Elije entre mas de 100 cuentos infantiles cortos, cuentos para dormir, cuentos para niƱos.

Abuelita

Algo

Bajo el Sauce

Buen Humor

Cada cosa en su sitio

Cinco en una Vaina

ColƔs el chico y ColƔs el Grande

Centro de mil aƱos

Dos pisones

El abecedarioĀ 

El abeto

El Alforfon

El Angel

El Ave Fenix

El Caracol y el Rosal

El cerro de los Elfos

El cofre Volador

El compaƱero de viaje

El cuello de camisa

El duende de la tienda

El elfo del rosal

El gollete de botella

El gorro de dormir del solteron

El intrƩpido soldadito de plomo

El jabali de bronce

El Jardinero y el SeƱor

El libro mudo

El lino

El nido de cisnes

El niƱo travieso

El Pacto de amistad

El patito feo

El pequeƱo Tuk

El porquerizo

El RuiseƱor

El Tullido

El ultimo dia

El ultimo sueƱo del viejo roble

El viejo farol

El Yesquero

En el mar remotoĀ 

Es la pura verdad

Historia de una madre

Holger el danƩs

Ib y Cristina

Juan el Lobo

La aguja de zurcir

La campana

La casa vieja

La espinosa senda del honor

La familia feliz

La gota de agua

La Gran serpiente de mar

La huchaĀ 

La llave de la casa

La margarita

La niƱa de los fosforos

La niƱa judia

La pareja de enamorados

La pastora y el deshollinador La piedra filosofal

La princesa del guisante

La princesa y el frijol

La reina de las nieves

Abuelita

Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sĆ³lo que mucho mĆ”s hermosos, pues su expresiĆ³n es dulce, y da gusto mirarlos. TambiĆ©n sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchĆ­simas cosas, pues vivĆ­a ya mucho antes que papĆ” y mamĆ”, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cĆ”nticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lĆ”grimas a los ojos. ĀæPor quĆ© abuelita mirarĆ” asĆ­ la marchita rosa de su devocionario? ĀæNo lo sabes? Cada vez que las lĆ”grimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, esplĆ©ndido y verde, con los rayos del sol filtrĆ”ndose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa mĆ”s lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita. Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonrĆ­e – Ā”pero ya no es la sonrisa de abuelita! – sĆ­, y vuelve a sonreĆ­r. Ahora se ha marchado Ć©l, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no estĆ”, la rosa yace en el libro de cĆ”nticos, y… abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro. Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia. – Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueƱecito. Se recostĆ³ respirando suavemente, y quedĆ³ dormida; pero el silencio se volvĆ­a mĆ”s y mĆ”s profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; habrĆ­ase dicho que lo baƱaba el sol… y entonces dijeron que estaba muerta. La pusieron en el negro ataĆŗd, envuelta en lienzos blancos. Ā”Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habĆ­an desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta. Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cĆ”nticos bajo su cabeza, pues ella lo habĆ­a pedido asĆ­, con la rosa entre las pĆ”ginas. Y asĆ­ enterraron a abuelita. En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreciĆ³ esplĆ©ndidamente, y los ruiseƱores acudĆ­an a cantar allĆ­, y desde la iglesia el Ć³rgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allĆ­; los niƱos podĆ­an ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho mĆ”s de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarĆ­an si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el fĆ©retro, y tierra dentro de Ć©l. El libro de cĆ”nticos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo tambiĆ©n. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseƱores, y enviando el Ć³rgano sus melodĆ­as. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jĆ³venes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verĆ”n a abuelita, joven y hermosa como antaƱo, cuando besĆ³ por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo.

Algo

 

  • Ā”Quiero ser algo! – decĆ­a el mayor de cinco hermanos. – Quiero servir de algo en este mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que sea, que sirva a mis semejantes, serĆ© algo. Los hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los fabrico, harĆ© algo real y positivo.
  • SĆ­, pero eso es muy poca cosa – replicĆ³ el segundo hermano. – Tu ambiciĆ³n es muy humilde: es trabajo de peĆ³n, que una mĆ”quina puede hacer. No, mĆ”s vale ser albaƱil. Eso sĆ­ es algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio. Quien lo profesa es admitido en el gremio y se convierte en ciudadano, con su bandera propia y su casa gremial. Si todo marcha bien, podrĆ© tener oficiales, me llamarĆ”n maestro, y mi mujer serĆ” la seƱora patrona. A eso llamo yo ser algo.
  • Ā”TonterĆ­as! – intervino el tercero. – Ser albaƱil no es nada. QuedarĆ”s excluido de los estamentos superiores, y en una ciudad hay muchos que estĆ”n por encima del maestro artesano. Aunque seas un hombre de bien, tu condiciĆ³n de maestro no te librarĆ” de ser lo que llaman un Ā« patĆ”n Ā». No, yo sĆ© algo mejor. SerĆ© arquitecto, seguirĆ© por la senda del Arte, del pensamiento, subirĆ© hasta el nivel mĆ”s alto en el reino de la inteligencia. HabrĆ© de empezar desde abajo, sĆ­; te lo digo sin rodeos: comenzarĆ© de aprendiz. LlevarĆ© gorra, aunque estoy acostumbrado a tocarme con sombrero de seda. IrĆ© a comprar aguardiente y cerveza para los oficiales, y ellos me tutearĆ”n, lo cual no me agrada, pero imaginarĆ© que no es sino una comedia, libertades propias del Carnaval. MaƱana, es decir, cuando sea oficial, emprenderĆ© mi propio camino, sin preocuparme de los demĆ”s. IrĆ© a la academia a aprender dibujo, y serĆ© arquitecto. Esto sĆ­ es algo. Ā”Y mucho!. Acaso me llamen seƱorĆ­a, y excelencia, y me pongan, ademĆ”s, algĆŗn tĆ­tulo delante y detrĆ”s, y venga edificar, como otros hicieron antes que yo. Y entretanto irĆ© construyendo mi fortuna. Ā”Ese algo vale la pena!
  • Pues eso que tĆŗ dices que es algo, se me antoja muy poca cosa, y hasta te dirĆ© que nada – dijo el cuarto. – No quiero tomar caminos trillados. No quiero ser un copista. Mi ambiciĆ³n es ser un genio, mayor que todos vosotros juntos. CrearĆ© un estilo nuevo, levantarĆ© el plano de los edificios segĆŗn el clima y los materiales del paĆ­s, haciendo que cuadren con su sentimiento nacional y la evoluciĆ³n de la Ć©poca, y les aƱadirĆ© un piso, que serĆ” un zĆ³calo para el pedestal de mi gloria.
  • ĀæY si nada valen el clima y el material? – preguntĆ³ el quinto. – SerĆ­a bien sensible, pues no podrĆ­an hacer nada de provecho. El sentimiento nacional puede engreĆ­rse y perder su valor; la evoluciĆ³n de la Ć©poca puede escapar de tus manos, como se te escapa la juventud. Ya veo que en realidad ninguno de vosotros llegarĆ” a ser nada, por mucho que lo esperĆ©is. Pero haced lo que os plazca. Yo no voy a imitaros; me quedarĆ© al margen, para juzgar y criticar vuestras obras. En este mundo todo tiene sus defectos; yo los descubrirĆ© y sacarĆ© a la luz. Esto serĆ” algo.

AsĆ­ lo hizo, y la gente decĆ­a de Ć©l: Ā« Indudablemente, este hombre tiene algo. Es una cabeza despejada. Pero no hace nada Ā». Y, sin embargo, por esto precisamente era algo. Como veis, esto no es mĆ”s que un cuento, pero un cuento que nunca se acaba, que empieza siempre de nuevo, mientras el mundo sea mundo. Pero, ĀæquĆ© fue, a fin de cuentas, de los cinco hermanos? Escuchadme bien, que es toda una historia. El mayor, que fabricaba ladrillos, observĆ³ que por cada uno recibĆ­a una monedita, y aunque sĆ³lo fuera de cobre, reuniendo muchas de ellas se obtenĆ­a un brillante escudo. Ahora bien, dondequiera que vayĆ”is con un escudo, a la panaderĆ­a, a la carnicerĆ­a o a la sastrerĆ­a, se os abre la puerta y sĆ³lo tenĆ©is que pedir lo que os haga falta. He aquĆ­ lo que sale de los ladrillos. Los hay que se rompen o desmenuzan, pero incluso de Ć©stos se puede sacar algo. Una pobre mujer llamada Margarita deseaba construirse una casita sobre el malecĆ³n. El hermano mayor, que tenĆ­a un buen corazĆ³n, aunque no llegĆ³ a ser mĆ”s que un sencillo ladrillero, le dio todos los ladrillos rotos, y unos pocos enteros por aƱadidura. La mujer se construyĆ³ la casita con sus propias manos. Era muy pequeƱa; una de las ventanas estaba torcida; la puerta era demasiado baja, y el techo de paja hubiera podido quedar mejor. Pero, bien que mal, la casuca era un refugio, y desde ella se gozaba de una buena vista sobre el mar, aquel mar cuyas furiosas olas se estrellaban contra el malecĆ³n, salpicando con sus gotas salobres la pobre choza, y tal como era, Ć©sta seguĆ­a en pie mucho tiempo despuĆ©s de estar muerto el que habĆ­a cocido los ladrillos. El segundo hermano conocĆ­a el oficio de albaƱil, mucho mejor que la pobre Margarita, pues lo habĆ­a aprendido tal como se debe. Aprobado su examen de oficial, se echĆ³ la mochila al hombro y entonĆ³ la canciĆ³n del artesano: Joven yo soy, y quiero correr mundo,Ā  e ir levantando casas por doquier,Ā  cruzar tierras, pasar el mar profundo,Ā  confiado en mi arte y mi valer. Ā  Y si a mi tierra regresara un dĆ­aĀ  atraĆ­do por el amor que allĆ­ dejĆ©,Ā  alĆ”rgame la mano, patria mĆ­a,Ā  y tĆŗ, casita que mĆ­a te llamĆ©. Ā  Y asĆ­ lo hizo. RegresĆ³ a la ciudad, ya en calidad de maestro, y contruyĆ³ casas y mĆ”s casas, una junto a otra, hasta formar toda una calle. Terminada Ć©sta, que era muy bonita y realzaba el aspecto de la ciudad, las casas edificaron para Ć©l una casita, de su propiedad. ĀæCĆ³mo pueden construir las casas? PregĆŗntaselo a ellas. Si no te responden, lo harĆ” la gente en su lugar, diciendo: Ā« SĆ­, es verdad, la calle le ha construido una casa Ā». Era pequeƱa y de pavimento de arcilla, pero bailando sobre Ć©l con su novia se volviĆ³ liso y brillante; y de cada piedra de la pared brotĆ³ una flor, con lo que las paredes parecĆ­an cubiertas de preciosos tapices. Fue una linda casa y una pareja feliz. La bandera del gremio ondeaba en la fachada, y los oficiales y aprendices gritaban Ā« Ā”Hurra por nuestro maestro! Ā». SĆ­, seƱor, aquĆ©l llegĆ³ a ser algo. Y muriĆ³ siendo algo. Vino luego el arquitecto, el tercero de los hermanos, que habĆ­a empezado de aprendiz, llevando gorra y haciendo de mandadero, pero mĆ”s tarde habĆ­a ascendido a arquitecto, tras los estudios en la Academia, y fue honrado con los tĆ­tulos de SeƱorĆ­a y Excelencia. Y si las casas de la calle habĆ­an edificado una para el hermano albaƱil, a la calle le dieron el nombre del arquitecto, y la mejor casa de ella fue suya. LlegĆ³ a ser algo, sin duda alguna, con un largo tĆ­tulo delante y otro detrĆ”s. Sus hijos pasaban por ser de familia distinguida, y cuando muriĆ³, su viuda fue una viuda de alto copete… y esto es algo. Y su nombre quedĆ³ en el extremo de la calle y como nombre de calle siguiĆ³ viviendo en labios de todos. Esto tambiĆ©n es algo, sĆ­ seƱor. SiguiĆ³ despuĆ©s el genio, el cuarto de los hermanos, el que pretendĆ­a idear algo nuevo, aparte del camino trillado, y realzar los edificios con un piso mĆ”s, que debĆ­a inmortalizarle. Pero se cayĆ³ de este piso y se rompiĆ³ el cuello. Eso sĆ­, le hicieron un entierro solemnĆ­simo, con las banderas de los gremios, mĆŗsica, flores en la calle y elogios en el periĆ³dico; en su honor se pronunciaron tres panegĆ­ricos, cada uno mĆ”s largo que el anterior, lo cual le habrĆ­a satisfecho en extremo, pues le gustaba mucho que hablaran de Ć©l. Sobre su tumba erigieron un monumento, de un solo piso, es verdad, pero esto es algo. El tercero habĆ­a muerto, pues, como sus tres hermanos mayores. Pero el Ćŗltimo, el razonador, sobreviviĆ³ a todos, y en esto estuvo en su papel, pues asĆ­ pudo decir la Ćŗltima palabra, que es lo que a Ć©l le interesaba. Como decĆ­a la gente, era la cabeza clara de la familia. Pero le llegĆ³ tambiĆ©n su hora, se muriĆ³ y se presentĆ³ a la puerta del cielo, por la cual se entra siempre de dos en dos. Y he aquĆ­ que Ć©l iba de pareja con otra alma que deseaba entrar a su vez, y resultĆ³ ser la pobre vieja Margarita, la de la casa del malecĆ³n.

  • De seguro que serĆ” para realzar el contraste por lo que me han puesto de pareja con esta pobre alma – dijo el razonador -. ĀæQuien sois, abuelita? ĀæQuerĆ©is entrar tambiĆ©n? – le preguntĆ³.

InclinĆ³se la vieja lo mejor que pudo, pensando que el que le hablaba era San Pedro en persona. – Soy una pobre mujer sencilla, sin familia, la vieja Margarita de la casita del malecĆ³n.

  • Ya, Āæy quĆ© es lo que hicisteis allĆ” abajo?
  • Bien poca cosa, en realidad. Nada que pueda valerme la entrada aquĆ­. SerĆ” una gracia muy grande de Nuestro SeƱor, si me admiten en el ParaĆ­so.
  • ĀæY cĆ³mo fue que os marchasteis del mundo? – siguiĆ³ preguntando Ć©l, sĆ³lo por decir algo, pues al hombre le aburrĆ­a la espera.
  • La verdad es que no lo sĆ©. El Ćŗltimo aƱo lo pasĆ© enferma y pobre. Un dĆ­a no tuve mĆ”s remedio que levantarme y salir, y me encontrĆ© de repente en medio del frĆ­o y la helada. Seguramente no pude resistirlo. Le contarĆ© cĆ³mo ocurriĆ³: Fue un invierno muy duro, pero hasta entonces lo habĆ­a aguantado. El viento se calmĆ³ por unos dĆ­as, aunque hacĆ­a un frĆ­o cruel, como Vuestra SeƱorĆ­a debe saber. La capa de hielo entraba en el mar hasta perderse de vista. Toda la gente de la ciudad habĆ­a salido a pasear sobre el hielo, a patinar, como dicen ellos, y a bailar, y tambiĆ©n creo que habĆ­a mĆŗsica y merenderos. Yo lo oĆ­a todo desde mi pobre cuarto, donde estaba acostada. Esto durĆ³ hasta el anochecer. HabĆ­a salido ya la luna, pero su luz era muy dĆ©bil. MirĆ© al mar desde mi cama, y entonces vi que de allĆ­ donde se tocan el cielo y el mar subĆ­a una maravillosa nube blanca. Me quedĆ© mirĆ”ndola y vi un punto negro en su centro, que crecĆ­a sin cesar; y entonces supe lo que aquello significaba – pues soy vieja y tengo experiencia, – aunque no es frecuente ver el signo. Yo lo conocĆ­ y sentĆ­ espanto. Durante mi vida lo habĆ­a visto dos veces, y sabĆ­a que anunciaba una espantosa tempestad, con una gran marejada que sorprenderĆ­a a todos aquellos desgraciados que allĆ­ estaban, bebiendo, saltando y divirtiĆ©ndose. Toda la ciudad habĆ­a salido, viejos y jĆ³venes. Ā”QuiĆ©n podĆ­a prevenirlos, si nadie veĆ­a el signo ni se daba cuenta de lo que yo observaba! SentĆ­ una angustia terrible, y me entrĆ³ una fuerza y un vigor como hacĆ­a mucho tiempo no habla sentido. SaltĆ© de la cama y me fui a la ventana; no pude ir mĆ”s allĆ”. ConseguĆ­ abrir los postigos, y vi a muchas personas que corrĆ­an y saltaban por el hielo y vi las lindas banderitas y oĆ­ los hurras de los chicos y los cantos de los mozos y mozas. Todo era bullicio y alegrĆ­a, y mientras tanto la blanca nube con el punto negro iba creciendo por momentos. GritĆ© con todas mis fuerzas, pero nadie me oyĆ³, pues estaban demasiado lejos. La tempestad no tardarĆ­a en estallar, el hielo se resquebrajarĆ­a y harĆ­a pedazos, y todos aquĆ©llos, hombres y mujeres, niƱos y mayores, se hundirĆ­an en el mar, sin salvaciĆ³n posible. Ellos no podĆ­an oĆ­rme, y yo no podĆ­a ir hasta ellos. ĀæCĆ³mo conseguir que viniesen a tierra? Dios Nuestro SeƱor me inspirĆ³ la idea de pegar fuego a mĆ­ cama.

MĆ”s valĆ­a que se incendiara mi casa, a que todos aquellos infelices pereciesen. EncendĆ­ el fuego, vi la roja llama, salĆ­ a la puerta… pero allĆ­ me quedĆ© tendida, con las fuerzas agotadas. Las llamas se agrandaban a mi espalda, saliendo por la ventana y por encima del tejado. Los patinadores las vieron y acudieron corriendo en mi auxilio, pensando que iba a morir abrasada. Todos vinieron hacia el malecĆ³n. Los oĆ­ venir, pero al mismo tiempo oĆ­ un estruendo en el aire, como el tronar de muchos caƱones. La ola de marea levantĆ³ el hielo y lo hizo pedazos, pero la gente pudo llegar al malecĆ³n, donde las chispas me caĆ­an encima. Todos estaban a salvo. Yo, en cambio, no pude resistir el frĆ­o y el espanto, y por esto he venido aquĆ­, a la puerta del cielo. Dicen que estĆ” abierta para los pobres como yo. Y ahora ya no tengo mi casa. ĀæQuĆ© le parece, me dejarĆ”n entrar? AbriĆ³se en esto la puerta del cielo, y un Ć”ngel hizo entrar a la mujer. De Ć©sta cayĆ³ una brizna de paja, una de las que habĆ­a en su cama cuando la incendiĆ³ para salvar a los que estaban en peligro. La paja se transformĆ³ en oro, pero en un oro que crecĆ­a y echaba ramas, que se trenzaban en hermosĆ­simos arabescos.

  • ĀæVes? – dijo el Ć”ngel al razonador – esto lo ha traĆ­do la pobre mujer. Y tĆŗ, ĀæquĆ© traes? Nada, bien lo sĆ©. No has hecho nada, ni siquiera un triste ladrillo. PodrĆ­as volverte y, por lo menos, traer uno. De seguro que estarĆ­a mal hecho, siendo obra de tus manos, pero algo valdrĆ­a la buena voluntad. Por desgracia, no puedes volverte, y nada puedo hacer por ti.

Entonces, aquella pobre alma, la mujer de la casita del malecĆ³n, intercediĆ³ por Ć©l:

  • Su hermano me regalĆ³ todos los ladrillos y trozos con los que pude levantar mi humilde casa. Fue un gran favor que me hizo. ĀæNo servirĆ­an todos aquellos trozos como un ladrillo para Ć©l? Es una gracia que pido. La necesita tanto, y puesto que estamos en el reino de la gracia…
  • Tu hermano, a quien tĆŗ creĆ­as el de mĆ”s cortos alcances – dijo el Ć”ngel – aquĆ©l cuya honrada labor te parecĆ­a la mĆ”s baja, te da su Ć³bolo celestial. No serĆ”s expulsado. Se te permitirĆ” permanecer ahĆ­ fuera reflexionando y reparando tu vida terrenal; pero no entrarĆ”s mientras no hayas hecho una buena acciĆ³n.
  • Yo lo habrĆ­a sabido decir mejor – pensĆ³ el pedante, pero no lo dijo en voz alta, y esto ya es algo.

 

Un vƭdeo simpƔtico y riquƭsimo

Bajo el sauce

La comarca de Kjƶge es Ć”cida y pelada; la ciudad estĆ” a orillas del mar, y esto es siempre una ventaja, pero es innegable que podrĆ­a ser mĆ”s hermosa de lo que es en realidad; todo alrededor son campos lisos, y el bosque queda a mucha distancia. Sin embargo, cuando nos encontramos a gusto en un lugar, siempre descubrimos algo de bello en Ć©l, y mĆ”s tarde lo echaremos de menos, aunque nos hallemos en el sitio mĆ”s hermoso del mundo. Y forzoso es admitir que en verano tienen su belleza los arrabales de Kjƶge, con sus pobres jardincitos extendidos hasta el arroyo que allĆ­ se vierte en el mar; y asĆ­ lo creĆ­an en particular Knud y Juana, hijos de dos familias vecinas, que jugaban juntos y se reunĆ­an atravesando a rastras los groselleros. En uno de los jardines crecĆ­a un saĆŗco, en el otro un viejo sauce, y debajo de Ć©ste gustaban de jugar sobre todo los niƱos; y se les permitĆ­a hacerlo, a pesar de que el Ć”rbol estaba muy cerca del rĆ­o, y los chiquillos corrĆ­an peligro de caer en Ć©l. Pero el ojo de Dios vela sobre los pequeƱuelos – de no ser asĆ­, Ā”mal irĆ­an las cosas! -. Por otra parte, los dos eran muy prudentes; el niƱo tenĆ­a tanto miedo al agua, que en verano no habĆ­a modo de llevarlo a la playa, donde tan a gusto chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo hacĆ­a objeto de la burla general, y Ć©l tenĆ­a que aguantarla. Un dĆ­a la hijita del vecino, Juana, soĆ±Ć³ que navegaba en un bote de vela en la BahĆ­a de Kjƶge, y que Knud se dirigĆ­a hacia ella vadeando, hasta que el agua le llegĆ³ al cuello y despuĆ©s lo cubriĆ³ por entero. Desde el momento en que Knud se enterĆ³ de aquel sueƱo, ya no soportĆ³ que lo tachasen de miedoso, aduciendo como prueba al sueƱo de Juana. Ɖste era su orgullo, mas no por eso se acercaba al mar. Los pobres padres se reunĆ­an con frecuencia, y Knud y Juana jugaban en los jardines y en el camino plantado de sauces que discurrĆ­a a lo largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos Ć”rboles, pues tenĆ­an las copas como podadas, pero no los habĆ­an plantado para adorno, sino para utilidad; mĆ”s hermoso era el viejo sauce del jardĆ­n a cuyo pie, segĆŗn ya hemos dicho, jugaban a menudo los dos amiguitos. En la ciudad de Kjƶge hay una gran plaza-mercado, en la que, durante la feria anual, se instalan verdaderas calles de puestos que venden cintas de seda, calzados y todas las cosas imaginables. HabĆ­a entonces un gran gentĆ­o, y generalmente llovĆ­a; ademĆ”s, apestaba a sudor de las chaquetas de los campesinos, aunque olĆ­a tambiĆ©n a exquisito alajĆŗ, del que habĆ­a toda una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era que el hombre que lo vendĆ­a se alojaba, durante la feria, en casa de los padres de Knud, y, naturalmente, lo obsequiaba con un pequeƱo pan de especias, del que participaba tambiĆ©n Juana. Pero habĆ­a algo que casi era mĆ”s hermoso todavĆ­a: el comerciante sabĆ­a contar historias de casi todas las cosas, incluso de sus turrones, y una velada explicĆ³ una que produjo tal impresiĆ³n en los niƱos, que jamĆ”s pudieron olvidarla; por eso serĆ” conveniente que la oigamos tambiĆ©n nosotros, tanto mĆ”s, cuanto que es muy breve. – Sobre el mostrador – empezĆ³ el hombre – habĆ­a dos moldes de alajĆŗ, uno en figura de un hombre con sombrero, y el otro en forma de mujer sin sombrero, pero con una mancha de oropel en la cabeza; tenĆ­an la cara de lado, vuelta hacia arriba, y habĆ­a que mirarlos desde aquel Ć”ngulo y no del revĆ©s, pues jamĆ”s hay que mirar asĆ­ a una persona. El hombre llevaba en el costado izquierdo una almendra amarga, que era el corazĆ³n, mientras la mujer era dulce toda ella. Estaban para muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho tiempo allĆ­, por lo que se enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha de salir algo de tal situaciĆ³n. Ā«Es hombre, y por tanto, tiene que ser el primero en hablarĀ», pensaba ella; no obstante, se habrĆ­a dado por satisfecha con saber que su amor era correspondido. Los pensamientos de Ć©l eran mucho mĆ”s ambiciosos, como siempre son los hombres; soƱaba que era un golfo callejero y que tenĆ­a cuatro chelines, con los cuales se compraba la mujer y se la comĆ­a. AsĆ­ continuaron por espacio de dĆ­as y semanas en el mostrador, y cada dĆ­a estaban mĆ”s secos; y los pensamientos de ella eran cada vez mĆ”s tiernos y femeninos: Ā«Me doy por contenta con haber estado sobre la mesa con Ć©lĀ», pensĆ³, y se rompiĆ³ por la mitad. Ā«Si hubiese conocido mi amor, de seguro que habrĆ­a resistido un poco mĆ”sĀ», pensĆ³ Ć©l. – Y Ć©sta es la historia y aquĆ­ estĆ”n los dos – dijo el turronero. – Son notables por su vida y por su silencioso amor, que nunca conduce a nada. Ā”Vedlos ahĆ­! – y dio a Juana el hombre, sano y entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niƱos les habĆ­a emocionado tanto el cuento, que no tuvieron Ć”nimos para comerse la enamorada pareja. Al dĆ­a siguiente se dirigieron, con las dos figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano como en invierno, de un rico tapiz de hiedra; pusieron al sol los pasteles, entre los verdes zarcillos, y contaron a un grupo de otros niƱos la historia de su amor, mudo e inĆŗtil, y todos la encontraron maravillosa; y cuando volvieron a mirar a la pareja de alajĆŗ, un muchacho grandote se habĆ­a comido ya la mujer despedazada, y esto, por pura maldad. Los niƱos se echaron a llorar, y luego – y es de suponer que lo hicieron para que el pobre hombre no quedase solo en el mundo – se lo comieron tambiĆ©n; pero en cuanto a la historia, no la olvidaron nunca. Los dos chiquillos seguĆ­an reuniĆ©ndose bajo el sauce o junto al saĆŗco, y la niƱa cantaba canciones bellĆ­simas con su voz argentina. A Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la garganta, pero al menos se sabĆ­a la letra, y mĆ”s vale esto que nada. La gente de Kjƶge, y entre ella la seƱora de la quincallerĆ­a, se detenĆ­an a escuchar a Juana. – Ā”QuĆ© voz mĆ”s dulce! – decĆ­an. Aquellos dĆ­as fueron tan felices, que no podĆ­an durar siempre. Las dos familias vecinas se separaron; la madre de la niƱa habĆ­a muerto, el padre deseaba ir a Copenhague, para volver a casarse y buscar trabajo; querĆ­a establecerse de mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los vecinos se despidieron con lĆ”grimas, y sobre todo lloraron los niƱos; los padres se prometieron mutuamente escribirse por lo menos una vez al aƱo. Y Knud entrĆ³ de aprendiz de zapatero; era ya mayorcito y no se le podĆ­a dejar ocioso por mĆ”s tiempo. Entonces recibiĆ³ la confirmaciĆ³n. Ā”Ah, quĆ© no hubiera dado por estar en Copenhague aquel dĆ­a solemne, y ver a Juanita! Pero no pudo ir, ni habĆ­a estado nunca, a pesar de que no distaba mĆ”s de cinco millas de Kjƶge. Sin embargo, a travĆ©s de la bahĆ­a, y con tiempo despejado, Knud habĆ­a visto sus torres, y el dĆ­a de la confirmaciĆ³n distinguiĆ³ claramente la brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra SeƱora. Ā”Oh, cĆ³mo se acordĆ³ de Juana! Y ella, Āæse acordarĆ­a de Ć©l? SĆ­, se acordaba. Hacia Navidad llegĆ³ una carta de su padre para los de Knud. Las cosas les iban muy bien en Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz, iba a tener una gran suerte; habĆ­a ingresado en el teatro lĆ­rico; ya ganaba algĆŗn dinerillo, y enviaba un escudo a sus queridos vecinos de Kjƶge para que celebrasen unas alegres Navidades. QuerĆ­a que bebiesen a su salud, y la niƱa habĆ­a aƱadido de su puƱo y letra estas palabras: Ā«Ā”Afectuosos saludos a Knud!Ā». Todos derramaron lĆ”grimas, a pesar de que las noticias eran muy agradables; pero tambiĆ©n se llora de alegrĆ­a. DĆ­a tras dĆ­a Juana habĆ­a ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el muchacho que tambiĆ©n ella se acordaba de Ć©l, y cuanto mĆ”s se acercaba el tiempo en que ascenderĆ­a a oficial zapatero, mĆ”s claramente se daba cuenta de que estaba enamorado de Juana y de que Ć©sta debĆ­a ser su mujer; y siempre que le venĆ­a esta idea se dibujaba una sonrisa en sus labios y tiraba con mayor fuerza del hilo, mientras tesaba el tirapiĆ©; a veces se clavaba la lezna en un dedo, pero Ā”quĆ© importa! Desde luego que no serĆ­a mudo, como los dos moldes de alajĆŗ; la historia habĆ­a sido una buena lecciĆ³n. Y ascendiĆ³ a oficial. ColgĆ³se la mochila al hombro, y por primera vez en su vida se dispuso a Ā  trasladarse Ā Ā Ā Ā  a Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  Copenhague; ya Ā Ā Ā Ā Ā Ā  habĆ­a encontrado allĆ­ un maestro. Ā”QuĆ© sorprendida quedarĆ­a Juana, y quĆ© contenta! Contaba ahora 16 aƱos, y Ć©l, 19. Ya en Kjƶge, se le ocurriĆ³ comprarle un anillo de oro, pero luego pensĆ³ que seguramente los encontrarĆ­a Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  mucho Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  mĆ”s Ā Ā Ā  hermosos en Copenhague. Se despidiĆ³ de sus padres, y un dĆ­a lluvioso de otoƱo emprendiĆ³ el camino de la capital; las hojas caĆ­an de los Ć”rboles, y calado hasta los huesos llegĆ³ a la gran Copenhague y a la casa de su nuevo patrĆ³n. El primer domingo se dispuso a visitar al padre de Juana. SacĆ³ del baĆŗl su vestido de oficial y el nuevo sombrero que se trajera de Kjƶge y que tan bien le sentaba; antes habĆ­a usado siempre gorra. EncontrĆ³ la casa que buscaba, y subiĆ³ los muchos peldaƱos que conducĆ­an al piso. Ā”Era para dar vĆ©rtigo la manera cĆ³mo la gente se apilaba en aquella enmaraƱada ciudad! La vivienda respiraba bienestar, y el padre de Juana lo recibiĆ³ muy afablemente. A su esposa no la conocĆ­a, pero ella le alargĆ³ la mano y lo invitĆ³ a tomar cafĆ©.

  • Juana estarĆ” contenta de verte – dijo el padre -. Te has vuelto un buen mozo. Ya la verĆ”s; es una muchacha que me da muchas alegrĆ­as y, Dios mediante, me darĆ” mĆ”s aĆŗn. Tiene su propia habitaciĆ³n, y nos paga por ella -. Y el hombre llamĆ³ delicadamente a la puerta, como si fuese un forastero, y entraron – Ā”quĆ© hermoso era allĆ­! -. Seguramente en todo Kjƶge no habĆ­a un aposento semejante: ni la propia Reina lo tendrĆ­a mejor. HabĆ­a alfombras; en las ventanas, cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillĆ³n de terciopelo autĆ©ntico y en derredor flores y cuadros, ademĆ”s de un espejo en el que uno casi podĆ­a meterse, pues era grande como una puerta. Knud lo abarcĆ³ todo de une ojeada, y, sin embargo, sĆ³lo veĆ­a a Juana; era una moza ya crecida, muy distinta de como la imaginara, sĆ³lo que mucho mĆ”s hermosa; en toda Kjƶge no se encontrarĆ­a otra como ella; Ā”quĆ© fina y delicada! La primera mirada que dirigiĆ³ a Knud fue la de una extraƱa, pero durĆ³ sĆ³lo un instante; luego se precipitĆ³ hacia Ć©l como si quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltĆ³. SĆ­, estaba muy contenta de volver a ver al amigo de su niƱez. ĀæNo brillaban lĆ”grimas en sus ojos? Y despuĆ©s empezĆ³ a preguntar y a contar, pasando desde los padres de Knud hasta el saĆŗco y el sauce; madre saĆŗco y padre sauce, como los llamaba, cual si fuesen personas; pero bien podĆ­an pasar por tales, si lo habĆ­an sido los pasteles de alajĆŗ. De Ć©stos hablĆ³ tambiĆ©n y de su mudo amor, cuando estaban en el mostrador y se partieron… y la muchacha se reĆ­a con toda el alma, mientras la sangre afluĆ­a a las mejillas de Knud, y su corazĆ³n palpitaba con violencia desusada. No, no se habĆ­a vuelto orgullosa. Y ella fue tambiĆ©n la causante – bien se fijĆ³ Knud – de que sus padres lo invitasen a pasar la velada con ellos. SirviĆ³ el tĆ© y le ofreciĆ³ con su propia mano una taza luego cogiĆ³ un libro y se puso a leer en alta voz, y al muchacho le pareciĆ³ que lo que leĆ­a trataba de su amor, hasta tal punto concordaba con sus pensamientos. Luego cantĆ³ una sencilla canciĆ³n, pero cantada por ella se convirtiĆ³ en toda una historia; era como si su corazĆ³n se desbordase en ella. SĆ­, indudablemente querĆ­a a Knud. Las lĆ”grimas rodaron por las mejillas del muchacho sin poder Ć©l impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra de su boca; se acusaba de tonto a sĆ­ mismo, pero ella le estrechĆ³ la mano y le dijo:
  • Tienes un buen corazĆ³n, Knud. SĆ© siempre como ahora.

Fue una velada inolvidable. Son ocasiones despuĆ©s de las cuales no es posible dormir, y Knud se pasĆ³ la noche despierto.

Fiesta infantil de Trolls

Ā Buen Humor

Mi padre me dejĆ³ en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ĀæquiĆ©n era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en total contradicciĆ³n con su oficio. Y, ĀæcuĆ”l era su oficio, su posiciĆ³n en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: Ā«Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oĆ­r hablarĀ». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su profesiĆ³n lo situĆ³ a la cabeza de los personajes mĆ”s conspicuos de la ciudad, y allĆ­ estaba en su pleno derecho, pues aquĆ©l era su verdadero puesto. TenĆ­a que ir siempre delante: del obispo, de los prĆ­ncipes de la sangre…; sĆ­, seƱor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fĆŗnebres. Bueno, pues ya lo sabĆ©is. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veĆ­an a mi padre sentado allĆ” arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con la que representan al sol, no habĆ­a manera de pensar en el luto ni en la tumba. Aquella cara decĆ­a: Ā«No os preocupĆ©is. A lo mejor no es tan malo como lo pintanĀ». Pues bien, de Ć©l he heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allĆ­ con un espĆ­ritu alegre, y otra cosa, todavĆ­a: me llevo siempre el periĆ³dico, como Ć©l hacĆ­a tambiĆ©n. Ya no soy tan joven como antes, no tengo mujer ni hijos, ni tampoco biblioteca, pero, como ya he dicho, compro el periĆ³dico, y con Ć©l me basta; es el mejor de los periĆ³dicos, el que leĆ­a tambiĆ©n mi padre. Resulta muy Ćŗtil para muchas cosas, y ademĆ”s trae todo lo que hay que saber: quiĆ©n predica en las iglesias, y quiĆ©n lo hace en los libros nuevos; dĆ³nde se encuentran casas, criados, ropas y alimentos; quiĆ©n efectĆŗa Ā«liquidacionesĀ», y quiĆ©n se marcha. Y luego, uno se entera de tantos actos caritativos y de tantos versos ingenuos que no hacen daƱo a nadie, anuncios matrimoniales, citas que uno acepta o no, y todo de manera tan sencilla y natural. Se puede vivir muy bien y muy felizmente, y dejar que lo entierren a uno, cuando se tiene el Ā«NoticieroĀ»; al llegar al final de la vida se tiene tantĆ­simo papel, que uno puede tenderse encima si no le parece apropiado descansar sobre virutas y serrĆ­n. El Ā«NoticieroĀ» y el cementerio son y han sido siempre las formas de ejercicio que mĆ”s han hablado a mi espĆ­ritu, mis balnearios preferidos para conservar el buen humor. Ahora bien, por el periĆ³dico puede pasear cualquiera; pero venĆ­os conmigo al cementerio. Vamos allĆ” cuando el sol brilla y los Ć”rboles estĆ”n verdes; paseĆ©monos entonces por entre las tumbas, Cada una de ellas es como un libro cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el tĆ­tulo, que dice lo que la obra contiene, y, sin embargo, nada dice; pero yo conozco el intrĆ­ngulis, lo sĆ© por mi padre y por mĆ­ mismo. Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me he compuesto yo mismo para mi servicio y gusto. En Ć©l estĆ”n todos juntos y aĆŗn algunos mĆ”s. Ya estamos en el cementerio. DetrĆ”s de una reja pintada de blanco, donde antaƱo crecĆ­a un rosal – hoy no estĆ”, pero unos tallos de siempreviva de la sepultura contigua han extendido hasta aquĆ­ sus dedos, y mĆ”s vale esto que nada -, reposa un hombre muy desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le faltaba su buena rentecita y aĆŗn algo mĆ”s, pero se tomaba el mundo, en todo caso, el Arte, demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro dispuesto a disfrutar con toda su alma, se ponĆ­a frenĆ©tico sĆ³lo porque el tramoyista iluminaba demasiado la cara de la luna, o porque las bambalinas colgaban delante de los bastidores en vez de hacerlo por detrĆ”s, o porque salĆ­a una palmera en un paisaje de Dinamarca, un cacto en el Tirol o hayas en el norte de Noruega. ĀæAcaso tiene eso la menor importancia? ĀæQuiĆ©n repara en estas cosas? Es la comedia lo que debe causaros placer. Tan pronto el pĆŗblico aplaudĆ­a demasiado, como no aplaudĆ­a bastante. – Esta leƱa estĆ” hĆŗmeda -decĆ­a-, no quemarĆ” esta noche -. Y luego se volvĆ­a a ver quĆ© gente habĆ­a, y notaba que se reĆ­an a deshora, en ocasiones en que la risa no venĆ­a a cuento, y el hombre se encolerizaba y sufrĆ­a. No podĆ­a soportarlo, y era un desgraciado. Y helo aquĆ­: hoy reposa en su tumba. AquĆ­ yace un hombre feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de alta cuna; y Ć©sta fue su dicha, ya que, por lo demĆ”s, nunca habrĆ­a sido nadie; pero en la Naturaleza estĆ” todo tan bien dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en ello. Iba siempre con bordados por delante y por detrĆ”s, y ocupaba su sitio en los salones, como se coloca un costoso cordĆ³n de campanilla bordado en perlas, que tiene siempre detrĆ”s otro cordĆ³n bueno y recio que hace el servicio. TambiĆ©n Ć©l llevaba detrĆ”s un buen cordĆ³n, un hombre de paja encargado de efectuar el servicio. Todo estĆ” tan bien dispuesto, que a uno no pueden por menos que alegrĆ”rsele las pajarillas. Descansa aquĆ­ – Ā”esto sĆ­ que es triste! -, descansa aquĆ­ un hombre que se pasĆ³ sesenta y siete aƱos reflexionando sobre la manera de tener una buena ocurrencia. ViviĆ³ sĆ³lo para esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente buena a su juicio, y le dio una alegrĆ­a tal, que se muriĆ³ de ella, con lo que nadie pudo aprovecharse, pues a nadie la comunicĆ³. Y mucho me temo que por causa de aquella buena idea no encuentre reposo en la tumba; pues suponiendo que no se trate de una ocurrencia de esas que sĆ³lo pueden decirse a la hora del desayuno – pues de otro modo no producen efecto -, y de que Ć©l, como buen difunto, y segĆŗn es general creencia, sĆ³lo puede aparecerse a medianoche, resulta que no siendo la ocurrencia adecuada para dicha hora, nadie se rĆ­e, y el hombre tiene que volverse a la sepultura con su buena idea. Es una tumba realmente triste. AquĆ­ reposa una mujer codiciosa. En vida se levantaba por la noche a maullar para hacer creer a los vecinos que tenĆ­a gatos; Ā”hasta tanto llegaba su avaricia! AquĆ­ yace una seƱorita de buena familia; se morĆ­a por lucir la voz en las veladas de sociedad, y entonces cantaba una canciĆ³n italiana que decĆ­a: Ā«Mi manca la voce!Ā» (Ā«Ā”Me falta la voz!Ā»). Es la Ćŗnica verdad que dijo en su vida. Yace aquĆ­ una doncella de otro cuƱo. Cuando el canario del corazĆ³n empieza a cantar, la razĆ³n se tapa los oĆ­dos con los dedos. La hermosa doncella entrĆ³ en la gloria del matrimonio… Es Ć©sta una historia de todos los dĆ­as, y muy bien contada ademĆ”s. Ā”Dejemos en paz a los muertos! AquĆ­ reposa una viuda, que tenĆ­a miel en los labios y bilis en el corazĆ³n. Visitaba las familias a la caza de los defectos del prĆ³jimo, de igual manera que en dĆ­as pretĆ©ritos el Ā«amigo policĆ­aĀ» iba de un lado a otro en busca de una placa de cloaca que no estaba en su sitio. Tenemos aquĆ­ un panteĆ³n de familia. Todos los miembros de ella estaban tan concordes en sus opiniones, que aun cuando el mundo entero y el periĆ³dico dijesen: Ā«Es asĆ­Ā», si el benjamĆ­n de la casa decĆ­a, al llegar de la escuela: Ā«Pues yo lo he oĆ­do de otro modoĀ», su afirmaciĆ³n era la Ćŗnica fidedigna, pues el chico era miembro de la familia. Y no habĆ­a duda: si el gallo del corral acertaba a cantar a media noche, era seƱal de que rompĆ­a el alba, por mĆ”s que el vigilante y todos los relojes de la ciudad se empeƱasen en decir que era medianoche. El gran Goethe cierra su Fausto con estas palabras: Ā«Puede continuarseĀ», Lo mismo podrĆ­amos decir de nuestro paseo por el cementerio. Yo voy allĆ­ con frecuencia; cuando alguno de mis amigos, o de mis no amigos se pasa de la raya conmigo, me voy allĆ­, busco un buen trozo de cĆ©sped y se lo consagro, a Ć©l o a ella, a quien sea que quiero enterrar, y lo entierro enseguida; y allĆ­ se estĆ”n muertecitos e impotentes hasta que resucitan, nuevecitos y mejores. Su vida y sus acciones, miradas desde mi atalaya, las escribo en mi libro funerario. Y asĆ­ debieran proceder todas las personas; no tendrĆ­an que encolerizarse cuando alguien les juega una mala pasada, sino enterrarlo enseguida, conservar el buen humor y el Ā«NoticieroĀ», este periĆ³dico escrito por el pueblo mismo, aunque a veces inspirado por otros. Cuando suene la hora de encuadernarme con la historia de mi vida y depositarme en la tumba, poned esta inscripciĆ³n: Ā«Un hombre de buen humorĀ». Ɖsta es mi historia.

Cada cosa en su sitio

Hace de esto mĆ”s de cien aƱos. DetrĆ”s del bosque, a orillas de un gran lago, se levantaba un viejo palacio, rodeado por un profundo foso en el que crecĆ­an caƱaverales, juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se inclinaban sobre las caƱas. Desde el valle llegaban sones de cuernos y trotes de caballos; por eso la zagala se daba prisa en sacar los gansos del puente antes de que llegase la partida de cazadores. VenĆ­a Ć©sta a todo galope, y la muchacha hubo de subirse de un brinco a una de las altas piedras que sobresalĆ­an junto al puente, para no ser atropellada. Era casi una niƱa, delgada y flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos maravillosamente lĆ­mpidos. Mas el noble caballero no reparĆ³ en ellos; a pleno galope, blandiendo el lĆ”tigo, por puro capricho dio con Ć©l en el pecho de la pastora, con tanta fuerza que la derribĆ³.

  • Ā”Cada cosa en su sitio! -exclamĆ³-. Ā”El tuyo es el estercolero! -y soltĆ³ una carcajada, pues el chiste le pareciĆ³ gracioso, y los demĆ”s le hicieron coro. Todo el grupo de cazadores prorrumpiĆ³ en un estruendoso griterĆ­o, al que se sumaron los ladridos de los perros. Era lo que dice la canciĆ³n:

Ā«Ā”Borrachas llegan las ricas aves!Ā». Dios sabe lo rico que era. La pobre muchacha, al caer, se agarrĆ³ a una de las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En cuanto los seƱores y la jaurĆ­a hubieron desaparecido por la puerta, ella tratĆ³ de salir de su atolladero, pero la rama se quebrĆ³, y la muchachita cayĆ³ en medio del caƱaveral, sintiendo en el mismo momento que la sujetaba una mano robusta. Era un buhonero, que, habiendo presenciado toda la escena desde alguna distancia, corriĆ³ en su auxilio.

  • Ā”Cada cosa en su sitio! -dijo, remedando al noble en tono de burla y poniendo a la muchacha en un lugar seco. Luego intentĆ³ volver a adherir la rama quebrada al Ć”rbol; pero eso de Ā«cada cosa en su sitioĀ» no siempre tiene aplicaciĆ³n, y asĆ­ la clavĆ³ en la tierra reblandecida -. Crece si puedes; crece hasta convertirte en una buena flauta para la gente del castillo -. Con ello querĆ­a augurar al noble y los suyos un bien merecido castigo. SubiĆ³ despuĆ©s al palacio, aunque no pasĆ³ al salĆ³n de fiestas; no era bastante distinguido para ello. SĆ³lo le permitieron entrar en la habitaciĆ³n de la servidumbre, donde fueron examinadas sus mercancĆ­as y discutidos los precios. Pero del salĆ³n donde se celebraba el banquete llegaba el griterĆ­o y alboroto de lo que querĆ­an ser canciones; no sabĆ­an hacerlo mejor. Resonaban las carcajadas y los ladridos de los perros. Se comĆ­a y bebĆ­a con el mayor desenfreno. El vino y la cerveza espumeaban en copas y jarros, y los canes favoritos participaban en el festĆ­n; los seƱoritos los besaban despuĆ©s de secarles el hocico con las largas orejas colgantes. El buhonero fue al fin introducido en el salĆ³n, con sus mercancĆ­as; sĆ³lo querĆ­an divertirse con Ć©l. El vino se les habĆ­a subido a la cabeza, expulsando de ella a la razĆ³n. Le sirvieron cerveza en un calcetĆ­n para que bebiese con ellos, Ā”pero deprisa! Una ocurrencia por demĆ”s graciosa, como se ve. RebaƱos enteros de ganado, cortijos con sus campesinos fueron jugados y perdidos a una sola carta.
  • Ā”Cada cosa en su sitio! -dijo el buhonero cuando hubo podido escapar sano y salvo de aquella Sodoma y Gomorra, como Ć©l la llamĆ³-. Mi sitio es el camino, bajo el cielo, y no allĆ” arriba -. Y desde el vallado se despidiĆ³ de la zagala con un gesto de la mano.

Pasaron dĆ­as y semanas, y aquella rama quebrada de sauce que el buhonero plantara junto al foso, seguĆ­a verde y lozana; incluso salĆ­an de ella nuevos vĆ”stagos. La doncella vio que habĆ­a echado raĆ­ces, lo cual le produjo gran contento, pues le parecĆ­a que era su propio Ć”rbol. Y asĆ­ fue prosperando el joven sauce, mientras en la propiedad todo decaĆ­a y marchaba del revĆ©s, a fuerza de francachelas y de juego: dos ruedas muy poco apropiadas para hacer avanzar el carro. No habĆ­an transcurrido aĆŗn seis aƱos, cuando el noble hubo de abandonar su propiedad convertido en pordiosero, sin mĆ”s haber que un saco y un bastĆ³n. La comprĆ³ un rico buhonero, el mismo que un dĆ­a fuera objeto de las burlas de sus antiguos propietarios, cuando le sirvieron cerveza en un calcetĆ­n. Pero la honradez y la laboriosidad llaman a los vientos favorables, y ahora el comerciante era dueƱo de la noble mansiĆ³n. Desde aquel momento quedaron desterrados de ella los naipes. – Ā”Mala cosa! decĆ­a el nuevo dueƱo-. Viene de que el diablo, despuĆ©s que hubo leĆ­do la Biblia, quiso fabricar una caricatura de ella e ideo el juego de cartas. El nuevo seƱor contrajo matrimonio – Āæcon quiĆ©n dirĆ­as? – Pues con la zagala, que se habĆ­a conservado honesta, piadosa y buena. Y en sus nuevos vestidos aparecĆ­a tan pulcra y distinguida como si hubiese nacido en noble cuna. ĀæCĆ³mo ocurriĆ³ la cosa? Bueno, para nuestros tiempos tan ajetreados serĆ­a Ć©sta una historia demasiado larga, pero el caso es que sucediĆ³; y ahora viene lo mĆ”s importante. En la antigua propiedad todo marchaba a las mil maravillas; la madre cuidaba del gobierno domĆ©stico, y el padre, de las faenas agrĆ­colas. LlovĆ­an sobre ellos las bendiciones; la prosperidad llama a la prosperidad. La vieja casa seƱorial fue reparada y embellecida; se limpiaron los fosos y se plantaron en ellos Ć”rboles frutales; la casa era cĆ³moda, acogedora, y el suelo, brillante y limpĆ­simo. En las veladas de invierno, el ama y sus criadas hilaban lana y lino en el gran salĆ³n, y los domingos se leĆ­a la Biblia en alta voz, encargĆ”ndose de ello el Consejero comercial, pues a esta dignidad habĆ­a sido elevado el ex-buhonero en los Ćŗltimos aƱos de su vida. CrecĆ­an los hijos – pues habĆ­an venido hijos -, y todos recibĆ­an buena instrucciĆ³n, aunque no todos eran inteligentes en el mismo grado, como suele suceder en las familias. La rama de sauce se habĆ­a convertido en un Ć”rbol exuberante, y crecĆ­a en plena libertad, sin ser podado. – Ā”Es nuestro Ć”rbol familiar! -decĆ­a el anciano matrimonio, y no se cansaban de recomendar a sus hijos, incluso a los mĆ”s ligeros de cascos, que lo honrasen y respetasen siempre. Y ahora dejamos transcurrir cien aƱos. Estamos en los tiempos presentes. El lago se habĆ­a transformado en un cenagal, y de la antigua mansiĆ³n nobiliaria apenas quedaba vestigio: una larga charca, con unas ruinas de piedra en uno de sus bordes, era cuanto subsistĆ­a del profundo foso, en el que se levantaba un esplĆ©ndido Ć”rbol centenario de ramas colgantes: era el Ć”rbol familiar. AllĆ­ seguĆ­a, mostrando lo hermoso que puede ser un sauce cuando se lo deja crecer en libertad. Cierto que tenĆ­a hendido el tronco desde la raĆ­z hasta la copa, y que la tempestad lo habĆ­a torcido un poco; pero vivĆ­a, y de todas sus grietas y desgarraduras, en las que el viento y la intemperie habĆ­an depositado tierra fecunda, brotaban flores y hierbas; principalmente en lo alto, allĆ­ donde se separaban las grandes ramas, se habĆ­a formado una especie de jardincito colgante de frambuesas y otras plantas, que suministran alimento a los pajarillos; hasta un gracioso acerolo habĆ­a echado allĆ­ raĆ­ces y se levantaba, esbelto y distinguido, en medio del viejo sauce, que se miraba en las aguas negras cada vez que el viento barrĆ­a las lentejas acuĆ”ticas y las arrinconaba en un Ć”ngulo de la charca. Un estrecho sendero pasaba a travĆ©s de los campos seƱoriales, como un trazo hecho en una superficie sĆ³lida. En la cima de la colina lindante con el bosque, desde la cual se dominaba un soberbio panorama, se alzaba el nuevo palacio, inmenso y suntuoso, con cristales tan transparentes, que habrĆ­ase dicho que no los habĆ­a. La gran escalinata frente a la puerta principal parecĆ­a una galerĆ­a de follaje, un tejido de rosas y plantas de amplias hojas. El cĆ©sped era tan limpio y verde como si cada maƱana y cada tarde alguien se entretuviera en quitar hasta la mĆ”s Ć­nfima brizna de hierba seca. En el interior del palacio, valiosos cuadros colgaban de las paredes, y habĆ­a sillas y divanes tapizados de terciopelo y seda, que parecĆ­an capaces de moverse por sus propios pies; mesas con tablero de blanco mĆ”rmol y libros encuadernados en tafilete con cantos de oro… Era gente muy rica la que allĆ­ residĆ­a, gente noble: eran barones.

 

Cinco en una vaina

Cinco guisantes estaban encerrados en una vaina, y como ellos eran verdes y la vaina era verde tambiĆ©n, creĆ­an que el mundo entero era verde, y tenĆ­an toda la razĆ³n. CreciĆ³ la vaina y crecieron los guisantes; para aprovechar mejor el espacio, se pusieron en fila. Por fuera lucĆ­a el sol y calentaba la vaina, mientras la lluvia la limpiaba y volvĆ­a transparente. El interior era tibio y confortable, habĆ­a claridad de dĆ­a y oscuridad de noche, tal y como debe ser; y los guisantes, en la vaina, iban creciendo y se entregaban a sus reflexiones, pues en algo debĆ­an ocuparse. – ĀæNos pasaremos toda la vida metidos aquĆ­? decĆ­an-. Ā”Con tal de que no nos endurezcamos a fuerza de encierro! Me da la impresiĆ³n de que hay mĆ”s cosas allĆ” fuera; es como un presentimiento. Y fueron transcurriendo las semanas; los guisantes se volvieron amarillos, y la vaina, tambiĆ©n.

  • Ā”El mundo entero se ha vuelto amarillo! exclamaron; y podĆ­an afirmarlo sin reservas.

Un dĆ­a sintieron un tirĆ³n en la vaina; habĆ­a sido arrancada por las manos de alguien, y, junto con otras, vino a encontrarse en el bolsillo de una chaqueta.

  • Pronto nos abrirĆ”n -dijeron los guisantes, afanosos de que llegara el ansiado momento. – Me gustarĆ­a saber quiĆ©n de nosotros llegarĆ” mĆ”s lejos -dijo el menor de los cinco-. No tardaremos en saberlo.
  • SerĆ” lo que haya de ser -contestĆ³ el mayor.

Ā”Zas!, estallĆ³ la vaina y los cinco guisantes salieron rodando a la luz del sol. Estaban en una mano infantil; un chiquillo los sujetaba fuertemente, y decĆ­a que estaban como hechos a medida para su cerbatana. Y metiendo uno en ella, soplĆ³.

  • Ā”Heme aquĆ­ volando por el vasto mundo!

Ā”AlcĆ”nzame, si puedes! -y saliĆ³ disparado.

  • Yo me voy directo al Sol -dijo el segundo-. Es una vaina como Dios manda, y que me irĆ” muy bien-. Y allĆ” se fue.
  • Cuando lleguemos a nuestro destino podremos descansar un rato -dijeron los dos siguientes-, pero nos queda aĆŗn un buen trecho para rodar-, y, en efecto, rodaron por el suelo antes de ir a parar a la cerbatana, pero al fin dieron en ella-. Ā”Llegaremos mĆ”s lejos que todos!
  • Ā”SerĆ” lo que haya de ser! – dijo el Ćŗltimo al sentirse proyectado a las alturas. Fue a dar contra la vieja tabla, bajo la ventana de la buhardilla, justamente en una grieta llena de musgo y mullida tierra, y el musgo lo envolviĆ³ amorosamente. Y allĆ­ se quedĆ³ el guisante oculto, pero no olvidado de Dios.
  • Ā”SerĆ” lo que haya de ser! – repitiĆ³.

VivĆ­a en la buhardilla una pobre mujer que se ausentaba durante la jornada para dedicarse a limpiar estufas, aserrar madera y efectuar otros trabajos pesados, pues no le faltaban fuerzas ni Ć”nimos, a pesar de lo cual seguĆ­a en la pobreza. En la reducida habitaciĆ³n quedaba sĆ³lo su Ćŗnica hija, mocita delicada y linda que llevaba un aƱo en cama, luchando entre la vida y la muerte.Ā  – Ā”Se irĆ” con su hermanita! -suspiraba la mujer-. Tuve dos hijas, y muy duro me fue cuidar de las dos, hasta que el buen Dios quiso compartir el trabajo conmigo y se me llevĆ³ una. Bien quisiera yo ahora que me dejase la que me queda, pero seguramente a Ɖl no le parece bien que estĆ©n separadas, y se llevarĆ” a Ć©sta al cielo, con su hermana. Pero la doliente muchachita no se morĆ­a; se pasaba todo el santo dĆ­a resignada y quieta, mientras su madre estaba fuera, a ganar el pan de las dos. LlegĆ³ la primavera; una maƱana, temprano aĆŗn, cuando la madre se disponĆ­a a marcharse a la faena, el sol entrĆ³ piadoso a la habitaciĆ³n por la ventanuca y se extendiĆ³ por el suelo, y la niƱa enferma dirigiĆ³ la mirada al cristal inferior.

  • ĀæQuĆ© es aquello verde que asoma junto al cristal y que mueve el viento?

La madre se acercĆ³ a la ventana y la entreabriĆ³. – Ā”Mira! -dijo-, es una planta de guisante que ha brotado aquĆ­ con sus hojitas verdes. ĀæCĆ³mo llegarĆ­a a esta rendija? Pues tendrĆ”s un jardincito en que recrear los ojos. AcercĆ³ la camita de la enferma a la ventana, para que la niƱa pudiese contemplar la tierna planta, y la madre se marchĆ³ al trabajo.

  • Ā”Madre, creo que me repondrĆ©! -exclamĆ³ la chiquilla al atardecer-. Ā”El sol me ha calentado tan bien, hoy! El guisante crece a las mil maravillas, y tambiĆ©n yo saldrĆ© adelante y me repondrĆ© al calor del sol.
  • Ā”Dios lo quiera! -suspirĆ³ la madre, que abrigaba muy pocas esperanzas. Sin embargo, puso un palito al lado de la tierna planta que tan buen Ć”nimo habĆ­a infundido a su hija, para evitar que el viento la estropease. SujetĆ³ en la tabla inferior un bramante, y lo atĆ³ en lo alto del marco de la ventana, con objeto de que la planta tuviese un punto de apoyo donde enroscar sus zarcillos a medida que se encaramase. Y, en efecto, se veĆ­a crecer dĆ­a tras dĆ­a.
  • Ā”Dios mĆ­o, hasta flores echa! -exclamĆ³ la madre una maƱana- y entrĆ³le entonces la esperanza y la creencia de que su niƱa enferma se repondrĆ­a. RecordĆ³ que en aquellos Ćŗltimos tiempos la pequeƱa habĆ­a hablado con mayor animaciĆ³n; que desde hacĆ­a varias maƱanas se habĆ­a sentado sola en la cama, y, en aquella posiciĆ³n, se habĆ­a pasado horas contemplando con ojos radiantes el jardincito formado por una Ćŗnica planta de guisante.

La semana siguiente la enferma se levantĆ³ por primera vez una hora, y se estuvo, feliz, sentada al sol, con la ventana abierta; y fuera se habĆ­a abierto tambiĆ©n una flor de guisante, blanca y roja. La chiquilla, inclinando la cabeza, besĆ³ amorosamente los delicados pĆ©talos. Fue un dĆ­a de fiesta para ella.

  • Ā”Dios misericordioso la plantĆ³ y la hizo crecer para darte esperanza y alegrĆ­a, hijita! – dijo la madre, radiante, sonriendo a la flor como si fuese un Ć”ngel bueno, enviado por Dios.

Pero, Āæy los otros guisantes? Pues verĆ”s: Aquel que saliĆ³ volando por el amplio mundo, diciendo: Ā«Ā”AlcĆ”nzame si puedes!Ā», cayĆ³ en el canalĆ³n del tejado y fue a parar al buche de una paloma, donde encontrĆ³se como JonĆ”s en el vientre de la ballena. Los dos perezosos tuvieron la misma suerte; fueron tambiĆ©n pasto de las palomas, con lo cual no dejaron de dar un cierto rendimiento positivo. En cuanto al cuarto, el que pretendĆ­a volar hasta el Sol, fue a caer al vertedero, y allĆ­ estuvo dĆ­as y semanas en el agua sucia, donde se hinchĆ³ horriblemente.

  • Ā”CĆ³mo engordo! -exclamaba satisfecho-. AcabarĆ© por reventar, que es todo lo que puede hacer un guisante. Soy el mĆ”s notable de los cinco que crecimos en la misma vaina.

Y el vertedero dio su beneplĆ”cito a aquella opiniĆ³n. Mientras tanto, allĆ”, en la ventana de la buhardilla, la muchachita, con los ojos radiantes y el brillo de la salud en las mejillas, juntaba sus hermosas manos sobre la flor del guisante y daba gracias a Dios. – El mejor guisante es el mĆ­o -seguĆ­a diciendo el vertedero.

ColƔs el chico y ColƔs el grande

VivĆ­an en un pueblo dos hombres que se llamaban igual: ColĆ”s, pero el uno tenĆ­a cuatro caballos, y el otro, solamente uno. Para distinguirlos llamaban ColĆ”s el Grande al de los cuatro caballos, y ColĆ”s el Chico al otro, dueƱo de uno solo. Vamos a ver ahora lo que les pasĆ³ a los dos, pues es una historia verdadera. Durante toda la semana, ColĆ”s el Chico tenĆ­a que arar para el Grande, y prestarle su Ćŗnico caballo; luego ColĆ”s el Grande prestaba al otro sus cuatro caballos, pero sĆ³lo una vez a la semana: el domingo. Ā”HabĆ­a que ver a ColĆ”s el Chico haciendo restallar el lĆ”tigo sobre los cinco animales! Los miraba como suyos, pero sĆ³lo por un dĆ­a. Brillaba el sol, y las campanas de la iglesia llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba con el devocionario bajo el brazo para escuchar al predicador, y veĆ­a a ColĆ”s el Chico labrando con sus cinco caballos; y al hombre le daba tanto gusto que lo vieran asĆ­, que, pegando un nuevo latigazo, gritaba: Ā«Ā”Oho! Ā”Mis caballos!Ā» – No debes decir esto -reprendiĆ³le ColĆ”s el Grande-. SĆ³lo uno de los caballos es tuyo. Pero en cuanto volvĆ­a a pasar gente, ColĆ”s el Chico, olvidĆ”ndose de que no debĆ­a decirlo, volvĆ­a a gritar: Ā«Ā”Oho! Ā”Mis caballos!Ā».

  • Te lo advierto por Ćŗltima vez -dijo ColĆ”s el Grande-. Como lo repitas, le arreo un trastazo a tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrĆ”s ganado.
  • Te prometo que no volverĆ© a decirlo respondiĆ³ ColĆ”s el Chico. Pero pasĆ³ mĆ”s gente que lo saludĆ³ con un gesto de la cabeza y nuestro hombre, muy orondo, pensando que era realmente de buen ver el que tuviese cinco caballos para arar su campo, volviĆ³ a restallar el lĆ”tigo, exclamando: Ā«Ā”Oho! Ā”Mis caballos!Ā».
  • Ā”Ya te darĆ© yo tus caballos! -gritĆ³ el otro, y, agarrando un mazo, diole en la cabeza al de ColĆ”s el Chico, y lo matĆ³.
  • Ā”Ay! Ā”Me he quedado sin caballo! -se lamentĆ³ el pobre ColĆ”s, echĆ”ndose a llorar. Luego lo despellejĆ³, puso la piel a secar al viento, metiĆ³la en un saco, que se cargĆ³ a la espalda, y emprendiĆ³ el camino de la ciudad para ver si la vendĆ­a.

La distancia era muy larga; tuvo que atravesar un gran bosque oscuro, y como el tiempo era muy malo, se extraviĆ³, y no volviĆ³ a dar con el camino hasta que anochecĆ­a; ya era tarde para regresar a su casa o llegar a la ciudad antes de que cerrase la noche. Ā  A muy poca distancia del camino habĆ­a una gran casa de campo. Aunque los postigos de las ventanas estaban cerrados, por las rendijas se filtraba luz. Ā«Esa gente me permitirĆ” pasar la noche aquĆ­Ā», pensĆ³ ColĆ”s el Chico, y llamĆ³ a la puerta. AbriĆ³ la dueƱa de la granja, pero al oĆ­r lo que pedĆ­a el forastero le dijo que siguiese su camino, pues su marido estaba ausente y no podĆ­a admitir a desconocidos.

  • Bueno, no tendrĆ© mĆ”s remedio que pasar la noche fuera -dijo ColĆ”s, mientras la mujer le cerraba la puerta en las narices.

HabĆ­a muy cerca un gran montĆ³n de heno, y entre Ć©l y la casa, un pequeƱo cobertizo con tejado de paja.

  • Puedo dormir allĆ” arriba -dijo ColĆ”s el Chico, al ver el tejadillo-; serĆ” una buena cama. No creo que a la cigĆ¼eƱa se le ocurra bajar a picarme las piernas -pues en el tejado habĆ­a hecho su nido una autĆ©ntica cigĆ¼eƱa.

SubiĆ³se nuestro hombre al cobertizo y se tumbĆ³, volviĆ©ndose ora de un lado ora del otro, en busca de una posiciĆ³n cĆ³moda. Pero he aquĆ­ que los postigos no llegaban hasta lo alto de la ventana, y por ellos podĆ­a verse el interior. En el centro de la habitaciĆ³n habĆ­a puesta una gran mesa, con vino, carne asada y un pescado de apetitoso aspecto. Sentados a la mesa estaban la aldeana y el sacristĆ”n, ella le servĆ­a, y a Ć©l se le iban los ojos tras el pescado, que era su plato favorito. Ā  Ā«Ā”QuiĆ©n estuviera con ellos!Ā», pensĆ³ ColĆ”s el Chico, alargando la cabeza hacia la ventana. Y entonces vio que habla ademĆ”s un soberbio pastel. Ā”QuĆ© banquete, santo Dios! OyĆ³ entonces en la carretera el trote de un caballo que se dirigĆ­a a la casa; era el marido de la campesina, que regresaba. El marido era un hombre excelente, y todo el mundo lo apreciaba; sĆ³lo tenĆ­a un defecto: no podĆ­a ver a los sacristanes; en cuanto se le ponĆ­a uno ante los ojos, entrĆ”bale una rabia loca. Por eso el sacristĆ”n de la aldea habĆ­a esperado a que el marido saliera de viaje para visitar a su mujer, y ella le habĆ­a obsequiado con lo mejor que tenĆ­a. Al oĆ­r al hombre que volvĆ­a asustĆ”ronse los dos, y ella pidiĆ³ al sacristĆ”n que se ocultase en un gran arcĆ³n vacĆ­o, pues sabĆ­a muy bien la inquina de su esposo por los sacristanes. ApresurĆ³se a esconder en el horno las sabrosas viandas y el vino, no fuera que el marido lo observara y le pidiera cuentas. – Ā”QuĆ© pena! -suspirĆ³ ColĆ”s desde el tejado del cobertizo, al ver que desaparecĆ­a el banquete. – ĀæQuiĆ©n anda por ahĆ­? -preguntĆ³ el campesino mirando a ColĆ”s-. ĀæQuĆ© haces en la paja? Entra, que estarĆ”s mejor. Entonces ColĆ”s le contĆ³ que se habĆ­a extraviado, y le rogĆ³ que le permitiese pasar allĆ­ la noche.

  • No faltaba mĆ”s -respondiĆ³le el labrador-, pero antes haremos algo por la vida.

La mujer recibiĆ³ a los dos amablemente, puso la mesa y les sirviĆ³ una sopera de papillas. El campesino venĆ­a hambriento y comĆ­a con buen apetito, pero NicolĆ”s no hacĆ­a sino pensar en aquel suculento asado, el pescado y el pastel escondidos en el horno. Debajo de la mesa habĆ­a dejado el saco con la piel de caballo; ya sabemos que iba a la ciudad para venderla. Como las papillas se le atragantaban, oprimiĆ³ el saco con el pie, y la piel seca produjo un chasquido.

  • Ā”Chit! -dijo ColĆ”s al saco, al mismo tiempo que volvĆ­a a pisarlo y producĆ­a un chasquido mĆ”s ruidoso que el primero.
  • Ā”Oye! ĀæQuĆ© llevas en el saco? -preguntĆ³ el dueƱo de la casa. – Nada, es un brujo -respondiĆ³ el otro-. Dice que no tenemos por quĆ© comer papillas, con la carne asada, el pescado y el pastel que hay en el horno.
  • ĀæQuĆ© dices? -exclamĆ³ el campesino, corriendo a abrir el horno, donde aparecieron todas las apetitosas viandas que la mujer habĆ­a ocultado, pero que Ć©l supuso que estaban allĆ­ por obra del brujo. La mujer no se atreviĆ³ a abrir la boca; trajo los manjares a la mesa, y los dos hombres se regalaron con el pescado, el asado, y el dulce. Entonces ColĆ”s volviĆ³ a oprimir el saco, y la piel crujiĆ³ de nuevo.
  • ĀæQuĆ© dice ahora? -preguntĆ³ el campesino.
  • Dice -respondiĆ³ el muy pĆ­caro- que tambiĆ©n ha hecho salir tres botellas de vino para nosotros; y que estĆ”n en aquel rincĆ³n, al lado del horno.

La mujer no tuvo mĆ”s remedio que sacar el vino que habĆ­a escondido, y el labrador bebiĆ³ y se puso alegre. Ā”QuĆ© no hubiera dado, por tener un brujo como el que ColĆ”s guardaba en su saco!

  • ĀæEs capaz de hacer salir al diablo? -preguntĆ³-. Me gustarĆ­a verlo, ahora que estoy alegre.
  • Ā”Claro que sĆ­! -replicĆ³ ColĆ”s-. Mi brujo hace cuanto le pido. ĀæVerdad, tĆŗ? -preguntĆ³ pisando el saco y produciendo otro crujido-. ĀæOyes? Ha dicho que sĆ­. Pero el diablo es muy feo; serĆ” mejor que no lo veas.
  • No le tengo miedo. ĀæCĆ³mo crees que es?
  • Pues se parece mucho a un sacristĆ”n.
  • Ā”Uf! -exclamĆ³ el campesino-. Ā”SĆ­ que es feo! ĀæSabes?, una cosa que no puedo sufrir es ver a un sacristĆ”n. Pero no importa. Sabiendo que es el diablo, lo podrĆ© tolerar por una vez. Hoy me siento con Ć”nimos; con tal que no se me acerque demasiado…
  • Como quieras, se lo pedirĆ© al brujo -, dijo ColĆ”s, y, pisando el saco, aplicĆ³ contra Ć©l la oreja.
  • ĀæQuĆ© dice?
  • Dice que abras aquella arca y verĆ”s al diablo; estĆ” dentro acurrucado. Pero no sueltes la tapa, que podrĆ­a escaparse.
  • AyĆŗdame a sostenerla -pidiĆ³le el campesino, dirigiĆ©ndose hacia el arca en que la mujer habĆ­a metido al sacristĆ”n de carne y hueso, el cual se morĆ­a de miedo en su escondrijo.

El campesino levantĆ³ un poco la tapa con precauciĆ³n y mirĆ³ al interior.

  • Ā”Uy! -exclamĆ³, pegando un salto atrĆ”s-. Ya lo he visto. Ā”Igual que un sacristĆ”n! Ā”Espantoso!

Lo celebraron con unas copas y se pasaron buena parte de la noche empinando el codo.

  • Tienes que venderme el brujo -dijo el campesino-. Pide lo que quieras; te darĆ© aunque sea una fanega de dinero.
  • No, no puedo -replicĆ³ ColĆ”s-. Piensa en los beneficios que puedo sacar de este brujo.

-Ā”Me he encaprichado con Ć©l! Ā”VĆ©ndemelo! insistiĆ³ el otro, y siguiĆ³ suplicando.

  • Bueno -avĆ­nose al fin ColĆ”s-. Lo harĆ© porque has sido bueno y me has dado asilo esta noche. Te cederĆ© el brujo por una fanega de dinero; pero ha de ser una fanega rebosante.
  • La tendrĆ”s -respondiĆ³ el labriego-. Pero vas a llevarte tambiĆ©n el arca; no la quiero en casa ni un minuto mĆ”s. Ā”QuiĆ©n sabe si el diablo estĆ” aĆŗn en ella!.

ColĆ”s el Chico dio al campesino el saco con la piel seca, y recibiĆ³ a cambio una fanega de dinero bien colmada. El campesino le regalĆ³ todavĆ­a un carretĆ³n para transportar el dinero y el arca.

  • Ā”AdiĆ³s! -dijo ColĆ”s, alejĆ”ndose con las monedas y el arca que contenĆ­a al sacristĆ”n.

Por el borde opuesto del bosque fluƭa un rƭo caudaloso y muy profundo; el agua corrƭa con tanta furia, que era imposible nadar a contra corriente. No hacƭa mucho que habƭan tendido sobre Ʃl un gran puente, y cuando ColƔs estuvo en la mitad dijo en voz alta, para que lo oyera el sacristƔn:

  • ĀæQuĆ© hago con esta caja tan incĆ³moda? Pesa como si estuviese llena de piedras. Ya me voy cansando de arrastrarla; la echarĆ© al rĆ­o, Si va flotando hasta mi casa bien, y si no, no importa. Y la levantĆ³ un poco con una mano, como para arrojarla al rĆ­o.
  • Ā”Detente, no lo hagas! -gritĆ³ el sacristĆ”n desde dentro. DĆ©jame salir primero.
  • Ā”Dios me valga! -exclamĆ³ ColĆ”s, simulando espanto-. Ā”TodavĆ­a estĆ” aquĆ­! Ā”EchĆ©moslo al rĆ­o sin perder tiempo, que se ahogue!
  • Ā”Oh, no, no! -suplicĆ³ el sacristĆ”n-. Si me sueltas te darĆ© una fanega de dinero.
  • Bueno, esto ya es distinto -aceptĆ³ ColĆ”s, abriendo el arca. El sacristĆ”n se apresurĆ³ a salir de ella, arrojĆ³ el arca al agua y se fue a su casa, donde ColĆ”s recibiĆ³ el dinero prometido. Con el que le habĆ­a entregado el campesino tenĆ­a ahora el carretĆ³n lleno.

Ā«Me he cobrado bien el caballoĀ», se dijo cuando de vuelta a su casa, desparramĆ³ el dinero en medio de la habitaciĆ³n. Ā«Ā”La rabia que tendrĆ” ColĆ”s el Grande cuando vea que me he hecho rico con mi Ćŗnico caballo!; pero no se lo dirĆ©Ā».

Dentro de mil aƱos

SĆ­, dentro de mil aƱos la gente cruzarĆ” el ocĆ©ano, volando por los aires, en alas del vapor. Los jĆ³venes colonizadores de AmĆ©rica acudirĆ”n a visitar la vieja Europa. VendrĆ”n a ver nuestros monumentos y nuestras decaĆ­das ciudades, del mismo modo que nosotros peregrinamos ahora para visitar las decaĆ­das magnificencias del Asia Meridional. Dentro de mil aƱos, vendrĆ”n ellos. El TĆ”mesis, el Danubio, el Rin, seguirĆ”n fluyendo aĆŗn; el Mont-blanc continuarĆ” enhiesto con su nevada cumbre, la auroras boreales proyectarĆ”n sus brillantes resplandores sobre las tierras del Norte; pero una generaciĆ³n tras otra se ha convertido en polvo, series enteras de momentĆ”neas grandezas han caĆ­do en el olvido, como aquellas que hoy dormitan bajo el tĆŗmulo donde el rico harinero, en cuya propiedad se alza, se mandĆ³ instalar un banco para contemplar desde allĆ­ el ondeante campo de mieses que se extiende a sus pies. – Ā”A Europa! -exclamarĆ”n las jĆ³venes generaciones americanas-. Ā”A la tierra de nuestros abuelos, la tierra santa de nuestros recuerdos y nuestras fantasĆ­as! Ā”A Europa! Llega la aeronave, llena de viajeros, pues la travesĆ­a es mĆ”s rĆ”pida que por el mar; el cable electromagnĆ©tico que descansa en el fondo del ocĆ©ano ha telegrafiado ya dando cuenta del nĆŗmero de los que forman la caravana aĆ©rea. Ya se avista Europa, es la costa de Irlanda la que se vislumbra, pero los pasajeros duermen todavĆ­a; han avisado que no se les despierte hasta que estĆ©n sobre Inglaterra. AllĆ­ pisarĆ”n el suelo de Europa, en la tierra de Shakespeare, como la llaman los hombres de letras; en la tierra de la polĆ­tica y de las mĆ”quinas, como la llaman otros. La visita durarĆ” un dĆ­a: es el tiempo que la apresurada generaciĆ³n concede a la gran Inglaterra y a Escocia. El viaje prosigue por el tĆŗnel del canal hacia Francia, el paĆ­s de Carlomagno y de NapoleĆ³n. Se cita a MoliĆØre, los eruditos hablan de una escuela clĆ”sica y otra romĆ”ntica, que florecieron en tiempos remotos, y se encomia a hĆ©roes, vates y sabios que nuestra Ć©poca desconoce, pero que mĆ”s tarde nacieron sobre este crĆ”ter de Europa que es ParĆ­s. La aeronave vuela por sobre la tierra de la que saliĆ³ ColĆ³n, la cuna de CortĆ©s, el escenario donde CalderĆ³n cantĆ³ sus dramas en versos armoniosos; hermosas mujeres de negros ojos viven aĆŗn en los valles floridos, y en estrofas antiquĆ­simas se recuerda al Cid y la Alhambra. Surcando el aire, sobre el mar, sigue el vuelo hacia Italia, asiento de la vieja y eterna Roma. Hoy estĆ” decaĆ­da, la Campagna es un desierto; de la iglesia de San Pedro sĆ³lo queda un muro solitario, y aun se abrigan dudas sobre su autenticidad. Y luego a Grecia, para dormir una noche en el lujoso hotel edificado en la cumbre del Olimpo; poder decir que se ha estado allĆ­, viste mucho. El viaje prosigue por el BĆ³sforo, con objeto de descansar unas horas y visitar el sitio donde antaƱo se alzĆ³ Bizancio. Pobres pescadores lanzan sus redes allĆ­ donde la leyenda cuenta que estuvo el jardĆ­n del harĆ©n en tiempos de los turcos. ContinĆŗa el itinerario aĆ©reo, volando sobre las ruinas de grandes ciudades que se levantaron a orillas del caudaloso Danubio, ciudades que nuestra Ć©poca no conoce aĆŗn; pero aquĆ­ y allĆ” – sobre lugares ricos en recuerdos que algĆŗn dĆ­a saldrĆ”n del seno del tiempo – se posa la caravana para reemprender muy pronto el vuelo. Al fondo se despliega Alemania – otrora cruzada por una densĆ­sima red de ferrocarriles y canales – el paĆ­s donde predicĆ³ Lutero, cantĆ³ Goethe y Mozart empuĆ±Ć³ el cetro musical de su tiempo. Nombres ilustres brillaron en las ciencias y en las artes, nombres que ignoramos. Un dĆ­a de estancia en Alemania y otro para el Norte, para la patria de Ɩrsted y Linneo, y para Noruega, la tierra de los antiguos hĆ©roes y de los hombres eternamente jĆ³venes del SeptentriĆ³n. Islandia queda en el itinerario de regreso; el gĆ©iser ya no bulle, y el Hecla estĆ” extinguido, pero como la losa eterna de la leyenda, la prepotente isla rocosa sigue incĆ³lume en el mar bravĆ­o. – Hay mucho que ver en Europa -dice el joven americano- y lo hemos visto en ocho dĆ­as. Se puede hacer muy bien, como el gran viajero – aquĆ­ se cita un nombre conocido en aquel tiempo – ha demostrado en su famosa obra: CĆ³mo visitar Europa en ocho dĆ­as.

Dos pisones

ĀæHas visto alguna vez un pisĆ³n? Me refiero a esta herramienta que sirve para apisonar el pavimento de las calles. Es de madera todo Ć©l, ancho por debajo y reforzado con aros de hierro; de arriba estrecho, con un palo que lo atraviesa, y que son los brazos. En el cobertizo de las herramientas habĆ­a dos pisonas, junto con palas, cubos y carretillas; habĆ­a llegado a sus oĆ­dos el rumor de que las Ā«pisonasĀ» no se llamarĆ­an en adelante asĆ­, sino Ā«apisonadorasĀ», vocablo que, en la jerga de los picapedreros, es el tĆ©rmino mĆ”s nuevo y apropiado para, designar lo que antaƱo llamaban pisonas. Ahora bien; entre nosotros, los seres humanos, hay lo que llamamos Ā«mujeres emancipadasĀ», entre las cuales se cuentan directoras de colegios, comadronas, bailarinas – que por su profesiĆ³n pueden sostenerse sobre una pierna -, modistas y enfermeras; y a esta categorĆ­a de Ā«emancipadasĀ» se sumaron tambiĆ©n las dos Ā«pisonasĀ» del cobertizo; la AdministraciĆ³n de obras pĆŗblicas las llamaba Ā«pisonasĀ», y en modo alguno se avenĆ­an a renunciar a su antiguo nombre y cambiarlo por el de Ā«apisonadorasĀ».

  • PisĆ³n es un nombre de persona – decĆ­an -, mientras que Ā«apisonadoraĀ» lo es de cosa, y no toleraremos que nos traten como una simple cosa; Ā”esto es ofendernos!
  • Mi prometido estĆ” dispuesto a romper el compromiso – aƱadiĆ³ la mĆ”s joven, que tenĆ­a por novio a un martinete, una especie de mĆ”quina para clavar estacas en el suelo, o sea, que hace en forma tosca lo que la pisona en forma delicada -. Me quiere como pisona, pero no como apisonadora, por lo que en modo alguno puedo permitir que me cambien el nombre.
  • Ā”Ni yo! – dijo la mayor -. Antes dejarĆ© que me corten los brazos.

La carretilla, sin embargo, sustentaba otra opiniĆ³n; y no se crea de ella que fuera un don nadie; se consideraba como una cuarta parte de coche, pues corrĆ­a sobre una rueda.

  • Debo advertirles que el nombre de pisonas es bastante ordinario, y mucho menos distinguido que el de apisonadora, pues este nuevo apelativo les da cierto parentesco con los sellos, y sĆ³lo con que piensen en el sello que llevan las leyes, verĆ”n que sin Ć©l no son tales. Yo, en su lugar, renunciarĆ­a al nombre de pisona.
  • Ā”JamĆ”s! Soy demasiado vieja para eso – dijo la mayor.
  • Seguramente usted ignora eso que se llama

Ā«necesidad europeaĀ» – intervino el honrado y viejo cubo -. Hay que mantenerse dentro de sus lĆ­mites, supeditarse, adaptarse a las exigencias de la Ć©poca, y si sale una ley por la cual la pisona debe llamarse apisonadora, pues a llamarse apisonadora tocan. Cada cosa tiene su medida.

  • En tal caso preferirĆ­a llamarme seƱorita, si es que de todos modos he de cambiar de nombre – dijo la joven -. SeƱorita sabe siempre un poco a pisona.
  • Pues yo antes me dejarĆ© reducir a astillas – proclamĆ³ la vieja. En esto llegĆ³ la hora de ir al trabajo; las pisonas fueron cargadas en la carretilla, lo cual suponĆ­a una atenciĆ³n; pero las llamaron apisonadoras.
  • Ā”Pis! – exclamaban al golpear sobre el pavimento -, Ā”pis! -, y estaban a punto de acabar de pronunciar la palabra Ā«pisonaĀ», pero se mordĆ­an los labios y se tragaban el vocablo, pues se daban cuenta de que no podĆ­an contestar. Pero entre ellas siguieron llamĆ”ndose pisonas, alabando los viejos tiempos en que cada cosa era llamada por su nombre, y cuando una era pisona la llamaban pisona; y en eso quedaron las dos, pues el martinete, aquella maquinaza, rompiĆ³ su compromiso con la joven, negĆ”ndose a casarse con una apisonadora.

 

Ā El abecedario

Ɖrase una vez un hombre que habĆ­a compuesto versos para el abecedario, siempre dos para cada letra, exactamente como vemos en la antigua cartilla. DecĆ­a que hacĆ­a falta algo nuevo, pues los viejos pareados estaban muy sobados, y los suyos le parecĆ­an muy bien. Por el momento, el nuevo abecedario estaba sĆ³lo en manuscrito, guardado en el gran armario- librerĆ­a, junto a la vieja cartilla impresa; aquel armario que contenĆ­a tantos libros eruditos y entretenidos. Pero el viejo abecedario no querĆ­a por vecino al nuevo, y habĆ­a saltado en el anaquel pegando un empellĆ³n al intruso, el cual cayĆ³ al suelo, y allĆ­ estaba ahora con todas las hojas dispersas. El viejo abecedario habĆ­a vuelto hacia arriba la primera pĆ”gina, que era la mĆ”s importante, pues en ella estaban todas las letras, grandes y pequeƱas. Aquella hoja contenĆ­a todo lo que constituye la vida de los demĆ”s libros: el alfabeto, las letras que, quiĆ©rase o no, gobiernan al mundo. Ā”QuĆ© poder mĆ”s terrible! Todo depende de cĆ³mo se las dispone: pueden dar la vida, pueden condenar a muerte; alegrar o entristecer. Por sĆ­ solas nada son, pero Ā”puestas en fila y ordenadas!… Cuando Nuestro SeƱor las hace intĆ©rpretes de su pensamiento, leemos mĆ”s cosas de las que nuestra mente puede contener y nos inclinamos profundamente, pero las letras son capaces de contenerlas. Pues allĆ­ estaban, cara arriba. El gallo de la A mayĆŗscula lucĆ­a sus plumas rojas, azules y verdes. Hinchaba el pecho muy ufano, pues sabĆ­a lo que significaban las letras, y era el Ćŗnico viviente entre ellas. Al caer al suelo el viejo abecedario, el gallo batiĆ³ de alas, subiĆ³se de una volada a un borde del armario y, despuĆ©s de alisarse las plumas con el pico, lanzĆ³ al aire un penetrante quiquiriquĆ­. Todos los libros del armario, que, cuando no estaban de servicio, se pasaban el dĆ­a y la noche dormitando, oyeron la estridente trompeta. Y entonces el gallo se puso a discursear, en voz clara y perceptible, sobre la injusticia que acababa de cometerse con el viejo abecedario. – Por lo visto ahora ha de ser todo nuevo, todo diferente – dijo -. El progreso no puede detenerse. Los niƱos son tan listos, que saben leer antes de conocer las letras. Ā«Ā”Hay que darles algo nuevo!Ā», dijo el autor de los nuevos versos, que yacen esparcidos por el suelo. Ā”Bien los conozco! MĆ”s de diez veces se los oĆ­ leer en alta voz. Ā”CĆ³mo gozaba el hombre! Pues no, yo defenderĆ© los mĆ­os, los antiguos, que son tan buenos, y las ilustraciones que los acompaƱan. Por ellos lucharĆ© y cantarĆ©. Todos los libros del armario lo saben bien. Y ahora voy a leer los de nueva composiciĆ³n. Los leerĆ© con toda pausa y tranquilidad, y creo que estaremos todos de acuerdo en lo malos que son.

  1. Ama

Sale el ama endomingada Por un niƱo ajeno honrada.

  1. Barquero

PasĆ³ penas y fatigas el barquero, Mas ahora reposa placentero. -Este pareado no puede ser mĆ”s soso. – dijo el gallo – Pero sigo leyendo.

  1. ColĆ³n

LanzĆ³se ColĆ³n al mar ingente, y ensanchĆ³se la tierra enormemente.

  1. Dinamarca

De Dinamarca hay mĆ”s de una saga bella, No cargue Dios la mano sobre ella. – Muchos encontrarĆ”n hermosos estos versos – observĆ³ el gallo – pero yo no. No les veo nada de particular. Sigamos.

  1. Elefante

Con Ć­mpetu y arrojo avanza el elefante, de joven corazĆ³n y buen talante.

  1. Follaje

DespĆ³jase el bosque del follaje En cuanto la tierra viste el blanco traje.

  1. Gorila

Por mƔs que traigƔis gorilas a la arena, se ven siempre tan torpes, que da pena.

  1. Hurra

Ā”CuĆ”ntas veces, gritando en nuestra tierra, puede un Ā«hurraĀ» ser causa de una guerra! – Ā”CĆ³mo va un niƱo a comprender estas alusiones! – protestĆ³ el gallo -. Y, sin embargo, en la portada se lee: Ā«Abecedario para grandes y chicosĀ». Pero los mayores tienen que hacer algo mĆ”s que estarse leyendo versos en el abecedario, y los pequeƱos no lo entienden. Ā”Esto es el colmo! Adelante.

  1. Jilguero

Canta alegre en su rama el jilguero, de vivos colores y cuerpo ligero.

  1. LeĆ³n

En la selva, el leĆ³n lanza su rugido; vedlo luego en la jaula entristecido. Ā  MaƱana (sol de) Ā  Por la maƱana sale el sol muy puntual, mas no porque cante el gallo en el corral. Ahora las emprende conmigo – exclamĆ³ el gallo -. Pero yo estoy en buena compaƱƭa, en compaƱƭa del sol. Sigamos.

  1. Negro

Negro es el hombre del sol ecuatorial; por mucho que lo laven, siempre serĆ” igual.

  1. Olivo

ĀæCuĆ”l es la mejor hoja, lo sabĆ©is? A fe, la del olivo de la paloma de NoĆ©.

  1. Pensador

En su mente, el pensador mueve todo el mundo, desde lo mƔs alto hasta lo mƔs profundo.

  1. Queso

El queso se utiliza en la cocina, donde con otros manjares se combina.

  1. Rosa

Entre las flores, es la rosa bella lo que en el cielo la mƔs brillante estrella.

  1. SabidurĆ­a

Muchos creen poseer sabidurĆ­a cuando en verdad su mollera estĆ” vacĆ­a. – Ā”Permitidme que cante un poco! – dijo el gallo -. Con tanto leer se me acaban las fuerzas. He de tomar aliento -. Y se puso a cantar de tal forma, que no parecĆ­a sino una corneta de latĆ³n. Daba gusto oĆ­rlo – al gallo, entendĆ”monos -. Adelante.

  1. Tetera

La tetera tiene rango en la cocina, pero la voz del puchero es aĆŗn mĆ”s fina.

  1. Urbanidad

Virtud indispensable es la urbanidad, si no se quiere ser un ogro en sociedad. Ā  AhĆ­ debe haber mucho fondo – observĆ³ el gallo -, pero no doy con Ć©l, por mucho que trato de profundizar.

  1. Valle de lƔgrimas

Valle de lĆ”grimas es nuestra madre tierra. A ella iremos todos, en paz o en guerra. – Ā”Esto es muy crudo! – dijo el gallo.

  1. Xantipa

– AquĆ­ no ha sabido encontrar nada nuevo: En el matrimonio hay un arrecife, al que SĆ³crates da el nombre de Xantipe. – Al final, ha tenido que contentarse con Xantipe.

  1. Ygdrasil

En el Ć”rbol de Ygdrasil los dioses nĆ³rdicos vivieron,Ā  mas el Ć”rbol muriĆ³ y ellos enmudecieron. – Estamos casi al final – dijo el gallo -. Ā”No es poco consuelo! Va el Ćŗltimo:

  1. Zephir

En danƩs, el cƩfiro es viento de Poniente, te hiela a travƩs del paƱo mƔs caliente.

  • Ā”Por fin se acabĆ³! Pero aĆŗn no estamos al cabo de la calle. Ahora viene imprimirlo. Y luego leerlo. Ā”Y lo ofrecerĆ”n en sustituciĆ³n de los venerables versos de mi viejo abecedario! ĀæQuĆ© dice la asamblea de libros eruditos e indoctos, monografĆ­as y manuales? ĀæQuĆ© dice la biblioteca? Yo he dicho; que hablen ahora los demĆ”s.

Los libros y el armario permanecieron quietos, mientras el gallo volvĆ­a a situarse bajo su A, muy orondo.

  • He hablado bien, y cantado mejor. Esto no me lo quitarĆ” el nuevo abecedario. De seguro que fracasa. Ya ha fracasado. Ā”No tiene gallo!.

 

El abeto

AllĆ” en el bosque habĆ­a un abeto, lindo y pequeƱito. CrecĆ­a en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compaƱeros mayores, tanto abetos como pinos. Pero el pequeƱo abeto sĆ³lo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el frescor del aire, ni atendĆ­a a los niƱos de la aldea, que recorran el bosque en busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando. A veces llegaban con un puchero lleno de los frutos recogidos, o con las fresas ensartadas en una paja, y, sentĆ”ndose junto al menudo abeto, decĆ­an: Ā«Ā”QuĆ© pequeƱo y quĆ© lindo es!Ā». Pero el arbolito se enfurruƱaba al oĆ­rlo. Al aƱo siguiente habĆ­a ya crecido bastante, y lo mismo al otro aƱo, pues en los abetos puede verse el nĆŗmero de aƱos que tienen por los cĆ­rculos de su tronco. Ā«Ā”Ay!, Āæpor quĆ© no he de ser yo tan alto como los demĆ”s? -suspiraba el arbolillo-. PodrĆ­a desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pĆ”jaros harĆ­an sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podrĆ­a mecerlas e inclinarlas con la distinciĆ³n y elegancia de los otros. Ɖranle indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la maƱana y al atardecer, desfilaban en lo alto del cielo. Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubrĆ­a el suelo con su rutilante manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. Ā”Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos mĆ”s y el abeto habĆ­a crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la vuelta. Ā«Ā”Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar aƱos y aƱos: esto es lo mĆ”s hermoso que hay en el mundo!Ā», pensaba el Ć”rbol. En otoƱo se presentaban indefectiblemente los leƱadores y cortaban algunos de los Ć”rboles mĆ”s corpulentos. La cosa ocurrĆ­a todos los aƱos, y nuestro joven abeto, que estaba ya bastante crecido, sentĆ­a entonces un escalofrĆ­o de horror, pues los magnĆ­ficos y soberbios troncos se desplomaban con estridentes crujidos y gran estruendo. Los hombres cortaban las ramas, y los Ć”rboles quedaban desnudos, larguiruchos y delgados; nadie los habrĆ­a reconocido. Luego eran cargados en carros arrastrados por caballos, y sacados del bosque. ĀæAdĆ³nde iban? ĀæQuĆ© suerte les aguardaba? En primavera, cuando volvieron las golondrinas y las cigĆ¼eƱas, les preguntĆ³ el abeto:

  • ĀæNo sabĆ©is adĆ³nde los llevaron ĀæNo los habĆ©is visto en alguna parte?

Las golondrinas nada sabĆ­an, pero la cigĆ¼eƱa adoptĆ³ una actitud cavilosa y, meneando la cabeza, dijo:

  • SĆ­, creo que sĆ­. Al venir de Egipto, me crucĆ© con muchos barcos nuevos, que tenĆ­an mĆ”stiles esplĆ©ndidos. JurarĆ­a que eran ellos, pues olĆ­an a abeto. Me dieron muchos recuerdos para ti. Ā”Llevan tan alta la cabeza, con tanta altivez!

-Ā”Ah! Ā”OjalĆ” fuera yo lo bastante alto para poder cruzar los mares! Pero, ĀæquĆ© es el mar, y quĆ© aspecto tiene?

  • Ā”SerĆ­a muy largo de contar! -exclamĆ³ la cigĆ¼eƱa, y se alejĆ³.
  • AlĆ©grate de ser joven -decĆ­an los rayos del sol; alĆ©grate de ir creciendo sano y robusto, de la vida joven que hay en ti.

Y el viento le prodigaba sus besos, y el rocĆ­o vertĆ­a sobre Ć©l sus lĆ”grimas, pero el abeto no lo comprendĆ­a. Al acercarse las Navidades eran cortados Ć”rboles jĆ³venes, Ć”rboles que ni siquiera alcanzaban la talla ni la edad de nuestro abeto, el cual no tenĆ­a un momento de quietud ni reposo; le consumĆ­a el afĆ”n de salir de allĆ­. Aquellos arbolitos – y eran siempre los mĆ”s hermosos – conservaban todo su ramaje; los cargaban en carros tirados por caballos y se los llevaban del bosque. Ā«ĀæAdĆ³nde irĆ”n Ć©stos? -preguntĆ”base el abeto-. No son mayores que yo; uno es incluso mĆ”s bajito. ĀæY por quĆ© les dejan las ramas? ĀæAdĆ³nde van?Ā».

  • Ā”Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! piaron los gorriones-. AllĆ”, en la ciudad, hemos mirado por las ventanas. Sabemos adĆ³nde van. Ā”Oh! No puedes imaginarte el esplendor y la magnificencia que les esperan. Mirando a travĆ©s de los cristales vimos Ć”rboles plantados en el centro de una acogedora habitaciĆ³n, adornados con los objetos mĆ”s preciosos: manzanas doradas, pastelillos, juguetes y centenares de velitas.
  • ĀæY despuĆ©s? -preguntĆ³ el abeto, temblando por todas sus ramas-. ĀæY despuĆ©s? ĀæQuĆ© sucediĆ³ despuĆ©s?
  • Ya no vimos nada mĆ”s. Pero es imposible pintar lo hermoso que era.
  • ĀæQuiĆ©n sabe si estoy destinado a recorrer tambiĆ©n tan radiante camino? -exclamĆ³ gozoso el abeto-. TodavĆ­a es mejor que navegar por los mares. Estoy impaciente por que llegue Navidad. Ahora ya estoy tan crecido y desarrollado como los que se llevaron el aƱo pasado. Quisiera estar ya en el carro, en la habitaciĆ³n calentita, con todo aquel esplendor y magnificencia. ĀæY luego? Porque claro estĆ” que luego vendrĆ” algo aĆŗn mejor, algo mĆ”s hermoso. Si no, Āæpor quĆ© me adornarĆ­an tanto? Sin duda me aguardan cosas aĆŗn mĆ”s esplĆ©ndidas y soberbias. Pero, ĀæquĆ© serĆ”? Ā”Ay, quĆ© sufrimiento, quĆ© anhelo! Yo mismo no sĆ© lo que me pasa.
  • Ā”GĆ³zate con nosotros! -le decĆ­an el aire y la luz del sol goza de tu lozana juventud bajo el cielo abierto.

Pero Ć©l permanecĆ­a insensible a aquellas bendiciones de la Naturaleza. SeguĆ­a creciendo, sin perder su verdor en invierno ni en verano, aquel su verdor oscuro. Las gentes, al verlo, decĆ­an: – Ā”Hermoso Ć”rbol! -. Y he ahĆ­ que, al llegar Navidad, fue el primero que cortaron. El hacha se hincĆ³ profundamente en su corazĆ³n; el Ć”rbol Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  se Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  derrumbĆ³ Ā Ā Ā Ā Ā Ā  con Ā Ā Ā Ā  un Ā Ā Ā Ā Ā Ā  suspiro, experimentando un dolor y un desmayo que no lo dejaron pensar en la soƱada felicidad. Ahora sentĆ­a tener que alejarse del lugar de su nacimiento, tener que abandonar el terruƱo donde habĆ­a crecido. SabĆ­a que nunca volverĆ­a a ver a sus viejos y queridos compaƱeros, ni a las matas y flores que lo rodeaban; tal vez ni siquiera a los pĆ”jaros. La despedida no tuvo nada de agradable. El Ć”rbol no volviĆ³ en sĆ­ hasta el momento de ser descargado en el patio junto con otros, y entonces oyĆ³ la voz de un hombre que decĆ­a:

  • Ā”Ese es magnĆ­fico! Nos quedaremos con Ć©l. Y se acercaron los criados vestidos de gala y transportaron el abeto a una hermosa y espaciosa sala. De todas las paredes colgaban cuadros, y junto a la gran estufa de azulejos habĆ­a grandes jarrones chinos con leones en las tapas; habĆ­a tambiĆ©n mecedoras, sofĆ”s de seda, grandes mesas cubiertas de libros ilustrados y juguetes, que a buen seguro valdrĆ­an cien veces cien escudos; por lo menos eso decĆ­an los niƱos. Hincaron el abeto en un voluminoso barril lleno de arena, pero no se veĆ­a que era un barril, pues de todo su alrededor pendĆ­a una tela verde, y estaba colocado sobre una gran alfombra de mil colores. Ā”CĆ³mo temblaba el Ć”rbol! ĀæQuĆ© vendrĆ­a luego?

Criados y seƱoritas corrĆ­an de un lado para otro y no se cansaban de colgarle adornos y mĆ”s adornos. En una rama sujetaban redecillas de papeles coloreados; en otra, confites y caramelos; colgaban manzanas doradas y nueces, cual si fuesen frutos del Ć”rbol, y ataron a las ramas mĆ”s de cien velitas rojas, azules y blancas. MuƱecas que parecĆ­an personas vivientes – nunca habĆ­a visto el Ć”rbol cosa semejante – flotaban entre el verdor, y en lo mĆ”s alto de la cĆŗspide centelleaba una estrella de metal dorado. Era realmente magnĆ­fico, increĆ­blemente magnĆ­fico.

  • Esta noche -decĆ­an todos-, esta noche sĆ­ que brillarĆ”.

Ā«Ā”Oh! -pensaba el Ć”rbol-, Ā”ojalĆ” fuese ya de noche! Ā”OjalĆ” encendiesen pronto las luces! ĀæY quĆ© sucederĆ” luego? ĀæAcaso vendrĆ”n a verme los Ć”rboles del bosque? ĀæVolarĆ”n los gorriones frente a los cristales de las ventanas? ĀæSeguirĆ© aquĆ­ todo el verano y todo el invierno, tan primorosamente adornado?Ā». CreĆ­a estar enterado, desde luego; pero de momento era tal su impaciencia, que sufrĆ­a fuertes dolores de corteza, y para un Ć”rbol el dolor de corteza es tan malo como para nosotros el de cabeza.

Ā El alforfon

Si despuĆ©s de una tormenta pasĆ”is junto a un campo de alforfĆ³n, lo verĆ©is a menudo ennegrecido y como chamuscado; se dirĆ­a que sobre Ć©l ha pasado una llama, y el labrador observa: – Esto es de un rayo -. Pero, ĀæcĆ³mo sucediĆ³? Os lo voy a contar, pues yo lo sĆ© por un gorrioncillo, al cual, a su vez, se lo revelĆ³ un viejo sauce que crece junto a un campo de alforfĆ³n. Es un sauce corpulento y venerable pero muy viejo y contrahecho, con una hendidura en el tronco, de la cual salen hierbajos y zarzamoras. El Ć”rbol estĆ” muy encorvado, y las ramas cuelgan hasta casi tocar el suelo, como una larga cabellera verde. En todos los campos de aquellos contornos crecĆ­an cereales, tanto centeno como cebada y avena, esa magnĆ­fica avena que, cuando estĆ” en sazĆ³n, ofrece el aspecto de una fila de diminutos canarios amarillos posados en una rama. Todo aquel grano era una bendiciĆ³n, y cuando mĆ”s llenas estaban las espigas, tanto mĆ”s se inclinaban, como en gesto de piadosa humildad. Pero habĆ­a tambiĆ©n un campo sembrado de alforfĆ³n, frente al viejo sauce. Sus espigas no se inclinaban como las de las restantes mieses, sino que permanecĆ­an enhiestas y altivas.

  • Indudablemente, soy tan rico como la espiga de trigo -decĆ­a-, y ademĆ”s soy mucho mĆ”s bonito; mis flores son bellas como las del manzano; deleita los ojos mirarnos, a mĆ­ y a los mĆ­os. ĀæHas visto algo mĆ”s esplĆ©ndido, viejo sauce?

El Ć”rbol hizo un gesto con la cabeza, como significando: Ā«Ā”QuĆ© cosas dices!Ā». Pero el alforfĆ³n, pavoneĆ”ndose de puro orgullo, exclamĆ³: – Ā”Tonto de Ć”rbol! De puro viejo, la hierba le crece en el cuerpo. Pero he aquĆ­ que estallĆ³ una espantosa tormenta; todas las flores del campo recogieron sus hojas y bajaron la cabeza mientras la tempestad pasaba sobre ellas; sĆ³lo el alforfĆ³n seguĆ­a tan engreĆ­do y altivo.

  • Ā”Baja la cabeza como nosotras! -le advirtieron las flores.
  • Ā”Para quĆ©! -replicĆ³ el alforfĆ³n.
  • Ā”Agacha la cabeza como nosotros! -gritĆ³ el trigo-. Mira que se acerca el Ć”ngel de la tempestad. Sus alas alcanzan desde las nubes al suelo, y puede pegarte un aletazo antes de que tengas tiempo de pedirle gracia.
  • Ā”Que venga! No tengo por quĆ© humillarme respondiĆ³ el alforfĆ³n.
  • Ā”Cierra tus flores y baja tus hojas! -le aconsejĆ³, a su vez, el viejo sauce-. No levantes la mirada al rayo cuando desgarre la nube; ni siquiera los hombres pueden hacerlo, pues a travĆ©s del rayo se ve el cielo de Dios, y esta visiĆ³n ciega al propio hombre. Ā”QuĆ© no nos ocurrirĆ­a a nosotras, pobres plantas de la tierra, que somos mucho menos que Ć©l!
  • ĀæMenos que Ć©l? -protestĆ³ el alforfĆ³n-. Ā”Pues ahora mirarĆ© cara a cara al cielo de Dios! -. Y asĆ­ lo hizo, cegado por su soberbia. Y tal fue el resplandor, que no pareciĆ³ sino que todo el mundo fuera una inmensa llamarada.

Pasada ya la tormenta, las flores y las mieses se abrieron y levantaron de nuevo en medio del aire puro y en calma, vivificados por la lluvia; pero el alforfĆ³n aparecĆ­a negro como carbĆ³n, quemado por el rayo; no era mĆ”s que un hierbajo muerto en el campo. Ā  El viejo sauce mecĆ­a sus ramas al impulso del viento, y de sus hojas verdes caĆ­an gruesas gotas de agua, como si el Ć”rbol llorase, y los gorriones le preguntaron:

  • ĀæPor quĆ© lloras? Ā”Si todo esto es una bendiciĆ³n! Mira cĆ³mo brilla el sol, y cĆ³mo desfilan las nubes. ĀæNo respiras el aroma de las flores y zarzas? ĀæPor quĆ© lloras, pues, viejo sauce?

Y el sauce les hablĆ³ de la soberbia del alforfĆ³n, de su orgullo y del castigo que le valiĆ³. Yo, que os cuento la historia, la oĆ­ de los gorriones. Me la narraron una tarde, en que yo les habĆ­a pedido que me contaran un cuento.

El Angel

Cada vez que muere un niƱo bueno, baja del cielo un Ć”ngel de Dios Nuestro SeƱor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeƱuelo amĆ³, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allĆ” arriba mĆ”s hermosas aĆŗn que en el suelo. Nuestro SeƱor se aprieta contra el corazĆ³n todas aquellas flores, pero a la que mĆ”s le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados. He aquĆ­ lo que contaba un Ć”ngel de Dios Nuestro SeƱor mientras se llevaba al cielo a un niƱo muerto; y el niƱo lo escuchaba como en sueƱos. Volaron por encima de los diferentes lugares donde el pequeƱo habĆ­a jugado, y pasaron por jardines de flores esplĆ©ndidas.

  • ĀæCuĆ”l nos llevaremos para plantarla en el cielo? -preguntĆ³ el Ć”ngel.

CrecĆ­a allĆ­ un magnĆ­fico y esbelto rosal, pero una mano perversa habĆ­a tronchado el tronco, por lo que todas las ramas, cuajadas de grandes capullos semiabiertos, colgaban secas en todas direcciones.

  • Ā”Pobre rosal! -exclamĆ³ el niƱo-. LlĆ©vatelo; junto a Dios florecerĆ”.

Y el Ć”ngel lo cogiĆ³, dando un beso al niƱo por sus palabras; y el pequeƱuelo entreabriĆ³ los ojos. Recogieron luego muchas flores magnĆ­ficas, pero tambiĆ©n humildes ranĆŗnculos y violetas silvestres.

  • Ya tenemos un buen ramillete -dijo el niƱo; y el Ć”ngel asintiĆ³ con la cabeza, pero no emprendiĆ³ enseguida el vuelo hacia Dios. Era de noche, y reinaba un silencio absoluto; ambos se quedaron en la gran ciudad, flotando en el aire por uno de sus angostos callejones, donde yacĆ­an montones de paja y cenizas; habĆ­a habido mudanza: veĆ­anse cascos de loza, pedazos de yeso, trapos y viejos sombreros, todo ello de aspecto muy poco atractivo.

Entre todos aquellos desperdicios, el Ć”ngel seƱalĆ³ los trozos de un tiesto roto; de Ć©ste se habĆ­a desprendido un terrĆ³n, con las raĆ­ces, de una gran flor silvestre ya seca, que por eso alguien habĆ­a arrojado a la calleja.

  • Vamos a llevĆ”rnosla -dijo el Ć”ngel-. Mientras volamos te contarĆ© por quĆ©.

Remontaron el vuelo, y el Ɣngel dio principio a su relato:

  • En aquel angosto callejĆ³n, en una baja bodega, vivĆ­a un pobre niƱo enfermo. Desde el dĆ­a de su nacimiento estuvo en la mayor miseria; todo lo que pudo hacer en su vida fue cruzar su diminuto cuartucho sostenido en dos muletas; su felicidad no pasĆ³ de aquĆ­. Algunos dĆ­as de verano, unos rayos de sol entraban hasta la bodega, nada mĆ”s que media horita, y entonces el pequeƱo se calentaba al sol y miraba cĆ³mo se transparentaba la sangre en sus flacos dedos, que mantenĆ­a levantados delante el rostro, diciendo: Ā«SĆ­, hoy he podido salirĀ». SabĆ­a del bosque y de sus bellĆ­simos verdores primaverales, sĆ³lo porque el hijo del vecino le traĆ­a la primera rama de haya. Se la ponĆ­a sobre la cabeza y soƱaba que se encontraba debajo del Ć”rbol, en cuya copa brillaba el sol y cantaban los pĆ”jaros.

Un dĆ­a de primavera, su vecinito le trajo tambiĆ©n flores del campo, y, entre ellas venĆ­a casualmente una con la raĆ­z; por eso la plantaron en una maceta, que colocaron junto a la cama, al lado de la ventana. HabĆ­a plantado aquella flor una mano afortunada, pues, creciĆ³, sacĆ³ nuevas ramas y floreciĆ³ cada aƱo; para el muchacho enfermo fue el jardĆ­n mĆ”s esplĆ©ndido, su pequeƱo tesoro aquĆ­ en la Tierra. La regaba y cuidaba, preocupĆ”ndose de que recibiese hasta el Ćŗltimo de los rayos de sol que penetraban por la ventanuca; la propia flor formaba parte de sus sueƱos, pues para Ć©l florecĆ­a, para Ć©l esparcĆ­a su aroma y alegraba la vista; a ella se volviĆ³ en el momento de la muerte, cuando el SeƱor lo llamĆ³ a su seno. Lleva ya un aƱo junto a Dios, y durante todo el aƱo la plantita ha seguido en la ventana, olvidada y seca; por eso, cuando la mudanza, la arrojaron a la basura de la calle. Y Ć©sta es la flor, la pobre florecilla marchita que hemos puesto en nuestro ramillete, pues ha proporcionado mĆ”s alegrĆ­a que la mĆ”s bella del jardĆ­n de una reina.

  • Pero, ĀæcĆ³mo sabes todo esto? -preguntĆ³ el niƱo que el Ć”ngel llevaba al cielo.
  • Lo sĆ© -respondiĆ³ el Ć”ngel-, porque yo fui aquel pobre niƱo enfermo que se sostenĆ­a sobre muletas. Ā”Y bien conozco mi flor!

El pequeƱo abriĆ³ de par en par los ojos y clavĆ³ la mirada en el rostro esplendoroso del Ć”ngel; y en el mismo momento se encontraron en el Cielo de Nuestro SeƱor, donde reina la alegrĆ­a y la bienaventuranza. Dios apretĆ³ al niƱo muerto contra su corazĆ³n, y al instante le salieron a Ć©ste alas como a los demĆ”s Ć”ngeles, y con ellos se echĆ³ a volar, cogido de las manos. Nuestro SeƱor apretĆ³ tambiĆ©n contra su pecho todas las flores, pero a la marchita silvestre la besĆ³, infundiĆ©ndole voz, y ella rompiĆ³ a cantar con el coro de angelitos que rodean al AltĆ­simo, algunos muy de cerca otros formando cĆ­rculos en torno a los primeros, cĆ­rculos que se extienden hasta el infinito, pero todos rebosantes de felicidad. Y todos cantaban, grandes y chicos, junto con el buen chiquillo bienaventurado y la pobre flor silvestre que habĆ­a estado abandonada, entre la basura de la calleja estrecha y oscura, el dĆ­a de la mudanza.

El ave FĆ©nix

En el jardĆ­n del ParaĆ­so, bajo el Ć”rbol de la sabidurĆ­a, crecĆ­a un rosal. En su primera rosa naciĆ³ un pĆ”jaro; su vuelo era como un rayo de luz, magnĆ­ficos sus colores, arrobador su canto. Pero cuando Eva cogiĆ³ el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y AdĆ”n fueron arrojados del ParaĆ­so, de la flamĆ­gera espada del Ć”ngel cayĆ³ una chispa en el nido del pĆ”jaro y le prendiĆ³ fuego. El animalito muriĆ³ abrasado, pero del rojo huevo saliĆ³ volando otra ave, Ćŗnica y siempre la misma: el Ave FĆ©nix. Cuenta la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien aƱos se da la muerte abrasĆ”ndose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave FĆ©nix, la Ćŗnica en el mundo. El pĆ”jaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, esplĆ©ndida de colores, magnĆ­fica en su canto. Cuando la madre estĆ” sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niƱo. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en Ć©l, y sobre la pobre cĆ³moda exhalan, su perfume unas violetas. Pero el Ave FĆ©nix no es sĆ³lo el ave de Arabia; aletea tambiĆ©n a los resplandores de la aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cuprĆ­feras de Falun, en las minas de carbĆ³n de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del Ganges, y los ojos de la doncella hindĆŗ se iluminan al verla. Ā”Ave FĆ©nix! ĀæNo la conoces? ĀæEl ave del ParaĆ­so, el cisne santo de la canciĆ³n? Iba en el carro de Thespis en forma de cuervo parlanchĆ­n, agitando las alas pintadas de negro; el arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne; posada sobre el hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y le susurraba al oĆ­do: Ā”Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la Wartburg. Ā”Ave FĆ©nix! ĀæNo la conoces? Te cantĆ³ la Marsellesa, y tĆŗ besaste la pluma que se desprendiĆ³ de su ala; vino en todo el esplendor paradisĆ­aco, y tĆŗ le volviste tal vez la espalda para contemplar el gorriĆ³n que tenĆ­a espuma dorada en las alas. Ā”El Ave del ParaĆ­so! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tĆŗ misma vuelas con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sĆ³lo leyenda: el Ave FĆ©nix de Arabia. En el jardĆ­n del ParaĆ­so, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el Ć”rbol de la sabidurĆ­a, Dios te besĆ³ y te dio tu nombre verdadero: Ā”poesĆ­a!.

El caracol y el rosal

Alrededor del jardĆ­n habĆ­a un seto de avellanos, y al otro lado del seto se extendĆ­a n los campos y praderas donde pastaban las ovejas y las vacas. Pero en el centro del jardĆ­n crecĆ­a un rosal todo lleno de flores, y a su abrigo vivĆ­a un caracol que llevaba todo un mundo dentro de su caparazĆ³n, pues se llevaba a sĆ­ mismo. -Ā”Paciencia! -decĆ­a el caracol-. Ya llegarĆ” mi hora. HarĆ© mucho mĆ”s que dar rosas o avellanas, muchĆ­simo mĆ”s que dar leche como las vacas y las ovejas. -Esperamos mucho de ti -dijo el rosal-. ĀæPodrĆ­a saberse cuĆ”ndo me enseƱarĆ”s lo que eres capaz de hacer? -Me tomo mi tiempo -dijo el caracol-; ustedes siempre estĆ”n de prisa. No, asĆ­ no se preparan las sorpresas. Un aƱo mĆ”s tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanĆ­a de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacĆ³ medio cuerpo afuera, estirĆ³ sus cuernecillos y los encogiĆ³ de nuevo.Ā  -Nada ha cambiado -dijo-. No se advierte el mĆ”s insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace. PasĆ³ el verano y vino el otoƱo, y el rosal continuĆ³ dando capullos y rosas hasta que llegĆ³ la nieve. El tiempo se hizo hĆŗmedo y hosco. El rosal se inclinĆ³ hacia la tierra; el caracol se escondiĆ³ bajo el suelo. Luego comenzĆ³ una nueva estaciĆ³n, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo.Ā  -Ahora ya eres un rosal viejo -dijo el caracol-. Pronto tendrĆ”s que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenĆ­as dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero estĆ” claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrĆ­as frutos muy distintos que ofrecernos. ĀæQuĆ© dices a esto? Pronto no serĆ”s mĆ”s que un palo seco… ĀæTe das cuenta de lo que quiero decirte? -Me asustas -dijo el rosal-. Nunca he pensado en ello. -Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ĀæTe preguntaste alguna vez por quĆ© florecĆ­as y cĆ³mo florecĆ­as, por quĆ© lo hacĆ­as de esa manera y de no de otra? -No -contestĆ³ el caracol-. FlorecĆ­a de puro contento, porque no podĆ­a evitarlo. Ā”El sol era tan cĆ”lido, el aire tan refrescante!… Me bebĆ­a el lĆ­mpido rocĆ­o y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allĆ” abajo, me subĆ­a la fuerza, que descendĆ­a tambiĆ©n sobre mĆ­ desde lo alto. SentĆ­a una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y asĆ­ tenĆ­a que florecer sin remedio. Tal era mi vida; no podĆ­a hacer otra cosa. -Tu vida fue demasiado fĆ”cil -dijo el caracol.Ā  -Cierto -dijo el rosal-. Me lo daban todo. Pero tĆŗ tuviste mĆ”s suerte aĆŗn. TĆŗ eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algĆŗn dĆ­a. -No, no, de ningĆŗn modo -dijo el caracol-. El mundo no existe para mĆ­. ĀæQuĆ© tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mĆ­ mismo y en mĆ­ mismo. -ĀæPero no deberĆ­amos todos dar a los demĆ”s lo mejor de nosotros, no deberĆ­amos ofrecerles cuanto pudiĆ©ramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tĆŗ, en cambio, que posees tantos dones, ĀæquĆ© has dado tĆŗ al mundo? ĀæQuĆ© puedes darle? -ĀæDarle? ĀæDarle yo al mundo? Yo lo escupo. ĀæPara quĆ© sirve el mundo? No significa nada para mĆ­. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo Ćŗnico que sirves. Deja que los castaƱos produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su pĆŗblico, y yo tambiĆ©n tengo el mĆ­o dentro de mĆ­ mismo. Ā”Me recojo en mi interior, y en Ć©l voy a quedarme! El mundo no me interesa. Y con estas palabras, el caracol se metiĆ³ dentro de su casa y la sellĆ³. -Ā”QuĆ© pena! -dijo el rosal-. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pĆ©talos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cĆ³mo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cĆ³mo una bonita muchacha se prendĆ­a otra al pecho, y cĆ³mo un niƱo besaba otra en la primera alegrĆ­a de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendiciĆ³n. Tales son mis recuerdos, mi vida. Y el rosal continuĆ³ floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormĆ­a allĆ” dentro de su casa. El mundo nada significaba para Ć©l. Y pasaron los aƱos. El caracol se habĆ­a vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa del libro de oraciones habĆ­a desaparecido… Pero en el jardĆ­n brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles se arrastraban dentro de sus casas y escupĆ­an al mundo, que no significaba nada para ellos. ĀæEmpezamos otra vez nuestra historia desde el principio? No vale la pena; siempre serĆ­a la misma.

El cerro de los elfos

Varios lagartos gordos corrƭan con pie ligero por las grietas de un viejo Ɣrbol; se entendƭan perfectamente, pues hablaban todos la lengua lagarteƱa.

  • Ā”QuĆ© ruido y alboroto en el cerro de los ellos! -dijo un lagarto-. Van ya dos noches que no me dejan pegar un ojo. Lo mismo que cuando me duelen las muelas, pues tampoco entonces puedo dormir.
  • Algo pasa allĆ­ adentro -observĆ³ otro-. Hasta que el gallo canta, a la madrugada, sostienen el cerro sobre cuatro estacas rojas, para que se ventile bien, y sus muchachas han aprendido nuevas danzas. Ā”Algo se prepara!
  • SĆ­ -intervino un tercer lagarto-. He hecho amistad con una lombriz de tierra que venĆ­a de la colina, en la cual habĆ­a estado removiendo la tierra dĆ­a y noche. OyĆ³ muchas cosas. Ver no puede, la infeliz, pero lo que es palpar y oĆ­r, en esto se pinta sola. Resulta que en el cerro esperan forasteros, forasteros distinguidos, pero, quiĆ©nes son Ć©stos, la lombriz se negĆ³ a decĆ­rmelo, acaso ella misma no lo sabe. Han encargado a los fuegos fatuos que organicen una procesiĆ³n de antorchas, como dicen ellos, y todo el oro y la plata que hay en el cerro – y no es poco – lo pulen y exponen a la luz de la luna.
  • ĀæQuiĆ©nes podrĆ”n ser esos forasteros? -se preguntaban los lagartos-. ĀæQuĆ© diablos debe suceder? Ā”OĆ­d, quĆ© manera de zumbar!

En aquel mismo momento se partiĆ³ el montĆ­culo, y una seƱorita elfa, vieja y anticuada, aunque por lo demĆ”s muy correctamente vestida, saliĆ³ andando a pasitos cortos. Era el ama de llaves del anciano rey de los elfos, estaba emparentada de lejos con la familia real y llevaba en la frente un corazĆ³n de Ć”mbar. Ā”MovĆ­a las piernas con una agilidad!: trip, trip. Ā”Vaya modo de trotar! Y marchĆ³ directamente al pantano del fondo, a la vivienda del chotacabras.

  • EstĆ”n ustedes invitados a la colina esta noche dijo-. Pero quisiera pedirles un gran favor, si no fuera molestia para ustedes. ĀæPodrĆ­an transmitir la invitaciĆ³n a los demĆ”s? Algo deben hacer, ya que ustedes no ponen casa. Recibimos a varios forasteros ilustres, magos de distinciĆ³n; por eso hoy comparecerĆ” el anciano rey de los elfos.
  • ĀæA quiĆ©n hay que invitar? -preguntĆ³ el chotacabras.
  • Al gran baile pueden concurrir todos, incluso las personas, con tal que hablen durmiendo o sepan hacer algo que se avenga con nuestro modo de ser. Pero en nuestra primera fiesta queremos hacer una rigurosa selecciĆ³n; sĆ³lo asistirĆ”n personajes de la mĆ”s alta categorĆ­a. Hasta disputĆ© con el Rey, pues yo no querĆ­a que los fantasmas fuesen admitidos. Ante todo, hay que invitar al Viejo del Mar y a sus hijas. Tal vez no les guste venir a tierra seca, pero les prepararemos una piedra mojada para asiento o quizĆ”s algo aĆŗn mejor; supongo que asĆ­ no tendrĆ”n inconveniente en asistir, siquiera por esta vez. Queremos que vengan todos los viejos trasgos de primera categorĆ­a, con cola, el Genio del Agua y el Duende y, a mi entender, no debemos dejar de lado al Cerdo de la Tumba, al Caballo de los Muertos y al Enano de la Iglesia, todos los cuales pertenecen al elemento clerical y no a nuestra clase. Pero Ć©se es su oficio; por lo demĆ”s, estĆ”n emparentados de cerca con nosotros y nos visitan con frecuencia.
  • Ā”Muy bien! -dijo el chotacabras, emprendiendo el vuelo para cumplir el encargo. Las doncellas elfas bailaban ya en el cerro, cubiertas de velos, y lo hacĆ­an con tejidos de niebla y luz de la luna, de un gran efecto para los aficionados a estas cosas. En el centro de la colina, el gran salĆ³n habĆ­a sido adornado primorosamente; el suelo, lavado con luz de luna, y las paredes, frotadas con grasa de bruja, por lo que brillaban como hojas de tulipĆ”n. En la colina habĆ­a, en el asador, gran abundancia de ranas, pieles de caracol rellenas de dedos de niƱo y ensaladas de semillas de seta y hĆŗmedos hocicos de ratĆ³n con cicuta, cerveza de la destilerĆ­a de la bruja del pantano, amĆ©n de fosforescente vino de salitre de las bodegas funerarias. Todo muy bien presentado. Entre los postres figuraban clavos oxidados y trozos de ventanal de iglesia.

El anciano Rey mandĆ³ bruƱir su corona de oro con pizarrĆ­n machacado (entiĆ©ndase pizarrĆ­n de primera); y no se crea que le es fĆ”cil a un rey de los elfos procurarse pizarrĆ­n de primera. En el dormitorio colgaron cortinas, que fueron pegadas con saliva de serpiente. Se comprende, pues, que hubiera allĆ­ gran ruido y alboroto.

  • Ahora hay que sahumar todo esto con orines de caballo y cerdas de puerco; entonces yo habrĆ© cumplido con mi tarea -dijo la vieja seƱorita.
  • Ā”Dulce padre mĆ­o! -dijo la hija menor, que era muy zalamera-, Āæno podrĆ­a saber quiĆ©nes son los ilustres forasteros?
  • Bueno -respondiĆ³ el Rey, tendrĆ© que decĆ­rtelo. Dos de mis hijas deben prepararse para el matrimonio; dos de ellas se casarĆ”n sin duda. El anciano duende de allĆ” en Noruega, el que reside en la vieja roca de Dovre y posee cuatro palacios acantilados de feldespato y una mina de oro mucho mĆ”s rica de lo que creen por ahĆ­, viene con sus dos hijos, que viajan en busca de esposa. El duende es un anciano nĆ³rdico, muy viejo y respetable, pero alegre y campechano. Lo conozco de hace mucho tiempo, desde un dĆ­a en que brindamos fraternalmente con ocasiĆ³n de su estancia aquĆ­ en busca de mujer. Ella muriĆ³; era hija del rey de los PeƱascos gredosos de Mƶen. TomĆ³ una mujer de yeso, como suele decirse. Ā”Ah, y quĆ© ganas tengo de ver al viejo duende nĆ³rdico! Dicen que los chicos son un tanto mal criados e impertinentes; pero quizĆ”s exageran. Tiempo tendrĆ”n de sentar la cabeza. A ver si sabĆ©is portaros con ellos en forma conveniente.
  • ĀæY cuĆ”ndo llegan? -preguntĆ³ una de las hijas. – Eso depende del tiempo que haga -respondiĆ³ el Rey. Viajan en plan econĆ³mico. Aprovechan las oportunidades de los barcos. Yo habrĆ­a querido que fuesen por Suecia, pero el viejo se inclinĆ³ del otro lado. No sigue las mudanzas de los tiempos, y esto no se lo perdono.

En esto llegaron saltando dos fuegos fatuos, uno de ellos mĆ”s rĆ”pido que su compaƱero; por eso llegĆ³ antes.

  • Ā”Ya vienen, ya vienen! -gritaron los dos.
  • Ā”Dadme la corona y dejad que me ponga a la luz de la luna! -ordenĆ³ el Rey.

Las hijas, levantĆ”ndose los velos, se inclinaron hasta el suelo. EntrĆ³ el anciano duende de Dovre con su corona de tarugos de hielo duro y de abeto pulido. Formaban el resto de su vestido una piel de oso y grandes botas, mientras los hijos iban con el cuello descubierto y pantalones sin tirantes, pues eran hombres de pelo en pecho.

  • ĀæEsto es una colina? -preguntĆ³ el menor, seƱalando el cerro de los elfos-. En Noruega lo llamarĆ­amos un agujero.
  • Ā”Muchachos! -les riĆ±Ć³ el viejo-. Un agujero va para dentro, y una colina va para arriba. ĀæNo tenĆ©is ojos en la cabeza?

Lo Ćŗnico que les causaba asombro, dijeron, era que comprendĆ­an la lengua de los otros sin dificultad.

  • Ā”Es para creer que os falta algĆŗn tornillo! refunfuĆ±Ć³ el viejo. Entraron luego en la mansiĆ³n de los elfos, donde se habĆ­a reunido la flor y nata de la sociedad, aunque de manera tan precipitada, que se hubiera dicho que el viento los habla arremolinado; y para todos estaban las cosas primorosamente dispuestas. Las ondinas se sentaban a la mesa sobre grandes patines acuĆ”ticos, y afirmaban que se sentĆ­an como en su casa. En la mesa todos observaron la mĆ”xima correcciĆ³n, excepto los dos duendecitos nĆ³rdicos, los cuales llegaron hasta poner las piernas encima. Pero estaban persuadidos de que a ellos todo les estaba bien.
  • Ā”Fuera los pies del plato! -les gritĆ³ el viejo duende, y ellos obedecieron, aunque a regaƱadientes. A sus damas respectivas les hicieron cosquillas con piƱas de abeto que llevaban en el bolsillo; luego se quitaron las botas para estar mĆ”s cĆ³modos y se las dieron a guardar. Pero el padre, el viejo duende de Dovre, era realmente muy distinto.

 

El cofre volador

Ɖrase una vez un comerciante tan rico, que habrĆ­a podido empedrar toda la calle con monedas de plata, y aĆŗn casi un callejĆ³n por aƱadidura; pero se guardĆ³ de hacerlo, pues el hombre conocĆ­a mejores maneras de invertir su dinero, y cuando daba un ochavo era para recibir un escudo. Fue un mercader muy listo… y luego muriĆ³. Su hijo heredĆ³ todos sus caudales, y vivĆ­a alegremente: todas las noches iba al baile de mĆ”scaras, hacĆ­a cometas con billetes de banco y arrojaba al agua panecillos untados de mantequilla y lastrados con monedas de oro en vez de piedras. No es extraƱo, pues, que pronto se terminase el dinero; al fin a nuestro mozo no le quedaron mĆ”s de cuatro perras gordas, y por todo vestido, unas zapatillas y una vieja bata de noche. Sus amigos lo abandonaron; no podĆ­an ya ir juntos por la calle; pero uno de ellos, que era un bonachĆ³n, le enviĆ³ un viejo cofre con este aviso: Ā«Ā”Embala!Ā». El consejo era bueno, desde luego, pero como nada tenĆ­a que embalar, se metiĆ³ Ć©l en el baĆŗl. Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto se le apretaba la cerradura. Y asĆ­ lo hizo; en un santiamĆ©n, el muchacho se vio por los aires metido en el cofre, despuĆ©s de salir por la chimenea, y montĆ³se hasta las nubes, vuela que te vuela. Cada vez que el fondo del baĆŗl crujĆ­a un poco, a nuestro hombre le entraba pĆ”nico; si se desprendiesen las tablas, Ā”vaya salto! Ā”Dios nos ampare! De este modo llegĆ³ a tierra de turcos. Escondiendo el cofre en el bosque, entre hojarasca seca, se encaminĆ³ a la ciudad; no llamĆ³ la atenciĆ³n de nadie, pues todos los turcos vestĆ­an tambiĆ©n bata y pantuflos. EncontrĆ³se con un ama que llevaba un niƱo:

  • Oye, nodriza -le preguntĆ³-, ĀæquĆ© es aquel castillo tan grande, junto a la ciudad, con ventanas tan altas?
  • AllĆ­ vive la hija del Rey -respondiĆ³ la mujer-. Se le ha profetizado que quien se enamore de ella la harĆ” desgraciada; por eso no se deja que nadie se le acerque, si no es en presencia del Rey y de la Reina, – Gracias -dijo el hijo del mercader, y volviĆ³ a su bosque. Se metiĆ³ en el cofre y levantĆ³ el vuelo; llegĆ³ al tejado del castillo y se introdujo por la ventana en las habitaciones de la princesa.

Estaba ella durmiendo en un sofĆ”; era tan hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le dio un beso. La princesa despertĆ³ asustada, pero Ć©l le dijo que era el dios de los turcos, llegado por los aires; y esto la tranquilizĆ³. SentĆ”ronse uno junto al otro, y el mozo se puso a contar historias sobre los ojos de la muchacha: eran como lagos oscuros y maravillosos, por los que los pensamientos nadaban cual ondinas; luego historias sobre su frente, que comparĆ³ con una montaƱa nevada, llena de magnĆ­ficos salones y cuadros; y luego le hablĆ³ de la cigĆ¼eƱa, que trae a los niƱos pequeƱos. SĆ­, eran unas historias muy hermosas, realmente. Luego pidiĆ³ a la princesa si querĆ­a ser su esposa, y ella le dio el sĆ­ sin vacilar.

  • Pero tendrĆ©is que volver el sĆ”bado -aƱadiĆ³-, pues he invitado a mis padres a tomar el tĆ©. EstarĆ”n orgullosos de que me case con el dios de los turcos. Pero mira de recordar historias bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi madre las prefiere edificantes y elevadas, y mi padre las quiere divertidas, pues le gusta reĆ­rse. – Bien, no traerĆ© mĆ”s regalo de boda que mis cuentos -respondiĆ³ Ć©l, y se despidieron; pero antes la princesa le regalĆ³ un sable adornado con monedas de oro. Ā”Y bien que le vinieron al mozo!

Se marchĆ³ en volandas, se comprĆ³ una nueva bata y se fue al bosque, donde se puso a componer un cuento. DebĆ­a estar listo para el sĆ”bado, y la cosa no es tan fĆ”cil. Y cuando lo tuvo terminado, era ya sĆ”bado. El Rey, la Reina y toda la Corte lo aguardaban para tomar el tĆ© en compaƱƭa de la princesa. Lo recibieron con gran cortesĆ­a.

  • ĀæVais a contarnos un cuento -preguntĆ³le la Reina-, uno que tenga profundo sentido y sea instructivo?
  • Pero que al mismo tiempo nos haga reĆ­r aƱadiĆ³ el Rey.-
  • De acuerdo -respondĆ­a el mozo, y comenzĆ³ su relato. Y ahora, atenciĆ³n.

Ā«Ć‰rase una vez un haz de fĆ³sforos que estaban en extremo orgullosos de su alta estirpe; su Ć”rbol genealĆ³gico, es decir, el gran pino, del que todos eran una astillita, habĆ­a sido un aƱoso y corpulento Ć”rbol del bosque. Los fĆ³sforos se encontraban ahora entre un viejo eslabĆ³n y un puchero de hierro no menos viejo, al que hablaban de los tiempos de su infancia. -Ā”SĆ­, cuando nos hallĆ”bamos en la rama verde decĆ­an- estĆ”bamos realmente en una rama verde! Cada amanecer y cada atardecer tenĆ­amos tĆ© diamantino: era el rocĆ­o; durante todo el dĆ­a nos daba el sol, cuando no estaba nublado, y los pajarillos nos contaban historias. Nos dĆ”bamos cuenta de que Ć©ramos ricos, pues los Ć”rboles de fronda sĆ³lo van vestidos en verano; en cambio, nuestra familia lucĆ­a su verde ropaje, lo mismo en verano que en invierno. Mas he aquĆ­ que se presentĆ³ el leƱador, la gran revoluciĆ³n, y nuestra familia se dispersĆ³. El tronco fue destinado a palo mayor de un barco de alto bordo, capaz de circunnavegar el mundo si se le antojaba; las demĆ”s ramas pasaron a otros lugares, y a nosotros nos ha sido asignada la misiĆ³n de suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar de ser gente distinguida, hemos venido a parar a la cocina. Ā» – Mi destino ha sido muy distinto -dijo el puchero a cuyo lado yacĆ­an los fĆ³sforos-. Desde el instante en que vine al mundo, todo ha sido estregarme, ponerme al fuego y sacarme de Ć©l; yo estoy por lo prĆ”ctico, y, modestia aparte, soy el nĆŗmero uno en la casa, Mi Ćŗnico placer consiste, terminado el servicio de mesa, en estarme en mi sitio, limpio y bruƱido, conversando sesudamente con mis compaƱeros; pero si exceptĆŗo el balde, que de vez en cuando baja al patio, puede decirse que vivimos completamente retirados. Nuestro Ćŗnico mensajero es el cesto de la compra, pero Ā”se exalta tanto cuando habla del gobierno y del pueblo!; hace unos dĆ­as un viejo puchero de tierra se asustĆ³ tanto con lo que dijo, que se cayĆ³ al suelo y se rompiĆ³ en mil pedazos. Yo os digo que este cesto es un revolucionario; y si no, al tiempo. Ā» – Ā”Hablas demasiado! -intervino el eslabĆ³n, golpeando el pedernal, que soltĆ³ una chispa-. ĀæNo podrĆ­amos echar una cana al aire, esta noche? Ā» – SĆ­, hablemos -dijeron los fĆ³sforos-, y veamos quiĆ©n es el mĆ”s noble de todos nosotros. Ā» – No, no me gusta hablar de mi persona objetĆ³ la olla de barro-. Organicemos una velada. Yo empezarĆ© contando la historia de mi vida, y luego los demĆ”s harĆ”n lo mismo; asĆ­ no se embrolla uno y resulta mĆ”s divertido. En las playas del BĆ”ltico, donde las hayas que cubren el suelo de Dinamarca… Ā» – Ā”Buen principio! -exclamaron los platos-. Sin duda, esta historia nos gustarĆ”. Ā» – …pasĆ© mi juventud en el seno de una familia muy reposada; se limpiaban los muebles, se restregaban los suelos, y cada quince dĆ­as colgaban cortinas nuevas. Ā» – Ā”QuĆ© bien se explica! -dijo la escoba de crin. DirĆ­ase que habla un ama de casa; hay un no sĆ© que de limpio y refinado en sus palabras. Ā» -Exactamente lo que yo pensaba -asintiĆ³ el balde, dando un saltito de contento que hizo resonar el suelo. Ā» La olla siguiĆ³ contando, y el fin resultĆ³ tan agradable como habĆ­a sido el principio. Ā» Todos los platos castaƱetearon de regocijo, y la escoba sacĆ³ del bote unas hojas de perejil, y con ellas coronĆ³ a la olla, a sabiendas de que los demĆ”s rabiarĆ­an. Ā«Si hoy le pongo yo una corona, maƱana me pondrĆ” ella otra a mĆ­Ā», pensĆ³. Ā» – Ā”Voy a bailar! -exclamĆ³ la tenaza, y, Ā”dicho y hecho! Ā”Dios nos ampare, y cĆ³mo levantaba la pierna! La vieja funda de la silla del rincĆ³n estallĆ³ al verlo-. ĀæMe vais a coronar tambiĆ©n a mĆ­? -pregunto la tenaza; y asĆ­ se hizo. Ā» – Ā”Vaya gentuza! -pensaban los fĆ³sforos. Ā» TocĆ”bale entonces el turno de cantar a la tetera, pero se excusĆ³ alegando que estaba resfriada; sĆ³lo podĆ­a cantar cuando se hallaba al fuego; pero todo aquello eran remilgos; no querĆ­a hacerlo mĆ”s que en la mesa, con las seƱorĆ­as. Ā» HabĆ­a en la ventana una vieja pluma, con la que solĆ­a escribir la sirvienta. Nada de notable podĆ­a observarse en ella, aparte que la sumergĆ­an demasiado en el tintero, pero ella se sentĆ­a orgullosa del hecho. Ā» – Si la tetera se niega a cantar, que no cante dijo-. AhĆ­ fuera hay un ruiseƱor enjaulado que sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el Conservatorio, mas por esta noche seremos indulgentes. Ā» – Me parece muy poco conveniente -objetĆ³ la cafetera, que era una cantora de cocina y hermanastra de la tetera – tener que escuchar a un pĆ”jaro forastero. ĀæEs esto patriotismo? Que juzgue el cesto de la compra. Ā» – Francamente, me habĆ©is desilusionado -dijo el cesto-. Ā”Vaya manera estĆŗpida de pasar una velada! En lugar de ir cada cuĆ”l por su lado, Āæno serĆ­a mucho mejor hacer las cosas con orden? Cada uno ocuparĆ­a su sitio, y yo dirigirĆ­a el juego. Ā”Otra cosa seria! Ā» – Ā”SĆ­, vamos a armar un escĆ”ndalo! exclamaron todos. Ā» En esto se abriĆ³ la puerta y entrĆ³ la criada. Todos se quedaron quietos, nadie se moviĆ³; pero ni un puchero dudaba de sus habilidades y de su distinciĆ³n. Ā«Si hubiĆ©semos querido pensaba cada uno-, Ā”quĆ© velada mĆ”s deliciosa habrĆ­amos pasado!Ā». Ā» La sirvienta cogiĆ³ los fĆ³sforos y encendiĆ³ fuego. Ā”CĆ³mo chisporroteaban, y quĆ© llamas echaban! Ā» Ā«Ahora todos tendrĆ”n que percatarse de que somos los primeros -pensaban-. Ā”Menudo brillo y menudo resplandor el nuestro!Ā». Y de este modo se consumieronĀ».

  • Ā”QuĆ© cuento tan bonito! -dijo la Reina-. Me parece encontrarme en la cocina, entre los fĆ³sforos. SĆ­, te casarĆ”s con nuestra hija.
  • Desde luego -asintiĆ³ el Rey-. SerĆ” tuya el lunes por la maƱana -. Lo tuteaban ya, considerĆ”ndolo como de la familia.

FijĆ³se el dĆ­a de la boda, y la vĆ­spera hubo grandes iluminaciones en la ciudad, repartiĆ©ronse bollos de pan y rosquillas, los golfillos callejeros se hincharon de gritar Ā«Ā”hurra!Ā» y silbar con los dedos metidos en la boca… Ā”Una fiesta magnĆ­fica! Ā«TendrĆ© que hacer algoĀ», pensĆ³ el hijo del mercader, y comprĆ³ cohetes, petardos y quĆ© sĆ© yo cuĆ”ntas cosas de pirotecnia, las metiĆ³ en el baĆŗl y emprendiĆ³ el vuelo. Ā”Pim, pam, pum! Ā”Vaya estrĆ©pito y vaya chisporroteo! Los turcos, al verlo, pegaban unos saltos tales que las babuchas les llegaban a las orejas; nunca habĆ­an contemplado una traca como aquella, Ahora sĆ­ que estaban convencidos de que era el propio dios de los turcos el que iba a casarse con la hija del Rey. Ā  No bien llegĆ³ nuestro mozo al bosque con su baĆŗl, se dijo: Ā«Me llegarĆ© a la ciudad, a observar el efecto causadoĀ». Era una curiosidad muy natural. Ā”QuĆ© cosas contaba la gente! Cada una de las personas a quienes preguntĆ³ habĆ­a presenciado el espectĆ”culo de una manera distinta, pero todos coincidieron en calificarlo de hermoso.

  • Yo vi al propio dios de los turcos -afirmĆ³ uno. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la barba parecĆ­a agua espumeante.
  • Volaba envuelto en un manto de fuego -dijo otro-. Por los pliegues asomaban unos angelitos preciosos.

SĆ­, escuchĆ³ cosas muy agradables, y al dĆ­a siguiente era la boda. RegresĆ³ al bosque para instalarse en su cofre; pero, ĀædĆ³nde estaba el cofre? El caso es que se habĆ­a incendiado. Una chispa de un cohete habĆ­a prendido fuego en el forro y reducido el baĆŗl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no podĆ­a volar ni volver al palacio de su prometida. Ella se pasĆ³ todo el dĆ­a en el tejado, aguardĆ”ndolo; y sigue aĆŗn esperando, mientras Ć©l recorre el mundo contando cuentos, aunque ninguno tan regocijante como el de los fĆ³sforos.

El compaƱero de viaje

El pobre Juan estaba muy triste, pues su padre se hallaba enfermo e iba a morir. No habĆ­a mĆ”s que ellos dos en la reducida habitaciĆ³n; la lĆ”mpara de la mesa estaba prĆ³xima a extinguirse, y llegaba la noche. – Has sido un buen hijo, Juan -dijo el doliente padre-, y Dios te ayudarĆ” por los caminos del mundo -. DirigiĆ³le una mirada tierna y grave, respirĆ³ profundamente y expirĆ³; habrĆ­ase dicho que dormĆ­a. Juan se echĆ³ a llorar; ya nadie le quedaba en la Tierra, ni padre ni madre, hermano ni hermana. Ā”Pobre Juan! Arrodillado junto al lecho, besaba la frĆ­a mano de su padre muerto, y derramaba amargas lĆ”grimas, hasta que al fin se le cerraron los ojos y se quedĆ³ dormido, con la cabeza apoyada en el duro barrote de la cama. Tuvo un sueƱo muy raro; vio cĆ³mo el Sol y la Luna se inclinaban ante Ć©l, y vio a su padre rebosante de salud y riĆ©ndose, con aquella risa suya cuando se sentĆ­a contento. Una hermosa muchacha, con una corona de oro en el largo y reluciente cabello, tendiĆ³ la mano a Juan, mientras el padre le decĆ­a: Ā«Ā”Mira quĆ© novia tan bonita tienes! Es la mĆ”s bella del mundo enteroĀ». Entonces se despertĆ³: el alegre cuadro se habĆ­a desvanecido; su padre yacĆ­a en el lecho, muerto y frĆ­o, y no habĆ­a nadie en la estancia. Ā”Pobre Juan! A la semana siguiente dieron sepultura al difunto; Juan acompaĆ±Ć³ el fĆ©retro, sin poder ver ya a aquel padre que tanto lo habĆ­a querido; oyĆ³ cĆ³mo echaban tierra sobre el ataĆŗd, para colmar la fosa, y contemplĆ³ cĆ³mo desaparecĆ­a poco a poco, mientras sentĆ­a la pena desgarrarle el corazĆ³n. Al borde de la tumba cantaron un Ćŗltimo salmo, que sonĆ³ armoniosamente; las lĆ”grimas asomaron a los ojos del muchacho; rompiĆ³ a llorar, y el llanto fue un sedante para su dolor. BrillĆ³ el sol, esplĆ©ndido, por encima de los verdes Ć”rboles; parecĆ­a decirle: Ā«No estĆ©s triste, Juan; Ā”mira quĆ© hermoso y azul es el cielo!. Ā”AllĆ” arriba estĆ” tu padre pidiendo a Dios por tu bien!Ā». – SerĆ© siempre bueno -dijo Juan-. De este modo, un dĆ­a volverĆ© a reunirme con mi padre. Ā”QuĆ© alegrĆ­a cuando nos veamos de nuevo! CuĆ”ntas cosas podrĆ© contarle y cuĆ”ntas me mostrarĆ” Ć©l, y me enseƱarĆ” la magnificencia del cielo, como lo hacĆ­a en la Tierra. Ā”Oh, quĆ© felices seremos! Y se lo imaginaba tan a lo vivo, que asomĆ³ una sonrisa a sus labios. Los pajarillos, posados en los castaƱos, dejaban oĆ­r sus gorjeos. Estaban alegres, a pesar de asistir a un entierro, pero bien sabĆ­an que el difunto estaba ya en el cielo, tenĆ­a alas mucho mayores y mĆ”s hermosas que las suyas, y era dichoso, porque acĆ” en la Tierra habĆ­a practicado la virtud; por eso estaban alegres. Juan los vio emprender el vuelo desde las altas ramas verdes, y sintiĆ³ el deseo de lanzarse al espacio con ellos. Pero antes hizo una gran cruz de madera para hincarla sobre la tumba de su padre, y al llegar la noche, la sepultura aparecĆ­a adornada con arena y flores. HabĆ­an cuidado de ello personas forasteras, pues en toda la comarca se tenĆ­a en gran estima a aquel buen hombre que acababa de morir. De madrugada hizo Juan su modesto equipaje y se atĆ³ al cinturĆ³n su pequeƱa herencia: cincuenta florines y unos peniques en total; con ella se disponĆ­a a correr mundo. Sin embargo, antes volviĆ³ al cementerio, y, despuĆ©s de rezar un padrenuestro sobre la tumba dijo: Ā”AdiĆ³s, padre querido! SerĆ© siempre bueno, y tĆŗ le pedirĆ”s a Dios que las cosas me vayan bien. Al entrar en la campiƱa, el muchacho observĆ³ que todas las flores se abrĆ­an frescas y hermosas bajo los rayos tibios del sol, y que se mecĆ­an al impulso Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  de Ā Ā Ā Ā Ā Ā  la Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  brisa, Ā  como Ā  diciendo: Ā«Ā”Bienvenido a nuestros dominios! ĀæVerdad que son bellos?Ā». Pero Juan se volviĆ³ una vez mĆ”s a contemplar la vieja iglesia donde recibiera de pequeƱo el santo bautismo, y a la que habĆ­a asistido todos los domingos con su padre a los oficios divinos, cantando hermosas canciones; en lo alto del campanario vio, en una abertura, al duende del templo, de pie, con su pequeƱa gorra roja, y resguardĆ”ndose el rostro con el brazo de los rayos del sol que le daban en los ojos. Juan le dijo adiĆ³s con una inclinaciĆ³n de cabeza; el duendecillo agitĆ³ la gorra colorada y, poniĆ©ndose una mano sobre el corazĆ³n, con la otra le enviĆ³ muchos besos, para darle a entender que le deseaba un viaje muy feliz y mucho bien. PensĆ³ entonces Juan en las bellezas que verĆ­a en el amplio mundo y siguiĆ³ su camino, mucho mĆ”s allĆ” de donde llegara jamĆ”s. No conocĆ­a los lugares por los que pasaba, ni las personas con quienes se encontraba; todo era nuevo para Ć©l. La primera noche hubo de dormir sobre un montĆ³n de heno, en pleno campo; otro lecho no habĆ­a. Pero era muy cĆ³modo, pensĆ³; el propio Rey no estarĆ­a mejor. Toda la campiƱa, con el rĆ­o, la pila de hierba y el cielo encima, formaban un hermoso dormitorio. La verde hierba, salpicada de florecillas blancas y coloradas, hacĆ­a de alfombra, las lilas y rosales silvestres eran otros tantos ramilletes naturales, y para lavabo tenĆ­a todo el rĆ­o, de agua lĆ­mpida y fresca, con los juncos y caƱas que se inclinaban como para darle las buenas noches y los buenos dĆ­as. La luna era una lĆ”mpara soberbia, colgada allĆ” arriba en el techo infinito; una lĆ”mpara con cuyo fuego no habĆ­a miedo de que se encendieran las cortinas. Juan podĆ­a dormir tranquilo, y asĆ­ lo hizo, no despertĆ”ndose hasta que saliĆ³ el sol, y todas las avecillas de los contornos rompieron a cantar: Ā«Ā”Buenos dĆ­as, buenos dĆ­as! ĀæNo te has levantado aĆŗn?Ā». Tocaban las campanas, llamando a la iglesia, pues era domingo. Las gentes iban a escuchar al predicador, y Juan fue con ellas; las acompaĆ±Ć³ en el canto de los sagrados himnos, y oyĆ³ la voz del SeƱor; le parecĆ­a estar en la iglesia donde habĆ­a sido bautizado y donde habĆ­a cantado los salmos al lado de su padre. En el cementerio contiguo al templo habĆ­a muchas tumbas, algunas de ellas cubiertas de alta hierba. Entonces pensĆ³ Juan en la de su padre, y se dijo que con el tiempo presentarĆ­a tambiĆ©n aquel aspecto, ya que Ć©l no estarĆ­a allĆ­ para limpiarla y adornarla. Se sentĆ³, pues en el suelo, y se puso a arrancar la hierba y enderezar las cruces caĆ­das, volviendo a sus lugares las coronas arrastradas por el viento, mientras pensaba: Ā«Tal vez alguien haga lo mismo en la tumba de mi padre, ya que no puedo hacerlo yoĀ». Ā  Ante la puerta de la iglesia habĆ­a un mendigo anciano que se sostenĆ­a en sus muletas; Juan le dio los peniques que guardaba en su bolso, y luego prosiguiĆ³ su viaje por el ancho mundo, contento y feliz. Al caer la tarde, el tiempo se puso horrible, y nuestro mozo se dio prisa en buscar un cobijo, pero no tardĆ³ en cerrar la noche oscura. Finalmente, llegĆ³ a una pequeƱa iglesia, que se levantaba en lo alto de una colina. Por suerte, la puerta estaba sĆ³lo entornada y pudo entrar. Su intenciĆ³n era permanecer allĆ­ hasta que la tempestad hubiera pasado.

  • Me sentarĆ© en un rincĆ³n -dijo-, estoy muy cansado y necesito reposo -. Se sentĆ³, pues, juntĆ³ las manos para rezar su oraciĆ³n vespertina y antes de que pudiera darse cuenta, se quedĆ³ profundamente dormido y transportado al mundo de los sueƱos, mientras en el exterior fulguraban los relĆ”mpagos y retumbaban los truenos.

DespertĆ³se a medianoche. La tormenta habĆ­a cesado, y la luna brillaba en el firmamento, enviando sus rayos de plata a travĆ©s de las ventanas. En el centro del templo habĆ­a un fĆ©retro abierto, con un difunto, esperando la hora de recibir sepultura. Juan no era temeroso ni mucho menos; nada le reprochaba su conciencia, y sabĆ­a perfectamente que los muertos no hacen mal a nadie; los vivos son los perversos, los que practican el mal. Mas he aquĆ­ que dos individuos de esta clase estaban junto al difunto depositado en el templo antes de ser confiado a la tierra. Se proponĆ­an cometer con Ć©l una fechorĆ­a: arrancarlo del ataĆŗd y arrojarlo fuera de la iglesia.

  • ĀæPor quĆ© querĆ©is hacer esto? -preguntĆ³ Juan-. Es una mala acciĆ³n. Dejad que descanse en paz, en nombre de JesĆŗs.
  • Ā”TonterĆ­as! -replicaron los malvados-. Ā”Nos engaĆ±Ć³! Nos debĆ­a dinero y no pudo pagarlo; y ahora que ha muerto no cobraremos un cĆ©ntimo. Por eso queremos vengarnos. Vamos a arrojarlo como un perro ante la puerta de la iglesia.
  • SĆ³lo tengo cincuenta florines -dijo Juan-; es toda mi fortuna, pero os la darĆ© de buena gana si me prometĆ©is dejar en paz al pobre difunto. Yo me las arreglarĆ© sin dinero. Estoy sano y fuerte, y no me faltarĆ” la ayuda de Dios.
  • Bien -replicaron los dos impĆ­os-. Si te avienes a pagar su deuda no le haremos nada, te lo prometemos -. Embolsaron el dinero que les dio Juan, y, riĆ©ndose a carcajadas de aquel magnĆ”nimo infeliz, siguieron su camino. Juan colocĆ³ nuevamente el cadĆ”ver en el fĆ©retro, con las manos cruzadas sobre el pecho, e, inclinĆ”ndose ante Ć©l, alejĆ³se contento bosque a travĆ©s.

En derredor, dondequiera que llegaban los rayos de luna filtrĆ”ndose por entre el follaje, veĆ­a jugar alegremente a los duendecillos, que no huĆ­an de Ć©l, pues sabĆ­an que era un muchacho bueno e inocente; son sĆ³lo los malos, de quienes los duendes no se dejan ver. Algunos no eran mĆ”s grandes que el ancho de un dedo, y llevaban sujeto el largo y rubio cabello con peinetas de oro. De dos en dos se balanceaban en equilibrio sobre las abultadas gotas de rocĆ­o, depositadas sobre las hojas y los tallos de hierba; a veces, una de las gotitas caĆ­a al suelo por entre las largas hierbas, y el incidente provocaba grandes risas y alboroto entre los minĆŗsculos personajes. Ā”QuĆ© delicia! Se pusieron a cantar, y Juan reconociĆ³ enseguida las bellas melodĆ­as que aprendiera de niƱo. Grandes araƱas multicolores, con argĆ©nteas coronas en la cabeza, hilaban, de seto a seto, largos puentes colgantes y palacios que, al recoger el tenue rocĆ­o, brillaban como nĆ­tido cristal a los claros rayos de la luna. El espectĆ”culo durĆ³ hasta la salida del sol. Entonces, los duendecillos se deslizaron en los capullos de las flores, y el viento se hizo cargo de sus puentes y palacios, que volaron por los aires convertidos en telaraƱas. En Ć©stas, Juan habĆ­a salido ya del bosque cuando a su espalda resonĆ³ una recia voz de hombre:

  • Ā”Hola, compaƱero!, ĀæadĆ³nde vamos?
  • Por esos mundos de Dios -respondiĆ³ Juan-. No tengo padre ni madre y soy pobre, pero Dios me ayudarĆ”.
  • TambiĆ©n yo voy a correr mundo -dijo el forastero-. ĀæQuieres que lo hagamos en compaƱƭa?
  • Ā”Bueno! -asintiĆ³ Juan, y siguieron juntos. No tardaron en simpatizar, pues los dos eran buenas personas. Juan observĆ³ muy pronto, empero, que el desconocido era mucho mĆ”s inteligente que Ć©l. HabĆ­a recorrido casi todo el mundo y sabĆ­a de todas las cosas imaginables.

El sol estaba ya muy alto sobre el horizonte cuando se sentaron al pie de un Ć”rbol para desayunarse; y en aquel mismo momento se les acercĆ³ una anciana que andaba muy encorvada, sosteniĆ©ndose en una muletilla y llevando a la espalda un haz de leƱa que habĆ­a recogido en el bosque. Llevaba el delantal recogido y atado por delante, y Juan observĆ³ que por Ć©l asomaban tres largas varas de sauce envueltas en hojas de helecho. Llegada adonde ellos estaban, resbalĆ³ y cayĆ³, empezando a quejarse lamentablemente; la pobre se habĆ­a roto una pierna. Juan propuso enseguida trasladar a la anciana a su casa; pero el forastero, abriendo su mochila, dijo que tenĆ­a un ungĆ¼ento con el cual, en un santiamĆ©n, curarĆ­a la pierna rota, de tal modo que la mujer podrĆ­a regresar a su casa por su propio pie, como si nada le hubiese ocurrido. SĆ³lo pedĆ­a, en pago, que le regalase las tres varas que llevaba en el delantal.

  • Ā”Mucho pides! -objetĆ³ la vieja, acompaƱando las palabras con un raro gesto de la cabeza. No le hacĆ­a gracia ceder las tres varas; pero tampoco resultaba muy agradable seguir en el suelo con la pierna fracturada. DiĆ³le, pues, las varas, y apenas el ungĆ¼ento hubo tocado la fractura se incorporĆ³ la abuela y echĆ³ a andar mucho mĆ”s ligera que antes. Y todo por virtud de la pomada; pero hay que advertir que no era una pomada de las que venden en la botica. – ĀæPara quĆ© quieres las varas? -preguntĆ³ Juan a su compaƱero.
  • Son tres bonitas escobas -contestĆ³ el otro-. Me gustan, quĆ© quieres que te diga; yo soy asĆ­ de extraƱo.

Y prosiguieron un buen trecho.

  • Ā”Se estĆ” preparando una tormenta! -exclamĆ³ Juan, seƱalando hacia delante-. Ā”QuĆ© nubarrones mĆ”s cargados!
  • No -respondiĆ³ el compaƱero-. No son nubes, sino montaƱas, montaƱas altas y magnĆ­ficas, cuyas cumbres rebasan las nubes y estĆ”n rodeadas de una atmĆ³sfera serena. Es maravilloso, crĆ©eme. MaƱana ya estaremos allĆ­. Pero no estaban tan cerca como parecĆ­a. Un dĆ­a entero tuvieron que caminar para llegar a su pie. Los oscuros bosques trepaban hasta las nubes, y habĆ­an rocas enormes, tan grandes como una ciudad. DebĆ­a de ser muy cansado subir allĆ” arriba, y, asĆ­, Juan y su compaƱero entraron en la posada; tenĆ­an que descansar y reponer fuerzas para la jornada que les aguardaba.

En la sala de la hosterĆ­a se habĆ­a reunido mucho pĆŗblico, pues estaba actuando un titiretero. Acababa de montar su pequeƱo escenario, y la gente se hallaba sentada en derredor, dispuesta a presenciar el espectĆ”culo. En primera fila estaba sentado un gordo carnicero, el mĆ”s importante del pueblo, con su gran perro mastĆ­n echado a su lado; el animal tenĆ­a aspecto feroz y los grandes ojos abiertos, como el resto de los espectadores. EmpezĆ³ una linda comedia, en la que intervenĆ­an un rey y una reina, sentados en un trono magnĆ­fico, con sendas coronas de oro en la cabeza y vestidos con ropajes de larga cola, como corresponda a tan ilustres personajes. LindĆ­simos muƱecos de madera, con ojos de cristal y grandes bigotes, aparecĆ­an en las puertas, abriĆ©ndolas y cerrĆ”ndolas, para permitir la entrada de aire fresco. Era una comedia muy bonita, y nada triste; pero he aquĆ­ que al levantarse la reina y avanzar por la escena, sabe Dios lo que creerla el mastĆ­n, pero lo cierto es que se soltĆ³ de su amo el carnicero, plantĆ³se de un salto en el teatro y, cogiendo a la reina por el tronco, Ā”crac!, la despedazĆ³ en un momento. Ā”Espantoso! El pobre titiretero quedĆ³ asustado y muy contrariado por su reina, pues era la mĆ”s bonita de sus figuras; y el perro la habĆ­a decapitado. Pero cuando, mĆ”s tarde, el pĆŗblico se retirĆ³, el compaƱero de Juan dijo que repararĆ­a el mal, y, sacando su frasco, untĆ³ la muƱeca con el ungĆ¼ento que tan maravillosamente habĆ­a curado la pierna de la vieja. Y, en efecto; no bien estuvo la muƱeca untada, quedĆ³ de nuevo entera, e incluso podĆ­a mover todos los miembros sin necesidad de tirar del cordĆ³n; habrĆ­ase dicho que era una persona viviente, sĆ³lo que no hablaba. El hombre de los tĆ­teres se puso muy contento; ya no necesitaba sostener aquella muƱeca, que hasta sabĆ­a bailar por sĆ­ sola: ninguna otra figura podĆ­a hacer tanto.

El cuello de camisa

Ɖrase una vez un caballero muy elegante, que por todo equipaje poseĆ­a un calzador y un peine; pero tenĆ­a un cuello de camisa que era el mĆ”s notable del mundo entero; y la historia de este cuello es la que vamos a relatar. El cuello tenĆ­a ya la edad suficiente para pensar en casarse, y he aquĆ­ que en el cesto de la ropa coincidiĆ³ con una liga. Dijo el cuello:

  • JamĆ”s vi a nadie tan esbelto, distinguido y lindo. ĀæMe permite que le pregunte su nombre?
  • Ā”No se lo dirĆ©! -respondiĆ³ la liga.
  • ĀæDĆ³nde vive, pues? -insistiĆ³ el cuello.

Pero la liga era muy tĆ­mida, y pensĆ³ que la pregunta era algo extraƱa y que no debĆ­a contestarla.

  • ĀæEs usted un cinturĆ³n, verdad? -dijo el cuello-, Āæuna especie de cinturĆ³n interior?. Bien veo, mi simpĆ”tica seƱorita, que es una prenda tanto de utilidad como de adorno.
  • Ā”Haga el favor de no dirigirme la palabra! dijo la liga.- No creo que le haya dado pie para hacerlo.
  • SĆ­, me lo ha dado. Cuando se es tan bonita replicĆ³ el cuello- no hace falta mĆ”s motivo.
  • Ā”No se acerque tanto! -exclamĆ³ la liga-. Ā”Parece usted tan varonil!
  • Soy tambiĆ©n un caballero fino -dijo el cuello-, tengo un calzador y un peine -. Lo cual no era verdad, pues quien los tenĆ­a era su dueƱo; pero le gustaba vanagloriarse.
  • Ā”No se acerque tanto! -repitiĆ³ la liga-. No estoy acostumbrada.
  • Ā”QuĆ© remilgada! -dijo el cuello con tono burlĆ³n; pero en Ć©stas los sacaron del cesto, los almidonaron y, despuĆ©s de haberlos colgado al sol sobre el respaldo de una silla, fueron colocados en la tabla de planchar; y llegĆ³ la plancha caliente.
  • Ā”Mi querida seƱora -exclamaba el cuello-, mi querida seƱora! Ā”QuĆ© calor siento! Ā”Si no soy yo mismo! Ā”Si cambio totalmente de forma! Ā”Me va a quemar; va a hacerme un agujero! Ā”Huy! ĀæQuiere casarse conmigo?
  • Ā”Harapo! -replicĆ³ la plancha, corriendo orgullosamente por encima del cuello; se imaginaba ser una caldera de vapor, una locomotora que arrastraba los vagones de un tren.
  • Ā”Harapo! -repitiĆ³.

El cuello quedĆ³ un poco deshilachado de los bordes; por eso acudiĆ³ la tijera a cortar los hilos.

  • Ā”Oh! -exclamĆ³ el cuello-, usted debe de ser primera bailarina, Āæverdad?. Ā”CĆ³mo sabe estirar las piernas! Es lo mĆ”s encantador que he visto.

Nadie serĆ­a capaz de imitarla.

  • Ya lo sĆ© -respondiĆ³ la tijera.
  • Ā”MerecerĆ­a ser condesa! -dijo el cuello-. Todo lo que poseo es un seƱor distinguido, un calzador y un peine. Ā”Si tuviese tambiĆ©n un condado!
  • ĀæSe me estĆ” declarando, el asqueroso? exclamĆ³ la tijera, y, enfadada, le propinĆ³ un corte que lo dejĆ³ inservible.
  • Al fin tendrĆ© que solicitar la mano del peine. Ā”Es admirable cĆ³mo conserva usted todos los dientes, mi querida seƱorita! -dijo el cuello-. ĀæNo ha pensado nunca en casarse?
  • Ā”Claro, ya puede figurĆ”rselo! -contestĆ³ el peine-. Seguramente habrĆ” oĆ­do que estoy prometida con el calzador.
  • Ā”Prometida! -suspirĆ³ el cuello; y como no habĆ­a nadie mĆ”s a quien declararse, se las dio en decir mal del matrimonio.

PasĆ³ mucho tiempo, y el cuello fue a parar al almacĆ©n de un fabricante de papel. HabĆ­a allĆ­ una nutrida compaƱƭa de harapos; los finos iban por su lado, los toscos por el suyo, como exige la correcciĆ³n. Todos tenĆ­an muchas cosas que explicar, pero el cuello los superaba a todos, pues era un gran fanfarrĆ³n.

  • Ā”La de novias que he tenido! -decĆ­a-. No me dejaban un momento de reposo. Andaba yo hecho un petimetre en aquellos tiempos, siempre muy tieso y almidonado. TenĆ­a ademĆ”s un calzador y un peine, que jamĆ”s utilicĆ©. TenĆ­an que haberme visto entonces, cuando me acicalaba para una fiesta. Nunca me olvidarĆ© de mi primera novia; fue una cinturilla, delicada, elegante y muy linda; por mĆ­ se tirĆ³ a una baƱera. Luego hubo una plancha que ardĆ­a por mi persona; pero no le hice caso y se volviĆ³ negra. Tuve tambiĆ©n relaciones con una primera bailarina; ella me produjo la herida, cuya cicatriz conservo; Ā”era terriblemente celosa! Mi propio peine se enamorĆ³ de mĆ­; perdiĆ³ todos los dientes de mal de amores. Ā”Uf!, Ā”la de aventuras que he corrido! Pero lo que mĆ”s me duele es la liga, digo, la cinturilla, que se tirĆ³ a la baƱera. Ā”CuĆ”ntos pecados llevo sobre la conciencia! Ā”Ya es tiempo de que me convierta en papel blanco!

Y fue convertido en papel blanco, con todos los demĆ”s trapos; y el cuello es precisamente la hoja que aquĆ­ vemos, en la cual se imprimiĆ³ su historia. Y le estĆ” bien empleado, por haberse jactado de cosas que no eran verdad. TengĆ”moslo en cuenta, para no comportarnos como Ć©l, pues en verdad no podemos saber si tambiĆ©n nosotros iremos a dar algĆŗn dĆ­a al saco de los trapos viejos y seremos convertidos en papel, y toda nuestra historia, aĆŗn lo mĆ”s Ć­ntimo y secreto de ella, serĆ” impresa, y andaremos por esos mundos teniendo que contarla.

El duende de la tienda

Ɖrase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivĆ­a en una buhardilla y nada poseĆ­a; y Ć©rase tambiĆ©n un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueƱo de toda la casa; y en su habitaciĆ³n moraba un duendecillo, al que todos los aƱos, por Nochebuena, obsequiaba aquĆ©l con un tazĆ³n de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podĆ­a hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas. Un atardecer entrĆ³ el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenĆ­a a quien enviar, por lo que iba Ć©l mismo. DiĆ©ronle lo que pedĆ­a, lo pagĆ³, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabĆ­a hacer algo mĆ”s que gesticular con la cabeza; era un pico de oro. El estudiante les correspondiĆ³ de la misma manera y luego se quedĆ³ parado, leyendo la hoja de papel que envolvĆ­a el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamĆ”s hubiera pensado que lo tratasen asĆ­, pues era un libro de poesĆ­a.

  • TodavĆ­a nos queda mĆ”s -dijo el tendero-; lo comprĆ© a una vieja por unos granos de cafĆ©; por ocho chelines se lo cedo entero.
  • Muchas gracias -repuso el estudiante-. DĆ©melo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero serĆ­a pecado destrozar este libro. Es usted un hombre esplĆ©ndido, un hombre prĆ”ctico, pero lo que es de poesĆ­a, entiende menos que esa cuba. La verdad es que fue un tanto descortĆ©s al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reĆ­r, pues el segundo habĆ­a hablado en broma. Con todo, el duende se picĆ³ al oĆ­r semejante comparaciĆ³n, aplicada a un tendero que era dueƱo de una casa y encima vendĆ­a una mantequilla excelente.

Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el estudiante, entrĆ³ el duende en busca del pico de la dueƱa, pues no lo utilizaba mientras dormĆ­a; fue aplicĆ”ndolo a todos los objetos de la tienda, con lo cual Ć©stos adquirĆ­an voz Ā Ā Ā  y Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  habla. y Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  podĆ­an Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  expresar Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  sus pensamientos y sentimientos tan bien como la propia seƱora de la casa; pero, claro estĆ”, sĆ³lo podĆ­a aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo, Ā”menudo barullo! El duende puso el pico en la cuba que contenĆ­a los diarios viejos. – ĀæEs verdad que usted no sabe lo que es la poesĆ­a?

  • Claro que lo sĆ© -respondiĆ³ la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periĆ³dicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay mĆ”s en mĆ­ que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba de poco mĆ”s o menos.

Luego el duende colocĆ³ el pico en el molinillo de cafĆ©. Ā”Dios mĆ­o, y cĆ³mo se soltĆ³ Ć©ste! Y despuĆ©s lo aplicĆ³ al barrilito de manteca y al cajĆ³n del dinero; y todos compartieron la opiniĆ³n de la cuba. Y cuando la mayorĆ­a coincide en una cosa, no queda mas remedio que respetarla y darla por buena.

  • Ā”Y ahora, al estudiante! -pensĆ³; y subiĆ³ callandito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. HabĆ­a luz en el cuarto, y el duendecillo mirĆ³ por el ojo de la cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda. Pero, Ā”quĆ© claridad irradiaba de Ć©l!

De las pĆ”ginas emergĆ­a un vivĆ­simo rayo de luz, que iba transformĆ”ndose en un tronco, en un poderoso Ć”rbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente lĆ­mpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una mĆŗsica deliciosos resonaban en la destartalada habitaciĆ³n. JamĆ”s habĆ­a imaginado el duendecillo una magnificencia como aquĆ©lla, jamĆ”s habĆ­a oĆ­do hablar de cosa semejante. Por eso permaneciĆ³ de puntillas, mirando hasta que se apagĆ³ la luz. Seguramente el estudiante habĆ­a soplado la vela para acostarse; pero el duende seguĆ­a en su sitio, pues continuaba oyĆ©ndose el canto, dulce y solemne, una deliciosa canciĆ³n de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso.

  • Ā”Asombroso! -se dijo el duende-. Ā”Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante… -. Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venciĆ³ la sensatez y suspirĆ³. – Ā”Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla! -. Y se volviĆ³; se volviĆ³ abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase mĆ”s, pues la cuba habĆ­a gastado casi todo el pico de la dueƱa, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un lado; y se disponĆ­a justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto, cuando entrĆ³ el duende y le quitĆ³ el pico; pero en adelante toda la tienda, desde el cajĆ³n del dinero hasta la leƱa de abajo, formaron sus opiniones calcĆ”ndolas sobre las de la cuba; todos la ponĆ­an tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leĆ­a en el periĆ³dico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creĆ­an firmemente que procedĆ­an de la cuba.

En cambio, el duendecillo ya no podĆ­a estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudiciĆ³n y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veĆ­a brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban a las alturas; tenĆ­a que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentĆ­a rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompĆ­a a llorar, sin saber Ć©l mismo por quĆ©, pero las lĆ”grimas le hacĆ­an un gran bien. Ā”QuĆ© magnĆ­fico debĆ­a de ser estarse sentado bajo el Ć”rbol, junto al estudiante! Pero no habĆ­a que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplĆ”ndolo desde el ojo de la cerradura. Y allĆ­ seguĆ­a, en el frĆ­o rellano, cuando ya el viento otoƱal se filtraba por los tragaluces, y el frĆ­o iba arreciando. SĆ³lo que el duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran dominados por el silbar del viento. Ā”UjĆŗ, cĆ³mo temblaba entonces, y bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincĆ³n, donde tan bien se estaba! Y cuando volviĆ³ la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca, se declarĆ³ resueltamente en favor del tendero. Pero a media noche despertĆ³ al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrĆ©pito en los escaparates, y gentes que iban y venĆ­an agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el pito. HabĆ­a estallado un incendio, y toda la calle aparecĆ­a iluminada. ĀæSerĆ­a su casa o la del vecino? ĀæDĆ³nde? Ā”HabĆ­a una alarma espantosa, una confusiĆ³n terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitĆ³ los pendientes de oro de las orejas y se los guardĆ³ en el bolsillo, para salvar algo. El tendero recogiĆ³ sus lĆ”minas de fondos pĆŗblicos, y la criada, su mantilla de seda, que se habĆ­a podido comprar a fuerza de ahorros. Cada cual querĆ­a salvar lo mejor, y tambiĆ©n el duendecillo; y de un salto subiĆ³ las escaleras y se metiĆ³ en la habitaciĆ³n del estudiante, quien, de pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardĆ­a en la casa de enfrente. El duendecillo cogiĆ³ el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiĆ©ndoselo en el gorro rojo lo sujetĆ³ convulsivamente con ambas manos: el mĆ”s precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se dirigiĆ³, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allĆ­ se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando con ambas manos el gorro que contenĆ­a el tesoro. SĆ³lo entonces se dio cuenta de dĆ³nde tenĆ­a puesto su corazĆ³n; comprendiĆ³ a quiĆ©n pertenecĆ­a en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus ideas normales, dijo:

  • Me he de repartir entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa de las papillas.

Y en esto se comportĆ³ como un autĆ©ntico ser humano. Todos procuramos estar bien con el tendero… por las papillas.

El Elfo del rosal

En el centro de un jardĆ­n crecĆ­a un rosal, cuajado de rosas, y en una de ellas, la mĆ”s hermosa de todas, habitaba un elfo, tan pequeƱƭn, que ningĆŗn ojo humano podĆ­a distinguirlo. DetrĆ”s de cada pĆ©talo de la rosa tenĆ­a un dormitorio. Era tan bien educado y tan guapo como pueda serlo un niƱo, y tenĆ­a alas que le llegaban desde los hombros hasta los pies. Ā”Oh, y quĆ© aroma exhalaban sus habitaciones, y quĆ© claras y hermosas eran las paredes! No eran otra cosa sino los pĆ©talos de la flor, de color rosa pĆ”lido. Se pasaba el dĆ­a gozando de la luz del sol, volando de flor en flor, bailando sobre las alas de la inquieta mariposa y midiendo los pasos que necesitaba dar para recorrer todos los caminos y senderos que hay en una sola hoja de tilo. Son lo que nosotros llamamos las nervaduras; para Ć©l eran caminos y sendas, Ā”y no poco largos! Antes de haberlos recorrido todos, se habĆ­a puesto el sol; claro que habĆ­a empezado algo tarde. Se enfriĆ³ el ambiente, cayĆ³ el rocĆ­o, mientras soplaba el viento; lo mejor era retirarse a casa. El elfo echĆ³ a correr cuando pudo, pero la rosa se habĆ­a cerrado y no pudo entrar, y ninguna otra quedaba abierta. El pobre elfo se asustĆ³ no poco. Nunca habĆ­a salido de noche, siempre habĆ­a permanecido en casita, dormitando tras los tibios pĆ©talos. Ā”Ay, su imprudencia le iba a costar la vida! Sabiendo que en el extremo opuesto del jardĆ­n habĆ­a una glorieta recubierta de bella madreselva cuyas flores parecĆ­an trompetillas pintadas, decidiĆ³ refugiarse en una de ellas y aguardar la maƱana. Se trasladĆ³ volando a la glorieta. Ā”Cuidado! Dentro habĆ­a dos personas, un hombre joven y guapo y una hermosĆ­sima muchacha; sentados uno junto al otro, deseaban no tener que separarse en toda la eternidad; se querĆ­an con toda el alma, mucho mĆ”s de lo que el mejor de los hijos pueda querer a su madre y a su padre. – Y, no obstante, tenemos que separarnos -decĆ­a el joven- Tu hermano nos odia; por eso me envĆ­a con una misiĆ³n mĆ”s allĆ” de las montaƱas y los mares. Ā”AdiĆ³s, mi dulce prometida, pues lo eres a pesar de todo! Se besaron, y la muchacha, llorando, le dio una rosa despuĆ©s de haber estampado en ella un beso, tan intenso y sentido, que la flor se abriĆ³. El elfo aprovechĆ³ la ocasiĆ³n para introducirse en ella, reclinando la cabeza en los suaves pĆ©talos fragantes; desde allĆ­ pudo oĆ­r perfectamente los adioses de la pareja. Y se dio cuenta de que la rosa era prendida en el pecho del doncel. Ā”Ah, cĆ³mo palpitaba el corazĆ³n debajo! Eran tan violentos sus latidos, que el elfo no pudo pegar el ojo. Pero la rosa no permaneciĆ³ mucho tiempo prendida en el pecho. El hombre la tomĆ³ en su mano, y, mientras caminaba solitario por el bosque oscuro, la besaba con tanta frecuencia y fuerza, que por poco ahoga a nuestro elfo. Ɖste podĆ­a percibir a travĆ©s de la hoja el ardor de los labios del joven; y la rosa, por su parte, se habĆ­a abierto como al calor del sol mĆ”s cĆ”lido de mediodĆ­a. AcercĆ³se entonces otro hombre, sombrĆ­o y colĆ©rico; era el perverso hermano de la doncella. Sacando un afilado cuchillo de grandes dimensiones, lo clavĆ³ en el pecho del enamorado mientras Ć©ste besaba la rosa. Luego le cortĆ³ la cabeza y la enterrĆ³, junto con el cuerpo, en la tierra blanda del pie del tilo. – Helo aquĆ­ olvidado y ausente -pensĆ³ aquel malvado-; no volverĆ” jamĆ”s. DebĆ­a emprender un largo viaje a travĆ©s de montes y ocĆ©anos. Es fĆ”cil perder la vida en estas expediciones, y ha muerto. No volverĆ”, y mi hermana no se atreverĆ” a preguntarme por Ć©l. Luego, con los pies, acumulĆ³ hojas secas sobre la tierra mullida, y se marchĆ³ a su casa a travĆ©s de la noche oscura. Pero no iba solo, como creĆ­a; lo acompaƱaba el minĆŗsculo elfo, montado en una enrollada hoja seca de tilo que se habĆ­a adherido al pelo del criminal, mientras enterraba a su vĆ­ctima. Llevaba el sombrero puesto, y el elfo estaba sumido en profundas tinieblas, temblando de horror y de indignaciĆ³n por aquel abominable crimen. El malvado llegĆ³ a casa al amanecer. QuitĆ³se el sombrero y entrĆ³ en el dormitorio de su hermana. La hermosa y lozana doncella, yacĆ­a en su lecho, soƱando en aquĆ©l que tanto la amaba y que, segĆŗn ella creĆ­a, se encontraba en aquellos momentos caminando por bosques y montaƱas. El perverso hermano se inclinĆ³ sobre ella con una risa diabĆ³lica, como sĆ³lo el demonio sabe reĆ­rse. Entonces la hoja seca se le cayĆ³ del pelo, quedando sobre el cubrecamas, sin que Ć©l se diera cuenta. Luego saliĆ³ de la habitaciĆ³n para acostarse unas horas. El elfo saltĆ³ de la hoja y, entrĆ”ndose en el oĆ­do de la dormida muchacha, contĆ³le, como en sueƱos, el horrible asesinato, describiĆ©ndole el lugar donde el hermano lo habĆ­a perpetrado y aquel en que yacĆ­a el cadĆ”ver. Le hablĆ³ tambiĆ©n del tilo florido que crecĆ­a allĆ­, y dijo: Ā«Para que no pienses que lo que acabo de contarte es sĆ³lo un sueƱo, encontrarĆ”s sobre tu cama una hoja secaĀ». Y, efectivamente, al despertar ella, la hoja estaba allĆ­. Ā”Oh, quĆ© amargas lĆ”grimas vertiĆ³! Ā”Y sin tener a nadie a quien poder confiar su dolor! La ventana permaneciĆ³ abierta todo el dĆ­a; al elfo le hubiera sido fĆ”cil irse a las rosas y a todas las flores del jardĆ­n; pero no tuvo valor para abandonar a la afligida joven. En la ventana habĆ­a un rosal de Bengala; instalĆ³se en una de sus flores y se estuvo contemplando a la pobre doncella. Su hermano se presentĆ³ repetidamente en la habitaciĆ³n, alegre a pesar de su crimen; pero ella no osĆ³ decirle una palabra de su cuita. No bien hubo oscurecido, la joven saliĆ³ disimuladamente de la casa, se dirigiĆ³ al bosque, al lugar donde crecĆ­a el tilo, y, apartando las hojas y la tierra, no tardĆ³ en encontrar el cuerpo del asesinado. Ā”Ah, cĆ³mo llorĆ³, y cĆ³mo rogĆ³ a Dios Nuestro SeƱor que le concediese la gracia de una pronta muerte! Hubiera querido llevarse el cadĆ”ver a casa, pero al serle imposible, cogiĆ³ la cabeza lĆ­vida, con los cerrados ojos, y, besando la frĆ­a boca, sacudiĆ³ la tierra adherida al hermoso cabello.Ā  – Ā”La guardarĆ©! -dijo, y despuĆ©s de haber cubierto el cuerpo con tierra y hojas, volviĆ³ a su casa con la cabeza y una ramita de jazmĆ­n que florecĆ­a en el sitio de la sepultura. Llegada a su habitaciĆ³n, cogiĆ³ la maceta mĆ”s grande que pudo encontrar, depositĆ³ en ella la cabeza del muerto, la cubriĆ³ de tierra y plantĆ³ en ella la rama de jazmĆ­n.

  • Ā”AdiĆ³s, adiĆ³s! -susurrĆ³ el geniecillo, que, no pudiendo soportar por mĆ”s tiempo aquel gran dolor, volĆ³ a su rosa del jardĆ­n. Pero estaba marchita; sĆ³lo unas pocas hojas amarillas colgaban aĆŗn del cĆ”liz verde.
  • Ā”Ah, quĆ© pronto pasa lo bello y lo bueno! suspirĆ³ el elfo. Por fin encontrĆ³ otra rosa y estableciĆ³ en ella su morada, detrĆ”s de sus delicados y fragantes pĆ©talos.

Cada maƱana se llegaba volando a la ventana de la desdichada muchacha, y siempre encontraba a Ć©sta llorando junto a su maceta. Sus amargas lĆ”grimas caĆ­an sobre la ramita de jazmĆ­n, la cual crecĆ­a y se ponĆ­a verde y lozana, mientras la palidez iba invadiendo las mejillas de la doncella. Brotaban nuevas ramillas, y florecĆ­an blancos capullitos, que ella besaba. El perverso hermano no cesaba de reƱirle, preguntĆ”ndole si se habĆ­a vuelto loca. No podĆ­a soportarlo, ni comprender por quĆ© lloraba continuamente sobre aquella maceta. Ignoraba quĆ© ojos cerrados y quĆ© rojos labios se estaban convirtiendo allĆ­ en tierra. La muchacha reclinaba la cabeza sobre la maceta, y el elfo de la rosa solĆ­a encontrarla allĆ­ dormida; entonces se deslizaba en su oĆ­do y le contaba de aquel anochecer en la glorieta, del aroma de la flor y del amor de los elfos; ella soƱaba dulcemente. Un dĆ­a, mientras se hallaba sumida en uno de estos sueƱos, se apagĆ³ su vida, y la muerte la acogiĆ³, misericordiosa. EncontrĆ³se en el cielo, junto al ser amado. Y los jazmines abrieron sus blancas flores y esparcieron su maravilloso aroma caracterĆ­stico; era su modo de llorar a la muerta. El mal hermano se apropiĆ³ la hermosa planta florida y la puso en su habitaciĆ³n, junto a la cama, pues era preciosa, y su perfume, una verdadera delicia. La siguiĆ³ el pequeƱo elfo de la rosa, volando de florecilla en florecilla, en cada una de las cuales habitaba una almita, y les hablĆ³ del joven inmolado cuya cabeza era ahora tierra entre la tierra, y les hablĆ³ tambiĆ©n del malvado hermano y de la desdichada hermana. – Ā”Lo sabemos -decĆ­a cada alma de las flores-, lo sabemos! ĀæNo brotamos acaso de los ojos y de los labios del asesinado? Ā”Lo sabemos, lo sabemos! -. Y hacĆ­an con la cabeza unos gestos significativos. El elfo no lograba comprender cĆ³mo podĆ­an estarse tan quietas, y se fue volando en busca de las abejas, que recogĆ­an miel, y les contĆ³ la historia del malvado hermano, y las abejas lo dijeron a su reina, la cual dio orden de que, a la maƱana siguiente, dieran muerte al asesino. Pero la noche anterior, la primera que siguiĆ³ al fallecimiento de la hermana, al quedarse dormido el malvado en su cama junto al oloroso jazmĆ­n, se abrieron todos los cĆ”lices; invisibles, pero armadas de ponzoƱosos dardos, salieron todas las almas de las flores y, penetrando primero en sus oĆ­dos, le contaron sueƱos de pesadilla; luego, volando a sus labios, le hirieron en la lengua con sus venenosas flechas. – Ā”Ya hemos vengado al muerto! -dijeron, y se retiraron de nuevo a las flores blancas del jazmĆ­n. Al amanecer y abrirse sĆŗbitamente la ventana del dormitorio, entraron el elfo de la rosa con la reina de las abejas y todo el enjambre, que venĆ­a a ejecutar su venganza. Pero ya estaba muerto; varias personas que rodeaban la cama dijeron: – El perfume del jazmĆ­n lo ha matado. El elfo comprendiĆ³ la venganza de las flores y lo explicĆ³ a la reina de las abejas, y ella, con todo el enjambre, revoloteĆ³ zumbando en torno a la maceta. No habĆ­a modo de ahuyentar a los insectos, y entonces un hombre se llevĆ³ el tiesto afuera; mas al picarle en la mano una de las abejas, soltĆ³ Ć©l la maceta, que se rompiĆ³ al tocar el suelo. Entonces descubrieron el lĆ­vido crĆ”neo, y supieron que el muerto que yacĆ­a en el lecho era un homicida. La reina de las abejas seguĆ­a zumbando en el aire y cantando la venganza de las flores, y cantando al elfo de la rosa, y pregonando que detrĆ”s de la hoja mĆ”s mĆ­nima hay alguien que puede descubrir la maldad y vengarla.

El gollete de botella

En una tortuosa callejuela, entre varias mĆ­seras casuchas, se alzaba una de paredes entramadas, alta y desvencijada. VivĆ­an en ella gente muy pobre; y lo mĆ”s mĆ­sero de todo era la buhardilla, en cuya ventanuco colgaba, a la luz del sol, una vieja jaula abollada que ni siquiera tenĆ­a bebedero; en su lugar habĆ­a un gollete de botella puesto del revĆ©s, tapado por debajo con un tapĆ³n de corcho y lleno de agua. Una vieja solterona estaba asomada al exterior; acababa de adornar con prĆ­mulas la jaula donde un diminuto pardillo saltaba de uno a otro palo cantando tan alegremente, que su voz resonaba a gran distancia. Ā«Ā”Ay, bien puedes tĆŗ cantar! -exclamĆ³ el gollete. Bueno, no es que lo dijera como lo decimos nosotros, pues un casco de botella no puede hablar, pero lo pensĆ³ a su manera, como nosotros cuando hablamos para nuestros adentros -. SĆ­, tĆŗ puedes cantar, pues no te falta ningĆŗn miembro. Si tĆŗ supieras, como yo lo sĆ©, lo que significa haber perdido toda la parte inferior del cuerpo, sin quedarme mĆ”s que cuello y boca, y aun Ć©sta con un tapĆ³n metido dentro… Seguro que no cantarĆ­as. Pero vale mĆ”s asĆ­, que siquiera tĆŗ puedas alegrarte. Yo no tengo ningĆŗn motivo para cantar, aparte que no sĆ© hacerlo; antes sĆ­ sabĆ­a, cuando era una botella hecha y derecha, y me frotaban con un tapĆ³n. Era entonces una verdadera alondra, me llamaban la gran alondra. Y luego, cuando vivĆ­a en el bosque, con la familia del pellejero y celebraron la boda de su hija… Me acuerdo como si fuese ayer. Ā”La de aventuras que he pasado, y que podrĆ­a contarte! He estado en el fuego y en el agua, metida en la negra tierra, y he subido a alturas que muy pocos han alcanzado, y ahĆ­ me tienes ahora en esta jaula, expuesta al aire y al sol. A lo mejor te gustarĆ­a oĆ­r mi historia, aunque no la voy a contar en voz alta, pues no puedoĀ». Y asĆ­ el gollete de botella – hablando para sĆ­, o por lo menos pensĆ”ndolo para sus adentros – empezĆ³ a contar su historia, que era notable de verdad. Entretanto, el pajarillo cantaba su alegre canciĆ³n, y abajo en la calle todo el mundo iba y venĆ­a, pensando cada cual en sus problemas o en nada. Pero el gollete de la botella recuerda que recuerda. Vio el horno ardiente de la fĆ”brica donde, soplando, le habĆ­an dado vida; recordĆ³ que hacĆ­a un calor sofocante en aquel horno estrepitoso, lugar de su nacimiento; que mirando a sus honduras le habĆ­an entrado ganas de saltar de nuevo a ellas, pero que, poco a poco, al irse enfriando, se fue sintiendo bien y a gusto en su nuevo sitio, en hilera con un regimiento entero de hermanos y hermanas, nacidas todas en el mismo horno, aunque unas destinadas a contener champaƱa y otras cerveza, lo cual no era poca diferencia. MĆ”s tarde, ya en el ancho mundo, cabe muy bien que en una botella de cerveza se envase el exquisito Ā«lacrimae ChristiĀ», y que en una botella de champaƱa echen betĆŗn de calzado; pero siempre queda la forma, como ejecutoria del nacimiento. El noble es siempre noble, aunque por dentro estĆ© lleno de betĆŗn. DespuĆ©s de un rato, todas las botellas fueron embaladas, la nuestra con las demĆ”s. No pensaba entonces ella que acabarĆ­a en simple gollete y que servirĆ­a de bebedero de pĆ”jaro en aquellas alturas, lo cual no deja de ser una existencia honrosa, pues siquiera se es algo. No volviĆ³ a ver la luz del dĆ­a hasta que la desembalaron en la bodega de un cosechero, junto con sus compaƱeras, y la enjuagaron por primera vez, cosa que le produjo una sensaciĆ³n extraƱa. QuedĆ³se allĆ­ vacĆ­a y sin tapar, presa de un curioso desfallecimiento. Algo le faltaba, no sabĆ­a quĆ© a punto fijo, pero algo. Hasta que la llenaron de vino, un vino viejo y de solera; la taparon y lacraron, pegĆ”ndole a continuaciĆ³n un papel en que se leĆ­a: Ā«Primera calidadĀ». Era como sacar sobresaliente en el examen; pero es que en realidad el vino era bueno, y la botella, buena tambiĆ©n. Cuando se es joven, todo el mundo se siente poeta. La botella se sentĆ­a llena de canciones y versos referentes a cosas de las que no tenĆ­a la menor idea: las verdes montaƱas soleadas, donde maduran las uvas y donde las retozonas muchachas y los bulliciosos mozos cantan y se besan. Ā”Ah, quĆ© bella es la vida! Todo aquello cantaba y resonaba en el interior de la botella, lo mismo que ocurre en el de los jĆ³venes poetas, que con frecuencia tampoco saben nada de todo aquello. Un buen dĆ­a la vendieron. El aprendiz del peletero fue enviado a comprar una botella de vino Ā«del mejorĀ», y asĆ­ fue ella a parar al cesto, junto con jamĆ³n, salchichas y queso, sin que faltaran tampoco una mantequilla de magnĆ­fico aspecto y un pan exquisito. La propia hija del peletero vaciĆ³ el cesto. Era joven y linda; reĆ­an sus ojos azules, y una sonrisa se dibujaba en su boca, que hablaba tan elocuentemente como sus ojos. Sus manos eran finas y delicadas, y muy blancas, aunque no tanto como el cuello y el pecho. VeĆ­ase a la legua que era una de las mozas mĆ”s bellas de la ciudad, y, sin embargo, no estaba prometida. Cuando la familia saliĆ³ al bosque, la cesta de la comida quedĆ³ en el regazo de la hija; el cuello de la botella asomaba por entre los extremos del blanco paƱuelo; cubrĆ­a el tapĆ³n un sello de lacre rojo, que miraba al rostro de la muchacha. Pero no dejaba de echar tampoco ojeadas al joven marino, sentado a su lado. Era un amigo de infancia, hijo de un pintor retratista. Acababa de pasar felizmente su examen de piloto, y al dĆ­a siguiente se embarcaba en una nave con rumbo a lejanos paĆ­ses. De ello habĆ­an estado hablando largamente mientras empaquetaban, y en el curso de la conversaciĆ³n no se habĆ­a reflejado mucha alegrĆ­a en los ojos y en la boca de la linda hija del peletero. Los dos jĆ³venes se metieron por el verde bosque, enzarzados en un coloquio. ĀæDe quĆ© hablarĆ­an? La botella no lo oyĆ³, pues se habĆ­a quedado en la cesta. PasĆ³ mucho rato antes de que la sacaran, pero cuando al fin, lo hicieron, habĆ­an sucedido cosas muy agradables; todos los ojos estaban sonrientes, incluso los de la hija, la cual apenas abrĆ­a la boca, y tenĆ­a las mejillas encendidas como rosas encarnadas. El padre cogiĆ³ la botella llena y el sacacorchos. Es extraƱo, sĆ­, la impresiĆ³n que se siente cuando a una la descorchan por vez primera. JamĆ”s olvidĆ³ el cuello de la botella aquel momento solemne; al saltar el tapĆ³n le habĆ­a escapado de dentro un raro sonido, Ā«Ā”plump!Ā», seguido de un gorgoteo al caer el vino en los vasos.

  • Ā”Por la felicidad de los prometidos! – dijo el padre, y todos los vasos se vaciaron hasta la Ćŗltima gota, mientras el joven piloto besaba a su hermosa novia.
  • Ā”Dichas y bendiciones! -exclamaron los dos viejos.

El mozo volviĆ³ a llenar los vasos. – Ā”Por mi regreso y por la boda de hoy en un aƱo! -brindĆ³, y cuando los vasos volvieron a quedar vacĆ­os, levantando la botella, aƱadiĆ³: – Ā”Has asistido al dĆ­a mĆ”s hermoso de mi vida; nunca mĆ”s volverĆ”s a servir! -. Y la arrojĆ³ al aire. Poco pensĆ³ entonces la muchacha que aĆŗn verĆ­a volar otras veces la botella; y, sin embargo, asĆ­ fue. La botella fue a caer en el espeso caƱaveral de un pequeƱo estanque que habĆ­a en el bosque; el gollete recordaba aĆŗn perfectamente cĆ³mo habĆ­a ido a parar allĆ­ y cĆ³mo habĆ­a pensado: Ā«Les di vino y ellos me devuelven agua cenagosa; su intenciĆ³n era buena, de todos modosĀ». No podĆ­a ya ver a la pareja de novios ni a sus regocijados padres, pero durante largo rato los estuvo oyendo cantar y charlar alegremente. Llegaron en esto dos chiquillos campesinos, que, mirando por entre las caƱas, descubrieron la botella y se la llevaron a casa. VolvĆ­a a estar atendida. En la casa del bosque donde moraban los muchachos, la vĆ­spera habĆ­a llegado su hermano mayor, que era marino, para despedirse, pues iba a emprender un largo viaje. CorrĆ­a la madre de un lado para otro empaquetando cosas y mĆ”s cosas; al anochecer, el padre irĆ­a a la ciudad a ver a su hijo por Ćŗltima vez antes de su partida, y a llevarle el Ćŗltimo saludo de la madre. HabĆ­a puesto ya en el hato una botellita de aguardiente de hierbas aromĆ”ticas, cuando se presentaron los muchachitos con la botella encontrada, que era mayor y mĆ”s resistente. Su capacidad era superior a la de la botellita, y el licor era muy bueno para el dolor de estĆ³mago, pues entre otras muchas hierbas, contenĆ­a corazoncillo. Esta vez no llenaron la botella con vino, como la anterior, sino con una pociĆ³n amarga, aunque excelente, para el estĆ³mago. La nueva botella reemplazĆ³ a la antigua, y asĆ­ reanudĆ³ aquĆ©lla sus correrĆ­as. PasĆ³ a bordo del barco propiedad de Peter Jensen, justamente el mismo en el que servĆ­a el joven piloto, el cual no vio la botella, aparte que lo mĆ”s probable es que no la hubiera reconocido ni pensado que era la misma con cuyo contenido habĆ­an brindado por su noviazgo y su feliz regreso. Aunque no era vino lo que la llenaba, no era menos bueno su contenido. A Peter Jensen lo llamaban sus compaƱeros Ā«El boticarioĀ», pues a cada momento sacaba la botella y administraba a alguien la excelente medicina – excelente para el estĆ³mago, entendĆ”monos -; y aquello durĆ³ hasta que se hubo consumido la Ćŗltima gota. Fueron dĆ­as felices, y la botella solĆ­a cantar cuando la frotaban con el tapĆ³n. De entonces le vino el nombre de alondra, la alondra de Peter Jensen. HabĆ­a transcurrido un largo tiempo, y la botella habĆ­a sido dejada, vacĆ­a, en un rincĆ³n; mas he aquĆ­ que – si la cosa ocurriĆ³ durante el viaje de ida o el de vuelta, la botella no lo supo nunca a punto fijo, pues jamĆ”s desembarcĆ³ – se levantĆ³ una tempestad. Olas enormes negras y densas, se encabritaban, levantaban el barco hasta las nubes y lo lanzaban en todas direcciones; quebrĆ³se el palo mayor, un golpe de mar abriĆ³ una vĆ­a de agua, y las bombas resultaban inĆŗtiles. Era una noche oscura como boca de lobo, y el barco se iba a pique; en el Ćŗltimo momento, el joven piloto escribiĆ³ en una hoja de papel: Ā«Ā”En el nombre de Dios, naufragamos!Ā». EstampĆ³ el nombre de su prometida, el suyo propio y el del buque, metiĆ³ el papel en una botella vacĆ­a que encontrĆ³ a mano y, tapĆ”ndola fuertemente, la arrojĆ³ al mar tempestuoso. Ignoraba que era la misma que habĆ­a servido para llenar los vasos de la alegrĆ­a y de la esperanza. Ahora flotaba entre las olas llevando un mensaje de adiĆ³s y de muerte. HundiĆ³se el barco, y con Ć©l la tripulaciĆ³n, mientras la botella volaba como un pĆ”jaro, llevando dentro un corazĆ³n, una carta de amor. Y saliĆ³ el sol y se puso de nuevo, y a la botella le pareciĆ³ como si volviese a los tiempos de su infancia, en que veĆ­a el rojo horno ardiente. ViviĆ³ perĆ­odos de calma y nuevas tempestades, pero ni se estrellĆ³ contra una roca ni fue tragada por un tiburĆ³n. MĆ”s de un aƱo estuvo flotando al azar, ora hacia el Norte, ora hacia MediodĆ­a, a merced de las corrientes marinas. Por lo demĆ”s, era dueƱa de sĆ­, pero al cabo de un tiempo uno llega a cansarse incluso de esto. La hoja escrita, con el Ćŗltimo adiĆ³s del novio a su prometida, sĆ³lo duelo habrĆ­a traĆ­do, suponiendo que hubiese ido a parar a las manos a que iba destinada. Pero, ĀædĆ³nde estaban aquellas manos, tan blancas cuando, allĆ” en el verde bosque, se extendĆ­an sobre la jugosa hierba el dĆ­a del noviazgo? ĀæDĆ³nde estaba la hija del peletero? ĀæDĆ³nde se hallaba su tierra, y cuĆ”l serĆ­a la mĆ”s prĆ³xima? La botella lo ignoraba; seguĆ­a en su eterno vaivĆ©n, y al fin se sentĆ­a ya harta de aquella vida; su destino era otro. Con todo, continuĆ³ su viaje, hasta que, finalmente, fue arrojada a la costa, en un paĆ­s extraƱo. No comprendĆ­a una palabra de lo que las gentes hablaban; no era la lengua que oyera en otros tiempos, y uno se siente muy desvalido cuando no entiende el idioma.

El gorro de dormir del solterĆ³n

Hay en Copenhague una calle que lleva el extraƱo nombre de Ā«HyskenstraedeĀ» (CallejĆ³n de Hysken). ĀæPor quĆ© se llama asĆ­ y quĆ© significa su nombre? Hay quien dice que es de origen alemĆ”n, aunque esto serĆ­a atropellar esta lengua, pues en tal caso Hysken serĆ­a: Ā«HƤuschenĀ», palabra que significa Ā«casitasĀ». Las tales casitas, por espacio de largos aƱos, sĆ³lo fueron barracas de madera, casi como las que hoy vemos en las ferias, tal vez un poco mayores, y con ventanas, que en vez de cristales tenĆ­an placas de cuerno o de vejiga, pues el poner vidrios en las ventanas era en aquel tiempo todo un lujo. De esto, empero, hace tanto tiempo, que el bisabuelo decĆ­a, al hablar de ello: Ā«Antiguamente…Ā». Hoy hace de ello varios siglos. Los ricos comerciantes de Brema y Lubeck negociaban en Copenhague. Ellos no venĆ­an en persona, sino que enviaban a sus dependientes, los cuales se alojaban en los barracones de la Calleja de las casitas, y en ellas vendĆ­an su cerveza y sus especias. La cerveza alemana era entonces muy estimada, y la habĆ­a de muchas clases: de Brema, de PrĆ¼ssinger, de Ems, sin faltar la de Brunswick. VendĆ­an luego una gran variedad de especias: azafrĆ”n, anĆ­s, jengibre y, especialmente, pimienta. Ɖsta era la mĆ”s estimada, y de aquĆ­ que a aquellos vendedores se les aplicara el apodo de Ā«pimenterosĀ». Cuando salĆ­an de su paĆ­s, contraĆ­an el compromiso de no casarse en el lugar de su trabajo. Muchos de ellos llegaban a edad avanzada y tenĆ­an que cuidar de su persona, arreglar su casa y apagar la lumbre – cuando la tenĆ­an -. Algunos se volvĆ­an huraƱos, como niƱos envejecidos, solitarios, con ideas y costumbres especiales. De ahĆ­ viene que en Dinamarca se llame Ā«pimenteroĀ» a todo hombre soltero que ha llegado a una edad mĆ”s que suficiente para casarse. Hay que saber todo esto para comprender mi cuento. Es costumbre hacer burla de los Ā«pimenterosĀ» o solterones, como decimos aquĆ­; una de sus bromas consiste en decirle que se vayan a acostar y que se calen el gorro de dormir hasta los ojos. Corta, corta, madera,Ā  Ā”ay de ti, solterĆ³n! El gorro de dormir se acuesta contigo,Ā  en vez de un tesorito lindo y fino. SĆ­, esto es lo que les cantan. Se burlan del solterĆ³n y de su gorro de noche, precisamente porque conocen tan mal a uno y otro. Ā”Ay, no deseĆ©is a nadie el gorro de dormir! ĀæPor quĆ©? Escuchad: AntaƱo, la Calleja de las Casitas no estaba empedrada; salĆ­as de un bache para meterte en un hoyo, como en un camino removido por los carros, y ademĆ”s era muy angosta. Las casuchas se tocaban, y era tan reducido el espacio que mediaba entre una hilera y la de enfrente, que en verano solĆ­an tender una cuerda desde un tenducho al opuesto; toda la calle olĆ­a a pimienta, azafrĆ”n y jengibre. DetrĆ”s de las mesitas no solĆ­a haber gente joven; la mayorĆ­a eran solterones, los cuales no creĆ”is que fueran con peluca o gorro de dormir, pantalĆ³n de felpa, y chaleco y chaqueta abrochados hasta el cuello, no; aunque Ć©sta era, en efecto, la indumentaria del bisabuelo de nuestro bisabuelo, y asĆ­ lo vemos retratado. Los Ā«pimenterosĀ» no contaban con medios para hacerse retratar, y es una lĆ”stima que no tengamos ahora el cuadro de uno de ellos, retratado en su tienda o yendo a la iglesia los dĆ­as festivos. El sombrero era alto y de ancha ala, y los mĆ”s jĆ³venes se lo adornaban a veces con una pluma; la camisa de lana desaparecĆ­a bajo un cuello vuelto, de hilo blanco; la chaqueta quedaba ceƱida y abrochada de arriba abajo; la capa colgaba suelta sobre el cuerpo, mientras los pantalones bajaban rectos hasta los zapatos, de ancha punta, pues no usaban medias. Del cinturĆ³n colgaban el cuchillo y la cuchara para el trabajo de la tienda, amĆ©n de un puƱal para la propia defensa, lo cual era muy necesario en aquellos tiempos. Justamente asĆ­ iba vestido los dĆ­as de fiesta el viejo AntĆ³n, uno de los solterones mĆ”s empedernidos de la calleja; sĆ³lo que en vez del sombrero alto llevaba una capucha, y debajo de ella un gorro de punto, un autĆ©ntico gorro de dormir. Se habĆ­a acostumbrado a llevarlo, y jamĆ”s se lo quitaba de la cabeza; y tenĆ­a dos gorros de Ć©stos. Su aspecto pedĆ­a a voces el retrato: era seco como un huso, tenĆ­a la boca y los ojos rodeados de arrugas, largos dedos huesudos y cejas grises y erizadas. Sobre el ojo izquierdo le colgaba un gran mechĆ³n que le salĆ­a de un lunar; no puede decirse que lo embelleciera, pero al menos servĆ­a para identificarlo fĆ”cilmente. Se decĆ­a de Ć©l que era de Brema, aunque en realidad no era de allĆ­, pero sĆ­ vivĆ­a en Brema su patrĆ³n. Ɖl era de Turingia, de la ciudad de Eisenach, en la falda de la Wartburg. El viejo AntĆ³n solĆ­a hablar poco de su patria chica, pero tanto mĆ”s pensaba en ella. No era usual que los viejos vendedores de la calle se reunieran, sino que cada cual permanecĆ­a en su tenducho, que se cerraba al atardecer, y entonces la calleja quedaba completamente oscura; sĆ³lo un tenue resplandor salĆ­a por la pequeƱa placa de cuerno del rejado, y en el interior de la casucha, el viejo, sentado generalmente en la cama con su libro alemĆ”n de cĆ”nticos, entonaba su canciĆ³n nocturnal o trajinaba hasta bien entrada la noche, ocupado en mil quehaceres. Divertido no lo era, a buen seguro. Ser forastero en tierra extraƱa es condiciĆ³n bien amarga. Nadie se preocupa de uno, a no ser que le estorbe. Y entonces la preocupaciĆ³n lleva consigo el quitĆ”rselo a uno de encima. En las noches oscuras y lluviosas, la calle aparecĆ­a por demĆ”s lĆŗgubre y desierta. No habĆ­a luz; sĆ³lo un diminuto farol colgaba en el extremo, frente a una imagen de la Virgen pintada en la pared. Se oĆ­a tamborilear y chapotear el agua sobre el cercano baluarte, en direcciĆ³n a la presa de Slotholm, cerca de la cual desembocaba la calle. Las veladas asĆ­ resultan largas y aburridas, si no se busca en quĆ© ocuparlas: no todos los dĆ­as hay que empaquetar o desempaquetar, liar cucuruchos, limpiar los platillos de la balanza; hay que idear alguna otra cosa, que es lo que hacĆ­a nuestro viejo AntĆ³n: se cosĆ­a sus prendas o remendaba los zapatos. Por fin se acostaba, conservando puesto el gorro; se lo calaba hasta los ojos, y unos momentos despuĆ©s volvĆ­a a levantarlo, para cerciorarse de que la luz estaba bien apagada. Palpaba el pĆ”bilo, apretĆ”ndolo con los dedos, y luego se echaba del otro lado, volviendo a encasquetarse el gorro. Pero muchas veces se le ocurrĆ­a pensar: Āæno habrĆ” quedado un ascua encendida en el braserillo que hay debajo de la mesa? Una chispita que quedara encendida, podĆ­a avivarse y provocar un desastre. Y volvĆ­a a levantarse, bajaba la escalera de mano – pues otra no habĆ­a – y, llegado al brasero y comprobado que no se veĆ­a ninguna chispa, regresaba arriba. Pero no era raro que, a mitad de camino, le asaltase la duda de si la barra de la puerta estarĆ­a bien puesta, y las aldabillas bien echadas. Y otra vez abajo sobre sus escuĆ”lidas piernas, tiritando y castaƱeteĆ”ndole los dientes, hasta que volvĆ­a a meterse en cama, pues el frĆ­o es mĆ”s rabioso que nunca cuando sabe que tiene que marcharse. CubrĆ­ase bien con la manta, se hundĆ­a el gorro de dormir hasta mĆ”s abajo de los ojos y procuraba apartar sus pensamientos del negocio y de las preocupaciones del dĆ­a. Mas no siempre conseguĆ­a aquietarse, pues entonces se presentaban viejos recuerdos y descorrĆ­an sus cortinas, las cuales tienen a veces alfileres que pinchan. Ā”Ay!, exclama uno; y se la clavan en la carne y queman, y las lĆ”grimas le vienen a los ojos. AsĆ­ le ocurrĆ­a con frecuencia al viejo AntĆ³n, que a veces lloraba lĆ”grimas ardientes, clarĆ­simas perlas que caĆ­an sobre la manta o al suelo, resonando como acordes arrancados a una cuerda dolorida, como si salieran del corazĆ³n. Y al evaporarse, se inflamaban e iluminaban en su mente un cuadro de su vida que nunca se borraba de su alma. Si se secaba los ojos con el gorro, quedaban rotas las lĆ”grimas y la imagen, pero no su fuente, que brotaba del corazĆ³n. Aquellos cuadros no se presentaban por el orden que habĆ­an tenido en la realidad; lo corriente era que apareciesen los mĆ”s dolorosos, pero tambiĆ©n acudĆ­an otros de una dulce tristeza, y Ć©stos eran los que entonces arrojaban las mayores sombras. Todos reconocen cuĆ”n magnĆ­ficos son los hayedos de Dinamarca, pero en la mente de AntĆ³n se levantaba mĆ”s magnĆ­fico todavĆ­a el bosque de hayas de Wartburg; mĆ”s poderosos y venerables le parecĆ­an los viejos robles que rodeaban el altivo castillo medieval, con las plantas trepadoras colgantes de los sillares; mĆ”s dulcemente olĆ­an las flores de sus manzanos que las de los manzanos daneses; percibĆ­a bien distintamente su aroma. RodĆ³ una lĆ”grima, sonora y luminosa, y entonces vio claramente dos muchachos, un niƱo y una niƱa. Estaban jugando. El muchacho tenĆ­a las mejillas coloradas, rubio cabello ondulado, ojos azules de expresiĆ³n leal. Era el hijo del rico comerciante, AntoƱito, Ć©l mismo. La niƱa tenĆ­a ojos castaƱos y pelo negro; la mirada, viva e inteligente; era Molly, hija del alcalde. Los dos chiquillos jugaban con una manzana, la sacudĆ­an y oĆ­an sonar en su interior las pepitas. Cortaban la fruta y se la repartĆ­an por igual; luego se repartĆ­an tambiĆ©n las semillas y se las comĆ­an todas menos una; tenĆ­an que plantarla, habĆ­a dicho la niƱa. – Ā”VerĆ”s lo que sale! SaldrĆ” algo que nunca habrĆ­as imaginado. Un manzano entero, pero no enseguida. Y depositaron la semilla en un tiesto, trabajando los dos con gran entusiasmo. El niƱo abriĆ³ un hoyo en la tierra con el dedo, la chiquilla depositĆ³ en Ć©l la semilla, y los dos la cubrieron con tierra. Ahora no vayas a sacarla maƱana para ver si ha echado raĆ­ces – advirtiĆ³ Molly -; eso no se hace. Yo lo probĆ© por dos veces con mis flores; querĆ­a ver si crecĆ­an, tonta de mĆ­, y las flores se murieron. AntĆ³n se quedĆ³ con el tiesto, y cada maƱana, durante todo el invierno, saliĆ³ a mirarlo, mas sĆ³lo se veĆ­a la negra tierra. Pero al llegar la primavera, y cuando el sol ya calentaba, asomaron dos hojitas verdes en el tiesto. – Son yo y Molly – exclamĆ³ AntĆ³n -. Ā”Es maravilloso! Pronto apareciĆ³ una tercera hoja; ĀæquĆ© significaba aquello? Y luego saliĆ³ otra, y todavĆ­a otra. DĆ­a tras dĆ­a, semana tras semana, la planta iba creciendo, hasta que se convirtiĆ³ en un arbolillo hecho y derecho. Y todo eso se reflejaba ahora en una Ćŗnica lĆ”grima, que se deslizĆ³ y desapareciĆ³; pero otras brotarĆ­an de la fuente, del corazĆ³n del viejo AntĆ³n. En las cercanĆ­as de Eisenach se extiende una lĆ­nea de montaƱas rocosas; una de ellas tiene forma redondeada y estĆ” desnuda, sin Ć”rboles, matorrales ni hierba. Se llama Venusberg, la montaƱa de Venus, una diosa de los tiempos paganos a quien llamaban Dama Holle; todos los niƱos de Eisenach lo sabĆ­an y lo saben aĆŗn. Con sus hechizos habĆ­a atraĆ­do al caballero TannhƤuser, el trovador del cĆ­rculo de cantores de Wartburg. La pequeƱa Molly y AntĆ³n iban con frecuencia a la montaƱa, y un dĆ­a dijo ella:

  • ĀæA que no te atreves a llamar a la roca y gritar: Ā”Ā«Dama Holle, Dama Holle, abre, que aquĆ­ estĆ” TannhƤuser!?Ā».

AntĆ³n no se atreviĆ³, pero sĆ­ Molly, aunque sĆ³lo pronunciĆ³ las palabras: Ā«Ā”Dama Holle, Dama Holle!Ā» en voz muy alta y muy clara; el resto lo dijo de una manera tan confusa, en direcciĆ³n del viento, que AntĆ³n quedĆ³ persuadido de que no habĆ­a dicho nada. Ā”QuĆ© valiente estaba entonces! TenĆ­a un aire tan resuelto, como cuando se reunĆ­a con otras niƱas en el jardĆ­n, y todas se empeƱaban en besarlo, precisamente porque Ć©l no se dejaba, y la emprendĆ­a a golpes, por lo que ninguna se atrevĆ­a a ello. Nadie excepto Molly, desde luego.

  • Ā”Yo puedo besarlo! – decĆ­a con orgullo, rodeĆ”ndole el cuello con los brazos; en ello ponĆ­a su pundonor. AntĆ³n se dejaba, sin darle mayor importancia. Ā”QuĆ© bonita era, y quĆ© atrevida! Dama Holle de la montaƱa debĆ­a de ser tambiĆ©n muy hermosa, pero su belleza, decĆ­ase, era la engaƱosa belleza del diablo. La mejor hermosura era la de Santa Isabel, patrona del paĆ­s, la piadosa princesa turingia, cuyas buenas obras eran exaltadas en romances y leyendas; en la capilla estaba su imagen, rodeada de lĆ”mparas de plata; pero Molly no se le parecĆ­a en nada.

El manzano plantado por los dos niƱos iba creciendo de aƱo en aƱo, y llegĆ³ a ser tan alto, que hubo que trasplantarlo al aire libre, en el jardĆ­n, donde caĆ­ el rocĆ­o y el sol calentaba de verdad. AllĆ­ tomĆ³ fuerzas para resistir al invierno. DespuĆ©s del duro agobio de Ć©ste, parecĆ­a como si en primavera floreciese de alegrĆ­a. En otoƱo dio dos manzanas, una para Molly y otra para AntĆ³n; menos no hubiese sido correcto. El Ć”rbol habĆ­a crecido rĆ”pidamente, y Molly no le fue a la zaga; era fresca y lozana como una flor del manzano; pero no estaba Ć©l destinado a asistir por mucho tiempo a aquella floraciĆ³n. Todo cambia, todo pasa. El padre de Molly se marchĆ³ de la ciudad, y Molly se fue con Ć©l, muy lejos. En nuestros dĆ­as, gracias al tren, serĆ­a un viaje de unas horas, pero entonces llevaba mĆ”s de un dĆ­a y una noche el trasladarse de Eisenach hasta la frontera oriental de Turingia, a la ciudad que hoy llamamos todavĆ­a Weimar. LlorĆ³ Molly, y llorĆ³ AntĆ³n; todas aquellas lĆ”grimas se fundĆ­an en una sola, que brillaba con los deslumbradores matices de la alegrĆ­a. Molly le habĆ­a dicho que preferĆ­a quedarse con Ć©l a ver todas las bellezas de Weimar.

El intrƩpido soldadito de plomo

Ɖranse una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habĆ­an fundido de una misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban de frente; el uniforme era precioso, rojo y azul. La primera palabra que escucharon en cuanto se levantĆ³ la tapa de la caja que los contenĆ­a fue: Ā«Ā”Soldados de plomo!Ā». La pronunciĆ³ un chiquillo, dando una gran palmada. Eran el regalo de su cumpleaƱos, y los alineĆ³ sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales, excepto uno, que se distinguĆ­a un poquito de los demĆ”s: le faltaba una pierna, pues habĆ­a sido fundido el Ćŗltimo, y el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se sostenĆ­a tan firme como los otros con dos, y de Ć©l precisamente vamos a hablar aquĆ­. En la mesa donde los colocaron habĆ­a otros muchos juguetes, y entre ellos destacaba un bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se veĆ­an las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo mĆ”s lindo era una muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel tambiĆ©n ella, llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros, a modo de fajĆ­n, con una reluciente estrella de oropel en el centro, tan grande como su cara. La chiquilla tenĆ­a los brazos extendidos, pues era una bailarina, y una pierna levantada, tanto, quĆ© el soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla, acabĆ³ por creer que sĆ³lo tenĆ­a una, como Ć©l. Ā«He aquĆ­ la mujer que necesito -pensĆ³-. Pero estĆ” muy alta para mĆ­: vive en un palacio, y yo por toda vivienda sĆ³lo tengo una caja, y ademĆ”s somos veinticinco los que vivimos en ella; no es lugar para una princesa. Sin embargo, intentarĆ© establecer relacionesĀ». Y se situĆ³ detrĆ”s de una tabaquera que habĆ­a sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a sus anchas a la distinguida damita, que continuaba sosteniĆ©ndose sobre un pie sin caerse. Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los habitantes de la casa se retiraron a dormir. Ɖste era el momento que los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta, a Ā«visitasĀ», a Ā«guerraĀ», a Ā«baileĀ»; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues querĆ­an participar en las diversiones; mas no podĆ­an levantar la tapa. El cascanueces todo era dar volteretas, y el pizarrĆ­n venga divertirse en la pizarra. Con el ruido se despertĆ³ el canario, el cual intervino tambiĆ©n en el jolgorio, recitando versos. Los Ćŗnicos que no se movieron de su sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; Ć©sta seguĆ­a sosteniĆ©ndose sobre la punta del pie, y Ć©l sobre su Ćŗnica pierna; pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella. El reloj dio las doce y, Ā”pum!, saltĆ³ la tapa de la tabaquera; pero lo que habĆ­a dentro no era rapĆ©, sino un duendecillo negro. Era un juguete sorpresa.

  • Soldado de plomo -dijo el duende-, Ā”no mires asĆ­!

Pero el soldado se hizo el sordo.

  • Ā”Espera a que llegue la maƱana, ya verĆ”s! aƱadiĆ³ el duende.

Cuando los niƱos se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o del viento, abriĆ³se Ć©sta de repente, y el soldadito se precipitĆ³ de cabeza, cayendo desde una altura de tres pisos. Fue una caĆ­da terrible. QuedĆ³ clavado de cabeza entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo. La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado: Ā«Ā”Estoy aquĆ­!Ā», indudablemente habrĆ­an dado con Ć©l, pero le pareciĆ³ indecoroso gritar, yendo de uniforme. He aquĆ­ que comenzĆ³ a llover; las gotas caĆ­an cada vez mĆ”s espesas, hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclarĆ³, pasaron por allĆ­ dos mozalbetes callejeros

  • Ā”Mira! -exclamĆ³ uno-. Ā”Un soldado de plomo! Ā”Vamos a hacerle navegar! Con un papel de periĆ³dico hicieron un barquito, y, embarcando en Ć©l. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguĆ­an detrĆ”s de Ć©l dando palmadas de contento. Ā”Dios nos proteja! Ā”y quĆ© olas, y quĆ© corriente! No podĆ­a ser de otro modo, con el diluvio que habĆ­a caĆ­do. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba impertĆ©rrito, sin pestaƱear, mirando siempre de frente y siempre arma al hombro.

De pronto, el bote entrĆ³ bajo un puente del arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja. – Ā«ĀæDĆ³nde irĆ© a parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el duende. Ā”Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el bote! Ā”Poco me importarĆ­a esta oscuridad!Ā». De repente saliĆ³ una gran rata de agua que vivĆ­a debajo el puente.

  • Ā”Alto! -gritĆ³-. Ā”A ver, tu pasaporte!

Pero el soldado de plomo no respondiĆ³; Ćŗnicamente oprimiĆ³ con mĆ”s fuerza el fusil. La barquilla siguiĆ³ su camino, y la rata tras ella. Ā”Uf! Ā”CĆ³mo rechinaba los dientes y gritaba a las virutas y las pajas:

  • Ā”Detenedlo, detenedlo! Ā”No ha pagado peaje!

Ā”No ha mostrado el pasaporte! La corriente se volvĆ­a cada vez mĆ”s impetuosa. El soldado veĆ­a ya la luz del sol al extremo del tĆŗnel. Pero entonces percibiĆ³ un estruendo capaz de infundir terror al mĆ”s valiente. Imaginad que, en el punto donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal. Para Ć©l, aquello resultaba tan peligroso como lo serĆ­a para nosotros el caer por una alta catarata. Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito saliĆ³ disparado, pero nuestro pobre soldadito seguĆ­a tan firme como le era posible. Ā”Nadie podĆ­a decir que habĆ­a pestaƱeado siquiera! La barquita describiĆ³ dos o tres vueltas sobre sĆ­ misma con un ruido sordo, inundĆ”ndose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se hundĆ­a por momentos, y el papel se deshacĆ­a; el agua cubrĆ­a ya la cabeza del soldado, que, en aquel momento supremo, acordĆ³se de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volverĆ­a a contemplar. PareciĆ³le que le decĆ­an al oĆ­do: Ā«Ā”AdiĆ³s, adiĆ³s, guerrero! Ā”Tienes que sufrir la muerte!Ā». DesgarrĆ³se entonces el papel, y el soldado se fue al fondo, pero en el mismo momento se lo tragĆ³ un gran pez. Ā”AllĆ­ sĆ­ se estaba oscuro! Peor aĆŗn que bajo el puente del arroyo; y, ademĆ”s, Ā”tan estrecho! Pero el soldado seguĆ­a firme, tendido cuĆ”n largo era, sin soltar el fusil. El pez continuĆ³ sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que, por fin, se quedĆ³ quieto, y en su interior penetrĆ³ un rayo de luz. Hizose una gran claridad, y alguien exclamĆ³: Ā”El soldado de plomo!- El pez habĆ­a sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora estaba en la cocina, donde la cocinera lo abrĆ­a con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevĆ³ a la sala, pues todos querĆ­an ver aquel personaje extraƱo salido del estĆ³mago del pez; pero el soldado de plomo no se sentĆ­a nada orgulloso. PusiĆ©ronlo de pie sobre la mesa y – Ā”quĆ© cosas mĆ”s raras ocurren a veces en el mundo! – encontrĆ³se en el mismo cuarto de antes, con los mismos niƱos y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniĆ©ndose sobre la punta del pie y con la otra pierna al aire. Aquello conmoviĆ³ a nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar lĆ”grimas de plomo. Pero habrĆ­a sido poco digno de Ć©l. La mirĆ³ sin decir palabra. En Ć©stas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tirĆ³ a la chimenea, sin motivo alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende de la tabaquera. El soldado de plomo quedĆ³ todo iluminado y sintiĆ³ un calor espantoso, aunque no sabĆ­a si era debido al fuego o al amor. Sus colores se habĆ­an borrado tambiĆ©n, a consecuencia del viaje o por la pena que sentĆ­a; nadie habrĆ­a podido decirlo. MirĆ³ de nuevo a la muchacha, encontrĆ”ronse las miradas de los dos, y Ć©l sintiĆ³ que se derretĆ­a, pero siguiĆ³ firme, arma al hombro. AbriĆ³se la puerta, y una rĆ”faga de viento se llevĆ³ a la bailarina, que, cual una sĆ­lfide, se levantĆ³ volando para posarse tambiĆ©n en la chimenea, junto al soldado; se inflamĆ³ y desapareciĆ³ en un instante. A su vez, el soldadito se fundiĆ³, quedando reducido a una pequeƱa masa informe. Cuando, al dĆ­a siguiente, la criada sacĆ³ las cenizas de la estufa, no quedaba de Ć©l mĆ”s que un trocito de plomo; de la bailarina, en cambio, habĆ­a quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.

El jabalĆ­ de bronce

En la ciudad de Florencia, no lejos de la Piazza del Granduca, corre una calle transversal que, si mal no recuerdo, se llama Porta Rossa. En ella, frente a una especie de mercado de hortalizas, se levanta la curiosa figura de un jabalĆ­ de bronce, esculpido con mucho arte. Agua lĆ­mpida y fresca fluye de la boca del animal, que con el tiempo ha tomado un color verde oscuro. SĆ³lo el hocico brilla, como si lo hubiesen pulimentado – y asĆ­ es en efecto – por la acciĆ³n de los muchos centenares de chiquillos y pobres que, cogiĆ©ndose a Ć©l con las manos, acercan la boca a la del animal para beber. Es un bonito cuadro el de la bien dibujada fiera abrazada por un gracioso rapaz medio desnudo, que aplica su fresca boca al hocico de bronce. A cualquier forastero que llegue a Florencia le es fĆ”cil encontrar el lugar; no tiene mĆ”s que preguntar por el jabalĆ­ de bronce al primer mendigo que encuentre, seguro que lo guiarĆ”n a Ć©l. Era un anochecer del invierno; las montaƱas aparecĆ­an cubiertas de nieve, pero en el cielo brillaba la luna llena; y la luna llena en Italia es tan luminosa como un dĆ­a gris de invierno de los paĆ­ses nĆ³rdicos; y le gana aĆŗn, pues el aire brilla y adquiere relieve, mientras que en el Norte el techo de plomo, frĆ­o y lĆŗgubre, deprime al hombre, lo aplasta contra el suelo, ese suelo hĆŗmedo y frĆ­o que un dĆ­a cubrirĆ” su ataĆŗd. Un chiquillo harapiento se habĆ­a pasado todo el dĆ­a sentado en el jardĆ­n del Gran Duque, bajo el tejado de pinos, donde incluso en invierno florecen las rosas por millares; un chiquillo que podĆ­a pasar por la imagen de Italia, tal era de hermoso, sonriente y, sin embargo, enfermizo de aspecto. SufrĆ­a hambre y sed, nadie le daba un cĆ©ntimo y al oscurecer – hora de cerrar el jardĆ­n – el portero lo echĆ³. Durante un largo rato se estuvo entregado a sus ensueƱos en el puente que cruza el Arno, contemplando las estrellas que se reflejaban en el agua, entre Ć©l y el magnĆ­fico puente de mĆ”rmol Ā«della TrinitĆ”Ā». Se dirigiĆ³ luego hacia el jabalĆ­ de bronce, hincĆ³ la rodilla al llegar a Ć©l y, pasando los brazos alrededor del cuello de la figura, aplicĆ³ la boca al reluciente hocico y bebiĆ³ a grandes tragos de su fresca agua. Al lado yacĆ­an unas hojas de lechuga y dos o tres castaƱas; aquello fue su cena. En la calle no habĆ­a ni un alma; el chiquillo estaba completamente solo; sentĆ³se sobre el dorso del jabalĆ­, se apoyĆ³ hacia delante, de manera que su rizada cabecita descansara sobre la del animal, y, sin darse cuenta, quedĆ³se profundamente dormido. Al sonar la medianoche, el jabalĆ­ de bronce se estremeciĆ³, y el niƱo oyĆ³ que decĆ­a: – Ā”agĆ”rrate bien, chiquillo, que voy a correr! -. Y emprendiĆ³ la carrera, con Ć©l a cuestas. Ā”ExtraƱo paseo! Primero llegaron a la Piazza del Granduca, donde el caballo de bronce de la estatua del prĆ­ncipe los acogiĆ³ relinchando. El policromo escudo de armas de las antiguas casas consistoriales brillaba como si fuese transparente, mientras el David de Miguel Ɓngel blandĆ­a su honda. Por doquier rebullĆ­a una vida sorprendente. Los grupos de bronce que representan Perseo y el rapto de las Sabinas se agitaban frenĆ©ticamente; de la boca de las mujeres surgiĆ³ un grito de mortal angustia, que resonĆ³ en la gran plaza solitaria. El jabalĆ­ de bronce se detuvo en el Palazzo degli Uffizi, bajo la arcada donde se reĆŗne la nobleza en las fiestas de carnaval. – AgĆ”rrate bien – repitiĆ³ el animal -, vamos a subir por esta escalera -. El niƱo permanecĆ­a callado, entre tembloroso y feliz. Entraron en una larga galerĆ­a, que Ć©l conocĆ­a muy bien; ya antes habĆ­a estado en ella. De las paredes colgaban magnĆ­ficos cuadros, y habĆ­a estatuas y bustos, todo iluminado por vivĆ­sima luz, como en pleno dĆ­a. Pero lo mĆ”s hermoso vino cuando se abrieron las puertas que daban acceso a una sala contigua. El niƱo no habĆ­a olvidado cuĆ”n magnĆ­fico era aquello, pero nunca lo habĆ­a visto tan esplendoroso como aquella noche. HabĆ­a allĆ­ una maravillosa mujer desnuda, como sĆ³lo pueden moldearla la Naturaleza y el cincel de los grandes maestros. MovĆ­a los graciosos miembros, delfines saltaban a sus pies, la inmortalidad brillaba en sus ojos. El mundo la llama la Venus de MĆ©dicis. Todo en torno relucĆ­an las estatuas de mĆ”rmol, en las que la piedra aparecĆ­a animada por la vida del espĆ­ritu: figuras de hombres magnĆ­ficos, uno afilando la espada – por eso se le llama el Afilador -, mĆ”s allĆ” el grupo de los Pugilistas; la espada era aguzada, y los combatientes luchaban por la Diosa de la Belleza. El chiquillo estaba como deslumbrado por todo aquel esplendor; las paredes ardĆ­an de color, y todo era vida y movimiento. PodĆ­an verse dos Venus, representando la Venus terrena, turgente y ardorosa, tal como Tiziano la habĆ­a apretado sobre su corazĆ³n. Eran dos soberbias figuras femeninas. Los bellos miembros desnudos se extendĆ­an sobre los muelles almohadones; el pecho se levantaba, y la cabeza se movĆ­a dejando caer los abundantes rizos en torno a los bien curvados hombros, mientras los oscuros ojos expresaban ardientes pensamientos. Pero ninguno de aquellos personajes osaba salir por completo de su marco. La propia Diosa de la Belleza, los Pugilistas y el Afilador, permanecĆ­an en sus puestos, pues la Gloria que irradiaba de la Madonna, de JesĆŗs y San Juan, los mantenĆ­a sujetos. Las imĆ”genes de los santos no eran ya imĆ”genes, sino los santos en persona. Ā”QuĆ© esplendor y quĆ© belleza de sala en sala! Y el niƱo lo veĆ­a todo; el jabalĆ­ de bronce avanzaba paso a paso por entre toda aquella magnificencia. Una visiĆ³n eclipsaba a la otra, pero una sola imagen se fijĆ³ en el alma del niƱo, seguramente por los niƱos alegres y dichosos que aparecĆ­an en ella, y que el pequeƱo ya habĆ­a visto antes a la luz del dĆ­a. Son muchos los que pasan por delante de aquel cuadro sin apenas reparar en Ć©l, y, sin embargo, encierra un tesoro de poesĆ­a. Es Cristo descendiendo a los infiernos; pero a su alrededor no se ve a los condenados, sino a los paganos. El florentino Angiolo Bronzino pintĆ³ aquel cuadro, lo mĆ”s sublime del cual es la certeza reflejada en el rostro de los niƱos, de que irĆ”n al cielo: dos de ellos se abrazan ya; uno, muy chiquitĆ­n, tiende la mano a otro que estĆ” aĆŗn en el abismo, y se seƱala a sĆ­ mismo, como diciendo: Ā«Ā”Me voy al cielo!Ā». Todos los restantes permanecen indecisos, esperando o inclinĆ”ndose humildemente ante JesĆŗs Nuestro SeƱor. El niƱo empleĆ³ en la contemplaciĆ³n de aquel cuadro mucho mĆ”s rato que en todos los demĆ”s. El jabalĆ­ de bronce seguĆ­a parado delante de Ć©l. Se percibiĆ³ un leve suspiro; ĀæsalĆ­a de la pintura o del pecho del animal? El niƱo extendiĆ³ el brazo hacia los sonrientes pequeƱuelos del cuadro, y entonces el jabalĆ­ prosiguiĆ³ su camino, saliendo por el abierto vestĆ­bulo.

  • Ā”Gracias, y Dios te bendiga, buen animal! – exclamĆ³ el muchacho, acariciando a su montura, que bajaba saltando las escaleras.
  • Ā”Gracias, y Dios te bendiga a ti! – respondiĆ³ el jabalĆ­ -. Yo te he prestado un servicio, y tĆŗ me has prestado otro a mĆ­, pues sĆ³lo con una criatura inocente sobre el lomo me son dadas fuerzas para correr. ĀæVes?, hasta puedo entrar dentro del cĆ­rculo de luz que viene de la lĆ”mpara colgada ante el cuadro de la Virgen. A todas partes puedo llevarte, excepto a la iglesia; pero si tĆŗ estĆ”s conmigo, puedo mirar a su interior a travĆ©s de la puerta abierta. No te apees de mi espalda; si lo haces, caerĆ© muerto, tal como me ves durante el dĆ­a en la calle de la Porta Rossa.
  • Me quedarĆ© contigo, mi buen animal – respondiĆ³ el niƱo; y el jabalĆ­ emprendiĆ³ veloz carrera por las calles de Florencia, no deteniĆ©ndose hasta llegar a la plaza donde se levanta la iglesia de Santa Croce.

EL JARDINERO Y EL SEƑOR Ā  Ā  A una milla de distancia de la capital habĆ­a una antigua residencia seƱorial rodeada de gruesos muros, con torres y hastiales. VivĆ­a allĆ­, aunque sĆ³lo en verano, una familia rica y de la alta nobleza. De todos los dominios que poseĆ­a, esta finca era la mejor y mĆ”s hermosa. Por fuera parecĆ­a como acabada de construir, y por dentro todo era cĆ³modo y agradable. Sobre la puerta estaba esculpido el blasĆ³n de la familia. MagnĆ­ficas rocas se enroscaban en torno al escudo y los balcones, y una gran alfombra de cĆ©sped se extendĆ­a por el patio. HabĆ­a allĆ­ oxiacantos y acerolos de flores encarnadas, asĆ­ como otras flores raras, ademĆ”s de las que se criaban en el invernadero. El propietario tenĆ­a un jardinero excelente; daba gusto ver el jardĆ­n, el huerto y los frutales. Contiguo quedaba todavĆ­a un resto del primitivo jardĆ­n del castillo, con setos de arbustos, cortados en forma de coronas y pirĆ”mides. DetrĆ”s quedaban dos viejos y corpulentos Ć”rboles, casi siempre sin hojas; por el aspecto se hubiera dicho que una tormenta o un huracĆ”n los habĆ­a cubierto de grandes terrones de estiĆ©rcol, pero en realidad cada terrĆ³n era un nido. Moraba allĆ­ desde tiempos inmemoriales un montĆ³n de cuervos y cornejas. Era un verdadero pueblo de aves, y las aves eran los verdaderos seƱores, los antiguos y autĆ©nticos propietarios de la mansiĆ³n seƱorial. Despreciaban profundamente a los habitantes humanos de la casa, pero toleraban la presencia de aquellos seres rastreros, incapaces de levantarse del suelo. Sin embargo, cuando esos animales inferiores disparaban sus escopetas, las aves sentĆ­an un cosquilleo en el espinazo; entonces, todas se echaban a volar asustadas, gritando Ā«Ā”rab, rab!Ā». Con frecuencia el jardinero hablaba al seƱor de la conveniencia de cortar aquellos Ć”rboles, que afeaban al paisaje. Una vez suprimidos, decĆ­a, la finca se librarĆ­a tambiĆ©n de todos aquellos pajarracos chillones, que tendrĆ­an que buscarse otro domicilio. Pero el dueƱo no querĆ­a desprenderse de los Ć”rboles ni de las aves; eran algo que formaba parte de los viejos tiempos, y de ningĆŗn modo querĆ­a destruirlo.

  • Los Ć”rboles son la herencia de los pĆ”jaros; harĆ­amos mal en quitĆ”rsela, mi buen Larsen. Tal era el nombre del jardinero, aunque esto no importa mucho a nuestra historia.
  • ĀæNo tienes aĆŗn bastante campo para desplegar tu talento, amigo mĆ­o? Dispones de todo el jardĆ­n, los invernaderos, el vergel y el huerto. Cierto que lo tenĆ­a, y lo cultivaba y cuidaba todo con celo y habilidad, cualidades que el seƱor le reconocĆ­a, aunque a veces no se recataba de decirle que, en casas forasteras, comĆ­a frutos y veĆ­a flores que superaban en calidad o en belleza a los de su propiedad; y aquello entristecĆ­a al jardinero, que hubiera querido obtener lo mejor, y ponĆ­a todo su esfuerzo en conseguirlo. Era bueno en su corazĆ³n y en su oficio.

Un dĆ­a su seƱor lo mandĆ³ llamar, y, con toda la afabilidad posible, le contĆ³ que la vĆ­spera, hallĆ”ndose en casa de unos amigos, le habĆ­an servido unas manzanas y peras tan jugosas y sabrosas, que habĆ­an sido la admiraciĆ³n de todos los invitados. Cierto que aquella fruta no era del paĆ­s, pero convenĆ­a importarla y aclimatarla, a ser posible. Se sabĆ­a que la habĆ­an comprado en la mejor fruterĆ­a de la ciudad; el jardinero deberĆ­a darse una vuelta por allĆ­, y averiguar de dĆ³nde venĆ­an aquellas manzanas y peras, para adquirir esquejes. El jardinero conocĆ­a perfectamente al frutero, pues a Ć©l le vendĆ­a, por cuenta del propietario, el sobrante de fruta que la finca producĆ­a. Se fue el hombre a la ciudad y preguntĆ³ al frutero de dĆ³nde habĆ­a sacado aquellas manzanas y peras tan alabadas.

  • Ā”Si son de su propio jardĆ­n! -respondiĆ³ el vendedor, mostrĆ”ndoselas; y el jardinero las reconociĆ³ en seguida.

Ā”No se puso poco contento el jardinero! CorriĆ³ a decir a su seƱor que aquellas peras y manzanas eran de su propio huerto. El amo no podĆ­a creerlo.

  • No es posible, Larsen. ĀæPodrĆ­a usted traerme por escrito una confirmaciĆ³n del frutero?

Y Larsen volviĆ³ con la declaraciĆ³n escrita.

  • Ā”Es extraƱo! -dijo el seƱor.

En adelante, todos los dĆ­as fueron servidas a la mesa de Su SeƱorĆ­a grandes bandejas de las esplĆ©ndidas manzanas y peras de su propio jardĆ­n, y fueron enviadas por fanegas y toneladas a amistades de la ciudad y de fuera de ella; incluso se exportaron. Todo el mundo se hacĆ­a lenguas. Hay que observar, de todos modos, que los dos Ćŗltimos veranos habĆ­an sido particularmente buenos para los Ć”rboles frutales; la cosecha habĆ­a sido esplĆ©ndida en todo el paĆ­s. TranscurriĆ³ algĆŗn tiempo; un dĆ­a el seƱor fue invitado a comer en la Corte. A la maƱana siguiente, Su SeƱorĆ­a mandĆ³ llamar al jardinero. HabĆ­an servido unos melones producidos en el invernadero de Su Majestad, jugosos y sabrosĆ­simos.

  • Mi buen Larsen, vaya usted a ver al jardinero de palacio y pĆ­dale semillas de estos exquisitos melones.
  • Ā”Pero si el jardinero de palacio recibiĆ³ las semillas de aquĆ­! -respondiĆ³ Larsen, satisfecho. – En este caso, el hombre ha sabido obtener un fruto mejor que el nuestro -replicĆ³ Su SeƱorĆ­a-. Todos los melones resultaron excelentes. – Pues me siento muy orgulloso de ello -dijo el jardinero-. Debo manifestar a Vuestra SeƱorĆ­a, que este aƱo el hortelano de palacio no ha tenido suerte con los melones, y al ver lo hermosos que eran los nuestros, y despuĆ©s de haberlos probado, encargĆ³ tres de ellos para palacio.
  • Ā”No, no Larsen! No vaya usted a imaginarse que aquellos melones eran de esta propiedad. – Pues estoy seguro de que lo eran -. Y se fue a ver al jardinero de palacio, y volviĆ³ con una declaraciĆ³n escrita de que los melones servidos en la mesa real procedĆ­an de la finca de Su SeƱorĆ­a.

Aquello fue una nueva sorpresa para el seƱor, quien divulgĆ³ la historia, mostrando la declaraciĆ³n. Y de todas partes vinieron peticiones de que se les facilitaran pepitas de melĆ³n y esquejes de los Ć”rboles frutales. RecibiĆ©ronse noticias de que Ć©stos habĆ­an cogido bien y de que daban frutos excelentes, hasta el punto de que se les dio el nombre de Su SeƱorĆ­a, que, por consiguiente, pudo ya leerse en francĆ©s, inglĆ©s y alemĆ”n. Ā”QuiĆ©n lo hubiera pensado! Ā«Ā”Con tal de que al jardinero no se le suban los humos a la cabeza!Ā», pensĆ³ el seƱor. Pero el hombre se lo tomĆ³ de modo muy distinto. Deseoso de ser considerado como uno de los mejores jardineros del paĆ­s, esforzĆ³se por conseguir aƱo tras aƱo los mejores productos. Mas con frecuencia tenĆ­a que oĆ­r que nunca conseguĆ­a igualar la calidad de las peras y manzanas de aquel aƱo famoso. Los melones seguĆ­an siendo buenos, pero ya no tenĆ­an aquel perfume. Las fresas podĆ­an llamarse excelentes, pero no superiores a las de otras fincas, y un aƱo en que no prosperaron los rĆ”banos, sĆ³lo se hablĆ³ de aquel fracaso, sin mencionarse los productos que habĆ­an constituido un Ć©xito autĆ©ntico. El dueƱo parecĆ­a experimentar una sensaciĆ³n de alivio cuando podĆ­a decir: – Ā”Este aƱo no estuvo de suerte, amigo Larsen! -. Y se le veĆ­a contentĆ­simo cuando podĆ­a comentar: – Este aƱo sĆ­ que hemos fracasado. Un par de veces por semana, el jardinero cambiaba las flores de la habitaciĆ³n, siempre con gusto exquisito y muy bien dispuestas; las combinaba de modo que resaltaran sus colores. – Tiene usted buen gusto, Larsen – decĆ­ale Su SeƱorĆ­a -. Es un don que le ha concedido Dios, no es obra suya. Un dĆ­a se presentĆ³ el jardinero con una gran taza de cristal que contenĆ­a un pĆ©talo de nenĆŗfar; sobre Ć©l, y con el largo y grueso tallo sumergido en el agua, habĆ­a una flor radiante, del tamaƱo de un girasol.

  • Ā”El loto del IndostĆ”n! – exclamĆ³ el dueƱo. JamĆ”s habĆ­an visto aquella flor; durante el dĆ­a la pusieron al sol, y al anochecer a la luz de una lĆ”mpara. Todos los que la veĆ­an la encontraban esplĆ©ndida y rarĆ­sima; asĆ­ lo manifestĆ³ incluso la mĆ”s distinguida de las seƱoritas del paĆ­s, una princesa, inteligente y bondadosa por aƱadidura.

Su SeƱorĆ­a tuvo a honor regalĆ”rsela, y la princesa se la llevĆ³ a palacio. Entonces el propietario se fue al jardĆ­n con intenciĆ³n de coger otra flor de la especie, pero no encontrĆ³ ninguna, por lo que, llamando al jardinero, le preguntĆ³ de dĆ³nde habĆ­a sacado el loto azul.

  • La he estado buscando inĆŗtilmente – dijo el seƱor -. He recorrido los invernaderos y todos los rincones del jardĆ­n.
  • No, desde luego allĆ­ no hay – dijo el jardinero . Es una vulgar flor del huerto. Pero, Āæverdad que es bonita? Parece un cacto azul y, sin embargo, no es sino la flor de la alcachofa. – Pues tenĆ­a que habĆ©rmelo advertido -exclamĆ³ Su SeƱorĆ­a-. CreĆ­mos que se trataba de una flor rara y exĆ³tica. Me ha hecho usted tirarme una plancha con la princesa. Vio la flor en casa, la encontrĆ³ hermosa; no la conocĆ­a, a pesar de que es ducha en BotĆ”nica, pero esta Ciencia nada tiene de comĆŗn con las hortalizas. ĀæCĆ³mo se le ocurriĆ³, mi buen Larsen, poner una flor asĆ­ en la habitaciĆ³n? Ā”Es ridĆ­culo!

Y la hermosa flor azul procedente del huerto fue desterrada del salĆ³n de Su SeƱorĆ­a, del que no era digna, y el dueƱo fue a excusarse ante la princesa, diciĆ©ndole que se trataba simplemente de una flor de huerto traĆ­da por el jardinero, el cual habĆ­a sido debidamente reconvenido. – Pues es una lĆ”stima y una injusticia -replicĆ³ la princesa-. Nos ha abierto los ojos a una flor de adorno que despreciĆ”bamos, nos ha mostrado la belleza donde nunca la habĆ­amos buscado. Quiero que el jardinero de palacio me traiga todos los dĆ­as, mientras estĆ©n floreciendo las alcachofas, una de sus flores a mi habitaciĆ³n. Y la orden se cumpliĆ³. Su SeƱorĆ­a mandĆ³ decir al jardinero que le trajese otra flor de alcachofa.

  • Bien mirado, es bonita -observĆ³- y muy notable -. Y encomiĆ³ al jardinero.

Ā«Esto le gusta a Larsen -pensĆ³-. Es un niƱo mimadoĀ». Un dĆ­a de otoƱo estallĆ³ una horrible tempestad, que arreciĆ³ aĆŗn durante la noche, con tanta furia que arrancĆ³ de raĆ­z muchos grandes Ć”rboles de la orilla del bosque y, con gran pesar de Su SeƱorĆ­a – un Ā«gran pesarĀ» lo llamĆ³ el seƱor -, pero con gran contento del jardinero, tambiĆ©n los dos Ć”rboles pelados llenos de nidos. Entre el fragor de la tormenta pudo oĆ­rse el graznar alborotado de los cuervos y cornejas; las gentes de la casa afirmaron que golpeaban con las alas en los cristales.

  • Ya estarĆ” usted satisfecho, Larsen -dijo Su SeƱorĆ­a-; la tempestad ha derribado los Ć”rboles, y las aves se han marchado al bosque. AquĆ­ nada queda ya de los viejos tiempos; ha desaparecido toda huella, toda seƱal de ellos. Pero a mĆ­ esto me apena.

El jardinero no contestĆ³. Pensaba sĆ³lo en lo que habla llevado en la cabeza durante mucho tiempo: en utilizar aquel lugar soleado de que antes no disponĆ­a. Lo iba a transformar en un adorno del jardĆ­n, en un objeto de gozo para Su SeƱorĆ­a. Los corpulentos Ć”rboles abatidos habĆ­an destrozado y aplastado los antiquĆ­simos setos con todas sus figuras. El hombre los sustituyĆ³ por arbustos y plantas recogidas en los campos y bosques de la regiĆ³n. A ningĆŗn otro jardinero se le habĆ­a ocurrido jamĆ”s aquella idea. Ɖl dispuso los planteles teniendo en cuenta las necesidades de cada especie, procurando que recibiesen el sol o la sombra, segĆŗn las caracterĆ­sticas de cada una. CuidĆ³ la plantaciĆ³n con el mayor cariƱo, y el conjunto creciĆ³ magnĆ­ficamente. Por la forma y el color, el enebro de Jutlandia se elevĆ³ de modo parecido al ciprĆ©s italiano; lucĆ­a tambiĆ©n, eternamente verde, tanto en los frĆ­os invernales como en el calor del verano, la brillante y espinosa oxiacanta. Delante crecĆ­an helechos de diversas especies, algunas de ellas semejantes a hijas de palmeras, y otras, parecidas a los padres de esa hermosa y delicada planta que llamamos culantrillo. Estaba allĆ­ la menospreciada bardana, tan linda cuando fresca, que habrĆ­a encajado perfectamente en un ramillete. Estaba en tierra seca, pero a mayor profundidad que ella y en suelo hĆŗmedo crecĆ­a la acedera, otra planta humilde y, sin embargo, tan pintoresca y bonita por su talla y sus grandes hojas. Con una altura de varios palmos, flor contra flor, como un gran candelabro de muchos brazos, levantĆ”base la candelaria, trasplantada del campo. Y no faltaban tampoco las aspĆ©rulas, dientes de leĆ³n y muguetes del bosque, ni la selvĆ”tica cala, ni la acederilla trifolia. Era realmente magnĆ­fico. Delante, apoyadas en enrejados de alambre, crecĆ­an, en lĆ­nea, perales enanos de procedencia francesa. Como recibĆ­an sol abundante y buenos cuidados, no tardaron en dar frutos tan jugosos como los de su tierra de origen. En lugar de los dos viejos Ć”rboles pelados erigieron un alta asta de bandera, en cuya cima ondeaba el Danebrog, y a su lado fueron clavadas otras estacas, por las que, en verano y otoƱo, trepaban los zarcillos del lĆŗpulo con sus fragantes inflorescencias en bola, mientras en invierno, siguiendo una antigua costumbre, se colgaba una gavilla de avena con objeto de que no faltase la comida a los pajarillos del cielo en la venturosa Ć©poca de las Navidades.

  • Ā”En su vejez, nuestro buen Larsen se nos vuelve sentimental! -decĆ­a Su SeƱorĆ­a-. Pero nos es fiel y adicto.

Por AƱo Nuevo, una revista ilustrada de la capital publicĆ³ una fotografĆ­a de la antigua propiedad seƱorial. AparecĆ­a en ella el asta con la bandera danesa y la gavilla de avena para las avecillas del cielo en los alegres dĆ­as navideƱos. El hecho fue comentado y alabado como una idea simpĆ”tica, que resucitaba, con todos sus honores, una vieja costumbre.

  • Resuenan las trompetas por todo lo que hace ese Larsen. Ā”Es un hombre afortunado! Casi hemos de sentirnos orgullosos de tenerlo.

Pero no se sentĆ­a orgulloso el gran seƱor. Se sentĆ­a sĆ³lo el amo que podĆ­a despedir a Larsen, pero que no lo hacĆ­a. Era una buena persona, y de esta clase hay muchas, para suerte de los Larsen. Y Ć©sta es la historia Ā«del jardinero y el seƱorĀ». Detente a pensar un poco en ella. Ā  Ā 

EL LIBRO MUDO

Junto a la carretera que cruzaba el bosque se levantaba una granja solitaria; la carretera pasaba precisamente a su travĆ©s. Brillaba el sol, todas las ventanas estaban abiertas; en el interior reinaba gran movimiento, pero en la era, entre el follaje de un saĆŗco florido, habĆ­a un fĆ©retro abierto, con un cadĆ”ver que debĆ­a recibir sepultura aquella misma maƱana. Nadie velaba a su lado, nadie lloraba por el difunto, cuyo rostro aparecĆ­a cubierto por un paƱo blanco. Bajo la cabeza tenĆ­a un libro muy grande y grueso; las hojas eran de grandes pliegos de papel secante, y en cada una habĆ­a, ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo un herbario, reunido en diferentes lugares. DebĆ­a ser enterrado con Ć©l, pues asĆ­ lo habĆ­a dispuesto su dueƱo. Cada flor resumĆ­a un capĆ­tulo de su vida. – ĀæQuiĆ©n es el muerto? -preguntamos, y nos respondieron: – Aquel viejo estudiante de Upsala. Parece que en otros tiempos fue hombre muy despierto, que estudiĆ³ las lenguas antiguas, cantĆ³ e incluso compuso poesĆ­as, segĆŗn decĆ­an. Pero algo le ocurriĆ³, y se entregĆ³ a la bebida. DecayĆ³ su salud, y finalmente vino al campo, donde alguien pagaba su pensiĆ³n. Era dulce como un niƱo mientras no lo dominaban ideas lĆŗgubres, pero entonces se volvĆ­a salvaje y echaba a correr por el bosque como una bestia acosada. En cambio, cuando habĆ­an conseguido volverlo a casa y lo persuadĆ­an de que hojease su libro de plantas secas, era capaz de pasarse el dĆ­a entero mirĆ”ndolas, y a veces las lĆ”grimas le rodaban por las mejillas; sabe Dios en quĆ© pensarĆ­a entonces. Pero habĆ­a rogado que depositaran el libro en el fĆ©retro, y allĆ­ estaba ahora. Dentro de poco rato clavarĆ­an la tapa, y descansarĆ­a apaciblemente en la tumba. Quitaron el paƱo mortuorio: la paz se reflejaba en el rostro del difunto, sobre el que daba un rayo de sol; una golondrina penetrĆ³ como una flecha en el follaje y dio media vuelta, chillando, encima de la cabeza del muerto. Ā”QuĆ© maravilloso es – todos hemos experimentado esta impresiĆ³n – sacar a la luz viejas cartas de nuestra juventud y releerlas! Toda una vida asoma entonces, con sus esperanzas y cuidados. Ā”CuĆ”ntas veces creemos que una persona con la que estuvimos unidos de corazĆ³n, estĆ” muerta hace tiempo, y, sin embargo, vive aĆŗn, sĆ³lo que hemos dejado de pensar en ella, aunque un dĆ­a pensamos que seguiremos siempre a su lado, compartiendo las penas y las alegrĆ­as. La hoja de roble marchita de aquel libro recuerda al compaƱero, al condiscĆ­pulo, al amigo para toda la vida; prendiĆ³se aquella hoja a la gorra de estudiante aquel dĆ­a que, en el verde bosque, cerraron el pacto de alianza perenne. ĀæDĆ³nde estĆ” ahora? La hoja se conserva, la amistad se ha desvanecido. Hay aquĆ­ una planta exĆ³tica de invernadero, demasiado delicada para los jardines nĆ³rdicos… DirĆ­ase que las hojas huelen aĆŗn. Se la dio la seƱorita del jardĆ­n de aquella casa noble. Y aquĆ­ estĆ” el nenĆŗfar que Ć©l mismo cogiĆ³ y regĆ³ con amargas lĆ”grimas, la rosa de las aguas dulces. Y ahĆ­ una ortiga; ĀæquĆ© dicen sus hojas? ĀæQuĆ© estarĆ­a pensando Ć©l cuando la arrancĆ³ para guardarla? Ved aquĆ­ el muguete de la soledad selvĆ”tica, y la madreselva arrancada de la maceta de la taberna, y el desnudo y afilado tallo de hierba. El florido saĆŗco inclina sus umbelas tiernas y fragantes sobre la cabeza del muerto; la golondrina vuelve a pasar volando y lanzando su trino… Y luego vienen los hombres provistos de clavos y martillo; colocan la tapa encima del difunto, de manera que la cabeza repose sobre el libro… conservado… deshecho. Ā  Ā  Ā  EL LINO Ā  El lino estaba florido. TenĆ­a hermosas flores azules, delicadas como las alas de una polilla, y aĆŗn mucho mĆ”s finas. El sol acariciaba las plantas con sus rayos, y las nubes las regaban con su lluvia, y todo ello le gustaba al lino como a los niƱos pequeƱos cuando su madre los lava y les da un beso por aƱadidura. Son entonces mucho mĆ”s hermosos, y lo mismo sucedĆ­a con el lino.

  • Dice la gente que me sostengo admirablemente -dijo el lino- y que me alargo muchĆ­simo; tanto, que hacen conmigo una magnĆ­fica pieza de tela. Ā”QuĆ© feliz soy! Sin duda soy el mĆ”s feliz del mundo. Vivo con desahogo y tengo porvenir. Ā”CĆ³mo vivifica el sol, y cĆ³mo gusta y refresca la lluvia! Mi dicha es completa. Soy el ser mĆ”s feliz del mundo entero.
  • Ā”SĆ­, sĆ­, sĆ­! -dijeron las estacas de la valla-, tĆŗ no conoces el mundo, pero lo que es nosotras, nosotras tenemos nudos -y crujĆ­an lamentablemente: Ronca que ronca carraca,

ronca con tesĆ³n. Se terminĆ³ la canciĆ³n.

  • No, no se terminĆ³ -dijo el lino-. El sol luce por la maƱana, la lluvia reanima. Oigo cĆ³mo crezco y siento cĆ³mo florezco. Ā”Soy dichoso, dichoso, mĆ”s que ningĆŗn otro!

Pero un dĆ­a vinieron gentes que, agarrando al lino por el copete, lo arrancaron de raĆ­z, operaciĆ³n que le doliĆ³. Lo pusieron luego al agua como para ahogarlo, y a continuaciĆ³n sobre el fuego, como para asarlo. Ā”Horrible! Ā«No siempre pueden marchar bien las cosas suspirĆ³ el lino.- Hay que sufrir un poco, asĆ­ se aprendeĀ». Pero las cosas se pusieron cada vez peor. El lino fue partido y roto, secado y peinado. Ɖl ya no sabĆ­a quĆ© pensar de todo aquello. Luego fue a parar a la rueca, Ā”y ronca que ronca! No habĆ­a manera de concentrar las ideas. Ā«Ā”He sido enormemente feliz! -pensaba en medio de sus fatigas-. Hay que alegrarse de las cosas buenas de que se ha gozado. Ā”AlegrĆ­a, alegrĆ­a, vamos!Ā» -. AsĆ­ gritaba aĆŗn, cuando llegĆ³ al telar, donde se transformĆ³ en una magnĆ­fica pieza de tela. Todas las plantas de lino entraron en una pieza.

  • Ā”Pero esto es extraordinario! JamĆ”s lo hubiera creĆ­do. SĆ­, la fortuna me sigue sonriendo, a pesar de todo. Las estacas sabĆ­an bien lo que se decĆ­an con su

Ronca que ronca, carraca, ronca con tesĆ³n. La canciĆ³n no ha terminado aĆŗn, ni mucho menos. No ha hecho mĆ”s que empezar. Ā”Es magnĆ­fico! SĆ­, he sufrido, pero en cambio de mĆ­ ha salido algo; soy el mĆ”s feliz del mundo. Soy fuerte y suave, blanco y largo. Ā”QuĆ© distinto a ser sĆ³lo una planta, incluso dando flores! Nadie te cuida, y sĆ³lo recibes agua cuando llueve. Ahora hay quien me atiende: la muchacha me da la vuelta cada maƱana, y al anochecer me riega con la regadera. La propia seƱora del Pastor ha pronunciado un discurso sobre mĆ­, diciendo que soy el lino mejor de la parroquia. No puede haber una dicha mĆ”s completa. LlegĆ³ la tela a casa y cayĆ³ en manos de las tijeras. Ā”CĆ³mo la cortaban, y quĆ© manera de punzarla con la aguja! Ā”Verdaderamente no daba ningĆŗn gusto! Pero de la tela salieron doce prendas de ropa blanca, de aquellas que es incorrecto nombrar, pero que necesitan todas las personas. Ā”Nada menos que doce prendas! – Ā”Mirad! Ā”Ahora sĆ­ que de mĆ­ ha salido algo! Ɖste era, pues, mi destino. Es esplĆ©ndido; ahora presto un servicio al mundo, y asĆ­ es como debe ser; esto da gusto de verdad. Nos hemos convertido en doce, y, sin embargo, seguimos siendo uno y el mismo, somos una docena. Ā”QuĆ© sorpresas tiene la suerte! Pasaron aƱos, ya no podĆ­an seguir sirviendo.

  • AlgĆŗn dĆ­a tendrĆ” que venir el final -decĆ­a cada prenda-. Bien me habrĆ­a gustado durar mĆ”s tiempo, pero no hay que pedir imposibles.

Fueron cortadas a trozos y convertidas en trapos, por lo que creyeron que estaban listos definitivamente, pues los descuartizaron, estrujaron y cocieron (Ā”quĆ© sĆ© yo lo que hicieron con ellos!), y he aquĆ­ que quedaron transformados en un hermoso papel blanco.

  • Ā”Caramba, vaya sorpresa! Ā”Y sorpresa agradable ademĆ”s! -dijo el papel-. Soy ahora mĆ”s fino que antes, y escribirĆ”n en mĆ­. Ā”Las cosas que van a escribir! Ɖsta sĆ­ que es una suerte fabulosa -. Y, en efecto, escribieron en Ć©l historias maravillosas, y la gente escuchaba embobada su lectura, pues eran narraciones de la mejor Ć­ndole, de las que hacen a los hombres mejores y mĆ”s sabios de lo que fueran antes; era una verdadera bendiciĆ³n lo que decĆ­an aquellas palabras escritas.
  • Esto es mĆ”s de cuanto habĆ­a soƱado mientras era una florecita del campo. Ā”CĆ³mo podĆ­a ocurrĆ­rseme que un dĆ­a iba a llevar la alegrĆ­a y el saber a los hombres! Ā”AĆŗn ahora no acierto a comprenderlo! Y, no obstante, es verdad. Dios Nuestro SeƱor sabe que nada he hecho por mĆ­ mismo, nada mĆ”s que lo que caĆ­a dentro de mis humildes posibilidades. Y, con todo, me depara gozo tras gozo. Cada vez que pienso: Ā«Ā”Se terminĆ³ la canciĆ³n!Ā», me encuentro elevado a una condiciĆ³n mejor y mĆ”s alta. Seguramente me enviarĆ”n ahora a viajar por el mundo entero, para que todos los hombres me lean. Es lo mĆ”s probable. Antes daba flores azules; ahora, en lugar de flores, tengo los mĆ”s bellos pensamientos. Ā”Soy el mĆ”s feliz del mundo!

Pero el papel no saliĆ³ de viaje, sino que fue enviado a la imprenta, donde todo lo que tenĆ­a escrito se imprimiĆ³ para confeccionar un libro, o, mejor dicho, muchos centenares de libros; pues de esta manera un nĆŗmero infinito de personas podrĆ­an extraer de ellos mucho mĆ”s placer y provecho que si el Ćŗnico papel original hubiese recorrido todo el Globo, con la seguridad de que a mitad de camino habrĆ­a quedado ya inservible. Ā«SĆ­, esto es indudablemente lo mĆ”s satisfactorio de todo -pensĆ³ el papel escrito-. No se me habĆ­a ocurrido. Me quedo en casa y me tratan con todos los honores, como si fuese el abuelo. Y han escrito sobre mĆ­; justamente sobre mĆ­ fluyeron las palabras salidas de la pluma. Yo me quedo, y los libros se marchan. Ahora puede hacerse algo positivo. Ā”QuĆ© contento estoy, y quĆ© feliz me siento!Ā». DespuĆ©s envolvieron el papel, formando un paquetito, y lo pusieron en un cajĆ³n.

  • Cumplida la misiĆ³n, conviene descansar -dijo el papel-. Es lĆ³gico y razonable recogerse y reflexionar sobre lo que hay en uno. Hasta ahora no supe lo que se encerraba en mĆ­. Ā«ConĆ³cete a ti mismoĀ», ahĆ­ estĆ” el progreso. ĀæQuĆ© vendrĆ” despuĆ©s?. De seguro que algĆŗn adelanto; Ā”siempre adelante!

Un dĆ­a echaron todo el papel a la chimenea, pues iban a quemarlo en vez de venderlo al tendero para envolver mantequilla y azĆŗcar. HabĆ­an acudido los chiquillos de la casa y formaban cĆ­rculo; querĆ­an verlo arder, y contemplar las rojas chispas en el papel hecho ceniza, aquellas chispas que parecĆ­an correr y extinguirse una tras otra con gran rapidez – son los niƱos que salen de la escuela, y la Ćŗltima chispa es el maestro; a menudo cree uno que se ha marchado ya, y resulta que vuelve a presentarse por detrĆ”s. Y todo el papel formaba un montĆ³n en el fuego. Ā”QuĆ© modo de echar llamas! Ā«Ā”Uf!Ā», dijo, y en un santiamĆ©n estuvo convertido todo Ć©l en una llama, que se elevĆ³ mucho mĆ”s de lo que hiciera jamĆ”s la florecita azul del lino, y brillĆ³ mucho mĆ”s tambiĆ©n que la blanca tela de hilo. Todas las letras escritas adquirieron instantĆ”neamente un tono rojo, y todas las palabras e ideas quedaron convertidas en llamas.

  • Ā”Ahora subo en lĆ­nea recta hacia el Sol! exclamĆ³ en el seno de la llama, y pareciĆ³ como si mil voces lo dijeran al unĆ­sono; y la llama se elevĆ³ por la chimenea y saliĆ³ al exterior. MĆ”s sutiles que las llamas, invisibles del todo a los humanos ojos, flotaban seres minĆŗsculos, iguales en nĆŗmero a las flores que habĆ­a dado el lino. Eran mĆ”s ligeros aĆŗn que la llama que hablan producido, y cuando Ć©sta se extinguiĆ³, quedando del papel solamente las negras cenizas, siguieron ellos bailando todavĆ­a un ratito, y allĆ­ donde tocaban dejaban sus huellas, las chispas rojas. Los niƱos salĆ­an de la escuela, y el maestro, el Ćŗltimo de todos. Daba gozo verlo; los niƱos de la casa, de pie, cantaban junto a las cenizas apagadas: Ronca que ronca, carraca, ronca con tesĆ³n.

Ā”Se terminĆ³ la canciĆ³n! Pero los minĆŗsculos seres invisibles decĆ­an a coro:

  • Ā”La canciĆ³n no ha terminado, y esto es lo mĆ”s hermoso de todo! Lo sĆ©, y por eso soy el mĆ”s feliz del mundo.

Mas esto los niƱos no pueden oƭrlo ni entenderlo, ni tienen por quƩ entenderlo, pues los niƱos no necesitan saberlo todo.

EL NIDO DE CISNES

Entre los mares BĆ”ltico y del Norte hay un antiguo nido de cisnes: se llama Dinamarca. En Ć©l nacieron y siguen naciendo cisnes que jamĆ”s morirĆ”n. En tiempos remotos, una bandada de estas aves volĆ³, por encima de los Alpes, hasta las verdes llanuras de MilĆ”n; aquella bandada de cisnes recibiĆ³ el nombre de longobardos. Otra, de brillante plumaje y ojos que reflejaban la lealtad, se dirigiĆ³ a Bizancio, donde se sentĆ³ en el trono imperial y extendiĆ³ sus amplias alas blancas a modo de escudo, para protegerlo. Fueron los varingos. En la costa de Francia resonĆ³ un grito de espanto ante la presencia de los cisnes sanguinarios, que llegaban con fuego bajo las alas, y el pueblo rogaba:

  • Ā”Dios nos libre de los salvajes normandos!

Sobre el verde cĆ©sped de Inglaterra se posĆ³ el cisne danĆ©s, con triple corona real sobre la cabeza y extendiendo sobre el paĆ­s el cetro de oro. Los paganos de la costa de Pomerania hincaron la rodilla, y los cisnes daneses llegaron con la bandera de la cruz y la espada desnuda.

  • Todo eso ocurriĆ³ en Ć©pocas remotĆ­simas – dirĆ”s.

TambiĆ©n en tiempos recientes se han visto volar del nido cisnes poderosos. HĆ­zose luz en el aire, hĆ­zose luz sobre los campos del mundo; con sus robustos aleteos, el cisne disipĆ³ la niebla opaca, quedando visible el cielo estrellado, como si se acercase a la Tierra. Fue el cisne Tycho Brahe.

  • SĆ­, en aquel tiempo – dices -. Pero, Āæy en nuestros dĆ­as?

Vimos un cisne tras otro en majestuoso vuelo. Uno pulsĆ³ con sus alas las cuerdas del arpa de oro, y las notas resonaron en todo el Norte; las rocas de Noruega se levantaron mĆ”s altas, iluminadas por el sol de la Historia. OyĆ³se un murmullo entre los abetos y los abedules; los dioses nĆ³rdicos, sus hĆ©roes y sus nobles matronas, se destacaron sobre el verde oscuro del bosque. Vimos un cisne que batĆ­a las alas contra la peƱa marmĆ³rea, con tal fuerza que la quebrĆ³, y las esplĆ©ndidas figuras encerradas en la piedra avanzaron hasta quedar inundadas de luz resplandeciente, y los hombres de las tierras circundantes levantaron la cabeza para contemplar las portentosas estatuas. Vimos un tercer cisne que hilaba la hebra del pensamiento, el cual da ahora la vuelta al mundo de paĆ­s en paĆ­s, y su palabra vuela con la rapidez del rayo. Dios Nuestro SeƱor ama al viejo nido de cisnes construido entre los mares BĆ”ltico y Norte. Dejad si no que otras aves prepotentes se acerquen por los aires con propĆ³sito de destruirlo. Ā”No lo lograrĆ”n jamĆ”s! Hasta las crĆ­as implumes se colocan en circulo en el borde del nido; bien lo hemos visto. RecibirĆ”n los embates en pleno pecho, del que manarĆ” la sangre; mas ellos se defenderĆ”n con el pico y con las garras. PasarĆ”n aĆŗn siglos, otros cisnes saldrĆ”n del nido, que serĆ”n vistos y oĆ­dos en toda la redondez del Globo, antes de que llegue la hora en que pueda decirse en verdad: – Es el Ćŗltimo de los cisnes, el Ćŗltimo canto que sale de su nido.

Mas cuentos cortos infantiles

EL NIƑO TRAVIESO

Ā  Ā  Ɖrase una vez un anciano poeta, muy bueno y muy viejo. Un atardecer, cuando estaba en casa, el tiempo se puso muy malo; fuera llovĆ­a a cĆ”ntaros, pero el anciano se encontraba muy a gusto en su cuarto, sentado junto a la estufa, en la que ardĆ­a un buen fuego y se asaban manzanas.

  • Ni un pelo de la ropa les quedarĆ” seco a los infelices que este temporal haya pillado fuera de casa -dijo, pues era un poeta de muy buenos sentimientos.
  • Ā”Ɓbrame! Ā”Tengo frĆ­o y estoy empapado! gritĆ³ un niƱo desde fuera. Y llamaba a la puerta llorando, mientras la lluvia caĆ­a furiosa, y el viento hacĆ­a temblar todas las ventanas.
  • Ā”Pobrecillo! -dijo el viejo, abriendo la puerta. Estaba ante ella un rapazuelo completamente desnudo; el agua le chorreaba de los largos rizos rubios. Tiritaba de frĆ­o; de no hallar refugio, seguramente habrĆ­a sucumbido, vĆ­ctima de la inclemencia del tiempo.
  • Ā”Pobre pequeƱo! -exclamĆ³ el compasivo poeta, cogiĆ©ndolo de la mano-. Ā”Ven conmigo, que te calentarĆ©! Voy a darte vino y una manzana, porque eres tan precioso.

Y lo era, en efecto. Sus ojos parecĆ­an dos lĆ­mpidas estrellas, y sus largos y ensortijados bucles eran como de oro puro, aun estando empapados. Era un verdadero angelito, pero estaba pĆ”lido de frĆ­o y tirĆ­taba con todo su cuerpo. SostenĆ­a en la mano un arco magnifico, pero estropeado por la lluvia; con la humedad, los colores de sus flechas se habĆ­an borrado y mezclado unos con otros. El poeta se sentĆ³ junto a la estufa, puso al chiquillo en su regazo, escurriĆ³le el agua del cabello, le calentĆ³ las manitas en las suyas y le preparĆ³ vino dulce. El pequeƱo no tardĆ³ en rehacerse: el color volviĆ³ a sus mejillas, y, saltando al suelo, se puso a bailar alrededor del anciano poeta.

  • Ā”Eres un rapaz alegre! -dijo el viejo-. ĀæCĆ³mo te llamas?
  • Me llamo Amor -respondiĆ³ el pequeƱo-. ĀæNo me conoces? AhĆ­ estĆ” mi arco, con el que disparo, puedes creerme. Mira, ya ha vuelto el buen tiempo, y la luna brilla.
  • Pero tienes el arco estropeado -observĆ³ el anciano.
  • Ā”Mala cosa serĆ­a! -exclamĆ³ el chiquillo, y, recogiĆ©ndolo del suelo, lo examinĆ³ con atenciĆ³n-. Ā”Bah!, ya se ha secado; no le ha pasado nada; la cuerda estĆ” bien tensa. Ā”Voy a probarlo! -. TensĆ³ el arco, pĆŗsole una flecha y, apuntando, disparĆ³ certero, atravesando el corazĆ³n del buen poeta.- Ā”Ya ves que mi arco no estĆ” estropeado! -dijo, y, con una carcajada, se marchĆ³. Ā”HabĆ­ase visto un chiquillo mĆ”s malo! Ā”Disparar asĆ­ contra el viejo poeta, que lo habĆ­a acogido en la caliente habitaciĆ³n, se habĆ­a mostrado tan bueno con Ć©l y le habĆ­a dado tan exquisito vino y sus mejores manzanas! El buen seƱor yacĆ­a en el suelo, llorando; realmente le habĆ­an herido en el corazĆ³n.

-Ā”Oh, quĆ© niƱo tan pĆ©rfido es ese Amor! Se lo contarĆ© a todos los chiquillos buenos, para que estĆ©n precavidos y no jueguen con Ć©l, pues procurarĆ” causarles algĆŗn daƱo. Todos los niƱos y niƱas buenos a quienes contĆ³ lo sucedido se pusieron en guardia contra las tretas de Amor, pero Ć©ste continuĆ³ haciendo de las suyas, pues realmente es de la piel del diablo. Cuando los estudiantes salen de sus clases, Ć©l marcha a su lado, con un libro debajo del brazo y vestido con levita negra. No lo reconocen y lo cogen del brazo, creyendo que es tambiĆ©n un estudiante, y entonces Ć©l les clava una flecha en el pecho. Cuando las muchachas vienen de escuchar al seƱor cura y han recibido ya la confirmaciĆ³n Ć©l las sigue tambiĆ©n. SĆ­, siempre va detrĆ”s de la gente. En el teatro se sienta en la gran araƱa, y echa llamas para que las personas crean que es una lĆ”mpara, pero Ā”quiĆ”!; demasiado tarde descubren ellas su error. Corre por los jardines y en torno a las murallas. SĆ­, un dĆ­a hiriĆ³ en el corazĆ³n a tu padre y a tu madre. PregĆŗntaselo, verĆ”s lo que te dicen. CrĆ©eme, es un chiquillo muy travieso este Amor; nunca quieras tratos con Ć©l; acecha a todo el mundo. Piensa que un dĆ­a disparĆ³, una flecha hasta a tu anciana abuela; pero de eso hace mucho tiempo. Ya pasĆ³, pero ella no lo olvida. Ā”Caramba con este diablillo de Amor! Pero ahora ya lo conoces y sabes lo malo que es.

EL PACTO DE AMISTAD

No hace mucho que volvimos de un viajecito, y ya estamos impacientes por emprender otro mĆ”s largo. ĀæAdĆ³nde? Pues a Esparta, a Micenas, a Delfos. Hay cientos de lugares cuyo solo nombre os alboroza el corazĆ³n. Se va a caballo, cuesta arriba, por entre monte bajo y zarzales; un viajero solitario equivale a toda una caravana. Ɖl va delante con su Ā«argoyatĀ», una acĆ©mila transporta el baĆŗl, la tienda y las provisiones, y a retaguardia siguen, dĆ”ndole escolta, una pareja de gendarmes. Al tĆ©rmino de la fatigosa jornada, no le espera una posada ni un lecho mullido; con frecuencia, la tienda es su Ćŗnico techo, en medio de la grandiosa naturaleza salvaje. El Ā«argoyatĀ» le prepara la cena: un arroz pilav; mirĆ­adas de mosquitos revolotean en torno a la diminuta tienda; es una noche lamentable, y maƱana el camino cruzarĆ” rĆ­os muy hinchados. Ā”Tente firme sobre el caballo, si no quieres que te lleve la corriente! ĀæCuĆ”l serĆ” la recompensa para tus fatigas? La mĆ”s sublime, la mĆ”s rica. La Naturaleza se manifiesta aquĆ­ en toda su grandeza, cada lugar estĆ” lleno de recuerdos histĆ³ricos, alimento tanto para la vista como para el pensamiento. El poeta puede cantarlo, y el pintor, reproducirlo en cuadros opulentos; pero el aroma de la realidad, que penetra en los sentidos del espectador y los impregna para toda la eternidad, eso no pueden reproducirlo. En muchos apuntes he tratado de presentar de manera intuitiva un rinconcito de Atenas y de sus alrededores, y, sin embargo, Ā”quĆ© pĆ”lido ha sido el cuadro resultante! Ā”QuĆ© poco dice de Grecia, de este triste genio de la belleza, cuya grandeza y dolor jamĆ”s olvidarĆ” el forastero! Aquel pastor solitario de allĆ” en la roca, con el simple relato de una incidencia de su vida, sabrĆ­a probablemente, mucho mejor que yo con mis pinturas, abrirte los ojos a ti, que quieres contemplar la tierra de los helenos en sus diversos aspectos.

  • DejĆ©mosle, pues, la palabra -dice mi Musa-. El pastor de la montaƱa nos hablarĆ” de una costumbre, una simpĆ”tica costumbre tĆ­pica de su paĆ­s.

Nuestra casa era de barro, y por jambas tenĆ­a unas columnas estriadas, encontradas en el lugar donde se construyĆ³ la choza. El tejado bajaba casi hasta el suelo, y hoy era negruzco y feo, pero cuando lo colocaron esta a formado por un tejido de florida adelfa y frescas ramas de laurel, traĆ­das de las montaƱas. En torno a la casa apenas quedaba espacio; las peƱas formaban paredes cortadas a pico, de un color negro y liso, y en lo mĆ”s alto de ellas colgaban con frecuencia jirones de nubes semejantes a blancas figuras vivientes. Nunca oĆ­ allĆ­ el canto de un pĆ”jaro, nunca vi bailar a los hombres al son de la gaita; pero en los viejos tiempos, este lugar era sagrado, y hasta su nombre lo recuerda, pues se llama Delfos. Los montes hoscos y tenebrosos aparecĆ­an cubiertos de nieve; el mĆ”s alto, aquel de cuya cumbre tardaba mĆ”s en apagarse el sol poniente, era el Parnaso; el torrente que corrĆ­a junto a nuestra casa bajaba de Ć©l, y antaƱo habĆ­a sido sagrado tambiĆ©n. Hoy, el asno enturbia sus aguas con sus patas, pero la corriente sigue impetuosa y pronto recobra su limpidez. Ā”CĆ³mo recuerdo aquel lugar y su santa y profunda soledad! En el centro de la choza encendĆ­an fuego, y en su rescoldo, cuando sĆ³lo quedaba un espeso montĆ³n de cenizas ardientes, cocĆ­an el pan. Cuando la nieve se apilaba en torno a la casuca hasta casi ocultarla, mi madre parecĆ­a mĆ”s feliz que nunca; me cogĆ­a la cabeza entre las manos, me besaba en la frente y cantaba canciones que nunca le oyera en otras ocasiones, pues los turcos, nuestros amos, no las toleraban. Cantaba: Ā«En la cumbre del Olimpo, en el bajo bosque de pinos, estaba un viejo ciervo con los ojos llenos de lĆ”grimas; lloraba lĆ”grimas rojas, sĆ­, y hasta verdes y azul celeste: PasĆ³ entonces un corzo: – ĀæQuĆ© tienes, que asĆ­ lloras lĆ”grimas rojas, verdes y azuladas? – El turco ha venido a nuestra ciudad, cazando con perros salvajes, toda una jaurĆ­a.

  • Ā”Los echarĆ© de las islas -dijo el corzo-, los echarĆ© de las islas al mar profundo!-. Pero antes de ponerse el sol el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo habĆ­a sido cazado y muertoĀ».

Y cuando mi madre cantaba asĆ­, se le humedecĆ­an los ojos, y de sus largas pestaƱas colgaba una lĆ”grima; pero ella la ocultaba y volvĆ­a el pan negro en la ceniza. Yo entonces, apretando el puƱo, decĆ­a: -Ā”Mataremos a los turcos!-. Mas ella repetĆ­a las palabras de la canciĆ³n: Ā«- Ā”Los echarĆ© de las islas al mar profundo! -. Pero antes de ponerse el sol, el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo habĆ­a sido cazado y muertoĀ». LlevĆ”bamos varios dĆ­as, con sus noches, solos en la choza, cuando llegĆ³ mi padre; yo sabĆ­a que iba a traerme conchas del Golfo de Lepanto, o tal vez un cuchillo, afilado y reluciente. Pero esta vez nos trajo una criaturita, una niƱa desnuda, bajo su pelliza. Iba envuelta en una piel, y al depositarla, desnuda, sobre el regazo de mi madre, vimos que todo lo que llevaba consigo eran tres monedas de plata atadas en el negro cabello. Mi padre dijo que los turcos habĆ­an dado muerte a los padres de la pequeƱa; tantas y tantas cosas nos contĆ³, que durante toda la noche estuve soƱando con ello. Mi padre venĆ­a tambiĆ©n herido; mi madre le vendĆ³ el brazo, pues la herida era profunda, y la gruesa pelliza estaba tiesa de la sangre coagulada. La chiquilla serĆ­a mi hermana, Ā”quĆ© hermosa era! Los ojos de mi madre no tenĆ­an mĆ”s dulzura que los suyos. Anastasia -asĆ­ la llamaban- serĆ­a mi hermana, pues su padre la habĆ­a confiado al mĆ­o, de acuerdo con la antigua costumbre que seguĆ­amos observando. De jĆ³venes habĆ­an trabado un pacto de fraternidad, eligiendo a la doncella mĆ”s hermosa y virtuosa de toda la comarca para tomar el juramento. Muy a menudo oĆ­a yo hablar de aquella hermosa y rara costumbre.Ā  Y, asĆ­, la pequeƱa se convirtiĆ³ en mi hermana. La sentaba sobre mis rodillas, le traĆ­a flores y plumas de las aves montaraces, bebĆ­amos juntos de las aguas del Parnaso, y juntos dormĆ­amos bajo el tejado de laurel de la choza, mientras mi madre seguĆ­a cantando, invierno tras invierno, su canciĆ³n de las lĆ”grimas rojas, verdes y azuladas. Pero yo no comprendĆ­a aĆŗn que era mi propio pueblo, cuyas innĆŗmeras cuitas se reflejaban en aquellas lĆ”grimas. Un dĆ­a vinieron tres hombres; eran francos y vestĆ­an de modo distinto a nosotros. Llevaban sus camas y tiendas cargadas en caballerĆ­as, y los acompaƱaban mĆ”s de veinte turcos, armados con sables y fusiles, pues los extranjeros eran amigos del bajĆ” e iban provistos de cartas de introducciĆ³n. VenĆ­an con el solo objeto de visitar nuestras montaƱas, escalar el Parnaso por entre la nieve y las nubes, y contemplar las extraƱas rocas negras y escarpadas que rodeaban nuestra choza. No cabĆ­an en ella, aparte que no podĆ­an soportar el humo que, deslizĆ”ndose por debajo del techo, salĆ­a por la baja puerta; por eso levantaron sus tiendas en el reducido espacio que quedaba al lado de la casuca, y asaron corderos y aves, y bebieron vino dulce y fuerte; pero los turcos no podĆ­an probarlo. Al proseguir su camino, yo los acompaƱƩ un trecho con mi hermanita Anastasia a la espalda, envuelta en una piel de cabra. Uno de aquellos seƱores francos me colocĆ³ delante de una roca y me dibujĆ³ junto con la niƱa, tan bien, que parecĆ­amos vivos y como si fuĆ©semos una sola persona. Nunca habĆ­a yo pensado en ello, y, sin embargo, Anastasia y yo Ć©ramos uno solo, pues ella se pasaba la vida sentada en mis rodillas o colgada de mi espalda, y cuando yo soƱaba, siempre figuraba ella en mis sueƱos.

EL PATITO FEO

Ā”QuĆ© hermosa estaba la campiƱa! HabĆ­a llegado el verano: el trigo estaba amarillo; la avena, verde; la hierba de los prados, cortada ya, quedaba recogida en los pajares, en cuyos tejados se paseaba la cigĆ¼eƱa, con sus largas patas rojas, hablando en egipcio, que era la lengua que le enseƱara su madre. Rodeaban los campos y prados grandes bosques, y entre los bosques se escondĆ­an lagos profundos. Ā”QuĆ© hermosa estaba la campiƱa! BaƱada por el sol levantĆ”base una mansiĆ³n seƱorial, rodeada de hondos canales, y desde el muro hasta el agua crecĆ­an grandes plantas trepadoras formando una bĆ³veda tan alta que dentro de ella podĆ­a estar de pie un niƱo pequeƱo, mas por dentro estaba tan enmaraƱado, que parecĆ­a el interior de un bosque. En medio de aquella maleza, una gansa, sentada en el nido, incubaba sus huevos. Estaba ya impaciente, pues Ā”tardaban tanto en salir los polluelos, y recibĆ­a tan pocas visitas! Los demĆ”s patos preferĆ­an nadar por los canales, en vez de entrar a hacerle compaƱƭa y charlar un rato. Por fin empezaron a abrirse los huevos, uno tras otro. Ā«Ā”Pip, pip!Ā», decĆ­an los pequeƱos; las yemas habĆ­an adquirido vida y los patitos asomaban la cabecita por la cĆ”scara rota.

  • Ā”cuac, cuac! – gritaban con todas sus fuerzas, mirando a todos lados por entre las verdes hojas. La madre los dejaba, pues el verde es bueno para los ojos.
  • Ā”QuĆ© grande es el mundo! -exclamaron los polluelos, pues ahora tenĆ­an mucho mĆ”s sitio que en el interior del huevo.
  • ĀæCreĆ©is que todo el mundo es esto? -dijo la madre-. Pues andĆ”is muy equivocados. El mundo se extiende mucho mĆ”s lejos, hasta el otro lado del jardĆ­n, y se mete en el campo del cura, aunque yo nunca he estado allĆ­. ĀæEstĆ”is todos? -prosiguiĆ³, incorporĆ”ndose-. Pues no, no los tengo todos; el huevo gordote no se ha abierto aĆŗn. ĀæVa a tardar mucho? Ā”Ya estoy hasta la coronilla de tanto esperar!
  • Bueno, ĀæquĆ© tal vamos? -preguntĆ³ una vieja gansa que venĆ­a de visita.
  • Ā”Este huevo que no termina nunca! -respondiĆ³ la clueca-. No quiere salir. Pero mira los demĆ”s patitos: Āæverdad que son lindos? Todos se parecen a su padre; y el sinvergĆ¼enza no viene a verme.
  • DĆ©jame ver el huevo que no quiere romper dijo la vieja-. CreĆ©me, esto es un huevo de pava; tambiĆ©n a mi me engaƱaron una vez, y pasĆ© muchas fatigas con los polluelos, pues le tienen miedo al agua. No pude con Ć©l; me desgaƱitĆ© y lo puse verde, pero todo fue inĆŗtil. A ver el huevo. SĆ­, es un huevo de pava. DĆ©jalo y enseƱa a los otros a nadar.
  • Lo empollarĆ© un poquitĆ­n mĆ”s dijo la clueca-. Ā”Tanto tiempo he estado encima de Ć©l, que bien puedo esperar otro poco!
  • Ā”CĆ³mo quieras! Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  -contestĆ³ Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  la Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  otra, despidiĆ©ndose.

Al fin se partiĆ³ el huevo. Ā«Ā”Pip, pip!Ā» hizo el polluelo, saliendo de la cĆ”scara. Era gordo y feo; la gansa se quedĆ³ mirĆ”ndolo:

  • Es un pato enorme -dijo-; no se parece a ninguno de los otros; ĀæserĆ” un pavo? Bueno, pronto lo sabremos; del agua no se escapa, aunque tenga que zambullirse a trompazos.

El dĆ­a siguiente amaneciĆ³ esplĆ©ndido; el sol baƱaba las verdes hojas de la enramada. La madre se fue con toda su prole al canal y, Ā”plas!, se arrojĆ³ al agua. Ā«Ā”Cuac, cuac!Ā» -gritaba, y un polluelo tras otro se fueron zambullendo tambiĆ©n; el agua les cubriĆ³ la cabeza, pero enseguida volvieron a salir a flote y se pusieron a nadar tan lindamente. Las patitas se movĆ­an por sĆ­ solas y todos chapoteaban, incluso el Ćŗltimo polluelo gordote y feo.

  • Pues no es pavo -dijo la madre-. Ā”FĆ­jate cĆ³mo mueve las patas, y quĆ© bien se sostiene! Es hijo mĆ­o, no hay duda. En el fondo, si bien se mira, no tiene nada de feo, al contrario. Ā”Cuac, cuac! Venid conmigo, os enseƱarĆ© el gran mundo, os presentarĆ© a los patos del corral. Pero no os alejĆ©is de mi lado, no fuese que alguien os atropellase; y Ā”mucho cuidado con el gato!

Y se encaminaron al corral de los patos, donde habĆ­a un barullo espantoso, pues dos familias se disputaban una cabeza de anguila. Y al fin fue el gato quien se quedĆ³ con ella.

  • ĀæVeis? AsĆ­ va el mundo -dijo la gansa madre, afilĆ”ndose el pico, pues tambiĆ©n ella hubiera querido pescar el botĆ­n-. Ā”ServĆ­os de las patas! y a ver si os despabilĆ”is. Id a hacer una reverencia a aquel pato viejo de allĆ­; es el mĆ”s ilustre de todos los presentes; es de raza espaƱola, por eso estĆ” tan gordo. Ved la cinta colorada que lleva en la pata; es la mayor distinciĆ³n que puede otorgarse a un pato. Es para que no se pierda y para que todos lo reconozcan, personas y animales. Ā”Ala, sacudiros! No metĆ”is los pies para dentro. Los patitos bien educados andan con las piernas esparrancadas, como papĆ” y mamĆ”. Ā”AsĆ­!, Āæveis? Ahora inclinad el cuello y decir: Ā«Ā”cuac!Ā».

Todos obedecieron, mientras los demƔs gansos del corral los miraban, diciendo en voz alta:

  • Ā”Vaya! sĆ³lo faltaban Ć©stos; Ā”como si no fuĆ©semos ya bastantes! Y, Ā”quĆ© asco! Fijaos en aquel pollito: Ā”a Ć©se sĆ­ que no lo toleramos! -. Y enseguida se adelantĆ³ un ganso y le propinĆ³ un picotazo en el pescuezo.
  • Ā”DĆ©jalo en paz! -exclamĆ³ la madre-. No molesta a nadie.
  • SĆ­, pero es gordote y extraƱo -replicĆ³ el agresor-; habrĆ” que sacudirlo.
  • Tiene usted unos hijos muy guapos, seƱora dijo el viejo de la pata vendada-. LĆ”stima de este gordote; Ć©se sĆ­ que es un fracaso. Me gustarĆ­a que pudiese retocarlo.
  • No puede ser, SeƱorĆ­a -dijo la madre-. Cierto que no es hermoso, pero tiene buen corazĆ³n y nada tan bien como los demĆ”s; incluso dirĆ­a que mejor. Me figuro que al crecer se arreglarĆ”, y que con el tiempo perderĆ” volumen. Estuvo muchos dĆ­as en el huevo, y por eso ha salido demasiado robusto -. Y con el pico le pellizcĆ³ el pescuezo y le alisĆ³ el plumaje -. AdemĆ”s, es macho -prosiguiĆ³-, asĆ­ que no importa gran cosa. Estoy segura de que serĆ” fuerte y se despabilarĆ”.
  • Los demĆ”s polluelos son encantadores de veras -dijo el viejo-. ConsidĆ©rese usted en casa; y si encuentra una cabeza de anguila, haga el favor de traĆ©rmela.

Y de este modo tomaron posesiĆ³n de la casa. El pobre patito feo no recibĆ­a sino picotazos y empujones, y era el blanco de las burlas de todos, lo mismo de los gansos que de las gallinas. Ā«Ā”QuĆ© ridĆ­culo!Ā», se reĆ­an todos, y el pavo, que por haber venido al mundo con espolones se creĆ­a el emperador, se henchĆ­a como un barco a toda vela y arremetĆ­a contra el patito, con la cabeza colorada de rabia. El pobre animalito nunca sabĆ­a dĆ³nde meterse; estaba muy triste por ser feo y porque era la chacota de todo el corral. AsĆ­ transcurriĆ³ el primer dĆ­a; pero en los sucesivos las cosas se pusieron aĆŗn peor. Todos acosaban al patito; incluso sus hermanos lo trataban brutalmente, y no cesaban de gritar: – Ā”AsĆ­ te pescara el gato, bicho asqueroso!; y hasta la madre deseaba perderlo de vista. Los patos lo picoteaban; las gallinas lo golpeaban, y la muchacha encargada de repartir el pienso lo apartaba a puntapiĆ©s.

Ā EL PEQUEƑO TUK

Pues sĆ­, Ć©ste era el pequeƱo Tuk. En realidad no se llamaba asĆ­, pero Ć©ste era el nombre que se daba a sĆ­ mismo cuando aĆŗn no sabĆ­a hablar. QuerĆ­a decir Carlos, es un detalle que conviene saber. Resulta que tenĆ­a que cuidar de su hermanita Gustava, mucho menor que Ć©l, y luego tenĆ­a que aprenderse sus lecciones; pero, ĀæcĆ³mo atender a las dos cosas a la vez? El pobre muchachito tenĆ­a a su hermana sentada sobre las rodillas y le cantaba todas las canciones que sabĆ­a, mientras sus ojos echaban alguna que otra mirada al libro de GeografĆ­a, que tenĆ­a abierto delante de Ć©l. Para el dĆ­a siguiente habrĆ­a de aprenderse de memoria todas las ciudades de Zelanda y saberse, ademĆ”s, cuanto de ellas conviene conocer. LlegĆ³ la madre a casa y se hizo cargo de Gustavita. Tuk corriĆ³ a la ventana y se estuvo leyendo hasta que sus ojos no pudieron mĆ”s, pues habĆ­a ido oscureciendo y su madre no tenĆ­a dinero para comprar velas. – AhĆ­ va la vieja lavandera del callejĆ³n -dijo la madre, que se habĆ­a asomado a la ventana-. La pobre apenas puede arrastrarse y aĆŗn tiene que cargar con el cubo lleno de agua desde la bomba. Anda, Tuk, sĆ© bueno y ve a ayudar a la pobre viejecita. HarĆ”s una buena acciĆ³n. Tuk corriĆ³ a la calle a ayudarla, pero cuando estuvo de regreso la oscuridad era completa, y como no habĆ­a que pensar en encender la luz, no tuvo mĆ”s remedio que acostarse. Su lecho era un viejo camastro y, tendido en Ć©l estuvo pensando en su lecciĆ³n de GeografĆ­a, en Zelanda y todo lo que habĆ­a explicado el maestro. Debiera haber seguido estudiando, pero era imposible, y se metiĆ³ el libro debajo de la almohada, porque habĆ­a oĆ­do decir que aquello ayudaba a retener las lecciones en la mente; pero no hay que fiarse mucho de lo que se oye decir. Y allĆ­ se estuvo piensa que te piensa, hasta que de pronto le pareciĆ³ que alguien le daba un beso en la boca y en los ojos. Se durmiĆ³, y, sin embargo, no estaba dormido; era como si la anciana lavandera lo mirara con sus dulces ojos y le dijera: – SerĆ­a un gran pecado que maƱana no supieses tus lecciones. Me has ayudado, ahora te ayudarĆ© yo, y Dios Nuestro SeƱor lo harĆ”, en todo momento. Y de pronto el libro empezĆ³ a moverse y agitarse debajo de la almohada de nuestro pequeƱo Tuk.

  • Ā”QuiquiriquĆ­! Ā”Put, put! -. Era una gallina que venĆ­a de Kjƶge.
  • Ā”Soy una gallina de Kjƶge! -gritĆ³, y luego se puso a contar del nĆŗmero de habitantes que allĆ­ habĆ­a, y de la batalla que en la ciudad se habĆ­a librado, aƱadiendo empero que en realidad no valĆ­a la pena mencionarla-. Otro meneo y zarandeo y, Ā”bum!, algo que se cae: un ave de madera, el papagayo del tiro al pĆ”jaro de Prastƶ. Dijo que en aquella ciudad vivĆ­an tantos habitantes como clavos tenĆ­a Ć©l en el cuerpo, y estaba no poco orgulloso de ello-. Thorwaldsen viviĆ³ muy cerca de mĆ­. Ā”CataplĆŗn! Ā”QuĆ© bien se estĆ” aquĆ­!

Pero Tuk ya no estaba tendido en su lecho; de repente se encontrĆ³ montado sobre un caballo, corriendo a galope tendido. Un jinete magnĆ­ficamente vestido, con brillante casco y flotante penacho, lo sostenĆ­a delante de Ć©l, y de este modo atravesaron el bosque hasta la antigua ciudad de Vordingborg, muy grande y muy bulliciosa por cierto. Altivas torres se levantaban en el palacio real, y de todas las ventanas salĆ­a vivĆ­sima luz; en el interior todo eran cantos y bailes: el rey Waldemar bailaba con las jĆ³venes damas cortesanas, ricamente ataviadas. DespuntĆ³ el alba, y con la salida del sol desaparecieron la ciudad, el palacio y las torres una tras otra, hasta no quedar sino una sola en la cumbre de la colina, donde se levantara antes el castillo. Era la ciudad muy pequeƱa y pobre, y los chiquillos pasaban con sus libros bajo el brazo, diciendo: – Dos mil habitantes -. Pero no era verdad, no tenĆ­a tantos. Y Tuk seguĆ­a en su camita, como soƱando, y, sin embargo, no soƱaba, pero alguien permanecĆ­a junto a Ć©l.

  • Ā”Tuquito, Tuquito! -dijeron. Era un marino, un hombre muy pequeƱƭn, semejante a un cadete, pero no era un cadete.
  • Te traigo muchos saludos de Korsƶr. Es una ciudad floreciente, llena de vida, con barcos de vapor y diligencias; antes pasaba por fea y aburrida, pero Ć©sta es una opiniĆ³n anticuada.
  • Estoy a orillas del mar, dijo Korsƶr; tengo carreteras y parques y he sido la cuna de un poeta que tenĆ­a ingenio y gracia; no todos los tienen. Una vez quise armar un barco para que diese la vuelta al mundo, mas no lo hice, aunque habrĆ­a podido; y, ademĆ”s, Ā”huelo tan bien! Pues en mis puertas florecen las rosas mĆ”s bellas.

Tuk las vio, y ante su mirada todo apareciĆ³ rojo y verde; pero cuando se esfumaron los colores, se encontrĆ³ ante una ladera cubierta de bosque junto al lĆ­mpido fiordo, y en la cima se levantaba una hermosa iglesia, antigua, con dos altas torres puntiagudas. De la ladera brotaban fuentes que bajaban en espesos riachuelos de aguas murmureantes, y muy cerca estaba sentado un viejo rey con la corona de oro sobre el largo cabello; era el rey Hroar de las Fuentes, en las inmediaciones de la ciudad de Roeskilde, como la llaman hoy dĆ­a. Y todos los reyes y reinas de Dinamarca, coronados de oro, se encaminaban, cogidos de la mano, a la vieja iglesia, entre los sones del Ć³rgano y el murmullo de las fuentes. Nuestro pequeƱo Tuk lo veĆ­a y oĆ­a todo.

  • Ā”No olvides los Estados! -le dijo el rey Hroar. De pronto desapareciĆ³ todo. ĀæDĆ³nde habĆ­a ido a parar? Daba exactamente la impresiĆ³n de cuando se vuelve la pĆ”gina de un libro. Y hete aquĆ­ una anciana, una escardadera venida de Sorƶ, donde la hierba crece en la plaza del mercado. Llevaba su delantal de tela gris sobre la cabeza y colgĆ”ndole de la espalda; estaba muy mojado – seguramente habĆ­a llovido -. SĆ­ que ha llovido -dijo la mujer, y le contĆ³ muchas cosas divertidas de las comedias de Holberg, asĆ­ como de Waldemar y AbsalĆ³n. Pero de pronto se encogiĆ³ toda ella y se puso a mover la cabeza como si quisiera saltar-. Ā”Cuac! -dijo-, estĆ” mojado, estĆ” mojado; hay un silencio de muerte en Sorƶ -. Se habĆ­a transformado en rana; Ā”cuac!, y luego otra vez en una vieja -. Hay que vestirse segĆŗn el tiempo -dijo-. Ā”EstĆ” mojado, estĆ” mojado! Mi ciudad es como una botella: se entra por el tapĆ³n y luego hay que volver a salir. Antes tenĆ­a yo corpulentas anguilas en el fondo de la botella, y ahora tengo muchachos robustos, de coloradas mejillas, que aprenden la sabidurĆ­a: Ā”griego, hebreo, cuac, cuac! -. Sonaba como si las ranas cantasen o como cuando caminĆ”is por el pantano con grandes botas. Era siempre la misma nota, tan fastidiosa, tan monĆ³tona, que Tuk acabĆ³ por quedarse profundamente dormido, y le sentĆ³ muy bien el sueƱo, porque empezaba a ponerse nervioso. Pero aun entonces tuvo otra visiĆ³n, o lo que fuera. Su hermanita Gustava, la de ojos azules y cabello rubio ensortijado, se habĆ­a convertido en una esbelta muchacha, y, sin tener alas, podĆ­a volar. Y he aquĆ­ que los dos volaron por encima de Zelanda, por encima de sus verdes bosques y azules lagos.
  • ĀæOyes cantar el gallo, Tuquito? Ā”QuiquiriquĆ­! Las gallinas salen volando de Kjƶge. Ā”TendrĆ”s un gallinero, un gran gallinero! No padecerĆ”s hambre ni miseria. CazarĆ”s el pĆ”jaro, como suele decirse; serĆ”s un hombre rico y feliz. Tu casa se levantarĆ” altivamente como la torre del rey Waldemar, y estarĆ” adornada con columnas de mĆ”rmol como las de Prastƶ. Ya me entiendes. Tu nombre famoso darĆ” la vuelta a la Tierra, como el barco que debĆ­a partir de Korsƶr y en Roeskilde – Ā”no te olvides de los Estados! dijo el rey Hroar -; hablarĆ”s con bondad y talento, Tuquito, y cuando desciendas a la tumba, reposarĆ”s tranquilo…
  • Ā”Como si estuviese en Sorƶ! – dijo Tuk, y se despertĆ³. Brillaba la luz del dĆ­a, y el niƱo no recordaba ya su sueƱo; pero era mejor asĆ­, pues nadie debe saber cuĆ”l serĆ” su destino. SaltĆ³ de la cama, abriĆ³ el libro y en un periquete se supo la lecciĆ³n. La anciana lavandera asomĆ³ la cabeza por la puerta y, dirigiĆ©ndole un gesto cariƱoso, le dijo:
  • Ā”Gracias, – hijo mĆ­o, por tu ayuda! Dios Nuestro SeƱor haga que se convierta en realidad tu sueƱo mĆ”s hermoso.

Tuk no sabĆ­a lo que habĆ­a soƱado, pero Āæcomprendes? Nuestro SeƱor sĆ­ lo sabĆ­a. Ā  EL PORQUERIZO Ā  Ɖrase una vez un prĆ­ncipe que andaba mal de dinero. Su reino era muy pequeƱo, aunque lo suficiente para permitirle casarse, y esto es lo que el prĆ­ncipe querĆ­a hacer. Sin embargo, fue una gran osadĆ­a por su parte el irse derecho a la hija del Emperador y decirle en la cara: -ĀæMe quieres por marido?-. Si lo hizo, fue porque la fama de su nombre habĆ­a llegado muy lejos. MĆ”s de cien princesas lo habrĆ­an aceptado, pero, Āælo querrĆ­a ella? Pues vamos a verlo. En la tumba del padre del prĆ­ncipe crecĆ­a un rosal, un rosal maravilloso; florecĆ­a solamente cada cinco aƱos, y aun entonces no daba sino una flor; pero era una rosa de fragancia tal, que quien la olĆ­a se olvidaba de todas sus penas y preocupaciones. AdemĆ”s, el prĆ­ncipe tenĆ­a un ruiseƱor que, cuando cantaba, habrĆ­ase dicho que en su garganta se juntaban las mĆ”s bellas melodĆ­as del universo. DecidiĆ³, pues, que tanto la rosa como el ruiseƱor serĆ­an para la princesa, y se los enviĆ³ encerrados en unas grandes cajas de plata. El Emperador mandĆ³ que los llevaran al gran salĆ³n, donde la princesa estaba jugando a Ā«visitasĀ» con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que contenĆ­an los regalos, exclamĆ³ dando una palmada de alegrĆ­a:

  • Ā”A ver si serĆ” un gatito! -pero al abrir la caja apareciĆ³ el rosal con la magnĆ­fica rosa.
  • Ā”QuĆ© linda es! -dijeron todas las damas. – Es mĆ”s que bonita -precisĆ³ el Emperador-, Ā”es hermosa!

Pero cuando la princesa la tocĆ³, por poco se echa a llorar.

  • Ā”Ay, papĆ”, quĆ© lĆ”stima! -dijo-. Ā”No es artificial, sino natural!
  • Ā”QuĆ© lĆ”stima! -corearon las damas-. Ā”Es natural!
  • Vamos, no te aflijas aĆŗn, y veamos quĆ© hay en la otra caja -, aconsejĆ³ el Emperador; y saliĆ³ entonces el ruiseƱor, cantando de un modo tan bello, que no hubo medio de manifestar nada en su contra.
  • Ā”Superbe, charmant! -exclamaron las damas, pues todas hablaban francĆ©s a cual peor.
  • Este pĆ”jaro me recuerda la caja de mĆŗsica de la difunta Emperatriz -observĆ³ un anciano caballero-. Es la misma melodĆ­a, el mismo canto.
  • En efecto -asintiĆ³ el Emperador, echĆ”ndose a llorar como un niƱo.
  • Espero que no sea natural, Āæverdad? -preguntĆ³ la princesa.
  • SĆ­, lo es; es un pĆ”jaro de verdad -respondieron los que lo habĆ­an traĆ­do.
  • Entonces, dejadlo en libertad -ordenĆ³ la princesa; y se negĆ³ a recibir al prĆ­ncipe.

Pero Ć©ste no se dio por vencido. Se embadurnĆ³ de negro la cara y, calĆ”ndose una gorra hasta las orejas, fue a llamar a palacio.

  • Buenos dĆ­as, seƱor Emperador -dijo-. ĀæNo podrĆ­ais darme trabajo en el castillo?
  • Bueno -replicĆ³ el Soberano-. Necesito a alguien para guardar los cerdos, pues tenemos muchos.

Y asĆ­ el prĆ­ncipe pasĆ³ a ser porquerizo del Emperador. Le asignaron un reducido y mĆ­sero cuartucho en los sĆ³tanos, junto a los cerdos, y allĆ­ hubo de quedarse. Pero se pasĆ³ el dĆ­a trabajando, y al anochecer habĆ­a elaborado un primoroso pucherito, rodeado de cascabeles, de modo que en cuanto empezaba a cocer las campanillas se agitaban, y tocaban aquella vieja melodĆ­a: Ā”Ay, querido AgustĆ­n, todo tiene su fin! Pero lo mĆ”s asombroso era que, si se ponĆ­a el dedo en el vapor que se escapaba del puchero, enseguida se adivinaba, por el olor, los manjares que se estaban guisando en todos los hogares de la ciudad. Ā”Desde luego la rosa no podĆ­a compararse con aquello! He aquĆ­ que acertĆ³ a pasar la princesa, que iba de paseo con sus damas y, al oĆ­r la melodĆ­a, se detuvo con una expresiĆ³n de contento en su rostro; pues tambiĆ©n ella sabĆ­a la canciĆ³n del Ā«Querido AgustĆ­nĀ». Era la Ćŗnica que sabĆ­a tocar, y lo hacĆ­a con un solo dedo.

  • Ā”Es mi canciĆ³n! -exclamĆ³-. Este porquerizo debe ser un hombre de gusto. Oye, vete abajo y pregĆŗntale cuĆ”nto cuesta su instrumento. Tuvo que ir una de las damas, pero antes se calzĆ³ unos zuecos.
  • ĀæCuĆ”nto pides por tu puchero? -preguntĆ³.
  • Diez besos de la princesa -respondiĆ³ el porquerizo.
  • Ā”Dios nos asista! -exclamĆ³ la dama.
  • Ɖste es el precio, no puedo rebajarlo -, observĆ³ Ć©l.
  • ĀæQuĆ© te ha dicho? -preguntĆ³ la princesa. – No me atrevo a repetirlo -replicĆ³ la dama-. Es demasiado indecente.
  • Entonces dĆ­melo al oĆ­do -. La dama lo hizo asĆ­.
  • Ā”Es un grosero! -exclamĆ³ la princesa, y siguiĆ³ su camino; pero a los pocos pasos volvieron a sonar las campanillas, tan lindamente:

Ā”Ay, querido AgustĆ­n, todo tiene su fin!

  • Escucha -dijo la princesa-. PregĆŗntale si aceptarĆ­a diez besos de mis damas.
  • Muchas gracias -fue la rĆ©plica del porquerizo-. Diez besos de la princesa o me quedo con el puchero.
  • Ā”Es un fastidio! – exclamĆ³ la princesa -. Pero, en fin, poneos todas delante de mĆ­, para que nadie lo vea.

Las damas se pusieron delante con los vestidos extendidos; el porquerizo recibiĆ³ los diez besos, y la princesa obtuvo la olla. Ā”Dios santo, cuĆ”nto se divirtieron! Toda la noche y todo el dĆ­a estuvo el puchero cociendo; no habĆ­a un solo hogar en la ciudad del que no supieran lo que en Ć©l se cocinaba, asĆ­ el del chambelĆ”n como el del remendĆ³n. Las damas no cesaban de bailar y dar palmadas.

  • Sabemos quien comerĆ” sopa dulce y tortillas, y quien comerĆ” papillas y asado. Ā”QuĆ© interesante!
  • InteresantĆ­simo -asintiĆ³ la Camarera Mayor. – SĆ­, pero de eso, ni una palabra a nadie; recordad que soy la hija del Emperador.
  • Ā”No faltaba mĆ”s! -respondieron todas-. Ā”Ni que decir tiene!

El porquerizo, o sea, el prĆ­ncipe -pero claro estĆ” que ellas lo tenĆ­an por un porquerizo autĆ©ntico- no dejaba pasar un solo dĆ­a sin hacer una cosa u otra. Lo siguiente que fabricĆ³ fue una carraca que, cuando giraba, tocaba todos los valses y danzas conocidos desde que el mundo es mundo.

  • Ā”Oh, esto es superbe! -exclamĆ³ la princesa al pasar por el lugar.
  • Ā”Nunca oĆ­ mĆŗsica tan bella! Oye, entra a preguntarle lo que vale el instrumento; pero nada de besos, Āæeh?
  • Pide cien besos de la princesa -fue la respuesta que trajo la dama de honor que habĆ­a entrado a preguntar.
  • Ā”Este hombre estĆ” loco! -gritĆ³ la princesa, echĆ”ndose a andar; pero se detuvo a los pocos pasos-. Hay que estimular el Arte -observĆ³-. Por algo soy la hija del Emperador. Dile que le darĆ© diez besos, como la otra vez; los noventa restantes los recibirĆ” de mis damas.
  • Ā”Oh, seƱora, nos darĆ” mucha vergĆ¼enza! manifestaron ellas.
  • Ā”Ridiculeces! -replicĆ³ la princesa-. Si yo lo beso, tambiĆ©n podĆ©is hacerlo vosotras. No olvidĆ©is que os mantengo y os pago-. Y las damas no tuvieron mĆ”s remedio que resignarse. – SerĆ”n cien besos de la princesa -replicĆ³ Ć©l- o cada uno se queda con lo suyo.
  • Poneos delante de mĆ­ -ordenĆ³ ella; y, una vez situadas las damas convenientemente, el prĆ­ncipe empezĆ³ a besarla.
  • ĀæQuĆ© alboroto hay en la pocilga? -preguntĆ³ el Emperador, que acababa de asomarse al balcĆ³n. Y, frotĆ”ndose los ojos, se calĆ³ los lentes-. Las damas de la Corte que estĆ”n haciendo de las suyas; bajarĆ© a ver quĆ© pasa.

Y se apretĆ³ bien las zapatillas, pues las llevaba muy gastadas. Ā”Demonios, y no se dio poca prisa! Al llegar al patio se adelantĆ³ callandito, callandito; por lo demĆ”s, las damas estaban absorbidas contando los besos, para que no hubiese engaƱo, y no se dieron cuenta de la presencia del Emperador, el cual se levantĆ³ de puntillas.

  • ĀæQuĆ© significa esto? -exclamĆ³ al ver el besuqueo, dĆ”ndole a su hija con la zapatilla en la cabeza cuando el porquerizo recibĆ­a el beso nĆŗmero ochenta y seis.
  • Ā”Fuera todos de aquĆ­! -gritĆ³, en el colmo de la indignaciĆ³n. Y todos hubieron de abandonar el reino, incluso la princesa y el porquerizo. Y he aquĆ­ a la princesa llorando, y al porquerizo regaƱƔndole, mientras llovĆ­a a cĆ”ntaros.
  • Ā”Ay, mĆ­sera de mĆ­! -exclamaba la princesa-. ĀæPor quĆ© no aceptĆ© al apuesto prĆ­ncipe? Ā”QuĆ© desgraciada soy!

Entonces el porquerizo se ocultĆ³ detrĆ”s de un Ć”rbol, y, limpiĆ”ndose la tizne que le manchaba la cara y quitĆ”ndose las viejas prendas con que se cubrĆ­a, volviĆ³ a salir esplĆ©ndidamente vestido de prĆ­ncipe, tan hermoso y gallardo, que la princesa no tuvo mĆ”s remedio que inclinarse ante Ć©l.

  • He venido a decirte mi desprecio -exclamĆ³ Ć©l-. Te negaste a aceptar a un prĆ­ncipe digno. No fuiste capaz de apreciar la rosa y el ruiseƱor, y, en cambio, besaste al porquerizo por una bagatela. Ā”Pues ahĆ­ tienes la recompensa!

Y entrĆ³ en su reino y le dio con la puerta en las narices. Ella tuvo que quedarse fuera y ponerse a cantar: Ā”Ay, querido AgustĆ­n, todo tiene su fin! Ā  El ruiseƱor Ā  Ā  En China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos aƱos de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo oigĆ”is, antes de que la historia se haya olvidado. El palacio del Emperador era el mĆ”s esplĆ©ndido del mundo entero, todo Ć©l de la mĆ”s delicada porcelana. Todo en Ć©l era tan precioso y frĆ”gil, que habĆ­a que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jardĆ­n estaba lleno de flores maravillosas, y de las mĆ”s bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. SĆ­, en el jardĆ­n imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso, que el propio jardinero no tenĆ­a idea de dĆ³nde terminaba. Si seguĆ­as andando, te encontrabas en el bosque mĆ”s esplĆ©ndido que quepa imaginar, lleno de altos Ć”rboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar, hondo y azul; grandes embarcaciones podĆ­an navegar por debajo de las ramas, y allĆ­ vivĆ­a un ruiseƱor que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche salĆ­a a retirar las redes, se detenĆ­a a escuchar sus trinos. – Ā”Dios santo, y quĆ© hermoso! -exclamaba; pero luego tenĆ­a que atender a sus redes y olvidarse del pĆ”jaro; hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repetĆ­a: – Ā”Dios santo, y quĆ© hermoso! De todos los paĆ­ses llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardĆ­n; pero en cuanto oĆ­an al ruiseƱor, exclamaban: – Ā”Esto es lo mejor de todo! De regreso a sus tierras, los viajeros hablaban de Ć©l, y los sabios escribĆ­an libros y mĆ”s libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardĆ­n, pero sin olvidarse nunca del ruiseƱor, al que ponĆ­an por las nubes; y los poetas componĆ­an inspiradĆ­simos poemas sobre el pĆ”jaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago. Aquellos libros se difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del Emperador. Se hallaba sentado en su sillĆ³n de oro, leyendo y leyendo; de vez en cuando hacĆ­a con la cabeza un gesto de aprobaciĆ³n, pues le satisfacĆ­a leer aquellas magnĆ­ficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jardĆ­n. Ā«Pero lo mejor de todo es el ruiseƱorĀ», decĆ­a el libro. Ā«ĀæQuĆ© es esto? -pensĆ³ el Emperador-. ĀæEl ruiseƱor? JamĆ”s he oĆ­do hablar de Ć©l. ĀæEs posible que haya un pĆ”jaro asĆ­ en mi imperio, y precisamente en mi jardĆ­n? Nadie me ha informado. Ā”EstĆ” bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!Ā» Y mandĆ³ llamar al mayordomo de palacio, un personaje tan importante, que cuando una persona de rango inferior se atrevĆ­a a dirigirle la palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a contestarle: Ā«Ā”P!Ā». Y esto no significa nada.

  • SegĆŗn parece, hay aquĆ­ un pĆ”jaro de lo mĆ”s notable, llamado ruiseƱor -dijo el Emperador-. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; Āæpor quĆ© no se me ha informado de este hecho?
  • Es la primera vez que oigo hablar de Ć©l -se justificĆ³ el mayordomo-. Nunca ha sido presentado en la Corte.
  • Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia -dijo el Emperador-. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo.
  • Es la primera vez que oigo hablar de Ć©l -repitiĆ³ el mayordomo-. Lo buscarĆ© y lo encontrarĆ©.

ĀæEncontrarlo?, ĀædĆ³nde? El dignatario se cansĆ³ de subir Y bajar escaleras y de recorrer salas y pasillos. Nadie de cuantos preguntĆ³ habĆ­a oĆ­do hablar del ruiseƱor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que se trataba de una de esas fĆ”bulas que suelen imprimirse en los libros. – Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasĆ­as y una cosa que llaman magia negra.

  • Pero el libro en que lo he leĆ­do me lo ha enviado el poderoso Emperador del JapĆ³n replicĆ³ el Soberano-; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oĆ­r al ruiseƱor. Que acuda esta noche a, mi presencia, para cantar bajo mi especial protecciĆ³n. Si no se presenta, mandarĆ© que todos los cortesanos sean pateados en el estĆ³mago despuĆ©s de cenar.
  • Ā”Tsing-pe! -dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos, y media Corte con Ć©l, pues a nadie le hacĆ­a gracia que le patearan el estĆ³mago. Y todo era preguntar por el notable ruiseƱor, conocido por todo el mundo menos por la

Corte. Finalmente, dieron en la cocina con una pobre muchachita, que exclamĆ³: – Ā”Dios mĆ­o! ĀæEl ruiseƱor? Ā”Claro que lo conozco! Ā”quĆ© bien canta! Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que estĆ” enferma. Vive allĆ” en la playa, y cuando estoy de regreso, me paro a descansar en el bosque y oigo cantar al ruiseƱor. Y oyĆ©ndolo se me vienen las lĆ”grimas a los ojos, como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emociĆ³n y dulzura. – PequeƱa fregaplatos -dijo el mayordomo-, te darĆ© un empleo fijo en la cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruiseƱor; estĆ” citado para esta noche. Todos se dirigieron al bosque, al lugar donde el pĆ”jaro solĆ­a situarse; media Corte tomaba parte en la expediciĆ³n. Avanzaban a toda prisa, cuando una vaca se puso a mugir.

  • Ā”Oh! -exclamaron los cortesanos-. Ā”Ya lo tenemos! Ā”QuĆ© fuerza para un animal tan pequeƱo! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo.
  • No, eso es una vaca que muge -dijo la fregona AĆŗn tenemos que andar mucho.

Luego oyeron las ranas croando en una charca. – Ā”MagnĆ­fico! -exclamĆ³ un cortesano-. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia.

  • No, eso son ranas -contestĆ³ la muchacha-.

Pero creo que no tardaremos en oƭrlo. Y en seguida el ruiseƱor se puso a cantar.

  • Ā”Es Ć©l! -dijo la niƱa-. Ā”Escuchad, escuchad! Ā”AllĆ­ estĆ”! – y seƱalĆ³ un avecilla gris posada en una rama.
  • ĀæEs posible? -dijo el mayordomo-. JamĆ”s lo habrĆ­a imaginado asĆ­. Ā”QuĆ© vulgar!

Seguramente habrĆ” perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos.

  • Mi pequeƱo ruiseƱor -dijo en voz alta la muchachita-, nuestro gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia.
  • Ā”Con mucho gusto! – respondiĆ³ el pĆ”jaro, y reanudĆ³ su canto, que daba gloria oĆ­rlo.
  • Ā”Parece campanitas de cristal! -observĆ³ el mayordomo.
  • Ā”Mirad cĆ³mo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiĆ©semos visto. CausarĆ” sensaciĆ³n en la Corte.
  • ĀæQuerĆ©is que vuelva a cantar para el Emperador? -preguntĆ³ el pĆ”jaro, pues creĆ­a que el Emperador estaba allĆ­.
  • Mi pequeƱo y excelente ruiseƱor -dijo el mayordomo -tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrĆ” deleitar con su magnĆ­fico canto a Su Imperial Majestad.
  • Suena mejor en el bosque -objetĆ³ el ruiseƱor; pero cuando le dijeron que era un deseo del Soberano, los acompaĆ±Ć³ gustoso.

En palacio todo habĆ­a sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de lĆ”mparas de oro; las flores mĆ”s exquisitas, con sus campanillas, habĆ­an sido colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos producĆ­an tales corrientes de aire, que las campanillas no cesaban de sonar, y uno no oĆ­a ni su propia voz. En medio del gran salĆ³n donde el Emperador estaba, habĆ­an puesto una percha de oro para el ruiseƱor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeƱa fregona habĆ­a recibido autorizaciĆ³n para situarse detrĆ”s de la puerta, pues tenĆ­a ya el tĆ­tulo de cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que podĆ­a empezar. El ruiseƱor cantĆ³ tan deliciosamente, que las lĆ”grimas acudieron a los ojos del Soberano; y cuando el pĆ”jaro las vio rodar por sus mejillas, volviĆ³ a cantar mejor aĆŗn, hasta llegarle al alma. El Emperador quedĆ³ tan complacido, que dijo que regalarĆ­a su chinela de oro al ruiseƱor para que se la colgase al cuello. Mas el pĆ”jaro le dio las gracias, diciĆ©ndole que ya se consideraba suficientemente recompensado.

  • He visto lĆ”grimas en los ojos del Emperador; Ć©ste es para mi el mejor premio. Las lĆ”grimas de un rey poseen una virtud especial. Dios sabe que he quedado bien recompensado -y reanudĆ³ su canto, con su dulce y melodioso voz.
  • Ā”Es la lisonja mĆ”s amable y graciosa que he escuchado en mi vida! -exclamaron las damas presentes; y todas se fueron a llenarse la boca de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues creĆ­an que tambiĆ©n ellas podĆ­an ser ruiseƱores. SĆ­, hasta los lacayos y camareras expresaron su aprobaciĆ³n, y esto es decir mucho, pues son siempre mĆ”s difĆ­ciles de contentar. Realmente, el ruiseƱor causĆ³ sensaciĆ³n.

Se quedarĆ­a en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el dĆ­a y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La verdad es que no eran precisamente de placer aquellas excursiones. Ā  Ā  Ā  Ā  EL TULLIDO Ā  Ɖrase una antigua casa seƱorial, habitada por gente joven y apuesta. Ricos en bienes y dinero, querĆ­an divertirse y hacer el bien. QuerĆ­an hacer feliz a todo el mundo, como lo eran ellos. Por Nochebuena instalaron un abeto magnĆ­ficamente adornado en el antiguo salĆ³n de Palacio. ArdĆ­a el fuego en la chimenea, y ramas del Ć”rbol navideƱo enmarcaban los viejos retratos. Desde el atardecer reinaba tambiĆ©n la alegrĆ­a en los aposentos de la servidumbre. TambiĆ©n habĆ­a allĆ­ un gran abeto con rojas y blancas velillas encendidas, banderitas danesas, cisnes recortados y redes de papeles de colores y llenas de golosinas. HabĆ­an invitado a los niƱos pobres de la parroquia, y cada uno habĆ­a acudido con su madre, a la cual, mĆ”s que a la copa del Ć”rbol, se le iban los ojos a la mesa de Nochebuena, cubierta de ropas de lana y de hilo, y toda clase de prendas de vestir. Aquello era lo que miraban las madres y los hijos ya mayorcitos, mientras los pequeƱos alargaban los brazos hacia las velillas, el oropel y las banderitas. La gente habĆ­a llegado a primeras horas de la tarde, y fue obsequiada con la clĆ”sica sopa navideƱa y asado de pato con berza roja. Una vez hubieron contemplado el Ć”rbol y recibido los regalos, se sirviĆ³ a cada uno un vaso de ponche y manzanas rellenas. Regresaron entonces a sus pobres casas, donde se hablĆ³ de la Ā«buena vidaĀ», es decir, de la buena comida, y se pasĆ³ otra vez revista a los regalos. Entre aquella gente estaban Garten-Kirsten y Garten-Ole, un matrimonio que tenĆ­a casa y comida a cambio de su trabajo en el jardĆ­n de Sus SeƱorĆ­as. Cada Navidad recibĆ­an su buena parte de los regalos. TenĆ­an ademĆ”s cinco hijos, y a todos los vestĆ­an los seƱores.

  • Son bondadosos nuestros amos -decĆ­an-. Tienen medios para hacer el bien, y gozan haciĆ©ndolo.
  • AhĆ­ tienen buenas ropas para que las rompan los cuatro -dijo Garten-Ole-. Mas, Āæpor quĆ© no hay nada para el tullido? Siempre suelen acordarse de Ć©l, aunque no vaya a la fiesta.

Era el hijo mayor, al que llamaban Ā«El tullidoĀ», pero su nombre era Juan. De niƱo habĆ­a sido el mĆ”s listo y vivaracho, pero de repente le entrĆ³ una Ā«debilidad en las piernasĀ», como ellos decĆ­an, y desde entonces no pudo tenerse de pie ni andar. Llevaba ya cinco aƱos en cama. – SĆ­, algo me han dado tambiĆ©n para Ć©l -dijo la madre. Pero es sĆ³lo un libro, para que pueda leer.

  • Ā”Eso no lo engordarĆ”! -observĆ³ el padre.

Pero Hans se alegrĆ³ de su libro. Era un muchachito muy despierto, aficionado a la lectura, aunque aprovechaba tambiĆ©n el tiempo para trabajar en las cosas Ćŗtiles en cuanto se lo permitĆ­a su condiciĆ³n. Era muy Ć”gil de dedos, y sabĆ­a emplear las manos; confeccionaba calcetines de lana, e incluso mantas. La seƱora habĆ­a hecho gran encomio de ellas y las habĆ­a comprado. Era un libro de cuentos el que acababan de regalar a Hans, y habĆ­a en Ć©l mucho que leer, y mucho que invitaba a pensar.

  • De nada va a servirle -dijeron los padres-. Pero dejemos que lea, le ayudarĆ” a matar el tiempo. No siempre ha de estar haciendo calceta.

Vino la primavera. Empezaron a brotar la hierba y las flores, y tambiĆ©n los hierbajos, como se suele llamar a las ortigas a pesar de las cosas bonitas que de ellas dice aquella canciĆ³n religiosa: Si los reyes se reuniesenĀ  y juntaran sus tesoros,Ā  no podrĆ­an aƱadirĀ  una sola hoja a la ortiga. En el jardĆ­n de Sus SeƱorĆ­as habĆ­a mucho que hacer, no solamente para el jardinero y sus aprendices, sino tambiĆ©n para Garten-Kirsten y Garten-Ole.

  • Ā”QuĆ© pesado! -decĆ­an-. AĆŗn no hemos terminado de escardar y arreglar los caminos, y ya los han pisado de nuevo. Ā”Hay un ajetreo con los invitados de la casa! Ā”Lo que cuesta! Suerte que los seƱores son ricos.
  • Ā”QuĆ© mal repartido estĆ” todo! -decĆ­a Ole-. SegĆŗn el seƱor cura, todos somos hijos de Dios. ĀæPor quĆ© estas diferencias?
  • Por culpa del pecado original -respondĆ­a Kirsten.

De eso hablaban una noche, sentados junto a la cama del tullido, que estaba leyendo sus cuentos. Las privaciones, las fatigas y los cuidados habĆ­an encallecido las manos de los padres, y tambiĆ©n su juicio y sus opiniones. No lo comprendĆ­an, no les entraba en la cabeza, y por eso hablaban siempre con amargura y envidia. – Hay quien vive en la abundancia y la felicidad, mientras otros estĆ”n en la miseria. ĀæPor quĆ© hemos de purgar la desobediencia y la curiosidad de nuestros primeros padres? Ā”Nosotros no nos habrĆ­amos portado como ellos!

  • SĆ­, habrĆ­amos hecho lo mismo -dijo sĆŗbitamente el tullido Hans. – AquĆ­ estĆ”, en el libro.
  • ĀæQuĆ© es lo que estĆ” en el libro? -preguntaron los padres.

Y entonces Hans les leyĆ³ el antiguo cuento del leƱador y su mujer. TambiĆ©n ellos decĆ­an pestes de la curiosidad de AdĆ”n y Eva, culpables de su desgracia. He aquĆ­ que acertĆ³ a pasar el rey del paĆ­s: Ā«Seguidme -les dijo- y vivirĆ©is tan bien como yo: siete platos para comer y uno para mirarlo. EstĆ” en una sopera tapada, que no debĆ©is tocar; de lo contrario, se habrĆ” terminado vuestra buena vidaĀ». Ā«ĀæQuĆ© puede haber en la sopera?Ā», dijo la mujer. Ā«Ā”No nos importa!Ā», replicĆ³ el marido. Ā«No soy curiosa -prosiguiĆ³ ella-; sĆ³lo quisiera saber por quĆ© no nos estĆ” permitido levantar la tapadera. Estoy segura que es algo exquisitoĀ». Ā«Con tal que no haya alguna trampa, por ejemplo, una pistola que al dispararse despierte a toda la casaĀ». Ā«Tienes razĆ³nĀ», dijo la mujer, sin tocar la sopera. Pero aquella noche soĆ±Ć³ que la tapa se levantaba sola y salĆ­a del recipiente el aroma de aquel ponche delicioso que se sirve en las bodas y los entierros. Y habĆ­a una moneda de plata con esta inscripciĆ³n: Ā«Si bebĆ©is de este ponche, serĆ©is las dos personas mĆ”s ricas del mundo, y todos los demĆ”s hombres se convertirĆ”n en pordioseros comparados con vosotrosĀ». DespertĆ³se la mujer y contĆ³ el sueƱo a su marido. Ā«Piensas demasiado en estoĀ», dijo Ć©l. Ā«PodrĆ­amos hacerlo con cuidadoĀ», insistiĆ³ ella. Ā«Ā”Cuidado!Ā», dijo el hombre; y la mujer levantĆ³ con gran cuidado la tapa. Y he aquĆ­ que saltaron dos ligeros ratoncillos, y en un santiamĆ©n desaparecieron por una ratonera. Ā«Ā”Buenas noches! -dijo el Rey-. Ya podĆ©is volveros a vuestra casa a vivir de lo vuestro. Y no volvĆ”is a censurar a AdĆ”n y Eva, pues os habĆ©is mostrado tan curiosos y desagradecidos como ellosĀ».

  • Ā”CĆ³mo habrĆ” venido a parar al libro esta historia! -dijo Garten-Ole.
  • DirĆ­ase que estĆ” escrita precisamente para nosotros. Es cosa de pensarlo.

Al dĆ­a siguiente volvieron al trabajo. Los tostĆ³ el sol, y la lluvia los calĆ³ hasta los huesos. Rumiaron sus melancĆ³licos pensamientos. No habĆ­a anochecido aĆŗn, cuando ya habĆ­an cenado sus papillas de leche.

  • Ā”Vuelve a leernos la historia del leƱador! -dijo Garten-Ole.
  • Hay otras que todavĆ­a no conocĆ©is -respondiĆ³ Hans.
  • No me importan dijo Garten-Ole -. Prefiero oĆ­r la que conozco.

Y el matrimonio volviĆ³ a escucharla; y mĆ”s de una noche se la hicieron repetir. – No acabo de entenderlo -dijo Garten-Ole -. Con las personas ocurre lo que con la leche: que se cuaja, y una parte se convierte en fino requesĆ³n, y la otra, en suero aguado. Los hay que tienen suerte en todo, se pasan el dĆ­a muy repantingados y no sufren cuidados ni privaciones. El tullido oyĆ³ lo que decĆ­a. El chico era dĆ©bil de piernas, pero despejado de cabeza, y les leyĆ³ de su libro un cuento titulado Ā«El hombre sin necesidades ni preocupacionesĀ». ĀæDĆ³nde estarĆ­a ese hombre? HabĆ­a que dar con Ć©l.

Ā EL ULTIMO DIA

De todos los dĆ­as de nuestra vida, el mĆ”s santo es aquel en que morimos; es el Ćŗltimo dĆ­a, el grande y sagrado dĆ­a de nuestra transformaciĆ³n. ĀæTe has detenido alguna vez a pensar seriamente en esa hora suprema, la Ćŗltima de tu existencia terrena? Hubo una vez un hombre, un creyente a machamartillo, segĆŗn decĆ­an, un campeĆ³n de la divina palabra, que era para Ć©l ley, un celoso servidor de un Dios celoso. He aquĆ­ que la Muerte llegĆ³ a la vera de su lecho, la Muerte, con su cara severa de ultratumba.

  • Ha sonado tu hora, debes seguirme -le dijo, tocĆ”ndole los pies con su dedo gĆ©lido; y sus pies quedaron rĆ­gidos. Luego la Muerte le tocĆ³ la frente y el corazĆ³n, que cesĆ³ de latir, y el alma saliĆ³ en pos del Ć”ngel exterminador.

Pero en los breves segundos que transcurrieron entre el momento en que sintiĆ³ el contacto de la Muerte en el pie y en la frente y el corazĆ³n, desfilĆ³ por la mente del moribundo, como una enorme oleada negra, todo lo que la vida le habĆ­a aportado e inspirado. Con una mirada recorriĆ³ el vertiginoso abismo y con un pensamiento instantĆ”neo abarcĆ³ todo el camino inconmensurable. AsĆ­, en un instante, vio en una ojeada de conjunto, la mirĆ­ada incontable de estrellas, cuerpos celestes y mundos que flotan en el espacio infinito. En un momento asĆ­, el terror sobrecoge al pecador empedernido que no tiene nada a que agarrarse; tiene la impresiĆ³n de que se hunde en el vacĆ­o insondable. El hombre piadoso, en cambio, descansa tranquilamente su cabeza en Dios y se le entrega como un niƱo:

  • Ā”HĆ”gase en mĆ­ Tu voluntad!

Pero aquel moribundo no se sentĆ­a como un niƱo; se daba cuenta de que era un hombre. No temblaba como el pecador, pues se sabĆ­a creyente. Se habĆ­a mantenido aferrado a las formas de la religiĆ³n con toda rigidez; eran millones, lo sabĆ­a, los destinados a seguir por el ancho camino de la condenaciĆ³n; con el hierro y el fuego habrĆ­a podido destruir aquĆ­ sus cuerpos, como serĆ­an destrozadas sus almas y seguirĆ­an siĆ©ndolo por una eternidad. Pero su camino iba directo al cielo, donde la gracia le abrĆ­a las puertas, la gracia prometedora. Y el alma siguiĆ³ al Ć”ngel de la muerte, despuĆ©s de mirar por Ćŗltima vez al lecho donde yacĆ­a la imagen del polvo envuelta en la mortaja, una copia extraƱa del propio yo. Y volando llegaron a lo que parecĆ­a un enorme vestĆ­bulo, a pesar de que estaba en un bosque; la Naturaleza aparecĆ­a recortada, distendida, desatada y dispuesta en hileras, arreglada artificiosamente como los antiguos jardines franceses; se celebraba una especie de baile de disfraces.

  • Ā”AhĆ­ tienes la vida humana! -dijo el Ć”ngel de la muerte.

Todos los personajes iban mĆ”s o menos disfrazados; no todos los que vestĆ­an de seda y oro eran los mĆ”s nobles y poderosos, ni todos los que se cubrĆ­an con el ropaje de la pobreza eran los mĆ”s bajos e insignificantes. Era una mascarada asombrosa, y lo mĆ”s sorprendente de ella era que todos se esforzaban cuidadosamente en ocultar algo debajo de sus vestidos; pero uno tiraba del otro para dejar aquello a la vista, y entonces asomaba una cabeza de animal: en uno, la de un mono, con su risa sardĆ³nica; en otro, la de un feo chivo, de una viscosa serpiente o de un macilento pez. Era la bestia que todos llevamos dentro, la que arraiga en el hombre; y pegaba saltos, queriendo avanzar, y cada uno la sujetaba, con sus ropas, mientras los demĆ”s la apartaban, diciendo: Ā«Ā”Mira! Ā”AhĆ­ estĆ”, ahĆ­ estĆ”!Ā», y cada uno ponĆ­a al descubierto la miseria del otro.

  • ĀæQuĆ© animal vivĆ­a en mĆ­? -preguntĆ³ el alma errante; y el Ć”ngel de la muerte le seƱalĆ³ una figura orgullosa. Alrededor de su cabeza brillaba una aureola de brillantes colores, pero en el corazĆ³n del hombre se ocultaban los pies del animal, pies de pavo real; la aureola no era sino la cola abigarrada del ave.

Cuando prosiguieron su camino, otras grandes aves gritaron perversamente desde las ramas de los Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  Ć”rboles, Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  con Ā Ā Ā Ā  voces Ā  humanas muy inteligibles:

  • Peregrino de la muerte, Āæno te acuerdas de mĆ­?

Eran los malos pensamientos y las concupiscencias de los dĆ­as de su vida, que gritaban: Ā«ĀæNo te acuerdas de mĆ­?Ā». Por un momento se espantĆ³ el alma, pues reconociĆ³ las voces, los malos pensamientos y deseos que se presentaban como testigos de cargo.

  • Ā”Nada bueno vive en nuestra carne, en nuestra naturaleza perversa! -exclamĆ³ el alma-. Pero mis pensamientos no se convirtieron en actos, el mundo no vio sus malos frutos -. Y apresurĆ³ el paso, para escapar de aquel horrible griterĆ­o; mas los grandes pajarracos negros la perseguĆ­an, describiendo cĆ­rculos a su alrededor, gritando con todas sus fuerzas, como para que el mundo entero los oyese. El alma se puso a brincar como una corza acosada, y a cada salto ponĆ­a el pie sobre agudas piedras, que le abrĆ­an dolorosas heridas. – ĀæDe dĆ³nde vienen estas piedras cortantes? Yacen en el suelo como hojas marchitas.
  • Cada una de ellas es una palabra imprudente que se escapĆ³ de tus labios, y que hiriĆ³ a tu prĆ³jimo mucho mĆ”s dolorosamente de como ahora las piedras te lastiman los pies. – Ā”Nunca pensĆ© en ello! -dijo el alma.
  • No juzguĆ©is si no querĆ©is ser juzgados -resonĆ³ en el aire.
  • Ā”Todos hemos pecado! -dijo el alma, volviendo a levantarse-. Yo he observado fielmente la Ley y el Evangelio; hice lo que pude, no soy como los demĆ”s.

AsĆ­ llegaron a la puerta del cielo, y el Ć”ngel guardiĆ”n de la entrada preguntĆ³:

  • ĀæQuiĆ©n eres? Dime cuĆ”l es tu fe y pruĆ©bamela con tus acciones.
  • He guardado rigurosamente los mandamientos. Me he humillado a los ojos del mundo, he odiado y perseguido la maldad y a los malos, a los que siguen por el ancho camino de la perdiciĆ³n, y seguirĆ© haciĆ©ndolo a sangre y fuego, si puedo.
  • ĀæEres entonces un adepto de Mahoma? preguntĆ³ el Ć”ngel.
  • ĀæYo? Ā”JamĆ”s!
  • Quien empuƱe la espada morirĆ” por la espada, ha dicho el Hijo. TĆŗ no tienes su fe. ĀæEres acaso un hijo de Israel, de los que dicen con MoisĆ©s: Ā«Ojo por ojo, diente por dienteĀ»; un hijo de Israel, cuyo Dios vengativo es sĆ³lo dios de tu pueblo?
  • Ā”Soy cristiano!
  • No te reconozco ni en tu fe ni en tus hechos. La doctrina de Cristo es toda ella reconciliaciĆ³n, amor y gracia.
  • Ā”Gracia! -resonĆ³ en los etĆ©reos espacios; la puerta del cielo se abriĆ³, y el alma se precipitĆ³ hacia la incomparable magnificencia.

Pero la luz que de ella irradiaba eran tan cegadora, tan penetrante, que el alma hubo de retroceder como ante una espada desnuda; y las melodĆ­as sonaban dulces y conmovedoras, como ninguna lengua humana podrĆ­a expresar. El alma, temblorosa, se inclinĆ³ mĆ”s y mĆ”s, mientras penetraba en ella la celeste claridad; y entonces sintiĆ³ lo que nunca antes habĆ­a sentido: el peso de su orgullo, de su dureza y su pecado. Se hizo la luz en su pecho.

  • Lo que de bueno hice en el mundo, lo hice porque no supe hacerlo de otro modo; pero lo malo… Ā”eso sĆ­ que fue cosa mĆ­a!

Y el alma se sintiĆ³ deslumbrada por la purĆ­sima luz celestial y desplomĆ³se desmayada, envuelta en sĆ­ misma, postrada, inmadura para el reino de los cielos, y, pensando en la severidad y la justicia de Dios, no se atreviĆ³ a pronunciar la palabra Ā«graciaĀ». Y, no obstante, vino la gracia, la gracia inesperada. El cielo divino estaba en el espacio inmenso, el amor de Dios se derramaba, se vertĆ­a en Ć©l en plenitud inagotable. – Ā”Santa, gloriosa, dulce y eterna seas, oh, alma humana! -cantaron los Ć”ngeles. Todos, todos retrocederemos asustados como aquella alma el dĆ­a postrero de nuestra vida terrena, ante la grandiosidad y la gloria del reino Ā  de los Ā Ā Ā Ā Ā  cielos. Nos Ā Ā Ā  inclinaremos profundamente y nos postraremos humildes, y, no obstante, nos sostendrĆ” Su Amor y Su Gracia, y volaremos por nuevos caminos, purificados, Ā Ā Ā Ā  ennoblecidos Ā  y Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  mejores, acercĆ”ndonos cada vez mĆ”s a la magnificencia de la luz, y, fortalecidos por ella, podremos entrar en la eterna claridad.

EL ULTIMO SUEƑO DEL VIEJO ROBLE

HabĆ­a una vez en el bosque, sobre los acantilados que daban al mar, un vetusto roble, que tenĆ­a exactamente trescientos sesenta y cinco aƱos. Pero todo este tiempo, para el Ć”rbol no significaba mĆ”s que lo que significan otros tantos dĆ­as para nosotros, los hombres. Nosotros velamos de dĆ­a, dormimos de noche y entonces tenemos nuestros sueƱos. La cosa es distinta con el Ć”rbol, pues vela por espacio de tres estaciones, y sĆ³lo en invierno queda sumido en sueƱo; el invierno es su tiempo de descanso, es su noche tras el largo dĆ­a formado por la primavera, el verano y el otoƱo. Aquel insecto que apenas vive veinticuatro horas y que llamamos efĆ­mera, mĆ”s de un caluroso dĆ­a de verano habĆ­a estado bailando, viviendo, flotando y disfrutando en torno a su copa. DespuĆ©s, el pobre animalito descansaba en silenciosa bienaventuranza sobre una de las verdes hojas de roble, y entonces el Ć”rbol le decĆ­a siempre:

  • Ā”Pobre pequeƱa! Tu vida entera dura sĆ³lo un momento. Ā”QuĆ© breve! Es un caso bien triste.
  • ĀæTriste? – respondĆ­a invariablemente la efĆ­mera -. ĀæQuĆ© quieres decir? Todo es tan luminoso y claro, tan cĆ”lido y magnĆ­fico, y yo me siento tan contenta…
  • Pero sĆ³lo un dĆ­a y todo terminĆ³.
  • ĀæTerminĆ³? – replicaba la efĆ­mera -. ĀæQuĆ© es lo que termina? ĀæHas terminado tĆŗ, acaso?
  • No, yo vivo miles y miles de tus dĆ­as, y mi dĆ­a abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan largo, que tĆŗ no puedes calcularlo.
  • No te comprendo, la verdad. TĆŗ tienes millares de mis dĆ­as, pero yo tengo millares de instantes para sentirme contenta y feliz. ĀæTermina acaso toda esa magnificencia del mundo, cuando tĆŗ mueres?
  • No – decĆ­a el roble -. ContinĆŗa mĆ”s tiempo, un tiempo infinitamente mĆ”s largo del que puedo imaginar.
  • Entonces nuestra existencia es igual de larga, sĆ³lo que la contamos de modo diferente.

Y la efĆ­mera danzaba y se mecĆ­a en el aire, satisfecha de sus alas sutiles y primorosas, que parecĆ­an hechas de tul y terciopelo. Gozaba del aire cĆ”lido, impregnado del aroma de los campos de trĆ©bol y de las rosas silvestres, las lilas y la madreselva, para no hablar ya de la aspĆ©rula, las primaveras y la menta rizada. Tan intenso era el aroma, que la efĆ­mera sentĆ­a como una ligera embriaguez. El dĆ­a era largo y esplĆ©ndido, saturado de alegrĆ­a y de aire suave, y en cuanto el sol se ponĆ­a, el insecto se sentĆ­a invadido de un agradable cansancio, producido por tanto gozar. Las alas se resistĆ­an a sostenerlo, y, casi sin darse cuenta, se deslizaba por el tallo de hierba, blando y ondeante, agachaba la cabeza como sĆ³lo Ć©l sabe hacerlo, y se quedaba alegremente dormido. Ɖsta era su muerte. – Ā”Pobre, pobre efĆ­mera! – exclamaba el roble -. Ā”QuĆ© vida tan breve! Y cada dĆ­a se repetĆ­a la misma danza, el mismo coloquio, la misma respuesta y el mismo desvanecerse en el sueƱo de la muerte. RepetĆ­ase en todas las generaciones de las efĆ­meras, y todas se mostraban igualmente felices y contentas. El roble habĆ­a estado en vela durante toda su maƱana primaveral, su mediodĆ­a estival y su ocaso otoƱal. Llegaba ahora el perĆ­odo del sueƱo, su noche. AcercĆ”base el invierno. VenĆ­an ya las tempestades, cantando: Ā«Ā”Buenas noches, buenas noches! Ā”CayĆ³ una hoja, cayĆ³ una hoja! Ā”Cosechamos, cosechamos! Vete a acostar. Te cantaremos en tu sueƱo, te sacudiremos, pero, Āæverdad que eso le hace bien a las viejas ramas? Crujen de puro placer. Ā”Duerme dulcemente, duerme dulcemente! Es tu noche nĆŗmero trescientos sesenta y cinco; en realidad, eres docemesino. Ā”Duerme dulcemente! La nube verterĆ” nieve sobre ti. Te harĆ” de sĆ”bana, una caliente manta que te envolverĆ” los pies. Duerme dulcemente, y sueƱaĀ». Y el roble se quedĆ³ despojado de todo su follaje, dispuesto a entregarse a su prolongado sueƱo invernal y soƱar; a soƱar siempre con las cosas vividas, exactamente como en los sueƱos de los humanos. TambiĆ©n Ć©l habĆ­a sido pequeƱo. Su cuna habĆ­a sido una bellota. SegĆŗn el cĆ³mputo de los hombres, se hallaba ahora en su cuarto siglo. Era el roble mĆ”s corpulento y hermoso del bosque; su copa rebasaba todos los demĆ”s Ć”rboles, y era visible desde muy adentro del mar, sirviendo a los marinos de punto de referencia. No pensaba Ć©l en los muchos ojos que lo buscaban. En lo mĆ”s alto de su verde copa instalaban su nido las palomas torcaces, y el cuclillo gritaba su nombre. En otoƱo, cuando las hojas parecĆ­an lĆ”minas de cobre forjado, acudĆ­an las aves de paso y descansaban en ella antes de emprender el vuelo a travĆ©s del mar. Mas ahora habĆ­a llegado el invierno; el Ć”rbol estaba sin hojas, y quedaban al desnudo los Ć”ngulos y sinuosidades que formaban sus ramas. VenĆ­an las cornejas y los grajos a posarse a bandadas sobre Ć©l, charlando acerca de los duros tiempos que empezaban y de lo difĆ­cil que resultarĆ­a procurarse la pitanza. Fue precisamente en los dĆ­as santos de las Navidades cuando el roble tuvo su sueƱo mĆ”s bello. Vais a oĆ­rlo. El Ć”rbol se daba perfecta cuenta de que era tiempo de fiesta. CreĆ­a oĆ­r en derredor el taƱido de las campanas de las iglesias, y se sentĆ­a como en un esplĆ©ndido dĆ­a de verano, suave y caliente. Verde y lozana extendĆ­a su poderosa copa, los rayos del sol jugueteaban entre sus hojas y ramas, el aire estaba impregnado del aroma de hierbas y matas olorosas. Pintadas mariposas jugaban a la gallinita ciega, y las efĆ­meras danzaban como si todo hubiese sido creado sĆ³lo para que ellas pudiesen bailar y alegrarse. Todo lo que el Ć”rbol habĆ­a vivido y visto en el curso de sus aƱos desfilaba ante Ć©l como un festivo cortejo. VeĆ­a cabalgar a travĆ©s del bosque gentileshombres y damas de tiempos remotos, con plumas en el sombrero y halcones en la mano. Resonaba el cuerno de caza, y ladraban los perros. Vio luego soldados enemigos con armas relucientes y uniformes abigarrados, con lanzas y alabardas, que levantaban, sus tiendas y volvĆ­an a plegarlas; ardĆ­an fuegos de vivaque, y bajo las amplias ramas del Ć”rbol los hombres cantaban y dormĆ­an. Vio felices parejas de enamorados que se encontraban a la luz de la luna y entallaban en la verdosa corteza las iniciales de sus nombres. Un dĆ­a – habĆ­an transcurrido ya muchos aƱos -, unos alegres estudiantes colgaron una cĆ­tara y un arpa eĆ³lica de las ramas del roble; y he aquĆ­ que ahora reaparecĆ­an y sonaban melodiosamente. Las palomas torcaces arrullaban como si quisieran contar lo que sentĆ­a el Ć”rbol, y el cuclillo pregonaba a voz en grito los dĆ­as de verano que le quedaban aĆŗn de vida. Fue como si un nuevo flujo de vida recorriese el Ć”rbol, desde las Ćŗltimas fibras de la raĆ­z hasta las ramas mĆ”s altas y las hojas. SintiĆ³ el roble como si se estirara y extendiera. Por las raĆ­ces notaba, que tambiĆ©n bajo tierra hay vida y calor. SentĆ­a crecer su fuerza, crecĆ­a sin cesar. ElevĆ”base el tronco continuamente, ganando altura por momentos. La copa se hacĆ­a mĆ”s densa, ensanchĆ”ndose y subiendo. Y cuanto mĆ”s crecĆ­a el Ć”rbol, tanto mayor era su sensaciĆ³n de bienestar y su anhelo, impregnado de felicidad indecible, de seguir elevĆ”ndose hasta llegar al sol resplandeciente y ardoroso. Rebasaba ya en mucho las nubes, que desfilaban por debajo de Ć©l cual oscuras bandadas de aves migratorias o de blancos cisnes. Y cada una de las hojas del Ć”rbol estaba dotada de vista, como, si tuviese un ojo capaz de ver. Las estrellas se hicieron visibles de dĆ­a, tal eran de grandes y brillantes; cada una lucĆ­a como un par de ojos, unos ojos muy dulces y lĆ­mpidos. Recordaban queridos ojos conocidos, ojos de niƱos, de enamorados, cuĆ”ndo se encontraban bajo el Ć”rbol. Eran momentos de infinita felicidad, y, sin embargo, en medio de su ventura sintiĆ³ el roble un vivo afĆ”n de que todos los restantes Ć”rboles del bosque, matas, hierbas y flores, pudieran elevarse con Ć©l, para disfrutar tambiĆ©n de aquel esplendor y de aquel gozo. Entre tanta magnificencia, una cosa faltaba a la felicidad del poderoso roble: no poder compartir su dicha con todos, grandes y pequeƱos, y este sentimiento hacĆ­a vibrar las ramas y las hojas con tanta intensidad como un pecho humano. MoviĆ³se la copa del Ć”rbol como si buscara algo, como si algo le faltara. MirĆ³ atrĆ”s, y la fragancia de la aspĆ©rula y la aĆŗn mĆ”s intensa de la madreselva y la violeta, subieron hasta ella; y el roble creyĆ³, oĆ­r la llamada del cuclillo. Y he aquĆ­ que empezaron a destacar por entre las nubes las verdes cimas del bosque, y el roble vio cĆ³mo crecĆ­an los demĆ”s Ć”rboles hasta alcanzar su misma altura. Las hierbas y matas subĆ­an tambiĆ©n; algunas se desprendĆ­an de las raĆ­ces, para encaramarse mĆ”s rĆ”pidamente. El abedul fue el mĆ”s ligero; cual blanco rayo proyectĆ³ a lo alto su esbelto tronco, mientras las ramas se agitaban como un tul verde o como banderas. Todo el bosque crecĆ­a, incluso la caƱa de pardas hojas, y las aves seguĆ­an cantando, y en el tallito que ondeaba a modo de una verde cinta de seda, el saltamontes jugaba con el ala posada sobre la pata. Zumbaban los abejorros y las abejas, cada pĆ”jaro entonaba su canciĆ³n, y todo era melodĆ­a y regocijo en las regiones del Ć©ter.

  • Pero tambiĆ©n deberĆ­an participar la florecilla del agua – dijo el roble -, y la campanilla azul, y la diminuta margarita -. SĆ­, el roble deseaba que todos, hasta los mĆ”s humildes, pudiesen tomar parte en la fiesta.
  • Ā”AquĆ­ estamos, aquĆ­ estamos! – se oyĆ³ gritar. – Pero la hermosa aspĆ©rula del Ćŗltimo verano (el aƱo pasador hubo aquĆ­ una verdadera alfombra de lirios de los valles) y el manzano, silvestre, Ā”tan hermoso como era!, y toda la magnificencia de aƱos atrĆ”s… Ā”quĆ© lĆ”stima que haya muerto todo, y no puedan gozar con nosotros!
  • Ā”AquĆ­ estamos, aquĆ­ estamos! – oyĆ³se el coro, mĆ”s alto aĆŗn que antes. ParecĆ­a como si se hubiesen adelantado en su vuelo.
  • Ā”QuĆ© hermoso! – exclamĆ³, entusiasmado, el viejo roble Ā”Los tengo a todos, grandes y chicos, no falta ni uno! ĀæCĆ³mo es posible tanta dicha?
  • En el reino de Dios todo es posible – oyĆ³se una voz.

Y el Ć”rbol, que seguĆ­a creciendo incesantemente, sintiĆ³ que las raĆ­ces se soltaban de la tierra.

  • Esto es lo mejor de todo – exclamĆ³ el Ć”rbol -. Ya no me sujeta nada allĆ” abajo. Ya puedo elevarme hasta el infinito en la luz y la gloria. Y me rodean todos los que quiero, chicos y grandes.
  • Ā”Todos!

Ɖste fue el sueƱo del roble; y mientras soƱaba, una furiosa tempestad se desencadenĆ³ por mar y tierra en la santa noche de Navidad. El ocĆ©ano lanzaba terribles olas contra la orilla, crujiĆ³ el Ć”rbol y fue arrancado de raĆ­z, precisamente mientras soƱaba que sus raĆ­ces se desprendĆ­an del suelo. Sus trescientos sesenta y cinco aƱos no representaban ya mĆ”s que el dĆ­a de la efĆ­mera. La maƱana de Navidad, cuando volviĆ³ a salir el sol, la tempestad se habĆ­a calmado. Todas las campanas doblaban en son de fiesta, y de todas las chimeneas, hasta la del jornalero, que era la mĆ”s pequeƱa y humilde, elevĆ”base el humo azulado, como del altar en un sacrificio de acciĆ³n de gracias. El mar se fue tambiĆ©n calmando progresivamente, y en un gran buque que aquella noche habĆ­a tenido que capear el temporal, fueron izados los gallardetes.

  • Ā”No estĆ” el Ć”rbol, el viejo roble que nos seƱalaba la tierra! – decĆ­an los marinos -. Ha sido abatido en esta noche tempestuosa. ĀæQuiĆ©n va a sustituirlo? Nadie podrĆ” hacerlo.

Tal fue el panegĆ­rico, breve pero efusivo, que se dedicĆ³ al Ć”rbol, el cual yacĆ­a tendido en la orilla, bajo un manto de nieve. Y sobre Ć©l resonaba un solemne coro procedente del barco, una canciĆ³n evocadora de la alegrĆ­a navideƱa y de la redenciĆ³n del alma humana por Cristo, y de la vida eterna: RegocĆ­jate, grey cristiana. Vamos ya a bajar anclas. Nuestra alegrĆ­a es sin par. Ā”Aleluya, aleluya! AsĆ­ decĆ­a el himno religioso, y todos los tripulantes se sentĆ­an elevados a su manera por el canto y la oraciĆ³n, como el viejo roble en su Ćŗltimo sueƱo, el sueƱo mĆ”s bello de su Nochebuena.

Ā ELVIEJO FAROL

Has oĆ­do la historia del viejo farol de la calle? No es muy alegre por cierto; sin embargo, vale la pena oĆ­rla. Era un buen farol que habĆ­a estado alumbrando la calle durante muchos aƱos. Lo dieron de baja, y aquĆ©lla era la Ćŗltima noche que, desde lo alto de su poste, debĆ­a enviar su luz a la calle. Por eso su estado de Ć”nimo era algo parecido al de una vieja bailarina que da su Ćŗltima representaciĆ³n, sabiendo que al dĆ­a siguiente habrĆ” de encerrarse, olvidada, en su buhardilla. El farol tenĆ­a miedo del dĆ­a siguiente, pues no ignoraba que serĆ­a llevado por primera vez a las casas consistoriales, donde el Ā«ilustre Concejo municipalĀ» dictaminarĆ­a si era aĆŗn Ćŗtil o inĆŗtil. DecidirĆ­an entonces si lo enviarĆ­an a iluminar uno de los puentes o una fĆ”brica del campo; tal vez irĆ­a a parar a una fundiciĆ³n, como chatarra, y entonces podrĆ­a convertirse en mil cosas diferentes; pero lo atormentaba la duda de si en su nueva condiciĆ³n conservarĆ­a el recuerdo de su existencia como farol. Lo que sĆ­ era seguro es que deberĆ­a separarse del vigilante y su mujer, a quienes consideraba como su familia: se convirtiĆ³ en farol el dĆ­a en que el hombre fue nombrado vigilante. Por aquel entonces la mujer era muy peripuesta; sĆ³lo al anochecer, cuando pasaba por allĆ­, levantaba los ojos para mirarlo; pero de dĆ­a no lo hacĆ­a jamĆ”s. En cambio, en el curso de los Ćŗltimos aƱos, cuando ya los tres, el vigilante, su mujer y el farol, habĆ­an envejecido, ella lo habĆ­a cuidado, limpiado la lĆ”mpara y echado aceite. Era un matrimonio honrado, y a la lĆ”mpara no le habĆ­an estafado ni una gota. Y he aquĆ­ que aquĆ©lla era su Ćŗltima noche de calle; al dĆ­a siguiente lo llevarĆ­an al ayuntamiento. Estos pensamientos tenĆ­an muy perturbado al farol; imaginaos, pues, cĆ³mo arderĆ­a. Pero por su cabeza pasaron tambiĆ©n otros recuerdos; habĆ­a visto muchas cosas e iluminado otras muchas, acaso tantas como el Ā«ilustre Concejo municipalĀ»; pero se lo callaba, porque era un farol viejo y honrado y no querĆ­a despotricar contra nadie, y menos contra una autoridad. PensĆ³ en muchas cosas, mientras oscilaba su llama; era como si un presentimiento le dijese: Ā«SĆ­, tambiĆ©n se acordarĆ”n de ti. AllĆ­ estaba aquel apuesto joven – Ā”ay, cuĆ”ntos aƱos habĆ­an pasado! – que llegĆ³ con una carta escrita en elegante papel color de rosa, con canto dorado y fina escritura femenina. La leyĆ³ dos veces, y, besĆ”ndola, levantĆ³ hasta mĆ­ la mirada, que decĆ­a: – Ā”Soy el mĆ”s feliz de los hombres!. – SĆ³lo Ć©l y yo supimos lo que decĆ­a aquella primera carta de la amada. Recuerdo tambiĆ©n otro par de ojos; Ā”es curioso, los saltos que pueden darse con el pensamiento! En nuestra calle hubo un dĆ­a un magnĆ­fico entierro; la mujer, joven y bonita, yacĆ­a en el fĆ©retro, en el coche fĆŗnebre tapizado de terciopelo. LucĆ­an tantas flores y coronas, y brillaban tantos blandones, que yo quedĆ© casi eclipsado. Toda la acera estaba llena de personas que acompaƱaban al cadĆ”ver; pero cuando todos los cirios se hubieron alejado y yo mirĆ© a mi alrededor, quedaba solamente un hombre junto al poste, llorando, y nunca olvidarĆ© aquellos ojos llenos de tristeza que me mirabanĀ». Muchos pensamientos pasaron asĆ­ por la mente del viejo farol, que alumbraba la calle por vez postrera. El centinela que es relevado conoce por lo menos a su sucesor y puede decirle unas palabras; pero el farol no conocĆ­a al suyo, y, sin embargo, le habrĆ­a proporcionado algunas informaciones acerca de la lluvia y la niebla, de hasta dĆ³nde llegaba la luz de la luna en la acera, y de quĆ© lado soplaba el viento. En el arroyo habĆ­a tres personajes que se habĆ­an presentado al farol, en la creencia de que Ć©l tenĆ­a atribuciones para designar a su sucesor. Uno de ellos era una cabeza de arenque, que en la oscuridad es fosforescente, por lo cual pensaba que representarĆ­a un notable ahorro de aceite si lo colocaban en la cima del poste de alumbrado. El segundo aspirante era un pedazo de madera podrida, el cual luce tambiĆ©n, y aun mĆ”s que un bacalao, segĆŗn afirmaba Ć©l, diciendo, ademĆ”s, que era el Ćŗltimo resto de un Ć”rbol, que antaƱo habĆ­a sido la gloria del bosque. El tercero era una luciĆ©rnaga. De dĆ³nde procedĆ­a, el farol lo ignoraba, pero lo cierto era que se habĆ­a presentado y que era capaz de dar luz; sin embargo, la cabeza de arenque y la madera podrida aseguraban que sĆ³lo podĆ­a brillar a determinadas horas, por lo que no merecĆ­a ser tomada en consideraciĆ³n. El viejo farol objetĆ³ que ninguno de los tres poseĆ­a la intensidad luminosa suficiente para ser elevado a la categorĆ­a de lĆ”mpara callejera, pero ninguno se lo creyĆ³, y cuando se enteraron de que el farol no estaba facultado para otorgar el puesto, manifestaron que la medida era muy acertada, pues realmente estaba demasiado decrĆ©pito para poder elegir con justicia. Entonces llegĆ³ el viento, que venĆ­a de la esquina y soplĆ³ por el tubo de ventilaciĆ³n del viejo farol.

  • Ā”QuĆ© oigo! -dijo-. ĀæQuĆ© maƱana te marchas? ĀæƉsta es la Ćŗltima noche que nos encontramos?

En ese caso voy a hacerte un regalo; voy a airearte la cabeza de tal modo, que no sĆ³lo recordarĆ”s clara y perfectamente todo lo que has oĆ­do y visto, sino que ademĆ”s verĆ”s con la mayor lucidez cuanto se lea o se cuente en tu presencia.

  • Ā”Bueno es esto! -dijo el viejo farol-. Muchas gracias. Ā”Con tal que no me fundan!
  • No lo harĆ”n todavĆ­a -dijo el viento-, y ahora voy a soplar en tu memoria. Si consigues mĆ”s regalos de esta clase, disfrutarĆ”s de una vejez dichosa.
  • Ā”Con tal que no me fundan! -repitiĆ³ el farol-. ĀæPodrĆ­as tambiĆ©n en este caso asegurarme la memoria?
  • Viejo farol, sĆ© razonable -dijo el viento soplando. En aquel mismo momento saliĆ³ la luna-. ĀæY usted quĆ© regalo trae? – preguntĆ³ el viento.
  • Yo no regalo nada -respondiĆ³ la luna-. Estoy en menguante, y los faroles nunca me han iluminado, sino al contrario, soy yo quien he dado luz a los faroles -. Y asĆ­ diciendo, la luna se ocultĆ³ de nuevo detrĆ”s de las nubes, pues no querĆ­a que la importunasen.

CayĆ³ entonces una gota de agua, como de una gotera, y fue a dar en el tubo de ventilaciĆ³n; pero dijo que procedĆ­a de las grises nubes, y era tambiĆ©n un regalo, acaso el mejor de todos.

  • Te penetro de tal manera, que tendrĆ”s la propiedad de transformarte, en una noche, si lo deseas, en herrumbre, desmoronĆ”ndote y convirtiĆ©ndote en polvo -. Al farol le pareciĆ³ aquĆ©l un regalo muy poco envidiable, y el viento estuvo de acuerdo con Ć©l-. ĀæNo tiene nada mejor? ĀæNo tiene nada mejor? -soplĆ³ con toda su fuerza. En esto cayĆ³ una brillante estrella fugaz, que dibujĆ³ una larga estela luminosa.
  • ĀæQuĆ© ha sido esto? -exclamĆ³ la cabeza de arenque-. ĀæNo acaba de caer una estrella? Me parece que se metiĆ³ en el farol. Ā”Caramba!, si personajes tan encumbrados solicitan tambiĆ©n el cargo, ya podemos nosotros retirarnos a casita -. Y asĆ­ lo hizo, junto con sus compaƱeros. Pero el farol brillĆ³ de pronto con una intensidad asombrosa -. Ā”Ɖste sĆ­ que ha sido un magnĆ­fico regalo! -dijo-. Las estrellas rutilantes, que tanto me gustaron siempre y que brillan tan maravillosamente, mucho mĆ”s de lo que yo haya podido hacerlo nunca a pesar de todos mis deseos y esfuerzos, han reparado en mĆ­, pobre viejo farol, y me han enviado un regalo por una de ellas. Y este regalo consiste en que todo lo que yo pienso y veo tan claramente, tambiĆ©n puede ser visto por todos aquellos a quienes quiero. Y Ć©ste si que es un verdadero placer, pues la alegrĆ­a compartida es doble alegrĆ­a.
  • Es un pensamiento muy digno -dijo el viento-, pero, Āæno sabes que tambiĆ©n las velas pertenecen a esta clase? Si no encienden dentro de ti una vela, no puedes ayudar a nadie a ver nada. En esto no han pensado las estrellas; creen que todo lo que brilla tiene en sĆ­, por lo menos, una vela. Pero estoy cansado -aƱadiĆ³ el viento voy a echarme un rato-. Y se calmĆ³.

Al dĆ­a siguiente -bueno, el dĆ­a podemos saltarlo-, a la noche siguiente estaba el farol en la butaca. ĀæY dĆ³nde? Pues en casa del vigilante, el cual habĆ­a rogado al ilustre Concejo Municipal que le permitiese guardarlo, en pago de sus muchos y buenos servicios. Se rieron de Ć©l, pero se lo dieron, y ahĆ­ tenĆ©is a nuestro farol en la butaca, al lado de la estufa encendida; y parecĆ­a como si hubiese crecido, tanto, que ocupaba casi todo el sillĆ³n. Los viejos estaban cenando, y dirigĆ­an de vez en cuando afectuosas miradas al farol, al que gustosos habrĆ­an asignado un puesto en la mesa. Su vivienda estaba en el sĆ³tano, a dos buenas varas bajo tierra. Para llegar a su habitaciĆ³n habĆ­a que atravesar un corredor enlosado, pero dentro la temperatura era agradable, pues habĆ­an puesto burlete en la puerta. El cuarto tenĆ­a un aspecto limpio y aseado, con cortinas en torno a las camas y en las ventanitas, sobre las cuales se veĆ­an dos singulares macetas, que el marinero Christian habĆ­a traĆ­do de las Indias Orientales u Occidentales. Eran dos elefantes de arcilla, a los que faltaba el dorso; en el lugar de Ć©ste brotaban, de la tierra que llenaba el cuerpo de los elefantes, un magnĆ­fico puerro y un gran geranio florido: la primera maceta era el huerto del matrimonio; la segunda, su jardĆ­n. De la pared colgaba un gran cuadro de vistosos colores: Ā«El Congreso de VienaĀ». De este modo tenĆ­an reunidos a todos los emperadores y reyes. Un reloj de Bornholm, con sus pesas de plomo, cantaba su eterno tic-tac, adelantĆ”ndose siempre; pero mejor es un reloj que adelanta que uno que atrasa, pensaban los viejos. Estaban, pues, comiendo su cena, segĆŗn ya dijimos, con el farol depositado en el sillĆ³n, cerca de la estufa. Al farol parecĆ­ale que aquello era el mundo al revĆ©s. Pero cuando el vigilante, mirĆ”ndolo, empezĆ³ a hablar de lo que habĆ­an pasado juntos, bajo la lluvia y la niebla, en las claras y breves noches de verano y la Ć©poca de las nieves, en que tanto habĆ­a deseado Ć©l regresar a su sĆ³tano, el farol sintiĆ³ que todo volvĆ­a a estar en su sitio, pues veĆ­a todo lo que el otro contaba, como si estuviese allĆ­ mismo. Realmente el viento lo habĆ­a iluminado por dentro. Eran diligentes y despiertos los dos viejos; ni una hora permanecĆ­an ociosos. En la tarde del domingo sacaban del armario algĆŗn libro, generalmente un relato de viajes, y el viejo leĆ­a en voz alta acerca de Ɓfrica, con sus grandes selvas y elefantes salvajes, y la anciana escuchaba atentamente, dirigiendo miradas de reojo a las macetas de arcilla en figura de elefantes -. Ā”Me parece casi que los veo! -decĆ­a. Entonces, el farol experimentaba vivĆ­simos deseos de tener allĆ­ una vela, para que la encendiesen en su interior; asĆ­, la mujer verĆ­a las cosas con la misma claridad que Ć©l: los corpulentos Ć”rboles, las entrelazadas ramas, los negros a caballo y grandes manadas de elefantes aplastando con sus anchos pies los caƱaverales y los arbustos.

  • ĀæDe quĆ© me sirven todas mis aptitudes, si no hay aquĆ­ ninguna vela? -suspiraba el farol-. SĆ³lo tienen aceite y luces de sebo, pero eso no es suficiente.

Un dĆ­a apareciĆ³ en el sĆ³tano todo un paquete de cabos de vela; los mayores fueron encendidos, y los mĆ”s pequeƱos los utilizĆ³ la vieja para encerar el hilo cuando cosĆ­a. Ya tenĆ­an luz de vela, pero a ninguno de los ancianos se le ocurrĆ­a poner un cabo en el farol.

  • Y yo aquĆ­ quieto, con mis raras aptitudes decĆ­a Ć©ste-. Lo poseo todo y no puedo compartirlo con ellos. No saben que podrĆ­a transformar las blancas paredes en hermosĆ­simos tapices, en ricos bosques, en todo cuanto pudieran apetecer. Ā”No lo saben!

Por lo demĆ”s, el farol descansaba muy limpito y aseado en un rincĆ³n, bien visible a todas horas; y aun cuando la gente decĆ­a que era un trasto viejo, el vigilante y su mujer lo seguĆ­an guardando; le tenĆ­an afecto. Un dĆ­a -era el cumpleaƱos del vigilante-, la vieja se acercĆ³ al farol y dijo:

  • Voy a iluminar la casa en tu obsequio.

El farol hizo crujir el tubo de ventilaciĆ³n, pensando: Ā«Ā”Ahora verĆ”n lo que es luz!Ā». Pero en lugar de una vela le pusieron aceite. ArdiĆ³ toda la noche, pero sabiendo que el don que le concedieran las estrellas, el mejor don de todos, seria un tesoro muerto para esta vida. Y soĆ±Ć³ – cuando se poseen semejantes facultades, bien se puede soƱar – que los viejos habĆ­an muerto, y que Ć©l habĆ­a ido a parar al fundidor e iba a ser fundido; temĆ­a tambiĆ©n que lo llevasen al ayuntamiento, y el ilustre Concejo Municipal lo condenase; pero aun cuando poseĆ­a la propiedad de convertirse en herrumbre y polvo a su antojo, no lo hizo. AsĆ­ pasĆ³ al horno de fundiciĆ³n y fue transformado en hermosĆ­simo candelabro de hierro, destinado a sostener un cirio. DiĆ©ronle forma de Ć”ngel, un Ć”ngel que sostenĆ­a un ramo de flores; en el centro del ramo pusieron la vela, y el candelabro fue colocado sobre una mesa escritorio cubierta de un paƱo verde. La habitaciĆ³n era acogedora; habĆ­a muchos libros, colgaban hermosos cuadros – era la morada de un poeta, y todo lo que decĆ­a y escribĆ­a se reflejaba en derredor. La habitaciĆ³n evocaba espesos bosques oscuros, prados baƱados de sol donde se paseaba arrogante la cigĆ¼eƱa, cubiertas de naves mecidas por las olas…

  • Ā”QuĆ© aptitudes tengo! -dijo el farol al despertarse-. Casi deberĆ­a desear que me fundieran. Pero no, no mientras vivan estos viejos. Me quieren por mĆ­ mismo. Vengo a ser un poco como su hijo, pues me cuidaron y me dieron aceite, y lo paso tan bien como Ā«El CongresoĀ», con todo y ser Ć©l tan noble.

Desde aquel dĆ­a menguĆ³ su agitaciĆ³n interior; y bien se lo merecĆ­a el viejo y honrado farol. Ā  Ā  Ā  Ā  EL YESQUERO Ā  Por la carretera marchaba un soldado marcando el paso. Ā”Un, dos, un, dos! Llevaba la mochila al hombro y un sable al costado, pues venĆ­a de la guerra, y ahora iba a su pueblo. Mas he aquĆ­ que se encontrĆ³ en el camino con una vieja bruja. Ā”Uf!, Ā”quĆ© espantajo!, con aquel labio inferior que le colgaba hasta el pecho.

  • Ā”Buenas tardes, soldado! – le dijo -. Ā”Hermoso sable llevas, y quĆ© mochila tan grande! Eres un soldado hecho y derecho. Voy a enseƱarte la manera de tener todo el dinero que desees.
  • Ā”Gracias, vieja bruja! – respondiĆ³ el soldado.
  • ĀæVes aquel Ć”rbol tan corpulento? – prosiguiĆ³ la vieja, seƱalando uno que crecĆ­a a poca distancia -. Por dentro estĆ” completamente hueco. Pues bien, tienes que trepar a la copa y verĆ”s un agujero; te deslizarĆ”s por Ć©l hasta que llegues muy abajo del tronco. Te atarĆ© una cuerda alrededor de la cintura para volverte a subir cuando llames.
  • ĀæY quĆ© voy a hacer dentro del Ć”rbol? – preguntĆ³ el soldado.
  • Ā”Sacar dinero! – exclamĆ³ la bruja -. Mira; cuando estĆ©s al pie del tronco te encontrarĆ”s en un gran corredor muy claro, pues lo alumbran mĆ”s de cien lĆ”mparas. VerĆ”s tres puertas; podrĆ”s abrirlas, ya que tienen la llave en la cerradura. Al entrar en la primera habitaciĆ³n encontrarĆ”s en el centro una gran caja, con un perro sentado encima de ella. El animal tiene ojos tan grandes como tazas de cafĆ©; pero no te apures. Te darĆ© mi delantal azul; lo extiendes en el suelo, coges rĆ”pidamente al perro, lo depositas sobre el delantal y te embolsas todo el dinero que quieras; son monedas de cobre. Si prefieres plata, deberĆ”s entrar en el otro aposento; en Ć©l hay un perro con ojos tan grandes como ruedas de molino; pero esto no debe preocuparse. Lo pones sobre el delantal y coges dinero de la caja. Ahora bien, si te interesa mĆ”s el oro, puedes tambiĆ©n obtenerlo, tanto como quieras; para ello debes entrar en el tercer aposento. Mas el perro que hay en Ć©l tiene los ojos tan grandes como la Torre Redonda. Ā”A esto llamo yo un perro de verdad! Pero nada de asustarte. Lo colocas sobre mi delantal, y no te harĆ” ningĆŗn daƱo, y podrĆ”s sacar de la caja todo el oro que te venga en gana.
  • Ā”No estĆ” mal!- exclamĆ³ el soldado -. Pero, ĀæquĆ© habrĆ© de darte, vieja bruja? Pues supongo que algo querrĆ”s para ti.
  • No – contestĆ³ la mujer -, ni un cĆ©ntimo. Para mĆ­ sacarĆ”s un viejo yesquero, que mi abuela se olvidĆ³ ahĆ­ dentro, cuando estuvo en el Ć”rbol la Ćŗltima vez.
  • Bueno, pues Ć”tame ya la cuerda a la cintura – convino el soldado.
  • AhĆ­ tienes – respondiĆ³ la bruja -, y toma tambiĆ©n mi delantal azul.

SubiĆ³se el soldado a la copa del Ć”rbol, se deslizĆ³ por el agujero y, tal como le dijera la bruja, se encontrĆ³ muy pronto en el espacioso corredor en el que ardĆ­an las lĆ”mparas. Y abriĆ³ la primera puerta. Ā”Uf! AllĆ­ estaba el perro de ojos como tazas de cafĆ©, mirĆ”ndolo fijamente.

  • Ā”Buen muchacho! – dijo el soldado, cogiendo al animal y depositĆ”ndolo sobre el delantal de la bruja. LlenĆ³se luego los bolsillos de monedas de cobre, cerrĆ³ la caja, volviĆ³ a colocar al perro encima y pasĆ³ a la habitaciĆ³n siguiente. En efecto, allĆ­ estaba el perro de ojos como ruedas de molino.
  • Mejor harĆ­as no mirĆ”ndome asĆ­ -le dijo-. Te va a doler la vista -. Y sentĆ³ al perro sobre el delantal. Al ver en la caja tanta plata, tirĆ³ todas las monedas de cobre que llevaba encima y se llenĆ³ los bolsillos y la mochila de las del blanco metal.

PasĆ³ entonces al tercer aposento. Aquello presentaba mal cariz; el perro tenĆ­a, en efecto, los ojos tan grandes como la Torre Redonda, y los movĆ­a como sĆ­ fuesen ruedas de molino.

  • Ā”Buenas noches! -dijo el soldado llevĆ”ndose la mano a la gorra, pues perro como aquel no lo habĆ­a visto en su vida. Una vez lo hubo observado bien, pensĆ³: Ā«Bueno, ya estĆ” vistoĀ», cogiĆ³ al perro, lo puso en el suelo y abriĆ³ la caja. Ā”SeƱor, y quĆ© montones de oro! HabrĆ­a como para comprar la ciudad de Copenhague entera, con todos los cerditos de mazapĆ”n de las pastelerĆ­as y todos los soldaditos de plomo, lĆ”tigos y caballos de madera de balancĆ­n del mundo entero. Ā”AllĆ­ sĆ­ que habĆ­a oro, palabra!

TirĆ³ todas las monedas de plata que llevaba encima, las reemplazĆ³ por otras de oro, y se llenĆ³ los bolsillos, la mochila, la gorra y las botas de tal modo que apenas podĆ­a moverse. Ā”No era poco rico, ahora! VolviĆ³ a poner al perro sobre la caja, cerrĆ³ la puerta y, por el hueco del tronco, gritĆ³

  • Ā”SĆŗbeme ya, vieja bruja!
  • ĀæTienes el yesquero? – preguntĆ³ la mujer.
  • Ā”Caramba! – exclamĆ³ el soldado -, Ā”pues lo habĆ­a olvidado! Y fue a buscar la bolsita, con la yesca y el pedernal dentro. La vieja lo sacĆ³ del Ć”rbol, y nuestro hombre se encontrĆ³ de nuevo en el camino, con los bolsillos, las botas, la mochila y la gorra repletos de oro.
  • ĀæPara quĆ© quieres el yesquero? – preguntĆ³ el soldado.
  • Ā”Eso no te importa! – replicĆ³ la bruja -. Ya tienes tu dinero; ahora dame la bolsita.
  • ĀæConque sĆ­, eh? – exclamĆ³ el mozo -. Ā”Me dices enseguida para quĆ© quieres el yesquero, o desenvaino el sable y te corto la cabeza!
  • Ā”No! -insistiĆ³ la mujer.

Y el soldado le cercenĆ³ la cabeza y dejĆ³ en el suelo el cadĆ”ver de la bruja. Puso todo el dinero en su delantal, colgĆ³selo de la espalda como un hato, guardĆ³ tambiĆ©n el yesquero y se encaminĆ³ directamente a la ciudad. Era una poblaciĆ³n magnĆ­fica, y nuestro hombre entrĆ³ en la mejor de sus posadas y pidiĆ³ la mejor habitaciĆ³n y sus platos preferidos, pues ya era rico con tanto dinero. Al criado que recibiĆ³ orden de limpiarle las botas ocurriĆ³sele que eran muy viejas para tan rico caballero; pero es que no se habĆ­a comprado aĆŗn unas nuevas. Al dĆ­a siguiente adquiriĆ³ unas botas como Dios manda y vestidos elegantes. Y ahĆ­ tenĆ©is al soldado convertido en un gran seƱor. Le contaron todas las magnificencias que contenĆ­a la ciudad, y le hablaron del Rey y de lo preciosa que era la princesa, su hija.

  • ĀæDĆ³nde se puede ver? – preguntĆ³ el soldado.
  • No hay medio de verla – le respondieron -. Vive en un gran palacio de cobre, rodeado de muchas murallas y torres. Nadie, excepto el Rey, puede entrar y salir, pues existe la profecĆ­a de que la princesa se casarĆ” con un simple soldado, y el Monarca no quiere pasar por ello. Ā«Me gustarĆ­a verlaĀ», pensĆ³ el soldado; pero no habĆ­a modo de obtener una autorizaciĆ³n. El hombre llevaba una gran vida: iba al teatro, paseaba en coche por el parque y daba mucho dinero a los pobres, lo cual decĆ­a mucho en su favor. Se acordaba muy bien de lo duro que es no tener una perra gorda. Ahora era rico, vestĆ­a hermosos trajes e hizo muchos amigos, que lo consideraban como persona excelente, un autĆ©ntico caballero, lo cual gustaba al soldado. Pero como cada dĆ­a gastaba dinero y nunca ingresaba un cĆ©ntimo, al final le quedaron sĆ³lo dos ochavos. Tuvo que abandonar las lujosas habitaciones a que se habĆ­a acostumbrado y alojarse en la buhardilla, en un cuartucho sĆ³rdido bajo el tejado, limpiarse Ć©l mismo las botas y coserlas con una aguja saquera. Y sus amigos dejaron de visitarlo; Ā”habĆ­a que subir tantas escaleras!.

EN EL MAR REMOTO Ā  Varios grandes barcos habĆ­an sido enviados a las regiones del Polo Norte para descubrir los lĆ­mites mĆ”s septentrionales entre la tierra y el mar, e investigar hasta dĆ³nde podĆ­an avanzar los hombres en aquellos parajes. Llevaban ya mucho tiempo abriĆ©ndose paso por entre la niebla y los hielos, y sus tripulaciones habĆ­an tenido que sufrir muchas penalidades. Ahora habĆ­a llegado el invierno y desaparecido el sol; durante muchas, muchas semanas, reinĆ³ la noche continua; en derredor todo era un Ćŗnico bloque de hielo, en el que los barcos habĆ­an quedado aprisionados; la nieve alcanzaba gran altura, y con ella habĆ­an construido casas en forma de colmena, algunas grandes como tĆŗmulos, y otras, mĆ”s pequeƱas, capaces de albergar solamente de dos a cuatro hombres. Sin embargo, la oscuridad no era completa, pues las auroras boreales enviaban sus resplandores rojos y azules; era como un eterno castillo de fuegos artificiales, y la nieve despedĆ­a un tenue brillo; la noche era allĆ­ como un largo crepĆŗsculo llameante. En los perĆ­odos de mayor claridad se presentaban grupos de indĆ­genas de singularĆ­simo aspecto, con sus hirsutos abrigos de pieles; iban montados en trineos construidos de trozos de hielo, y traĆ­an pieles en grandes fardos, gracias a las cuales las casas de nieve pudieron ser provistas de calientes alfombras. Las pieles servĆ­an, ademĆ”s, de mantas y almohadas, y con ellas los marineros se arreglaban camas bajo sus cĆŗpulas de nieve, mientras en el exterior arreciaba el frĆ­o con una intensidad desconocida incluso en los mĆ”s rigurosos inviernos nĆ³rdicos. En nuestra patria era todavĆ­a otoƱo, y de ello se acordaban aquellos hombres perdidos en tan altas latitudes; pensaban en el sol de su tierra y en el follaje amarillo que colgaba aĆŗn de sus Ć”rboles. El reloj les dijo que era noche y hora de acostarse, y en una de las chozas de nieve dos hombres se tendieron a descansar. El mĆ”s joven tenĆ­a consigo el mejor y mĆ”s preciado tesoro de la patria, regalo de su abuela en el momento de su partida: la Biblia. Cada noche se la ponĆ­a debajo de la cabeza; ya desde niƱo sabĆ­a lo que en ella estaba escrito. LeĆ­a un trozo cada dĆ­a, y estando en el lecho le venĆ­an con gran frecuencia a la memoria aquellas santas palabras de consuelo: Ā«Si tomase yo las alas de la aurora y estuviese en el mar mĆ”s remoto, Tu mano me guiarĆ­a hasta allĆ­, y Tu diestra me sostendrĆ­aĀ». Y a estas palabras de verdad se cerraban sus ojos y llegaba el sueƱo, la revelaciĆ³n del espĆ­ritu en Dios; el alma estaba viva mientras el cuerpo reposaba; Ć©l lo sentĆ­a, parecĆ­ale como si resonasen viejas y queridas melodĆ­as, como si le envolvieran tibias brisas estivales; y desde su lecho veĆ­a cĆ³mo un gran resplandor se filtraba a travĆ©s de la nĆ­vea cĆŗpula. Levantaba la cabeza, y aquel blanco refulgente no era pared ni techo, sino las grandes alas de un Ć”ngel, a cuyo rostro dulce y radiante alzaba los ojos. Como del cĆ”liz de un lirio salĆ­a el Ć”ngel de las pĆ”ginas de la Biblia, extendĆ­a los brazos, y las paredes de la choza se esfumaban a modo de un sutil y vaporoso manto de niebla: los verdes prados y colinas de la patria, y sus bosques oscuros y rojizos se extendĆ­an en derredor, al sol apacible de un bello dĆ­a de otoƱo; el nido de la cigĆ¼eƱa estaba vacĆ­o, pero colgaban todavĆ­a frutos de los manzanos silvestres, aunque habĆ­an caĆ­do ya las hojas; brillaban los rojos escaramujos, y el estornino silbaba en su pequeƱa jaula verde, colocada sobre la ventana de la casa de campo, donde tenĆ­a Ć©l su hogar; el pĆ”jaro silbaba como le habĆ­an enseƱado, y la abuela le ponĆ­a mijo en la jaula, segĆŗn viera hacer siempre al nieto; y la hija del herrero, tan joven y tan linda, sacaba agua del pozo y dirigĆ­a un saludo a la abuela, quien le correspondĆ­a con un gesto de la cabeza, mostrĆ”ndole al mismo tiempo una carta llegada de muy lejos. Se habĆ­a recibido aquella misma maƱana; venĆ­a de las heladas tierras del polo Norte, donde se encontraba el nieto – en manos de Dios -. Y las dos mujeres reĆ­an y lloraban a la vez, y Ć©l, que todo lo veĆ­a y oĆ­a desde aquellos parajes de hielo y nieve, en el mundo del espĆ­ritu bajo las alas del Ć”ngel, reĆ­a con ellas y con ellas lloraba. En la carta se leĆ­an aquellas mismas palabras de la Biblia: Ā«En el mar mĆ”s remoto, su diestra me sostendrĆ”Ā». SonĆ³ en derredor una sublime mĆŗsica, como salida de un coro celeste, mientras el Ć”ngel extendĆ­a sus alas, a modo de velo, sobre el mozo dormido… Se desvaneciĆ³ el sueƱo; en la choza reinaba la oscuridad, pero la Biblia seguĆ­a bajo su cabeza, la fe y la esperanza moraban en su corazĆ³n, Dios estaba con Ć©l, y tambiĆ©n la patria, Ā«en el mar remotoĀ». Ā  Ā  Ā  ES LA PURA VERDAD

  • Ā”Es un caso espantoso! -exclamĆ³ una gallina del extremo opuesto del pueblo, donde el hecho no habĆ­a sucedido-. Ā”Ha pasado algo espantoso en el gallinero de allĆ”! Lo que es esta noche, no duermo sola. Menos mal que somos tantas -. Y les contĆ³ el caso, y a las demĆ”s gallinas se les erizaron las plumas, y al gallo se le cayĆ³ la cresta. Ā”Es la pura verdad!

Pero empecemos por el principio, pues la cosa sucediĆ³ en un gallinero del otro extremo del pueblo. Se ponĆ­a el sol, y las gallinas se subĆ­an a su percha; una de ellas, blanca y paticorta, ponĆ­a sus huevos con toda regularidad y era una gallina de lo mĆ”s respetable. Una vez en su percha, se dedicĆ³ a asearse con el pico, y en la operaciĆ³n perdiĆ³ una pluma.

  • Ā”Ya volĆ³ una! -dijo-. Cuanto mĆ”s me desplumo, mĆ”s guapa estoy -. Lo dijo en broma, pues de todas las gallinas era la de carĆ”cter mĆ”s alegre; por lo demĆ”s, como ya dijimos, era la respetabilidad personificada. Y luego se puso a dormir.

El gallinero estaba a oscuras; las gallinas estaban alineadas en su percha, pero la contigua a la nuestra permanecĆ­a despierta. Aquellas palabras las habĆ­a oĆ­do y no las habĆ­a oĆ­do, como a menudo conviene hacer en este mundo, si uno quiere vivir en paz y tranquilidad. Con todo, no pudo contenerse y dijo a la vecina del otro lado:

  • ĀæNo has oĆ­do? No quiero citar nombres, pero lo cierto es que hay aquĆ­ una gallina que se despluma para parecer mĆ”s hermosa. Si yo fuese gallo, la despreciarĆ­a.

Pero he aquƭ que mƔs arriba de las gallinas vivƭa la lechuza, con su marido y su prole; todos los miembros de la familia tenƭan un oƭdo finƭsimo y oyeron las palabras de la gallina, y, oyƩndolas, revolvieron los ojos, y la madre lechuza se puso a abanicarse con las alas.

  • Ā”No escuchĆ©is esas cosas! Pero habĆ©is oĆ­do lo que acaban de decir, Āæverdad?. Yo lo he oĆ­do con mis propias orejas; Ā”lo que oirĆ”n aĆŗn, las pobres, antes de que se me caigan! Hay una gallina que hasta tal punto ha perdido toda nociĆ³n de decencia, que se estĆ” arrancando todas las plumas a la vista del gallo.
  • Prenez garde aux enfants! -exclamĆ³ el padre lechuza-. Estas cosas no son para que las oigan los niƱos.
  • Pero voy a contĆ”rselo a la lechuza de enfrente. Es la mĆ”s respetable de estos alrededores -. Y se echĆ³ a volar.
  • Ā”JujĆŗ, ujĆŗ! -y las dos se estuvieron asĆ­ comadreando sobre el palomar del vecino, y luego contaron la historia a las palomas: – ĀæHabĆ©is oĆ­do, habĆ©is oĆ­do? Ā”UjĆŗ! Hay una gallina que por amor del gallo se ha arrancado todas las plumas. Ā”Y se morirĆ” helada, si no lo ha hecho ya! Ā”UjĆŗ!
  • ĀæDĆ³nde, dĆ³nde? -arrullaron las palomas.
  • En el corral de enfrente. Es como si lo hubiese visto con mis ojos. Es un caso tan indecoroso, que una casi no se atreve a contarlo, pero es la pura verdad.
  • Ā”La purra, la purra verrdad! -corearon las palomas, y, dirigiĆ©ndose al gallinero de abajo: – Hay una gallina -dijeron-, y hay quien afirma que son dos, que se han arrancado todas las plumas para distinguirse de las demĆ”s y llamar la atenciĆ³n del gallo. Es el colmo… y peligroso, ademĆ”s, pues se puede pescar un resfriado y morirse de una calentura… Y parece que ya han muerto, Ā”las dos!
  • Ā”Despertad, despertad! -gritĆ³ el gallo subiĆ©ndose a la valla con los ojos soƱolientos, pero vociferando a todo pulmĆ³n: – Ā”Tres gallinas han muerto vĆ­ctimas de su desgraciado amor por un gallo!. Se arrancaron todas las plumas. Es una historia horrible, y no quiero guardĆ”rmela en el buche. Ā”Pasadla, que corra! – Ā”Que corra! -silbaron los murciĆ©lagos, y las gallinas cacarearon, y los gallos cantaron: – Ā”Que corra, que corra! -. Y de este modo la historia fue pasando de gallinero en gallinero, hasta llegar, finalmente, a aquel del cual habĆ­a salido.
  • Son cinco gallinas -decĆ­an- que se han arrancado todas las plumas para que el gallo viera cĆ³mo habĆ­an adelgazado por su amor, y luego se picotearon mutuamente hasta matarse, con gran bochorno y vergĆ¼enza de su familia y gran perjuicio para el dueƱo.

Como es natural, la gallina a la que se la habĆ­a soltado la plumita no se reconociĆ³ como la protagonista del suceso, y siendo, como era, una gallina respetable, dijo:

  • Este tipo de gallinas merecen el desprecio general. Ā”Desgraciadamente, abundan mucho! Ɖstas cosas no deben ocultarse, y harĆ© cuanto pueda para que el hecho se publique en el periĆ³dico; que lo sepa todo el paĆ­s. Se lo tienen bien merecido las gallinas, y tambiĆ©n su familia. Y la cosa apareciĆ³ en el periĆ³dico, en letras de molde, y es la pura verdad: Ā«Una plumilla puede muy bien convertirse en cinco gallinasĀ».

HISTORIA DE UNA MADRE Ā  Ā  Ā  Estaba una madre sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues temĆ­a que el pequeƱo se muriera. Ɖste, en efecto, estaba pĆ”lido como la cera, tenĆ­a los ojitos medio cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una aspiraciĆ³n profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por momentos al contemplar a la tierna criatura. Llamaron a la puerta y entrĆ³ un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor, que parecĆ­a una manta de caballo; son mantas que calientan, pero Ć©l estaba helado. Se estaba en lo mĆ”s crudo del invierno; en la calle todo aparecĆ­a cubierto de hielo y nieve, y soplaba un viento cortante. Como el viejo tiritaba de frĆ­o y el niƱo se habĆ­a quedado dormido, la madre se levantĆ³ y puso a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al anciano. Ɖste se habĆ­a sentado junto a la cuna, y mecĆ­a al niƱo. La madre volviĆ³ a su lado y se estuvo contemplando al pequeƱo, que respiraba fatigosamente y levantaba la manita. – ĀæCrees que vivirĆ”? -preguntĆ³ la madre-. Ā”El buen Dios no querrĆ” quitĆ”rmelo! El viejo, que era la Muerte en persona, hizo un gesto extraƱo con la cabeza; lo mismo podĆ­a ser afirmativo que negativo. La mujer bajĆ³ los ojos, y las lĆ”grimas rodaron por sus mejillas. TenĆ­a la cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y se quedĆ³ un momento como aletargada; pero volviĆ³ en seguida en sĆ­, temblando de frĆ­o.

  • ĀæQuĆ© es esto? -gritĆ³, mirando en todas direcciones. El viejo se habĆ­a marchado, y la cuna estaba vacĆ­a. Ā”Se habĆ­a llevado al niƱo! El reloj del rincĆ³n dejĆ³ oĆ­r un ruido sordo, la gran pesa de plomo cayĆ³ rechinando hasta el suelo, Ā”paf!, y las agujas se detuvieron.

La desolada madre saliĆ³ corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve habĆ­a una mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo:

  • La Muerte estuvo en tu casa; lo sĆ©, pues la vi escapar con tu hijito. Volaba como el viento. Ā”JamĆ”s devuelve lo que se lleva!
  • Ā”Dime por dĆ³nde se fue! -suplicĆ³ la madre-. Ā”EnsƩƱame el camino y la alcanzarĆ©!
  • Conozco el camino -respondiĆ³ la mujer vestida de negro pero antes de decĆ­rtelo tienes que cantarme todas las canciones con que meciste a tu pequeƱo. Me gustan, las oĆ­ muchas veces, pues soy la Noche. He visto correr tus lĆ”grimas mientras cantabas.
  • Ā”Te las cantarĆ© todas, todas! -dijo la madre-, pero no me detengas, para que pueda alcanzarla y encontrar a mi hijo.

Pero la Noche permaneciĆ³ muda e inmĆ³vil, y la madre, retorciĆ©ndose las manos, cantĆ³ y llorĆ³; y fueron muchas las canciones, pero fueron aĆŗn mĆ”s las lĆ”grimas. Entonces dijo la Noche:

  • Ve hacia la derecha, por el tenebroso bosque de abetos. En Ć©l vi desaparecer a la Muerte con el niƱo.

Muy adentro del bosque se bifurcaba el camino, y la mujer no sabĆ­a por dĆ³nde tomar. LevantĆ”base allĆ­ un zarzal, sin hojas ni flores, pues era invierno, y las ramas estaban cubiertas de nieve y hielo.

  • ĀæNo has visto pasar a la Muerte con mi hijito? – SĆ­ -respondiĆ³ el zarzal- pero no te dirĆ© el camino que tomĆ³ si antes no me calientas apretĆ”ndome contra tu pecho; me muero de frĆ­o, y mis ramas estĆ”n heladas.

Y ella estrechĆ³ el zarzal contra su pecho, apretĆ”ndolo para calentarlo bien; y las espinas se le clavaron en la carne, y la sangre le fluyĆ³ a grandes gotas. Pero del zarzal brotaron frescas hojas y bellas flores en la noche invernal: Ā”tal era el ardor con que la acongojada madre lo habĆ­a estrechado contra su corazĆ³n! Y la planta le indicĆ³ el camino que debĆ­a seguir. LlegĆ³ a un gran lago, en el que no se veĆ­a ninguna embarcaciĆ³n. No estaba bastante helado para sostener su peso, ni era tampoco bastante somero para poder vadearlo; y, sin embargo, no tenĆ­a mĆ”s remedio que cruzarlo si querĆ­a encontrar a su hijo. EchĆ³se entonces al suelo, dispuesta a beberse toda el agua; pero Ā”quĆ© criatura humana serĆ­a capaz de ello! Mas la angustiada madre no perdĆ­a la esperanza de que sucediera un milagro.

  • Ā”No, no lo conseguirĆ”s! -dijo el lago-. Mejor serĆ” que hagamos un trato. Soy aficionado a coleccionar perlas, y tus ojos son las dos perlas mĆ”s puras que jamĆ”s he visto. Si estĆ”s dispuesta a desprenderte de ellos a fuerza de llanto, te conducirĆ© al gran invernadero donde reside la Muerte, cuidando flores y Ć”rboles; cada uno de ellos es una vida humana.
  • Ā”Ay, quĆ© no diera yo por llegar a donde estĆ” mi hijo! -exclamĆ³ la pobre madre-, y se echĆ³ a llorar con mĆ”s desconsuelo aĆŗn, y sus ojos se le desprendieron y cayeron al fondo del lago, donde quedaron convertidos en preciosĆ­simas perlas. El lago la levantĆ³ como en un columpio y de un solo impulso la situĆ³ en la orilla opuesta. Se levantaba allĆ­ un gran edificio, cuya fachada tenĆ­a mĆ”s de una milla de largo. No podĆ­a distinguirse bien si era una montaƱa con sus bosques y cuevas, o si era obra de albaƱilerĆ­a; y menos lo podĆ­a averiguar la pobre madre, que habĆ­a perdido los ojos a fuerza de llorar.
  • ĀæDĆ³nde encontrarĆ© a la Muerte, que se marchĆ³ con mi hijito? -preguntĆ³.
  • No ha llegado todavĆ­a -dijo la vieja sepulturera que cuida del gran invernadero de la Muerte-. ĀæQuiĆ©n te ha ayudado a encontrar este lugar?
  • El buen Dios me ha ayudado -dijo la madre-. Es misericordioso, y tĆŗ lo serĆ”s tambiĆ©n. ĀæDĆ³nde puedo encontrar a mi hijo?
  • Lo ignoro -replicĆ³ la mujer-, y veo que eres ciega. Esta noche se han marchitado muchos Ć”rboles y flores; no tardarĆ” en venir la Muerte a trasplantarlos. Ya sabrĆ”s que cada persona tiene su propio Ć”rbol de la vida o su flor, segĆŗn su naturaleza. Parecen plantas corrientes, pero en ellas palpita un corazĆ³n; el corazĆ³n de un niƱo puede tambiĆ©n latir. Atiende, tal vez reconozcas el latido de tu hijo, pero, ĀæquĆ© me darĆ”s si te digo lo que debes hacer todavĆ­a?
  • Nada me queda para darte -dijo la afligida madre pero irĆ© por ti hasta el fin del mundo.
  • Nada hay allĆ­ que me interese -respondiĆ³ la mujer pero puedes cederme tu larga cabellera negra; bien sabes que es hermosa, y me gusta. A cambio te darĆ© yo la mĆ­a, que es blanca, pero tambiĆ©n te servirĆ”.
  • ĀæNada mĆ”s? -dijo la madre-. TĆ³mala enhorabuena -. Dio a la vieja su hermoso cabello, y se quedĆ³ con el suyo, blanco como la nieve.

Entraron entonces en el gran invernadero de la Muerte, donde crecĆ­an Ć”rboles y flores en maravillosa mezcolanza. HabĆ­a preciosos, jacintos bajo campanas de cristal, y grandes peonĆ­as fuertes como Ć”rboles; y habĆ­a tambiĆ©n plantas acuĆ”ticas, algunas lozanas, otras enfermizas. Serpientes de agua las rodeaban, y cangrejos negros se agarraban a sus tallos. CrecĆ­an soberbias palmeras, robles y plĆ”tanos, y no faltaba el perejil ni tampoco el tomillo; cada Ć”rbol y cada flor tenia su nombre, cada uno era una vida humana; la persona vivĆ­a aĆŗn: Ć©ste en la China, Ć©ste en Groenlandia o en cualquier otra parte del mundo. HabĆ­a grandes Ć”rboles plantados en macetas tan pequeƱas y angostas, que parecĆ­an a punto de estallar; en cambio, veĆ­anse mĆ­seras florecillas emergiendo de una tierra grasa, cubierta de musgo todo alrededor. La desolada madre fue inclinĆ”ndose sobre las plantas mĆ”s diminutas, oyendo el latido del corazĆ³n humano que habĆ­a en cada una; y entre millones reconociĆ³ el de su hijo.

  • Ā”Es Ć©ste! -exclamĆ³, alargando la mano hacia una pequeƱa flor azul de azafrĆ”n que colgaba de un lado, gravemente enferma.
  • Ā”No toques la flor! -dijo la vieja-. QuĆ©date aquĆ­, y cuando la Muerte llegue, pues la estoy esperando de un momento a otro, no dejes que arranque la planta; amenĆ”zala con hacer tĆŗ lo mismo con otras y entonces tendrĆ” miedo. Es responsable de ellas, ante Dios; sin su permiso no debe arrancarse ninguna.

De pronto sintiĆ³se en el recinto un frĆ­o glacial, y la madre ciega comprendiĆ³ que entraba la Muerte.

  • ĀæCĆ³mo encontraste el camino hasta aquĆ­? preguntĆ³.- ĀæCĆ³mo pudiste llegar antes que yo?
  • Ā”Soy madre! -respondiĆ³ ella.

La Muerte alargĆ³ su mano huesuda hacia la flor de azafrĆ”n, pero la mujer interpuso las suyas con gran firmeza, aunque temerosa de tocar una de sus hojas. La Muerte soplĆ³ sobre sus manos y ella sintiĆ³ que su soplo era mĆ”s frĆ­o que el del viento polar. Y sus manos cedieron y cayeron inertes.

  • Ā”Nada podrĆ”s contra mĆ­! -dijo la Muerte. – Ā”Pero sĆ­ lo puede el buen Dios! -respondiĆ³ la mujer.
  • Ā”Yo hago sĆ³lo su voluntad! -replicĆ³ la Muerte. Soy su jardinero. Tomo todos sus Ć”rboles y flores y los trasplanto al jardĆ­n del ParaĆ­so, en la tierra desconocida; y tĆŗ no sabes cĆ³mo es y lo que en el jardĆ­n ocurre, ni yo puedo decĆ­rtelo.
  • Ā”DevuĆ©lveme mi hijo! -rogĆ³ la madre, prorrumpiendo en llanto. Bruscamente puso las manos sobre dos hermosas flores, y gritĆ³ a la Muerte:
  • Ā”Las arrancarĆ© todas, pues estoy desesperada! – Ā”No las toques! -exclamĆ³ la Muerte-. Dices que eres desgraciada, y pretendes hacer a otra madre tan desdichada como tĆŗ.
  • Ā”Otra madre! -dijo la pobre mujer, soltando las flores-. ĀæQuiĆ©n es esa madre?
  • AhĆ­ tienes tus ojos -dijo la Muerte-, los he sacado del lago; Ā”brillaban tanto! No sabĆ­a que eran los tuyos. TĆ³malos, son mĆ”s claros que antes. Mira luego en el profundo pozo que estĆ” a tu lado; te dirĆ© los nombres de las dos flores que querĆ­as arrancar y verĆ”s todo su porvenir, todo el curso de su vida. Mira lo que estuviste a punto de destruir.

MirĆ³ ella al fondo del pozo; y era una delicia ver cĆ³mo una de las flores era una bendiciĆ³n para el mundo, ver cuĆ”nta felicidad y ventura esparcĆ­a a su alrededor. La vida de la otra era, en cambio, tristeza y miseria, dolor y privaciones.

  • Las dos son lo que Dios ha dispuesto -dijo la Muerte.
  • ĀæCuĆ”l es la flor de la desgracia y cuĆ”l la de la ventura? -preguntĆ³ la madre.
  • Esto no te lo dirĆ© -contestĆ³ la Muerte-. SĆ³lo sabrĆ”s que una de ellas era la de tu hijo. Has visto el destino que estaba reservado a tu propio hijo, su porvenir en el mundo.

La madre lanzĆ³ un grito de horror: – ĀæCuĆ”l de las dos era mi hijo? Ā”DĆ­melo, sĆ”came de la incertidumbre! Pero si es el desgraciado, lĆ­bralo de la miseria, llĆ©vaselo antes. Ā”LlĆ©vatelo al reino de Dios! Ā”OlvĆ­date de mis lĆ”grimas, olvĆ­date de mis sĆŗplicas y de todo lo que dije e hice!

  • No te comprendo -dijo la Muerte-. ĀæQuieres que te devuelva a tu hijo o prefieres que me vaya con Ć©l adonde ignoras lo que pasa?

La madre, retorciendo las manos, cayĆ³ de rodillas y elevĆ³ esta plegaria a Dios Nuestro SeƱor:

  • Ā”No me escuches cuando te pida algo que va contra Tu voluntad, que es la mĆ”s sabia! Ā”No me escuches! Ā”No me escuches!

Y dejĆ³ caer la cabeza sobre el pecho, mientras la Muerte se alejaba con el niƱo, hacia el mundo desconocido.

HOLGER EL DANƉS

Hay en Dinamarca un viejo castillo llamado Kronborg. EstĆ” junto al Ɩresund, estrecho que cruzan diariamente centenares de grandes barcos, lo mismo ingleses que rusos y prusianos, saludando al viejo castillo con salvas de artillerĆ­a, Ā”bum!, y Ć©l contesta con sus caƱones: Ā”bum! Pues de esta forma los caƱones dicen Ā«Ā”Buenos dĆ­as!Ā» y Ā«Ā”Muchas gracias!Ā». En invierno no pasa por allĆ­ ningĆŗn buque, ya que entonces estĆ” todo cubierto de hielo, hasta muy arriba de la costa sueca; pero en la buena estaciĆ³n es una verdadera carretera. Ondean las banderas danesa y sueca, y las poblaciones de ambos paĆ­ses se dicen Ā«Ā”Buenos dĆ­as!Ā» y Ā«Ā”Muchas gracias!Ā», pero no a caƱonazos, sino con un amistoso apretĆ³n de manos, y unos llevan pan blanco y rosquillas a los otros, pues la comida forastera siempre sabe mejor. Pero lo mĆ”s estupendo de todo es el castillo de Kronborg, en cuyas cuevas, profundas y tenebrosas, a las que nadie baja, reside Holger el DanĆ©s. Va vestido de hierro y acero, y apoya la cabeza en sus robustos brazos; su larga barba cuelga por sobre la mesa de mĆ”rmol, a la que estĆ” pegada. Duerme y sueƱa, pero en sueƱos ve todo lo que ocurre allĆ” arriba, en Dinamarca. Por Nochebuena baja siempre un Ć”ngel de Dios y le dice que es cierto lo que ha soƱado, y que puede seguir durmiendo tranquilamente, pues Dinamarca no se encuentra aĆŗn en verdadero peligro. Si este peligro se presentara, Holger, el viejo danĆ©s, se levantarĆ­a, y romperĆ­a la mesa al retirar la barba. VolverĆ­a al mundo y pegarĆ­a tan fuerte, que sus golpes se oirĆ­an en todos los Ć”mbitos de la Tierra. Un anciano explicĆ³ a su nietecito todas estas cosas acerca de Holger, y el pequeƱo sabĆ­a que todo lo que decĆ­a su abuelo era la pura verdad. Mientras contaba, el viejo se entretenĆ­a tallando una gran figura de madera que representarĆ­a a Holger, destinada a adornar la proa de un barco; pues el abuelo era escultor de madera, o sea, un hombre que talla figuras para espolones de barcos, figuras que van de acuerdo con el nombre del navĆ­o. Y en aquella ocasiĆ³n habĆ­a representado a Holger, erguido y altivo, con su larga barba, la ancha espada de combate en una mano, mientras la otra se apoyaba en el escudo adornado con las armas danesas. El abuelo contĆ³ tantas y tantas cosas de hombres y mujeres notables de Dinamarca, que el nieto creyĆ³ al fin que sabĆ­a tanto como el propio Holger, el cual, ademĆ”s, se limitaba a soƱarlas; y cuando se fue a acostar, pĆŗsose a pensar tanto en aquello, que aplicĆ³ la barbilla contra la colcha y se dio a creer que tenĆ­a una luenga barba pegada a ella. El abuelo se habĆ­a quedado para proseguir su trabajo, y realizaba la Ćŗltima parte del mismo, que era el escudo danĆ©s. Cuando ya estuvo listo contemplĆ³ su obra, pensando en todo lo que leyera y oyera, y en lo que aquella noche habĆ­a explicado al muchachito. Hizo un gesto con la cabeza, se limpiĆ³ las gafas y, volviendo a sentarse, dijo: – Durante el tiempo que me queda de vida, seguramente no volverĆ” Holger; pero ese pequeƱo que duerme ahĆ­ tal vez lo vea y estĆ© a su lado el dĆ­a que sea necesario. Y el viejo abuelo repitiĆ³ su gesto, y cuanto mĆ”s examinaba su Holger, mĆ”s se convencĆ­a de que habĆ­a hecho una buena talla; pareciĆ³le que cobraba color, y que la armadura brillaba como hierro y acero; en el escudo de armas, los corazones se enrojecĆ­an gradualmente, y los leones coronados, saltaban.

  • Es el escudo mĆ”s hermoso de cuantos existen en el mundo entero -dijo el viejo-. Los leones son la fuerza, y los corazones, la piedad y el amor. ContemplĆ³ el primer leĆ³n y pensĆ³ en el rey Knud, que incorporĆ³ la gran Inglaterra al trono de Dinamarca; y al considerar el segundo recordĆ³ a Waldemar, unificador de Dinamarca y conquistador de los paĆ­ses vendos; el tercer leĆ³n le trajo a la memoria a Margarita, que uniĆ³ Dinamarca, Suecia y Noruega. Y cuando se fijĆ³ en los rojos corazones, pareciĆ©ronle que brillaban aĆŗn mĆ”s que antes; eran llamas que se movĆ­an, y sus, pensamientos fueron en pos de cada uno de ellos.

La primera llama lo condujo a una estrecha y oscura cĆ”rcel, ocupada por una prisionera, una hermosa mujer, hija de CristiĆ”n IV: Leonora Ulfeldt; y la llama se posĆ³, cual una rosa, en su pecho, floreciendo y brillando con el corazĆ³n de la mejor y mĆ”s noble de todas las mujeres danesas.

  • SĆ­, es uno de los corazones del escudo de Dinamarca -dijo el abuelo. Y luego su mente se dirigiĆ³ a la llama segunda, que lo llevĆ³ a alta mar, donde los caƱones tronaban, y los barcos aparecĆ­an envueltos en humo; y la llama se fijĆ³, como una condecoraciĆ³n, en el pecho de Hvitfeldt cuando, para salvar la flota, volĆ³ su propio barco con Ć©l a bordo.

La tercera llama lo transportĆ³ a las mĆ­seras cabaƱas de Groenlandia, donde el pĆ”rroco Hans Egede realizaba su apostolado de amor con palabras y obras; la llama era una estrella en su pecho, un corazĆ³n en las armas danesas. Y los pensamientos del abuelo se anticiparon a la llama flotante, pues sabĆ­a adĆ³nde iba Ć©sta. En la pobre vivienda de la campesina, Federico VI, de pie, escribĆ­a con tiza su nombre en las vigas. La llama temblaba sobre su pecho y en su corazĆ³n; en aquella humilde estancia, su corazĆ³n pasĆ³ a forzar parte del escudo danĆ©s. Y el viejo se secĆ³ los ojos, pues habĆ­a conocido al rey Federico, con sus cabellos de plata y sus nobles ojos azules, y por Ć©l habĆ­a vivido. Y juntando las manos se quedĆ³ inmĆ³vil, con la mirada fija. EntrĆ³ entonces su nuera a decir al anciano que era ya muy tarde y hora de descansar, y que la mesa estaba puesta.

  • Pero, Ā”quĆ© hermosa estatua has hecho, abuelo! -exclamĆ³ la joven-. Ā”Holger y nuestro escudo completo! DirĆ­a que esta cara la he visto ya antes.
  • No, tĆŗ no la has visto -dijo el abuelo-, pero yo sĆ­, y he procurado tallarla en la madera, tal y como la tengo en la memoria. Cuando los ingleses estaban en la rada el dĆ­a 2 de abril, supimos demostrar que Ć©ramos los antiguos daneses. A bordo del Ā«DinamarcaĀ», donde yo servĆ­a en la escuadra de Steen Bille, habĆ­a a mi lado un hombre; habrĆ­ase dicho que las balas le tenĆ­an miedo. Cantaba alegremente viejas canciones, mientras disparaba y combatĆ­a como si fuese un ser sobrehumano. Me acuerdo todavĆ­a de su rostro; pero no sĆ©, ni lo sabe nadie, de dĆ³nde vino ni adĆ³nde fue. Muchas veces he pensado si serĆ­a Holger, el viejo danĆ©s, en persona, que habrĆ­a salido de Kronborg para acudir en nuestra ayuda a la hora del peligro.

Esto es lo que pensĆ©, y ahĆ­ estĆ” su efigie. Y la figura proyectaba una gran sombra en la pared e incluso sobre parte del techo; parecĆ­a como si allĆ­ estuviese el propio Holger, pues la sombra se movĆ­a; claro que podĆ­a tambiĆ©n ser debido a que la llama de la lĆ”mpara ardĆ­a de manera irregular. La nuera dio un beso al abuelo y lo acompaĆ±Ć³ hasta el gran sillĆ³n colocado delante de la mesa, y ella y su marido, hijo del viejo y padre del chiquillo que dormĆ­a en la cama, se sentaron a cenar. El anciano hablĆ³ de los leones y de los daneses, de la fuerza y la clemencia, y explicĆ³ de modo bien claro que existĆ­a otra fuerza, ademĆ”s de la espada, y seƱalĆ³ el armario que guardaba viejos libros; allĆ­ estaban las comedias completas de Holberg, tan leĆ­das y releĆ­das, que uno creĆ­a conocer desde hacĆ­a muchĆ­simo tiempo a todos sus personajes.

  • ĀæVeis? Ɖste tambiĆ©n supo zurrar -dijo el abuelo-. Hizo cuanto pudo por acabar con todo lo disparatado y torpe que habĆ­a en la gente -y, seƱalando el espejo sobre el cual estaba el calendario con la Torre Redonda, dijo: – TambiĆ©n Tico Brahe manejĆ³ la espada, pero no con el propĆ³sito de cortar carne y quebrar huesos, sino para trazar un camino mĆ”s preciso entre las estrellas del cielo. Y luego aquel cuyo padre fue de mi profesiĆ³n, el hijo del viejo escultor, aquel a quien yo mismo he visto, con su blanco cabello y anchos hombros, aquel cuyo nombre es famoso en todos los paĆ­ses de la

Tierra. SĆ­, Ć©l sabĆ­a esculpir, yo sĆ³lo sĆ© tallar. SĆ­, Holger puede aparecĆ©rsenos en figuras muy diversas, para que en todos los pueblos se hable de la fuerza de Dinamarca. ĀæBrindamos a la salud de Bertel?. Pero el pequeƱo, en su cama, veĆ­a claramente el viejo Kronborg y el Ɩresund, y veĆ­a al verdadero Holger allĆ” abajo, con su barba pegada a la mesa de mĆ”rmol, soƱando con todo lo que sucede acĆ” arriba. Y Holger soƱaba tambiĆ©n en la reducida y pobre vivienda del imaginero, oĆ­a cuanto en ella se hablaba, y, con un movimiento de la cabeza, sin despertar de su sueƱo, decĆ­a:

  • SĆ­, acordaos de mĆ­, daneses, retenedme en vuestra memoria. No os abandonarĆ© en la hora de la necesidad.

AllĆ”, ante el Kronborg, brillaba la luz del dĆ­a, y el viento llevaba las notas del cuerno de caza a las tierras vecinas; los barcos, al pasar, enviaban sus salvas: Ā”bum! Ā”bum!, y desde el castillo contestaban: Ā”bum! Ā”bum! Pero Holger no se despertaba, por ruidosos que fuesen los caƱonazos, pues sĆ³lo decĆ­an: Ā«Ā”Buenos dĆ­as!Ā», Ā«Ā”Muchas gracias!Ā». De un modo muy distinto tendrĆ­an que disparar para despertarlo; pero un dĆ­a u otro despertarĆ”, pues Holger el danĆ©s es de recia madera. Ā  Ā  Ā  IB Y CRISTINA Ā  No lejos de Gudenaa, en la selva de Silkeborg, se levanta, semejante a un gran muro, una loma llamada Aasen, a cuyo pie, del lado de Poniente, habĆ­a, y sigue habiendo aĆŗn, un pequeƱo cortijo, rodeado por una tierra tan Ć”rida, que la arena brilla por entre las escuĆ”lidas mieses de centeno y cebada. Desde entonces han transcurrido muchos aƱos. La gente que vivĆ­a allĆ­ por aquel tiempo cultivaba su mĆ­sero terruƱo y criaba ademĆ”s tres ovejas, un cerdo y dos bueyes; de hecho, vivĆ­an con cierta holgura, a fuerza de aceptar las cosas tal como venĆ­an. Incluso habrĆ­an podido tener un par de caballos, pero decĆ­an, como los demĆ”s campesinos: Ā«El caballo se devora a sĆ­ mismoĀ». Un caballo se come todo lo que gana. JeppeJƤnsen trabajaba en verano su pequeƱo campo, y en invierno confeccionaba zuecos con mano hĆ”bil. TenĆ­a ademĆ”s, un ayudante; un hombre muy ducho en la fabricaciĆ³n de aquella clase de calzado: lo hacĆ­a resistente, a la vez que ligero y elegante. Tallaban asimismo cucharas de madera, y el negocio les rendĆ­a; no podĆ­a decirse que aquella gente fuesen pobres. El pequeƱo Ib, un chiquillo de 7 aƱos, Ćŗnico hijo de la casa, se sentaba a su lado a mirarlo; cortaba un bastoncito, y solĆ­a cortarse tambiĆ©n los dedos, pero un dĆ­a tallĆ³ dos trozos de madera que parecĆ­an dos zuequitos. Dijo que iba a regalarlos a Cristinita, la hija de un marinero, una niƱa tan delicada y encantadora, que habrĆ­a podido pasar por una princesa. Vestida adecuadamente, nadie hubiera imaginado que procedĆ­a de una casa de turba del erial de Seis. AllĆ­ moraba su padre, viudo, que se ganaba el sustento transportando leƱa desde el bosque a las anguileras de Silkeborg, y a veces incluso mĆ”s lejos, hasta Randers. No tenĆ­a a nadie a quien confiar a Cristina, que tenĆ­a un aƱo menos que Ib; por eso la llevaba casi siempre consigo, en la barca y a travĆ©s del erial y los arĆ”ndanos. Cuando tenĆ­a que llegarse a Randers, dejaba a Cristinita en casa de JeppeJƤnsen. Los dos niƱos se llevaban bien, tanto en el juego como a las horas de la comida; cavaban hoyos en la tierra, se encaramaban a los Ć”rboles y corrĆ­an por los alrededores; un dĆ­a se atrevieron incluso a subirse solos hasta la cumbre de la loma y adentrarse un buen trecho en el bosque, donde encontraron huevos de chocha; fue un gran acontecimiento. Ib no habĆ­a estado nunca en el erial de Seis, ni cruzado en barca los lagos de Gudenaa, pero ahora iba a hacerlo: el barquero lo habĆ­a invitado, y la vĆ­spera se fue con Ć©l a su casa. A la madrugada los dos niƱos se instalaron sobre la leƱa apilada en la barca y desayunaron con pan y frambuesas. El barquero y su ayudante impulsaban la embarcaciĆ³n con sus pĆ©rtigas; la corriente les facilitaba el trabajo, y asĆ­ descendieron el rĆ­o y atravesaron los lagos, que parecĆ­an cerrados por todas partes por el bosque y los caƱaverales. Sin embargo, siempre encontraban un paso por entre los altos Ć”rboles, que inclinaban las ramas hasta casi tocar el suelo, y los robles que las alargaban a su encuentro, como si, habiĆ©ndose recogido las mangas, quisieran mostrarles sus desnudos y nudosos brazos. Viejos alisos que la corriente habĆ­a arrancado de la orilla, se agarraban fuertemente al suelo por las raĆ­ces, formando islitas de bosque. Los nenĆŗfares se mecĆ­an en el agua; era un viaje delicioso. Finalmente llegaron a las anguileras, donde el agua rugĆ­a al pasar por las esclusas. Ā”CuĆ”ntas cosas nuevas estaban viendo Ib y Cristina! En aquel entonces no habĆ­a allĆ­ ninguna fĆ”brica ni ninguna ciudad, y tan sĆ³lo se veĆ­an la vieja granja, en la que trabajaban unos cuantos hombres. El agua, al precipitarse por las esclusas, y el griterĆ­o de los patos salvajes, eran los Ćŗnicos signos de vida, que se sucedĆ­an sin interrupciĆ³n. Una vez descargada la leƱa, el padre de Cristina comprĆ³ un buen manojo de anguilas y un cochinillo reciĆ©n sacrificado, y lo guardĆ³ todo en un cesto, que puso en la popa de la embarcaciĆ³n. Luego emprendieron el regreso, contra corriente, pero como el viento era favorable y pudieron tender las velas, la cosa marchaba tan bien como si un par de caballos tirasen de la barca. Al llegar a un lugar del bosque cercano a la vivienda del ayudante, Ć©ste y el padre de Cristina desembarcaron, despuĆ©s de recomendar a los niƱos que se estuviesen muy quietecitos y formales. Pero ellos no obedecieron durante mucho rato; quisieron ver el interior del cesto que contenĆ­a el lechoncito; sacaron el animal, y, como los dos se empeƱaron en sostenerlo, se les cayĆ³ al agua, y la corriente se lo llevĆ³. Fue un suceso horrible. Ib saltĆ³ a tierra y echĆ³ a correr un trecho; luego saltĆ³ tambiĆ©n Cristina.

  • Ā”LlĆ©vame contigo! – gritĆ³, y se metieron saltando entre la maleza; pronto perdieron de vista la barca y el rĆ­o. Continuaron corriendo otro pequeƱo trecho, pero luego Cristina se cayĆ³ y se echĆ³ a llorar; Ib acudiĆ³ a ayudarla.
  • Ven conmigo – dijo -, la casa estĆ” allĆ” arriba -. Pero no era asĆ­. Siguieron errando por un terreno cubierto de hojas marchitas y de ramas secas caĆ­das, que crujĆ­an bajo sus piececitos. De pronto oyeron un Ā Ā Ā Ā Ā Ā  penetrante Ā Ā Ā Ā Ā  Ā  Se detuvieron y escucharon. Entonces resonĆ³ el chillido de un Ć”guila – era un chillido siniestro, – que los asustĆ³ en extremo. Sin embargo, delante de ellos, en lo espeso del bosque, crecĆ­an en nĆŗmero infinito magnĆ­ficos arĆ”ndanos. Era demasiado tentador para que pudieran pasar de largo, y se entretuvieron comiendo las bayas, manchĆ”ndose de azul la boca y las mejillas. En esto se oyĆ³ otra llamada.
  • Ā”Nos pegarĆ”n por lo del lechĆ³n! – dijo Cristina. – VĆ”monos a casa – respondiĆ³ Ib -; estĆ” aquĆ­ en el bosque.

Se pusieron en marcha y llegaron a un camino de carros, pero que no conducĆ­a a su casa. Mientras tanto habĆ­a oscurecido, y los niƱos tenĆ­an miedo. El singular silencio que los rodeaba era sĆ³lo interrumpido por el feo grito del bĆŗho o de otras aves que no conocĆ­an los niƱos. Finalmente se enredaron entre la maleza. Cristina rompiĆ³ a llorar e Ib hizo lo mismo, y cuando hubieron llorado por espacio de una hora, se tumbaron sobre las hojas y se quedaron dormidos. El sol se hallaba ya muy alto en el cielo cuando despertaron; tenĆ­an frĆ­o, pero Ib pensĆ³ que subiĆ©ndose a una loma cercana a poca distancia, donde el sol brillaba por entre los Ć”rboles, podrĆ­an calentarse y, ademĆ”s, verĆ­an la casa de sus padres. Pero lo cierto es que se encontraban muy lejos de ella, en el extremo opuesto del bosque. Treparon a la cumbre del montĆ­culo y se encontraron en una ladera que descendĆ­a a un lago claro y transparente; los peces aparecĆ­an alineados, visibles a los rayos del sol. Fue un espectĆ”culo totalmente inesperado, y por otra parte descubrieron junto a ellos un avellano muy cargado de frutos, a veces siete en un solo manojo. Cogieron las avellanas, rompieron las cĆ”scaras y se comieron los frutos tiernos, que empezaban ya a estar en sazĆ³n. Luego vino una nueva sorpresa, mejor dicho, un susto: del espesor de bosque saliĆ³ una mujer vieja y alta, de rostro moreno y cabello negro y brillante; el blanco de sus ojos resaltaba como en los de un moro. Llevaba un lĆ­o a la espalda y un nudoso bastĆ³n en la mano; era una gitana. Los niƱos, al principio, no comprendieron lo que dijo, pero entonces la mujer se sacĆ³ del bolsillo tres gruesas avellanas, en cada una de las cuales, segĆŗn dijo, se contenĆ­an las cosas mĆ”s maravillosas; eran avellanas mĆ”gicas. Ib la mirĆ³; la mujer parecĆ­a muy amable, y el chiquillo, cobrando Ć”nimo, le preguntĆ³ si le darĆ­a las avellanas. Ella se las dio, y luego se llenĆ³ el bolsillo de las que habĆ­a en el arbusto. Ib y Cristina contemplaron con ojos abiertos las tres avellanas maravillosas.

  • ĀæHabrĆ” en Ć©sta un coche con caballos? – preguntĆ³ Ib.
  • Hay una carroza de oro con caballos de oro tambiĆ©n – contestĆ³ la vieja.
  • Ā”Entonces dĆ”mela! – dijo Cristinita. Ib se la entregĆ³, y la mujer la atĆ³ en la bufanda de la niƱa.
  • ĀæY en Ć©sta, no habrĆ­a una bufanda tan bonita como la de Cristina? – inquiriĆ³ Ib.
  • Ā”Diez hay! – contestĆ³ la mujer – y ademĆ”s hermosos vestidos, medias y un sombrero.
  • Ā”Pues tambiĆ©n la quiero! – dijo Cristina; e Ib le dio la segunda avellana. La tercera era pequeƱa y negra.
  • TĆŗ puedes quedarte con Ć©sta – dijo Cristina -, tambiĆ©n es bonita.
  • ĀæY quĆ© hay dentro? – preguntĆ³ el niƱo.
  • Lo mejor para ti – respondiĆ³ la gitana.

Y el pequeƱo se guardĆ³ la avellana. Entonces la mujer se ofreciĆ³ a enseƱarles el camino que conducĆ­a a su casa, y, con su ayuda, Ib y Cristina regresaron a ella, encontrando a la familia angustiada por su desapariciĆ³n. Los perdonaron, pese a que se habĆ­an hecho acreedores a una buena paliza, en primer lugar por haber dejado caer al agua el lechoncito, y despuĆ©s por su escapada. Cristina se volviĆ³ a su casita del erial, mientras Ib se quedaba en la suya del bosque. Al anochecer lo primero que hizo fue sacar la avellana que encerraba Ā«lo mejorĀ». La puso entre la puerta y el marco, apretĆ³, y la avellana se partiĆ³ con un crujido; pero dentro no tenĆ­a carne, sino que estaba llena de una especie de rapĆ© o tierra negra. Estaba agusanada, como suele decirse. Ā«Ā”Ya me lo figuraba! – pensĆ³ Ib -. ĀæCĆ³mo en una avellana tan pequeƱa, iba a haber sitio para lo mejor de todo? Tampoco Cristina encontrarĆ” en las suyas ni los lindos vestidos ni el coche de oroĀ». LlegĆ³ el invierno y el AƱo Nuevo. Pasaron otros varios aƱos. El niƱo tuvo que ir a la escuela de confirmandos, y el pĆ”rroco vivĆ­a lejos. Por aquellos dĆ­as presentĆ³se el barquero y dijo a los padres de Ib que Cristina debĆ­a marcharse de casa, a ganarse el pan. HabĆ­a tenido la suerte de caer en buenas manos, es decir, de ir a servir a la casa de personas excelentes, que eran los ricos fondistas de la comarca de Herning. EntrarĆ­a en la casa para ayudar a la dueƱa, y si se portaba bien, seguirĆ­a con ellos una vez recibida la confirmaciĆ³n. Ib y Cristina se despidieron; todo el mundo los llamaba Ā«los noviosĀ». Al separarse le enseĆ±Ć³ ella las dos nueces que Ć©l le diera el dĆ­a en que se habĆ­an perdido en el bosque, y que todavĆ­a guardaba; y le dijo, ademĆ”s, que conservaba asimismo en su baĆŗl los zuequitos que Ć©l le habĆ­a hecho y regalado. Y luego se separaron. Ib recibiĆ³ la confirmaciĆ³n, pero se quedĆ³ en casa de su madre; era un buen oficial zuequero, y en verano cuidaba de la buena marcha de la pequeƱa finca. La mujer sĆ³lo lo tenĆ­a a Ć©l, pues el padre habĆ­a muerto. Raras veces – y aun Ć©stas por medio de un postillĆ³n o de un campesino de Aal – recibĆ­a noticias de Cristina. Estaba contenta en la casa de los ricos fondistas, y el dĆ­a de su confirmaciĆ³n escribiĆ³ a su padre, y en la carta, enviaba saludos para Ib y su madre. Algo decĆ­a tambiĆ©n de seis camisas nuevas y un bonito vestido que le habĆ­an regalado los seƱores. Realmente eran buenas noticias.

  • A la primavera siguiente, un hermoso dĆ­a llamaron a la puerta de Ib y su madre. Eran el barquero y Cristina. Le habĆ­an dado permiso para hacer una breve visita a su casa, y, habiendo encontrado una oportunidad para ir a Tem y regresar el mismo dĆ­a, la habĆ­a aprovechado. Era linda y elegante como una autĆ©ntica seƱorita, y llevaba un hermoso vestido, confeccionado con gusto extremo y que le sentaba a las mil maravillas. AllĆ­ estaba ataviada como una reina, mientras Ib la recibĆ­a en sus viejos indumentos de trabajo. No supo decirle una palabra; cierto que le estrechĆ³ la mano y, reteniĆ©ndola, sintiĆ³se feliz, pero sus labios no acertaban a moverse. No asĆ­ Cristina, que hablĆ³ y contĆ³ muchas cosas y dio un beso a

Ib.

  • ĀæAcaso no me conoces? – le preguntĆ³. Pero incluso cuando estuvieron solos Ć©l, sin soltarle la mano, no sabĆ­a decirle sino:
  • Ā”Te has vuelto una seƱorita, y yo voy tan desastrado! Ā”CuĆ”nto he pensado en ti y en aquellos tiempos de antes!

Cogidos del brazo subieron al montĆ­culo y contemplaron, por encima del Gudenaa, el erial de Seis con sus grandes colinas; pero Ib permanecĆ­a callado. Sin embargo, al separarse vio bien claro en el alma que Cristina debĆ­a ser su esposa; ya de niƱos los habĆ­an llamado los novios; le pareciĆ³ que eran prometidos, a pesar de que ni uno ni otro habĆ­an pronunciado la promesa.

JUAN EL LOBO

AllĆ” en el campo, en una vieja mansiĆ³n seƱorial, vivĆ­a un anciano propietario que tenĆ­a dos hijos, tan listos, que con la mitad hubiera bastado. Los dos se metieron en la cabeza pedir la mano de la hija del Rey. Estaban en su derecho, pues la princesa habĆ­a mandado pregonar que tomarĆ­a por marido a quien fuese capaz de entretenerla con mayor gracia e ingenio. Los dos hermanos estuvieron preparĆ”ndose por espacio de ocho dĆ­as; Ć©ste era el plazo mĆ”ximo que se les concedĆ­a, mĆ”s que suficiente, empero, ya que eran muy instruidos, y esto es una gran ayuda. Uno se sabĆ­a de memoria toda la enciclopedia latina, y ademĆ”s la colecciĆ³n de tres aƱos enteros del periĆ³dico local, tanto del derecho como del revĆ©s. El otro conocĆ­a todas las leyes gremiales pĆ”rrafo por pĆ”rrafo, y todo lo que debe saber el presidente de un gremio. De este modo, pensaba, podrĆ­a hablar de asuntos del Estado y de temas eruditos. AdemĆ”s, sabĆ­a bordar tirantes, pues era fino y Ć”gil de dedos.

  • Me llevarĆ© la princesa – afirmaban los dos; por eso su padre dio a cada uno un hermoso caballo; el que se sabĆ­a de memoria la enciclopedia y el periĆ³dico, recibiĆ³ uno negro como azabache, y el otro, el ilustrado en cuestiones gremiales y diestro en la confecciĆ³n de tirantes, uno blanco como la leche. AdemĆ”s, se untaron los Ć”ngulos de los labios con aceite de hĆ­gado de bacalao, para darles mayor agilidad. Todos los criados salieron al patio para verlos montar a caballo, y entonces compareciĆ³ tambiĆ©n el tercero de los hermanos, pues eran tres, sĆ³lo que el otro no contaba, pues no se podĆ­a comparar en ciencia con los dos mayores, y, asĆ­, todo el mundo lo llamaba el bobo.
  • ĀæAdĆ³nde vais con el traje de los domingos? – preguntĆ³.
  • A palacio, a conquistar a la hija del Rey con nuestros discursos. ĀæNo oĆ­ste al pregonero? – y le contaron lo que ocurrĆ­a.
  • Ā”Demonios! Pues no voy a perder la ocasiĆ³n – exclamĆ³ el bobo -. Y los hermanos se rieron de Ć©l y partieron al galope. – Ā”Dadme un caballo, padre! – dijo Juan el bobo -. Me gustarĆ­a casarme. Si la princesa me acepta, me tendrĆ”, y si no me acepta, ya verĆ© de tenerla yo a ella.
  • Ā”QuĆ© sandeces estĆ”s diciendo! – intervino el padre. – No te darĆ© ningĆŗn caballo. Ā”Si no sabes hablar! Tus hermanos es distinto, ellos pueden presentarse en todas partes.
  • Si no me dais un caballo – replicĆ³ el bobo – montarĆ© el macho cabrĆ­o; es mĆ­o y puede llevarme. – Se subiĆ³ a horcajadas sobre el animal, y, dĆ”ndole con el talĆ³n en los ijares, emprendiĆ³ el trote por la carretera. Ā”Vaya trote! – Ā”AtenciĆ³n, que vengo yo! – gritaba el bobo; y se puso a cantar con tanta fuerza, que su voz resonaba a gran distancia.

Los hermanos, en cambio, avanzaban en silencio, sin decir palabra; aprovechaban el tiempo para reflexionar sobre las grandes ideas que pensaban exponer.

  • Ā”Eh, eh! – gritĆ³ el bobo, Ā”aquĆ­ estoy yo! Ā”Mirad lo que he encontrado en la carretera! -. Y les mostrĆ³ una corneja muerta.
  • Ā”ImbĆ©cil! – exclamaron los otros -, Āæpara quĆ© la quieres?
  • Ā”Se la regalarĆ© a la princesa!
  • Ā”Haz lo que quieras! – contestaron, soltando la carcajada y siguiendo su camino.
  • Ā”Eh, eh!, Ā”aquĆ­ estoy yo! Ā”Mirad lo que he encontrado! Ā”No se encuentra todos los dĆ­as! Los hermanos se volvieron a ver el raro tesoro. – Ā”EstĆŗpido! – dijeron -, es un zueco viejo, y sin la pala. ĀæTambiĆ©n se lo regalarĆ”s a la princesa?
  • Ā”Claro que sĆ­! – respondiĆ³ el bobo; y los hermanos, riendo ruidosamente, prosiguieron su ruta y no tardaron en ganarle un buen trecho. – Ā”Eh, eh!, Ā”aquĆ­ estoy yo! – volviĆ³ a gritar el bobo -. Ā”Voy de mejor en mejor! Ā”Arrea! Ā”Se ha visto cosa igual!
  • ĀæQuĆ© has encontrado ahora? – preguntaron los hermanos. – Ā”Oh! – exclamĆ³ el bobo -. Es demasiado bueno para decirlo. Ā”CĆ³mo se alegrarĆ” la princesa!
  • Ā”QuĆ© asco! – exclamaron los hermanos -. Ā”Si es lodo cogido de un hoyo!
  • Exacto, esto es – asintiĆ³ el bobo -, y de clase finĆ­sima, de la que resbala entre los dedos – y asĆ­ diciendo, se llenĆ³ los bolsillos de barro.

Los hermanos pusieron los caballos al galope y dejaron al otro rezagado en una buena hora. Hicieron alto en la puerta de la ciudad, donde los pretendientes eran numerados por el orden de su llegada y dispuestos en fila de a seis de frente, tan apretados que no podĆ­an mover los brazos. Y suerte de ello, pues de otro modo se habrĆ­an roto mutuamente los trajes, sĆ³lo porque el uno estaba delante del otro. Todos los demĆ”s moradores del paĆ­s se habĆ­an agolpado alrededor del palacio, encaramĆ”ndose hasta las ventanas, para ver cĆ³mo la princesa recibĆ­a a los pretendientes. Ā”Cosa rara! No bien entraba uno en la sala, parecĆ­a como si se le hiciera un nudo en la garganta, y no podĆ­a soltar palabra.

  • Ā”No sirve! – iba diciendo la princesa -. Ā”Fuera! LlegĆ³ el turno del hermano que se sabĆ­a de memoria la enciclopedia; pero con aquel largo plantĆ³n se le habĆ­a olvidado por completo. Para acabar de complicar las cosas, el suelo crujĆ­a, y el techo era todo Ć©l un espejo, por lo cual nuestro hombre se veĆ­a cabeza abajo; ademĆ”s, en cada ventana habĆ­a tres escribanos y un corregidor que tomaban nota de todo lo que se decĆ­a, para publicarlo enseguida en el periĆ³dico, que se vendĆ­a a dos chelines en todas las esquinas. Era para perder la cabeza. Y, por aƱadidura, habĆ­an encendido la estufa, que estaba candente.
  • Ā”QuĆ© calor hace aquĆ­ dentro! – fueron las primeras palabras del pretendiente.
  • Es que hoy mi padre asa pollos – dijo la princesa.
  • Ā”Ah! – y se quedĆ³ clavado; aquella respuesta no la habĆ­a previsto; no le salĆ­a ni una palabra, con tantas cosas ingeniosas que tenĆ­a preparadas.
  • Ā”No sirve! Ā”Fuera! – ordenĆ³ la princesa. Y el mozo hubo de retirarse, para que pasase su hermano segundo.
  • Ā”QuĆ© calor mĆ”s terrible! – dijo Ć©ste.
  • Ā”SĆ­, asamos pollos! – explicĆ³ la hija del Rey. – ĀæCĆ³mo di… di, cĆ³mo di… ? – tartamudeĆ³ Ć©l, y todos los escribanos anotaron: Ā«ĀæCĆ³mo di… di, cĆ³mo di… ?Ā».
  • Ā”No sirve! Ā”Fuera! – decretĆ³ la princesa. TocĆ³le entonces el turno al bobo, quien entrĆ³ en la sala caballero en su macho cabrĆ­o.
  • Ā”Demonios, quĆ© calor! – observĆ³.
  • Es que estoy asando pollos – contestĆ³ la princesa.
  • Ā”Al pelo! – dijo el bobo. – AsĆ­, no le importarĆ” que ase tambiĆ©n una corneja, Āæverdad?
  • Con mucho gusto, no faltaba mĆ”s – respondiĆ³ la hija del Rey -. Pero, Āætraes algo en que asarla?; pues no tengo ni puchero ni asador. – Yo sĆ­ los tengo – exclamĆ³ alegremente el otro. – He aquĆ­ un excelente puchero, con mango de estaƱo – y, sacando el viejo zueco, metiĆ³ en Ć©l la corneja.
  • Pues, Ā”vaya banquete! – dijo la princesa -. Pero, Āæy la salsa?

La traigo en el bolsillo – replicĆ³ el bobo -. Tengo para eso y mucho mĆ”s – y se sacĆ³ del bolsillo un puƱado de barro.

  • Ā”Esto me gusta! – exclamĆ³ la princesa -. Al menos tĆŗ eres capaz de responder y de hablar. Ā”TĆŗ serĆ”s mi marido! Pero, Āæsabes que cada palabra que digamos serĆ” escrita y maƱana aparecerĆ” en el periĆ³dico? Mira aquella ventana: tres escribanos y un corregidor. Este es el peor, pues no entiende nada. – Desde luego, esto sĆ³lo lo dijo para amedrentar al solicitante. Y todos los escribanos soltaron la carcajada e hicieron una mancha de tinta en el suelo. – ĀæAquellas seƱorĆ­as de allĆ­? – preguntĆ³ el bobo -. Ā”AhĆ­ va esto para el corregidor! – y, vaciĆ”ndose los bolsillos, arrojĆ³ todo el barro a la cara del personaje.
  • Ā”MagnĆ­fico! – exclamĆ³ la princesa. – Yo no habrĆ­a podido. Pero aprenderĆ©.

Y de este modo Juan el bobo fue Rey. Obtuvo una esposa y una corona y se sentĆ³ en un trono – y todo esto lo hemos sacado del diario del corregidor, lo cual no quiere decir que debamos creerlo a pies juntillas.

LA AGUJA DE ZURCIR

Ɖrase una vez una aguja de zurcir tan fina y puntiaguda, que se creĆ­a ser una aguja de coser. – Fijaos en lo que hacĆ©is y manejadme con cuidado -decĆ­a a los dedos que la manejaban-. No me dejĆ©is caer, que si voy al suelo, las pasarĆ©is negras para encontrarme. Ā”Soy tan fina! – Ā”Vamos, vamos, que no hay para tanto! dijeron los dedos sujetĆ”ndola por el cuerpo.

  • Mirad, aquĆ­ llego yo con mi sĆ©quito -prosiguiĆ³ la aguja, arrastrando tras sĆ­ una larga hebra, pero sin nudo.

Los dedos apuntaron la aguja a la zapatilla de la cocinera; el cuero de la parte superior habĆ­a reventado y se disponĆ­an a coserlo.

  • Ā”QuĆ© trabajo mĆ”s ordinario! -exclamĆ³ la aguja-. No es para mĆ­. Ā”Me rompo, me rompo! y se rompiĆ³-. ĀæNo os lo dije? -suspirĆ³ la vĆ­ctima-. Ā”Soy demasiado fina!
  • Ya no sirve para nada -pensaron los dedos; pero hubieron de seguir sujetĆ”ndola, mientras la cocinera le aplicaba una gota de lacre y luego era clavada en la pechera de la blusa.
  • Ā”Toma! Ā”Ahora soy un prendedor! -dijo la vanidosa-. Bien sabĆ­a yo que con el tiempo harĆ­a carrera. Cuando una vale, un dĆ­a u otro se lo reconocen -. Y se rĆ­o para sus adentros, pues por fuera es muy difĆ­cil ver cuĆ”ndo se rĆ­e una aguja de zurcir. Y se quedĆ³ allĆ­ tan orgullosa cĆ³mo si fuese en coche, y paseaba la mirada a su alrededor.
  • ĀæPuedo tomarme la libertad de preguntarle, con el debido respeto, si acaso es usted de oro? -inquiriĆ³ el alfiler, vecino suyo-. Tiene usted un porte majestuoso, y cabeza propia, aunque pequeƱa. Debe procurar crecer, pues no siempre se pueden poner gotas de lacre en el cabo.

Al oĆ­r esto, la aguja se irguiĆ³ con tanto orgullo, que se soltĆ³ de la tela y cayĆ³ en el vertedero, en el que la cocinera estaba lavando.

  • Ahora me voy de viaje -dijo la aguja-. Ā”Con tal que no me pierda! -. Pero es el caso que se perdiĆ³.

Ā«Este mundo no estĆ” hecho para mĆ­ -pensĆ³, ya en el arroyo de la calle-. Soy demasiado fina. Pero tengo conciencia de mi valer, y esto siempre es una pequeƱa satisfacciĆ³nĀ». Y mantuvo su actitud, sin perder el buen humor. Por encima de ella pasaban flotando toda clase de objetos: virutas, pajas y pedazos de periĆ³dico. Ā«Ā”CĆ³mo navegan! -decĆ­a la aguja-. Ā”Poco se imaginan lo que hay en el fondo!. Yo estoy en el fondo y aquĆ­ sigo clavada. Ā”Toma!, ahora pasa una viruta que no piensa en nada del mundo como no sea en una Ā«virutaĀ», o sea, en ella misma; y ahora viene una paja: Ā”quĆ© manera de revolcarse y de girar! No pienses tanto en ti, que darĆ”s contra una piedra. Ā”Y ahora un trozo de periĆ³dico! Nadie se acuerda de lo que pone, y, no obstante, Ā”cĆ³mo se ahueca! Yo, en cambio, me estoy aquĆ­ paciente y quieta; sĆ© lo que soy y seguirĆ© siĆ©ndolo…Ā». Un dĆ­a fue a parar a su lado un objeto que brillaba tanto, que la aguja pensĆ³ que tal vez serĆ­a un diamante; pero en realidad era un casco de botella. Y como brillaba, la aguja se dirigiĆ³ a Ć©l, presentĆ”ndose como alfiler de pecho.

  • ĀæUsted debe ser un diamante, verdad?
  • .. sĆ­, algo por el estilo.

Y los dos quedaron convencidos de que eran joyas excepcionales, y se enzarzaron en una conversaciĆ³n acerca de lo presuntuosa que es la gente.

  • ĀæSabes? yo vivĆ­ en el estuche de una seƱorita dijo la aguja de zurcir-; era cocinera; tenĆ­a cinco dedos en cada mano, pero nunca he visto nada tan engreĆ­do como aquellos cinco dedos; y, sin embargo, toda su misiĆ³n consistĆ­a en sostenerme, sacarme del estuche y volverme a meter en Ć©l.
  • ĀæBrillaban acaso? -preguntĆ³ el casco de botella.
  • ĀæBrillar? -exclamĆ³ la aguja-. No; pero a orgullosos nadie los ganaba. Eran cinco hermanos, todos dedos de nacimiento. Iban siempre juntos, la mar de tiesos uno al lado del otro, a pesar de que ninguno era de la misma longitud. El de mĆ”s afuera, se llamaba Ā«PulgarĀ», era corto y gordo, estaba separado de la mano, y como sĆ³lo tenĆ­a una articulaciĆ³n en el dorso, sĆ³lo podĆ­a hacer una inclinaciĆ³n; pero afirmaba que si a un hombre se lo cortaban, quedaba inĆŗtil para el servicio militar. Luego venĆ­a el Ā«LameollasĀ», que se metĆ­a en lo dulce y en lo amargo, seƱalaba el sol y la luna y era el que apretaba la pluma cuando escribĆ­an. El Ā«LarguiruchoĀ» se miraba a los demĆ”s desde lo alto; el Ā«Borde doradoĀ» se paseaba con un aro de oro alrededor del cuerpo, y el menudo Ā«MeƱiqueĀ» no hacĆ­a nada, de lo cual estaba muy ufano. Todo era jactarse y vanagloriarse. Por eso fui yo a dar en el vertedero.
  • Ahora estamos aquĆ­, brillando -dijo el casco de botella. En el mismo momento llegĆ³ mĆ”s agua al arroyo, lo desbordĆ³ y se llevĆ³ el casco. – Ā”Vamos! A Ć©ste lo han despachado -dijo la aguja-. Yo me quedo, soy demasiado fina, pero esto es mi orgullo, y vale la pena -. Y permaneciĆ³ altiva, sumida en sus pensamientos. – De tan fina que soy, casi creerĆ­a que nacĆ­ de un rayo de sol. Tengo la impresiĆ³n de que el sol me busca siempre debajo del agua. Soy tan sutil, que ni mi padre me encuentra. Si no se me hubiese roto el ojo, creo que llorarĆ­a; pero no, no es distinguido llorar.

Un dĆ­a se presentaron varios pilluelos y se pusieron a rebuscar en el arroyo, en pos de clavos viejos, perras chicas y otras cosas por el estilo. Era una ocupaciĆ³n muy sucia, pero ellos se divertĆ­an de lo lindo.

  • Ā”Ay! -exclamĆ³ uno; se habĆ­a pinchado con la aguja de zurcir-. Ā”Esta marrana!
  • Ā”Yo no soy ninguna marrana, sino una seƱorita! -protestĆ³ la aguja; pero nadie la oyĆ³. El lacre se habĆ­a desprendido, y el metal estaba ennegrecido; pero el negro hace mĆ”s esbelto, por lo que la aguja se creyĆ³ aĆŗn mĆ”s fina que antes.
  • Ā”AhĆ­ viene flotando una cĆ”scara de huevo! gritaron los chiquillos, y clavaron en ella la aguja.
  • Negra sobre fondo blanco -observĆ³ Ć©sta-. Ā”QuĆ© bien me sienta! Soy bien visible. Ā”Con tal que no me maree, ni vomite! -. Pero no se mareĆ³ ni vomitĆ³.
  • Es una gran cosa contra el mareo tener estĆ³mago de acero. En esto sĆ­ que estoy por encima del vulgo. Me siento como si nada. CuĆ”nto mĆ”s fina es una, mĆ”s resiste.
  • Ā”Crac! -exclamĆ³ la cĆ”scara, al sentirse aplastada por la rueda de un carro.
  • Ā”Uf, cĆ³mo pesa! -aƱadiĆ³ la aguja-. Ahora sĆ­ que me mareo. Ā”Me rompo, me rompo! -. Pero no se rompiĆ³, pese a haber sido atropellada por un carro. QuedĆ³ en el suelo, y, lo que es por mĆ­, puede seguir allĆ­ muchos aƱos.

 

Ā LA CAMPANA

A la caĆ­da de la tarde, cuando se pone el sol, y las nubes brillan como si fuesen de oro por entre las chimeneas, en las estrechas calles de la gran ciudad solĆ­a orse un sonido singular, como el taƱido de una campana; pero se percibĆ­a sĆ³lo por un momento, pues el estrĆ©pito del trĆ”nsito rodado y el griterĆ­o eran demasiado fuertes. – Toca la campana de la tarde -decĆ­a la gente-, se estĆ” poniendo el sol. Para los que vivĆ­an fuera de la ciudad, donde las casas estaban separadas por jardines y pequeƱos huertos, el cielo crepuscular era aĆŗn mĆ”s hermoso, y los sones de la campana llegaban mĆ”s intensos; habrĆ­ase dicho que procedĆ­an de algĆŗn templo situado en lo mĆ”s hondo del bosque fragante y tranquilo, y la gente dirigĆ­a la mirada hacia Ć©l en actitud recogida. TranscurriĆ³ bastante tiempo. La gente decĆ­a: – ĀæNo habrĆ” una iglesia allĆ” en el bosque? La campana suena con una rara solemnidad. ĀæVamos a verlo? Los ricos se dirigieron al lugar en coche, y los pobres a pie, pero a todos se les hizo extraordinariamente largo el camino, y cuando llegaron a un grupo de sauces que crecĆ­an en la orilla del bosque, se detuvieron a acampar y, mirando las largas ramas desplegadas sobre sus cabezas, creyeron que estaban en plena selva. SaliĆ³ el pastelero y plantĆ³ su tienda, y luego vino otro, que colgĆ³ una campana en la cima de la suya; por cierto que era una campana alquitranada, para resistir la lluvia, pero le faltaba el badajo. De regreso a sus casas, las gentes afirmaron que la excursiĆ³n habĆ­a sido muy romĆ”ntica, muy distinta a una simple merienda. Tres personas aseguraron que se habĆ­an adentrado en el bosque, llegando hasta su extremo, sin dejar de percibir el extraƱo taƱido de la campana; pero les daba la impresiĆ³n de que venĆ­a de la ciudad. Una de ellas compuso sobre el caso todo un poema, en el que decĆ­a que la campana sonaba como la voz de una madre a los oĆ­dos de un hijo querido y listo. Ninguna melodĆ­a era comparable al son de la campana. El Emperador del paĆ­s se sintiĆ³ tambiĆ©n intrigado y prometiĆ³ conferir el tĆ­tulo de Ā«campanero universalĀ» a quien descubriese la procedencia del sonido, incluso en el caso de que no se tratase de una campana. Fueron muchos los que salieron al bosque, pero uno solo trajo una explicaciĆ³n plausible. Nadie penetrĆ³ muy adentro, y Ć©l tampoco; sin embargo, dijo que aquel sonido de campana venĆ­a de una viejĆ­sima lechuza que vivĆ­a en un Ć”rbol hueco; era una lechuza sabia que no cesaba de golpear con la cabeza contra el Ć”rbol. Lo que no podĆ­a precisar era si lo que producĆ­a el sonido era la cabeza o el tronco hueco. El hombre fue nombrado campanero universal, y en adelante cada aƱo escribiĆ³ un tratado sobre la lechuza; pero la gente se quedĆ³ tan enterada como antes. LlegĆ³ la fiesta de la confirmaciĆ³n; el predicador habĆ­a hablado con gran elocuencia y unciĆ³n, y los niƱos quedaron muy enfervorizados. Para ellos era un dĆ­a muy importante, ya que de golpe pasaban de niƱos a personas mayores; el alma infantil se transportaba a una personalidad dotada de mayor razĆ³n. Brillaba un sol delicioso; los niƱos salieron de la ciudad y no tardaron en oĆ­r, procedente del bosque, el taƱido de la enigmĆ”tica campana, mĆ”s claro y recio que nunca. A todos, excepto a tres, entrĆ”ronles ganas de ir en su busca: una niƱa prefiriĆ³ volverse a casa a probarse el vestido de baile, pues el vestido y el baile habĆ­an sido precisamente la causa de que la confirmaran en aquella ocasiĆ³n, ya que de otro modo no hubiera asistido; el segundo fue un pobre niƱo, a quien el hijo del fondista habĆ­a prestado el traje y los zapatos, a condiciĆ³n de devolverlos a una hora determinada; el tercero manifestĆ³ que nunca iba a un lugar desconocido sin sus padres; siempre habĆ­a sido un niƱo obediente, y querĆ­a seguir siĆ©ndolo despuĆ©s de su confirmaciĆ³n. Y que nadie se burle de Ć©l, a pesar de que los demĆ”s lo hicieron. AsĆ­, aparte los tres mencionados, los restantes se pusieron en camino. LucĆ­a el sol y gorjeaban los pĆ”jaros, y los niƱos que acababan de recibir el sacramento iban cantando, cogidos de las manos, pues todavĆ­a no tenĆ­an dignidades ni cargos, y eran todos iguales ante Dios. Dos de los mĆ”s pequeƱos no tardaron en fatigarse, y se volvieron a la ciudad; dos niƱas se sentaron a trenzar guirnaldas de flores, y se quedaron tambiĆ©n rezagadas; y cuando los demĆ”s llegaron a los sauces del pastelero, dijeron: – Ā”Toma, ya estamos en el bosque! La campana no existe; todo son fantasĆ­as. De pronto, la campana sonĆ³ en lo mĆ”s profundo del bosque, tan magnĆ­fica y solemne, que cuatro o cinco de los muchachos decidieron adentrarse en la selva. El follaje era muy espeso, y resultaba en extremo difĆ­cil seguir adelante; las aspĆ©rulas y las anemonas eran demasiado altas, y las floridas enredaderas y las zarzamoras colgaban en largas guirnaldas de Ć”rbol a Ć”rbol, mientras trinaban los ruiseƱores y jugueteaban los rayos del sol. Ā”QuĆ© esplĆ©ndido! Pero las niƱas no podĆ­an seguir por aquel terreno; se hubieran roto los vestidos. HabĆ­a tambiĆ©n enormes rocas cubiertas de musgos multicolores, y una lĆ­mpida fuente manaba, dejando oĆ­r su maravillosa canciĆ³n: Ā”gluc, gluc! – ĀæNo serĆ” Ć©sta la campana? -preguntĆ³ uno de los confirmandos, echĆ”ndose al suelo a escuchar-. HabrĆ­a que estudiarlo bien -y se quedĆ³, dejando que los demĆ”s se marchasen. Llegaron a una casa hecha de corteza de Ć”rbol y ramas. Un gran manzano silvestre cargado de fruto se encaramaba por encima de ella, como dispuesto a sacudir sus manzanas sobre el tejado, en el que florecĆ­an rosas; las largas ramas se apoyaban precisamente en el hastial, del que colgaba una pequeƱa campana. ĀæSerĆ­a la que habĆ­an oĆ­do? Todos convinieron en que sĆ­, excepto uno, que afirmĆ³ que era demasiado pequeƱa y delicada para que pudiera oĆ­rse a tan gran distancia; eran distintos los sones capaces de conmover un corazĆ³n humano. El que asĆ­ hablĆ³ era un prĆ­ncipe, y los otros dijeron: Ā«Los de su especie siempre se las dan de mĆ”s listos que los demĆ”sĀ». ProsiguiĆ³, pues, solo su camino, y a medida que avanzaba sentĆ­a cada vez mĆ”s en su pecho la soledad del bosque; pero seguĆ­a oyendo la campanita junto a la que se habĆ­an quedado los demĆ”s, y a intervalos, cuando el viento traĆ­a los sones de la del pastelero, oĆ­a tambiĆ©n los cantos que de allĆ­ procedĆ­an. Pero las campanadas graves seguĆ­an resonando mĆ”s fuertes, y pronto pareciĆ³ como si, ademĆ”s, tocase un Ć³rgano; sus notas venĆ­an del lado donde estĆ” el corazĆ³n. Se produjo un rumoreo entre las zarzas y el prĆ­ncipe vio ante sĆ­ a un muchacho calzado con zuecos y vestido con una chaqueta tan corta, que las mangas apenas le pasaban de los codos. Se conocieron enseguida, pues el mocito resultĆ³ ser aquel mismo confirmando que no habĆ­a podido ir con sus compaƱeros por tener que devolver al hijo del posadero el traje y los zapatos. Una vez cumplido el compromiso, se habĆ­a encaminado tambiĆ©n al bosque en zuecos y pobremente vestido, atraĆ­do por los taƱidos, tan graves y sonoros, de la campana.

  • Podemos ir juntos -dijo el prĆ­ncipe. Mas el pobre chico estaba avergonzado de sus zuecos, y, tirando de las cortas mangas de su chaqueta, alegĆ³ que no podrĆ­a alcanzarlo; creĆ­a ademĆ”s que la campana debĆ­a buscarse hacia la derecha, que es el lado de todo lo grande y magnĆ­fico. – En este caso no volveremos a encontrarnos respondiĆ³ el prĆ­ncipe; y se despidiĆ³ con un gesto amistoso. El otro se introdujo en la parte mĆ”s espesa del bosque, donde los espinos no tardaron en desgarrarle los ya mĆ­seros vestidos y ensangrentarse cara, manos y pies. TambiĆ©n el prĆ­ncipe recibiĆ³ algunos araƱazos, pero el sol alumbraba su camino. Lo seguiremos, pues era un mocito avispado.
  • Ā”He de encontrar la campana! -dijo- aunque tenga que llegar al fin del mundo.

Los malcarados monos, desde las copas de los Ɣrboles, le enseƱaban los dientes con sus risas burlonas.

  • ĀæY si le diĆ©semos una paliza? -decĆ­an-. ĀæVamos a apedrearlo? Ā”Es un prĆ­ncipe!

Pero el mozo continuĆ³ infatigable bosque adentro, donde crecĆ­an las flores mĆ”s maravillosas. HabĆ­a allĆ­ blancos lirios estrellados con estambres rojos como la sangre, tulipanes de color azul celeste, que centelleaban entre las enredaderas, y manzanos cuyos frutos parecĆ­an grandes y brillantes pompas de jabĆ³n. Ā”CĆ³mo refulgĆ­an los Ć”rboles a la luz del sol! En derredor, en torno a bellĆ­simos prados verdes, donde el ciervo y la corza retozaban entre la alta hierba, crecĆ­an soberbios robles y hayas, y en los lugares donde se habĆ­a desprendido la corteza de los troncos, hierbas y bejucos brotaban de las grietas. HabĆ­a tambiĆ©n vastos espacios de selva ocupados por plĆ”cidos lagos, en cuyas aguas flotaban blancos cisnes agitando las alas. El prĆ­ncipe se detenĆ­a con frecuencia a escuchar; a veces le parecĆ­a que las graves notas de la campana salĆ­an de uno de aquellos lagos, pero muy pronto se percataba de que no venĆ­an de allĆ­, sino demĆ”s adentro del bosque. Se puso el sol, el aire tomĆ³ una tonalidad roja de fuego, mientras en la selva el silencio se hacĆ­a absoluto. El muchacho se hincĆ³ de rodillas y, despuĆ©s de cantar el salmo vespertino, dijo:

  • JamĆ”s encontrarĆ© lo que busco; ya se pone el sol y llega la noche, la noche oscura. Tal vez logre ver aĆŗn por Ćŗltima vez el sol, antes de que se oculte del todo bajo el horizonte. Voy a trepar a aquella roca; su cima es tan elevada como la de los Ć”rboles mĆ”s altos.

Y agarrĆ”ndose a los sarmientos y raĆ­ces, se puso a trepar por las hĆŗmedas piedras, donde se arrastraban las serpientes de agua, y los sapos lo recibĆ­an croando; pero Ć©l llegĆ³ a la cumbre antes de que el astro, visto desde aquella altura, desapareciera totalmente. Ā”Gran Dios, quĆ© maravilla! El mar, inmenso y majestuoso, cuyas largas olas rodaban hasta la orilla, extendĆ­ase ante Ć©l, y el sol, semejante a un gran altar reluciente, aparecĆ­a en el punto en que se unĆ­an el mar y el cielo. Todo se disolvĆ­a en radiantes colores, el bosque cantaba, y cantaba el ocĆ©ano, y su corazĆ³n les hacĆ­a coro; la Naturaleza entera se habĆ­a convertido en un enorme y sagrado templo, cuyos pilares eran los Ć”rboles y las nubes flotantes, cuya alfombra la formaban las flores y hierbas, y la esplĆ©ndida cĆŗpula el propio cielo. En lo alto se apagaron los rojos colores al desaparecer el sol, pero en su lugar se encendieron millones de estrellas como otras tantas lĆ”mparas diamantinas, y el prĆ­ncipe extendiĆ³ los brazos hacia el cielo, hacia el bosque y hacia el mar; y de pronto, viniendo del camino de la derecha, se presentĆ³ el muchacho pobre, con sus mangas cortas y sus zuecos; habĆ­a llegado tambiĆ©n a tiempo, recorrida su ruta. Los dos mozos corrieron al encuentro uno de otro y se cogieron de las manos en el gran templo de la Naturaleza y de la PoesĆ­a, mientras encima de ellos resonaba la santa campana invisible, y los espĆ­ritus bienaventurados la acompaƱaban en su vaivĆ©n cantando un venturoso aleluya.

LA CASA VIEJA

HabĆ­a en una callejuela una casa muy vieja, muy vieja; tenĆ­a casi trescientos aƱos, segĆŗn podĆ­a leerse en las vigas, en las que estaba escrito el aƱo, en cifras talladas sobre una guirnalda de tulipanes y hojas de lĆŗpulo. HabĆ­a tambiĆ©n versos escritos en el estilo de los tiempos pasados, y sobre cada una de las ventanas en la viga, se veĆ­a esculpida una cara grotesca, a modo de caricatura. Cada piso sobresalĆ­a mucho del inferior, y bajo el tejado habĆ­an puesto una gotera con cabeza de dragĆ³n; el agua de lluvia salĆ­a por sus fauces, pero tambiĆ©n por su barriga, pues la canal tenĆ­a un agujero. Todas las otras casas de la calle eran nuevas y bonitas, con grandes cristales en las ventanas y paredes lisas; bien se veĆ­a que nada querĆ­an tener en comĆŗn con la vieja, y seguramente pensaban: Ā«ĀæHasta cuĆ”ndo seguirĆ” este viejo armatoste, para vergĆ¼enza de la calle? AdemĆ”s, el balcĆ³n sobresale de tal modo que desde nuestras ventanas nadie puede ver lo que pasa allĆ­. La escalera es ancha como la de un palacio y alta como la de un campanario. La barandilla de hierro parece la puerta de un panteĆ³n, y ademĆ”s tiene pomos de latĆ³n. Ā”HabrĆ”se visto!Ā». Frente por frente habĆ­a tambiĆ©n casas nuevas que pensaban como las anteriores; pero en una de sus ventanas vivĆ­a un niƱo de coloradas mejillas y ojos claros y radiantes, al que le gustaba la vieja casa, tanto a la luz del sol como a la de la luna. Se entretenĆ­a mirando sus decrĆ©pitas paredes, y se pasaba horas enteras imaginando los cuadros mĆ”s singulares y el aspecto que aƱos atrĆ”s debĆ­a de ofrecer la calle, con sus escaleras, balcones y puntiagudos hastiales; veĆ­a pasar soldados con sus alabardas y correr los canalones como dragones y vestiglos. Era realmente una casa notable. En el piso alto vivĆ­a un anciano que vestĆ­a calzĆ³n corto, casaca con grandes botones de latĆ³n y una majestuosa peluca. Todas las maƱanas iba a su cuarto un viejo sirviente, que cuidaba de la limpieza y hacĆ­a los recados; aparte Ć©l, el anciano de los calzones cortos vivĆ­a completamente solo en la vetusta casona. A veces se asomaba a la ventana; el chiquillo lo saludaba entonces con la cabeza, y el anciano le correspondĆ­a de igual modo. AsĆ­ se conocieron, y entre ellos naciĆ³ la amistad, a pesar de no haberse hablado nunca; pero esto no era necesario. El chiquillo oyĆ³ cĆ³mo sus padres decĆ­an:

  • El viejo de enfrente parece vivir con desahogo, pero estĆ” terriblemente solo.

El domingo siguiente el niƱo cogiĆ³ un objeto, lo envolviĆ³ en un pedazo de papel, saliĆ³ a la puerta y dijo al mandadero del anciano:

  • Oye, Āæquieres hacerme el favor de dar esto de mi parte al anciano seƱor que vive arriba? Tengo dos soldados de plomo y le doy uno, porque sĆ© que estĆ” muy solo.

El viejo sirviente asintiĆ³ con un gesto de agrado y llevĆ³ el soldado de plomo a la vieja casa. Luego volviĆ³ con el encargo de invitar al niƱo a visitar a su vecino, y el niƱo acudiĆ³, despuĆ©s de pedir permiso a sus padres. Los pomos de latĆ³n de la barandilla de la escalera brillaban mucho mĆ”s que de costumbre; dirĆ­ase que los habĆ­an pulimentado con ocasiĆ³n de aquella visita; y parecĆ­a que los trompeteros de talla, que estaban esculpidos en la puerta saliendo de tulipanes, soplaran con todas sus fuerzas y con los carrillos mucho mĆ”s hinchados que lo normal. Ā«Ā”TaratatrĆ”! Ā”Que viene el niƱo! Ā”TaratatrĆ”!Ā», tocaban; y se abriĆ³ la puerta. Todas las paredes del vestĆ­bulo estaban cubiertas de antiguos cuadros representando caballeros con sus armaduras y damas vestidas de seda; y las armas rechinaban, y las sedas crujĆ­an. VenĆ­a luego una escalera que, despuĆ©s de subir un buen trecho, volvĆ­a a bajar para conducir a una azotea muy decrĆ©pita, con grandes agujeros y largas grietas, de las que brotaban hierbas y hojas. Toda la azotea, el patio y las paredes estaban revestidas de verdor, y aun no siendo mĆ”s que un terrado, parecĆ­a un jardĆ­n. HabĆ­a allĆ­ viejas macetas con caras pintadas, y cuyas asas eran orejas de asno; pero las flores crecĆ­an a su antojo, como plantas silvestres. De uno de los tiestos se desparramaban en todos sentidos las ramas y retoƱos de una espesa clavellina, y los retoƱos hablaban en voz alta, diciendo: Ā«Ā”He recibido la caricia del aire y un beso del sol, y Ć©ste me ha prometido una flor para el domingo, una florecita para el domingo!Ā». PasĆ³ luego a una habitaciĆ³n cuyas paredes estaban revestidas de cuero de cerdo, estampado de flores doradas. El dorado se desluceĀ  pero el cuero queda,Ā  decĆ­an las paredes. HabĆ­a sillones de altos respaldos, tallados de modo pintoresco y con brazos a ambos lados. Ā«Ā”SiĆ©ntese! Ā”Tome asiento! -decĆ­an-. Ā”Ay! Ā”CĆ³mo crujo! Seguramente tendrĆ© la gota, como el viejo armario. La gota en la espalda, Ā”ay!Ā». Finalmente, el niƱo entrĆ³ en la habitaciĆ³n del mirador, en la cual estaba el anciano.

  • Muchas gracias por el soldado de plomo, amiguito mĆ­o -dijo el viejo-. Y mil gracias tambiĆ©n por tu visita.

Ā«Ā”Gracias, gracias!Ā», o bien Ā«Ā”crrac, crrac!Ā», se oĆ­a de todos los muebles. Eran tantos, que casi se estorbaban unos a otros, pues, todos querĆ­an ver al niƱo. En el centro de la pared colgaba el retrato de una hermosa dama, de aspecto alegre y juvenil, pero vestida a la antigua, con el pelo empolvado y las telas tiesas y holgadas; no dijo ni Ā«graciasĀ» ni Ā«crracĀ», pero miraba al pequeƱo con ojos dulces. Ɖste preguntĆ³ al viejo: -Āæ De dĆ³nde lo has sacado?

  • Del ropavejero de enfrente -respondiĆ³ el hombre-. Tiene muchos retratos. Nadie los conoce ni se preocupa de ellos, pues todos estĆ”n muertos y enterrados; pero a Ć©sta la conocĆ­ yo en tiempos; hace ya cosa de medio siglo que muriĆ³.

Bajo el cuadro colgaba, dentro de un marco y cubierto con cristal, un ramillete de flores marchitas; seguramente habrĆ­an sido cogidas tambiĆ©n medio siglo atrĆ”s, tan viejas parecĆ­an. El pĆ©ndulo del gran reloj marcaba su tictac, y las manecillas giraban, y todas las cosas de la habitaciĆ³n se iban volviendo aĆŗn mĆ”s viejas; pero ellos no lo notaron.

  • En casa dicen -observĆ³ el niƱo- que vives muy solo.
  • Ā”Oh! -sonriĆ³ el anciano-, no tan solo como crees. A menudo vienen a visitarme los viejos pensamientos, con todo lo que traen consigo, y, ademĆ”s, ahora has venido tĆŗ. No tengo por quĆ© quejarme.

Entonces sacĆ³ del armario un libro de estampas, entre las que figuraban largas comitivas, coches singularĆ­simos como ya no se ven hoy dĆ­a, soldados y ciudadanos con las banderas de las corporaciones: la de los sastres llevaba unas tijeras sostenidas por dos leones; la de los zapateros iba adornada con un Ć”guila, sin zapatos, es cierto, pero con dos cabezas, pues los zapateros lo quieren tener todo doble, para poder decir: es un par. Ā”QuĆ© hermoso libro de estampas! El anciano pasĆ³ a otra habitaciĆ³n a buscar golosinas, manzanas y nueces; en verdad que la vieja casa no carecĆ­a de encantos.

  • No lo puedo resistir! -exclamĆ³ de sĆŗbito el soldado de plomo desde su sitio encima de la cĆ³moda-. Esta casa estĆ” sola y triste. No; quien ha conocido la vida de familia, no puede habituarse a esta soledad. Ā”No lo resisto! El dĆ­a se hace terriblemente largo, y la noche, mĆ”s larga aĆŗn. AquĆ­ no es como en tu casa, donde tu padre y tu madre charlan alegremente, y donde tĆŗ y los demĆ”s chiquillos estĆ”is siempre alborotando. ĀæCĆ³mo puede el viejo vivir tan solo? ĀæImaginas lo que es no recibir nunca un beso, ni una mirada amistosa, o un Ć”rbol de Navidad? Una tumba es todo lo que espera. Ā”No puedo resistirlo!

LA ESPINOSA SENDA DEL HONOR Ā  Circula todavĆ­a por ahĆ­ un viejo cuento titulado: Ā«La espinosa senda del honor, de un cazador llamado Bryde, que llegĆ³ a obtener grandes honores y dignidades, pero sĆ³lo a costa de muchas contrariedades y vicisitudes en el curso de su existenciaĀ». Es probable que algunos de vosotros lo hayĆ”is oĆ­do contar de niƱos, y tal vez leĆ­do de mayores, y acaso os haya hecho pensar en los abrojos de vuestro propio camino y en sus muchas Ā«adversidadesĀ». La leyenda y la realidad tienen muchos puntos de semejanza, pero la primera se resuelve armĆ³nicamente acĆ” en la Tierra, mientras que la segunda las mĆ”s de las veces lo hace mĆ”s allĆ” de ella, en la eternidad. La Historia Universal es una linterna mĆ”gica que nos ofrece en una serie de proyecciones, el oscuro trasfondo de lo presente; en ellas vemos cĆ³mo caminan por la espinosa senda del honor los bienhechores de la Humanidad, los mĆ”rtires del genio. Estas luminosas imĆ”genes irradian de todos los tiempos y de todos los paĆ­ses, cada una durante un solo instante, y, sin embargo, llenando toda una vida, con sus luchas y sus victorias. Consideremos aquĆ­ algunos de los componentes de esta hueste de mĆ”rtires, que no terminarĆ” mientras dure la Tierra. Vemos un anfiteatro abarrotado. Las Nubes, de AristĆ³fanes, envĆ­an a la muchedumbre torrentes de sĆ”tira y humor; en escena, el hombre mĆ”s notable de Atenas, el que fue para el pueblo un escudo contra los treinta tiranos, es ridiculizado espiritual y fĆ­sicamente: SĆ³crates, el que en el fragor de la batalla salvĆ³ a AlcibĆ­ades y a Jenofonte, el hombre cuyo espĆ­ritu se elevĆ³ por encima de los dioses de la AntigĆ¼edad, Ć©l mismo se halla presente; se ha levantado de su banco de espectador y se ha adelantado para que los atenienses que se rĆ­en puedan comprobar si se parece a la caricatura que de Ć©l se presenta al pĆŗblico. AllĆ­ estĆ” erguido, destacando muy por encima de todos. TĆŗ, amarga y ponzoƱosa cicuta, habĆ­as de ser aquĆ­ el emblema de Atenas, no el olivo. Siete ciudades se disputan el honor de haber sido la cuna de Homero; despuĆ©s que hubo muerto, se entiende. Fijaos en su vida: Va errante por las ciudades, recitando sus versos para ganarse el sustento, sus cabellos encanecen a fuerza de pensar en el maƱana. Ɖl, el mĆ”s poderoso vidente con los oĆ­dos del espĆ­ritu, es ciego y estĆ” solo; la acerada espina rasga y destroza el manto del rey de los poetas. Sus cantos siguen vivos, y sĆ³lo por Ć©l viven los dioses y los hĆ©roes de la AntigĆ¼edad. De Oriente y Occidente van surgiendo, imagen tras imagen, remotas y apartadas entre sĆ­ por el tiempo y el espacio, y, sin embargo, siempre en la senda espinosa del honor, donde el cardo no florece hasta que ha llegado la hora de adornar la tumba. Bajo las palmeras avanzan los camellos, ricamente cargados de Ć­ndigo y de otros valiosos tesoros. El Rey los envĆ­a a aquel cuyos cantos constituyen la alegrĆ­a del pueblo y la gloria de su tierra; se ha descubierto el paradero de aquel a quien la envidia y la falacia enviaron al destierro… La caravana se acerca a la pequeƱa ciudad donde hallĆ³ asilo; un pobre cadĆ”ver conducido a la puerta la hace detener. El muerto es precisamente el hombre a quien busca: Firdusi…Ā  Ha recorrido toda la espinosa senda del honor. El africano de toscos rasgos, gruesos labios y cabello negro y lanoso, mendiga en las gradas de mĆ”rmol de palacio de la capital lusitana; es el fiel esclavo de Camoens; sin Ć©l y sin las limosnas que le arrojan, morirĆ­a de hambre su seƱor, el poeta de Las Lusiadas. Sobre la tumba de Camoens se levanta hoy un magnĆ­fico monumento. Una nueva proyecciĆ³n. DetrĆ”s de una reja de hierro vemos a un hombre, pĆ”lido como la muerte, con larga barba hirsuta.

  • Ā”He realizado un descubrimiento, el mayor desde hace siglos – grita -, y llevo mĆ”s de veinte aƱos encerrado aquĆ­!
  • ĀæQuiĆ©n es?
  • Ā”Un loco! – dice el guardiĆ”n -. Ā”A lo que puede llegar un hombre! Ā”EstĆ” empeƱado en que es posible avanzar al impulso del vapor!

SalomĆ³n de Caus, descubridor de la fuerza del vapor, cuyas imprecisas palabras de presentimiento no fueron comprendidas por un Richelieu, muriĆ³ en el manicomio. AhĆ­ tenemos a ColĆ³n, burlado y perseguido un dĆ­a por los golfos callejeros porque se habĆ­a propuesto descubrir un nuevo mundo, Ā”y lo descubriĆ³! Las campanas de jĆŗbilo doblan a su regreso victorioso, pero las de la envidia no tardarĆ”n en ahogar los sones de aquĆ©llas. El descubridor de mundos, que levantĆ³ del mar la tierra americana y la ofreciĆ³ a su rey, es recompensado con cadenas de hierro, que pedirĆ” sean puestas en su ataĆŗd, como testimonios del mundo y de la estima de su Ć©poca. Las imĆ”genes se suceden; estĆ” muy concurrida la senda espinosa del honor. He aquĆ­, en el seno de la noche y las tinieblas, aquel que calculĆ³ la altitud de las montaƱas de la Luna, que recorriĆ³ los espacios hasta las estrellas y los planetas, el coloso que vio y oyĆ³ el espĆ­ritu de la Naturaleza, y sintiĆ³ que la Tierra se movĆ­a bajo sus pies: Galileo. Ciego y sordo estĆ”, un anciano, traspasado por la espina del sufrimiento en los tormentos del mentĆ­s, con fuerzas apenas para levantar el pie, que un dĆ­a, en el dolor de su alma, golpeĆ³ el suelo al ser borradas las palabras de la verdad: Ā«Ā”Y, sin embargo, se mueve!Ā». AhĆ­ estĆ” una mujer de alma infantil, llena de entusiasmo y de fe, a la cabeza del ejĆ©rcito combatiente, empuƱando la bandera y llevando a su patria a la victoria y la salvaciĆ³n. Estalla el jĆŗbilo… y se enciende la hoguera: Juana de Arco, la bruja, es quemada viva. Peor aĆŗn, los siglos venideros escupirĆ”n sobre el blanco lirio: Voltaire, el sĆ”tiro de la razĆ³n, cantarĆ” La pucelle. En el Congreso de Viborg, la nobleza danesa quema las leyes del Rey: brillan en las llamas, iluminan la Ć©poca y al legislador, proyectan una aureola en la tenebrosa torre donde Ć©l estĆ” aprisionado, envejecido, encorvado, araƱando trazos con los dedos en la mesa de piedra; Ć©l, otrora seƱor de tres reinos, el monarca popular, el amigo del burguĆ©s y del campesino: CristiĆ”n II, de recio carĆ”cter en una dura Ć©poca. Sus enemigos escriben su historia. Pensemos en sus veintisiete aƱos de cautiverio, cuando nos venga a la mente su crimen. AllĆ­ se hace a la vela una nave de Dinamarca; en alto mĆ”stil hay un hombre que contempla por Ćŗltima vez la Isla Hveen: es Tycho Brahe, que levantarĆ” el nombre de su patria hasta las estrellas y serĆ” recompensado con la ofensa y el disgusto. Emigra a una tierra extraƱa: Ā«El cielo estĆ” en todas partes, ĀæquĆ© mĆ”s necesito?Ā», son sus palabras; parte el mĆ”s ilustre de nuestros hombres, para verse honrado y libre en un paĆ­s extranjero. Ā«Ā”Ah, libre, incluso de los insoportables dolores del cuerpo!Ā», oĆ­mos suspirar a travĆ©s de los tiempos. Ā”QuĆ© cuadro! Griffenfeld, un Prometeo danĆ©s, encadenado a la rocosa Isla de Munkholm. Nos hallamos en AmĆ©rica, al borde de un caudaloso rĆ­o; se ha congregado una muchedumbre, un barco va a zarpar contra viento y marea, desafiando los elementos. Roberto Fulton se llama el hombre que se cree capaz de esta hazaƱa. El barco inicia el viaje; de pronto se queda parado, y la multitud rĆ­e, silba y grita; su propio padre silba tambiĆ©n: – Ā”Orgullo, locura! Ā”Has encontrado tu merecido! Ā”QuĆ© encierren a esta cabeza loca! -. Entonces se rompe un diminuto clavo que por unos momentos habĆ­a frenado la mĆ”quina, las ruedas giran, las palas vencen la resistencia del agua, el buque arranca… La lanzadera del vapor reduce las horas a minutos entre las tierras del mundo. Humanidad, Āæcomprendes cuĆ”n sublime fue este despertar de la conciencia, esta revelaciĆ³n al alma de su misiĆ³n, este instante en que todas las heridas del espinoso sendero del honor – incluso las causadas por propia culpa – se disuelven en cicatrizaciĆ³n, en salud, fuerza y claridad, la disonancia se transforma en armonĆ­a, los hombres ven la manifestaciĆ³n de la gracia de Dios, concedida a un elegido y por Ć©l transmitida a todos? AsĆ­ la espinosa senda del honor aparece como una aureola que nimba la Tierra. Ā”Feliz el que aquĆ­ abajo ha sido designado para emprenderla, incorporado graciosamente a los constructores del puente que une a los hombres con Dios! Sostenido por sus alas poderosas, vuela el espĆ­ritu de la Historia a travĆ©s de los tiempos mostrando – para estĆ­mulo y consuelo, para despertar una piedad que invita a la meditaciĆ³n -, sobre un fondo oscuro, en cuadros luminosos, el sendero del honor, sembrado de abrojos, que no termina, como en la leyenda, en esplendor y gozo aquĆ­ en la Tierra, sino mĆ”s allĆ” de ella, en el tiempo y en la eternidad.

Ā LA FAMILIA FELIZ

La hoja verde mĆ”s grande de nuestra tierra es seguramente la del lampazo. Si te la pones delante de la barriga, parece todo un delantal, y si en tiempo lluvioso te la colocas sobre la cabeza, es casi tan Ćŗtil como un paraguas; ya ves si es enorme. Un lampazo nunca crece solo. Donde hay uno, seguro que hay muchos mĆ”s. Es un goce para los ojos, y toda esta magnificencia es pasto de los caracoles, los grandes caracoles blancos, que en tiempos pasados, la gente distinguida hacĆ­a cocer en estofado y, al comĆ©rselos, exclamaba: Ā«Ā”AjĆ”, quĆ© bien sabe!Ā», persuadida de que realmente era apetitoso; pues, como digo, aquellos caracoles se nutrĆ­an de hojas de lampazo, y por eso se sembraba la planta. Pues bien, habĆ­a una vieja casa solariega en la que ya no se comĆ­an caracoles. Estos animales se habĆ­an extinguido, aunque no los lampazos, que crecĆ­an en todos los caminos y bancales; una verdadera invasiĆ³n. Era un autĆ©ntico bosque de lampazos, con algĆŗn que otro manzano o ciruelo; por lo demĆ”s, nadie habrĆ­a podido suponer que aquello habĆ­a sido antaƱo un jardĆ­n. Todo eran lampazos, y entre ellos vivĆ­an los dos Ćŗltimos y matusalĆ©micos caracoles. Ni ellos mismos sabĆ­an lo viejos que eran, pero se acordaban perfectamente de que habĆ­an sido muchos mĆ”s, de que descendĆ­an de una familia oriunda de paĆ­ses extranjeros, y de que todo aquel bosque habĆ­a sido plantado para ellos y los suyos. Nunca habĆ­an salido de sus lindes, pero no ignoraban que mĆ”s allĆ” habĆ­a otras cosas en el mundo, una, sobre todo, que se llamaba la Ā«casa seƱorialĀ», donde ellos eran cocidos y, vueltos de color negro, colocados en una fuente de plata; pero no tenĆ­an idea de lo que ocurrĆ­a despuĆ©s. Por otra parte, no podĆ­an imaginarse quĆ© impresiĆ³n debĆ­a causar el ser cocido y colocado en una fuente de plata; pero seguramente serĆ­a delicioso, y distinguido por demĆ”s. Ni los abejorros, ni los sapos, ni la lombriz de tierra, a quienes habĆ­an preguntado, pudieron informarles; ninguno habĆ­a sido cocido ni puesto en una fuente de plata. Los viejos caracoles blancos eran los mĆ”s nobles del mundo, de eso sĆ­ estaban seguros. El bosque estaba allĆ­ para ellos, y la casa seƱorial, para que pudieran ser cocidos y depositados en una fuente de plata. VivĆ­an muy solos y felices, y como no tenĆ­an descendencia, habĆ­an adoptado un caracolillo ordinario, al que educaban como si hubiese sido su propio hijo; pero el pequeƱo no crecĆ­a, pues no pasaba de ser un caracol ordinario. Los viejos, particularmente la madre, la Madre Caracola, creyĆ³ observar que se desarrollaba, y pidiĆ³ al padre que se fijara tambiĆ©n; si no podĆ­a verlo, al menos que palpara la pequeƱa cascara; y Ć©l la palpĆ³ y vio que la madre tenĆ­a razĆ³n. Un dĆ­a se puso a llover fuertemente.

  • Escucha el rampataplĆ”n de la lluvia sobre los lampazos -dijo el viejo.
  • SĆ­, y las gotas llegan hasta aquĆ­ -observĆ³ la madre-. Bajan por el tallo. VerĆ”s cĆ³mo esto se moja. Suerte que tenemos nuestra buena casa, y que el pequeƱo tiene tambiĆ©n la suya. Salta a la vista que nos han tratado mejor que a todos los restantes seres vivos; que somos los reyes de la creaciĆ³n, en una palabra. Poseemos una casa desde la hora en que nacemos, y para nuestro uso exclusivo plantaron un bosque de lampazos. Me gustarĆ­a saber hasta dĆ³nde se extiende, y que hay ahĆ­ afuera.
  • No hay nada fuera de aquĆ­ – respondiĆ³ el padre -. Mejor que esto no puede haber nada, y yo no tengo nada que desear.
  • Pues a mĆ­ -dijo la vieja- me gustarĆ­a llegarme a la casa seƱorial, que me cocieran y me pusieran en una fuente de plata. Todos nuestros antepasados pasaron por ello y, crĆ©eme, debe de ser algo excepcional.
  • Tal vez la casa estĆ© destruida -objetĆ³ el caracol padre-, o quizĆ”s el bosque de lampazos la ha cubierto, y los hombres no pueden salir. Por lo demĆ”s, no corre prisa; tĆŗ siempre te precipitas, y el pequeƱo sigue tu ejemplo. En tres dĆ­as se ha subido a lo alto del tallo; realmente me da vĆ©rtigo, cuando levanto la cabeza para mirarlo.
  • No seas tan regaĆ±Ć³n -dijo la madre-. El chiquillo trepa con mucho cuidado, y estoy segura de que aĆŗn nos darĆ” muchas alegrĆ­as; al fin y a la postre, no tenemos mĆ”s que a Ć©l en la vida. ĀæHas pensado alguna vez en encontrarle esposa? ĀæNo crees que si nos adentrĆ”semos en la selva de lampazos, tal vez encontrarĆ­amos a alguno de nuestra especie?
  • Seguramente habrĆ” por allĆ­ caracoles negros dijo el viejo- caracoles negros sin cĆ”scara; pero, Ā”son tan ordinarios!, y, sin embargo, son orgullosos. Pero podrĆ­amos encargarlo a las hormigas, que siempre corren de un lado para otro, como si tuviesen mucho que hacer. Seguramente encontrarĆ­an una mujer para nuestro pequeƱo.
  • Yo conozco a la mĆ”s hermosa de todas -dijo una de las hormigas-, pero me temo que no haya nada que hacer, pues se trata de una reina.
  • ĀæY eso quĆ© importa? -dijeron los viejos-.

ĀæTiene una casa?

  • Ā”Tiene un palacio! -exclamĆ³ la hormiga-, un bellĆ­simo palacio hormiguero, con setecientos corredores.
  • Muchas gracias -dijo la madre-. Nuestro hijo no va a ir a un nido de hormigas. Si no sabĆ©is otra cosa mejor, lo encargaremos a los mosquitos blancos, que vuelan a mucho mayor distancia, tanto si llueve como si hace sol, y conocen el bosque de lampazos por dentro y por fuera.
  • Ā”Tenemos esposa para Ć©l! -exclamaron los mosquitos-. A cien pasos de hombre en un zarzal, vive un caracolito con casa; es muy pequeƱƭn, pero tiene la edad suficiente para casarse. EstĆ” a no mĆ”s de cien pasos de hombre de aquĆ­.
  • Muy bien, pues que venga -dijeron los viejos-. Ɖl posee un bosque de lampazos, y ella, sĆ³lo un zarzal.

Y enviaron recado a la seƱorita caracola. InvirtiĆ³ ocho dĆ­as en el viaje, pero ahĆ­ estuvo precisamente la distinciĆ³n; por ello pudo verse que pertenecĆ­a a la especie apropiada. Y se celebrĆ³ la boda. Seis luciĆ©rnagas alumbraron lo mejor que supieron; por lo demĆ”s, todo discurriĆ³ sin alboroto, pues los viejos no soportaban francachelas ni bullicio. Pero Madre Caracola pronunciĆ³ un hermoso discurso; el padre no pudo hablar, por causa de la emociĆ³n. Luego les dieron en herencia todo el bosque de lampazos y dijeron lo que habĆ­an dicho siempre, que era lo mejor del mundo, y que si vivĆ­an honradamente y como Dios manda, y se multiplicaban, ellos y sus hijos entrarĆ­an algĆŗn dĆ­a en la casa seƱorial, serĆ­an cocidos hasta quedar negros y los pondrĆ­an en una fuente de plata. Terminado el discurso, los viejos se metieron en sus casas, de las cuales no volvieron ya a salir; se durmieron definitivamente. La joven pareja reinĆ³ en el bosque y tuvo una numerosa descendencia; pero nadie los cociĆ³ ni los puso en una fuente de plata, de lo cual dedujeron que la mansiĆ³n seƱorial se habĆ­a hundido y que en el mundo se habĆ­a extinguido el gĆ©nero humano; y como nadie los contradijo, la cosa debĆ­a de ser verdad. La lluvia caĆ­a sĆ³lo para ellos sobre las hojas de lampazo, con su rampataplĆ”n, y el sol brillaba Ćŗnicamente para alumbrarles el bosque y fueron muy felices. Toda la familia fue muy feliz, de veras.

LA GOTA DE AGUA

Seguramente sabes lo que es un cristal de aumento, una lente circular que hace las cosas cien veces mayores de lo que son. Cuando se coge y se coloca delante de los ojos, y se contempla a su travĆ©s una gota de agua de la balsa de allĆ” fuera, se ven mĆ”s de mil animales maravillosos Ā Ā Ā  que, de Ā Ā Ā Ā Ā Ā  otro Ā Ā Ā  modo, pasan inadvertidos; y, sin embargo, estĆ”n allĆ­, no cabe duda. DirĆ­ase casi un plato lleno de cangrejos que saltan en revoltijo. Son muy voraces, se arrancan unos a otros brazos y patas, muslos y nalgas, y, no obstante, estĆ”n alegres y satisfechos a su manera. Pues he aquĆ­ que vivĆ­a en otro tiempo un anciano a quien todos llamaban Crible-Crable, pues tal era su nombre. QuerĆ­a siempre hacerse con lo mejor de todas las cosas, y si no se lo daban, se lo tomaba por arte de magia. AsĆ­, peligraba cuanto estaba a su alcance. El viejo estaba sentado un dĆ­a con un cristal de aumento ante los ojos, examinando una gota de agua que habĆ­a extraĆ­do de un charco del foso. Ā”Dios mĆ­o, que hormiguero! Un sinfĆ­n de animalitos yendo de un lado para otro, y venga saltar y brincar, venga zamarrearse y devorarse mutuamente.

  • Ā”QuĆ© asco! -exclamĆ³ el viejo Crible-Crable -. ĀæNo habrĆ” modo de obligarlos a vivir en paz y quietud, y de hacer que cada uno se cuide de sus cosas? -. Y piensa que te piensa, pero como no encontraba la soluciĆ³n, tuvo que acudir a la brujerĆ­a.
  • Hay que darles color, para poder verlos mĆ”s bien -dijo, y les vertiĆ³ encima una gota de un lĆ­quido parecido a vino tinto, pero que en realidad era sangre de hechicera de la mejor clase, de la de a seis peniques. Y todos los animalitos quedaron teƱidos de rosa; parecĆ­a una ciudad llena de salvajes desnudos.
  • ĀæQuĆ© tienes ahĆ­? -le preguntĆ³ otro viejo brujo que no tenĆ­a nombre, y esto era precisamente lo bueno de Ć©l.
  • Si adivinas lo que es -respondiĆ³ Crible-Crable -, te lo regalo; pero no es tan fĆ”cil acertarlo, si no se sabe.

El brujo innominado mirĆ³ por la lupa y vio efectivamente una cosa comparable a una ciudad donde toda la gente corrĆ­a desnuda. Era horrible, pero mĆ”s horrible era aĆŗn ver cĆ³mo todos se empujaban y golpeaban, se pellizcaban y araƱaban, mordĆ­an y desgreƱaban. El que estaba arriba querĆ­a irse abajo, y viceversa. – Ā”FĆ­jate, fĆ­jate!, su pata es mĆ”s larga que la mĆ­a. Ā”Paf! Ā”Fuera con ella! AhĆ­ va uno que tiene un chichĆ³n detrĆ”s de la oreja, un chichoncito insignificante, pero le duele, y todavĆ­a le va a doler mĆ”s. Y se echaban sobre Ć©l, y lo agarraban, y acababan comiĆ©ndoselo por culpa del chichĆ³n. Otro permanecĆ­a quieto, pacĆ­fico como una doncellita; sĆ³lo pedĆ­a tranquilidad y paz. Pero la doncellita no pudo quedarse en su rincĆ³n: tuvo que salir, la agarraron y, en un momento, estuvo descuartizada y devorada.

  • Ā”Es muy divertido! -dijo el brujo.
  • SĆ­, pero ĀæquĆ© crees que es? -preguntĆ³ CribleCrable -. ĀæEres capaz de adivinarlo?
  • Toma, pues es muy fĆ”cil -respondiĆ³ el otro-. Es Copenhague o cualquiera otra gran ciudad, todas son iguales. Es una gran ciudad, la que sea.
  • Ā”Es agua del charco! – contestĆ³ Crible-Crable.

LA GRAN SERPIENTE DE MAR Ā  Ɖrase un pececillo marino de buena familia, cuyo nombre no recuerdo; pero esto te lo dirĆ”n los sabios. El pez tenĆ­a mil ochocientos hermanos, todos de la misma edad. No conocĆ­an a su padre ni a su madre, y desde un principio tuvieron que gobernĆ”rselas solos, nadando de un lado para otro, lo cual era muy divertido. Agua para beber no les faltaba: todo el ocĆ©ano, y en la comida no tenĆ­an que pensar, pues venĆ­a sola. Cada uno seguĆ­a sus gustos, y cada uno estaba destinado a tener su propia historia, pero nadie pensaba en ello. La luz del sol penetraba muy al fondo del agua, clara y luminosa, e iluminaba un mundo de maravillosas criaturas, algunas enormes y horribles, con bocas espantosas, capaces de tragarse de un solo bocado a los mil ochocientos hermanos; pero a ellos no se les ocurrĆ­a pensarlo, ya que hasta el momento ninguno habĆ­a sido engullido. Los pequeƱos nadaban en grupo apretado, como es costumbre de los arenques y caballas. Y he aquĆ­ que cuando mĆ”s a gusto nadaban en las aguas lĆ­mpidas y transparentes, sin pensar en nada, de pronto se precipitĆ³ desde lo alto, con un ruido pavoroso, una cosa larga y pesada, que parecĆ­a no tener fin. Aquella cosa iba alargĆ”ndose y alargĆ”ndose cada vez mĆ”s, y todo pececito que tocaba quedaba descalabrado o tan mal parado, que se acordarĆ­a de ello toda la vida. Todos los peces, grandes y pequeƱos, tanto los que habitaban en la superficie como los del fondo del mar, se apartaban espantados, mientras el pesado y larguĆ­simo objeto se hundĆ­a progresivamente, en una longitud de millas y millas a travĆ©s del ocĆ©ano. Peces y caracoles, todos los seres vivientes que nadan, se arrastran o son llevados por la corriente, se dieron cuenta de aquella cosa horrible, aquella anguila de mar monstruosa y desconocida que de repente descendĆ­a de las alturas. ĀæQuĆ© era pues? Nosotros lo sabemos. Era el gran cable submarino, de millas y millas de longitud, que los hombres tendĆ­an entre Europa y AmĆ©rica. Dondequiera que cayĆ³ se produjo un pĆ”nico, un desconcierto y agitaciĆ³n entre los moradores del mar. Los peces voladores saltaban por encima de la superficie marina a tanta altura como podĆ­an; el salmonete salĆ­a disparado como un tiro de escopeta, mientras otros peces se refugiaban en las profundidades marinas, echĆ”ndose hacia abajo con tanta prisa, que llegaban al fondo antes que allĆ­ hubieran visto el cable telegrĆ”fico, espantando al bacalao y a la platija, que merodeaban apaciblemente por aquellas regiones, zampĆ”ndose a sus semejantes. Unos cohombros de mar se asustaron tanto, que vomitaron sus propios estĆ³magos, a pesar de lo cual siguieron vivos, pues para ellos esto no es un grave trastorno. Muchas langostas y cangrejos, a fuerza de revolverse, se salieron de su buena coraza, dejĆ”ndose en ella sus patas. Con todo aquel espanto y barullo, los mil ochocientos hermanos se dispersaron y ya no volvieron a encontrarse nunca; en todo caso, no se reconocieron. SĆ³lo media docena se quedĆ³ en un mismo lugar, y, al cabo de unas horas de estarse quietecitos, pasado ya el primer susto, empezaron a sentir el cosquilleo de la curiosidad. Miraron a su alrededor, arriba y abajo, y en las honduras creyeron entrever el horrible monstruo, espanto de grandes y chicos. La cosa estaba tendida sobre el suelo del mar, hasta mĆ”s lejos de lo que alcanzaba su vista; era muy delgada, pero no sabĆ­an hasta quĆ© punto podrĆ­a hincharse ni cuĆ”n fuerte era. Se estaba muy quieta, pero, temĆ­an ellos, a lo mejor era un ardid.

  • Dejadlo donde estĆ”. No nos preocupemos de Ć©l -dijeron los pececillos mĆ”s prudentes; pero el mĆ”s pequeƱo estaba empeƱado en saber quĆ© diablos era aquello. Puesto que habĆ­a venido de arriba, arriba le informarĆ­an seguramente, y asĆ­ el grupo se remontĆ³ nadando hacia la superficie. El mar estaba encalmado, sin un soplo de viento. AllĆ­ se encontraron con un delfĆ­n; es un gran saltarĆ­n, una especie de payaso que sabe dar volteretas sobre el mar. TenĆ­a buenos ojos, debiĆ³ de haberlo visto todo y estarĆ­a enterado. Lo interrogaron, pero resultĆ³ que sĆ³lo habĆ­a estado atento a sĆ­ mismo y a sus cabriolas, sin ver nada; no supo contestar, y permaneciĆ³ callado con aire orgulloso.

DirigiĆ©ronse entonces a la foca, que en aquel preciso momento se sumergĆ­a. Ɖsta fue mĆ”s cortĆ©s, a pesar de que se come los peces pequeƱos; pero aquel dĆ­a estaba harta. SabĆ­a algo mĆ”s que el saltarĆ­n.

  • Me he pasado varias noches echada sobre una piedra hĆŗmeda, desde donde veĆ­a la tierra hasta una distanciada varias millas. AllĆ­ hay unos seres muy taimados que en su lengua se llaman hombres. Andan siempre detrĆ”s de nosotros pero generalmente nos escapamos de sus manos. Eso es lo que yo he hecho, y de seguro que lo mismo hizo la anguila marina por quien preguntĆ”is. Estuvo en su poder, en la tierra firme, Dios sabe cuĆ”nto tiempo. Los hombres la cargaron en un barco para transportarla a otra tierra, situada al otro lado del mar. Yo vi cĆ³mo se esforzaban y lo que les costĆ³ dominarla, pero al fin lo consiguieron, pues ella estaba muy dĆ©bil fuera del agua. La arrollaron y dispusieron en cĆ­rculos; oĆ­ el ruido que hacĆ­an para sujetarla, pero, con todo, ella se les escapĆ³, deslizĆ”ndose por la borda. La tenĆ­an agarrada con todas sus fuerzas, muchas manos la sujetaban, pero se escabullĆ³ y pudo llegar al fondo. Y supongo que allĆ­ se quedarĆ” hasta nueva orden.
  • EstĆ” algo delgada -dijeron los pececillos.
  • La han matado de hambre -respondiĆ³ la foca-, pero se repondrĆ” pronto y recobrarĆ” su antigua gordura y corpulencia. Supongo que es la gran serpiente de mar, que tanto temen los hombres y de la que tanto hablan. Yo no la habĆ­a visto nunca, ni creĆ­a en ella; ahora pienso que es Ć©sta -y asĆ­ diciendo, se zambullĆ³.
  • Ā”Lo que sabe Ć©sa! Ā”Y cĆ³mo se explica! -dijeron los peces-. Nunca supimos nosotros tantas cosas. Ā”Con tal que no sean mentiras!
  • VĆ”monos abajo a averiguarlo -dijo el mĆ”s pequeƱƭn-. En camino oiremos las opiniones de otros peces.
  • No daremos ni un coletazo por saber nada replicaron los otros, dando la vuelta.
  • Pues yo, allĆ” me voy -afirmĆ³ el pequeƱo, y puso rumbo al fondo del mar. Pero estaba muy lejos del lugar donde yacĆ­a Ā«el gran objeto sumergidoĀ». El pececillo todo era mirar y buscar a uno y otro lado, a medida que se hundĆ­a en el agua.

Nunca hasta entonces le habĆ­a parecido tan grande el mundo. Los arenques circulaban en grandes bandadas, brillando como una gigantesca embarcaciĆ³n de plata, seguidos de las caballas, todavĆ­a mĆ”s vistosas. Pasaban peces de mil formas, con dibujos de todos los colores; medusas semejantes a flores semitransparentes se dejaban arrastrar, perezosas, por la corriente. Grandes plantas crecĆ­an en el fondo del mar, hierbas altas como el brazo y Ć”rboles parecidos a palmeras, con las hojas cubiertas de luminosos crustĆ”ceos. Por fin el pececillo distinguiĆ³ allĆ” abajo una faja oscura y larga, y a ella se dirigiĆ³; pero no era ni un pez ni el cable, sino la borda de un gran barco naufragado, partido en dos por la presiĆ³n del agua. El pececillo estuvo nadando por las cĆ”maras y bodegas. La corriente se habĆ­a llevado todas las vĆ­ctimas del naufragio, menos dos: una mujer joven yacĆ­a extendida, con un niƱo en brazos. El agua los levantaba y mecĆ­a; parecĆ­an dormidos. El pececillo se llevĆ³ un gran susto; ignoraba que ya no podĆ­an despertarse. Las algas y plantas marinas colgaban a modo de follaje sobre la borda y sobre los hermosos cuerpos de la madre y el hijo. El silencio y la soledad eran absolutos. El pececillo se alejĆ³ con toda la ligereza que le permitieron sus aletas, en busca de unas aguas mĆ”s luminosas y donde hubiera otros peces. No habĆ­a llegado muy lejos cuando se topĆ³ con un ballenato enorme.

  • Ā”No me tragues! -rogĆ³le el pececillo-. Soy tan pequeƱo, que no tienes ni para un diente, y me siento muy a gusto en la vida.
  • ĀæQuĆ© buscas aquĆ­ abajo, dĆ³nde no vienen los de tu especie? le preguntĆ³ el ballenato.

Y el pez le contĆ³ lo de la anguila maravillosa o lo que fuera, que se habĆ­a sumergido desde la superficie, asustando incluso a los mĆ”s valientes del mar. – Ā”Oh, oh! -exclamĆ³ la ballena, tragando tanta agua, que hubo de disparar un chorro enorme para remontarse a respirar-. Entonces eso fue lo que me cosquilleo en el lomo cuando me volvĆ­. Lo tomĆ© por el mĆ”stil de un barco que hubiera podido usar como estaca. Pero eso no pasĆ³ aquĆ­; fue mucho mĆ”s lejos. Voy a enterarme. AsĆ­ como asĆ­, no tengo otra cosa que hacer. Y se puso a nadar, y el pececito lo siguiĆ³, aunque a cierta distancia, pues por donde pasaba el ballenato se producĆ­a una corriente impetuosa.

Ā LA HUCHA

El cuarto de los niƱos estaba lleno de juguetes. En lo mĆ”s alto del armario estaba la hucha; era de arcilla y tenĆ­a figura de cerdo, con una rendija en la espalda, naturalmente, rendija que habĆ­an agrandado con un cuchillo para que pudiesen introducirse escudos de plata; y contenĆ­a ya dos de ellos, amĆ©n de muchos chelines. El cerdito-hucha estaba tan lleno, que al agitarlo ya no sonaba, lo cual es lo mĆ”ximo que a una hucha puede pedirse. AllĆ­ se estaba, en lo alto del armario, elevado y digno, mirando altanero todo lo que quedaba por debajo de Ć©l; bien sabĆ­a que con lo que llevaba en la barriga habrĆ­a podido comprar todo el resto, y a eso se le llama estar seguro de sĆ­ mismo. Lo mismo pensaban los restantes objetos, aunque se lo callaban; pues no faltaban temas de conversaciĆ³n. El cajĆ³n de la cĆ³moda, medio abierto, permitĆ­a ver una gran muƱeca, mĆ”s bien vieja y con el cuello remachado. Mirando al exterior, dijo:

  • Ahora jugaremos a personas, que siempre es divertido. – Ā”El alboroto que se armĆ³! Hasta los cuadros se volvieron de cara a la pared – pues bien sabĆ­an que tenĆ­an un reverso -, pero no es que tuvieran nada que objetar.

Era medianoche, la luz de la luna entraba por la ventana, iluminando gratis la habitaciĆ³n. Era el momento de empezar el juego; todos fueron invitados, incluso el cochecito de los niƱos, a pesar de que contaba entre los juguetes mĆ”s bastos.

  • Cada uno tiene su mĆ©rito propio – dijo el cochecito -. No todos podemos ser nobles. Alguien tiene que hacer el trabajo, como suele decirse.

El cerdo-hucha fue el Ćŗnico que recibiĆ³ una invitaciĆ³n escrita; estaba demasiado alto para suponer que oirĆ­a la invitaciĆ³n oral. No contestĆ³ si pensaba o no acudir, y de hecho no acudiĆ³. Si tenĆ­a que tomar parte en la fiesta, lo harĆ­a desde su propio lugar. Que los demĆ”s obraran en consecuencia; y asĆ­ lo hicieron. El pequeƱo teatro de tĆ­teres fue colocado de forma que el cerdo lo viera de frente; empezarĆ­an con una representaciĆ³n teatral, luego habrĆ­a un tĆ© y debate general; pero comenzaron con el debate; el caballo-columpio hablĆ³ de ejercicios y de pura sangre, el cochecito lo hizo de trenes y vapores, cosas todas que estaban dentro de sus respectivas especialidades, y de las que podĆ­an disertar con conocimiento de causa. El reloj de pared hablĆ³ de los tiquismiquis de la polĆ­tica. SabĆ­a la hora que habĆ­a dado la campana, aun cuando alguien afirmaba que nunca andaba bien. El bastĆ³n de bambĆŗ se hallaba tambiĆ©n presente, orgulloso de su virola de latĆ³n y de su pomo de plata, pues iba acorazado por los dos extremos. Sobre el sofĆ” yacĆ­an dos almohadones bordados, muy monos y con muchos pajarillos en la cabeza. La comedia podĆ­a empezar, pues. SentĆ”ronse todos los espectadores, y se les dijo que podĆ­an chasquear, crujir y repiquetear, segĆŗn les viniera en gana, para mostrar su regocijo. Pero el lĆ”tigo dijo que Ć©l no chasqueaba por los viejos, sino Ćŗnicamente por los jĆ³venes y sin compromiso.

  • Pues yo lo hago por todos – replicĆ³ el petardo. – Bueno, en un sitio u otro hay que estar – opinĆ³ la escupidera.

Tales eran, pues, los pensamientos de cada cual, mientras presenciaba la funciĆ³n. No es que Ć©sta valiera gran cosa, pero los actores actuaban bien, todos volvĆ­an el lado pintado hacia los espectadores, pues estaban construidos para mirarlos sĆ³lo por aquel lado, y no por el opuesto. Trabajaron estupendamente, siempre en primer plano de la escena; tal vez el hilo resultaba demasiado largo, pero asĆ­ se veĆ­an mejor. La muƱeca remachada se emocionĆ³ tanto, que se le soltĆ³ el remache, y en cuanto al cerdo-hucha, se impresionĆ³ tambiĆ©n a su manera, por lo que pensĆ³ hacer algo en favor de uno de los artistas; decidiĆ³ acordarse de Ć©l en su testamento y disponer que, cuando llegase su hora, fuese enterrado con Ć©l en el panteĆ³n de la familia. Se divertĆ­an tanto con la comedia, que se renunciĆ³ al tĆ©, contentĆ”ndose con el debate. Esto es lo que ellos llamaban jugar a Ā«hombres y mujeresĀ», y no habĆ­a en ello ninguna malicia, pues era sĆ³lo un juego. Cada cual pensaba en sĆ­ mismo y en lo que debĆ­a pensar el cerdo; Ć©ste fue el que estuvo cavilando por mĆ”s tiempo, pues reflexionaba sobre su testamento y su entierro, que, por muy lejano que estuviesen, siempre llegarĆ­an demasiado pronto. Y, de repente, Ā”cataplum!, se cayĆ³ del armario y se hizo mil pedazos en el suelo, mientras los chelines saltaban y bailaban, las piezas menores gruƱƭan, las grandes rodaban por el piso, y un escudo de plata se empeƱaba en salir a correr mundo. Y saliĆ³, lo mismo que los demĆ”s, en tanto que los cascos de la hucha iban a parar a la basura; pero ya al dĆ­a siguiente habĆ­a en el armario una nueva hucha, tambiĆ©n en figura de cerdo. No tenĆ­a aĆŗn ni un chelĆ­n en la barriga, por lo que no podĆ­a matraquear, en lo cual se parecĆ­a a su antecesora; todo es comenzar, y con este comienzo pondremos punto final al cuento.

LA LLAVE DE LA

CASA Ā  Todas las llaves tienen su historia, y Ā”hay tantas! Llaves de gentilhombre, llaves de reloj, las llaves de San Pedro… PodrĆ­amos contar cosas de todas, pero nos limitaremos a hacerlo de la llave de la casa del seƱor Consejero. Aunque saliĆ³ de una cerrajerĆ­a, cualquiera hubiese creĆ­do que habĆ­a venido de una orfebrerĆ­a, segĆŗn estaba de limada y trabajada. Siendo demasiado voluminosa para el bolsillo del pantalĆ³n, habĆ­a que llevarla en la de la chaqueta, donde estaba a oscuras, aunque tambiĆ©n tenĆ­a su puesto fijo en la pared, al lado de la silueta del Consejero cuando niƱo, que parecĆ­a una albĆ³ndiga de asado de ternera. DĆ­cese que cada persona tiene en su carĆ”cter y conducta algo del signo del zodĆ­aco bajo el cual naciĆ³: Toro, Virgen, EscorpiĆ³n, o el nombre que se le dĆ© en el calendario. Pero la seƱora Consejera afirmaba que su marido no habĆ­a nacido bajo ninguno de estos signos, sino bajo el de la Ā«carretillaĀ», pues siempre habĆ­a que estar empujĆ”ndolo. Su padre lo empujĆ³ a un despacho, su madre lo empujĆ³ al matrimonio, y su esposa lo condujo a empujones hasta su cargo de Consejero de cĆ”mara, aunque se guardĆ³ muy bien de decirlo; era una mujer cabal y discreta, que sabĆ­a callar a tiempo y hablar y empujar en el momento oportuno. El hombre era ya entrado en aƱos, Ā«bien proporcionadoĀ», segĆŗn decĆ­a Ć©l mismo, hombre de erudiciĆ³n, buen corazĆ³n y con Ā«inteligencia de llaveĀ», tĆ©rmino que aclararemos mĆ”s adelante. Siempre estaba de buen humor, apreciaba a todos sus semejantes y gustaba de hablar con ellos. Cuando iba a la ciudad, costaba Dios y ayuda hacerle volver a casa, a menos que su seƱora estuviese presente para empujarlo. TenĆ­a que pararse a hablar con cada conocido que encontraba; y sus conocidos no eran pocos, por lo que siempre se enfriaba la comida. La seƱora Consejera lo vigilaba desde la ventana. – Ā”AhĆ­ llega! -decĆ­a la criada-. Pon la sopa. Ā”Vamos! Ahora se ha detenido a charlar con uno. Ā”Saca el puchero del fuego, que cocerĆ” demasiado! Ā”ahora viene! Ā”Vuelve la olla al fuego! -. Pero no llegaba. A veces ya estaba debajo mismo de la ventana y habĆ­a saludado a su mujer con un gesto de la cabeza; pero acertaba a pasar un conocido y no podĆ­a dejar de dirigirle unas palabras. Y si luego sobrevenĆ­a un tercero, sujetaba al anterior por el ojal, y al segundo lo cogĆ­a de la mano, al propio tiempo que llamaba a otro que trataba de escabullirse. Era para poner a prueba la paciencia de la Consejera. – Ā”Consejero, consejero! -exclamaba-. Ā”Ay! Este hombre naciĆ³ bajo el signo de la carretilla; no se mueve del sitio, como no le empujen. Era muy aficionado a entrar en las librerĆ­as y ojear libros y revistas. Pagaba un pequeƱo honorario a su librero a cambio de poderse llevar a casa los libros de nueva publicaciĆ³n. Se le permitĆ­a cortar las hojas en sentido longitudinal, mas no en el transversal, pues no hubieran podido venderse como nuevos. Era, en todos los aspectos, un periĆ³dico viviente, pues estaba enterado de noviazgos, bodas, entierros, crĆ­ticas literarias y comadrerĆ­as ciudadanas, y solĆ­a hacer misteriosas alusiones a cosas que todo el mundo ignoraba. Las sabĆ­a por la llave de la casa. Desde sus tiempos de reciĆ©n casados, los Consejeros vivĆ­an en casa propia, y desde entonces tenĆ­an la misma llave. Lo que no conocĆ­an aĆŗn eran sus maravillosas virtudes; Ć©stas no las descubrieron hasta mĆ”s tarde. Reinaba a la sazĆ³n Federico VI. En Copenhague no habĆ­a aĆŗn ni gas ni faroles de aceite, como no existĆ­an tampoco el Tivoli ni el Casino, ni tranvĆ­as, ni ferrocarriles. HabĆ­a pocas diversiones, en comparaciĆ³n con las de hoy. Los domingos era costumbre dar un paseo hasta la puerta del cementerio. AllĆ­, la gente leĆ­a las inscripciones funerarias, se sentaba en la hierba, merendaba y echaba un traguito. O bien se llegaba hasta Friedrichsberg, a escuchar la banda militar que tocaba frente a palacio, y donde se congregaba mucho pĆŗblico para ver a la familia real remando en los estrechos canales, con el Rey al timĆ³n y la Reina saludando desde la barca a todos los ciudadanos sin distinciĆ³n de clases. Las familias acomodadas de la capital iban allĆ­ a tomar el tĆ© vespertino. En una casita de campo situada delante del parque les suministraban agua hirviendo, pero la tetera debĆ­an traĆ©rsela ellos. AllĆ­ se dirigieron los Consejeros una soleada tarde de domingo; la criada los precedĆ­a con la tetera, un cesto con la comida y la botella de aguardiente de Spendrup. – Coge la llave de la calle -dijo la Consejera-, no sea que a la vuelta no podamos entrar en casa. Ya sabes que cierran al oscurecer, y que esta maƱana se rompiĆ³ el cordĆ³n de la campanilla. Volveremos Ā Ā Ā Ā  tarde. Ā Ā Ā Ā  A Ā Ā Ā Ā  la Ā Ā Ā Ā  vuelta Ā Ā Ā Ā  de Frederichsberg tenemos que ir a Vesterbro, a ver la pantomima de Ā«ArlequĆ­nĀ» en el teatro Casortis. Los personajes bajan en una nube. Cuesta dos marcos la entrada. Y fueron a Frederichsberg, oyeron la mĆŗsica, vieron la lancha real con la bandera ondeante, y vieron tambiĆ©n al anciano monarca y los cisnes blancos. DespuĆ©s de una buena merienda se dirigieron al teatro, pero llegaron tarde. Los nĆŗmeros de baile habĆ­an terminado, y empezado la pantomima. Como de costumbre, llegaron tarde por culpa del Consejero, que se habĆ­a detenido cincuenta veces en el camino a charlar con un conocido y otro. En el teatro encontrĆ³se tambiĆ©n con buenos amigos, y cuando terminĆ³ la funciĆ³n hubo que acompaƱar a una familia al Ā«puenteĀ» a tomar un vaso de ponche; era inexcusable, y sĆ³lo tardarĆ­an diez minutos; pero estos diez minutos se convirtieron en una hora; la charla era inagotable. De particular interĆ©s resultĆ³ un barĆ³n sueco, o tal vez alemĆ”n, el Consejero no lo sabĆ­a a punto fijo; en cambio, retuvo muy bien el truco de la llave que aquĆ©l le enseĆ±Ć³, y que ya nunca mĆ”s olvidarĆ­a. Ā”Fue la mar de interesante! ConsistĆ­a en obligar a la llave a responder a cuanto se le preguntara, aun lo mĆ”s recĆ³ndito. La llave del Consejero se prestaba de modo particular a la experiencia, pues tenĆ­a el paletĆ³n pesado. El barĆ³n pasaba el Ć­ndice por ,el ojo de la llave y dejaba a Ć©sta colgando; cada pulsaciĆ³n de la punta del dedo la ponĆ­a en movimiento, haciĆ©ndole dar un giro, y si no lo hacĆ­a, el barĆ³n se las apaƱaba para hacerle dar vueltas disimuladamente a su voluntad. Cada giro era una letra, empezando desde la A y llegando hasta la que se quisiera, segĆŗn el orden alfabĆ©tico. Una vez obtenida la primera letra, la llave giraba en sentido opuesto; buscĆ”base entonces la letra siguiente, y asĆ­ hasta obtener, con palabras y frases enteras, la respuesta a la pregunta. Todo era pura charlatanerĆ­a, pero resultaba divertido. Este fue el primer pensamiento del Consejero, pero luego se dejĆ³ sugestionar por el juego.

  • Ā”Vamos, vamos! -exclamĆ³, al fin, la Consejera-. A las doce cierran la puerta de Poniente. No llegaremos a tiempo, sĆ³lo nos queda un cuarto de hora. Ā”Ya podemos correr! TenĆ­an que darse prisa. Varias personas que se dirigĆ­an a la ciudad se les adelantaron.

Finalmente, cuando estaban ya muy cerca de la caseta del vigilante, dieron las doce y se cerrĆ³ la puerta, dejando a mucha gente fuera, entre ella a los Consejeros con la criada, la tetera y la canasta vacĆ­a. Algunos estaban asustados, otros indignados, cada cual se lo tomaba a su manera. ĀæQuĆ© hacer? Por fortuna, desde hacĆ­a algĆŗn tiempo se habĆ­a dado orden de dejar abierta una de las puertas: la del Norte. Por ella podĆ­an entrar los peatones en la ciudad, atravesando la caseta del guarda. El camino no era corto, pero la noche era hermosa, con un cielo sereno y estrellado, cruzado de vez en cuando por estrellas fugaces. Croaban las ranas en los fosos y en el pantano. La gente iba cantando, una canciĆ³n tras otra, pero el Consejero no cantaba ni miraba las estrellas, y como tampoco miraba donde ponĆ­a los pies, se cayĆ³, cuan largo era, sobre el borde del foso. Cualquiera habrĆ­a dicho que habĆ­a bebido demasiado, mas lo que se le habĆ­a subido a la cabeza no era el ponche, sino la llave. Finalmente, llegaron a la puerta Norte, y por la caseta del guarda entraron en la ciudad.

  • Ā”Ahora ya estoy tranquila! -dijo la Consejera-. Estamos en la puerta de casa.
  • Pero, ĀædĆ³nde estĆ” la llave? -exclamĆ³ el Consejero. No la tenĆ­a ni en el bolsillo trasero ni el lateral.
  • Ā”Dios nos ampare! -dijo la Consejera-. ĀæNo tienes la llave? La habrĆ”s perdido en tus juegos de manos con el barĆ³n. ĀæCĆ³mo entraremos ahora? El cordĆ³n de la campanilla se rompiĆ³ esta maƱana, como sabes, y el vigilante no tiene llave de la casa. Ā”Es para desesperarse!

La criada se puso a chillar. El Consejero era el Ćŗnico que no perdĆ­a la calma.

  • Hay que romper un vidrio de la droguerĆ­a dijo-. Despertaremos al tendero y entraremos por su tienda. Me parece que serĆ” lo mejor.

RompiĆ³ un cristal, rompiĆ³ otro, y gritando: Ā«Ā”Petersen!Ā», metiĆ³ por el hueco el mango del paraguas. Del interior llegĆ³ la voz de la hija del droguero, el cual abriĆ³ la puerta de la tienda, gritando: Ā«Ā”Vigilante!Ā», y antes de que hubiese tenido tiempo de ver y reconocer a la familia consejeril y de abrirle la puerta, silbĆ³ el vigilante, y de la calle contigua le respondiĆ³ su compaƱero con otro silbido. EmpezĆ³ a asomarse gente a las ventanas:

  • ĀæDĆ³nde estĆ” el fuego? ĀæQuĆ© es ese ruido? -se preguntaban mutuamente, y seguĆ­an preguntĆ”ndoselo todavĆ­a cuando ya el Consejero estaba en su piso, se quitaba la chaqueta y… aparecĆ­a la llave; no en el bolsillo, sino en el forro; se habĆ­a metido por un agujero que, desde luego, no debiera de estar allĆ­.

Desde aquella noche, la llave de la calle adquiriĆ³ una particular importancia, no sĆ³lo cuando se salĆ­a, sino tambiĆ©n cuando la familia se quedaba en casa, pues el Consejero, en una exhibiciĆ³n de sus habilidades, formulaba preguntas a la llave y recibĆ­a sus respuestas. Pensaba Ć©l antes la respuesta mĆ”s verosĆ­mil y la hacĆ­a dar a la llave. Al fin, Ć©l mismo acabĆ³ por creer en las contestaciones, muy al contrario del boticario, un joven prĆ³ximo pariente de la Consejera. Dicho boticario era una buena cabeza, lo que podrĆ­amos llamar una cabeza analĆ­tica. Ya de niƱo habĆ­a escrito crĆ­ticas sobre libros y obras de teatro, aunque guardando el anonimato, como hacen tantos. No creĆ­a en absoluto en los espĆ­ritus, y mucho menos en los de las llaves. – VerĆ” usted, respetado seƱor Consejero -decĆ­a-: creo en la llave y en los espĆ­ritus de las llaves en general, tan firmemente como en esta nueva ciencia que empieza a difundirse, en el velador giratorio y en los espĆ­ritus de los muebles viejos y nuevos. ĀæHa oĆ­do, hablar de ello? Yo sĆ­. He dudado, Āæsabe usted?, pues soy algo escĆ©ptico; pero me convertĆ­ al leer una horripilante historia en una prestigiosa revista extranjera. Ā”ImagĆ­nese seƱor Consejero! Voy a relatĆ”rselo todo, tal como lo leĆ­. Dos muchachos muy listos vieron cĆ³mo sus padres evocaban el espĆ­ritu de una gran mesa del comedor. Estaban solos e intentaron infundir vida a una vieja cĆ³moda, imitando a sus padres. Y, en efecto, brotĆ³ la vida, despertĆ³se el espĆ­ritu, pero no toleraba Ć³rdenes dadas por niƱos. LevantĆ³se con tanta furia, que todo la cĆ³moda crujĆ­a; abriĆ³ todos los cajones, y con las patas -las patas de la cĆ³moda- metiĆ³ a un chiquillo en cada cajĆ³n, echando luego a correr con ellos escaleras abajo y por la calle, hasta el canal, en el que se precipitĆ³; los pequeƱos murieron ahogados. Los cadĆ”veres recibieron sepultura en tierra cristiana, pero la cĆ³moda fue conducida ante el tribunal, acusada de infanticidio y condenada a ser quemada viva en la plaza pĆŗblica. Ā”AsĆ­ lo he leĆ­do! – dijo el boticario -. Lo he leĆ­do en una revista extranjera, conste que no me lo he inventado. Ā”Que la llave me lleve, si no digo verdad! Ā”Lo juro por ella! El Consejero considerĆ³ que se trataba de una broma demasiado grosera. JamĆ”s los dos pudieron ponerse de acuerdo en materia de llaves; el boticario era cerrado a ellas.

Ā LA MARGARITA

Oid bien lo que os voy a contar: AllĆ” en la campaƱa, junto al camino, hay una casa de campo, que de seguro habrĆ©is visto alguna vez. Delante tiene un jardincito con flores y una cerca pintada. AllĆ­ cerca, en el foso, en medio del bello y verde cĆ©sped, crecĆ­a una pequeƱa margarita, a la que el sol enviaba sus confortantes rayos con la misma generosidad que a las grandes y suntuosas flores del jardĆ­n; y asĆ­ crecĆ­a ella de hora en hora. AllĆ­ estaba una maƱana, bien abiertos sus pequeƱos y blanquĆ­simos pĆ©talos, dispuestos como rayos en torno al solecito amarillo que tienen en su centro las margaritas. No se preocupaba de que nadie la viese entre la hierba, ni se dolĆ­a de ser una pobre flor insignificante; se sentĆ­a contenta y, vuelta de cara al sol, estaba mirĆ”ndolo mientras escuchaba el alegre canto de la alondra en el aire. AsĆ­, nuestra margarita era tan feliz como si fuese dĆ­a de gran fiesta, y, sin embargo, era lunes. Los niƱos estaban en la escuela, y mientras ellos estudiaban sentados en sus bancos, ella, erguida sobre su tallo, aprendĆ­a a conocer la bondad de Dios en el calor del sol y en la belleza de lo que la rodeaba, y se le ocurriĆ³ que la alondra cantaba aquello mismo que ella sentĆ­a en su corazĆ³n; y la margarita mirĆ³ con una especie de respeto a la avecilla feliz que asĆ­ sabĆ­a cantar y volar, pero sin sentir amargura por no poder hacerlo tambiĆ©n ella. Ā«Ā”Veo y oigo! -pensaba-; el sol me baƱa y el viento me besa. Ā”CuĆ”n bueno ha sido Dios conmigo!Ā». En el jardĆ­n vivĆ­an muchas flores distinguidas y tiesas; cuanto menos aroma exhalaban, mĆ”s presumĆ­an. La peonia se hinchaba para parecer mayor que la rosa; pero no es el tamaƱo lo que vale. Los tulipanes exhibĆ­an colores maravillosos; bien lo sabĆ­an y por eso se erguĆ­an todo lo posible, para que se les viese mejor. No prestaban la menor atenciĆ³n a la humilde margarita de allĆ” fuera, la cual los miraba, pensando: Ā«Ā”QuĆ© ricos y hermosos son! Ā”Seguramente vendrĆ”n a visitarlos las aves mĆ”s esplĆ©ndidas! Ā”QuĆ© suerte estar tan cerca; asĆ­ podrĆ© ver toda la fiesta!Ā». Y mientras pensaba esto, Ā«Ā”chirrit!Ā», he aquĆ­ que baja la alondra volando, pero no hacia el tulipĆ”n, sino hacia el cĆ©sped, donde estaba la pequeƱa margarita. Ɖsta temblĆ³ de alegrĆ­a, y no sabĆ­a quĆ© pensar. El avecilla revoloteaba a su alrededor, cantando: Ā«Ā”QuĆ© mullida es la hierba! Ā”QuĆ© linda florecita, de corazĆ³n de oro y vestido de plata!Ā». Porque, realmente, el punto amarillo de la margarita relucĆ­a como oro, y eran como plata los diminutos pĆ©talos que lo rodeaban. Nadie podrĆ­a imaginar la dicha de la margarita. El pĆ”jaro la besĆ³ con el pico y, despuĆ©s de dedicarle un canto melodioso, volviĆ³ a remontar el vuelo, perdiĆ©ndose en el aire azul. TranscurriĆ³ un buen cuarto de hora antes de que la flor se repusiera de su sorpresa. Un poco avergonzada, pero en el fondo rebosante de gozo, mirĆ³ a las demĆ”s flores del jardĆ­n; habiendo presenciado el honor de que habĆ­a sido objeto, sin duda comprenderĆ­an su alegrĆ­a. Los tulipanes continuaban tan envarados como antes, pero tenĆ­an las caras enfurruƱadas y coloradas, pues la escena les habĆ­a molestado. Las peonias tenĆ­an la cabeza toda hinchada. Ā”Suerte que no podĆ­an hablar! La margarita hubiera oĆ­do cosas bien desagradables. La pobre advirtiĆ³ el malhumor de las demĆ”s, y lo sentĆ­a en el alma. En Ć©stas se presentĆ³ en el jardĆ­n una muchacha, armada de un gran cuchillo, afilado y reluciente, y, dirigiĆ©ndose directamente hacia los tulipanes, los cortĆ³ uno tras otro. Ā«Ā”QuĆ© horror! -suspirĆ³ la margarita-. Ā”Ahora sĆ­ que todo ha terminado para ellos!Ā». La muchacha se alejĆ³ con los tulipanes, y la margarita estuvo muy contenta de permanecer fuera, en el cĆ©sped, y de ser una humilde florecilla. Y sintiĆ³ gratitud por su suerte, y cuando el sol se puso, plegĆ³ sus hojas para dormir, y toda la noche soĆ±Ć³ con el sol y el pajarillo. A la maƱana siguiente, cuando la margarita, feliz, abriĆ³ de nuevo al aire y a la luz sus blancos pĆ©talos como si fuesen diminutos brazos, reconociĆ³ la voz de la avecilla; pero era una tonada triste la que cantaba ahora. Ā”Buenos motivos tenĆ­a para ello la pobre alondra! La habĆ­an cogido y estaba prisionera en una jaula, junto a la ventana abierta. Cantaba la dicha de volar y de ser libre; cantaba las verdes mieses de los campos y los viajes maravillosos que hiciera en el aire infinito, llevada por sus alas. Ā”La pobre avecilla estaba bien triste, encerrada en la jaula! Ā”CĆ³mo hubiera querido ayudarla, la margarita! Pero, ĀæquĆ© hacer? No se le ocurrĆ­a nada. OlvidĆ³se de la belleza que la rodeaba, del calor del sol y de la blancura de sus hojas; sĆ³lo sabĆ­a pensar en el pĆ”jaro cautivo, para el cual nada podĆ­a hacer. De pronto salieron dos niƱos del jardĆ­n; uno de ellos empuƱaba un cuchillo grande y afilado, como el que usĆ³ la niƱa para cortar los tulipanes. Vinieron derechos hacia la margarita, que no acertaba a comprender su propĆ³sito.

  • PodrĆ­amos cortar aquĆ­ un buen trozo de cĆ©sped para la alondra -dijo uno, poniĆ©ndose a recortar un cuadrado alrededor de la margarita, de modo que la flor quedĆ³ en el centro.
  • Ā”Arranca la flor! -dijo el otro, y la margarita tuvo un estremecimiento de pĆ”nico, pues si la arrancaban morirĆ­a, y ella deseaba vivir, para que la llevaran con el cĆ©sped a la jaula de la alondra encarcelada.
  • No, dĆ©jala -dijo el primero-; hace mĆ”s bonito asĆ­ – y de esta forma la margarita se quedĆ³ con la hierba y fue llevada a la jaula de la alondra.

Pero la infeliz avecilla seguĆ­a llorando su cautiverio, y no cesaba de golpear con las alas los alambres de la jaula. La margarita no sabĆ­a pronunciar una sola palabra de consuelo, por mucho que quisiera. Y de este modo transcurriĆ³ toda la maƱana. Ā«Ā”No tengo agua! -exclamĆ³ la alondra prisionera-. Se han marchado todos, y no han pensado en ponerme una gota para beber. Tengo la garganta seca y ardiente, me ahogo, estoy calenturienta, y el aire es muy pesado. Ā”Ay, me morirĆ©, lejos del sol, de la fresca hierba, de todas las maravillas de Dios!Ā», y hundiĆ³ el pico en el cĆ©sped, para reanimarse un poquitĆ­n con su humedad. Entonces se fijĆ³ en la margarita, y, saludĆ”ndola con la cabeza y dĆ”ndole un beso, dijo: Ā”TambiĆ©n tĆŗ te agostarĆ”s aquĆ­, pobre florecilla! TĆŗ y este puƱado de hierba verde es cuanto me han dejado de ese mundo inmenso que era mĆ­o. Cada tallito de hierba ha de ser para mĆ­ un verde Ć”rbol, y cada una de tus blancas hojas, una fragante flor. Ā”Ah, tĆŗ me recuerdas lo mucho que he perdido! Ā«Ā”QuiĆ©n pudiera consolar a esta avecilla desventurada!Ā» -pensaba la margarita, sin lograr mover un pĆ©talo; pero el aroma que exhalaban sus hojillas era mucho mĆ”s intenso del que suele serles propio. Lo advirtiĆ³ la alondra, y aunque sentĆ­a una sed abrasadora que le hacĆ­a arrancar las briznas de hierba una tras otra, no tocĆ³ a la flor. LlegĆ³ el atardecer, y nadie vino a traer una gota de agua al pobre pajarillo. Ɖste extendiĆ³ las lindas alas, sacudiĆ©ndolas espasmĆ³dicamente; su canto se redujo a un melancĆ³lico Ā«Ā”pip, pip!Ā»; agachĆ³ la cabeza hacia la flor y su corazĆ³n se quebrĆ³, de miseria y de nostalgia. La flor no pudo, como la noche anterior, plegar las alas y entregarse al sueƱo, y quedĆ³ con la cabeza colgando, enferma y triste. Los niƱos no comparecieron hasta la maƱana siguiente, y al ver el pĆ”jaro muerto se echaron a llorar. Vertiendo muchas lĆ”grimas, le excavaron una primorosa tumba, que adornaron luego con pĆ©talos de flores. Colocaron el cuerpo de la avecilla en una hermosa caja colorada, pues habĆ­an pensado hacerle un entierro principesco. Mientras viviĆ³ y cantĆ³ se olvidaron de Ć©l, dejaron que sufriera privaciones en la jaula; y, en cambio, ahora lo enterraban con gran pompa y muchas lĆ”grimas. El trocito de cĆ©sped con la margarita lo arrojaron al polvo de la carretera; nadie pensĆ³ en aquella florecilla que tanto habĆ­a sufrido por el pajarillo, y que tanto habrĆ­a dado por poderlo consolar.

LA NIƑA DE LOS FOSFOROS

Ā”QuĆ© frĆ­o hacĆ­a!; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la Ćŗltima noche del aƱo, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frĆ­o y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niƱa, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, Ā”de quĆ© le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre habĆ­a llevado Ćŗltimamente, y a la pequeƱa le venĆ­an tan grandes, que las perdiĆ³ al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venĆ­an a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la habĆ­a puesto un mozalbete, que dijo que la harĆ­a servir de cuna el dĆ­a que tuviese hijos. Y asĆ­ la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frĆ­o. En un viejo delantal llevaba un puƱado de fĆ³sforos, y un paquete en una mano. En todo el santo dĆ­a nadie le habĆ­a comprado nada, ni le habĆ­a dado un mĆ­sero chelĆ­n; volvĆ­ase a su casa hambrienta y medio helada, Ā”y parecĆ­a tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caĆ­an sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrĆ­an el cuello; pero no estaba ella para presumir. En un Ć”ngulo que formaban dos casas -una mĆ”s saliente que la otra-, se sentĆ³ en el suelo y se acurrucĆ³ hecha un ovillo. EncogĆ­a los piececitos todo lo posible, pero el frĆ­o la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevĆ­a a volver a casa, pues no habĆ­a vendido ni un fĆ³sforo, ni recogido un triste cĆ©ntimo. Su padre le pegarĆ­a, ademĆ”s de que en casa hacĆ­a frĆ­o tambiĆ©n; sĆ³lo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habĆ­an procurado tapar las rendijas. TenĆ­a las manitas casi ateridas de frĆ­o. Ā”Ay, un fĆ³sforo la aliviarĆ­a seguramente! Ā”Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacĆ³ uno: Ā«Ā”ritch!Ā». Ā”CĆ³mo chispeĆ³ y cĆ³mo quemaba! Dio una llama clara, cĆ”lida, como una lucecita, cuando la resguardĆ³ con la mano; una luz maravillosa. PareciĆ³le a la pequeƱuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latĆ³n; el fuego ardĆ­a magnĆ­ficamente en su interior, Ā”y calentaba tan bien! La niƱa alargĆ³ los pies para calentĆ”rselos a su vez, pero se extinguiĆ³ la llama, se esfumĆ³ la estufa, y ella se quedĆ³ sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano. EncendiĆ³ otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volviĆ³ a Ć©sta transparente como si fuese de gasa, y la niƱa pudo ver el interior de una habitaciĆ³n donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquĆ­simo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltĆ³ fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigiĆ³ hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagĆ³ el fĆ³sforo, dejando visible tan sĆ³lo la gruesa y frĆ­a pared. EncendiĆ³ la niƱa una tercera cerilla, y se encontrĆ³ sentada debajo de un hermosĆ­simo Ć”rbol de Navidad. Era aĆŗn mĆ”s alto y mĆ”s bonito que el que viera la Ćŗltima Nochebuena, a travĆ©s de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas, ardĆ­an en las ramas verdes, y de Ć©stas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeƱa levantĆ³ los dos bracitos… y entonces se apagĆ³ el fĆ³sforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendiĆ³ y trazĆ³ en el firmamento una larga estela de fuego. Ā«Alguien se estĆ” muriendoĀ» -pensĆ³ la niƱa, pues su abuela, la Ćŗnica persona que la habĆ­a querido, pero que estaba muerta ya, le habĆ­a dicho: Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios. FrotĆ³ una nueva cerilla contra la pared; se iluminĆ³ el espacio inmediato, y apareciĆ³ la anciana abuelita, radiante, dulce y cariƱosa. – Ā”Abuelita! -exclamĆ³ la pequeƱa-. Ā”LlĆ©vame, contigo! SĆ© que te irĆ”s tambiĆ©n cuando se apague el fĆ³sforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el Ć”rbol de Navidad. ApresurĆ³se a encender los fĆ³sforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fĆ³sforos brillaron con luz mĆ”s clara que la del pleno dĆ­a. Nunca la abuelita habĆ­a sido tan alta y tan hermosa; tomĆ³ a la niƱa en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeƱa sintiera ya frĆ­o, hambre ni miedo. Estaban en la mansiĆ³n de Dios Nuestro SeƱor. Pero en el Ć”ngulo de la casa, la frĆ­a madrugada descubriĆ³ a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente… Muerta, muerta de frĆ­o en la Ćŗltima noche del AƱo Viejo. La primera maƱana del Nuevo AƱo iluminĆ³ el pequeƱo cadĆ”ver, sentado, con sus fĆ³sforos, un paquetito de los cuales aparecĆ­a consumido casi del todo. Ā«Ā”Quiso calentarse!Ā», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que habĆ­a visto, ni el esplendor con que, en compaƱƭa de su anciana abuelita, habĆ­a subido a la gloria del AƱo Nuevo.

LA NIƑA JUDIA

AsistĆ­a a la escuela de pobres, entre otros niƱos, una muchachita judĆ­a, despierta y buena, la mĆ”s lista del colegio. No podĆ­a tomar parte en una de las lecciones, la de ReligiĆ³n, pues la escuela era cristiana. Durante la clase de ReligiĆ³n le permitĆ­an estudiar su libro de GeografĆ­a o resolver sus ejercicios de MatemĆ”ticas, pero la chiquilla tenĆ­a terminados muy pronto sus deberes. TenĆ­a delante un libro abierto, pero ella no lo leĆ­a; escuchaba desde su asiento, y el maestro no tardĆ³ en darse cuenta de que seguĆ­a con mĆ”s atenciĆ³n que los demĆ”s alumnos.

  • OcĆŗpate de tu libro – le dijo, con dulzura y gravedad; pero ella lo mirĆ³ con sus brillantes ojos negros, y, al preguntarle, comprobĆ³ que la niƱa estaba mucho mĆ”s enterada que sus compaƱeros. HabĆ­a escuchado, comprendido y asimilado las explicaciones.

Su padre era un hombre de bien, muy pobre. Cuando llevĆ³ a la niƱa a la escuela, puso por condiciĆ³n que no la instruyesen en la fe cristiana. Pero se temiĆ³ que si salĆ­a de la escuela mientras se daba la clase de enseƱanza religiosa, perturbarĆ­a la disciplina o despertarĆ­a recelos y antipatĆ­as en los demĆ”s, y por eso se quedaba en su banco; pero las cosas no podĆ­an continuar asĆ­. El maestro llamĆ³ al padre de la chiquilla y le dijo que debĆ­a elegir entre retirar a su hija de la escuela o dejar que se hiciese cristiana.

  • No puedo soportar sus miradas ardientes, el fervor y anhelo de su alma por las palabras del Evangelio – aƱadiĆ³.

El padre rompiĆ³ a llorar:

  • Yo mismo sĆ© muy poco de nuestra religiĆ³n – dijo -, pero su madre era una hija de Israel, firme en su fe, y en el lecho de muerte le prometĆ­ que nuestra hija nunca serĆ­a bautizada. Debo cumplir mi promesa, es para mĆ­ un pacto con Dios.

Y la niƱa fue retirada de la escuela de los cristianos. HabĆ­an transcurrido algunos aƱos. En una de las ciudades mĆ”s pequeƱas de Jutlandia servĆ­a, en una modesta casa de la burguesĆ­a, una pobre muchacha de fe mosaica, llamada Sara; tenĆ­a el cabello negro como Ć©bano, los ojos oscuros, pero brillantes y luminosos, como suele ser habitual entre las hijas del Oriente. La expresiĆ³n del rostro seguĆ­a siendo la de aquella niƱa que, desde el banco de la escuela, escuchaba con mirada inteligente. Cada domingo llegaban a la calle, desde la iglesia, los sones del Ć³rgano y los cĆ”nticos de los fieles; llegaban a la casa donde la joven judĆ­a trabajaba, laboriosa y fiel.

  • GuardarĆ”s el sĆ”bado – ordenaba su religiĆ³n; pero el sĆ”bado era para los cristianos dĆ­a de labor, y sĆ³lo podĆ­a observar el precepto en lo mĆ”s Ć­ntimo de su alma, y esto le parecĆ­a insuficiente. Sin embargo, ĀæquĆ© son para Dios los dĆ­as y las horas? Este pensamiento se habĆ­a despertado en su alma, y el domingo de los cristianos podĆ­a dedicarlo ella en parte a sus propias devociones; y como a la cocina llegaban los sones del Ć³rgano y los coros, para ella aquel lugar era santo y apropiado para la meditaciĆ³n. LeĆ­a entonces el Antiguo Testamento, tesoro y refugio de su pueblo, limitĆ”ndose a Ć©l, pues guardaba profundamente en la memoria las palabras que dijeran su padre y su maestro cuando fue retirada de la escuela, la promesa hecha a la madre moribunda, de que Sara no se harĆ­a nunca cristiana, que jamĆ”s abandonarĆ­a la fe de sus antepasados. El Nuevo Testamento debĆ­a ser para ella un libro cerrado, a pesar de que sabĆ­a muchas de las cosas que contenĆ­a, pues los recuerdos de niƱez no se habĆ­an borrado de su memoria. Una velada hallĆ”base Sara sentada en un rincĆ³n de la sala, atendiendo a la lectura del jefe de la familia; le estaba permitido, puesto que no leĆ­a el Evangelio, sino un viejo libro de Historia; por eso se habĆ­a quedado. Trataba el libro de un caballero hĆŗngaro que, prisionero de un bajĆ” turco, era uncido al arado junto con los bueyes y tratado a latigazos; las burlas y malos tratos lo habĆ­an llevado al borde de la muerte. La esposa del cautivo vendiĆ³ todas sus alhajas e hipotecĆ³ el castillo y las tierras, a la vez que sus amigos aportaban cuantiosas sumas, pues el rescate exigido era enorme; fue reunido, sin embargo, y el caballero, redimido del oprobio y la esclavitud. Enfermo y achacoso, regresĆ³ el hombre a su patria. Poco despuĆ©s sonĆ³ la llamada general a la lucha contra los enemigos de la Cristiandad; el enfermo, al oĆ­rla, no se dio punto de reposo hasta verse montado en su corcel; sus mejillas recobraron los colores, parecieron volver sus fuerzas, y partiĆ³ a la guerra. Y ocurriĆ³ que hizo prisionero precisamente a aquel mismo bajĆ” que lo habĆ­a uncido al arado y lo habĆ­a hecho objeto de toda suerte de burlas y malos tratos. Fue encerrado en una mazmorra, pero al poco rato acudiĆ³ a visitarlo el caballero y le preguntĆ³:
  • ĀæQuĆ© crees que te espera?
  • Bien lo sĆ© – respondiĆ³ el turco -. Ā”Tu venganza!
  • SĆ­, la venganza del cristiano – repuso el caballero. – La doctrina de Cristo nos manda perdonar a nuestros enemigos y amar a nuestro prĆ³jimo, pues Dios es amor. Vuelve en paz a tu tierra y a tu familia, y aprende a ser compasivo y humano con los que sufren.

El prisionero prorrumpiĆ³ en llanto:

  • Ā”CĆ³mo podĆ­a yo esperar lo que estoy viendo! Estaba seguro, de que me esperaban el martirio y la tortura; por eso me tomĆ© un veneno que me matarĆ” en pocas horas. Ā”Voy a morir, no hay salvaciĆ³n posible! Pero antes de que termine mi vida, explĆ­came la doctrina que encierra tanto amor y tanta gracia, pues es una doctrina grande y divina! Ā”Deja que en ella muera, que muera cristiano! – Su peticiĆ³n fue atendida.

Tal fue la leyenda, la historia, que el dueƱo de la casa leyĆ³ en alta voz. Todos la escucharon con fervor, pero, sobre todo, llenĆ³ de fuego, y de vida a aquella muchacha sentada en el rincĆ³n: Sara, la joven judĆ­a. Grandes lĆ”grimas asomaron a sus brillantes ojos negros; en su alma infantil volviĆ³ a sentir, como ya la sintiera antaƱo en el banco de la escuela, la sublimidad del Evangelio. Las lĆ”grimas rodaron por sus mejillas. Ā«Ā”No dejes que mi hija se haga cristiana!Ā», habĆ­an sido las Ćŗltimas palabras de su madre moribunda; y en su corazĆ³n y en su alma resonaban aquellas otras palabras del mandamiento divino: Ā«HonrarĆ”s a tu padre y a tu madreĀ». Ā«Ā”No soy cristiana! Me llaman la judĆ­a; aĆŗn el domingo Ćŗltimo me lo llamaron en son de burla los hijos del vecino, cuando me estaba frente a la puerta abierta de la iglesia mirando el brillo de los cirios del altar y escuchando los cantos de los fieles. Desde mis tiempos de la escuela hasta ahora he venido sintiendo en el Cristianismo una fuerza que penetra en mi corazĆ³n como un rayo de sol aunque cierre los ojos. Pero no te afligirĆ© en la tumba, madre, no serĆ© perjura al voto de mi padre: no leerĆ© la Biblia cristiana. Tengo al Dios de mis antepasados; ante Ɖl puedo inclinar mi cabezaĀ». Y transcurrieron mĆ”s aƱos. MuriĆ³ el cabeza de la familia y dejĆ³ a su esposa en situaciĆ³n apurada. HabĆ­a que renunciar a la muchacha; pero Sara no se fue, sino que acudiĆ³ en su ayuda en el momento de necesidad; contribuyĆ³ a sostener el peso de la casa, trabajando hasta altas horas de a noche y procurando el pan de cada dĆ­a con la labor de sus manos. NingĆŗn pariente quiso acudir en auxilio de la familia; la viuda, cada dĆ­a mĆ”s dĆ©bil, habĆ­a de pasarse meses enteros en la cama, enferma. Sara la cuidaba, la velaba, trabajaba, dulce y piadosa; era una bendiciĆ³n para la casa hundida.

  • Toma la Biblia – dijo un dĆ­a la enferma. – LĆ©eme un fragmento. Ā”Es tan larga la velada y siento tantos deseos de oĆ­r la palabra de Dios! Sara bajĆ³ la cabeza; doblĆ³ las manos sobre la Biblia y, abriĆ©ndola, se puso a leerla a la enferma. A menudo le acudĆ­an las lĆ”grimas a los ojos, pero aumentaba en ellos la claridad, y tambiĆ©n en su alma: Ā«Madre, tu hija no puede recibir el bautismo de los cristianos ni ingresar en su comunidad; lo quisiste asĆ­ y respetarĆ© tu voluntad; estamos unidos aquĆ­ en la tierra, pero mĆ”s allĆ” de ella… estamos aĆŗn mĆ”s unidos en Dios, que nos guĆ­a y lleva allende la muerte. Ɖl desciende a la tierra, y despuĆ©s de dejarla sufrir la hace mĆ”s rica. Ā”Lo comprendo! No sĆ© yo misma cĆ³mo fue. Ā”Es por Ɖl, en Ɖl: Cristo!Ā». EstremeciĆ³se al pronunciar su nombre, y un bautismo de fuego la recorriĆ³ toda ella con mĆ”s fuerza de la que el cuerpo podĆ­a soportar, por lo que cayĆ³ desplomada, mĆ”s rendida que la enferma a quien velaba.
  • Ā”Pobre Sara! – dijeron -, no ha podido resistir tanto trabajo y tantas velas.

La llevaron al hospital, donde muriĆ³. La enterraron, pero no al cementerio de los cristianos; no habĆ­a en Ć©l lugar para la joven judĆ­a, sino fuera, junto al muro; allĆ­ recibiĆ³ sepultura. Y el Hijo de Dios, que resplandece sobre las tumbas de los cristianos, proyecta tambiĆ©n su gloria sobre la de aquella doncella judĆ­a – que reposa fuera del sagrado recinto; y los cĆ”nticos religiosos que resuenan en el camposanto cristiano lo hacen tambiĆ©n sobre su tumba, a la que tambiĆ©n llegĆ³ la revelaciĆ³n: Ā«Ā”Hay una resurrecciĆ³n ,en Cristo!Ā», en Ɖl, el SeƱor, que dijo a sus discĆ­pulos: Ā«Juan os ha bautizado con agua, pero yo os bautizarĆ© en el nombre del EspĆ­ritu SantoĀ».

LA PAREJA DE ENAMORADOS

Un trompo y una pelota yacĆ­an juntos en una caja, entre otros diversos juguetes, y el trompo dijo a la pelota:

  • ĀæPor quĆ© no nos hacemos novios, puesto que vivimos juntos en la caja?

Pero la pelota, que estaba cubierta de un bello tafilete y presumĆ­a como una encopetada seƱorita, ni se dignĆ³ contestarle. Al dĆ­a siguiente vino el niƱo propietario de los juguetes, y se le ocurriĆ³ pintar el trompo de rojo y amarillo y clavar un clavo de latĆ³n en su centro. El trompo resultaba verdaderamente esplĆ©ndido cuando giraba.

  • Ā”MĆ­reme! -dijo a la pelota-. ĀæQuĆ© me dice ahora? ĀæQuiere que seamos novios? Somos el uno para el otro. Usted salta y yo bailo. ĀæPuede haber una pareja mĆ”s feliz?
  • ĀæUsted cree? -dijo la pelota con ironĆ­a-. Seguramente ignora que mi padre y mi madre fueron zapatillas de tafilete, y que mi cuerpo es de corcho espaƱol.
  • SĆ­, pero yo soy de madera de caoba -respondiĆ³ la peonza- y el propio alcalde fue quien me torneĆ³. Tiene un torno y se divirtiĆ³ mucho haciĆ©ndome.
  • ĀæEs cierto lo que dice? -preguntĆ³ la pelota.
  • Ā”QuĆ© jamĆ”s reciba un latigazo si miento! respondiĆ³ el trompo.
  • Desde luego, sabe usted hacerse valer -dijo la pelota-; pero no es posible; estoy, como quien dice, prometida con una golondrina. Cada vez que salto en el aire, asoma la cabeza por el nido y pregunta: Ā«ĀæQuiere? ĀæQuiere?Ā». Yo, interiormente, le he dado ya el sĆ­, y esto vale tanto como un compromiso. Sin embargo, aprecio sus sentimientos y le prometo que no lo olvidarĆ©.
  • Ā”Vaya consuelo! -exclamĆ³ el trompo, y dejaron de hablarse.

Al dĆ­a siguiente, el niƱo jugĆ³ con la pelota. El trompo la vio saltar por los aires, igual que un pĆ”jaro, tan alta, que la perdĆ­a de vista. Cada vez volvĆ­a, pero al tocar el suelo pegaba un nuevo salto sea por afĆ”n de volver al nido de la golondrina, sea porque tenĆ­a el cuerpo de corcho. A la novena vez desapareciĆ³ y ya no volviĆ³; por mucho que el niƱo estuvo buscĆ”ndola, no pudo dar con ella.

  • Ā”Yo sĆ© dĆ³nde estĆ”! -suspirĆ³ el trompo-. Ā”EstĆ” en el nido de la golondrina y se ha casado con ella!

Cuanto mĆ”s pensaba el trompo en ello tanto mĆ”s enamorado se sentĆ­a de la pelota. Su amor crecĆ­a precisamente por no haber logrado conquistarla. Lo peor era que ella hubiese aceptado a otro. Y el trompo no cesaba de pensar en la pelota mientras bailaba y zumbaba; en su imaginaciĆ³n la veĆ­a cada vez mĆ”s hermosa. AsĆ­ pasaron algunos aƱos y aquello se convirtiĆ³ en un viejo amor. El trompo ya no era joven. Pero he aquĆ­ que un buen dĆ­a lo doraron todo. Ā”Nunca habĆ­a sido tan hermoso! En adelante serĆ­a un trompo de oro, y saltaba que era un contento. Ā”HabĆ­a que oĆ­r su ronrĆ³n! Pero de pronto pegĆ³ un salto excesivo y… Ā”adiĆ³s! Lo buscaron por todas partes, incluso en la bodega, pero no hubo modo de encontrarlo. ĀæDĆ³nde estarĆ­a? HabĆ­a saltado al depĆ³sito de la basura, dĆ³nde se mezclaban toda clase de cachivaches, tronchos de col, barreduras y escombros caĆ­dos del canalĆ³n.

  • Ā”A buen sitio he ido a parar! AquĆ­ se me despintarĆ” todo el dorado. Ā”Vaya gentuza la que me rodea!-. Y dirigiĆ³ una mirada de soslayo a un largo troncho de col que habĆ­an cortado demasiado cerca del repollo, y luego otra a un extraƱo objeto esfĆ©rico que parecĆ­a una manzana vieja. Pero no era una manzana, sino una vieja pelota, que se habĆ­a pasado varios aƱos en el canalĆ³n y estaba medio consumida por la humedad.
  • Ā”Gracias a Dios que ha venido uno de los nuestros, con quien podrĆ© hablar! -dijo la pelota considerando al dorado trompo.
  • Tal y como me ve, soy de tafilete, me cosieron manos de doncella y tengo el cuerpo de corcho espaƱol, pero nadie sabe apreciarme. Estuve a punto de casarme con una golondrina, pero caĆ­ en el canalĆ³n, y en Ć©l me he pasado seguramente cinco aƱos. Ā”Ay, cĆ³mo me ha hinchado la lluvia! CrĆ©eme, Ā”es mucho tiempo para una seƱorita de buena familia!

Pero el trompo no respondiĆ³; pensaba en su viejo amor, y, cuanto mĆ”s oĆ­a a la pelota, tanto mĆ”s se convencĆ­a de que era ella. Vino en Ć©stas la criada, para verter el cubo de la basura.

  • Ā”Anda, aquĆ­ estĆ” el trompo dorado! -dijo.

El trompo volviĆ³ a la habitaciĆ³n de los niƱos y recobrĆ³ su honor y prestigio, pero de la pelota nada mĆ”s se supo. El trompo ya no hablĆ³ mĆ”s de su viejo amor. El amor se extingue cuando la amada se ha pasado cinco aƱos en un canalĆ³n y queda hecha una sopa; ni siquiera es reconocida al encontrarla en un cubo de basura.

LA PASTORA Y EL DESHOLLINADOR

ĀæHas visto alguna vez uno de estos armarios muy viejos, ennegrecidos por los aƱos, adornados con tallas de volutas y follaje? Pues uno asĆ­ habĆ­a en una sala; era una herencia de la bisabuela, y de arriba abajo estaba adornado con tallas de rosas y tulipanes. Presentaba los arabescos mĆ”s raros que quepa imaginar, y entre ellos sobresalĆ­an cabecitas de ciervo con sus cornamentas. En el centro, habĆ­an tallado un hombre de cuerpo entero; su figura era de verdad cĆ³mica, y en su cara se dibujaba una mueca, pues aquello no se podĆ­a llamar risa. TenĆ­a patas de cabra, cuernecitos en la cabeza y una luenga barba. Los niƱos de la casa lo llamaban siempre el Ā«Sargento-mayor-y-menormariscal-de-campo-pata-de-chivoĀ»; era un nombre muy largo, y son bien pocos los que ostentan semejante titulo; Ā”y no debiĆ³ de tener poco trabajo, el que lo esculpiĆ³! Y allĆ­ estaba, con la vista fija en la mesa situada debajo del espejo, en la que habĆ­a una linda pastorcilla de porcelana, con zapatos dorados, el vestido graciosamente sujeto con una rosa encarnada, un dorado sombrerito en la cabeza y un bĆ”culo de pastor en la mano: era un primor. A su lado habĆ­a un pequeƱo deshollinador, negro como el carbĆ³n, aunque asimismo de porcelana, tan fino y pulcro como otro cualquiera; lo de deshollinador sĆ³lo lo representaba: el fabricante de porcelana lo mismo hubiera podido hacer de Ć©l un prĆ­ncipe, Ā”quĆ© mĆ”s le daba! He ahĆ­, pues, al hombrecillo con su escalera, y unas mejillas blancas y sonrosadas como las de la muchacha, lo cual no dejaba de ser un contrasentido, pues un poquito de hollĆ­n le hubiera cuadrado mejor. Estaba de pie junto a la pastora; los habĆ­an colocado allĆ­ a los dos, y, al encontrarse tan juntos, se habĆ­an enamorado. Nada habĆ­a que objetar: ambos eran de la misma porcelana e igualmente frĆ”giles. A su lado habĆ­a aĆŗn otra figura, tres veces mayor que ellos: un viejo chino que podĆ­a agachar la cabeza. Era tambiĆ©n de porcelana, y pretendĆ­a ser el abuelo de la zagala, aunque no estaba en situaciĆ³n de probarlo. Afirmaba tener autoridad sobre ella, y, en consecuencia, habĆ­a aceptado, con un gesto de la cabeza, la peticiĆ³n que el Ā«Sargento-mayor-y-menor-mariscal-decampo-pata-de-chivoĀ» le habĆ­a hecho de la mano de la pastora.

  • TendrĆ”s un marido -dijo el chino a la muchacha- que estoy casi convencido, es de madera de Ć©bano; harĆ” de ti la

Ā«Sargenta-mayor-y-menor-mariscal-de-campopata-de-chivoĀ». Su armario estĆ” repleto de objetos de plata, Ā”y no digamos ya lo que deben contener los cajones secretos!

  • Ā”No quiero entrar en el oscuro armario! protestĆ³ la pastorcilla-. He oĆ­do decir que guarda en Ć©l once mujeres de porcelana. – En este caso, tĆŗ serĆ”s la duodĆ©cima -replicĆ³ el chino-. Esta noche, en cuanto cruja el viejo armario, se celebrarĆ” la boda, Ā”como yo soy chino! -. E, inclinando la cabeza, se quedĆ³ dormido.

La pastorcilla, llorosa, levantĆ³ los ojos al dueƱo de su corazĆ³n, el deshollinador de porcelana. – Quisiera pedirte un favor. ĀæQuieres venirte conmigo por esos mundos de Dios? AquĆ­ no podemos seguir.

  • Yo quiero todo lo que tĆŗ quieras -respondiĆ³le el mocito.- VĆ”monos enseguida, estoy seguro de que podrĆ© sustentarte con mi trabajo.
  • Ā”Oh, si pudiĆ©semos bajar de la mesa sin contratiempo! -dijo ella-. SĆ³lo me sentirĆ© contenta cuando hayamos salido a esos mundos.

Ɖl la tranquilizĆ³, y le enseĆ±Ć³ cĆ³mo tenĆ­a que colocar el piececito en las labradas esquinas y en el dorado follaje de la pata de la mesa; sirviĆ³se de su escalera, y en un santiamĆ©n se encontraron en el suelo. Pero al mirar al armario, observaron en Ć©l una agitaciĆ³n; todos los ciervos esculpidos alargaban la cabeza y, levantando la cornamenta, volvĆ­an el cuello; el Ā«Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campopata-de-chivoĀ» pegĆ³ un brinco y gritĆ³ al chino:

  • Ā”Se escapan, se escapan!

Los pobrecillos, asustados, se metieron en un cajĆ³n que habĆ­a debajo de la ventana. HabĆ­a allĆ­ tres o cuatro barajas, aunque ninguna completa, y un teatrillo de tĆ­teres montado un poco a la buena de Dios. Precisamente se estaba representando una funciĆ³n y todas las damas, oros y corazones, trĆ©boles y espadas, sentados en las primeras filas, se abanicaban con sus tulipanes; detrĆ”s quedaban las sotas, mostrando que tenĆ­an cabeza o, por decirlo mejor, cabezas, una arriba y otra abajo, como es costumbre en los naipes. El argumento trataba de dos enamorados que no podĆ­an ser el uno para el otro, y la pastorcilla se echĆ³ a llorar, por lo mucho que el drama se parecĆ­a al suyo.

  • Ā”No puedo resistirlo! -exclamĆ³-. Ā”Tengo que salir del cajĆ³n! -. Pero una vez volvieron a estar en el suelo y levantaron los ojos a la mesa, el viejo chino, despierto, se tambaleĆ³ con todo el cuerpo, pues por debajo de la cabeza lo tenĆ­a de una sola pieza.
  • Ā”Que viene el viejo chino! -gritĆ³ la zagala azorada, cayendo de rodillas.
  • Se me ocurre una idea -dijo el deshollinador-. ĀæY si nos metiĆ©semos en aquella gran jarra de la esquina? Estaremos entre rosas y espliego, y si se acerca le arrojaremos sal a los ojos.
  • No servirĆ­a de nada -respondiĆ³ ella-. AdemĆ”s, sĆ© que el chino y la jarra estuvieron prometidos, y siempre queda cierta simpatĆ­a en semejantes circunstancias. No; el Ćŗnico recurso es lanzarnos al mundo.
  • ĀæDe verdad te sientes con valor para hacerlo? preguntĆ³ el deshollinador-. ĀæHas pensado en lo grande que es y que nunca podremos volver a este lugar?
  • SĆ­ -afirmĆ³ ella.

El deshollinador la mirĆ³ fijamente y luego dijo: – Mi camino pasa por la chimenea. ĀæDe veras te sientes con Ć”nimo para aventurarte en el horno y trepar por la tuberĆ­a? SaldrĆ­amos al exterior de la chimenea; una vez allĆ­, ya sabrĆ­a yo apaƱƔrmelas. Subiremos tan arriba, que no podrĆ”n alcanzarnos, y en la cima hay un orificio que sale al vasto mundo. Y la condujo a la puerta del horno.

  • Ā”QuĆ© oscuridad! -exclamĆ³ ella, sin dejar de seguir a su guĆ­a por la caja del horno y por el tubo, oscuro como boca de lobo.
  • Estamos ahora en la chimenea -explicĆ³le Ć©l-. FĆ­jate: allĆ” arriba brilla la mĆ”s hermosa de las estrellas.

Era una estrella del cielo que les enviaba su luz, exactamente como para mostrarles el camino. Y ellos venga trepar y arrastrarse. Ā”Horrible camino, y tan alto! Pero el mozo la sostenĆ­a, indicĆ”ndole los mejores agarraderos para apoyar sus piececitos de porcelana. AsĆ­ llegaron al borde superior de la chimenea y se sentaron en Ć©l, pues estaban muy cansados, y no sin razĆ³n. Encima de ellos extendĆ­ase el cielo con todas sus estrellas, y a sus pies quedaban los tejados de la ciudad. Pasearon la mirada en derredor, hasta donde alcanzaron los ojos; la pobre pastorcilla jamĆ”s habla imaginado cosa semejante; reclinĆ³ la cabecita en el hombro de su deshollinador y prorrumpiĆ³ en llanto, con tal vehemencia que se le saltaba el oro del cinturĆ³n.

  • Ā”Es demasiado! -exclamĆ³-. No podrĆ© soportarlo, el mundo es demasiado grande. Ā”OjalĆ” estuviese sobre la mesa, bajo el espejo! No serĆ© feliz hasta que vuelva a encontrarme allĆ­. Te he seguido al ancho mundo; ahora podrĆ­as devolverme al lugar de donde salimos. Lo harĆ”s, si es verdad que me quieres.

El deshollinador le recordĆ³ prudentemente el viejo chino y el Ā«Sargento-mayor-y-menormariscal-de-campo-pata-de-chivoĀ», pero ella no cesaba de sollozar y besar a su compaƱerito, el cual no pudo hacer otra cosa que ceder a sus sĆŗplicas, aun siendo una locura. Y asĆ­ bajaron de nuevo, no sin muchos tropiezos, por la chimenea, y se arrastraron por la tuberĆ­a y el horno. No fue nada agradable.Ā  Una vez en la caja del horno, pegaron la oreja a la puerta para enterarse de cĆ³mo andaban las cosas en la sala. Reinaba un profundo silencio; miraron al interior y… Ā”Dios mĆ­o!, el viejo chino yacĆ­a en el suelo. Se habĆ­a caĆ­do de la mesa cuando tratĆ³ de perseguirlos, y se rompiĆ³ en tres pedazos; toda la espalda era uno de ellos, y la cabeza, rodando, habĆ­a ido a parar a una esquina. El Ā«Sargento-mayor-y-menor- mariscal-de-campo-pata-de-chivoĀ» seguĆ­a en su puesto con aire pensativo.

  • Ā”Horrible! -exclamĆ³ la pastorcita-. El abuelo roto a pedazos, y nosotros tenemos la culpa. Ā”No lo resistirĆ©! -y se retorcĆ­a las manos.
  • AĆŗn es posible pegarlo -dijo el deshollinador-. Pueden pegarlo muy bien, tranquilĆ­zate; si le ponen masilla en la espalda y un buen clavo en la nuca quedarĆ” como nuevo; aĆŗn nos dirĆ” cosas desagradables.
  • ĀæCrees? -preguntĆ³ ella. Y treparon de nuevo a la mesa.
  • Ya ves lo que hemos conseguido -dijo el deshollinador-. PodĆ­amos habernos ahorrado todas estas fatigas.
  • Ā”Si al menos estuviese pegado el abuelo! observĆ³ la muchacha-. ĀæCostarĆ” muy caro?

Pues lo pegaron, sĆ­ seƱor; la familia cuidĆ³ de ello. Fue encolado por la espalda y clavado por el pescuezo, con lo cual quedĆ³ como nuevo, aunque no podĆ­a ya mover la cabeza.

  • Se ha vuelto usted muy orgulloso desde que se hizo pedazos -dijo el Ā«Sargento-mayor-ymenor-mariscal-de-campo-pata-de-chivoĀ» -. Y la verdad que no veo los motivos. ĀæMe la va a dar o no?

El deshollinador y la pastorcilla dirigieron al viejo chino una mirada conmovedora, temerosos de que agachase la cabeza; pero le era imposible hacerlo, y le resultaba muy molesto tener que explicar a un extraƱo que llevaba un clavo en la nuca. Y de este modo siguieron viviendo juntas aquellas personitas de porcelana, bendiciendo el clavo del abuelo y queriĆ©ndose hasta que se hicieron pedazos a su vez. Ā  Ā  Ā  Ā  LA PIEDRA FILOSOFAL Ā  Ā  Ā  Sin duda conoces la historia de Holger Danske. No te la voy a contar, y sĆ³lo te preguntarĆ© si recuerdas que Ā«Holger Danske conquistĆ³ la vasta tierra de la India Oriental, hasta el tĆ©rmino del mundo, hasta aquel Ć”rbol que llaman Ć”rbol del SolĀ», segĆŗn narra Christen Pedersen. ĀæSabes quiĆ©n es Christen Pedersen? No importa que no lo conozcas. AllĆ­, Holger Danske confiriĆ³ al Preste Juan poder y soberanĆ­a sobre la tierra de la India. ĀæConoces al Preste Juan? Bueno eso tampoco tiene importancia, pues no ha de salir en nuestra historia. En ella te hablamos del Ć”rbol del Sol Ā«de la tierra de Indias Orientales, en el extremo del mundoĀ», segĆŗn creĆ­an entonces los que no habĆ­an estudiado GeografĆ­a como nosotros. Pero tampoco esto importa. El Ć”rbol del Sol era un Ć”rbol magnĆ­fico, como nosotros nunca hemos visto ni lo verĆ”s tĆŗ. Su copa abarcaba un radio de varias millas; en realidad era todo un bosque, y cada rama, aĆŗn la mĆ”s pequeƱa, era como un Ć”rbol entero. HabĆ­a palmeras, hayas, pinos, en fin, todas las especies de Ć”rboles que crecen en el vasto mundo, brotaban allĆ­ cual ramitas de las ramas grandes, y Ć©stas, con sus curvaturas y nudos, parecĆ­an a su vez valles y montaƱas, y estaban revestidas de un verdor aterciopelado y cuajado de flores. Cada rama era como un gran prado florido o un hermosĆ­simo jardĆ­n. El sol enviaba sus rayos bienhechores; por algo era el Ć”rbol del Sol, y en Ć©l se reunĆ­an las aves de todos los confines del mundo: las procedentes de las selvas vĆ­rgenes americanas, las que venĆ­an de las rosaledas de Damasco y de los desiertos y sabanas del Ɓfrica, donde el elefante y el leĆ³n creen reinar como Ćŗnicos soberanos. VenĆ­an las aves polares y tambiĆ©n la cigĆ¼eƱa y la golondrina, naturalmente. Pero no sĆ³lo acudĆ­an las aves: el ciervo, la ardilla, el antĆ­lope y otros mil animales veloces y hermosos se sentĆ­an allĆ­ en su casa. La copa del Ć”rbol era un gran jardĆ­n perfumado, y en ella, el centro de donde las ramas mayores irradiaban cual verdes colinas, levantĆ”base un palacio de cristal, desde cuyas ventanas se veĆ­an todos los paĆ­ses del mundo. Cada torre se erguĆ­a como un lirio, y se subĆ­a a su cima por el interior del tallo, en el que habĆ­a una escalera. Como se puede comprender fĆ”cilmente, las hojas venĆ­an a ser como unos balcones a los que uno podĆ­a asomarse, y en lo mĆ”s alto de la flor habĆ­a una gran sala circular, brillante y maravillosa, cuyo techo era el cielo azul, con el sol y las estrellas. No menos soberbios, aunque de otra forma, eran los vastos salones del piso inferior del palacio, en cuyas paredes se reflejaba el mundo entero. En ellas podĆ­a verse todo lo que sucedĆ­a, y no hacĆ­a falta leer los periĆ³dicos, los cuales, por otra parte, no existĆ­an. Todos los sucesos desfilaban en imĆ”genes vivientes sobre la pared; claro que no era posible atender a todas, pues cada cosa tiene sus lĆ­mites, valederos incluso para el mĆ”s sabio de los hombres, y el hecho es que allĆ­ moraba el mĆ”s sabio de todos. Su nombre es tan difĆ­cil de pronunciar, que no sabrĆ­as hacerlo aunque te empeƱaras, de manera que vamos a dejarlo. SabĆ­a todo lo que un hombre puede saber y todo lo que se sabrĆ” en esta Tierra nuestra, con todos los inventos realizados y los que aĆŗn quedan por realizar; pero no mĆ”s, pues, como ya dijimos, todo tiene sus lĆ­mites. El sabio rey SalomĆ³n, con ser tan sabio, no le llegaba en ciencia ni a la mitad. EjercĆ­a su dominio sobre las fuerzas de la Naturaleza y sobre poderosos espĆ­ritus. La misma Muerte tenĆ­a que presentĆ”rsele cada maƱana con la lista de los destinados a morir en el transcurso del dĆ­a; pero el propio rey SalomĆ³n tuvo un dĆ­a que fallecer, y Ć©ste era el pensamiento que, a menudo y con extraƱa intensidad, ocupaba al sabio, al poderoso seƱor del palacio del Ć”rbol del Sol. TambiĆ©n Ć©l, tan superior a todos los demĆ”s humanos en sabidurĆ­a, estaba condenado a morir. No lo ignoraba; y sus hijos morirĆ­an asimismo; como las hojas del bosque, caerĆ­an y se convertirĆ­an en polvo. Como desaparecen las hojas de los Ć”rboles y su lugar es ocupado por otras, asĆ­ veĆ­a desvanecerse el gĆ©nero humano, y las hojas caĆ­das jamĆ”s renacen; se transforman en polvo, o en otras partes del vegetal. ĀæQuĆ© es de los hombres cuando viene el Ɓngel de la Muerte? ĀæQuĆ© significa en realidad morir? El cuerpo se disuelve, y el alma… sĆ­, ĀæquĆ© es el alma? ĀæQuĆ© serĆ” de ella? ĀæAdĆ³nde va? Ā«A la vida eternaĀ», respondĆ­a, consoladora, la ReligiĆ³n. Pero, ĀæcĆ³mo se hace el trĆ”nsito? ĀæDĆ³nde se vive y cĆ³mo? Ā«AllĆ” en el cielo – contestaban las gentes piadosas -, allĆ­ es donde vamosĀ». Ā«Ā”AllĆ” arriba! – repetĆ­a el sabio, levantando los ojos al sol y las estrellas -, Ā”allĆ” arriba!Ā» – y veĆ­a, dada la forma esfĆ©rica de la Tierra, que el arriba y el abajo eran una sola y misma cosa, segĆŗn el lugar en que uno se halle en la flotante bola terrestre. Si subĆ­a hasta el punto culminante del Planeta, el aire, que acĆ” abajo vemos claro y transparente, el Ā«cielo luminosoĀ» se convertĆ­a en un espacio oscuro, negro como el carbĆ³n y tupido como un paƱo, y el sol aparecĆ­a sin rayos ardientes, mientras nuestra Tierra estaba como envuelta en una niebla de color anaranjado. Ā”QuĆ© limitado era el ojo del cuerpo! Ā”QuĆ© poco alcanzaba el del alma! Ā”QuĆ© pobre era nuestra ciencia! El propio sabio sabĆ­a bien poco de lo que tanto nos importarĆ­a saber. En la cĆ”mara secreta del palacio se guardaba el mĆ”s precioso tesoro de la tierra: Ā«El libro de la VerdadĀ». Lo leĆ­a hoja tras hoja. Era un libro que todo hombre puede leer, aunque sĆ³lo a fragmentos. Ante algunos ojos las letras bailan y no dejan descifrar las palabras. En algunas pĆ”ginas la escritura se vuelve a veces tan pĆ”lida y borrosa, que parecen hojas en blanco. Cuanto mĆ”s sabio se es, tanto mejor se puede leer, y el mĆ”s sabio es el que mĆ”s lee. Nuestro sabio podĆ­a ademĆ”s concentrar la luz de las estrellas, la del sol, la de las fuerzas ocultas y la del espĆ­ritu. Con todo este brillo se le hacĆ­a aĆŗn mĆ”s visible la escritura de las hojas. Mas en el capĆ­tulo titulado Ā«La vida despuĆ©s de la muerteĀ» no se distinguĆ­a ni la menor manchita. Aquello lo acongojaba. ĀæNo conseguirĆ­a encontrar acĆ” en la Tierra una luz que le hiciese visible lo que decĆ­a Ā«El libro de la VerdadĀ»? Como el sabio rey SalomĆ³n, comprendĆ­a el lenguaje de los animales, oĆ­a su canto y su discurso, mas no por ello adelantaba en sus conocimientos. DescubriĆ³ en las plantas y los metales Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  fuerzas Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  capaces Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  de Ā Ā Ā Ā Ā Ā  alejar Ā  las enfermedades y la muerte, pero ninguna capaz de destruirla. En todo lo que habĆ­a sido creado y Ć©l podĆ­a alcanzar, buscaba la luz capaz de iluminar la certidumbre de una vida eterna, pero no la encontraba. TenĆ­a abierto ante sus ojos Ā«El libro de la VerdadĀ», mas las pĆ”ginas estaban en blanco. El Cristianismo le ofrecĆ­a en la Biblia la consoladora promesa de una vida eterna, pero Ć©l se empeƱaba vanamente en leer en su propio libro. TenĆ­a cinco hijos, instruidos como sĆ³lo puede instruirlos el padre mĆ”s sabio, y una hija hermosa, dulce e inteligente, pero ciega. Esta desgracia apenas la sentĆ­a ella, pues su padre y sus hermanos le hacĆ­an de ojos, y su sentimiento Ć­ntimo le daba la seguridad suficiente. Nunca los hijos se habĆ­an alejado mĆ”s allĆ” de donde se extendĆ­an las ramas de los Ć”rboles, y menos aĆŗn la hija; todos se sentĆ­an felices en la casa de su niƱez, en el paĆ­s de su infancia, en el esplĆ©ndido y fragante Ć”rbol del Sol. Como todos los niƱos, gustaban de oĆ­r cuentos, y su padre les contaba muchas cosas que otros niƱos no habrĆ­an comprendido; pero aquĆ©llos eran tan inteligentes como entre nosotros suelen ser la mayorĆ­a de los viejos. ExplicĆ”bales los cuadros vivientes que veĆ­an en las paredes del palacio, las acciones de los hombres y los acontecimientos en todos los paĆ­ses de la Tierra, y con frecuencia los hijos sentĆ­an deseos de encontrarse en el lugar de los sucesos y de participar en las grandes hazaƱas. Mas el padre les decĆ­a entonces lo difĆ­cil y amarga que es la vida en la Tierra, y que las cosas no discurrĆ­an en ella como las veĆ­an desde su maravilloso mundo infantil. HablĆ”bales de la Belleza, la Verdad y la Bondad, diciendo que estas tres cosas sostenĆ­an unido al mundo y que, bajo la presiĆ³n que sufrĆ­an, se transformaban en una piedra preciosa mĆ”s lĆ­mpida que el diamante. Su brillo tenĆ­a valor ante Dios, lo iluminaba todo, y esto era en realidad la llamada piedra filosofal. DecĆ­ales que, del mismo modo que partiendo de lo creado se deducĆ­a la existencia de Dios, asĆ­ tambiĆ©n partiendo de los mismos hombres se llegaba a la certidumbre de que aquella piedra serĆ­a encontrada. MĆ”s no podĆ­a decirles, y esto era cuanto sabĆ­a acerca de ella. Para otros niƱos, aquella explicaciĆ³n hubiera sido incomprensible, pero los suyos sĆ­ la entendieron, y andando el tiempo es de creer que tambiĆ©n la entenderĆ”n los demĆ”s. No se cansaban de preguntar a su padre acerca de la Belleza, la Bondad y la Verdad, y Ć©l les explicaba mil cosas, y les dijo tambiĆ©n que cuando Dios creĆ³ al hombre con limo de la tierra, estampĆ³ en Ć©l cinco besos de fuego salidos del corazĆ³n, fĆ©rvidos besos divinos, y ellos son lo que llamamos los cinco sentidos: por medio de ellos vemos, sentimos y comprendemos la Belleza, la Bondad y la Verdad; por ellos apreciamos y valoramos las cosas, ellos son para nosotros una protecciĆ³n y un estĆ­mulo. En ellos tenemos cinco posibilidades de percepciĆ³n, interiores y exteriores, raĆ­z y cima, cuerpo y alma. Los niƱos pensaron mucho en todo aquello; dĆ­a y noche ocupaba sus pensamientos. El hermano mayor tuvo un sueƱo maravilloso y extraƱo, que luego tuvo tambiĆ©n el segundo, y despuĆ©s el tercero y el cuarto. Todos soƱaron lo mismo: que se marchaban a correr mundo y encontraban la piedra filosofal. Como una llama refulgente, brillaba en sus frentes cuando, a la claridad del alba, regresaban, montados en sus velocĆ­simos corceles, al palacio paterno, a travĆ©s de los prados verdes y aterciopelados del jardĆ­n de su patria. Y la piedra preciosa irradiaba una luz celestial y un resplandor tan vivo sobre las hojas del libro, que se hacĆ­a visible lo que en ellas estaba escrito acerca de la vida de ultratumba. La hermana no soĆ±Ć³ en irse al mundo, ni le pasĆ³ la idea por la mente; para ella, el mundo era la casa de su padre. – Me marcho a correr mundo – dijo el mayor -. Tengo que probar sus azares y su modo de vida, y alternar con los hombres. SĆ³lo quiero lo bueno y lo verdadero; con ellos encontrarĆ© lo bello. A mi regreso cambiarĆ”n muchas cosas. Sus pensamientos eran audaces y grandiosos, como suelen serlo los nuestros cuando estamos en casa, junto a la estufa, antes de salir al mundo y experimentar los rigores del viento y la intemperie y las punzadas de los abrojos. En Ć©l, como en sus hermanos, los cinco sentidos estaban muy desarrollados, tanto interior como exteriormente, pero cada uno tenĆ­a un sentido que superaba en perfecciĆ³n a los restantes. En el mayor era el de la vista, y buen servicio le prestarĆ­a. TenĆ­a ojos para todas las Ć©pocas, – decĆ­a – ojos para todos los pueblos, ojos capaces de ver incluso en el interior de la tierra, donde yacen los tesoros, y en el interior del corazĆ³n humano, como si Ć©ste estuviera sĆ³lo recubierto por una lĆ”mina de cristal; es decir, que en una mejilla que se sonroja o palidece, o en un ojo que llora o rĆ­e, veĆ­a mucho mĆ”s de lo que vemos nosotros. El ciervo y el antĆ­lope lo acompaƱaron hasta la frontera occidental, y allĆ­ se les juntaron los cisnes salvajes, que volaban hacia el Noroeste. Ɖl los siguiĆ³, y pronto se encontrĆ³ en el vasto mundo, lejos de la tierra de su padre, la cual se extiende Ā«por Oriente hasta el confĆ­n del mundoĀ»..

LA PRINCESA DEL GUISANTE

Ɖrase una vez un prĆ­ncipe que querĆ­a casarse con una princesa, pero que fuese una princesa de verdad. En su busca recorriĆ³ todo el mundo, mas siempre habĆ­a algĆŗn pero. Princesas habĆ­a muchas, mas nunca lograba asegurarse de que lo fueran de veras; cada vez encontraba algo que le parecĆ­a sospechoso. AsĆ­ regresĆ³ a su casa muy triste, pues estaba empeƱado en encontrar a una princesa autĆ©ntica. Una tarde estallĆ³ una terrible tempestad; sucedĆ­anse sin interrupciĆ³n los rayos y los truenos, y llovĆ­a a cĆ”ntaros; era un tiempo espantoso. En Ć©stas llamaron a la puerta de la ciudad, y el anciano Rey acudiĆ³ a abrir.Ā  Una princesa estaba en la puerta; pero Ā”santo Dios, cĆ³mo la habĆ­an puesto la lluvia y el mal tiempo! El agua le chorreaba por el cabello y los vestidos, se le metĆ­a por las caƱas de los zapatos y le salĆ­a por los tacones; pero ella afirmaba que era una princesa verdadera. Ā«Pronto lo sabremosĀ», pensĆ³ la vieja Reina, y, sin decir palabra, se fue al dormitorio, levantĆ³ la cama y puso un guisante sobre la tela metĆ”lica; luego amontonĆ³ encima veinte colchones, y encima de Ć©stos, otros tantos edredones. En esta cama debĆ­a dormir la princesa. Por la maƱana le preguntaron quĆ© tal habĆ­a descansado. – Ā”Oh, muy mal! -exclamĆ³-. No he pegado un ojo en toda la noche. Ā”Sabe Dios lo que habrĆ­a en la cama! Ā”Era algo tan duro, que tengo el cuerpo lleno de cardenales! Ā”Horrible!. Entonces vieron que era una princesa de verdad, puesto que, a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones, habĆ­a sentido el guisante. Nadie, sino una verdadera princesa, podĆ­a ser tan sensible. El prĆ­ncipe la tomĆ³ por esposa, pues se habĆ­a convencido de que se casaba con una princesa hecha y derecha; y el guisante pasĆ³ al museo, donde puede verse todavĆ­a, si nadie se lo ha llevado. Esto sĆ­ que es una historia, Āæverdad?.

LA PRINCESA Y EL FRIJOL

HabĆ­a una vez un prĆ­ncipe que querĆ­a casarse con una princesa, pero que no se contentaba sino con una princesa de verdad. De modo que se dedicĆ³ a buscarla por el mundo entero, aunque inĆŗtilmente, ya que a todas las que le presentaban les hallaba algĆŗn defecto. Princesas habĆ­a muchas, pero nunca podĆ­a estar seguro de que lo fuesen de veras: siempre habĆ­a en ellas algo que no acababa de estar bien. AsĆ­ que regresĆ³ a casa lleno de sentimiento, pues Ā”deseaba tanto una verdadera princesa! Cierta noche se desatĆ³ una tormenta terrible. Menudeaban los rayos y los truenos y la lluvia caĆ­a a cĆ”ntaros Ā”aquello era espantoso! De pronto tocaron a la puerta de la ciudad, y el viejo rey fue a abrir en persona. En el umbral habĆ­a una princesa. Pero, Ā”santo cielo, cĆ³mo se habĆ­a puesto con el mal tiempo y la lluvia! El agua le chorreaba por el pelo y las ropas, se le colaba en los zapatos y le volvĆ­a a salir por los talones. A pesar de esto, ella insistĆ­a en que era una princesa real y verdadera. Ā«Bueno, eso lo sabremos muy prontoĀ», pensĆ³ la vieja reina. Y, sin decir una palabra, se fue a su cuarto, quitĆ³ toda la ropa de la cama y puso un frijol sobre el bastidor; luego colocĆ³ veinte colchones sobre el frĆ­jol, y encima de ellos, veinte almohadones hechos con las plumas mĆ”s suaves que uno pueda imaginarse. AllĆ­ tendrĆ­a que dormir toda la noche la princesa. A la maƱana siguiente le preguntaron cĆ³mo habĆ­a dormido. -Ā”Oh, terriblemente mal! -dijo la princesa-. Apenas pude cerrar los ojos en toda la noche. Ā”Vaya usted a saber lo que habĆ­a en esa cama! Me acostĆ© sobre algo tan duro que amanecĆ­ llena de cardenales por todas partes. Ā”Fue sencillamente horrible! Oyendo esto, todos comprendieron enseguida que se trataba de una verdadera princesa, ya que habĆ­a sentido el frĆ­jol nada menos que a travĆ©s de los veinte colchones y los veinte almohadones. SĆ³lo una princesa podĆ­a tener una piel tan delicada. Y asĆ­ el prĆ­ncipe se casĆ³ con ella, seguro de que la suya era toda una princesa. Y el frĆ­jol fue enviado a un museo, donde se le puede ver todavĆ­a, a no ser que alguien se lo haya robado. Vaya, Ć©ste sĆ­ que fue todo un cuento, Āæverdad?

Ā  LA REINA DE LAS NIEVES

PRIMER EPISODIO Trata del espejo y del trozo de espejo Ā  AtenciĆ³n, que vamos a empezar. Cuando hayamos llegado al final de esta parte sabremos mĆ”s que ahora; pues esta historia trata de un duende perverso, uno de los peores, Ā”como que era el diablo en persona! Un dĆ­a estaba de muy buen humor, pues habĆ­a construido un espejo dotado de una curiosa propiedad: todo lo bueno y lo bello que en Ć©l se reflejaba se encogĆ­a hasta casi desaparecer, mientras que lo inĆŗtil y feo destacaba y aĆŗn se intensificaba. Los paisajes mĆ”s hermosos aparecĆ­an en Ć©l como espinacas hervidas, y las personas mĆ”s virtuosas resultaban repugnantes o se veĆ­an en posiciĆ³n invertida, sin tronco y con las caras tan contorsionadas, que era imposible reconocerlas; y si uno tenĆ­a una peca, podĆ­a tener la certeza de que se le extenderĆ­a por la boca y la nariz. Era muy divertido, decĆ­a el diablo. Si un pensamiento bueno y piadoso pasaba por la mente de una persona, en el espejo se reflejaba una risa sardĆ³nica, y el diablo se retorcĆ­a de puro regocijo por su ingeniosa invenciĆ³n. Cuantos asistĆ­an a su escuela de brujerĆ­a – pues mantenĆ­a una escuela para duendes – contaron en todas partes que habĆ­a ocurrido un milagro; desde aquel dĆ­a, afirmaban, podĆ­a verse cĆ³mo son en realidad el mundo y los hombres. Dieron la vuelta al Globo con el espejo, y, finalmente, no quedĆ³ ya un solo paĆ­s ni una sola persona que no hubiese aparecido desfigurada en Ć©l. Luego quisieron subir al mismo cielo, deseosos de reĆ­rse a costa de los Ć”ngeles y de Dios Nuestro SeƱor. Cuanto mĆ”s se elevaban con su espejo, tanto mĆ”s se reĆ­a Ć©ste sarcĆ”sticamente, hasta tal punto que a duras penas podĆ­an sujetarlo. Siguieron volando y acercĆ”ndose a Dios y a los Ć”ngeles, y he aquĆ­ que el espejo tuvo tal acceso de risa, que se soltĆ³ de sus manos y cayĆ³ a la Tierra, donde quedĆ³ roto en cien millones, quĆ© digo, en billones de fragmentos y aĆŗn mĆ”s. Y justamente entonces causĆ³ mĆ”s trastornos que antes, pues algunos de los pedazos, del tamaƱo de un grano de arena, dieron la vuelta al mundo, deteniĆ©ndose en los sitios donde veĆ­an gente, la cual se reflejaba en ellos completamente contrahecha, o bien se limitaban a reproducir sĆ³lo lo irregular de una cosa, pues cada uno de los minĆŗsculos fragmentos conservaba la misma virtud que el espejo entero. A algunas personas, uno de aquellos pedacitos llegĆ³ a metĆ©rseles en el corazĆ³n, y el resultado fue horrible, pues el corazĆ³n se les volviĆ³ como un trozo de hielo. Varios pedazos eran del tamaƱo suficiente para servir de cristales de ventana; pero era muy desagradable mirar a los amigos a travĆ©s de ellos. Otros fragmentos se emplearon para montar anteojos, y cuando las personas se calaban estos lentes para ver bien y con justicia, huelga decir lo que pasaba. El diablo se reĆ­a a reventar, divirtiĆ©ndose de lo lindo. Pero algunos pedazos diminutos volaron mĆ”s lejos. Ahora vais a oĆ­rlo.

 

CUENTOS

El dĆ­a de hoy hablarĆ© de la importancia de leer cuentos a los niƱos. Estuve investigando muchĆ­simo en internet sobre los beneficios de leer cuentos cortos a nuestros niƱos y encontrĆ© muchĆ­simos un montĆ³n de beneficios los he mezclado y los voy a transmitir los 8 beneficios mĆ”s importantes de leerle cuentos infantiles a nuestros hijos, asĆ­ que vamos!

CUENTOS INFANTILES

Vamos a hacer niƱos mĆ”s reflexivos,a travĆ©s de la lectura de los cuentos las historias las fĆ”bulas que le leamos, los niƱos van a comprender con mensajes moralejas cĆ³mo actuar, como no actuar, como portarse bien, no portarse bien quĆ© pasa cuando te portas mal, que te pasa cuando te portas bien, quĆ© pasa si no se tiene miedo, quĆ© pasaĀ  si se tratan estos miedos, hay ejemplos para todos, pero el truco estĆ” en elegir bien el cuento corto o el libro que le vas a comprar o leer a tu hijo, y por eso hay reseƱas en internet, o puedes abrir el libro al darle una ojeada y ya una vez que ya verĆ”s que todo estĆ” bien lo comprasĀ  y se lo leĆ©is.

CUENTOS PARA DORMIR

Es una de las bases para el desarrollo intelectual de nuestros niƱos, vamos a hacer que con historias entiendan el mundo que estƔn conociendo muchƭsimo mƔs rƔpido, ellos son una esponja van a hacer que los elementos de las historias, los elementos de los cuentos formen parte de su propio mundo y asƭ van a ir construyendo su realidad.

CUENTOS CORTOS

Estimula su memoria y sus ganas de expresarse, se van a aprender los elementos de las historias los personajes las mismas historias me pasa que con mis hijos abecĆ©s le leo un cuento, y yo me muere el sueƱo y trato de saltarme una hoja para que sea mĆ”s corto y me dice no asĆ­ no era le pasaba esto y esto y esto se acuerda de cada personaje de cada historia de cada acciĆ³n de las emociones y con esto vas desarrollando su memoria.

CUENTOS PARA NIƑOS

Fomentan la lectura y el amor por los libros, esto es muy importante al acostumbrarlo desde pequeƱos a leer libros a vivir historias a vivir aventuras a travĆ©s de los libros a conocer mundos de fantasĆ­a van a hacer que ellos quieran mĆ”s y mĆ”s y mĆ”s, y asĆ­ poco a poco van adquiriendo mĆ”s libros mĆ”s libros mĆ”s libros mĆ”s historias y al final van a terminar siendo grandes lectores Aumentan su vocabulario,Ā al leer libros y cuentos en su cabeza se le van colando ideas palabras, frases que van haciendo que su vocabulario sea mas extenso.

CUENTOS INFANTILES CORTOS

Estimulan el desarrollo cognitivo de los niƱos,a travĆ©s de los cuentos van a aprender colores formas animales dinosaurios planeta en depende del libro que leas de la historia del libro, se puede aprender de las estaciones de cualquier cosa que haya en este mundo e incluso puedes trabajar por proyectos, por ejemplo con mis hijos huboĀ  una Ć©poca que se metiĆ³ en el mundo de los dinosaurios entonces lo empecĆ© a comprar libros de dinosaurios y asĆ­ fortalecidas lo que a ella le interesaba entonces esa es una buena idea

CUENTOS INFANTILES. PDF

Estimula es la imaginaciĆ³n la creatividad y las expresiones artĆ­sticas del niƱo, como porque hay libros de rimas hay libros de preguntas hay libros totalmente fantĆ”sticos hay libros, y esto es muy importante a mĆ­ me gustĆ³ muchĆ­simo con unas ilustraciones con unos dibujos con unas pinturas que al niƱo lo vas introduciendo en el arte lo haces seduciendo en diferentes expresiones artĆ­sticas La que me parece mĆ”s importante y por eso lo he dejado para el final que es que crean lazos con tu hijo que nunca se va a olvidar ese momento especial que tĆŗ tienes con Ć©l porque no hay no hay otro momento en el dĆ­a que te pueda desconectar como cuando lees un libro, con esto a relajarte tu y los relajas a el asĆ­ que es un sĆŗper momento antes de ir a dormir ya saben lean mĆ”s cuentos menos tele mĆ”s libros.