©l un espejo, por lo cual nuestro hombre se veĆ­a cabeza abajo; ademĆ”s, en cada ventana habĆ­a tres escribanos y un corregidor que tomaban nota de todo lo que se decĆ­a, para publicarlo enseguida en el periódico, que se vendĆ­a a dos chelines en todas las esquinas. Era para perder la cabeza. Y, por aƱadidura, habĆ­an encendido la estufa, que estaba candente.
  • Ā”QuĆ© calor hace aquĆ­ dentro! – fueron las primeras palabras del pretendiente.
  • Es que hoy mi padre asa pollos – dijo la princesa.
  • Ā”Ah! – y se quedó clavado; aquella respuesta no la habĆ­a previsto; no le salĆ­a ni una palabra, con tantas cosas ingeniosas que tenĆ­a preparadas.
  • Ā”No sirve! Ā”Fuera! – ordenó la princesa. Y el mozo hubo de retirarse, para que pasase su hermano segundo.
  • Ā”QuĆ© calor mĆ”s terrible! – dijo Ć©ste.
  • Ā”SĆ­, asamos pollos! – explicó la hija del Rey. – ĀæCómo di… di, cómo di… ? – tartamudeó Ć©l, y todos los escribanos anotaron: «¿Cómo di… di, cómo di… ?Ā».
  • Ā”No sirve! Ā”Fuera! – decretó la princesa. Tocóle entonces el turno al bobo, quien entró en la sala caballero en su macho cabrĆ­o.
  • Ā”Demonios, quĆ© calor! – observó.
  • Es que estoy asando pollos – contestó la princesa.
  • Ā”Al pelo! – dijo el bobo. – AsĆ­, no le importarĆ” que ase tambiĆ©n una corneja, Āæverdad?
  • Con mucho gusto, no faltaba mĆ”s – respondió la hija del Rey -. Pero, Āætraes algo en que asarla?; pues no tengo ni puchero ni asador. – Yo sĆ­ los tengo – exclamó alegremente el otro. – He aquĆ­ un excelente puchero, con mango de estaƱo – y, sacando el viejo zueco, metió en Ć©l la corneja.
  • Pues, Ā”vaya banquete! – dijo la princesa -. Pero, Āæy la salsa?

La traigo en el bolsillo – replicó el bobo -. Tengo para eso y mucho mĆ”s – y se sacó del bolsillo un puƱado de barro.

  • Ā”Esto me gusta! – exclamó la princesa -. Al menos tĆŗ eres capaz de responder y de hablar. Ā”TĆŗ serĆ”s mi marido! Pero, Āæsabes que cada palabra que digamos serĆ” escrita y maƱana aparecerĆ” en el periódico? Mira aquella ventana: tres escribanos y un corregidor. Este es el peor, pues no entiende nada. – Desde luego, esto sólo lo dijo para amedrentar al solicitante. Y todos los escribanos soltaron la carcajada e hicieron una mancha de tinta en el suelo. – ĀæAquellas seƱorĆ­as de allĆ­? – preguntó el bobo -. Ā”AhĆ­ va esto para el corregidor! – y, vaciĆ”ndose los bolsillos, arrojó todo el barro a la cara del personaje.
  • Ā”MagnĆ­fico! – exclamó la princesa. – Yo no habrĆ­a podido. Pero aprenderĆ©.

Y de este modo Juan el bobo fue Rey. Obtuvo una esposa y una corona y se sentó en un trono – y todo esto lo hemos sacado del diario del corregidor, lo cual no quiere decir que debamos creerlo a pies juntillas.

LA AGUJA DE ZURCIR

Ɖrase una vez una aguja de zurcir tan fina y puntiaguda, que se creĆ­a ser una aguja de coser. – Fijaos en lo que hacĆ©is y manejadme con cuidado -decĆ­a a los dedos que la manejaban-. No me dejĆ©is caer, que si voy al suelo, las pasarĆ©is negras para encontrarme. Ā”Soy tan fina! – Ā”Vamos, vamos, que no hay para tanto! dijeron los dedos sujetĆ”ndola por el cuerpo.

  • Mirad, aquĆ­ llego yo con mi sĆ©quito -prosiguió la aguja, arrastrando tras sĆ­ una larga hebra, pero sin nudo.

Los dedos apuntaron la aguja a la zapatilla de la cocinera; el cuero de la parte superior habĆ­a reventado y se disponĆ­an a coserlo.

  • Ā”QuĆ© trabajo mĆ”s ordinario! -exclamó la aguja-. No es para mĆ­. Ā”Me rompo, me rompo! y se rompió-. ĀæNo os lo dije? -suspiró la vĆ­ctima-. Ā”Soy demasiado fina!
  • Ya no sirve para nada -pensaron los dedos; pero hubieron de seguir sujetĆ”ndola, mientras la cocinera le aplicaba una gota de lacre y luego era clavada en la pechera de la blusa.
  • Ā”Toma! Ā”Ahora soy un prendedor! -dijo la vanidosa-. Bien sabĆ­a yo que con el tiempo harĆ­a carrera. Cuando una vale, un dĆ­a u otro se lo reconocen -. Y se rĆ­o para sus adentros, pues por fuera es muy difĆ­cil ver cuĆ”ndo se rĆ­e una aguja de zurcir. Y se quedó allĆ­ tan orgullosa cómo si fuese en coche, y paseaba la mirada a su alrededor.
  • ĀæPuedo tomarme la libertad de preguntarle, con el debido respeto, si acaso es usted de oro? -inquirió el alfiler, vecino suyo-. Tiene usted un porte majestuoso, y cabeza propia, aunque pequeƱa. Debe procurar crecer, pues no siempre se pueden poner gotas de lacre en el cabo.

Al oír esto, la aguja se irguió con tanto orgullo, que se soltó de la tela y cayó en el vertedero, en el que la cocinera estaba lavando.

  • Ahora me voy de viaje -dijo la aguja-. Ā”Con tal que no me pierda! -. Pero es el caso que se perdió.

Ā«Este mundo no estĆ” hecho para mĆ­ -pensó, ya en el arroyo de la calle-. Soy demasiado fina. Pero tengo conciencia de mi valer, y esto siempre es una pequeƱa satisfacciónĀ». Y mantuvo su actitud, sin perder el buen humor. Por encima de ella pasaban flotando toda clase de objetos: virutas, pajas y pedazos de periódico. «”Cómo navegan! -decĆ­a la aguja-. Ā”Poco se imaginan lo que hay en el fondo!. Yo estoy en el fondo y aquĆ­ sigo clavada. Ā”Toma!, ahora pasa una viruta que no piensa en nada del mundo como no sea en una Ā«virutaĀ», o sea, en ella misma; y ahora viene una paja: Ā”quĆ© manera de revolcarse y de girar! No pienses tanto en ti, que darĆ”s contra una piedra. Ā”Y ahora un trozo de periódico! Nadie se acuerda de lo que pone, y, no obstante, Ā”cómo se ahueca! Yo, en cambio, me estoy aquĆ­ paciente y quieta; sĆ© lo que soy y seguirĆ© siĆ©ndolo…Ā». Un dĆ­a fue a parar a su lado un objeto que brillaba tanto, que la aguja pensó que tal vez serĆ­a un diamante; pero en realidad era un casco de botella. Y como brillaba, la aguja se dirigió a Ć©l, presentĆ”ndose como alfiler de pecho.

  • ĀæUsted debe ser un diamante, verdad?
  • .. sĆ­, algo por el estilo.

Y los dos quedaron convencidos de que eran joyas excepcionales, y se enzarzaron en una conversación acerca de lo presuntuosa que es la gente.

  • ĀæSabes? yo vivĆ­ en el estuche de una seƱorita dijo la aguja de zurcir-; era cocinera; tenĆ­a cinco dedos en cada mano, pero nunca he visto nada tan engreĆ­do como aquellos cinco dedos; y, sin embargo, toda su misión consistĆ­a en sostenerme, sacarme del estuche y volverme a meter en Ć©l.
  • ĀæBrillaban acaso? -preguntó el casco de botella.
  • ĀæBrillar? -exclamó la aguja-. No; pero a orgullosos nadie los ganaba. Eran cinco hermanos, todos dedos de nacimiento. Iban siempre juntos, la mar de tiesos uno al lado del otro, a pesar de que ninguno era de la misma longitud. El de mĆ”s afuera, se llamaba Ā«PulgarĀ», era corto y gordo, estaba separado de la mano, y como sólo tenĆ­a una articulación en el dorso, sólo podĆ­a hacer una inclinación; pero afirmaba que si a un hombre se lo cortaban, quedaba inĆŗtil para el servicio militar. Luego venĆ­a el Ā«LameollasĀ», que se metĆ­a en lo dulce y en lo amargo, seƱalaba el sol y la luna y era el que apretaba la pluma cuando escribĆ­an. El Ā«LarguiruchoĀ» se miraba a los demĆ”s desde lo alto; el Ā«Borde doradoĀ» se paseaba con un aro de oro alrededor del cuerpo, y el menudo Ā«MeƱiqueĀ» no hacĆ­a nada, de lo cual estaba muy ufano. Todo era jactarse y vanagloriarse. Por eso fui yo a dar en el vertedero.
  • Ahora estamos aquĆ­, brillando -dijo el casco de botella. En el mismo momento llegó mĆ”s agua al arroyo, lo desbordó y se llevó el casco. – Ā”Vamos! A Ć©ste lo han despachado -dijo la aguja-. Yo me quedo, soy demasiado fina, pero esto es mi orgullo, y vale la pena -. Y permaneció altiva, sumida en sus pensamientos. – De tan fina que soy, casi creerĆ­a que nacĆ­ de un rayo de sol. Tengo la impresión de que el sol me busca siempre debajo del agua. Soy tan sutil, que ni mi padre me encuentra. Si no se me hubiese roto el ojo, creo que llorarĆ­a; pero no, no es distinguido llorar.

Un día se presentaron varios pilluelos y se pusieron a rebuscar en el arroyo, en pos de clavos viejos, perras chicas y otras cosas por el estilo. Era una ocupación muy sucia, pero ellos se divertían de lo lindo.

  • Ā”Ay! -exclamó uno; se habĆ­a pinchado con la aguja de zurcir-. Ā”Esta marrana!
  • Ā”Yo no soy ninguna marrana, sino una seƱorita! -protestó la aguja; pero nadie la oyó. El lacre se habĆ­a desprendido, y el metal estaba ennegrecido; pero el negro hace mĆ”s esbelto, por lo que la aguja se creyó aĆŗn mĆ”s fina que antes.
  • Ā”AhĆ­ viene flotando una cĆ”scara de huevo! gritaron los chiquillos, y clavaron en ella la aguja.
  • Negra sobre fondo blanco -observó Ć©sta-. Ā”QuĆ© bien me sienta! Soy bien visible. Ā”Con tal que no me maree, ni vomite! -. Pero no se mareó ni vomitó.
  • Es una gran cosa contra el mareo tener estómago de acero. En esto sĆ­ que estoy por encima del vulgo. Me siento como si nada. CuĆ”nto mĆ”s fina es una, mĆ”s resiste.
  • Ā”Crac! -exclamó la cĆ”scara, al sentirse aplastada por la rueda de un carro.
  • Ā”Uf, cómo pesa! -aƱadió la aguja-. Ahora sĆ­ que me mareo. Ā”Me rompo, me rompo! -. Pero no se rompió, pese a haber sido atropellada por un carro. Quedó en el suelo, y, lo que es por mĆ­, puede seguir allĆ­ muchos aƱos.

 

Ā LA CAMPANA

A la caĆ­da de la tarde, cuando se pone el sol, y las nubes brillan como si fuesen de oro por entre las chimeneas, en las estrechas calles de la gran ciudad solĆ­a orse un sonido singular, como el taƱido de una campana; pero se percibĆ­a sólo por un momento, pues el estrĆ©pito del trĆ”nsito rodado y el griterĆ­o eran demasiado fuertes. – Toca la campana de la tarde -decĆ­a la gente-, se estĆ” poniendo el sol. Para los que vivĆ­an fuera de la ciudad, donde las casas estaban separadas por jardines y pequeƱos huertos, el cielo crepuscular era aĆŗn mĆ”s hermoso, y los sones de la campana llegaban mĆ”s intensos; habrĆ­ase dicho que procedĆ­an de algĆŗn templo situado en lo mĆ”s hondo del bosque fragante y tranquilo, y la gente dirigĆ­a la mirada hacia Ć©l en actitud recogida. Transcurrió bastante tiempo. La gente decĆ­a: – ĀæNo habrĆ” una iglesia allĆ” en el bosque? La campana suena con una rara solemnidad. ĀæVamos a verlo? Los ricos se dirigieron al lugar en coche, y los pobres a pie, pero a todos se les hizo extraordinariamente largo el camino, y cuando llegaron a un grupo de sauces que crecĆ­an en la orilla del bosque, se detuvieron a acampar y, mirando las largas ramas desplegadas sobre sus cabezas, creyeron que estaban en plena selva. Salió el pastelero y plantó su tienda, y luego vino otro, que colgó una campana en la cima de la suya; por cierto que era una campana alquitranada, para resistir la lluvia, pero le faltaba el badajo. De regreso a sus casas, las gentes afirmaron que la excursión habĆ­a sido muy romĆ”ntica, muy distinta a una simple merienda. Tres personas aseguraron que se habĆ­an adentrado en el bosque, llegando hasta su extremo, sin dejar de percibir el extraƱo taƱido de la campana; pero les daba la impresión de que venĆ­a de la ciudad. Una de ellas compuso sobre el caso todo un poema, en el que decĆ­a que la campana sonaba como la voz de una madre a los oĆ­dos de un hijo querido y listo. Ninguna melodĆ­a era comparable al son de la campana. El Emperador del paĆ­s se sintió tambiĆ©n intrigado y prometió conferir el tĆ­tulo de Ā«campanero universalĀ» a quien descubriese la procedencia del sonido, incluso en el caso de que no se tratase de una campana. Fueron muchos los que salieron al bosque, pero uno solo trajo una explicación plausible. Nadie penetró muy adentro, y Ć©l tampoco; sin embargo, dijo que aquel sonido de campana venĆ­a de una viejĆ­sima lechuza que vivĆ­a en un Ć”rbol hueco; era una lechuza sabia que no cesaba de golpear con la cabeza contra el Ć”rbol. Lo que no podĆ­a precisar era si lo que producĆ­a el sonido era la cabeza o el tronco hueco. El hombre fue nombrado campanero universal, y en adelante cada aƱo escribió un tratado sobre la lechuza; pero la gente se quedó tan enterada como antes. Llegó la fiesta de la confirmación; el predicador habĆ­a hablado con gran elocuencia y unción, y los niƱos quedaron muy enfervorizados. Para ellos era un dĆ­a muy importante, ya que de golpe pasaban de niƱos a personas mayores; el alma infantil se transportaba a una personalidad dotada de mayor razón. Brillaba un sol delicioso; los niƱos salieron de la ciudad y no tardaron en oĆ­r, procedente del bosque, el taƱido de la enigmĆ”tica campana, mĆ”s claro y recio que nunca. A todos, excepto a tres, entrĆ”ronles ganas de ir en su busca: una niƱa prefirió volverse a casa a probarse el vestido de baile, pues el vestido y el baile habĆ­an sido precisamente la causa de que la confirmaran en aquella ocasión, ya que de otro modo no hubiera asistido; el segundo fue un pobre niƱo, a quien el hijo del fondista habĆ­a prestado el traje y los zapatos, a condición de devolverlos a una hora determinada; el tercero manifestó que nunca iba a un lugar desconocido sin sus padres; siempre habĆ­a sido un niƱo obediente, y querĆ­a seguir siĆ©ndolo despuĆ©s de su confirmación. Y que nadie se burle de Ć©l, a pesar de que los demĆ”s lo hicieron. AsĆ­, aparte los tres mencionados, los restantes se pusieron en camino. LucĆ­a el sol y gorjeaban los pĆ”jaros, y los niƱos que acababan de recibir el sacramento iban cantando, cogidos de las manos, pues todavĆ­a no tenĆ­an dignidades ni cargos, y eran todos iguales ante Dios. Dos de los mĆ”s pequeƱos no tardaron en fatigarse, y se volvieron a la ciudad; dos niƱas se sentaron a trenzar guirnaldas de flores, y se quedaron tambiĆ©n rezagadas; y cuando los demĆ”s llegaron a los sauces del pastelero, dijeron: – Ā”Toma, ya estamos en el bosque! La campana no existe; todo son fantasĆ­as. De pronto, la campana sonó en lo mĆ”s profundo del bosque, tan magnĆ­fica y solemne, que cuatro o cinco de los muchachos decidieron adentrarse en la selva. El follaje era muy espeso, y resultaba en extremo difĆ­cil seguir adelante; las aspĆ©rulas y las anemonas eran demasiado altas, y las floridas enredaderas y las zarzamoras colgaban en largas guirnaldas de Ć”rbol a Ć”rbol, mientras trinaban los ruiseƱores y jugueteaban los rayos del sol. Ā”QuĆ© esplĆ©ndido! Pero las niƱas no podĆ­an seguir por aquel terreno; se hubieran roto los vestidos. HabĆ­a tambiĆ©n enormes rocas cubiertas de musgos multicolores, y una lĆ­mpida fuente manaba, dejando oĆ­r su maravillosa canción: Ā”gluc, gluc! – ĀæNo serĆ” Ć©sta la campana? -preguntó uno de los confirmandos, echĆ”ndose al suelo a escuchar-. HabrĆ­a que estudiarlo bien -y se quedó, dejando que los demĆ”s se marchasen. Llegaron a una casa hecha de corteza de Ć”rbol y ramas. Un gran manzano silvestre cargado de fruto se encaramaba por encima de ella, como dispuesto a sacudir sus manzanas sobre el tejado, en el que florecĆ­an rosas; las largas ramas se apoyaban precisamente en el hastial, del que colgaba una pequeƱa campana. ĀæSerĆ­a la que habĆ­an oĆ­do? Todos convinieron en que sĆ­, excepto uno, que afirmó que era demasiado pequeƱa y delicada para que pudiera oĆ­rse a tan gran distancia; eran distintos los sones capaces de conmover un corazón humano. El que asĆ­ habló era un prĆ­ncipe, y los otros dijeron: Ā«Los de su especie siempre se las dan de mĆ”s listos que los demĆ”sĀ». Prosiguió, pues, solo su camino, y a medida que avanzaba sentĆ­a cada vez mĆ”s en su pecho la soledad del bosque; pero seguĆ­a oyendo la campanita junto a la que se habĆ­an quedado los demĆ”s, y a intervalos, cuando el viento traĆ­a los sones de la del pastelero, oĆ­a tambiĆ©n los cantos que de allĆ­ procedĆ­an. Pero las campanadas graves seguĆ­an resonando mĆ”s fuertes, y pronto pareció como si, ademĆ”s, tocase un órgano; sus notas venĆ­an del lado donde estĆ” el corazón. Se produjo un rumoreo entre las zarzas y el prĆ­ncipe vio ante sĆ­ a un muchacho calzado con zuecos y vestido con una chaqueta tan corta, que las mangas apenas le pasaban de los codos. Se conocieron enseguida, pues el mocito resultó ser aquel mismo confirmando que no habĆ­a podido ir con sus compaƱeros por tener que devolver al hijo del posadero el traje y los zapatos. Una vez cumplido el compromiso, se habĆ­a encaminado tambiĆ©n al bosque en zuecos y pobremente vestido, atraĆ­do por los taƱidos, tan graves y sonoros, de la campana.

  • Podemos ir juntos -dijo el prĆ­ncipe. Mas el pobre chico estaba avergonzado de sus zuecos, y, tirando de las cortas mangas de su chaqueta, alegó que no podrĆ­a alcanzarlo; creĆ­a ademĆ”s que la campana debĆ­a buscarse hacia la derecha, que es el lado de todo lo grande y magnĆ­fico. – En este caso no volveremos a encontrarnos respondió el prĆ­ncipe; y se despidió con un gesto amistoso. El otro se introdujo en la parte mĆ”s espesa del bosque, donde los espinos no tardaron en desgarrarle los ya mĆ­seros vestidos y ensangrentarse cara, manos y pies. TambiĆ©n el prĆ­ncipe recibió algunos araƱazos, pero el sol alumbraba su camino. Lo seguiremos, pues era un mocito avispado.
  • Ā”He de encontrar la campana! -dijo- aunque tenga que llegar al fin del mundo.

Los malcarados monos, desde las copas de los Ɣrboles, le enseƱaban los dientes con sus risas burlonas.

  • ĀæY si le diĆ©semos una paliza? -decĆ­an-. ĀæVamos a apedrearlo? Ā”Es un prĆ­ncipe!

Pero el mozo continuó infatigable bosque adentro, donde crecían las flores mÔs maravillosas. Había allí blancos lirios estrellados con estambres rojos como la sangre, tulipanes de color azul celeste, que centelleaban entre las enredaderas, y manzanos cuyos frutos parecían grandes y brillantes pompas de jabón. ”Cómo refulgían los Ôrboles a la luz del sol! En derredor, en torno a bellísimos prados verdes, donde el ciervo y la corza retozaban entre la alta hierba, crecían soberbios robles y hayas, y en los lugares donde se había desprendido la corteza de los troncos, hierbas y bejucos brotaban de las grietas. Había también vastos espacios de selva ocupados por plÔcidos lagos, en cuyas aguas flotaban blancos cisnes agitando las alas. El príncipe se detenía con frecuencia a escuchar; a veces le parecía que las graves notas de la campana salían de uno de aquellos lagos, pero muy pronto se percataba de que no venían de allí, sino demÔs adentro del bosque. Se puso el sol, el aire tomó una tonalidad roja de fuego, mientras en la selva el silencio se hacía absoluto. El muchacho se hincó de rodillas y, después de cantar el salmo vespertino, dijo:

  • JamĆ”s encontrarĆ© lo que busco; ya se pone el sol y llega la noche, la noche oscura. Tal vez logre ver aĆŗn por Ćŗltima vez el sol, antes de que se oculte del todo bajo el horizonte. Voy a trepar a aquella roca; su cima es tan elevada como la de los Ć”rboles mĆ”s altos.

Y agarrÔndose a los sarmientos y raíces, se puso a trepar por las húmedas piedras, donde se arrastraban las serpientes de agua, y los sapos lo recibían croando; pero él llegó a la cumbre antes de que el astro, visto desde aquella altura, desapareciera totalmente. ”Gran Dios, qué maravilla! El mar, inmenso y majestuoso, cuyas largas olas rodaban hasta la orilla, extendíase ante él, y el sol, semejante a un gran altar reluciente, aparecía en el punto en que se unían el mar y el cielo. Todo se disolvía en radiantes colores, el bosque cantaba, y cantaba el océano, y su corazón les hacía coro; la Naturaleza entera se había convertido en un enorme y sagrado templo, cuyos pilares eran los Ôrboles y las nubes flotantes, cuya alfombra la formaban las flores y hierbas, y la espléndida cúpula el propio cielo. En lo alto se apagaron los rojos colores al desaparecer el sol, pero en su lugar se encendieron millones de estrellas como otras tantas lÔmparas diamantinas, y el príncipe extendió los brazos hacia el cielo, hacia el bosque y hacia el mar; y de pronto, viniendo del camino de la derecha, se presentó el muchacho pobre, con sus mangas cortas y sus zuecos; había llegado también a tiempo, recorrida su ruta. Los dos mozos corrieron al encuentro uno de otro y se cogieron de las manos en el gran templo de la Naturaleza y de la Poesía, mientras encima de ellos resonaba la santa campana invisible, y los espíritus bienaventurados la acompañaban en su vaivén cantando un venturoso aleluya.

LA CASA VIEJA

Había en una callejuela una casa muy vieja, muy vieja; tenía casi trescientos años, según podía leerse en las vigas, en las que estaba escrito el año, en cifras talladas sobre una guirnalda de tulipanes y hojas de lúpulo. Había también versos escritos en el estilo de los tiempos pasados, y sobre cada una de las ventanas en la viga, se veía esculpida una cara grotesca, a modo de caricatura. Cada piso sobresalía mucho del inferior, y bajo el tejado habían puesto una gotera con cabeza de dragón; el agua de lluvia salía por sus fauces, pero también por su barriga, pues la canal tenía un agujero. Todas las otras casas de la calle eran nuevas y bonitas, con grandes cristales en las ventanas y paredes lisas; bien se veía que nada querían tener en común con la vieja, y seguramente pensaban: «¿Hasta cuÔndo seguirÔ este viejo armatoste, para vergüenza de la calle? AdemÔs, el balcón sobresale de tal modo que desde nuestras ventanas nadie puede ver lo que pasa allí. La escalera es ancha como la de un palacio y alta como la de un campanario. La barandilla de hierro parece la puerta de un panteón, y ademÔs tiene pomos de latón. ”HabrÔse visto!». Frente por frente había también casas nuevas que pensaban como las anteriores; pero en una de sus ventanas vivía un niño de coloradas mejillas y ojos claros y radiantes, al que le gustaba la vieja casa, tanto a la luz del sol como a la de la luna. Se entretenía mirando sus decrépitas paredes, y se pasaba horas enteras imaginando los cuadros mÔs singulares y el aspecto que años atrÔs debía de ofrecer la calle, con sus escaleras, balcones y puntiagudos hastiales; veía pasar soldados con sus alabardas y correr los canalones como dragones y vestiglos. Era realmente una casa notable. En el piso alto vivía un anciano que vestía calzón corto, casaca con grandes botones de latón y una majestuosa peluca. Todas las mañanas iba a su cuarto un viejo sirviente, que cuidaba de la limpieza y hacía los recados; aparte él, el anciano de los calzones cortos vivía completamente solo en la vetusta casona. A veces se asomaba a la ventana; el chiquillo lo saludaba entonces con la cabeza, y el anciano le correspondía de igual modo. Así se conocieron, y entre ellos nació la amistad, a pesar de no haberse hablado nunca; pero esto no era necesario. El chiquillo oyó cómo sus padres decían:

  • El viejo de enfrente parece vivir con desahogo, pero estĆ” terriblemente solo.

El domingo siguiente el niño cogió un objeto, lo envolvió en un pedazo de papel, salió a la puerta y dijo al mandadero del anciano:

  • Oye, Āæquieres hacerme el favor de dar esto de mi parte al anciano seƱor que vive arriba? Tengo dos soldados de plomo y le doy uno, porque sĆ© que estĆ” muy solo.

El viejo sirviente asintió con un gesto de agrado y llevó el soldado de plomo a la vieja casa. Luego volvió con el encargo de invitar al niño a visitar a su vecino, y el niño acudió, después de pedir permiso a sus padres. Los pomos de latón de la barandilla de la escalera brillaban mucho mÔs que de costumbre; diríase que los habían pulimentado con ocasión de aquella visita; y parecía que los trompeteros de talla, que estaban esculpidos en la puerta saliendo de tulipanes, soplaran con todas sus fuerzas y con los carrillos mucho mÔs hinchados que lo normal. «”TaratatrÔ! ”Que viene el niño! ”TaratatrÔ!», tocaban; y se abrió la puerta. Todas las paredes del vestíbulo estaban cubiertas de antiguos cuadros representando caballeros con sus armaduras y damas vestidas de seda; y las armas rechinaban, y las sedas crujían. Venía luego una escalera que, después de subir un buen trecho, volvía a bajar para conducir a una azotea muy decrépita, con grandes agujeros y largas grietas, de las que brotaban hierbas y hojas. Toda la azotea, el patio y las paredes estaban revestidas de verdor, y aun no siendo mÔs que un terrado, parecía un jardín. Había allí viejas macetas con caras pintadas, y cuyas asas eran orejas de asno; pero las flores crecían a su antojo, como plantas silvestres. De uno de los tiestos se desparramaban en todos sentidos las ramas y retoños de una espesa clavellina, y los retoños hablaban en voz alta, diciendo: «”He recibido la caricia del aire y un beso del sol, y éste me ha prometido una flor para el domingo, una florecita para el domingo!». Pasó luego a una habitación cuyas paredes estaban revestidas de cuero de cerdo, estampado de flores doradas. El dorado se desluce  pero el cuero queda,  decían las paredes. Había sillones de altos respaldos, tallados de modo pintoresco y con brazos a ambos lados. «”Siéntese! ”Tome asiento! -decían-. ”Ay! ”Cómo crujo! Seguramente tendré la gota, como el viejo armario. La gota en la espalda, ”ay!». Finalmente, el niño entró en la habitación del mirador, en la cual estaba el anciano.

  • Muchas gracias por el soldado de plomo, amiguito mĆ­o -dijo el viejo-. Y mil gracias tambiĆ©n por tu visita.

«”Gracias, gracias!Ā», o bien «”crrac, crrac!Ā», se oĆ­a de todos los muebles. Eran tantos, que casi se estorbaban unos a otros, pues, todos querĆ­an ver al niƱo. En el centro de la pared colgaba el retrato de una hermosa dama, de aspecto alegre y juvenil, pero vestida a la antigua, con el pelo empolvado y las telas tiesas y holgadas; no dijo ni Ā«graciasĀ» ni Ā«crracĀ», pero miraba al pequeƱo con ojos dulces. Ɖste preguntó al viejo: -Āæ De dónde lo has sacado?

  • Del ropavejero de enfrente -respondió el hombre-. Tiene muchos retratos. Nadie los conoce ni se preocupa de ellos, pues todos estĆ”n muertos y enterrados; pero a Ć©sta la conocĆ­ yo en tiempos; hace ya cosa de medio siglo que murió.

Bajo el cuadro colgaba, dentro de un marco y cubierto con cristal, un ramillete de flores marchitas; seguramente habrían sido cogidas también medio siglo atrÔs, tan viejas parecían. El péndulo del gran reloj marcaba su tictac, y las manecillas giraban, y todas las cosas de la habitación se iban volviendo aún mÔs viejas; pero ellos no lo notaron.

  • En casa dicen -observó el niƱo- que vives muy solo.
  • Ā”Oh! -sonrió el anciano-, no tan solo como crees. A menudo vienen a visitarme los viejos pensamientos, con todo lo que traen consigo, y, ademĆ”s, ahora has venido tĆŗ. No tengo por quĆ© quejarme.

Entonces sacó del armario un libro de estampas, entre las que figuraban largas comitivas, coches singularísimos como ya no se ven hoy día, soldados y ciudadanos con las banderas de las corporaciones: la de los sastres llevaba unas tijeras sostenidas por dos leones; la de los zapateros iba adornada con un Ôguila, sin zapatos, es cierto, pero con dos cabezas, pues los zapateros lo quieren tener todo doble, para poder decir: es un par. ”Qué hermoso libro de estampas! El anciano pasó a otra habitación a buscar golosinas, manzanas y nueces; en verdad que la vieja casa no carecía de encantos.

  • No lo puedo resistir! -exclamó de sĆŗbito el soldado de plomo desde su sitio encima de la cómoda-. Esta casa estĆ” sola y triste. No; quien ha conocido la vida de familia, no puede habituarse a esta soledad. Ā”No lo resisto! El dĆ­a se hace terriblemente largo, y la noche, mĆ”s larga aĆŗn. AquĆ­ no es como en tu casa, donde tu padre y tu madre charlan alegremente, y donde tĆŗ y los demĆ”s chiquillos estĆ”is siempre alborotando. ĀæCómo puede el viejo vivir tan solo? ĀæImaginas lo que es no recibir nunca un beso, ni una mirada amistosa, o un Ć”rbol de Navidad? Una tumba es todo lo que espera. Ā”No puedo resistirlo!

LA ESPINOSA SENDA DEL HONOR Ā  Circula todavĆ­a por ahĆ­ un viejo cuento titulado: Ā«La espinosa senda del honor, de un cazador llamado Bryde, que llegó a obtener grandes honores y dignidades, pero sólo a costa de muchas contrariedades y vicisitudes en el curso de su existenciaĀ». Es probable que algunos de vosotros lo hayĆ”is oĆ­do contar de niƱos, y tal vez leĆ­do de mayores, y acaso os haya hecho pensar en los abrojos de vuestro propio camino y en sus muchas Ā«adversidadesĀ». La leyenda y la realidad tienen muchos puntos de semejanza, pero la primera se resuelve armónicamente acĆ” en la Tierra, mientras que la segunda las mĆ”s de las veces lo hace mĆ”s allĆ” de ella, en la eternidad. La Historia Universal es una linterna mĆ”gica que nos ofrece en una serie de proyecciones, el oscuro trasfondo de lo presente; en ellas vemos cómo caminan por la espinosa senda del honor los bienhechores de la Humanidad, los mĆ”rtires del genio. Estas luminosas imĆ”genes irradian de todos los tiempos y de todos los paĆ­ses, cada una durante un solo instante, y, sin embargo, llenando toda una vida, con sus luchas y sus victorias. Consideremos aquĆ­ algunos de los componentes de esta hueste de mĆ”rtires, que no terminarĆ” mientras dure la Tierra. Vemos un anfiteatro abarrotado. Las Nubes, de Aristófanes, envĆ­an a la muchedumbre torrentes de sĆ”tira y humor; en escena, el hombre mĆ”s notable de Atenas, el que fue para el pueblo un escudo contra los treinta tiranos, es ridiculizado espiritual y fĆ­sicamente: Sócrates, el que en el fragor de la batalla salvó a AlcibĆ­ades y a Jenofonte, el hombre cuyo espĆ­ritu se elevó por encima de los dioses de la Antigüedad, Ć©l mismo se halla presente; se ha levantado de su banco de espectador y se ha adelantado para que los atenienses que se rĆ­en puedan comprobar si se parece a la caricatura que de Ć©l se presenta al pĆŗblico. AllĆ­ estĆ” erguido, destacando muy por encima de todos. TĆŗ, amarga y ponzoƱosa cicuta, habĆ­as de ser aquĆ­ el emblema de Atenas, no el olivo. Siete ciudades se disputan el honor de haber sido la cuna de Homero; despuĆ©s que hubo muerto, se entiende. Fijaos en su vida: Va errante por las ciudades, recitando sus versos para ganarse el sustento, sus cabellos encanecen a fuerza de pensar en el maƱana. Ɖl, el mĆ”s poderoso vidente con los oĆ­dos del espĆ­ritu, es ciego y estĆ” solo; la acerada espina rasga y destroza el manto del rey de los poetas. Sus cantos siguen vivos, y sólo por Ć©l viven los dioses y los hĆ©roes de la Antigüedad. De Oriente y Occidente van surgiendo, imagen tras imagen, remotas y apartadas entre sĆ­ por el tiempo y el espacio, y, sin embargo, siempre en la senda espinosa del honor, donde el cardo no florece hasta que ha llegado la hora de adornar la tumba. Bajo las palmeras avanzan los camellos, ricamente cargados de Ć­ndigo y de otros valiosos tesoros. El Rey los envĆ­a a aquel cuyos cantos constituyen la alegrĆ­a del pueblo y la gloria de su tierra; se ha descubierto el paradero de aquel a quien la envidia y la falacia enviaron al destierro… La caravana se acerca a la pequeƱa ciudad donde halló asilo; un pobre cadĆ”ver conducido a la puerta la hace detener. El muerto es precisamente el hombre a quien busca: Firdusi…Ā  Ha recorrido toda la espinosa senda del honor. El africano de toscos rasgos, gruesos labios y cabello negro y lanoso, mendiga en las gradas de mĆ”rmol de palacio de la capital lusitana; es el fiel esclavo de Camoens; sin Ć©l y sin las limosnas que le arrojan, morirĆ­a de hambre su seƱor, el poeta de Las Lusiadas. Sobre la tumba de Camoens se levanta hoy un magnĆ­fico monumento. Una nueva proyección. DetrĆ”s de una reja de hierro vemos a un hombre, pĆ”lido como la muerte, con larga barba hirsuta.

  • Ā”He realizado un descubrimiento, el mayor desde hace siglos – grita -, y llevo mĆ”s de veinte aƱos encerrado aquĆ­!
  • ĀæQuiĆ©n es?
  • Ā”Un loco! – dice el guardiĆ”n -. Ā”A lo que puede llegar un hombre! Ā”EstĆ” empeƱado en que es posible avanzar al impulso del vapor!

Salomón de Caus, descubridor de la fuerza del vapor, cuyas imprecisas palabras de presentimiento no fueron comprendidas por un Richelieu, murió en el manicomio. AhĆ­ tenemos a Colón, burlado y perseguido un dĆ­a por los golfos callejeros porque se habĆ­a propuesto descubrir un nuevo mundo, Ā”y lo descubrió! Las campanas de jĆŗbilo doblan a su regreso victorioso, pero las de la envidia no tardarĆ”n en ahogar los sones de aquĆ©llas. El descubridor de mundos, que levantó del mar la tierra americana y la ofreció a su rey, es recompensado con cadenas de hierro, que pedirĆ” sean puestas en su ataĆŗd, como testimonios del mundo y de la estima de su Ć©poca. Las imĆ”genes se suceden; estĆ” muy concurrida la senda espinosa del honor. He aquĆ­, en el seno de la noche y las tinieblas, aquel que calculó la altitud de las montaƱas de la Luna, que recorrió los espacios hasta las estrellas y los planetas, el coloso que vio y oyó el espĆ­ritu de la Naturaleza, y sintió que la Tierra se movĆ­a bajo sus pies: Galileo. Ciego y sordo estĆ”, un anciano, traspasado por la espina del sufrimiento en los tormentos del mentĆ­s, con fuerzas apenas para levantar el pie, que un dĆ­a, en el dolor de su alma, golpeó el suelo al ser borradas las palabras de la verdad: «”Y, sin embargo, se mueve!Ā». AhĆ­ estĆ” una mujer de alma infantil, llena de entusiasmo y de fe, a la cabeza del ejĆ©rcito combatiente, empuƱando la bandera y llevando a su patria a la victoria y la salvación. Estalla el jĆŗbilo… y se enciende la hoguera: Juana de Arco, la bruja, es quemada viva. Peor aĆŗn, los siglos venideros escupirĆ”n sobre el blanco lirio: Voltaire, el sĆ”tiro de la razón, cantarĆ” La pucelle. En el Congreso de Viborg, la nobleza danesa quema las leyes del Rey: brillan en las llamas, iluminan la Ć©poca y al legislador, proyectan una aureola en la tenebrosa torre donde Ć©l estĆ” aprisionado, envejecido, encorvado, araƱando trazos con los dedos en la mesa de piedra; Ć©l, otrora seƱor de tres reinos, el monarca popular, el amigo del burguĆ©s y del campesino: CristiĆ”n II, de recio carĆ”cter en una dura Ć©poca. Sus enemigos escriben su historia. Pensemos en sus veintisiete aƱos de cautiverio, cuando nos venga a la mente su crimen. AllĆ­ se hace a la vela una nave de Dinamarca; en alto mĆ”stil hay un hombre que contempla por Ćŗltima vez la Isla Hveen: es Tycho Brahe, que levantarĆ” el nombre de su patria hasta las estrellas y serĆ” recompensado con la ofensa y el disgusto. Emigra a una tierra extraƱa: Ā«El cielo estĆ” en todas partes, ĀæquĆ© mĆ”s necesito?Ā», son sus palabras; parte el mĆ”s ilustre de nuestros hombres, para verse honrado y libre en un paĆ­s extranjero. «”Ah, libre, incluso de los insoportables dolores del cuerpo!Ā», oĆ­mos suspirar a travĆ©s de los tiempos. Ā”QuĆ© cuadro! Griffenfeld, un Prometeo danĆ©s, encadenado a la rocosa Isla de Munkholm. Nos hallamos en AmĆ©rica, al borde de un caudaloso rĆ­o; se ha congregado una muchedumbre, un barco va a zarpar contra viento y marea, desafiando los elementos. Roberto Fulton se llama el hombre que se cree capaz de esta hazaƱa. El barco inicia el viaje; de pronto se queda parado, y la multitud rĆ­e, silba y grita; su propio padre silba tambiĆ©n: – Ā”Orgullo, locura! Ā”Has encontrado tu merecido! Ā”QuĆ© encierren a esta cabeza loca! -. Entonces se rompe un diminuto clavo que por unos momentos habĆ­a frenado la mĆ”quina, las ruedas giran, las palas vencen la resistencia del agua, el buque arranca… La lanzadera del vapor reduce las horas a minutos entre las tierras del mundo. Humanidad, Āæcomprendes cuĆ”n sublime fue este despertar de la conciencia, esta revelación al alma de su misión, este instante en que todas las heridas del espinoso sendero del honor – incluso las causadas por propia culpa – se disuelven en cicatrización, en salud, fuerza y claridad, la disonancia se transforma en armonĆ­a, los hombres ven la manifestación de la gracia de Dios, concedida a un elegido y por Ć©l transmitida a todos? AsĆ­ la espinosa senda del honor aparece como una aureola que nimba la Tierra. Ā”Feliz el que aquĆ­ abajo ha sido designado para emprenderla, incorporado graciosamente a los constructores del puente que une a los hombres con Dios! Sostenido por sus alas poderosas, vuela el espĆ­ritu de la Historia a travĆ©s de los tiempos mostrando – para estĆ­mulo y consuelo, para despertar una piedad que invita a la meditación -, sobre un fondo oscuro, en cuadros luminosos, el sendero del honor, sembrado de abrojos, que no termina, como en la leyenda, en esplendor y gozo aquĆ­ en la Tierra, sino mĆ”s allĆ” de ella, en el tiempo y en la eternidad.

Ā LA FAMILIA FELIZ

La hoja verde mÔs grande de nuestra tierra es seguramente la del lampazo. Si te la pones delante de la barriga, parece todo un delantal, y si en tiempo lluvioso te la colocas sobre la cabeza, es casi tan útil como un paraguas; ya ves si es enorme. Un lampazo nunca crece solo. Donde hay uno, seguro que hay muchos mÔs. Es un goce para los ojos, y toda esta magnificencia es pasto de los caracoles, los grandes caracoles blancos, que en tiempos pasados, la gente distinguida hacía cocer en estofado y, al comérselos, exclamaba: «”AjÔ, qué bien sabe!», persuadida de que realmente era apetitoso; pues, como digo, aquellos caracoles se nutrían de hojas de lampazo, y por eso se sembraba la planta. Pues bien, había una vieja casa solariega en la que ya no se comían caracoles. Estos animales se habían extinguido, aunque no los lampazos, que crecían en todos los caminos y bancales; una verdadera invasión. Era un auténtico bosque de lampazos, con algún que otro manzano o ciruelo; por lo demÔs, nadie habría podido suponer que aquello había sido antaño un jardín. Todo eran lampazos, y entre ellos vivían los dos últimos y matusalémicos caracoles. Ni ellos mismos sabían lo viejos que eran, pero se acordaban perfectamente de que habían sido muchos mÔs, de que descendían de una familia oriunda de países extranjeros, y de que todo aquel bosque había sido plantado para ellos y los suyos. Nunca habían salido de sus lindes, pero no ignoraban que mÔs allÔ había otras cosas en el mundo, una, sobre todo, que se llamaba la «casa señorial», donde ellos eran cocidos y, vueltos de color negro, colocados en una fuente de plata; pero no tenían idea de lo que ocurría después. Por otra parte, no podían imaginarse qué impresión debía causar el ser cocido y colocado en una fuente de plata; pero seguramente sería delicioso, y distinguido por demÔs. Ni los abejorros, ni los sapos, ni la lombriz de tierra, a quienes habían preguntado, pudieron informarles; ninguno había sido cocido ni puesto en una fuente de plata. Los viejos caracoles blancos eran los mÔs nobles del mundo, de eso sí estaban seguros. El bosque estaba allí para ellos, y la casa señorial, para que pudieran ser cocidos y depositados en una fuente de plata. Vivían muy solos y felices, y como no tenían descendencia, habían adoptado un caracolillo ordinario, al que educaban como si hubiese sido su propio hijo; pero el pequeño no crecía, pues no pasaba de ser un caracol ordinario. Los viejos, particularmente la madre, la Madre Caracola, creyó observar que se desarrollaba, y pidió al padre que se fijara también; si no podía verlo, al menos que palpara la pequeña cascara; y él la palpó y vio que la madre tenía razón. Un día se puso a llover fuertemente.

  • Escucha el rampataplĆ”n de la lluvia sobre los lampazos -dijo el viejo.
  • SĆ­, y las gotas llegan hasta aquĆ­ -observó la madre-. Bajan por el tallo. VerĆ”s cómo esto se moja. Suerte que tenemos nuestra buena casa, y que el pequeƱo tiene tambiĆ©n la suya. Salta a la vista que nos han tratado mejor que a todos los restantes seres vivos; que somos los reyes de la creación, en una palabra. Poseemos una casa desde la hora en que nacemos, y para nuestro uso exclusivo plantaron un bosque de lampazos. Me gustarĆ­a saber hasta dónde se extiende, y que hay ahĆ­ afuera.
  • No hay nada fuera de aquĆ­ – respondió el padre -. Mejor que esto no puede haber nada, y yo no tengo nada que desear.
  • Pues a mĆ­ -dijo la vieja- me gustarĆ­a llegarme a la casa seƱorial, que me cocieran y me pusieran en una fuente de plata. Todos nuestros antepasados pasaron por ello y, crĆ©eme, debe de ser algo excepcional.
  • Tal vez la casa estĆ© destruida -objetó el caracol padre-, o quizĆ”s el bosque de lampazos la ha cubierto, y los hombres no pueden salir. Por lo demĆ”s, no corre prisa; tĆŗ siempre te precipitas, y el pequeƱo sigue tu ejemplo. En tres dĆ­as se ha subido a lo alto del tallo; realmente me da vĆ©rtigo, cuando levanto la cabeza para mirarlo.
  • No seas tan regañón -dijo la madre-. El chiquillo trepa con mucho cuidado, y estoy segura de que aĆŗn nos darĆ” muchas alegrĆ­as; al fin y a la postre, no tenemos mĆ”s que a Ć©l en la vida. ĀæHas pensado alguna vez en encontrarle esposa? ĀæNo crees que si nos adentrĆ”semos en la selva de lampazos, tal vez encontrarĆ­amos a alguno de nuestra especie?
  • Seguramente habrĆ” por allĆ­ caracoles negros dijo el viejo- caracoles negros sin cĆ”scara; pero, Ā”son tan ordinarios!, y, sin embargo, son orgullosos. Pero podrĆ­amos encargarlo a las hormigas, que siempre corren de un lado para otro, como si tuviesen mucho que hacer. Seguramente encontrarĆ­an una mujer para nuestro pequeƱo.
  • Yo conozco a la mĆ”s hermosa de todas -dijo una de las hormigas-, pero me temo que no haya nada que hacer, pues se trata de una reina.
  • ĀæY eso quĆ© importa? -dijeron los viejos-.

ĀæTiene una casa?

  • Ā”Tiene un palacio! -exclamó la hormiga-, un bellĆ­simo palacio hormiguero, con setecientos corredores.
  • Muchas gracias -dijo la madre-. Nuestro hijo no va a ir a un nido de hormigas. Si no sabĆ©is otra cosa mejor, lo encargaremos a los mosquitos blancos, que vuelan a mucho mayor distancia, tanto si llueve como si hace sol, y conocen el bosque de lampazos por dentro y por fuera.
  • Ā”Tenemos esposa para Ć©l! -exclamaron los mosquitos-. A cien pasos de hombre en un zarzal, vive un caracolito con casa; es muy pequeƱƭn, pero tiene la edad suficiente para casarse. EstĆ” a no mĆ”s de cien pasos de hombre de aquĆ­.
  • Muy bien, pues que venga -dijeron los viejos-. Ɖl posee un bosque de lampazos, y ella, sólo un zarzal.

Y enviaron recado a la señorita caracola. Invirtió ocho días en el viaje, pero ahí estuvo precisamente la distinción; por ello pudo verse que pertenecía a la especie apropiada. Y se celebró la boda. Seis luciérnagas alumbraron lo mejor que supieron; por lo demÔs, todo discurrió sin alboroto, pues los viejos no soportaban francachelas ni bullicio. Pero Madre Caracola pronunció un hermoso discurso; el padre no pudo hablar, por causa de la emoción. Luego les dieron en herencia todo el bosque de lampazos y dijeron lo que habían dicho siempre, que era lo mejor del mundo, y que si vivían honradamente y como Dios manda, y se multiplicaban, ellos y sus hijos entrarían algún día en la casa señorial, serían cocidos hasta quedar negros y los pondrían en una fuente de plata. Terminado el discurso, los viejos se metieron en sus casas, de las cuales no volvieron ya a salir; se durmieron definitivamente. La joven pareja reinó en el bosque y tuvo una numerosa descendencia; pero nadie los coció ni los puso en una fuente de plata, de lo cual dedujeron que la mansión señorial se había hundido y que en el mundo se había extinguido el género humano; y como nadie los contradijo, la cosa debía de ser verdad. La lluvia caía sólo para ellos sobre las hojas de lampazo, con su rampataplÔn, y el sol brillaba únicamente para alumbrarles el bosque y fueron muy felices. Toda la familia fue muy feliz, de veras.

LA GOTA DE AGUA

Seguramente sabes lo que es un cristal de aumento, una lente circular que hace las cosas cien veces mayores de lo que son. Cuando se coge y se coloca delante de los ojos, y se contempla a su través una gota de agua de la balsa de allÔ fuera, se ven mÔs de mil animales maravillosos     que, de        otro     modo, pasan inadvertidos; y, sin embargo, estÔn allí, no cabe duda. Diríase casi un plato lleno de cangrejos que saltan en revoltijo. Son muy voraces, se arrancan unos a otros brazos y patas, muslos y nalgas, y, no obstante, estÔn alegres y satisfechos a su manera. Pues he aquí que vivía en otro tiempo un anciano a quien todos llamaban Crible-Crable, pues tal era su nombre. Quería siempre hacerse con lo mejor de todas las cosas, y si no se lo daban, se lo tomaba por arte de magia. Así, peligraba cuanto estaba a su alcance. El viejo estaba sentado un día con un cristal de aumento ante los ojos, examinando una gota de agua que había extraído de un charco del foso. ”Dios mío, que hormiguero! Un sinfín de animalitos yendo de un lado para otro, y venga saltar y brincar, venga zamarrearse y devorarse mutuamente.

  • Ā”QuĆ© asco! -exclamó el viejo Crible-Crable -. ĀæNo habrĆ” modo de obligarlos a vivir en paz y quietud, y de hacer que cada uno se cuide de sus cosas? -. Y piensa que te piensa, pero como no encontraba la solución, tuvo que acudir a la brujerĆ­a.
  • Hay que darles color, para poder verlos mĆ”s bien -dijo, y les vertió encima una gota de un lĆ­quido parecido a vino tinto, pero que en realidad era sangre de hechicera de la mejor clase, de la de a seis peniques. Y todos los animalitos quedaron teƱidos de rosa; parecĆ­a una ciudad llena de salvajes desnudos.
  • ĀæQuĆ© tienes ahĆ­? -le preguntó otro viejo brujo que no tenĆ­a nombre, y esto era precisamente lo bueno de Ć©l.
  • Si adivinas lo que es -respondió Crible-Crable -, te lo regalo; pero no es tan fĆ”cil acertarlo, si no se sabe.

El brujo innominado miró por la lupa y vio efectivamente una cosa comparable a una ciudad donde toda la gente corrĆ­a desnuda. Era horrible, pero mĆ”s horrible era aĆŗn ver cómo todos se empujaban y golpeaban, se pellizcaban y araƱaban, mordĆ­an y desgreƱaban. El que estaba arriba querĆ­a irse abajo, y viceversa. – Ā”FĆ­jate, fĆ­jate!, su pata es mĆ”s larga que la mĆ­a. Ā”Paf! Ā”Fuera con ella! AhĆ­ va uno que tiene un chichón detrĆ”s de la oreja, un chichoncito insignificante, pero le duele, y todavĆ­a le va a doler mĆ”s. Y se echaban sobre Ć©l, y lo agarraban, y acababan comiĆ©ndoselo por culpa del chichón. Otro permanecĆ­a quieto, pacĆ­fico como una doncellita; sólo pedĆ­a tranquilidad y paz. Pero la doncellita no pudo quedarse en su rincón: tuvo que salir, la agarraron y, en un momento, estuvo descuartizada y devorada.

  • Ā”Es muy divertido! -dijo el brujo.
  • SĆ­, pero ĀæquĆ© crees que es? -preguntó CribleCrable -. ĀæEres capaz de adivinarlo?
  • Toma, pues es muy fĆ”cil -respondió el otro-. Es Copenhague o cualquiera otra gran ciudad, todas son iguales. Es una gran ciudad, la que sea.
  • Ā”Es agua del charco! – contestó Crible-Crable.

LA GRAN SERPIENTE DE MAR Ā  Ɖrase un pececillo marino de buena familia, cuyo nombre no recuerdo; pero esto te lo dirĆ”n los sabios. El pez tenĆ­a mil ochocientos hermanos, todos de la misma edad. No conocĆ­an a su padre ni a su madre, y desde un principio tuvieron que gobernĆ”rselas solos, nadando de un lado para otro, lo cual era muy divertido. Agua para beber no les faltaba: todo el ocĆ©ano, y en la comida no tenĆ­an que pensar, pues venĆ­a sola. Cada uno seguĆ­a sus gustos, y cada uno estaba destinado a tener su propia historia, pero nadie pensaba en ello. La luz del sol penetraba muy al fondo del agua, clara y luminosa, e iluminaba un mundo de maravillosas criaturas, algunas enormes y horribles, con bocas espantosas, capaces de tragarse de un solo bocado a los mil ochocientos hermanos; pero a ellos no se les ocurrĆ­a pensarlo, ya que hasta el momento ninguno habĆ­a sido engullido. Los pequeƱos nadaban en grupo apretado, como es costumbre de los arenques y caballas. Y he aquĆ­ que cuando mĆ”s a gusto nadaban en las aguas lĆ­mpidas y transparentes, sin pensar en nada, de pronto se precipitó desde lo alto, con un ruido pavoroso, una cosa larga y pesada, que parecĆ­a no tener fin. Aquella cosa iba alargĆ”ndose y alargĆ”ndose cada vez mĆ”s, y todo pececito que tocaba quedaba descalabrado o tan mal parado, que se acordarĆ­a de ello toda la vida. Todos los peces, grandes y pequeƱos, tanto los que habitaban en la superficie como los del fondo del mar, se apartaban espantados, mientras el pesado y larguĆ­simo objeto se hundĆ­a progresivamente, en una longitud de millas y millas a travĆ©s del ocĆ©ano. Peces y caracoles, todos los seres vivientes que nadan, se arrastran o son llevados por la corriente, se dieron cuenta de aquella cosa horrible, aquella anguila de mar monstruosa y desconocida que de repente descendĆ­a de las alturas. ĀæQuĆ© era pues? Nosotros lo sabemos. Era el gran cable submarino, de millas y millas de longitud, que los hombres tendĆ­an entre Europa y AmĆ©rica. Dondequiera que cayó se produjo un pĆ”nico, un desconcierto y agitación entre los moradores del mar. Los peces voladores saltaban por encima de la superficie marina a tanta altura como podĆ­an; el salmonete salĆ­a disparado como un tiro de escopeta, mientras otros peces se refugiaban en las profundidades marinas, echĆ”ndose hacia abajo con tanta prisa, que llegaban al fondo antes que allĆ­ hubieran visto el cable telegrĆ”fico, espantando al bacalao y a la platija, que merodeaban apaciblemente por aquellas regiones, zampĆ”ndose a sus semejantes. Unos cohombros de mar se asustaron tanto, que vomitaron sus propios estómagos, a pesar de lo cual siguieron vivos, pues para ellos esto no es un grave trastorno. Muchas langostas y cangrejos, a fuerza de revolverse, se salieron de su buena coraza, dejĆ”ndose en ella sus patas. Con todo aquel espanto y barullo, los mil ochocientos hermanos se dispersaron y ya no volvieron a encontrarse nunca; en todo caso, no se reconocieron. Sólo media docena se quedó en un mismo lugar, y, al cabo de unas horas de estarse quietecitos, pasado ya el primer susto, empezaron a sentir el cosquilleo de la curiosidad. Miraron a su alrededor, arriba y abajo, y en las honduras creyeron entrever el horrible monstruo, espanto de grandes y chicos. La cosa estaba tendida sobre el suelo del mar, hasta mĆ”s lejos de lo que alcanzaba su vista; era muy delgada, pero no sabĆ­an hasta quĆ© punto podrĆ­a hincharse ni cuĆ”n fuerte era. Se estaba muy quieta, pero, temĆ­an ellos, a lo mejor era un ardid.

  • Dejadlo donde estĆ”. No nos preocupemos de Ć©l -dijeron los pececillos mĆ”s prudentes; pero el mĆ”s pequeƱo estaba empeƱado en saber quĆ© diablos era aquello. Puesto que habĆ­a venido de arriba, arriba le informarĆ­an seguramente, y asĆ­ el grupo se remontó nadando hacia la superficie. El mar estaba encalmado, sin un soplo de viento. AllĆ­ se encontraron con un delfĆ­n; es un gran saltarĆ­n, una especie de payaso que sabe dar volteretas sobre el mar. TenĆ­a buenos ojos, debió de haberlo visto todo y estarĆ­a enterado. Lo interrogaron, pero resultó que sólo habĆ­a estado atento a sĆ­ mismo y a sus cabriolas, sin ver nada; no supo contestar, y permaneció callado con aire orgulloso.

DirigiĆ©ronse entonces a la foca, que en aquel preciso momento se sumergĆ­a. Ɖsta fue mĆ”s cortĆ©s, a pesar de que se come los peces pequeƱos; pero aquel dĆ­a estaba harta. SabĆ­a algo mĆ”s que el saltarĆ­n.

  • Me he pasado varias noches echada sobre una piedra hĆŗmeda, desde donde veĆ­a la tierra hasta una distanciada varias millas. AllĆ­ hay unos seres muy taimados que en su lengua se llaman hombres. Andan siempre detrĆ”s de nosotros pero generalmente nos escapamos de sus manos. Eso es lo que yo he hecho, y de seguro que lo mismo hizo la anguila marina por quien preguntĆ”is. Estuvo en su poder, en la tierra firme, Dios sabe cuĆ”nto tiempo. Los hombres la cargaron en un barco para transportarla a otra tierra, situada al otro lado del mar. Yo vi cómo se esforzaban y lo que les costó dominarla, pero al fin lo consiguieron, pues ella estaba muy dĆ©bil fuera del agua. La arrollaron y dispusieron en cĆ­rculos; oĆ­ el ruido que hacĆ­an para sujetarla, pero, con todo, ella se les escapó, deslizĆ”ndose por la borda. La tenĆ­an agarrada con todas sus fuerzas, muchas manos la sujetaban, pero se escabulló y pudo llegar al fondo. Y supongo que allĆ­ se quedarĆ” hasta nueva orden.
  • EstĆ” algo delgada -dijeron los pececillos.
  • La han matado de hambre -respondió la foca-, pero se repondrĆ” pronto y recobrarĆ” su antigua gordura y corpulencia. Supongo que es la gran serpiente de mar, que tanto temen los hombres y de la que tanto hablan. Yo no la habĆ­a visto nunca, ni creĆ­a en ella; ahora pienso que es Ć©sta -y asĆ­ diciendo, se zambulló.
  • Ā”Lo que sabe Ć©sa! Ā”Y cómo se explica! -dijeron los peces-. Nunca supimos nosotros tantas cosas. Ā”Con tal que no sean mentiras!
  • VĆ”monos abajo a averiguarlo -dijo el mĆ”s pequeƱƭn-. En camino oiremos las opiniones de otros peces.
  • No daremos ni un coletazo por saber nada replicaron los otros, dando la vuelta.
  • Pues yo, allĆ” me voy -afirmó el pequeƱo, y puso rumbo al fondo del mar. Pero estaba muy lejos del lugar donde yacĆ­a Ā«el gran objeto sumergidoĀ». El pececillo todo era mirar y buscar a uno y otro lado, a medida que se hundĆ­a en el agua.

Nunca hasta entonces le había parecido tan grande el mundo. Los arenques circulaban en grandes bandadas, brillando como una gigantesca embarcación de plata, seguidos de las caballas, todavía mÔs vistosas. Pasaban peces de mil formas, con dibujos de todos los colores; medusas semejantes a flores semitransparentes se dejaban arrastrar, perezosas, por la corriente. Grandes plantas crecían en el fondo del mar, hierbas altas como el brazo y Ôrboles parecidos a palmeras, con las hojas cubiertas de luminosos crustÔceos. Por fin el pececillo distinguió allÔ abajo una faja oscura y larga, y a ella se dirigió; pero no era ni un pez ni el cable, sino la borda de un gran barco naufragado, partido en dos por la presión del agua. El pececillo estuvo nadando por las cÔmaras y bodegas. La corriente se había llevado todas las víctimas del naufragio, menos dos: una mujer joven yacía extendida, con un niño en brazos. El agua los levantaba y mecía; parecían dormidos. El pececillo se llevó un gran susto; ignoraba que ya no podían despertarse. Las algas y plantas marinas colgaban a modo de follaje sobre la borda y sobre los hermosos cuerpos de la madre y el hijo. El silencio y la soledad eran absolutos. El pececillo se alejó con toda la ligereza que le permitieron sus aletas, en busca de unas aguas mÔs luminosas y donde hubiera otros peces. No había llegado muy lejos cuando se topó con un ballenato enorme.

  • Ā”No me tragues! -rogóle el pececillo-. Soy tan pequeƱo, que no tienes ni para un diente, y me siento muy a gusto en la vida.
  • ĀæQuĆ© buscas aquĆ­ abajo, dónde no vienen los de tu especie? le preguntó el ballenato.

Y el pez le contó lo de la anguila maravillosa o lo que fuera, que se habĆ­a sumergido desde la superficie, asustando incluso a los mĆ”s valientes del mar. – Ā”Oh, oh! -exclamó la ballena, tragando tanta agua, que hubo de disparar un chorro enorme para remontarse a respirar-. Entonces eso fue lo que me cosquilleo en el lomo cuando me volvĆ­. Lo tomĆ© por el mĆ”stil de un barco que hubiera podido usar como estaca. Pero eso no pasó aquĆ­; fue mucho mĆ”s lejos. Voy a enterarme. AsĆ­ como asĆ­, no tengo otra cosa que hacer. Y se puso a nadar, y el pececito lo siguió, aunque a cierta distancia, pues por donde pasaba el ballenato se producĆ­a una corriente impetuosa.

Ā LA HUCHA

El cuarto de los niños estaba lleno de juguetes. En lo mÔs alto del armario estaba la hucha; era de arcilla y tenía figura de cerdo, con una rendija en la espalda, naturalmente, rendija que habían agrandado con un cuchillo para que pudiesen introducirse escudos de plata; y contenía ya dos de ellos, amén de muchos chelines. El cerdito-hucha estaba tan lleno, que al agitarlo ya no sonaba, lo cual es lo mÔximo que a una hucha puede pedirse. Allí se estaba, en lo alto del armario, elevado y digno, mirando altanero todo lo que quedaba por debajo de él; bien sabía que con lo que llevaba en la barriga habría podido comprar todo el resto, y a eso se le llama estar seguro de sí mismo. Lo mismo pensaban los restantes objetos, aunque se lo callaban; pues no faltaban temas de conversación. El cajón de la cómoda, medio abierto, permitía ver una gran muñeca, mÔs bien vieja y con el cuello remachado. Mirando al exterior, dijo:

  • Ahora jugaremos a personas, que siempre es divertido. – Ā”El alboroto que se armó! Hasta los cuadros se volvieron de cara a la pared – pues bien sabĆ­an que tenĆ­an un reverso -, pero no es que tuvieran nada que objetar.

Era medianoche, la luz de la luna entraba por la ventana, iluminando gratis la habitación. Era el momento de empezar el juego; todos fueron invitados, incluso el cochecito de los niños, a pesar de que contaba entre los juguetes mÔs bastos.

  • Cada uno tiene su mĆ©rito propio – dijo el cochecito -. No todos podemos ser nobles. Alguien tiene que hacer el trabajo, como suele decirse.

El cerdo-hucha fue el único que recibió una invitación escrita; estaba demasiado alto para suponer que oiría la invitación oral. No contestó si pensaba o no acudir, y de hecho no acudió. Si tenía que tomar parte en la fiesta, lo haría desde su propio lugar. Que los demÔs obraran en consecuencia; y así lo hicieron. El pequeño teatro de títeres fue colocado de forma que el cerdo lo viera de frente; empezarían con una representación teatral, luego habría un té y debate general; pero comenzaron con el debate; el caballo-columpio habló de ejercicios y de pura sangre, el cochecito lo hizo de trenes y vapores, cosas todas que estaban dentro de sus respectivas especialidades, y de las que podían disertar con conocimiento de causa. El reloj de pared habló de los tiquismiquis de la política. Sabía la hora que había dado la campana, aun cuando alguien afirmaba que nunca andaba bien. El bastón de bambú se hallaba también presente, orgulloso de su virola de latón y de su pomo de plata, pues iba acorazado por los dos extremos. Sobre el sofÔ yacían dos almohadones bordados, muy monos y con muchos pajarillos en la cabeza. La comedia podía empezar, pues. SentÔronse todos los espectadores, y se les dijo que podían chasquear, crujir y repiquetear, según les viniera en gana, para mostrar su regocijo. Pero el lÔtigo dijo que él no chasqueaba por los viejos, sino únicamente por los jóvenes y sin compromiso.

  • Pues yo lo hago por todos – replicó el petardo. – Bueno, en un sitio u otro hay que estar – opinó la escupidera.

Tales eran, pues, los pensamientos de cada cual, mientras presenciaba la función. No es que ésta valiera gran cosa, pero los actores actuaban bien, todos volvían el lado pintado hacia los espectadores, pues estaban construidos para mirarlos sólo por aquel lado, y no por el opuesto. Trabajaron estupendamente, siempre en primer plano de la escena; tal vez el hilo resultaba demasiado largo, pero así se veían mejor. La muñeca remachada se emocionó tanto, que se le soltó el remache, y en cuanto al cerdo-hucha, se impresionó también a su manera, por lo que pensó hacer algo en favor de uno de los artistas; decidió acordarse de él en su testamento y disponer que, cuando llegase su hora, fuese enterrado con él en el panteón de la familia. Se divertían tanto con la comedia, que se renunció al té, contentÔndose con el debate. Esto es lo que ellos llamaban jugar a «hombres y mujeres», y no había en ello ninguna malicia, pues era sólo un juego. Cada cual pensaba en sí mismo y en lo que debía pensar el cerdo; éste fue el que estuvo cavilando por mÔs tiempo, pues reflexionaba sobre su testamento y su entierro, que, por muy lejano que estuviesen, siempre llegarían demasiado pronto. Y, de repente, ”cataplum!, se cayó del armario y se hizo mil pedazos en el suelo, mientras los chelines saltaban y bailaban, las piezas menores gruñían, las grandes rodaban por el piso, y un escudo de plata se empeñaba en salir a correr mundo. Y salió, lo mismo que los demÔs, en tanto que los cascos de la hucha iban a parar a la basura; pero ya al día siguiente había en el armario una nueva hucha, también en figura de cerdo. No tenía aún ni un chelín en la barriga, por lo que no podía matraquear, en lo cual se parecía a su antecesora; todo es comenzar, y con este comienzo pondremos punto final al cuento.

LA LLAVE DE LA

CASA Ā  Todas las llaves tienen su historia, y Ā”hay tantas! Llaves de gentilhombre, llaves de reloj, las llaves de San Pedro… PodrĆ­amos contar cosas de todas, pero nos limitaremos a hacerlo de la llave de la casa del seƱor Consejero. Aunque salió de una cerrajerĆ­a, cualquiera hubiese creĆ­do que habĆ­a venido de una orfebrerĆ­a, segĆŗn estaba de limada y trabajada. Siendo demasiado voluminosa para el bolsillo del pantalón, habĆ­a que llevarla en la de la chaqueta, donde estaba a oscuras, aunque tambiĆ©n tenĆ­a su puesto fijo en la pared, al lado de la silueta del Consejero cuando niƱo, que parecĆ­a una albóndiga de asado de ternera. DĆ­cese que cada persona tiene en su carĆ”cter y conducta algo del signo del zodĆ­aco bajo el cual nació: Toro, Virgen, Escorpión, o el nombre que se le dĆ© en el calendario. Pero la seƱora Consejera afirmaba que su marido no habĆ­a nacido bajo ninguno de estos signos, sino bajo el de la Ā«carretillaĀ», pues siempre habĆ­a que estar empujĆ”ndolo. Su padre lo empujó a un despacho, su madre lo empujó al matrimonio, y su esposa lo condujo a empujones hasta su cargo de Consejero de cĆ”mara, aunque se guardó muy bien de decirlo; era una mujer cabal y discreta, que sabĆ­a callar a tiempo y hablar y empujar en el momento oportuno. El hombre era ya entrado en aƱos, Ā«bien proporcionadoĀ», segĆŗn decĆ­a Ć©l mismo, hombre de erudición, buen corazón y con Ā«inteligencia de llaveĀ», tĆ©rmino que aclararemos mĆ”s adelante. Siempre estaba de buen humor, apreciaba a todos sus semejantes y gustaba de hablar con ellos. Cuando iba a la ciudad, costaba Dios y ayuda hacerle volver a casa, a menos que su seƱora estuviese presente para empujarlo. TenĆ­a que pararse a hablar con cada conocido que encontraba; y sus conocidos no eran pocos, por lo que siempre se enfriaba la comida. La seƱora Consejera lo vigilaba desde la ventana. – Ā”AhĆ­ llega! -decĆ­a la criada-. Pon la sopa. Ā”Vamos! Ahora se ha detenido a charlar con uno. Ā”Saca el puchero del fuego, que cocerĆ” demasiado! Ā”ahora viene! Ā”Vuelve la olla al fuego! -. Pero no llegaba. A veces ya estaba debajo mismo de la ventana y habĆ­a saludado a su mujer con un gesto de la cabeza; pero acertaba a pasar un conocido y no podĆ­a dejar de dirigirle unas palabras. Y si luego sobrevenĆ­a un tercero, sujetaba al anterior por el ojal, y al segundo lo cogĆ­a de la mano, al propio tiempo que llamaba a otro que trataba de escabullirse. Era para poner a prueba la paciencia de la Consejera. – Ā”Consejero, consejero! -exclamaba-. Ā”Ay! Este hombre nació bajo el signo de la carretilla; no se mueve del sitio, como no le empujen. Era muy aficionado a entrar en las librerĆ­as y ojear libros y revistas. Pagaba un pequeƱo honorario a su librero a cambio de poderse llevar a casa los libros de nueva publicación. Se le permitĆ­a cortar las hojas en sentido longitudinal, mas no en el transversal, pues no hubieran podido venderse como nuevos. Era, en todos los aspectos, un periódico viviente, pues estaba enterado de noviazgos, bodas, entierros, crĆ­ticas literarias y comadrerĆ­as ciudadanas, y solĆ­a hacer misteriosas alusiones a cosas que todo el mundo ignoraba. Las sabĆ­a por la llave de la casa. Desde sus tiempos de reciĆ©n casados, los Consejeros vivĆ­an en casa propia, y desde entonces tenĆ­an la misma llave. Lo que no conocĆ­an aĆŗn eran sus maravillosas virtudes; Ć©stas no las descubrieron hasta mĆ”s tarde. Reinaba a la sazón Federico VI. En Copenhague no habĆ­a aĆŗn ni gas ni faroles de aceite, como no existĆ­an tampoco el Tivoli ni el Casino, ni tranvĆ­as, ni ferrocarriles. HabĆ­a pocas diversiones, en comparación con las de hoy. Los domingos era costumbre dar un paseo hasta la puerta del cementerio. AllĆ­, la gente leĆ­a las inscripciones funerarias, se sentaba en la hierba, merendaba y echaba un traguito. O bien se llegaba hasta Friedrichsberg, a escuchar la banda militar que tocaba frente a palacio, y donde se congregaba mucho pĆŗblico para ver a la familia real remando en los estrechos canales, con el Rey al timón y la Reina saludando desde la barca a todos los ciudadanos sin distinción de clases. Las familias acomodadas de la capital iban allĆ­ a tomar el tĆ© vespertino. En una casita de campo situada delante del parque les suministraban agua hirviendo, pero la tetera debĆ­an traĆ©rsela ellos. AllĆ­ se dirigieron los Consejeros una soleada tarde de domingo; la criada los precedĆ­a con la tetera, un cesto con la comida y la botella de aguardiente de Spendrup. – Coge la llave de la calle -dijo la Consejera-, no sea que a la vuelta no podamos entrar en casa. Ya sabes que cierran al oscurecer, y que esta maƱana se rompió el cordón de la campanilla. Volveremos Ā Ā Ā Ā  tarde. Ā Ā Ā Ā  A Ā Ā Ā Ā  la Ā Ā Ā Ā  vuelta Ā Ā Ā Ā  de Frederichsberg tenemos que ir a Vesterbro, a ver la pantomima de Ā«ArlequĆ­nĀ» en el teatro Casortis. Los personajes bajan en una nube. Cuesta dos marcos la entrada. Y fueron a Frederichsberg, oyeron la mĆŗsica, vieron la lancha real con la bandera ondeante, y vieron tambiĆ©n al anciano monarca y los cisnes blancos. DespuĆ©s de una buena merienda se dirigieron al teatro, pero llegaron tarde. Los nĆŗmeros de baile habĆ­an terminado, y empezado la pantomima. Como de costumbre, llegaron tarde por culpa del Consejero, que se habĆ­a detenido cincuenta veces en el camino a charlar con un conocido y otro. En el teatro encontróse tambiĆ©n con buenos amigos, y cuando terminó la función hubo que acompaƱar a una familia al Ā«puenteĀ» a tomar un vaso de ponche; era inexcusable, y sólo tardarĆ­an diez minutos; pero estos diez minutos se convirtieron en una hora; la charla era inagotable. De particular interĆ©s resultó un barón sueco, o tal vez alemĆ”n, el Consejero no lo sabĆ­a a punto fijo; en cambio, retuvo muy bien el truco de la llave que aquĆ©l le enseñó, y que ya nunca mĆ”s olvidarĆ­a. Ā”Fue la mar de interesante! ConsistĆ­a en obligar a la llave a responder a cuanto se le preguntara, aun lo mĆ”s recóndito. La llave del Consejero se prestaba de modo particular a la experiencia, pues tenĆ­a el paletón pesado. El barón pasaba el Ć­ndice por ,el ojo de la llave y dejaba a Ć©sta colgando; cada pulsación de la punta del dedo la ponĆ­a en movimiento, haciĆ©ndole dar un giro, y si no lo hacĆ­a, el barón se las apaƱaba para hacerle dar vueltas disimuladamente a su voluntad. Cada giro era una letra, empezando desde la A y llegando hasta la que se quisiera, segĆŗn el orden alfabĆ©tico. Una vez obtenida la primera letra, la llave giraba en sentido opuesto; buscĆ”base entonces la letra siguiente, y asĆ­ hasta obtener, con palabras y frases enteras, la respuesta a la pregunta. Todo era pura charlatanerĆ­a, pero resultaba divertido. Este fue el primer pensamiento del Consejero, pero luego se dejó sugestionar por el juego.

  • Ā”Vamos, vamos! -exclamó, al fin, la Consejera-. A las doce cierran la puerta de Poniente. No llegaremos a tiempo, sólo nos queda un cuarto de hora. Ā”Ya podemos correr! TenĆ­an que darse prisa. Varias personas que se dirigĆ­an a la ciudad se les adelantaron.

Finalmente, cuando estaban ya muy cerca de la caseta del vigilante, dieron las doce y se cerró la puerta, dejando a mucha gente fuera, entre ella a los Consejeros con la criada, la tetera y la canasta vacía. Algunos estaban asustados, otros indignados, cada cual se lo tomaba a su manera. ¿Qué hacer? Por fortuna, desde hacía algún tiempo se había dado orden de dejar abierta una de las puertas: la del Norte. Por ella podían entrar los peatones en la ciudad, atravesando la caseta del guarda. El camino no era corto, pero la noche era hermosa, con un cielo sereno y estrellado, cruzado de vez en cuando por estrellas fugaces. Croaban las ranas en los fosos y en el pantano. La gente iba cantando, una canción tras otra, pero el Consejero no cantaba ni miraba las estrellas, y como tampoco miraba donde ponía los pies, se cayó, cuan largo era, sobre el borde del foso. Cualquiera habría dicho que había bebido demasiado, mas lo que se le había subido a la cabeza no era el ponche, sino la llave. Finalmente, llegaron a la puerta Norte, y por la caseta del guarda entraron en la ciudad.

  • Ā”Ahora ya estoy tranquila! -dijo la Consejera-. Estamos en la puerta de casa.
  • Pero, Āædónde estĆ” la llave? -exclamó el Consejero. No la tenĆ­a ni en el bolsillo trasero ni el lateral.
  • Ā”Dios nos ampare! -dijo la Consejera-. ĀæNo tienes la llave? La habrĆ”s perdido en tus juegos de manos con el barón. ĀæCómo entraremos ahora? El cordón de la campanilla se rompió esta maƱana, como sabes, y el vigilante no tiene llave de la casa. Ā”Es para desesperarse!

La criada se puso a chillar. El Consejero era el Ćŗnico que no perdĆ­a la calma.

  • Hay que romper un vidrio de la droguerĆ­a dijo-. Despertaremos al tendero y entraremos por su tienda. Me parece que serĆ” lo mejor.

Rompió un cristal, rompió otro, y gritando: «”Petersen!», metió por el hueco el mango del paraguas. Del interior llegó la voz de la hija del droguero, el cual abrió la puerta de la tienda, gritando: «”Vigilante!», y antes de que hubiese tenido tiempo de ver y reconocer a la familia consejeril y de abrirle la puerta, silbó el vigilante, y de la calle contigua le respondió su compañero con otro silbido. Empezó a asomarse gente a las ventanas:

  • ĀæDónde estĆ” el fuego? ĀæQuĆ© es ese ruido? -se preguntaban mutuamente, y seguĆ­an preguntĆ”ndoselo todavĆ­a cuando ya el Consejero estaba en su piso, se quitaba la chaqueta y… aparecĆ­a la llave; no en el bolsillo, sino en el forro; se habĆ­a metido por un agujero que, desde luego, no debiera de estar allĆ­.

Desde aquella noche, la llave de la calle adquirió una particular importancia, no sólo cuando se salĆ­a, sino tambiĆ©n cuando la familia se quedaba en casa, pues el Consejero, en una exhibición de sus habilidades, formulaba preguntas a la llave y recibĆ­a sus respuestas. Pensaba Ć©l antes la respuesta mĆ”s verosĆ­mil y la hacĆ­a dar a la llave. Al fin, Ć©l mismo acabó por creer en las contestaciones, muy al contrario del boticario, un joven próximo pariente de la Consejera. Dicho boticario era una buena cabeza, lo que podrĆ­amos llamar una cabeza analĆ­tica. Ya de niƱo habĆ­a escrito crĆ­ticas sobre libros y obras de teatro, aunque guardando el anonimato, como hacen tantos. No creĆ­a en absoluto en los espĆ­ritus, y mucho menos en los de las llaves. – VerĆ” usted, respetado seƱor Consejero -decĆ­a-: creo en la llave y en los espĆ­ritus de las llaves en general, tan firmemente como en esta nueva ciencia que empieza a difundirse, en el velador giratorio y en los espĆ­ritus de los muebles viejos y nuevos. ĀæHa oĆ­do, hablar de ello? Yo sĆ­. He dudado, Āæsabe usted?, pues soy algo escĆ©ptico; pero me convertĆ­ al leer una horripilante historia en una prestigiosa revista extranjera. Ā”ImagĆ­nese seƱor Consejero! Voy a relatĆ”rselo todo, tal como lo leĆ­. Dos muchachos muy listos vieron cómo sus padres evocaban el espĆ­ritu de una gran mesa del comedor. Estaban solos e intentaron infundir vida a una vieja cómoda, imitando a sus padres. Y, en efecto, brotó la vida, despertóse el espĆ­ritu, pero no toleraba órdenes dadas por niƱos. Levantóse con tanta furia, que todo la cómoda crujĆ­a; abrió todos los cajones, y con las patas -las patas de la cómoda- metió a un chiquillo en cada cajón, echando luego a correr con ellos escaleras abajo y por la calle, hasta el canal, en el que se precipitó; los pequeƱos murieron ahogados. Los cadĆ”veres recibieron sepultura en tierra cristiana, pero la cómoda fue conducida ante el tribunal, acusada de infanticidio y condenada a ser quemada viva en la plaza pĆŗblica. Ā”AsĆ­ lo he leĆ­do! – dijo el boticario -. Lo he leĆ­do en una revista extranjera, conste que no me lo he inventado. Ā”Que la llave me lleve, si no digo verdad! Ā”Lo juro por ella! El Consejero consideró que se trataba de una broma demasiado grosera. JamĆ”s los dos pudieron ponerse de acuerdo en materia de llaves; el boticario era cerrado a ellas.

Ā LA MARGARITA

Oid bien lo que os voy a contar: AllĆ” en la campaƱa, junto al camino, hay una casa de campo, que de seguro habrĆ©is visto alguna vez. Delante tiene un jardincito con flores y una cerca pintada. AllĆ­ cerca, en el foso, en medio del bello y verde cĆ©sped, crecĆ­a una pequeƱa margarita, a la que el sol enviaba sus confortantes rayos con la misma generosidad que a las grandes y suntuosas flores del jardĆ­n; y asĆ­ crecĆ­a ella de hora en hora. AllĆ­ estaba una maƱana, bien abiertos sus pequeƱos y blanquĆ­simos pĆ©talos, dispuestos como rayos en torno al solecito amarillo que tienen en su centro las margaritas. No se preocupaba de que nadie la viese entre la hierba, ni se dolĆ­a de ser una pobre flor insignificante; se sentĆ­a contenta y, vuelta de cara al sol, estaba mirĆ”ndolo mientras escuchaba el alegre canto de la alondra en el aire. AsĆ­, nuestra margarita era tan feliz como si fuese dĆ­a de gran fiesta, y, sin embargo, era lunes. Los niƱos estaban en la escuela, y mientras ellos estudiaban sentados en sus bancos, ella, erguida sobre su tallo, aprendĆ­a a conocer la bondad de Dios en el calor del sol y en la belleza de lo que la rodeaba, y se le ocurrió que la alondra cantaba aquello mismo que ella sentĆ­a en su corazón; y la margarita miró con una especie de respeto a la avecilla feliz que asĆ­ sabĆ­a cantar y volar, pero sin sentir amargura por no poder hacerlo tambiĆ©n ella. «”Veo y oigo! -pensaba-; el sol me baƱa y el viento me besa. Ā”CuĆ”n bueno ha sido Dios conmigo!Ā». En el jardĆ­n vivĆ­an muchas flores distinguidas y tiesas; cuanto menos aroma exhalaban, mĆ”s presumĆ­an. La peonia se hinchaba para parecer mayor que la rosa; pero no es el tamaƱo lo que vale. Los tulipanes exhibĆ­an colores maravillosos; bien lo sabĆ­an y por eso se erguĆ­an todo lo posible, para que se les viese mejor. No prestaban la menor atención a la humilde margarita de allĆ” fuera, la cual los miraba, pensando: «”QuĆ© ricos y hermosos son! Ā”Seguramente vendrĆ”n a visitarlos las aves mĆ”s esplĆ©ndidas! Ā”QuĆ© suerte estar tan cerca; asĆ­ podrĆ© ver toda la fiesta!Ā». Y mientras pensaba esto, «”chirrit!Ā», he aquĆ­ que baja la alondra volando, pero no hacia el tulipĆ”n, sino hacia el cĆ©sped, donde estaba la pequeƱa margarita. Ɖsta tembló de alegrĆ­a, y no sabĆ­a quĆ© pensar. El avecilla revoloteaba a su alrededor, cantando: «”QuĆ© mullida es la hierba! Ā”QuĆ© linda florecita, de corazón de oro y vestido de plata!Ā». Porque, realmente, el punto amarillo de la margarita relucĆ­a como oro, y eran como plata los diminutos pĆ©talos que lo rodeaban. Nadie podrĆ­a imaginar la dicha de la margarita. El pĆ”jaro la besó con el pico y, despuĆ©s de dedicarle un canto melodioso, volvió a remontar el vuelo, perdiĆ©ndose en el aire azul. Transcurrió un buen cuarto de hora antes de que la flor se repusiera de su sorpresa. Un poco avergonzada, pero en el fondo rebosante de gozo, miró a las demĆ”s flores del jardĆ­n; habiendo presenciado el honor de que habĆ­a sido objeto, sin duda comprenderĆ­an su alegrĆ­a. Los tulipanes continuaban tan envarados como antes, pero tenĆ­an las caras enfurruƱadas y coloradas, pues la escena les habĆ­a molestado. Las peonias tenĆ­an la cabeza toda hinchada. Ā”Suerte que no podĆ­an hablar! La margarita hubiera oĆ­do cosas bien desagradables. La pobre advirtió el malhumor de las demĆ”s, y lo sentĆ­a en el alma. En Ć©stas se presentó en el jardĆ­n una muchacha, armada de un gran cuchillo, afilado y reluciente, y, dirigiĆ©ndose directamente hacia los tulipanes, los cortó uno tras otro. «”QuĆ© horror! -suspiró la margarita-. Ā”Ahora sĆ­ que todo ha terminado para ellos!Ā». La muchacha se alejó con los tulipanes, y la margarita estuvo muy contenta de permanecer fuera, en el cĆ©sped, y de ser una humilde florecilla. Y sintió gratitud por su suerte, y cuando el sol se puso, plegó sus hojas para dormir, y toda la noche soñó con el sol y el pajarillo. A la maƱana siguiente, cuando la margarita, feliz, abrió de nuevo al aire y a la luz sus blancos pĆ©talos como si fuesen diminutos brazos, reconoció la voz de la avecilla; pero era una tonada triste la que cantaba ahora. Ā”Buenos motivos tenĆ­a para ello la pobre alondra! La habĆ­an cogido y estaba prisionera en una jaula, junto a la ventana abierta. Cantaba la dicha de volar y de ser libre; cantaba las verdes mieses de los campos y los viajes maravillosos que hiciera en el aire infinito, llevada por sus alas. Ā”La pobre avecilla estaba bien triste, encerrada en la jaula! Ā”Cómo hubiera querido ayudarla, la margarita! Pero, ĀæquĆ© hacer? No se le ocurrĆ­a nada. Olvidóse de la belleza que la rodeaba, del calor del sol y de la blancura de sus hojas; sólo sabĆ­a pensar en el pĆ”jaro cautivo, para el cual nada podĆ­a hacer. De pronto salieron dos niƱos del jardĆ­n; uno de ellos empuƱaba un cuchillo grande y afilado, como el que usó la niƱa para cortar los tulipanes. Vinieron derechos hacia la margarita, que no acertaba a comprender su propósito.

  • PodrĆ­amos cortar aquĆ­ un buen trozo de cĆ©sped para la alondra -dijo uno, poniĆ©ndose a recortar un cuadrado alrededor de la margarita, de modo que la flor quedó en el centro.
  • Ā”Arranca la flor! -dijo el otro, y la margarita tuvo un estremecimiento de pĆ”nico, pues si la arrancaban morirĆ­a, y ella deseaba vivir, para que la llevaran con el cĆ©sped a la jaula de la alondra encarcelada.
  • No, dĆ©jala -dijo el primero-; hace mĆ”s bonito asĆ­ – y de esta forma la margarita se quedó con la hierba y fue llevada a la jaula de la alondra.

Pero la infeliz avecilla seguĆ­a llorando su cautiverio, y no cesaba de golpear con las alas los alambres de la jaula. La margarita no sabĆ­a pronunciar una sola palabra de consuelo, por mucho que quisiera. Y de este modo transcurrió toda la maƱana. «”No tengo agua! -exclamó la alondra prisionera-. Se han marchado todos, y no han pensado en ponerme una gota para beber. Tengo la garganta seca y ardiente, me ahogo, estoy calenturienta, y el aire es muy pesado. Ā”Ay, me morirĆ©, lejos del sol, de la fresca hierba, de todas las maravillas de Dios!Ā», y hundió el pico en el cĆ©sped, para reanimarse un poquitĆ­n con su humedad. Entonces se fijó en la margarita, y, saludĆ”ndola con la cabeza y dĆ”ndole un beso, dijo: Ā”TambiĆ©n tĆŗ te agostarĆ”s aquĆ­, pobre florecilla! TĆŗ y este puƱado de hierba verde es cuanto me han dejado de ese mundo inmenso que era mĆ­o. Cada tallito de hierba ha de ser para mĆ­ un verde Ć”rbol, y cada una de tus blancas hojas, una fragante flor. Ā”Ah, tĆŗ me recuerdas lo mucho que he perdido! «”QuiĆ©n pudiera consolar a esta avecilla desventurada!Ā» -pensaba la margarita, sin lograr mover un pĆ©talo; pero el aroma que exhalaban sus hojillas era mucho mĆ”s intenso del que suele serles propio. Lo advirtió la alondra, y aunque sentĆ­a una sed abrasadora que le hacĆ­a arrancar las briznas de hierba una tras otra, no tocó a la flor. Llegó el atardecer, y nadie vino a traer una gota de agua al pobre pajarillo. Ɖste extendió las lindas alas, sacudiĆ©ndolas espasmódicamente; su canto se redujo a un melancólico «”pip, pip!Ā»; agachó la cabeza hacia la flor y su corazón se quebró, de miseria y de nostalgia. La flor no pudo, como la noche anterior, plegar las alas y entregarse al sueƱo, y quedó con la cabeza colgando, enferma y triste. Los niƱos no comparecieron hasta la maƱana siguiente, y al ver el pĆ”jaro muerto se echaron a llorar. Vertiendo muchas lĆ”grimas, le excavaron una primorosa tumba, que adornaron luego con pĆ©talos de flores. Colocaron el cuerpo de la avecilla en una hermosa caja colorada, pues habĆ­an pensado hacerle un entierro principesco. Mientras vivió y cantó se olvidaron de Ć©l, dejaron que sufriera privaciones en la jaula; y, en cambio, ahora lo enterraban con gran pompa y muchas lĆ”grimas. El trocito de cĆ©sped con la margarita lo arrojaron al polvo de la carretera; nadie pensó en aquella florecilla que tanto habĆ­a sufrido por el pajarillo, y que tanto habrĆ­a dado por poderlo consolar.

LA NIƑA DE LOS FOSFOROS

Ā”QuĆ© frĆ­o hacĆ­a!; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la Ćŗltima noche del aƱo, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frĆ­o y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niƱa, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, Ā”de quĆ© le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre habĆ­a llevado Ćŗltimamente, y a la pequeƱa le venĆ­an tan grandes, que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venĆ­an a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la habĆ­a puesto un mozalbete, que dijo que la harĆ­a servir de cuna el dĆ­a que tuviese hijos. Y asĆ­ la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frĆ­o. En un viejo delantal llevaba un puƱado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo dĆ­a nadie le habĆ­a comprado nada, ni le habĆ­a dado un mĆ­sero chelĆ­n; volvĆ­ase a su casa hambrienta y medio helada, Ā”y parecĆ­a tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caĆ­an sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrĆ­an el cuello; pero no estaba ella para presumir. En un Ć”ngulo que formaban dos casas -una mĆ”s saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. EncogĆ­a los piececitos todo lo posible, pero el frĆ­o la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevĆ­a a volver a casa, pues no habĆ­a vendido ni un fósforo, ni recogido un triste cĆ©ntimo. Su padre le pegarĆ­a, ademĆ”s de que en casa hacĆ­a frĆ­o tambiĆ©n; sólo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habĆ­an procurado tapar las rendijas. TenĆ­a las manitas casi ateridas de frĆ­o. Ā”Ay, un fósforo la aliviarĆ­a seguramente! Ā”Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «”ritch!Ā». Ā”Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cĆ”lida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Parecióle a la pequeƱuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardĆ­a magnĆ­ficamente en su interior, Ā”y calentaba tan bien! La niƱa alargó los pies para calentĆ”rselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano. Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a Ć©sta transparente como si fuese de gasa, y la niƱa pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquĆ­simo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y frĆ­a pared. Encendió la niƱa una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosĆ­simo Ć”rbol de Navidad. Era aĆŗn mĆ”s alto y mĆ”s bonito que el que viera la Ćŗltima Nochebuena, a travĆ©s de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas, ardĆ­an en las ramas verdes, y de Ć©stas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeƱa levantó los dos bracitos… y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego. Ā«Alguien se estĆ” muriendoĀ» -pensó la niƱa, pues su abuela, la Ćŗnica persona que la habĆ­a querido, pero que estaba muerta ya, le habĆ­a dicho: Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios. Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariƱosa. – Ā”Abuelita! -exclamó la pequeƱa-. Ā”LlĆ©vame, contigo! SĆ© que te irĆ”s tambiĆ©n cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el Ć”rbol de Navidad. Apresuróse a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz mĆ”s clara que la del pleno dĆ­a. Nunca la abuelita habĆ­a sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niƱa en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeƱa sintiera ya frĆ­o, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro SeƱor. Pero en el Ć”ngulo de la casa, la frĆ­a madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente… Muerta, muerta de frĆ­o en la Ćŗltima noche del AƱo Viejo. La primera maƱana del Nuevo AƱo iluminó el pequeƱo cadĆ”ver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los cuales aparecĆ­a consumido casi del todo. «”Quiso calentarse!Ā», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que habĆ­a visto, ni el esplendor con que, en compaƱƭa de su anciana abuelita, habĆ­a subido a la gloria del AƱo Nuevo.

LA NIƑA JUDIA

Asistía a la escuela de pobres, entre otros niños, una muchachita judía, despierta y buena, la mÔs lista del colegio. No podía tomar parte en una de las lecciones, la de Religión, pues la escuela era cristiana. Durante la clase de Religión le permitían estudiar su libro de Geografía o resolver sus ejercicios de MatemÔticas, pero la chiquilla tenía terminados muy pronto sus deberes. Tenía delante un libro abierto, pero ella no lo leía; escuchaba desde su asiento, y el maestro no tardó en darse cuenta de que seguía con mÔs atención que los demÔs alumnos.

  • OcĆŗpate de tu libro – le dijo, con dulzura y gravedad; pero ella lo miró con sus brillantes ojos negros, y, al preguntarle, comprobó que la niƱa estaba mucho mĆ”s enterada que sus compaƱeros. HabĆ­a escuchado, comprendido y asimilado las explicaciones.

Su padre era un hombre de bien, muy pobre. Cuando llevó a la niña a la escuela, puso por condición que no la instruyesen en la fe cristiana. Pero se temió que si salía de la escuela mientras se daba la clase de enseñanza religiosa, perturbaría la disciplina o despertaría recelos y antipatías en los demÔs, y por eso se quedaba en su banco; pero las cosas no podían continuar así. El maestro llamó al padre de la chiquilla y le dijo que debía elegir entre retirar a su hija de la escuela o dejar que se hiciese cristiana.

  • No puedo soportar sus miradas ardientes, el fervor y anhelo de su alma por las palabras del Evangelio – aƱadió.

El padre rompió a llorar:

  • Yo mismo sĆ© muy poco de nuestra religión – dijo -, pero su madre era una hija de Israel, firme en su fe, y en el lecho de muerte le prometĆ­ que nuestra hija nunca serĆ­a bautizada. Debo cumplir mi promesa, es para mĆ­ un pacto con Dios.

Y la niña fue retirada de la escuela de los cristianos. Habían transcurrido algunos años. En una de las ciudades mÔs pequeñas de Jutlandia servía, en una modesta casa de la burguesía, una pobre muchacha de fe mosaica, llamada Sara; tenía el cabello negro como ébano, los ojos oscuros, pero brillantes y luminosos, como suele ser habitual entre las hijas del Oriente. La expresión del rostro seguía siendo la de aquella niña que, desde el banco de la escuela, escuchaba con mirada inteligente. Cada domingo llegaban a la calle, desde la iglesia, los sones del órgano y los cÔnticos de los fieles; llegaban a la casa donde la joven judía trabajaba, laboriosa y fiel.

  • GuardarĆ”s el sĆ”bado – ordenaba su religión; pero el sĆ”bado era para los cristianos dĆ­a de labor, y sólo podĆ­a observar el precepto en lo mĆ”s Ć­ntimo de su alma, y esto le parecĆ­a insuficiente. Sin embargo, ĀæquĆ© son para Dios los dĆ­as y las horas? Este pensamiento se habĆ­a despertado en su alma, y el domingo de los cristianos podĆ­a dedicarlo ella en parte a sus propias devociones; y como a la cocina llegaban los sones del órgano y los coros, para ella aquel lugar era santo y apropiado para la meditación. LeĆ­a entonces el Antiguo Testamento, tesoro y refugio de su pueblo, limitĆ”ndose a Ć©l, pues guardaba profundamente en la memoria las palabras que dijeran su padre y su maestro cuando fue retirada de la escuela, la promesa hecha a la madre moribunda, de que Sara no se harĆ­a nunca cristiana, que jamĆ”s abandonarĆ­a la fe de sus antepasados. El Nuevo Testamento debĆ­a ser para ella un libro cerrado, a pesar de que sabĆ­a muchas de las cosas que contenĆ­a, pues los recuerdos de niƱez no se habĆ­an borrado de su memoria. Una velada hallĆ”base Sara sentada en un rincón de la sala, atendiendo a la lectura del jefe de la familia; le estaba permitido, puesto que no leĆ­a el Evangelio, sino un viejo libro de Historia; por eso se habĆ­a quedado. Trataba el libro de un caballero hĆŗngaro que, prisionero de un bajĆ” turco, era uncido al arado junto con los bueyes y tratado a latigazos; las burlas y malos tratos lo habĆ­an llevado al borde de la muerte. La esposa del cautivo vendió todas sus alhajas e hipotecó el castillo y las tierras, a la vez que sus amigos aportaban cuantiosas sumas, pues el rescate exigido era enorme; fue reunido, sin embargo, y el caballero, redimido del oprobio y la esclavitud. Enfermo y achacoso, regresó el hombre a su patria. Poco despuĆ©s sonó la llamada general a la lucha contra los enemigos de la Cristiandad; el enfermo, al oĆ­rla, no se dio punto de reposo hasta verse montado en su corcel; sus mejillas recobraron los colores, parecieron volver sus fuerzas, y partió a la guerra. Y ocurrió que hizo prisionero precisamente a aquel mismo bajĆ” que lo habĆ­a uncido al arado y lo habĆ­a hecho objeto de toda suerte de burlas y malos tratos. Fue encerrado en una mazmorra, pero al poco rato acudió a visitarlo el caballero y le preguntó:
  • ĀæQuĆ© crees que te espera?
  • Bien lo sĆ© – respondió el turco -. Ā”Tu venganza!
  • SĆ­, la venganza del cristiano – repuso el caballero. – La doctrina de Cristo nos manda perdonar a nuestros enemigos y amar a nuestro prójimo, pues Dios es amor. Vuelve en paz a tu tierra y a tu familia, y aprende a ser compasivo y humano con los que sufren.

El prisionero prorrumpió en llanto:

  • Ā”Cómo podĆ­a yo esperar lo que estoy viendo! Estaba seguro, de que me esperaban el martirio y la tortura; por eso me tomĆ© un veneno que me matarĆ” en pocas horas. Ā”Voy a morir, no hay salvación posible! Pero antes de que termine mi vida, explĆ­came la doctrina que encierra tanto amor y tanta gracia, pues es una doctrina grande y divina! Ā”Deja que en ella muera, que muera cristiano! – Su petición fue atendida.

Tal fue la leyenda, la historia, que el dueƱo de la casa leyó en alta voz. Todos la escucharon con fervor, pero, sobre todo, llenó de fuego, y de vida a aquella muchacha sentada en el rincón: Sara, la joven judĆ­a. Grandes lĆ”grimas asomaron a sus brillantes ojos negros; en su alma infantil volvió a sentir, como ya la sintiera antaƱo en el banco de la escuela, la sublimidad del Evangelio. Las lĆ”grimas rodaron por sus mejillas. «”No dejes que mi hija se haga cristiana!Ā», habĆ­an sido las Ćŗltimas palabras de su madre moribunda; y en su corazón y en su alma resonaban aquellas otras palabras del mandamiento divino: Ā«HonrarĆ”s a tu padre y a tu madreĀ». «”No soy cristiana! Me llaman la judĆ­a; aĆŗn el domingo Ćŗltimo me lo llamaron en son de burla los hijos del vecino, cuando me estaba frente a la puerta abierta de la iglesia mirando el brillo de los cirios del altar y escuchando los cantos de los fieles. Desde mis tiempos de la escuela hasta ahora he venido sintiendo en el Cristianismo una fuerza que penetra en mi corazón como un rayo de sol aunque cierre los ojos. Pero no te afligirĆ© en la tumba, madre, no serĆ© perjura al voto de mi padre: no leerĆ© la Biblia cristiana. Tengo al Dios de mis antepasados; ante Ɖl puedo inclinar mi cabezaĀ». Y transcurrieron mĆ”s aƱos. Murió el cabeza de la familia y dejó a su esposa en situación apurada. HabĆ­a que renunciar a la muchacha; pero Sara no se fue, sino que acudió en su ayuda en el momento de necesidad; contribuyó a sostener el peso de la casa, trabajando hasta altas horas de a noche y procurando el pan de cada dĆ­a con la labor de sus manos. NingĆŗn pariente quiso acudir en auxilio de la familia; la viuda, cada dĆ­a mĆ”s dĆ©bil, habĆ­a de pasarse meses enteros en la cama, enferma. Sara la cuidaba, la velaba, trabajaba, dulce y piadosa; era una bendición para la casa hundida.

  • Toma la Biblia – dijo un dĆ­a la enferma. – LĆ©eme un fragmento. Ā”Es tan larga la velada y siento tantos deseos de oĆ­r la palabra de Dios! Sara bajó la cabeza; dobló las manos sobre la Biblia y, abriĆ©ndola, se puso a leerla a la enferma. A menudo le acudĆ­an las lĆ”grimas a los ojos, pero aumentaba en ellos la claridad, y tambiĆ©n en su alma: Ā«Madre, tu hija no puede recibir el bautismo de los cristianos ni ingresar en su comunidad; lo quisiste asĆ­ y respetarĆ© tu voluntad; estamos unidos aquĆ­ en la tierra, pero mĆ”s allĆ” de ella… estamos aĆŗn mĆ”s unidos en Dios, que nos guĆ­a y lleva allende la muerte. Ɖl desciende a la tierra, y despuĆ©s de dejarla sufrir la hace mĆ”s rica. Ā”Lo comprendo! No sĆ© yo misma cómo fue. Ā”Es por Ɖl, en Ɖl: Cristo!Ā». Estremecióse al pronunciar su nombre, y un bautismo de fuego la recorrió toda ella con mĆ”s fuerza de la que el cuerpo podĆ­a soportar, por lo que cayó desplomada, mĆ”s rendida que la enferma a quien velaba.
  • Ā”Pobre Sara! – dijeron -, no ha podido resistir tanto trabajo y tantas velas.

La llevaron al hospital, donde murió. La enterraron, pero no al cementerio de los cristianos; no habĆ­a en Ć©l lugar para la joven judĆ­a, sino fuera, junto al muro; allĆ­ recibió sepultura. Y el Hijo de Dios, que resplandece sobre las tumbas de los cristianos, proyecta tambiĆ©n su gloria sobre la de aquella doncella judĆ­a – que reposa fuera del sagrado recinto; y los cĆ”nticos religiosos que resuenan en el camposanto cristiano lo hacen tambiĆ©n sobre su tumba, a la que tambiĆ©n llegó la revelación: «”Hay una resurrección ,en Cristo!Ā», en Ɖl, el SeƱor, que dijo a sus discĆ­pulos: Ā«Juan os ha bautizado con agua, pero yo os bautizarĆ© en el nombre del EspĆ­ritu SantoĀ».

LA PAREJA DE ENAMORADOS

Un trompo y una pelota yacĆ­an juntos en una caja, entre otros diversos juguetes, y el trompo dijo a la pelota:

  • ĀæPor quĆ© no nos hacemos novios, puesto que vivimos juntos en la caja?

Pero la pelota, que estaba cubierta de un bello tafilete y presumía como una encopetada señorita, ni se dignó contestarle. Al día siguiente vino el niño propietario de los juguetes, y se le ocurrió pintar el trompo de rojo y amarillo y clavar un clavo de latón en su centro. El trompo resultaba verdaderamente espléndido cuando giraba.

  • Ā”MĆ­reme! -dijo a la pelota-. ĀæQuĆ© me dice ahora? ĀæQuiere que seamos novios? Somos el uno para el otro. Usted salta y yo bailo. ĀæPuede haber una pareja mĆ”s feliz?
  • ĀæUsted cree? -dijo la pelota con ironĆ­a-. Seguramente ignora que mi padre y mi madre fueron zapatillas de tafilete, y que mi cuerpo es de corcho espaƱol.
  • SĆ­, pero yo soy de madera de caoba -respondió la peonza- y el propio alcalde fue quien me torneó. Tiene un torno y se divirtió mucho haciĆ©ndome.
  • ĀæEs cierto lo que dice? -preguntó la pelota.
  • Ā”QuĆ© jamĆ”s reciba un latigazo si miento! respondió el trompo.
  • Desde luego, sabe usted hacerse valer -dijo la pelota-; pero no es posible; estoy, como quien dice, prometida con una golondrina. Cada vez que salto en el aire, asoma la cabeza por el nido y pregunta: «¿Quiere? ĀæQuiere?Ā». Yo, interiormente, le he dado ya el sĆ­, y esto vale tanto como un compromiso. Sin embargo, aprecio sus sentimientos y le prometo que no lo olvidarĆ©.
  • Ā”Vaya consuelo! -exclamó el trompo, y dejaron de hablarse.

Al día siguiente, el niño jugó con la pelota. El trompo la vio saltar por los aires, igual que un pÔjaro, tan alta, que la perdía de vista. Cada vez volvía, pero al tocar el suelo pegaba un nuevo salto sea por afÔn de volver al nido de la golondrina, sea porque tenía el cuerpo de corcho. A la novena vez desapareció y ya no volvió; por mucho que el niño estuvo buscÔndola, no pudo dar con ella.

  • Ā”Yo sĆ© dónde estĆ”! -suspiró el trompo-. Ā”EstĆ” en el nido de la golondrina y se ha casado con ella!

Cuanto mĆ”s pensaba el trompo en ello tanto mĆ”s enamorado se sentĆ­a de la pelota. Su amor crecĆ­a precisamente por no haber logrado conquistarla. Lo peor era que ella hubiese aceptado a otro. Y el trompo no cesaba de pensar en la pelota mientras bailaba y zumbaba; en su imaginación la veĆ­a cada vez mĆ”s hermosa. AsĆ­ pasaron algunos aƱos y aquello se convirtió en un viejo amor. El trompo ya no era joven. Pero he aquĆ­ que un buen dĆ­a lo doraron todo. Ā”Nunca habĆ­a sido tan hermoso! En adelante serĆ­a un trompo de oro, y saltaba que era un contento. Ā”HabĆ­a que oĆ­r su ronrón! Pero de pronto pegó un salto excesivo y… Ā”adiós! Lo buscaron por todas partes, incluso en la bodega, pero no hubo modo de encontrarlo. ĀæDónde estarĆ­a? HabĆ­a saltado al depósito de la basura, dónde se mezclaban toda clase de cachivaches, tronchos de col, barreduras y escombros caĆ­dos del canalón.

  • Ā”A buen sitio he ido a parar! AquĆ­ se me despintarĆ” todo el dorado. Ā”Vaya gentuza la que me rodea!-. Y dirigió una mirada de soslayo a un largo troncho de col que habĆ­an cortado demasiado cerca del repollo, y luego otra a un extraƱo objeto esfĆ©rico que parecĆ­a una manzana vieja. Pero no era una manzana, sino una vieja pelota, que se habĆ­a pasado varios aƱos en el canalón y estaba medio consumida por la humedad.
  • Ā”Gracias a Dios que ha venido uno de los nuestros, con quien podrĆ© hablar! -dijo la pelota considerando al dorado trompo.
  • Tal y como me ve, soy de tafilete, me cosieron manos de doncella y tengo el cuerpo de corcho espaƱol, pero nadie sabe apreciarme. Estuve a punto de casarme con una golondrina, pero caĆ­ en el canalón, y en Ć©l me he pasado seguramente cinco aƱos. Ā”Ay, cómo me ha hinchado la lluvia! CrĆ©eme, Ā”es mucho tiempo para una seƱorita de buena familia!

Pero el trompo no respondió; pensaba en su viejo amor, y, cuanto mÔs oía a la pelota, tanto mÔs se convencía de que era ella. Vino en éstas la criada, para verter el cubo de la basura.

  • Ā”Anda, aquĆ­ estĆ” el trompo dorado! -dijo.

El trompo volvió a la habitación de los niños y recobró su honor y prestigio, pero de la pelota nada mÔs se supo. El trompo ya no habló mÔs de su viejo amor. El amor se extingue cuando la amada se ha pasado cinco años en un canalón y queda hecha una sopa; ni siquiera es reconocida al encontrarla en un cubo de basura.

LA PASTORA Y EL DESHOLLINADOR

¿Has visto alguna vez uno de estos armarios muy viejos, ennegrecidos por los años, adornados con tallas de volutas y follaje? Pues uno así había en una sala; era una herencia de la bisabuela, y de arriba abajo estaba adornado con tallas de rosas y tulipanes. Presentaba los arabescos mÔs raros que quepa imaginar, y entre ellos sobresalían cabecitas de ciervo con sus cornamentas. En el centro, habían tallado un hombre de cuerpo entero; su figura era de verdad cómica, y en su cara se dibujaba una mueca, pues aquello no se podía llamar risa. Tenía patas de cabra, cuernecitos en la cabeza y una luenga barba. Los niños de la casa lo llamaban siempre el «Sargento-mayor-y-menormariscal-de-campo-pata-de-chivo»; era un nombre muy largo, y son bien pocos los que ostentan semejante titulo; ”y no debió de tener poco trabajo, el que lo esculpió! Y allí estaba, con la vista fija en la mesa situada debajo del espejo, en la que había una linda pastorcilla de porcelana, con zapatos dorados, el vestido graciosamente sujeto con una rosa encarnada, un dorado sombrerito en la cabeza y un bÔculo de pastor en la mano: era un primor. A su lado había un pequeño deshollinador, negro como el carbón, aunque asimismo de porcelana, tan fino y pulcro como otro cualquiera; lo de deshollinador sólo lo representaba: el fabricante de porcelana lo mismo hubiera podido hacer de él un príncipe, ”qué mÔs le daba! He ahí, pues, al hombrecillo con su escalera, y unas mejillas blancas y sonrosadas como las de la muchacha, lo cual no dejaba de ser un contrasentido, pues un poquito de hollín le hubiera cuadrado mejor. Estaba de pie junto a la pastora; los habían colocado allí a los dos, y, al encontrarse tan juntos, se habían enamorado. Nada había que objetar: ambos eran de la misma porcelana e igualmente frÔgiles. A su lado había aún otra figura, tres veces mayor que ellos: un viejo chino que podía agachar la cabeza. Era también de porcelana, y pretendía ser el abuelo de la zagala, aunque no estaba en situación de probarlo. Afirmaba tener autoridad sobre ella, y, en consecuencia, había aceptado, con un gesto de la cabeza, la petición que el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-decampo-pata-de-chivo» le había hecho de la mano de la pastora.

  • TendrĆ”s un marido -dijo el chino a la muchacha- que estoy casi convencido, es de madera de Ć©bano; harĆ” de ti la

«Sargenta-mayor-y-menor-mariscal-de-campopata-de-chivo». Su armario estÔ repleto de objetos de plata, ”y no digamos ya lo que deben contener los cajones secretos!

  • Ā”No quiero entrar en el oscuro armario! protestó la pastorcilla-. He oĆ­do decir que guarda en Ć©l once mujeres de porcelana. – En este caso, tĆŗ serĆ”s la duodĆ©cima -replicó el chino-. Esta noche, en cuanto cruja el viejo armario, se celebrarĆ” la boda, Ā”como yo soy chino! -. E, inclinando la cabeza, se quedó dormido.

La pastorcilla, llorosa, levantó los ojos al dueƱo de su corazón, el deshollinador de porcelana. – Quisiera pedirte un favor. ĀæQuieres venirte conmigo por esos mundos de Dios? AquĆ­ no podemos seguir.

  • Yo quiero todo lo que tĆŗ quieras -respondióle el mocito.- VĆ”monos enseguida, estoy seguro de que podrĆ© sustentarte con mi trabajo.
  • Ā”Oh, si pudiĆ©semos bajar de la mesa sin contratiempo! -dijo ella-. Sólo me sentirĆ© contenta cuando hayamos salido a esos mundos.

Ɖl la tranquilizó, y le enseñó cómo tenĆ­a que colocar el piececito en las labradas esquinas y en el dorado follaje de la pata de la mesa; sirvióse de su escalera, y en un santiamĆ©n se encontraron en el suelo. Pero al mirar al armario, observaron en Ć©l una agitación; todos los ciervos esculpidos alargaban la cabeza y, levantando la cornamenta, volvĆ­an el cuello; el Ā«Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campopata-de-chivoĀ» pegó un brinco y gritó al chino:

  • Ā”Se escapan, se escapan!

Los pobrecillos, asustados, se metieron en un cajón que había debajo de la ventana. Había allí tres o cuatro barajas, aunque ninguna completa, y un teatrillo de títeres montado un poco a la buena de Dios. Precisamente se estaba representando una función y todas las damas, oros y corazones, tréboles y espadas, sentados en las primeras filas, se abanicaban con sus tulipanes; detrÔs quedaban las sotas, mostrando que tenían cabeza o, por decirlo mejor, cabezas, una arriba y otra abajo, como es costumbre en los naipes. El argumento trataba de dos enamorados que no podían ser el uno para el otro, y la pastorcilla se echó a llorar, por lo mucho que el drama se parecía al suyo.

  • Ā”No puedo resistirlo! -exclamó-. Ā”Tengo que salir del cajón! -. Pero una vez volvieron a estar en el suelo y levantaron los ojos a la mesa, el viejo chino, despierto, se tambaleó con todo el cuerpo, pues por debajo de la cabeza lo tenĆ­a de una sola pieza.
  • Ā”Que viene el viejo chino! -gritó la zagala azorada, cayendo de rodillas.
  • Se me ocurre una idea -dijo el deshollinador-. ĀæY si nos metiĆ©semos en aquella gran jarra de la esquina? Estaremos entre rosas y espliego, y si se acerca le arrojaremos sal a los ojos.
  • No servirĆ­a de nada -respondió ella-. AdemĆ”s, sĆ© que el chino y la jarra estuvieron prometidos, y siempre queda cierta simpatĆ­a en semejantes circunstancias. No; el Ćŗnico recurso es lanzarnos al mundo.
  • ĀæDe verdad te sientes con valor para hacerlo? preguntó el deshollinador-. ĀæHas pensado en lo grande que es y que nunca podremos volver a este lugar?
  • SĆ­ -afirmó ella.

El deshollinador la miró fijamente y luego dijo: – Mi camino pasa por la chimenea. ĀæDe veras te sientes con Ć”nimo para aventurarte en el horno y trepar por la tuberĆ­a? SaldrĆ­amos al exterior de la chimenea; una vez allĆ­, ya sabrĆ­a yo apaƱƔrmelas. Subiremos tan arriba, que no podrĆ”n alcanzarnos, y en la cima hay un orificio que sale al vasto mundo. Y la condujo a la puerta del horno.

  • Ā”QuĆ© oscuridad! -exclamó ella, sin dejar de seguir a su guĆ­a por la caja del horno y por el tubo, oscuro como boca de lobo.
  • Estamos ahora en la chimenea -explicóle Ć©l-. FĆ­jate: allĆ” arriba brilla la mĆ”s hermosa de las estrellas.

Era una estrella del cielo que les enviaba su luz, exactamente como para mostrarles el camino. Y ellos venga trepar y arrastrarse. ”Horrible camino, y tan alto! Pero el mozo la sostenía, indicÔndole los mejores agarraderos para apoyar sus piececitos de porcelana. Así llegaron al borde superior de la chimenea y se sentaron en él, pues estaban muy cansados, y no sin razón. Encima de ellos extendíase el cielo con todas sus estrellas, y a sus pies quedaban los tejados de la ciudad. Pasearon la mirada en derredor, hasta donde alcanzaron los ojos; la pobre pastorcilla jamÔs habla imaginado cosa semejante; reclinó la cabecita en el hombro de su deshollinador y prorrumpió en llanto, con tal vehemencia que se le saltaba el oro del cinturón.

  • Ā”Es demasiado! -exclamó-. No podrĆ© soportarlo, el mundo es demasiado grande. Ā”OjalĆ” estuviese sobre la mesa, bajo el espejo! No serĆ© feliz hasta que vuelva a encontrarme allĆ­. Te he seguido al ancho mundo; ahora podrĆ­as devolverme al lugar de donde salimos. Lo harĆ”s, si es verdad que me quieres.

El deshollinador le recordó prudentemente el viejo chino y el Ā«Sargento-mayor-y-menormariscal-de-campo-pata-de-chivoĀ», pero ella no cesaba de sollozar y besar a su compaƱerito, el cual no pudo hacer otra cosa que ceder a sus sĆŗplicas, aun siendo una locura. Y asĆ­ bajaron de nuevo, no sin muchos tropiezos, por la chimenea, y se arrastraron por la tuberĆ­a y el horno. No fue nada agradable.Ā  Una vez en la caja del horno, pegaron la oreja a la puerta para enterarse de cómo andaban las cosas en la sala. Reinaba un profundo silencio; miraron al interior y… Ā”Dios mĆ­o!, el viejo chino yacĆ­a en el suelo. Se habĆ­a caĆ­do de la mesa cuando trató de perseguirlos, y se rompió en tres pedazos; toda la espalda era uno de ellos, y la cabeza, rodando, habĆ­a ido a parar a una esquina. El Ā«Sargento-mayor-y-menor- mariscal-de-campo-pata-de-chivoĀ» seguĆ­a en su puesto con aire pensativo.

  • Ā”Horrible! -exclamó la pastorcita-. El abuelo roto a pedazos, y nosotros tenemos la culpa. Ā”No lo resistirĆ©! -y se retorcĆ­a las manos.
  • AĆŗn es posible pegarlo -dijo el deshollinador-. Pueden pegarlo muy bien, tranquilĆ­zate; si le ponen masilla en la espalda y un buen clavo en la nuca quedarĆ” como nuevo; aĆŗn nos dirĆ” cosas desagradables.
  • ĀæCrees? -preguntó ella. Y treparon de nuevo a la mesa.
  • Ya ves lo que hemos conseguido -dijo el deshollinador-. PodĆ­amos habernos ahorrado todas estas fatigas.
  • Ā”Si al menos estuviese pegado el abuelo! observó la muchacha-. ĀæCostarĆ” muy caro?

Pues lo pegaron, sí señor; la familia cuidó de ello. Fue encolado por la espalda y clavado por el pescuezo, con lo cual quedó como nuevo, aunque no podía ya mover la cabeza.

  • Se ha vuelto usted muy orgulloso desde que se hizo pedazos -dijo el Ā«Sargento-mayor-ymenor-mariscal-de-campo-pata-de-chivoĀ» -. Y la verdad que no veo los motivos. ĀæMe la va a dar o no?

El deshollinador y la pastorcilla dirigieron al viejo chino una mirada conmovedora, temerosos de que agachase la cabeza; pero le era imposible hacerlo, y le resultaba muy molesto tener que explicar a un extraƱo que llevaba un clavo en la nuca. Y de este modo siguieron viviendo juntas aquellas personitas de porcelana, bendiciendo el clavo del abuelo y queriĆ©ndose hasta que se hicieron pedazos a su vez. Ā  Ā  Ā  Ā  LA PIEDRA FILOSOFAL Ā  Ā  Ā  Sin duda conoces la historia de Holger Danske. No te la voy a contar, y sólo te preguntarĆ© si recuerdas que Ā«Holger Danske conquistó la vasta tierra de la India Oriental, hasta el tĆ©rmino del mundo, hasta aquel Ć”rbol que llaman Ć”rbol del SolĀ», segĆŗn narra Christen Pedersen. ĀæSabes quiĆ©n es Christen Pedersen? No importa que no lo conozcas. AllĆ­, Holger Danske confirió al Preste Juan poder y soberanĆ­a sobre la tierra de la India. ĀæConoces al Preste Juan? Bueno eso tampoco tiene importancia, pues no ha de salir en nuestra historia. En ella te hablamos del Ć”rbol del Sol Ā«de la tierra de Indias Orientales, en el extremo del mundoĀ», segĆŗn creĆ­an entonces los que no habĆ­an estudiado GeografĆ­a como nosotros. Pero tampoco esto importa. El Ć”rbol del Sol era un Ć”rbol magnĆ­fico, como nosotros nunca hemos visto ni lo verĆ”s tĆŗ. Su copa abarcaba un radio de varias millas; en realidad era todo un bosque, y cada rama, aĆŗn la mĆ”s pequeƱa, era como un Ć”rbol entero. HabĆ­a palmeras, hayas, pinos, en fin, todas las especies de Ć”rboles que crecen en el vasto mundo, brotaban allĆ­ cual ramitas de las ramas grandes, y Ć©stas, con sus curvaturas y nudos, parecĆ­an a su vez valles y montaƱas, y estaban revestidas de un verdor aterciopelado y cuajado de flores. Cada rama era como un gran prado florido o un hermosĆ­simo jardĆ­n. El sol enviaba sus rayos bienhechores; por algo era el Ć”rbol del Sol, y en Ć©l se reunĆ­an las aves de todos los confines del mundo: las procedentes de las selvas vĆ­rgenes americanas, las que venĆ­an de las rosaledas de Damasco y de los desiertos y sabanas del Ɓfrica, donde el elefante y el león creen reinar como Ćŗnicos soberanos. VenĆ­an las aves polares y tambiĆ©n la cigüeƱa y la golondrina, naturalmente. Pero no sólo acudĆ­an las aves: el ciervo, la ardilla, el antĆ­lope y otros mil animales veloces y hermosos se sentĆ­an allĆ­ en su casa. La copa del Ć”rbol era un gran jardĆ­n perfumado, y en ella, el centro de donde las ramas mayores irradiaban cual verdes colinas, levantĆ”base un palacio de cristal, desde cuyas ventanas se veĆ­an todos los paĆ­ses del mundo. Cada torre se erguĆ­a como un lirio, y se subĆ­a a su cima por el interior del tallo, en el que habĆ­a una escalera. Como se puede comprender fĆ”cilmente, las hojas venĆ­an a ser como unos balcones a los que uno podĆ­a asomarse, y en lo mĆ”s alto de la flor habĆ­a una gran sala circular, brillante y maravillosa, cuyo techo era el cielo azul, con el sol y las estrellas. No menos soberbios, aunque de otra forma, eran los vastos salones del piso inferior del palacio, en cuyas paredes se reflejaba el mundo entero. En ellas podĆ­a verse todo lo que sucedĆ­a, y no hacĆ­a falta leer los periódicos, los cuales, por otra parte, no existĆ­an. Todos los sucesos desfilaban en imĆ”genes vivientes sobre la pared; claro que no era posible atender a todas, pues cada cosa tiene sus lĆ­mites, valederos incluso para el mĆ”s sabio de los hombres, y el hecho es que allĆ­ moraba el mĆ”s sabio de todos. Su nombre es tan difĆ­cil de pronunciar, que no sabrĆ­as hacerlo aunque te empeƱaras, de manera que vamos a dejarlo. SabĆ­a todo lo que un hombre puede saber y todo lo que se sabrĆ” en esta Tierra nuestra, con todos los inventos realizados y los que aĆŗn quedan por realizar; pero no mĆ”s, pues, como ya dijimos, todo tiene sus lĆ­mites. El sabio rey Salomón, con ser tan sabio, no le llegaba en ciencia ni a la mitad. EjercĆ­a su dominio sobre las fuerzas de la Naturaleza y sobre poderosos espĆ­ritus. La misma Muerte tenĆ­a que presentĆ”rsele cada maƱana con la lista de los destinados a morir en el transcurso del dĆ­a; pero el propio rey Salomón tuvo un dĆ­a que fallecer, y Ć©ste era el pensamiento que, a menudo y con extraƱa intensidad, ocupaba al sabio, al poderoso seƱor del palacio del Ć”rbol del Sol. TambiĆ©n Ć©l, tan superior a todos los demĆ”s humanos en sabidurĆ­a, estaba condenado a morir. No lo ignoraba; y sus hijos morirĆ­an asimismo; como las hojas del bosque, caerĆ­an y se convertirĆ­an en polvo. Como desaparecen las hojas de los Ć”rboles y su lugar es ocupado por otras, asĆ­ veĆ­a desvanecerse el gĆ©nero humano, y las hojas caĆ­das jamĆ”s renacen; se transforman en polvo, o en otras partes del vegetal. ĀæQuĆ© es de los hombres cuando viene el Ɓngel de la Muerte? ĀæQuĆ© significa en realidad morir? El cuerpo se disuelve, y el alma… sĆ­, ĀæquĆ© es el alma? ĀæQuĆ© serĆ” de ella? ĀæAdónde va? Ā«A la vida eternaĀ», respondĆ­a, consoladora, la Religión. Pero, Āæcómo se hace el trĆ”nsito? ĀæDónde se vive y cómo? Ā«AllĆ” en el cielo – contestaban las gentes piadosas -, allĆ­ es donde vamosĀ». «”AllĆ” arriba! – repetĆ­a el sabio, levantando los ojos al sol y las estrellas -, Ā”allĆ” arriba!Ā» – y veĆ­a, dada la forma esfĆ©rica de la Tierra, que el arriba y el abajo eran una sola y misma cosa, segĆŗn el lugar en que uno se halle en la flotante bola terrestre. Si subĆ­a hasta el punto culminante del Planeta, el aire, que acĆ” abajo vemos claro y transparente, el Ā«cielo luminosoĀ» se convertĆ­a en un espacio oscuro, negro como el carbón y tupido como un paƱo, y el sol aparecĆ­a sin rayos ardientes, mientras nuestra Tierra estaba como envuelta en una niebla de color anaranjado. Ā”QuĆ© limitado era el ojo del cuerpo! Ā”QuĆ© poco alcanzaba el del alma! Ā”QuĆ© pobre era nuestra ciencia! El propio sabio sabĆ­a bien poco de lo que tanto nos importarĆ­a saber. En la cĆ”mara secreta del palacio se guardaba el mĆ”s precioso tesoro de la tierra: Ā«El libro de la VerdadĀ». Lo leĆ­a hoja tras hoja. Era un libro que todo hombre puede leer, aunque sólo a fragmentos. Ante algunos ojos las letras bailan y no dejan descifrar las palabras. En algunas pĆ”ginas la escritura se vuelve a veces tan pĆ”lida y borrosa, que parecen hojas en blanco. Cuanto mĆ”s sabio se es, tanto mejor se puede leer, y el mĆ”s sabio es el que mĆ”s lee. Nuestro sabio podĆ­a ademĆ”s concentrar la luz de las estrellas, la del sol, la de las fuerzas ocultas y la del espĆ­ritu. Con todo este brillo se le hacĆ­a aĆŗn mĆ”s visible la escritura de las hojas. Mas en el capĆ­tulo titulado Ā«La vida despuĆ©s de la muerteĀ» no se distinguĆ­a ni la menor manchita. Aquello lo acongojaba. ĀæNo conseguirĆ­a encontrar acĆ” en la Tierra una luz que le hiciese visible lo que decĆ­a Ā«El libro de la VerdadĀ»? Como el sabio rey Salomón, comprendĆ­a el lenguaje de los animales, oĆ­a su canto y su discurso, mas no por ello adelantaba en sus conocimientos. Descubrió en las plantas y los metales Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  fuerzas Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  capaces Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  de Ā Ā Ā Ā Ā Ā  alejar Ā  las enfermedades y la muerte, pero ninguna capaz de destruirla. En todo lo que habĆ­a sido creado y Ć©l podĆ­a alcanzar, buscaba la luz capaz de iluminar la certidumbre de una vida eterna, pero no la encontraba. TenĆ­a abierto ante sus ojos Ā«El libro de la VerdadĀ», mas las pĆ”ginas estaban en blanco. El Cristianismo le ofrecĆ­a en la Biblia la consoladora promesa de una vida eterna, pero Ć©l se empeƱaba vanamente en leer en su propio libro. TenĆ­a cinco hijos, instruidos como sólo puede instruirlos el padre mĆ”s sabio, y una hija hermosa, dulce e inteligente, pero ciega. Esta desgracia apenas la sentĆ­a ella, pues su padre y sus hermanos le hacĆ­an de ojos, y su sentimiento Ć­ntimo le daba la seguridad suficiente. Nunca los hijos se habĆ­an alejado mĆ”s allĆ” de donde se extendĆ­an las ramas de los Ć”rboles, y menos aĆŗn la hija; todos se sentĆ­an felices en la casa de su niƱez, en el paĆ­s de su infancia, en el esplĆ©ndido y fragante Ć”rbol del Sol. Como todos los niƱos, gustaban de oĆ­r cuentos, y su padre les contaba muchas cosas que otros niƱos no habrĆ­an comprendido; pero aquĆ©llos eran tan inteligentes como entre nosotros suelen ser la mayorĆ­a de los viejos. ExplicĆ”bales los cuadros vivientes que veĆ­an en las paredes del palacio, las acciones de los hombres y los acontecimientos en todos los paĆ­ses de la Tierra, y con frecuencia los hijos sentĆ­an deseos de encontrarse en el lugar de los sucesos y de participar en las grandes hazaƱas. Mas el padre les decĆ­a entonces lo difĆ­cil y amarga que es la vida en la Tierra, y que las cosas no discurrĆ­an en ella como las veĆ­an desde su maravilloso mundo infantil. HablĆ”bales de la Belleza, la Verdad y la Bondad, diciendo que estas tres cosas sostenĆ­an unido al mundo y que, bajo la presión que sufrĆ­an, se transformaban en una piedra preciosa mĆ”s lĆ­mpida que el diamante. Su brillo tenĆ­a valor ante Dios, lo iluminaba todo, y esto era en realidad la llamada piedra filosofal. DecĆ­ales que, del mismo modo que partiendo de lo creado se deducĆ­a la existencia de Dios, asĆ­ tambiĆ©n partiendo de los mismos hombres se llegaba a la certidumbre de que aquella piedra serĆ­a encontrada. MĆ”s no podĆ­a decirles, y esto era cuanto sabĆ­a acerca de ella. Para otros niƱos, aquella explicación hubiera sido incomprensible, pero los suyos sĆ­ la entendieron, y andando el tiempo es de creer que tambiĆ©n la entenderĆ”n los demĆ”s. No se cansaban de preguntar a su padre acerca de la Belleza, la Bondad y la Verdad, y Ć©l les explicaba mil cosas, y les dijo tambiĆ©n que cuando Dios creó al hombre con limo de la tierra, estampó en Ć©l cinco besos de fuego salidos del corazón, fĆ©rvidos besos divinos, y ellos son lo que llamamos los cinco sentidos: por medio de ellos vemos, sentimos y comprendemos la Belleza, la Bondad y la Verdad; por ellos apreciamos y valoramos las cosas, ellos son para nosotros una protección y un estĆ­mulo. En ellos tenemos cinco posibilidades de percepción, interiores y exteriores, raĆ­z y cima, cuerpo y alma. Los niƱos pensaron mucho en todo aquello; dĆ­a y noche ocupaba sus pensamientos. El hermano mayor tuvo un sueƱo maravilloso y extraƱo, que luego tuvo tambiĆ©n el segundo, y despuĆ©s el tercero y el cuarto. Todos soƱaron lo mismo: que se marchaban a correr mundo y encontraban la piedra filosofal. Como una llama refulgente, brillaba en sus frentes cuando, a la claridad del alba, regresaban, montados en sus velocĆ­simos corceles, al palacio paterno, a travĆ©s de los prados verdes y aterciopelados del jardĆ­n de su patria. Y la piedra preciosa irradiaba una luz celestial y un resplandor tan vivo sobre las hojas del libro, que se hacĆ­a visible lo que en ellas estaba escrito acerca de la vida de ultratumba. La hermana no soñó en irse al mundo, ni le pasó la idea por la mente; para ella, el mundo era la casa de su padre. – Me marcho a correr mundo – dijo el mayor -. Tengo que probar sus azares y su modo de vida, y alternar con los hombres. Sólo quiero lo bueno y lo verdadero; con ellos encontrarĆ© lo bello. A mi regreso cambiarĆ”n muchas cosas. Sus pensamientos eran audaces y grandiosos, como suelen serlo los nuestros cuando estamos en casa, junto a la estufa, antes de salir al mundo y experimentar los rigores del viento y la intemperie y las punzadas de los abrojos. En Ć©l, como en sus hermanos, los cinco sentidos estaban muy desarrollados, tanto interior como exteriormente, pero cada uno tenĆ­a un sentido que superaba en perfección a los restantes. En el mayor era el de la vista, y buen servicio le prestarĆ­a. TenĆ­a ojos para todas las Ć©pocas, – decĆ­a – ojos para todos los pueblos, ojos capaces de ver incluso en el interior de la tierra, donde yacen los tesoros, y en el interior del corazón humano, como si Ć©ste estuviera sólo recubierto por una lĆ”mina de cristal; es decir, que en una mejilla que se sonroja o palidece, o en un ojo que llora o rĆ­e, veĆ­a mucho mĆ”s de lo que vemos nosotros. El ciervo y el antĆ­lope lo acompaƱaron hasta la frontera occidental, y allĆ­ se les juntaron los cisnes salvajes, que volaban hacia el Noroeste. Ɖl los siguió, y pronto se encontró en el vasto mundo, lejos de la tierra de su padre, la cual se extiende Ā«por Oriente hasta el confĆ­n del mundoĀ»..

LA PRINCESA DEL GUISANTE

Ɖrase una vez un prĆ­ncipe que querĆ­a casarse con una princesa, pero que fuese una princesa de verdad. En su busca recorrió todo el mundo, mas siempre habĆ­a algĆŗn pero. Princesas habĆ­a muchas, mas nunca lograba asegurarse de que lo fueran de veras; cada vez encontraba algo que le parecĆ­a sospechoso. AsĆ­ regresó a su casa muy triste, pues estaba empeƱado en encontrar a una princesa autĆ©ntica. Una tarde estalló una terrible tempestad; sucedĆ­anse sin interrupción los rayos y los truenos, y llovĆ­a a cĆ”ntaros; era un tiempo espantoso. En Ć©stas llamaron a la puerta de la ciudad, y el anciano Rey acudió a abrir.Ā  Una princesa estaba en la puerta; pero Ā”santo Dios, cómo la habĆ­an puesto la lluvia y el mal tiempo! El agua le chorreaba por el cabello y los vestidos, se le metĆ­a por las caƱas de los zapatos y le salĆ­a por los tacones; pero ella afirmaba que era una princesa verdadera. Ā«Pronto lo sabremosĀ», pensó la vieja Reina, y, sin decir palabra, se fue al dormitorio, levantó la cama y puso un guisante sobre la tela metĆ”lica; luego amontonó encima veinte colchones, y encima de Ć©stos, otros tantos edredones. En esta cama debĆ­a dormir la princesa. Por la maƱana le preguntaron quĆ© tal habĆ­a descansado. – Ā”Oh, muy mal! -exclamó-. No he pegado un ojo en toda la noche. Ā”Sabe Dios lo que habrĆ­a en la cama! Ā”Era algo tan duro, que tengo el cuerpo lleno de cardenales! Ā”Horrible!. Entonces vieron que era una princesa de verdad, puesto que, a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones, habĆ­a sentido el guisante. Nadie, sino una verdadera princesa, podĆ­a ser tan sensible. El prĆ­ncipe la tomó por esposa, pues se habĆ­a convencido de que se casaba con una princesa hecha y derecha; y el guisante pasó al museo, donde puede verse todavĆ­a, si nadie se lo ha llevado. Esto sĆ­ que es una historia, Āæverdad?.

LA PRINCESA Y EL FRIJOL

Había una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero que no se contentaba sino con una princesa de verdad. De modo que se dedicó a buscarla por el mundo entero, aunque inútilmente, ya que a todas las que le presentaban les hallaba algún defecto. Princesas había muchas, pero nunca podía estar seguro de que lo fuesen de veras: siempre había en ellas algo que no acababa de estar bien. Así que regresó a casa lleno de sentimiento, pues ”deseaba tanto una verdadera princesa! Cierta noche se desató una tormenta terrible. Menudeaban los rayos y los truenos y la lluvia caía a cÔntaros ”aquello era espantoso! De pronto tocaron a la puerta de la ciudad, y el viejo rey fue a abrir en persona. En el umbral había una princesa. Pero, ”santo cielo, cómo se había puesto con el mal tiempo y la lluvia! El agua le chorreaba por el pelo y las ropas, se le colaba en los zapatos y le volvía a salir por los talones. A pesar de esto, ella insistía en que era una princesa real y verdadera. «Bueno, eso lo sabremos muy pronto», pensó la vieja reina. Y, sin decir una palabra, se fue a su cuarto, quitó toda la ropa de la cama y puso un frijol sobre el bastidor; luego colocó veinte colchones sobre el fríjol, y encima de ellos, veinte almohadones hechos con las plumas mÔs suaves que uno pueda imaginarse. Allí tendría que dormir toda la noche la princesa. A la mañana siguiente le preguntaron cómo había dormido. -”Oh, terriblemente mal! -dijo la princesa-. Apenas pude cerrar los ojos en toda la noche. ”Vaya usted a saber lo que había en esa cama! Me acosté sobre algo tan duro que amanecí llena de cardenales por todas partes. ”Fue sencillamente horrible! Oyendo esto, todos comprendieron enseguida que se trataba de una verdadera princesa, ya que había sentido el fríjol nada menos que a través de los veinte colchones y los veinte almohadones. Sólo una princesa podía tener una piel tan delicada. Y así el príncipe se casó con ella, seguro de que la suya era toda una princesa. Y el fríjol fue enviado a un museo, donde se le puede ver todavía, a no ser que alguien se lo haya robado. Vaya, éste sí que fue todo un cuento, ¿verdad?

Ā  LA REINA DE LAS NIEVES

PRIMER EPISODIO Trata del espejo y del trozo de espejo Ā  Atención, que vamos a empezar. Cuando hayamos llegado al final de esta parte sabremos mĆ”s que ahora; pues esta historia trata de un duende perverso, uno de los peores, Ā”como que era el diablo en persona! Un dĆ­a estaba de muy buen humor, pues habĆ­a construido un espejo dotado de una curiosa propiedad: todo lo bueno y lo bello que en Ć©l se reflejaba se encogĆ­a hasta casi desaparecer, mientras que lo inĆŗtil y feo destacaba y aĆŗn se intensificaba. Los paisajes mĆ”s hermosos aparecĆ­an en Ć©l como espinacas hervidas, y las personas mĆ”s virtuosas resultaban repugnantes o se veĆ­an en posición invertida, sin tronco y con las caras tan contorsionadas, que era imposible reconocerlas; y si uno tenĆ­a una peca, podĆ­a tener la certeza de que se le extenderĆ­a por la boca y la nariz. Era muy divertido, decĆ­a el diablo. Si un pensamiento bueno y piadoso pasaba por la mente de una persona, en el espejo se reflejaba una risa sardónica, y el diablo se retorcĆ­a de puro regocijo por su ingeniosa invención. Cuantos asistĆ­an a su escuela de brujerĆ­a – pues mantenĆ­a una escuela para duendes – contaron en todas partes que habĆ­a ocurrido un milagro; desde aquel dĆ­a, afirmaban, podĆ­a verse cómo son en realidad el mundo y los hombres. Dieron la vuelta al Globo con el espejo, y, finalmente, no quedó ya un solo paĆ­s ni una sola persona que no hubiese aparecido desfigurada en Ć©l. Luego quisieron subir al mismo cielo, deseosos de reĆ­rse a costa de los Ć”ngeles y de Dios Nuestro SeƱor. Cuanto mĆ”s se elevaban con su espejo, tanto mĆ”s se reĆ­a Ć©ste sarcĆ”sticamente, hasta tal punto que a duras penas podĆ­an sujetarlo. Siguieron volando y acercĆ”ndose a Dios y a los Ć”ngeles, y he aquĆ­ que el espejo tuvo tal acceso de risa, que se soltó de sus manos y cayó a la Tierra, donde quedó roto en cien millones, quĆ© digo, en billones de fragmentos y aĆŗn mĆ”s. Y justamente entonces causó mĆ”s trastornos que antes, pues algunos de los pedazos, del tamaƱo de un grano de arena, dieron la vuelta al mundo, deteniĆ©ndose en los sitios donde veĆ­an gente, la cual se reflejaba en ellos completamente contrahecha, o bien se limitaban a reproducir sólo lo irregular de una cosa, pues cada uno de los minĆŗsculos fragmentos conservaba la misma virtud que el espejo entero. A algunas personas, uno de aquellos pedacitos llegó a metĆ©rseles en el corazón, y el resultado fue horrible, pues el corazón se les volvió como un trozo de hielo. Varios pedazos eran del tamaƱo suficiente para servir de cristales de ventana; pero era muy desagradable mirar a los amigos a travĆ©s de ellos. Otros fragmentos se emplearon para montar anteojos, y cuando las personas se calaban estos lentes para ver bien y con justicia, huelga decir lo que pasaba. El diablo se reĆ­a a reventar, divirtiĆ©ndose de lo lindo. Pero algunos pedazos diminutos volaron mĆ”s lejos. Ahora vais a oĆ­rlo.

 

CUENTOS

El día de hoy hablaré de la importancia de leer cuentos a los niños. Estuve investigando muchísimo en internet sobre los beneficios de leer cuentos cortos a nuestros niños y encontré muchísimos un montón de beneficios los he mezclado y los voy a transmitir los 8 beneficios mÔs importantes de leerle cuentos infantiles a nuestros hijos, así que vamos!

CUENTOS INFANTILES

Vamos a hacer niños mÔs reflexivos,a través de la lectura de los cuentos las historias las fÔbulas que le leamos, los niños van a comprender con mensajes moralejas cómo actuar, como no actuar, como portarse bien, no portarse bien qué pasa cuando te portas mal, que te pasa cuando te portas bien, qué pasa si no se tiene miedo, qué pasa  si se tratan estos miedos, hay ejemplos para todos, pero el truco estÔ en elegir bien el cuento corto o el libro que le vas a comprar o leer a tu hijo, y por eso hay reseñas en internet, o puedes abrir el libro al darle una ojeada y ya una vez que ya verÔs que todo estÔ bien lo compras  y se lo leéis.

CUENTOS PARA DORMIR

Es una de las bases para el desarrollo intelectual de nuestros niƱos, vamos a hacer que con historias entiendan el mundo que estƔn conociendo muchƭsimo mƔs rƔpido, ellos son una esponja van a hacer que los elementos de las historias, los elementos de los cuentos formen parte de su propio mundo y asƭ van a ir construyendo su realidad.

CUENTOS CORTOS

Estimula su memoria y sus ganas de expresarse, se van a aprender los elementos de las historias los personajes las mismas historias me pasa que con mis hijos abecés le leo un cuento, y yo me muere el sueño y trato de saltarme una hoja para que sea mÔs corto y me dice no así no era le pasaba esto y esto y esto se acuerda de cada personaje de cada historia de cada acción de las emociones y con esto vas desarrollando su memoria.

CUENTOS PARA NIƑOS

Fomentan la lectura y el amor por los libros, esto es muy importante al acostumbrarlo desde pequeños a leer libros a vivir historias a vivir aventuras a través de los libros a conocer mundos de fantasía van a hacer que ellos quieran mÔs y mÔs y mÔs, y así poco a poco van adquiriendo mÔs libros mÔs libros mÔs libros mÔs historias y al final van a terminar siendo grandes lectores Aumentan su vocabulario, al leer libros y cuentos en su cabeza se le van colando ideas palabras, frases que van haciendo que su vocabulario sea mas extenso.

CUENTOS INFANTILES CORTOS

Estimulan el desarrollo cognitivo de los niños,a través de los cuentos van a aprender colores formas animales dinosaurios planeta en depende del libro que leas de la historia del libro, se puede aprender de las estaciones de cualquier cosa que haya en este mundo e incluso puedes trabajar por proyectos, por ejemplo con mis hijos hubo  una época que se metió en el mundo de los dinosaurios entonces lo empecé a comprar libros de dinosaurios y así fortalecidas lo que a ella le interesaba entonces esa es una buena idea

CUENTOS INFANTILES. PDF

Estimula es la imaginación la creatividad y las expresiones artísticas del niño, como porque hay libros de rimas hay libros de preguntas hay libros totalmente fantÔsticos hay libros, y esto es muy importante a mí me gustó muchísimo con unas ilustraciones con unos dibujos con unas pinturas que al niño lo vas introduciendo en el arte lo haces seduciendo en diferentes expresiones artísticas La que me parece mÔs importante y por eso lo he dejado para el final que es que crean lazos con tu hijo que nunca se va a olvidar ese momento especial que tú tienes con él porque no hay no hay otro momento en el día que te pueda desconectar como cuando lees un libro, con esto a relajarte tu y los relajas a el así que es un súper momento antes de ir a dormir ya saben lean mÔs cuentos menos tele mÔs libros.