MAS CUENTOS CORTOS
Hoy hablarĆ© sobre la importancia de leer cuentos a los niƱos. InvestiguĆ© mucho en Internet sobre los beneficios de leer cuentos a nuestros hijos y encontrĆ© muchos beneficios, los mezclĆ© y les voy a transmitir los 8 beneficios mĆ”s importantes de leer cuentos infantiles a nuestros hijos. , Ā”Entonces vamos!
HISTORIAS DE NIĆOS
Haremos que los niƱos sean mĆ”s reflexivos, al leer los cuentos los cuentos las fĆ”bulas que leemos, los niƱos entenderĆ”n con mensajes morales cĆ³mo actuar, cĆ³mo no actuar, cĆ³mo comportarse bien, no comportarse bien quĆ© pasa cuando nos comportamos mal, que te pasa cuando te portas bien, que pasa si no tienes miedo, que si esos miedos se manejan, hay ejemplos para todos, pero el truco es elegir el cuento o el libro que te vas a comprar o leerle a tu hijo, y es por eso que hay reseƱas en Internet, o puedes abrir el libro echando un ojo y una vez que ves que estĆ” bien, lo compras y se lo lees.
HISTORIAS DE SUEĆO
Es una de las bases del desarrollo intelectual de nuestros hijos, les haremos entender el mundo que aprenden mucho mĆ”s rĆ”pido con los cuentos, son una esponja, harĆ”n los elementos de los cuentos, los elementos de los cuentos. parte de su propio mundo y asĆ construirĆ”n su realidad.
CUENTOS CORTOS
Estimula su memoria y sus ganas de expresarse, aprenderĆ”n los elementos de las historias, los personajes, me pasan las mismas historias que a mis niƱos de ABC les leo un cuento, y duermo dormido y trato de saltarme una pĆ”gina. para acortarlo y me dice que no, eso no es lo que le pasĆ³, esto y aquello y que recuerda a cada personaje en cada historia de cada acciĆ³n de emociones y con eso se desarrolla su memoria.
HISTORIAS PARA NIĆOS
Fomentan la lectura y el amor por los libros, esto es muy importante porque desde muy pequeƱos se acostumbran a leer libros para vivir historias para vivir aventuras a travĆ©s de libros para descubrir mundos fantĆ”sticos, harĆ”n que la gente quiera mĆ”s y mĆ”s, y asĆ poco a poco. adquieren mĆ”s libros mĆ”s libros mĆ”s libros mĆ”s cuentos y al final acabarĆ”n siendo grandes lectores Aumentan su vocabulario, leyendo libros e historias en su cabeza, las ideas, palabras, frases que componen su vocabulario son mĆ”s extensas.
HISTORIAS DE NIĆOS. PDF
Estimula la imaginaciĆ³n, la creatividad y las expresiones artĆsticas del niƱo, porque porque hay libros de rimas, hay libros de preguntas, hay libros totalmente fantĆ”sticos, hay libros., Y esto es muy importante. Me gustĆ³ mucho con unas ilustraciones con unos dibujos con unas pinturas que introduces al arte, lo haces seduciendo en diferentes expresiones artĆsticas. El que me parece el mĆ”s importante y por eso lo dejĆ© para el final es que se vinculan con tu hijo que nunca olvidarĆ” ese momento especial que tienes con Ć©l porque Ć©l no lo harĆ”. No hay otro momento en el dĆa que Puede desconectarte como cuando estĆ”s leyendo un libro, con eso para relajarte y relajarte por lo que es un gran momento antes de acostarte sabes leer mĆ”s historias menos televisiĆ³n mĆ”s libros.
Lo que hace el padre bien hecho estĆ”
Los vestidos nuevos del emperador
Una rosa de la tumba de Homero
CUENTOS CORTOS INFANTILES PARA DORMIR
LA ROSA MAS BELLA DEL MUNDO
Ćrase una reina muy poderosa, en cuyo jardĆn lucĆan las flores mĆ”s hermosas de cada estaciĆ³n del aƱo. Ella preferĆa las rosas por encima de todas; por eso las tenĆa de todas las variedades, desde el escaramujo de hojas verdes y olor de manzana hasta la mĆ”s magnĆfica rosa de Provenza. CrecĆan pegadas al muro del palacio, se enroscaban en las columnas y los marcos de las ventanas y, penetrando en las galerĆas, se extendĆan por los techos de los salones, con gran variedad de colores, formas y perfumes. Pero en el palacio moraban la tristeza y la aflicciĆ³n. La Reina yacĆa enferma en su lecho, y los mĆ©dicos decĆan que iba a morir. – Hay un medio de salvarla, sin embargo afirmĆ³ el mĆ”s sabio de ellos-. Traedle la rosa mĆ”s esplĆ©ndida del mundo, la que sea expresiĆ³n del amor puro y mĆ”s sublime. Si puede verla antes de que sus ojos se cierren, no morirĆ”. Y ya tenĆ©is a viejos y jĆ³venes acudiendo, de cerca y de lejos, con rosas, las mĆ”s bellas que crecĆan en todos los jardines; pero ninguna era la requerida. La flor milagrosa tenĆa que proceder del jardĆn del amor; pero incluso en Ć©l, ĀæquĆ© rosa era expresiĆ³n del amor mĆ”s puro y sublime? Los poetas cantaron las rosas mĆ”s hermosas del mundo, y cada uno celebraba la suya. Y el mensaje corriĆ³ por todo el paĆs, a cada corazĆ³n en que el amor palpitaba; corriĆ³ el mensaje y llegĆ³ a gentes de todas las edades y clases sociales.
- Nadie ha mencionado aĆŗn la flor -afirmaba el sabio. Nadie ha designado el lugar donde florece en toda su magnificencia. No son las rosas de la tumba de Romeo y Julieta o de la Walburg, a pesar de que su aroma se exhalarĆ” siempre en leyendas y canciones; ni son las rosas que brotaron de las lanzas ensangrentadas de Winkelried, de la sangre sagrada que mana del pecho del hĆ©roe que muere por la patria, aunque no hay muerte mĆ”s dulce ni rosa mĆ”s roja que aquella sangre. Ni es tampoco aquella flor maravillosa para cuidar la cual el hombre sacrifica su vida velando de dĆa y de noche en la sencilla habitaciĆ³n: la rosa mĆ”gica de la Ciencia.
- Yo sĆ© dĆ³nde florece -dijo una madre feliz, que se presentĆ³ con su hijito a la cabecera de la Reina-. SĆ© dĆ³nde se encuentra la rosa mĆ”s preciosa del mundo, la que es expresiĆ³n del amor mĆ”s puro y sublime. Florece en las rojas mejillas de mi dulce hijito cuando, restaurado por el sueƱo, abre los ojos y me sonrĆe con todo su amor.
Bella es esa rosa -contestĆ³ el sabio pero hay otra mĆ”s bella todavĆa.
- Ā”SĆ, otra mucho mĆ”s bella! -dijo una de las mujeres-. La he visto; no existe ninguna que sea mĆ”s noble y mĆ”s santa. Pero era pĆ”lida como los pĆ©talos de la rosa de tĆ©. En las mejillas de la Reina la vi. La Reina se habĆa quitado la real corona, y en las largas y dolorosas noches sostenĆa a su hijo enfermo, llorando, besĆ”ndolo y rogando a Dios por Ć©l, como sĆ³lo una madre ruega a la hora de la angustia.
- Santa y maravillosa es la rosa blanca de la tristeza en su poder, pero tampoco es la requerida.
- No; la rosa mĆ”s incomparable la vi ante el altar del SeƱor -afirmĆ³ el anciano y piadoso obispo-. La vi brillar como si reflejara el rostro de un Ć”ngel. Las doncellas se acercaban a la sagrada mesa, renovaban el pacto de alianza de su bautismo, y en sus rostros lozanos se encendĆan unas rosas y palidecĆan otras. HabĆa entre ellas una muchachita que, henchida de amor y pureza, elevaba su alma a Dios: era la expresiĆ³n del amor mĆ”s puro y mĆ”s sublime. – Ā”Bendita sea! -exclamĆ³ el sabio-, mas ninguno ha nombrado aĆŗn la rosa mĆ”s bella del mundo. En esto entrĆ³ en la habitaciĆ³n un niƱo, el hijito de la Reina; habĆa lĆ”grimas en sus ojos y en sus mejillas, y traĆa un gran libro abierto, encuadernado en terciopelo, con grandes broches de plata.
- Ā”Madre! -dijo el niƱo-. Ā”Oye lo que acabo de leer! -. Y, sentĆ”ndose junto a la cama, se puso a leer acerca de AquĆ©l que se habĆa sacrificado en la cruz para salvar a los hombres y a las generaciones que no habĆan nacido.
- Ā”Amor mĆ”s sublime no existe!
EncendiĆ³se un brillo rosado en las mejillas de la Reina, sus ojos se agrandaron y resplandecieron, pues vio que de las hojas de aquel libro salĆa la rosa mĆ”s esplĆ©ndida del mundo, la imagen de la rosa que, de la sangre de Cristo, brotĆ³ del Ć”rbol de la Cruz.
- Ā”Ya la veo! -exclamĆ³-. JamĆ”s morirĆ” quien contemple esta rosa, la mĆ”s bella del mundo.
LA SIRENITA Ā En alta mar el agua es azul como los pĆ©talos de la mĆ”s hermosa centaura, y clara como el cristal mĆ”s puro; pero es tan profunda, que serĆa inĆŗtil echar el ancla, pues jamĆ”s podrĆa Ć©sta alcanzar el fondo. HabrĆa que poner muchos campanarios, unos encima de otros, para que, desde las honduras, llegasen a la superficie. Pero no creĆ”is que el fondo sea todo de arena blanca y helada; en Ć©l crecen tambiĆ©n Ć”rboles y plantas maravillosas, de tallo y hojas tan flexibles, que al menor movimiento del agua se mueven y agitan como dotadas de vida. Toda clase de peces, grandes y chicos, se deslizan por entre las ramas, exactamente como hacen las aves en el aire. En el punto de mayor profundidad se alza el palacio del rey del mar; las paredes son de coral, y las largas ventanas puntiagudas, del Ć”mbar mĆ”s transparente; y el tejado estĆ” hecho de conchas, que se abren y cierran segĆŗn la corriente del agua. Cada una de estas conchas encierra perlas brillantĆsimas, la menor de las cuales honrarĆa la corona de una reina. HacĆa muchos aƱos que el rey del mar era viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno de la casa. Era una mujer muy inteligente, pero muy pagada de su nobleza; por eso llevaba doce ostras en la cola, mientras que los demĆ”s nobles sĆ³lo estaban autorizados a llevar seis. Por lo demĆ”s, era digna de todos los elogios, principalmente por lo bien que cuidaba de sus nietecitas, las princesas del mar. Estas eran seis, y todas bellĆsimas, aunque la mĆ”s bella era la menor; tenĆa la piel clara y delicada como un pĆ©talo de rosa, y los ojos azules como el lago mĆ”s profundo; como todas sus hermanas, no tenĆa pies; su cuerpo terminaba en cola de pez. Las princesas se pasaban el dĆa jugando en las inmensas salas del palacio, en cuyas paredes crecĆan flores. Cuando se abrĆan los grandes ventanales de Ć”mbar, los peces entraban nadando, como hacen en nuestras tierras las golondrinas cuando les abrimos las ventanas. Y los peces se acercaban a las princesas, comiendo de sus manos y dejĆ”ndose acariciar. Frente al palacio habĆa un gran jardĆn, con Ć”rboles de color rojo de fuego y azul oscuro; sus frutos brillaban como oro, y las flores parecĆan llamas, por el constante movimiento de los pecĆolos y las hojas. El suelo lo formaba arena finĆsima, azul como la llama del azufre. De arriba descendĆa un maravilloso resplandor azul; mĆ”s que estar en el fondo del mar, se tenĆa la impresiĆ³n de estar en las capas altas de la atmĆ³sfera, con el cielo por encima y por debajo. Cuando no soplaba viento, se veĆa el sol; parecĆa una flor purpĆŗrea, cuyo cĆ”liz irradiaba luz. Cada princesita tenĆa su propio trocito en el jardĆn, donde cavaba y plantaba lo que le venĆa en gana. Una habĆa dado a su porciĆ³n forma de ballena; otra habĆa preferido que tuviese la de una sirenita. En cambio, la menor hizo la suya circular, como el sol, y todas sus flores eran rojas, como Ć©l. Era una chiquilla muy especial, callada y cavilosa, y mientras sus hermanas hacĆan gran fiesta con los objetos mĆ”s raros procedentes de los barcos naufragados, ella sĆ³lo jugaba con una estatua de mĆ”rmol, ademĆ”s de las rojas flores semejantes al sol. La estatua representaba un niƱo hermosĆsimo, esculpido en un mĆ”rmol muy blanco y nĆtido; las olas la habĆan arrojado al fondo del ocĆ©ano. La princesa plantĆ³ junto a la estatua un sauce llorĆ³n color de rosa; el Ć”rbol creciĆ³ esplĆ©ndidamente, y sus ramas colgaban sobre el niƱo de mĆ”rmol, proyectando en el arenoso fondo azul su sombra violeta, que se movĆa a compĆ”s de aquĆ©llas; parecĆa como si las ramas y las raĆces jugasen unas con otras y se besasen. Lo que mĆ”s encantaba a la princesa era oĆr hablar del mundo de los hombres, de allĆ” arriba; la abuela tenĆa que contarle todo cuanto sabĆa de barcos y ciudades, de hombres y animales. Se admiraba sobre todo de que en la tierra las flores tuvieran olor, pues las del fondo del mar no olĆan a nada; y la sorprendĆa tambiĆ©n que los bosques fuesen verdes, y que los peces que se movĆan Ā Ā Ā Ā entre Ā Ā los Ā Ā Ā Ā Ā Ć”rboles Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā cantasen Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā tan melodiosamente. Se referĆa a los pajarillos, que la abuela llamaba peces, para que las niƱas pudieran entenderla, pues no habĆan visto nunca aves. – Cuando cumplĆ”is quince aƱos -dijo la abuela- se os darĆ” permiso para salir de las aguas, sentaros a la luz de la luna en los arrecifes y ver los barcos que pasan; entonces verĆ©is tambiĆ©n bosques y ciudades. Al aƱo siguiente, la mayor de las hermanas cumpliĆ³ los quince aƱos; todas se llevaban un aƱo de diferencia, por lo que la menor debĆa aguardar todavĆa cinco, hasta poder salir del fondo del mar y ver cĆ³mo son las cosas en nuestro mundo. Pero la mayor prometiĆ³ a las demĆ”s que al primer dĆa les contarĆa lo que viera y lo que le hubiera parecido mĆ”s hermoso; pues por mĆ”s cosas que su abuela les contase siempre quedaban muchas que ellas estaban curiosas por saber. Ninguna, sin embargo, se mostraba tan impaciente como la menor, precisamente porque debĆa esperar aĆŗn tanto tiempo y porque era tan callada y retraĆda. Se pasaba muchas noches asomada a la ventana, dirigiendo la mirada a lo alto, contemplando, a travĆ©s de las aguas azuloscuro, cĆ³mo los peces correteaban agitando las aletas y la cola. Alcanzaba tambiĆ©n a ver la luna y las estrellas, que a travĆ©s del agua parecĆan muy pĆ”lidas, aunque mucho mayores de como las vemos nosotros. Cuando una nube negra las tapaba, la princesa sabĆa que era una ballena que nadaba por encima de ella, o un barco con muchos hombres a bordo, los cuales jamĆ”s hubieran pensado en que allĆ” abajo habĆa una joven y encantadora sirena que extendĆa las blancas manos hacia la quilla del navĆo. Ā LlegĆ³, pues, el dĆa en que la mayor de las princesas cumpliĆ³ quince aƱos, y se remontĆ³ hacia la superficie del mar. A su regreso traĆa mil cosas que contar, pero lo mĆ”s hermoso de todo, dijo, habĆa sido el tiempo que habĆa pasado bajo la luz de la luna, en un banco de arena, con el mar en calma, contemplando la cercana costa con una gran ciudad, donde las luces centelleaban como millares de estrellas, y oyendo la mĆŗsica, el ruido y los rumores de los carruajes y las personas; tambiĆ©n le habĆa gustado ver los campanarios y torres y escuchar el taƱido de las campanas. Ā”Ah, con cuĆ”nta avidez la escuchaba su hermana menor! Cuando, ya anochecido, saliĆ³ a la ventana a mirar a travĆ©s de las aguas azules, no pensaba en otra cosa sino en la gran ciudad, con sus ruidos y su bullicio, y le parecĆa oĆr el son de las campanas, que llegaba hasta el fondo del mar. Al aƱo siguiente, la segunda obtuvo permiso para subir a la superficie y nadar en todas direcciones. EmergiĆ³ en el momento preciso en que el sol se ponĆa, y aquel espectĆ”culo le pareciĆ³ el mĆ”s sublime de todos. De un extremo el otro, el sol era como de oro -dijo-, y las nubes, Ā”oh, las nubes, quiĆ©n serĆa capaz de describir su belleza! HabĆan pasado encima de ella, rojas y moradas, pero con mayor rapidez volaba aĆŗn, semejante a un largo velo blanco, una bandada de cisnes salvajes; volaban en direcciĆ³n al sol; pero el astro se ocultĆ³, y en un momento desapareciĆ³ el tinte rosado del mar y de las nubes. Al cabo de otro aƱo tocĆ³le el turno a la hermana tercera, la mĆ”s audaz de todas; por eso remontĆ³ un rĆo que desembocaba en el mar. Vio deliciosas colinas verdes cubiertas de pĆ”mpanos, y palacios y cortijos que destacaban entre magnĆficos bosques; oyĆ³ el canto de los pĆ”jaros, y el calor del sol era tan intenso, que la sirena tuvo que sumergirse varias veces para refrescarse el rostro ardiente. En una pequeƱa bahĆa se encontrĆ³ con una multitud de chiquillos que corrĆan desnudos y chapoteaban en el agua. Quiso jugar con ellos, pero los pequeƱos huyeron asustados, y entonces se le acercĆ³ un animalito negro, un perro; jamĆ”s habĆa visto un animal parecido, y como ladraba terriblemente, la princesa tuvo miedo y corriĆ³ a refugiarse en alta mar. Nunca olvidarĆa aquellos soberbios bosques, las verdes colinas y el tropel de chiquillos, que podĆan nadar a pesar de no tener cola de pez. La cuarta de las hermanas no fue tan atrevida; no se moviĆ³ del alta mar, y dijo que Ć©ste era el lugar mĆ”s hermoso; desde Ć©l se divisaba un espacio de muchas millas, y el cielo semejaba una campana de cristal. HabĆa visto barcos, pero a gran distancia; parecĆan gaviotas; los graciosos delfines habĆan estado haciendo piruetas, y enormes ballenas la habĆan cortejado proyectando agua por las narices como centenares de surtidores. Al otro aƱo tocĆ³ el turno a la quinta hermana; su cumpleaƱos caĆa justamente en invierno; por eso vio lo que las demĆ”s no habĆan visto la primera vez. El mar aparecĆa intensamente verde, v en derredor flotaban grandes icebergs, parecidos a perlas -dijo- y, sin embargo, mucho mayores que los campanarios que construĆan los hombres. Adoptaban las formas mĆ”s caprichosas y brillaban como diamantes. Ella se habĆa sentado en la cĆŗspide del mĆ”s voluminoso, y todos los veleros se desviaban aterrorizados del lugar donde ella estaba, con su larga cabellera ondeando al impulso del viento; pero hacia el atardecer el cielo se habĆa cubierto de nubes, y habĆan estallado relĆ”mpagos y truenos, mientras el mar, ahora negro, levantaba los enormes bloques de hielo que brillaban a la roja luz de los rayos. En todos los barcos arriaban las velas, y las tripulaciones eran presa de angustia y de terror; pero ella habla seguido sentada tranquilamente en su iceberg contemplando los rayos azules que zigzagueaban sobre el mar reluciente. La primera vez que una de las hermanas saliĆ³ a la superficie del agua, todas las demĆ”s quedaron encantadas oyendo las novedades y bellezas que habĆa visto; pero una vez tuvieron permiso para subir cuando les viniera en gana, aquel mundo nuevo pasĆ³ a ser indiferente para ellas. SentĆan la nostalgia del suyo, y al cabo de un mes afirmaron que sus parajes submarinos eran los mĆ”s hermosos de todos, y que se sentĆan muy bien en casa. AlgĆŗn que otro atardecer, las cinco hermanas se cogĆan de la mano y subĆan juntas a la superficie. TenĆan bellĆsimas voces, mucho mĆ”s bellas que cualquier humano y cuando se fraguaba alguna tempestad, se situaban ante los barcos que corrĆan peligro de naufragio, y con arte exquisito cantaban a los marineros las bellezas del fondo del mar, animĆ”ndolos a no temerlo; pero los hombres no comprendĆan sus palabras, y creĆan que eran los ruidos de la tormenta, y nunca les era dado contemplar las magnificencias del fondo, pues si el barco se iba a pique, los tripulantes se ahogaban, y al palacio del rey del mar sĆ³lo llegaban cadĆ”veres. Cuando, al anochecer, las hermanas, cogidas del brazo, subĆan a la superficie del ocĆ©ano, la menor se quedaba abajo sola, mirĆ”ndolas con ganas de llorar; pero una sirena no tiene lĆ”grimas, y por eso es mayor su sufrimiento. – Ay si tuviera quince aƱos! -decĆa -. SĆ© que me gustarĆ” el mundo de allĆ” arriba, y amarĆ© a los hombres que lo habitan. Y como todo llega en este mundo, al fin cumpliĆ³ los quince aƱos. – Bien, ya eres mayor le dijo la abuela, la anciana reina viuda-. Ven, que te ataviarĆ© como a tus hermanas-. Y le puso en el cabello una corona de lirios blancos; pero cada pĆ©talo era la mitad de una perla, y la anciana mandĆ³ adherir ocho grandes ostras a la cola de la princesa como distintivo de su alto rango.
- Ā”Duele! -exclamaba la doncella.
- Hay que sufrir para ser hermosa -contestĆ³ la anciana.
La doncella de muy buena gana se habrĆa sacudido todas aquellos adornos y la pesada diadema, para quedarse vestida con las rojas flores de su jardĆn; pero no se atreviĆ³ a introducir novedades. – Ā”AdiĆ³s! – dijo, elevĆ”ndose, ligera y diĆ”fana a travĆ©s del agua, como una burbuja. El sol acababa de ocultarse cuando la sirena asomĆ³ la cabeza a la superficie; pero las nubes relucĆan aĆŗn como rosas y oro, y en el rosado cielo brillaba la estrella vespertina, tan clara y bella; el aire era suave y fresco, y en el mar reinaba absoluta calma. HabĆa a poca distancia un gran barco de tres palos; una sola vela estaba izada, pues no se movĆa ni la mĆ”s leve brisa, y en cubierta se veĆan los marineros por entre las jarcias y sobre las pĆ©rtigas. HabĆa mĆŗsica y canto, y al oscurecer encendieron centenares de farolillos de colores; parecĆa como si ondeasen al aire las banderas de todos los paĆses. La joven sirena se acercĆ³ nadando a las ventanas de los camarotes, y cada vez que una ola la levantaba, podĆa echar una mirada a travĆ©s de los cristales, lĆmpidos como espejos, y veĆa muchos hombres magnĆficamente ataviados. El mĆ”s hermoso, empero, era el joven prĆncipe, de grandes ojos negros. Seguramente no tendrĆa mas allĆ” de diecisĆ©is aƱos; aquel dĆa era su cumpleaƱos, y por eso se celebraba la fiesta. Los marineros bailaban en cubierta, y cuando saliĆ³ el prĆncipe se dispararon mĆ”s de cien cohetes, que brillaron en el aire, iluminĆ”ndolo como la luz de dĆa, por lo cual la sirena, asustada, se apresurĆ³ a sumergirse unos momentos; cuando volviĆ³ a asomar a flor de agua, le pareciĆ³ como si todas las estrellas del cielo cayesen sobre ella. Nunca habĆa visto fuegos artificiales. Grandes soles zumbaban en derredor, magnĆficos peces de fuego surcaban el aire azul, reflejĆ”ndose todo sobre el mar en calma. En el barco era tal la claridad, que podĆa distinguirse cada cuerda, y no digamos los hombres. Ā”Ay, quĆ© guapo era el joven prĆncipe! Estrechaba las manos a los marinos, sonriente, mientras la mĆŗsica sonaba en la noche. Pasaba el tiempo, y la pequeƱa sirena no podĆa apartar los ojos del navĆo ni del apuesto prĆncipe. Apagaron los faroles de colores, los cohetes dejaron de elevarse y cesaron tambiĆ©n los caƱonazos, pero en las profundidades del mar aumentaban los ruidos. Ella seguĆa meciĆ©ndose en la superficie, para echar una mirada en el interior de los camarotes a cada vaivĆ©n de las olas. Luego el barco acelerĆ³ su marcha, izaron todas las velas, una tras otra, y, a medida que el oleaje se intensificaba, el cielo se iba cubriendo de nubes; en la lejanĆa zigzagueaban ya los rayos. Se estaba preparando una tormenta horrible, y los marinos hubieron de arriar nuevamente las velas. El buque se balanceaba en el mar enfurecido, las olas se alzaban como enormes montaƱas negras que amenazaban estrellarse contra los mĆ”stiles; pero el barco seguĆa flotando como un cisne, hundiĆ©ndose en los abismos y levantĆ”ndose hacia el cielo alternativamente, juguete de las aguas enfurecidas. A la joven sirena le parecĆa aquello un delicioso paseo, pero los marineros pensaban muy de otro modo. El barco crujĆa y crepitaba, las gruesas planchas se torcĆan a los embates del mar. El palo mayor se partiĆ³ como si fuera una caƱa, y el barco empezĆ³ a tambalearse de un costado al otro, mientras el agua penetraba en Ć©l por varios puntos. SĆ³lo entonces comprendiĆ³ la sirena el peligro que corrĆan aquellos hombres; ella misma tenĆa que ir muy atenta para esquivar los maderos y restos flotantes. Unas veces la oscuridad era tan completa, que la sirena no podĆa distinguir nada en absoluto; otras veces los relĆ”mpagos daban una luz vivĆsima, permitiĆ©ndole reconocer a los hombres del barco. Buscaba especialmente al prĆncipe, y, al partirse el navĆo, lo vio hundirse en las profundidades del mar. Su primer sentimiento fue de alegrĆa, pues ahora iba a tenerlo en sus dominios; pero luego recordĆ³ que los humanos no pueden vivir en el agua, y que el hermoso joven llegarĆa muerto al palacio de su padre. No, no era posible que muriese; por eso echĆ³ ella a nadar por entre los maderos y las planchas que flotaban esparcidas por la superficie, sin parar mientes en que podĆan aplastarla. HundiĆ©ndose en el agua y elevĆ”ndose nuevamente, llegĆ³ al fin al lugar donde se encontraba el prĆncipe, el cual se hallaba casi al cabo de sus fuerzas; los brazos y piernas empezaban a entumecĆ©rsele, sus bellos ojos se cerraban, y habrĆa sucumbido sin la llegada de la sirenita, la cual sostuvo su cabeza fuera del agua y se abandonĆ³ al impulso de las olas.
Ā LA SOMBRA
Ā”Es terrible lo que quema el sol en los paĆses cĆ”lidos! Las gentes se vuelven muy morenas, y en los paĆses mĆ”s tĆ³rridos su piel se quema hasta hacerse negra. Pero ahora vais a oĆr la historia de un sabio que de los paĆses frĆos pasĆ³ sin transiciĆ³n a los cĆ”lidos, y creĆa que podrĆa seguir viviendo allĆ como en su tierra. Muy pronto tuvo que cambiar de opiniĆ³n. Durante el dĆa tuvo que seguir el ejemplo de todas las personas juiciosas: permanecer en casa, con los postigos de puertas y ventanas bien cerrados. HubiĆ©rase dicho que la casa entera dormĆa o que no habĆa nadie en ella. Para empeorar las cosas, la estrecha calle de altos edificios, en la que residĆa nuestro hombre, estaba orientada de manera que en ella daba el sol desde el mediodĆa hasta el ocaso; era realmente inaguantable. El sabio de las tierras frĆas era un hombre joven e inteligente; tenĆa la impresiĆ³n de estar encerrado en un horno ardiente, y aquello lo afectĆ³ de tal modo que adelgazĆ³ terriblemente, tanto, que hasta su sombra se contrajo y redujo, volviĆ©ndose mucho mĆ”s pequeƱa que cuando se hallaba en su paĆs; el sol la absorbĆa tambiĆ©n. SĆ³lo se recuperaban al anochecer, una vez el astro se habĆa ocultado. Era un espectĆ”culo que daba gusto. No bien se encendĆa la luz de la habitaciĆ³n, la sombra se proyectaba entera en la pared, en toda su longitud; debĆa estirarse para recobrar las fuerzas. El sabio salĆa al balcĆ³n, para estirarse en Ć©l, y en cuanto aparecĆan las estrellas en el cielo sereno y maravilloso, se sentĆa pasar de muerte a vida. En todos los balcones de las casas – en los paĆses cĆ”lidos, todas las casas tienen balcones – se veĆa gente; pues el aire es imprescindible, incluso cuando se es moreno como la caoba. Todo se animaba, arriba y abajo. Zapateros, sastres y ciudadanos en general salĆan a la calle con sus mesas y sillas, y ardĆa la luz, y mĆ”s de mil luces, y todos hablaban unos con otros y cantaban, y algunos paseaban, mientras rodaban coches y pasaban mulos, haciendo sonar sus cascabeles. Desfilaban entierros al son de cantos fĆŗnebres, los golfillos callejeros encendĆan petardos, repicaban las campanas; en suma, que en la calle reinaba una gran animaciĆ³n. Una sola casa, la fronteriza a la ocupada por el sabio extranjero, se mantenĆa en absoluto silencio, y, sin embargo, la habitaba alguien, pues habĆa flores en el balcĆ³n, flores que crecĆan ubĆ©rrimas bajo el sol ardoroso, cosa que habrĆa sido imposible de no ser regadas; alguien debĆa regarlas, pues, y, por tanto, alguien debĆa de vivir en la casa. Al atardecer abrĆan tambiĆ©n el balcĆ³n, pero el interior quedaba oscuro, por lo menos las habitaciones delanteras; del fondo llegaba mĆŗsica. Al sabio extranjero aquella mĆŗsica le parecĆa maravillosa, pero tal vez era pura imaginaciĆ³n suya, pues lo encontraba todo estupendo en los paĆses cĆ”lidos; Ā”lĆ”stima que el sol quemara tanto! El patrĆ³n de la casa donde residĆa le dijo que ignoraba quiĆ©n vivĆa enfrente; nunca se veĆa a nadie, y en cuanto a la mĆŗsica, la encontraba aburrida. Era como si alguien estudiase una pieza, siempre la misma, sin lograr aprenderla. Ā«Ā”La sacarĆ©!Ā», piensa; pero no lo conseguirĆ”, por mucho que toque. Una noche el forastero se despertĆ³. DormĆa con el balcĆ³n abierto, el viento levantĆ³ la cortina, y al hombre le pareciĆ³ que del balcĆ³n fronterizo venĆa un brillo misterioso; todas las flores relucĆan como llamas, con los colores mĆ”s esplĆ©ndidos, y en medio de ellas habĆa una esbelta y hermosa doncella; parecĆa brillar ella tambiĆ©n. El sabio se sintiĆ³ deslumbrado, pero hizo un esfuerzo para sacudiese el sueƱo y abriĆ³ los ojos cuanto pudo. De un salto bajĆ³ de la cama; sin hacer ruido se deslizĆ³ detrĆ”s de la cortina, pero la muchacha habĆa desaparecido, y tambiĆ©n el resplandor; las flores no relucĆan ya, pero seguĆan tan hermosas como de costumbre; la puerta estaba entornada, y en el fondo resonaba una mĆŗsica tan deliciosa, que verdaderamente parecĆa cosa de sueƱo. Era como un hechizo; pero, ĀæquiĆ©n vivĆa allĆ? ĀæDĆ³nde estaba la entrada propiamente dicha? La planta baja estaba enteramente ocupada por tiendas, y no era posible que en Ć©stas estuviera la entrada. Un atardecer se hallaba el sabio sentado en su balcĆ³n; tenĆa la luz a su espalda, por lo que era natural que su sombra se proyectase sobre la pared de enfrente, al otro lado de la calle, entre las flores del balcĆ³n; y cuando el extranjero se movĆa, movĆase tambiĆ©n ella, como ya se comprende. – Creo que mi sombra es lo Ćŗnico viviente que se ve ahĆ delante -dijo el sabio-. Ā”Cuidado que estĆ” graciosa, sentada entre las flores! La puerta estĆ” entreabierta. Es una oportunidad que mi sombra podrĆa aprovechar para entrar adentro; a la vuelta me contarĆa lo que hubiese visto. Ā”Venga, sombra -dijo bromeando-, anĆmate y sĆrveme de algo! Entra, Āæquieres? -y le dirigiĆ³ un signo con la cabeza, signo que la sombra le devolviĆ³-. Bueno, vete, pero no te marches del todo -. El extranjero se levantĆ³, y la sombra, en el balcĆ³n fronterizo, levantĆ³se a su vez; el hombre se volviĆ³, y la sombra se volviĆ³ tambiĆ©n. Si alguien hubiese reparado en ello, habrĆa observado cĆ³mo la sombra se metĆa, por la entreabierta puerta del balcĆ³n, en el interior de la casa de enfrente, al mismo tiempo que el forastero entraba en su habitaciĆ³n, dejando caer detrĆ”s de si la larga cortina. A la maƱana siguiente nuestro sabio saliĆ³ a tomar cafĆ© y leer los periĆ³dicos. – ĀæQuĆ© significa esto? -dijo al entrar en el espacio soleado-. Ā”No tengo sombra! Entonces serĆ” cierto que se marchĆ³ anoche y no ha vuelto. Ā”Esto sĆ que es bueno! Le fastidiaba la cosa, no tanto por la ausencia de la sombra como porque conocĆa el cuento del hombre que habĆa perdido su sombra, cuento muy popular en los paĆses frĆos. Y cuando el sabio volviera a su patria y explicara su aventura, todos lo acusarĆan de plagiario, y no querĆa pasar por tal. Por eso prefiriĆ³ no hablar del asunto, y en esto obrĆ³ muy cuerdamente. Al anochecer saliĆ³ de nuevo al balcĆ³n, despuĆ©s de colocar la luz detrĆ”s de Ć©l, pues sabĆa que la sombra quiere tener siempre a su seƱor por pantalla; pero no hubo medio de hacerla comparecer. Se hizo pequeƱo, se agrandĆ³, pero la sombra no se dejĆ³ ver. El hombre la llamĆ³ con una tosecita significativa: Ā”ajem, ajem!, pero en vano. Era, desde luego, para preocuparse, aunque en los paĆses cĆ”lidos todo crece con gran rapidez, y al cabo de ocho dĆas observĆ³ nuestro sabio, con gran satisfacciĆ³n, que, tan pronto como salĆa el sol, le crecĆa una sombra nueva a partir de las piernas; por lo visto, habĆan quedado las raĆces. A las tres semanas tenĆa una sombra muy decente, que, en el curso del viaje que emprendiĆ³ a las tierras septentrionales, fue creciendo gradualmente, hasta que al fin llegĆ³ Ć” ser tan alta y tan grande, que con la mitad le habrĆa bastado. AsĆ llegĆ³ el sabio a su tierra, donde escribiĆ³ libros acerca de lo que en el mundo hay de verdadero, de bueno y de bello. De esta manera pasaron dĆas y aƱos; muchos aƱos. Una tarde estaba nuestro hombre en su habitaciĆ³n, y he aquĆ que llamaron a la puerta muy quedito.
- Ā”Adelante! -dijo, pero no entrĆ³ nadie. Se levantĆ³ entonces y abriĆ³ la puerta: se presentĆ³ a su vista un hombre tan delgado, que realmente daba grima verlo. Aparte esto, iba muy bien vestido, y con aire de persona distinguida.
- ĀæCon quiĆ©n tengo el honor de hablar? preguntĆ³ el sabio.
- Ya decĆa yo que no me reconocerĆa -contestĆ³ el desconocido-. Me he vuelto tan corpĆ³rea, que incluso tengo carne y vestidos. Nunca pensĆ³ usted en verme en este estado de prosperidad. ĀæNo reconoce a su antigua sombra? Sin duda creyĆ³ que ya no iba a volver. Pues lo he pasado muy bien desde que me separĆ© de usted. He prosperado en todos los aspectos. Me gustarĆa comprar mi libertad, tengo medios para hacerlo -. E hizo tintinear un manojo de valiosos dijes que le colgaban del reloj, y puso la mano en la recia cadena de oro que llevaba alrededor del cuello. Ā”CĆ³mo refulgĆan los brillantes en sus dedos! Y todos autĆ©nticos, ademĆ”s.
Ā LA ĆLTIMA PERLA
Era una casa rica, una casa feliz; todos, seƱores, criados e incluso los amigos eran dichosos y alegres, pues acababa de nacer un heredero, un hijo, y tanto la madre como el niƱo estaban perfectamente. Se habĆa velado la luz de la lĆ”mpara que iluminaba el recogido dormitorio, ante cuyas ventanas colgaban pesadas cortinas de preciosas sedas. La alfombra era gruesa y mullida como musgo; todo invitaba al sueƱo, al reposo, y a esta tentaciĆ³n cediĆ³ tambiĆ©n la enfermera, y se quedĆ³ dormida; bien podĆa hacerlo, pues todo andaba bien y felizmente. El espĆritu protector de la casa estaba a la cabecera de la cama; dirĆase que sobre el niƱo, reclinado en el pecho de la madre, se extendĆa una red de rutilantes estrellas, cada una de las cuales era una perla de la felicidad. Todas las hadas buenas de la vida habĆan aportado sus dones al reciĆ©n nacido; brillaban allĆ la salud, la riqueza, la dicha y el amor; en suma, todo cuanto el hombre puede desear en la Tierra.
- Todo lo han traĆdo – dijo el espĆritu protector. – Ā”No! – oyĆ³se una voz cercana, la del Ć”ngel custodio del niƱo -. Hay un hada que no ha traĆdo aĆŗn su don, pero vendrĆ”, lo traerĆ” algĆŗn dĆa, aunque sea de aquĆ a muchos aƱos. Falta aĆŗn la Ćŗltima perla.
- ĀæFalta? AquĆ no puede faltar nada, y si fuese asĆ hay que ir en busca del hada poderosa. Ā”Vamos a buscarla!
- Ā”VendrĆ”, vendrĆ”! Hace falta su perla para completar la corona.
- ĀæDĆ³nde vive? ĀæDĆ³nde estĆ” su morada?
DĆmelo, irĆ© a buscar la perla.
- TĆŗ lo quieres – dijo el Ć”ngel bueno del niƱo – yo te guiarĆ© dondequiera que sea. No tiene residencia fija, lo mismo va al palacio del Emperador como a la cabaƱa del mĆ”s pobre campesino; no pasa junto a nadie sin dejar huella; a todos les aporta su dĆ”diva, a unos un mundo, a otros un juguete. HabrĆ” de venir tambiĆ©n para este niƱo. ĀæPiensas tĆŗ que no todos los momentos son iguales? Pues bien, iremos a buscar la perla, la Ćŗltima de este tesoro.
Y, cogidos de la mano, se echaron a volar hacia el lugar donde a la sazĆ³n residĆa el hada. Era una casa muy grande, con oscuros corredores, cuartos vacĆos y singularmente silenciosa; una serie de ventanas abiertas dejaban entrar el aire frĆo, cuya corriente hacĆa ondear las largas cortinas blancas. En el centro de la habitaciĆ³n se veĆa un ataĆŗd abierto, con el cadĆ”ver de una mujer joven aĆŗn. Lo rodeaban gran cantidad de preciosas y frescas rosas, de tal modo que sĆ³lo quedaban visibles las finas manos enlazadas y el rostro transfigurado por la muerte, en el que se expresaba la noble y sublime gravedad de la entrega a Dios. Junto al fĆ©retro estaban, de pie, el marido y los niƱos, en gran nĆŗmero; el mĆ”s pequeƱo, en brazos del padre. Era el Ćŗltimo adiĆ³s a la madre; el esposo le besĆ³ la mano, seca ahora como hoja caĆda, aquella mano que hasta poco antes habĆa estado laborando con diligencia y amor. Gruesas y amargas lĆ”grimas caĆan al suelo, pero nadie pronunciaba una palabra; el silencio encerraba allĆ todo un mundo de dolor. Callados y sollozando, salieron de la habitaciĆ³n. ArdĆa un cirio, la llama vacilaba al viento, envolviendo el rojo y alto pabilo. Entraron hombres extraƱos, que colocaron la tapa del fĆ©retro y la sujetaron con clavos; los martillazos resonaron por las habitaciones y pasillos de la casa, y mĆ”s fuertemente aĆŗn en los corazones sangrantes.
- ĀæAdĆ³nde me llevas? – preguntĆ³ el espĆritu protector -. AquĆ no mora ningĆŗn hada cuyas perlas formen parte de los dones mejores de la vida.
- Pues aquĆ es donde estĆ”, ahora, en este momento solemne – replicĆ³ el Ć”ngel custodio, seƱalando un rincĆ³n del aposento; y allĆ, en el lugar donde en vida la madre se sentara entre flores y estampas, desde el cual, como hada bienhechora del hogar habĆa acogido amorosa al marido, a los hijos y a los amigos, y desde donde, cual un rayo de sol, habĆa esparcido la alegrĆa por toda la casa, como el eje y el corazĆ³n de la familia, en aquel rincĆ³n habĆa ahora una mujer extraƱa, vestida con un largo y amplio ropaje: era la AflicciĆ³n, seƱora y madre ahora en el puesto de la muerta. Una lĆ”grima ardiente rodĆ³ por su seno y se transformĆ³ en una perla, que brillaba con todos los colores del arco iris. RecogiĆ³la el Ć”ngel, y entonces, adquiriĆ³ el brillo de una estrella de siete matices.
- La perla de la aflicciĆ³n, la Ćŗltima, que no puede faltar. Realza el brillo y el poder de las otras. ĀæVes el resplandor del arco iris, que une la tierra con el cielo? Con cada una de las personas queridas que nos preceden en la muerte, tenemos en el cielo un amigo mĆ”s con quien deseamos reunirnos. A travĆ©s de la noche terrena miramos Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā las Ā Ā Ā Ā Ā estrellas, Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā la Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ćŗltima perfecciĆ³n. Ā Ā Ā Ā ContĆ©mplala, la Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā perla Ā Ā de Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā la aflicciĆ³n; en ella estĆ”n las alas de Psique, que nos levantarĆ”n de aquĆ.
LA VIEJA LOSA SEPULCRAL
En una pequeƱa ciudad, toda una familia se hallaba reunida, un atardecer de la estaciĆ³n en que se dice que Ā«las veladas se hacen mĆ”s largasĀ», en casa del propietario de una granja. El tiempo era todavĆa templado y tibio; habĆan encendido la lĆ”mpara, las largas cortinas colgaban delante de las ventanas, donde se veĆan grandes macetas, y en el exterior brillaba la luna; pero no hablaban de ella, sino de una gran piedra situada en la era, al lado de la puerta de la cocina, y sobre la cual las sirvientas solĆan colocar la vajilla de cobre bruƱida para que se secase al sol, y donde los niƱos gustaban de jugar. En realidad era una antigua losa sepulcral.
- SĆ -decĆa el propietario-, creo que procede de la iglesia derruida del viejo convento. Vendieron el pĆŗlpito, las estatuas y las losas funerarias. Mi padre, que en gloria estĆ©, comprĆ³ varias, que fueron cortadas en dos para baldosas; pero Ć©sta sobrĆ³, y ahĆ la dejaron en la era.
- Bien se ve que es una losa sepulcral -dijo el mayor de los niƱos-. AĆŗn puede distinguirse en ella un reloj de arena y un pedazo de un Ć”ngel; pero la inscripciĆ³n estĆ” casi borrada; sĆ³lo queda el nombre de Preben y una S mayĆŗscula detrĆ”s; un poco mĆ”s abajo se lee Marthe. Es cuanto puede sacarse, y aĆŗn todo eso sĆ³lo se ve cuando ha llovido y el agua ha lavado la piedra.
- Ā”Dios mĆo, pero si es la losa de Preben Svane y de su mujer! -exclamĆ³ un hombre muy viejo; por su edad hubiera podido ser el abuelo de todos los reunidos en la habitaciĆ³n-. SĆ, aquel matrimonio fue uno de los Ćŗltimos que recibieron sepultura en el cementerio del antiguo convento. Era una respetable pareja de mis aƱos mozos. Todos los conocĆan y todos los querĆan; eran la pareja mĆ”s anciana de la ciudad. CorrĆa el rumor de que poseĆan mĆ”s de una tonelada de oro, y, no obstante, vestĆan con gran sencillez, con prendas de las telas mĆ”s bastas, aunque siempre muy aseados. Formaban una simpĆ”tica pareja de viejos, Preben y su Marta. Daba gusto verlos sentados en aquel banco de la alta escalera de piedra de la casa, bajo las ramas del viejo tilo, saludando y gesticulando, con su expresiĆ³n amable y bondadosa. En caritativos no habĆa quien les ganara; daban de comer a los pobres y los vestĆan, y ejercĆan su caridad con delicadeza y verdadero espĆritu cristiano. La mujer muriĆ³ la primera; recuerdo muy bien el dĆa. Era yo un chiquillo y estaba con mi padre en casa del viejo Preben, cuando su esposa acababa de fallecer; el pobre hombre estaba muy emocionado, y lloraba como un niƱo. El cadĆ”ver se hallaba aĆŗn en el dormitorio contiguo; Preben hablĆ³ a mi padre y a varios vecinos de lo solo que iba a encontrarse en adelante, de lo buena que ella habĆa sido, de los muchos aƱos que habĆan vivido juntos y de cĆ³mo se habĆan conocido y enamorado. Yo era muy niƱo, como he dicho, me limitaba a escuchar; pero me causĆ³ una enorme impresiĆ³n oĆr al viejo y ver como iba animĆ”ndose poco a poco y le volvĆan los colores a la cara al contar sus dĆas de noviazgo, y cuĆ”n bonita habĆa sido ella, y los inocentes ardides de que Ć©l se habĆa valido para verla. Y nos hablĆ³ tambiĆ©n del dĆa de la boda; sus ojos se iluminaron, y el buen hombre reviviĆ³ aquel tiempo feliz… y he aquĆ que ahora yacĆa ella muerta en el aposento contiguo, y Ć©l, viejo tambiĆ©n, hablando del tiempo de la esperanza… sĆ, asĆ van las cosas.
Entonces era yo un niƱo, y hoy soy viejo, tan viejo como Preben Svane. Pasa el tiempo y todo cambia. Me acuerdo muy bien del entierro; el viejo Preben seguĆa detrĆ”s del fĆ©retro. Pocos aƱos antes, el matrimonio habĆa mandado esculpir su losa sepulcral, con la inscripciĆ³n y los nombres, todo excepto el aƱo de la muerte; al atardecer transportaron la piedra y la aplicaron sobre la tumba… para volver a levantarla un aƱo mĆ”s tarde, cuando el viejo Preben fue a reunirse con su esposa. No dejaron el tesoro del que hablaba la gente; lo que quedĆ³ fue para una familia que residĆa muy lejos y de la que nadie sabĆa la menor cosa. La casa de entramado de madera, con el banco en lo alto de la escalera de piedra bajo el tilo, fue derribada por orden de la autoridad; era demasiado vieja y ruinosa para dejarla en pie. MĆ”s tarde, cuando la iglesia conventual corriĆ³ la misma suerte, y fue cerrado el cementerio, la losa sepulcral de Preben y su Marta fue a parar, como todo lo demĆ”s de allĆ, a manos de quien quiso comprarlo, y ha querido el azar que esta piedra no haya sido rota a pedazos y usada para baldosa, sino que se ha quedado en la era, lugar de juego para los niƱos, plataforma para la vajilla fregada de las sirvientas. La carretera empedrada pasa hoy por encima del lugar donde descansan el viejo Preben y su mujer. ĀæQuiĆ©n se acuerda ya de ellos? -. Y el anciano meneĆ³ la cabeza melancĆ³licamente-. Ā”Olvidados! Todo se olvida -concluyĆ³. Y entonces se empezĆ³ a hablar de otras cosas; pero el muchachito, un niƱo de grandes ojos serios, se habĆa subido a una silla y miraba a la era, donde la luna enviaba su blanca luz a la vieja losa, aquella piedra que antes le pareciera siempre vacĆa y lisa, pero que ahora yacĆa allĆ como una hoja entera de un libro de Historia. Todo lo que el muchacho acaba de oĆr acerca de Preben y su mujer vivĆa en aquella losa; y Ć©l la miraba, y luego levantaba los ojos hacia la clara luna, colgada en el alto cielo purĆsimo; era como si el rostro de Dios brillase sobre la Tierra. – Ā”Olvidado! Todo se olvida -se oyĆ³ en el cuarto, y en el mismo momento un Ć”ngel invisible besĆ³ al niƱo en el pecho y en la frente y le murmurĆ³ al oĆdo: – Ā”Guarda bien la semilla que te han dado, guĆ”rdala hasta el dĆa de su maduraciĆ³n! Por ti, hijo mĆo, esta inscripciĆ³n borrada, esta losa desgastada por la intemperie, resucitarĆ” en trazos de oro para las generaciones venideras. El anciano matrimonio volverĆ” a recorrer, cogido del brazo, las viejas calles, y se sentarĆ” de nuevo, sonriente y con rojas mejillas, en la escalera bajo el tilo, saludando a ricos y pobres. La semilla de esta hora germinarĆ” a lo largo de los aƱos, para transformarse en un florido poema. Lo bueno y lo bello no cae en el olvido; sigue viviendo en la leyenda y en la canciĆ³n.
Ā LAS CIGĆEĆAS
Sobre el tejado de la casa mĆ”s apartada de una aldea habĆa un nido de cigĆ¼eƱas. La cigĆ¼eƱa madre estaba posada en Ć©l, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con sus piquitos negros, pues no se habĆan teƱido aĆŗn de rojo. A poca distancia, sobre el vĆ©rtice del tejado, permanecĆa el padre, erguido y tieso; tenĆa una pata recogida, para que no pudieran decir que el montar la guardia no resultaba fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal era su inmovilidad. Ā«Da un gran tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido pensaba-. Nadie puede saber que soy su marido. Seguramente pensarĆ” todo el mundo que me han puesto aquĆ de vigilante. Eso da mucha distinciĆ³nĀ». Y siguiĆ³ de pie sobre una pata. Abajo, en la calle, jugaba un grupo de chiquillos, y he aquĆ que, al darse cuenta de la presencia de las cigĆ¼eƱas, el mĆ”s atrevido rompiĆ³ a cantar, acompaƱado luego por toda la tropa: CigĆ¼eƱa, cigĆ¼eƱa, vuĆ©lvete a tu tierraĀ mĆ”s allĆ” del valle y de la alta sierra.Ā Tu mujer se estĆ” quieta en el nido,Ā y todos sus polluelos se han dormido.Ā El primero morirĆ” colgado,Ā el segundo chamuscado;Ā al tercero lo derribarĆ” el cazadorĀ y el cuarto irĆ” a parar al asador.
- Ā”Escucha lo que cantan los niƱos! -exclamaron los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.
- No os preocupĆ©is -los tranquilizĆ³ la madre-.
No les hagĆ”is caso, dejadlos que canten. Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos seƱalaban a las cigĆ¼eƱas burlĆ”ndose; sĆ³lo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negĆ³ a tomar parte en el juego. Entretanto, la cigĆ¼eƱa madre seguĆa tranquilizando a sus pequeƱos:
- No os apurĆ©is -les decĆa-, mirad quĆ© tranquilo estĆ” vuestro padre, sosteniĆ©ndose sobre una pata.
- Ā”Oh, quĆ© miedo tenemos! -exclamaron los pequeƱos escondiendo la cabecita en el nido.
Al dĆa siguiente los chiquillos acudieron nuevamente a jugar, y, al ver las cigĆ¼eƱas, se pusieron a cantar otra vez. El primero morirĆ” colgado, el segundo chamuscado.
- ĀæDe veras van a colgarnos y chamuscamos? preguntaron los polluelos.
- Ā”No, claro que no! -dijo la madre-.
AprenderĆ©is a volar, pues yo os enseƱarĆ©; luego nos iremos al prado, a visitar a las ranas. VerĆ©is como se inclinan ante nosotras en el agua cantando: Ā«Ā”coax, coax!Ā»; y nos las zamparemos. Ā”QuĆ© bien vamos a pasarlo! – ĀæY despuĆ©s? -preguntaron los pequeƱos.
- DespuĆ©s nos reuniremos todas las cigĆ¼eƱas de estos contornos y comenzarĆ”n los ejercicios de otoƱo. Hay que saber volar muy bien para entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el que no sepa hacerlo como Dios manda, serĆ” muerto a picotazos por el general. AsĆ que es cuestiĆ³n de aplicaros, en cuanto la instrucciĆ³n empiece.
- Pero despuĆ©s nos van a ensartar, como decĆan los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo. – Ā”Es a mĆ a quien debĆ©is atender y no a ellos! regaĆ±Ć³les la madre cigĆ¼eƱa-. Cuando se hayan terminado los grandes ejercicios de otoƱo, emprenderemos el vuelo hacia tierras cĆ”lidas, lejos, muy lejos de aquĆ, cruzando valles y bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas triangulares de piedra terminadas en punta, que se alzan hasta las nubes; se llaman pirĆ”mides, y son mucho mĆ”s viejas de lo que una cigĆ¼eƱa puede imaginar. TambiĆ©n hay un rĆo, que se sale del cauce y convierte todo el paĆs en un cenagal. Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos de ranas.
- Ā”AjĆ”! -exclamaron los polluelos.
- Ā”SĆ, es magnĆfico! En todo el dĆa no hace uno sino comer; y mientras nos damos allĆ tan buena vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los Ć”rboles, y hace tanto frĆo que hasta las nubes se hielan, se resquebrajan y caen al suelo en pedacitos blancos. Se referĆa a la nieve, pero no sabĆa explicarse mejor.
- ĀæY tambiĆ©n esos chiquillos malos se hielan y rompen a pedazos? -, preguntaron los polluelos. – No, no llegan a romperse, pero poco les falta, y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro; vosotros, en cambio, volarĆ©is por aquellas tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda todo.
TranscurriĆ³ algĆŗn tiempo. Los polluelos habĆan crecido lo suficiente para poder incorporarse en el nido y dominar con la mirada un buen espacio a su alrededor. Y el padre acudĆa todas las maƱanas provisto de sabrosas ranas, culebrillas y otras golosinas que encontraba. Ā”Eran de ver las exhibiciones con que los obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrĆ”s, hasta la cola, castaƱeteaba con el pico cual si fuese una carraca y luego les contaba historias, todas acerca del cenagal.
- Bueno, ha llegado el momento de aprender a volar -dijo un buen dĆa la madre, y los cuatro pollitos hubieron de salir al remate del tejado. Ā”CĆ³mo se tambaleaban, cĆ³mo se esforzaban en mantener el equilibrio con las alas, y cuĆ”n a punto estaban de caerse- Ā”Fijaos en mĆ! -dijo la madre-. DebĆ©is poner la cabeza asĆ, y los pies asĆ: Ā”Un, dos, Un, dos! AsĆ es como tenĆ©is que comportaros en el mundo -. Y se lanzĆ³ a un breve vuelo, mientras los pequeƱos pegaban un saltito, con bastante torpeza, y Ā”bum!, se cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.
- Ā”No quiero volar! -protestĆ³ uno de los pequeƱos, encaramĆ”ndose de nuevo al nido-. Ā”Me es igual no ir a las tierras cĆ”lidas!
- ĀæPrefieres helarte aquĆ cuando llegue el invierno? ĀæEstĆ”s conforme con que te cojan esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.
- Ā”Oh, no! -suplicĆ³ el polluelo, saltando otra vez al tejado, con los demĆ”s.
Al tercer dĆa ya volaban un poquitĆn, con mucha destreza, y, creyĆ©ndose capaces de cernerse en el aire y mantenerse en Ć©l con las alas inmĆ³viles, se lanzaron al espacio; pero Ā”sĆ, sĆ…! Ā”Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de darse prisa a poner de nuevo las alas en movimiento. Y he aquĆ que otra vez se presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez entonaron su canciĆ³n: Ā”CigĆ¼eƱa, cigĆ¼eƱa, vuĆ©lvele a tu tierra!
- Ā”Bajemos de una volada y saquĆ©mosles los ojos! -exclamaron los pollos- Ā”No, dejadlos! replicĆ³ la madre-. Fijaos en mĆ, esto es lo importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la derecha. Ā”Uno, dos, tres! Ahora hacia la izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya vais aprendiendo; el Ćŗltimo aleteo, ha salido tan limpio y preciso, que maƱana os permitirĆ© acompaƱarme al pantano. AllĆ conocerĆ©is varias familias de cigĆ¼eƱas con sus hijos, todas muy simpĆ”ticas; me gustarĆa que mis pequeƱos fuesen los mĆ”s lindos de toda la concurrencia; quisiera poder sentirme orgullosa de vosotros. Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.
- ĀæY no nos vengaremos de esos rapaces endemoniados? -preguntaron los hijos.
- Dejadlos gritar cuanto quieran. Vosotros os remontarĆ©is hasta las nubes y estarĆ©is en el paĆs de las pirĆ”mides, mientras ellos pasan frĆo y no tienen ni una hoja verde, ni una manzana. – SĆ, nos vengaremos -se cuchichearon unos a otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.
De todos los muchachuelos de la calle, el mĆ”s empeƱado en cantar la canciĆ³n de burla, y el que habĆa empezado con ella, era precisamente un rapaz muy pequeƱo, que no contarĆa mĆ”s allĆ” de 6 aƱos. Las cigĆ¼eƱitas, empero, creĆan que tenĆa lo menos cien, pues era mucho mĆ”s corpulento que su madre y su padre. Ā”QuĆ© sabĆan ellas de la edad de los niƱos y de las personas mayores! Este fue el niƱo que ellas eligieron como objeto de su venganza, por ser el iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la voz cantante. Las jĆ³venes cigĆ¼eƱas estaban realmente indignadas, y cuanto mĆ”s crecĆan, menos dispuestas se sentĆan a sufrirlo. Al fin su madre hubo de prometerles que las dejarĆa vengarse, pero a condiciĆ³n de que fuese el Ćŗltimo dĆa de su permanencia en el paĆs.
- Antes hemos de ver quĆ© tal os portĆ”is en las grandes maniobras; si lo hacĆ©is mal y el general os traspasa el pecho de un picotazo, entonces los chiquillos habrĆ”n tenido razĆ³n, en parte al menos. Hemos de verlo, pues.
- Ā”Si, ya verĆ”s! -dijeron las crĆas, redoblando su aplicaciĆ³n. Se ejercitaban todos los dĆas, y volaban con tal ligereza y primor, que daba gusto.
Y llegĆ³ el otoƱo. Todas las cigĆ¼eƱas empezaron a reunirse para emprender juntas el vuelo a las tierras cĆ”lidas, mientras en la nuestra reina el invierno. Ā”QuĆ© de impresionantes maniobras!. HabĆa que volar por encima de bosques y pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo, pues era muy largo el viaje que les esperaba. Los pequeƱos se portaron tan bien, que obtuvieron un Ā«sobresaliente con rana y culebraĀ». Era la nota mejor, y la rana y la culebra podĆan comĆ©rselas; fue un buen bocado.
- Ā”Ahora, la venganza! -dijeron.
- Ā”SĆ, desde luego! -asintiĆ³ la madre cigĆ¼eƱa-. Ya he estado yo pensando en la mĆ”s apropiada. SĆ© donde se halla el estanque en que yacen todos los niƱos chiquitines, hasta que las cigĆ¼eƱas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeƱuelos duermen allĆ, soƱando cosas tan bellas como nunca mas volverĆ”n a soƱarlas. Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niƱos desean un hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno para cada uno de los chiquillos que no cantaron la canciĆ³n y se portaron bien con las cigĆ¼eƱas.
- Pero, Āæy el que empezĆ³ con la canciĆ³n, aquel mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-, quĆ© hacemos con Ć©l?
- En el estanque yace un niƱito muerto, que muriĆ³ mientras soƱaba. Pues lo llevaremos para Ć©l. TendrĆ” que llorar porque le habremos traĆdo un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro muchachito bueno – no lo habrĆ©is olvidado, el que dijo que era pecado burlarse de los animales -, a aquĆ©l le llevaremos un hermanito y una hermanita, y como el muchacho se llamaba Pedro, todos vosotros os llamarĆ©is tambiĆ©n Pedro.
Y fue tal como dijo, y todas las crĆas de las cigĆ¼eƱas se llamaron Pedro, y todavĆa siguen llamĆ”ndose asĆ.
LAS FLORES DE LA PEQUEĆA IDA
- Ā”Mis flores se han marchitado! -exclamĆ³ la pequeƱa Ida.
- Tan hermosas como estaban anoche, y ahora todas sus hojas cuelgan mustias. ĀæPor quĆ© serĆ” esto? -preguntĆ³ al estudiante, que estaba sentado en el sofĆ”. Le tenĆa mucho cariƱo, pues sabĆa las historias mĆ”s preciosas y divertidas, y era muy hĆ”bil ademĆ”s en recortar figuras curiosas: corazones con damas bailando, flores y grandes castillos cuyas puertas podĆan abrirse. Era un estudiante muy simpĆ”tico.
- ĀæPor quĆ© ponen una cara tan triste mis flores hoy? -dijo, seƱalĆ”ndole un ramillete completamente marchito.
- ĀæNo sabes quĆ© les ocurre? -respondiĆ³ el estudiante-. Pues que esta noche han ido al baile, y por eso tienen hoy las cabezas colgando.
- Ā”Pero si las flores no bailan! -repuso Ida.
- Ā”Claro que sĆ! -dijo el estudiante-. En cuanto oscurece y nosotros nos acostamos, ellas empiezan a saltar y bailar. Casi todas las noches tienen sarao.
- ĀæY los niƱos no pueden asistir?
- Claro que sĆ -contestĆ³ el estudiante-. Las margaritas y los muguetes muy pequeƱitos.
- ĀæDĆ³nde bailan las flores? -siguiĆ³ preguntando la niƱa.
- ĀæNo has ido nunca a ver las bonitas flores del jardĆn del gran palacio donde el Rey pasa el verano?. Claro que has ido, y habrĆ”s visto los cisnes que acuden nadando cuando haces seƱal de echarles migas de pan. Pues allĆ hacen unos bailes magnĆficos, te lo digo yo.
- Ayer estuve con mamĆ” -dijo Ida-; pero habĆan caĆdo todas las hojas de los Ć”rboles, ya no quedaba ni una flor. ĀæDĆ³nde estĆ”n? Ā”Tantas como habĆa en verano!
- EstĆ”n dentro del palacio -respondiĆ³ el estudiante-. Has de saber que en cuanto el Rey y toda la corte regresan a la ciudad, todas las flores se marchan corriendo del jardĆn y se instalan en palacio, donde se divierten de lo lindo. Ā”TendrĆas que verlo! Las dos rosas mĆ”s preciosas se sientan en el trono y hacen de Rey y de Reina. Las rojas gallocrestas se sitĆŗan de pie a uno y otro lado y hacen reverencias; son los camareros. Vienen luego las flores mĆ”s lindas y empieza el gran baile; las violetas representan guardias marinas, y bailan con los jacintos y los azafranes, a los que llaman seƱoritas. Los tulipanes y las grandes azucenas de fuego son damas viejas que cuidan de que se baile en debida forma y de que todo vaya bien. – Pero -preguntĆ³ la pequeƱa Ida-, Āænadie les dice nada a las flores por bailar en el palacio real?
- El caso es que nadie estĆ” en el secreto -, respondiĆ³ el estudiante-. Cierto que alguna vez que otra se presenta durante la noche el viejo guardiĆ”n del castillo, con su manojo de llaves, para cerciorarse de que todo estĆ” en regla; pero no bien las flores oyen rechinar la cerradura, se quedan muy quietecitas, escondidas detrĆ”s de los cortinajes y asomando las cabecitas. Ā«AquĆ huele a floresĀ», dice el viejo guardiĆ”n, Ā«pero no veo ningunaĀ».
- Ā”QuĆ© divertido! -exclamĆ³ Ida, dando una palmada-. ĀæY no podrĆa yo ver las flores?
- SĆ -dijo el estudiante-. SĆ³lo tienes que acordarte, cuando salgas, de mirar por la ventana; enseguida las verĆ”s. Yo lo hice hoy. En el sofĆ” habĆa estirado un largo lirio de Pascua amarillo; era una dama de la corte.
- ĀæY las flores del JardĆn BotĆ”nico pueden ir tambiĆ©n, con lo lejos que estĆ”?
- Sin duda -respondiĆ³ el estudiante -, ya que pueden volar, si quieren. ĀæNo has visto las hermosas mariposas, rojas, amarillas y blancas? Parecen flores, y en realidad lo han sido. Se desprendieron del tallo, y, agitando las hojas cual si fueran alas, se echaron a volar; y como se portaban bien, obtuvieron permiso para volar incluso durante el dĆa, sin necesidad de volver a la planta y quedarse en sus tallos, y de este modo las hojas se convirtieron al fin en alas de veras. TĆŗ misma las has visto. Claro que a lo mejor las flores del JardĆn BotĆ”nico no han estado nunca en el palacio real, o ignoran lo bien que se pasa allĆ la noche. ĀæSabes quĆ©? Voy a decirte una cosa que dejarĆa pasmado al profesor de BotĆ”nica que vive cerca de aquĆ Āælo conoces, no? Cuando vayas a su jardĆn contarĆ”s a una de sus flores lo del gran baile de palacio; ella lo dirĆ” a las demĆ”s, y todas echarĆ”n a volar hacia allĆ. Si entonces el profesor acierta a salir al jardĆn, apenas encontrarĆ” una sola flor, y no comprenderĆ” adĆ³nde se han metido.
- Pero, ĀæcĆ³mo va la flor a contarlo a las otras? Las flores no hablan.
- Lo que se dice hablar, no -admitiĆ³ el estudiante-, pero se entienden con signos ĀæNo has visto muchas veces que, cuando sopla un poco de brisa, las flores se inclinan y mueven sus verdes hojas? Pues para ellas es como si hablasen.
- ĀæY el profesor entiende sus signos? -preguntĆ³ Ida.
- Supongo que sĆ. Una maƱana saliĆ³ al jardĆn y vio cĆ³mo una gran ortiga hacĆa signos con las hojas a un hermoso clavel rojo. Ā«Eres muy lindo; te quieroĀ», decĆa. Mas el profesor, que no puede sufrir a las ortigas, dio un manotazo a la atrevida en las hojas que son sus dedos; mas la planta le pinchĆ³, produciĆ©ndole un fuerte escozor, y desde entonces el buen seƱor no se ha vuelto a meter con las ortigas.
- Ā”QuĆ© divertido! -exclamĆ³ Ida, soltando la carcajada.
- Ā”QuĆ© manera de embaucar a una criatura! refunfuĆ±Ć³ el aburrido consejero de CancillerĆa, que habĆa venido de visita y se sentaba en el sofĆ”. El estudiante le era antipĆ”tico, y siempre gruƱĆa al verle recortar aquellas figuras tan graciosas: un hombre colgando de la horca y sosteniendo un corazĆ³n en la mano – pues era un robador de corazones -, o una vieja bruja montada en una escoba, llevando a su marido sobre las narices. Todo esto no podĆa sufrirlo el anciano seƱor, y decĆa, como en aquella ocasiĆ³n:
- Ā”QuĆ© manera de embaucar a una criatura! Ā”Vaya fantasĆas tontas!
Mas la pequeƱa Ida encontraba divertido lo que le contaba el estudiante acerca de las flores, y permaneciĆ³ largo rato pensando en ello. Las flores estaban con las cabezas colgantes, cansadas, puesto que habĆan estado bailando durante toda la noche. Seguramente estaban enfermas. Las llevĆ³, pues, junto a los demĆ”s juguetes, colocados sobre una primorosa mesita cuyo cajĆ³n estaba lleno de cosas bonitas. En la camita de muƱecas dormĆa su muƱeca SofĆa, y la pequeƱa Ida le dijo:
- Tienes que levantarte, SofĆa; esta noche habrĆ”s de dormir en el cajĆ³n, pues las pobrecitas flores estĆ”n enfermas y las tengo que acostar en la cama, a ver si se reponen -. Y sacĆ³ la muƱeca, que parecĆa muy enfurruƱada y no dijo ni pĆo; le fastidiaba tener que ceder su cama.
Ida acostĆ³ las flores en la camita, las arropĆ³ con la diminuta manta y les dijo que descansasen tranquilamente, que entretanto les prepararĆa tĆ© para animarlas y para que pudiesen levantarse al dĆa siguiente. CorriĆ³ las cortinas en torno a la cama para evitar que el sol les diese en los ojos. Durante toda la velada estuvo pensando en lo que le habĆa contado el estudiante; y cuando iba a acostarse, no pudo contenerse y mirĆ³ detrĆ”s de las cortinas que colgaban delante de las ventanas, donde estaban las esplĆ©ndidas flores de su madre, jacintos y tulipanes, y les dijo en voz muy queda:
- Ā”Ya sĆ© que esta noche bailarĆ©is! -. Las flores se hicieron las desentendidas y no movieron ni una hoja. Mas la pequeƱa Ida sabĆa lo que sabĆa. Ya en la cama, estuvo pensando durante largo rato en lo bonito que debĆa ser ver a las bellas flores bailando allĆ” en el palacio real. Ā«ĀæQuiĆ©n sabe si mis flores no bailarĆ”n tambiĆ©n?Ā». Pero quedĆ³ dormida enseguida.
DespertĆ³ a medianoche; habĆa soƱado con las flores y el estudiante a quien el seƱor Consejero habĆa regaƱado por contarle cosas tontas. En el dormitorio de Ida reinaba un silencio absoluto; la lĆ”mpara de noche ardĆa sobre la mesita, y papĆ” y mamĆ” dormĆan a pierna suelta. -ĀæEstarĆ”n mis flores en la cama de SofĆa? -se preguntĆ³-. Me gustarĆa saberlo -. Se incorporĆ³ un poquitĆn y mirĆ³ a la puerta, que estaba entreabierta. En la habitaciĆ³n contigua estaban sus flores y todos sus juguetes. AguzĆ³ el oĆdo y le pareciĆ³ oĆr que tocaban el piano, aunque muy suavemente y con tanta dulzura como nunca lo habĆa oĆdo. Ā«Sin duda todas las flores estĆ”n bailando allĆĀ», pensĆ³. Ā«Ā”CĆ³mo me gustarĆa verlo!Ā». Pero no se atrevĆa a levantarse, por temor a despertar a sus padres.
- Ā”Si al menos entrasen en mi cuarto!- dijo; pero las flores no entraron, y la mĆŗsica siguiĆ³ tocando primorosamente. Al fin, no pudo resistir mĆ”s, aquello era demasiado hermoso. BajĆ³ quedita de su cama, se dirigiĆ³ a la puerta y mirĆ³ al interior de la habitaciĆ³n. Ā”Dios santo, y quĆ© maravillas se veĆan!
LO MĆS INCREĆBLE Ā Quien fuese capaz de hacer lo mĆ”s increĆble, se casarĆa con la hija del Rey y se convertirĆa en dueƱo de la mitad del reino. Los jĆ³venes – y tambiĆ©n los viejos – pusieron a contribuciĆ³n toda su inteligencia, sus nervios y sus mĆŗsculos. Dos se hartaron hasta reventar, y uno se matĆ³ a fuerza de beber, y lo hicieron para realizar lo que a su entender era mĆ”s increĆble, sĆ³lo que no era aquĆ©l el modo de ganar el premio. Los golfillos callejeros se dedicaron a escupirse sobre la propia espalda, lo cual consideraban el colmo de lo increĆble. SeƱalĆ³se un dĆa para que cada cual demostrase lo que era capaz de hacer y que, a su juicio, fuera lo mĆ”s increĆble. Se designaron como jueces, desde niƱos de tres aƱos hasta cincuentones maduros. Hubo un verdadero desfile de cosas increĆbles, pero el mundo estuvo pronto de acuerdo en que lo mĆ”s increĆble era un reloj, tan ingenioso por dentro como por fuera. A cada campanada salĆan figuras vivas que indicaban lo que el reloj acababa de tocar; en total fueron doce escenas, con figuras movibles, cantos y discursos. – Ā”Esto es lo mĆ”s increĆble! -exclamĆ³ la gente. El reloj dio la una y apareciĆ³ MoisĆ©s en la montaƱa, escribiendo el primer mandamiento en las Tablas de la Ley: Ā«Hay un solo Dios verdaderoĀ». Al dar las dos viose el ParaĆso terrenal, donde se encontraron AdĆ”n y Eva, felices a pesar de no disponer de armario ropero; por otra parte, no lo necesitaban. Cuando sonaron las tres, salieron los tres Reyes Magos, uno de ellos negro como el carbĆ³n; Ā”quĆ© remedio! El sol lo habĆa ennegrecido. Llevaban incienso y cosas preciosas. A las cuatro presentĆ”ronse las estaciones: la Primavera, con el cuclillo posado en una tierna rama de haya; el Verano, con un saltamontes sobre una espiga madura; el OtoƱo, con un nido de cigĆ¼eƱas abandonado -pues el ave se habĆa marchado ya-, y el Invierno, con una vieja corneja que sabĆa contar historias y antiguos recuerdos junto al fuego. Dieron las cinco y comparecieron los cinco sentidos: la Vista, en figura de Ć³ptico; el OĆdo, en la de calderero; el Olfato vendĆa violetas y aspĆ©rulas; el Gusto estaba representado por un cocinero, y el Tacto, por un sepulturero con un crespĆ³n fĆŗnebre que le llegaba a los talones. El reloj dio las seis, y apareciĆ³ un jugador que echĆ³ los dados; al volver hacia arriba la parte superior, saliĆ³ el nĆŗmero seis. Vinieron luego los siete dĆas de la semana o los siete pecados capitales; los espectadores no pudieron ponerse de acuerdo sobre lo que eran en realidad; sea como fuere, tienen mucho de comĆŗn y no es muy fĆ”cil separarlos. A continuaciĆ³n, un coro de monjes cantĆ³ la misa de ocho. Con las nueve llegaron las nueve Musas; una de ellas trabajaba en AstronomĆa; otra, en el Archivo histĆ³rico; las restantes se dedicaban al teatro. A las diez saliĆ³ nuevamente MoisĆ©s con las tablas; contenĆan los mandamientos de Dios, y eran diez. Volvieron a sonar campanadas y salieron, saltando y brincando, unos niƱos y niƱas que jugaban y cantaban: Ā«Ā”Ahora, niƱos, a escuchar; las once acaban de dar!Ā». Y al dar las doce saliĆ³ el vigilante, con su capucha, y con la estrella matutina, cantando su vieja tonadilla: Ā”Era medianoche, cuando naciĆ³ el Salvador! Y mientras cantaba brotaron rosas, que luego resultaron cabezas de angelillos con alas, que tenĆan todos los colores del iris. ResultĆ³ un espectĆ”culo tan hermoso para los ojos como para los oĆdos. Aquel reloj era una obra de arte incomparable, lo mĆ”s increĆble que pudiera imaginarse, decĆa la gente. El autor era un joven de excelente corazĆ³n, alegre como un niƱo, un amigo bueno y leal, y abnegado con sus humildes padres. Se merecĆa la princesa y la mitad del reino. LlegĆ³ el dĆa de la decisiĆ³n; toda la ciudad estaba engalanada, y la princesa ocupaba el trono, al que habĆan puesto crin nuevo, sin hacerlo mĆ”s cĆ³modo por eso. Los jueces miraban con pĆcaros ojos al supuesto ganador, el cual permanecĆa tranquilo y alegre, seguro de su suerte, pues habĆa realizado lo mĆ”s increĆble. – Ā”No, esto lo harĆ© yo! -gritĆ³ en el mismo momento un patĆ”n larguirucho y huesudo-. Yo soy el hombre capaz de lo mĆ”s increĆble -. Y blandiĆ³ un hacha contra la obra de arte. Ā”Cric, crac!, en un instante todo quedĆ³ deshecho; ruedas y resortes rodaron por el suelo; la maravilla estaba destruida.
- Ā”Ćsta es mi obra! -dijo-. Mi acciĆ³n ha superado a la suya; he hecho lo mĆ”s increĆble. – Ā”Destruir semejante obra de arte! -exclamaron los jueces. – Efectivamente, es lo mĆ”s increĆble. Todo el pueblo estuvo de acuerdo, por lo que le asignaron la princesa y la mitad del reino, pues la ley es la ley, incluso cuando se trata de lo mĆ”s increĆble y absurdo.
Desde lo alto de las murallas y las torres de la ciudad proclamaron los trompeteros:
- Ā”Va a celebrarse la boda!
La princesa no iba muy contenta, pero estaba esplĆ©ndida, y ricamente vestida. La iglesia era un mar de luz; anochecĆa ya, y el efecto resultaba maravilloso. Las doncellas nobles de la ciudad iban cantando, acompaƱando a la novia; los caballeros hacĆan lo propio con el novio, el cual avanzaba con la cabeza tan alta como si nada pudiese rompĆ©rsela. CesĆ³ el canto e hĆzose un silencio tan profundo, que se habrĆa oĆdo caer al suelo un alfiler. Y he aquĆ que en medio de aquella quietud se abriĆ³ con gran estrĆ©pito la puerta de la iglesia y, Ā«Ā”bum! Ā”bum!Ā», entrĆ³ el reloj y, avanzĆ”ndo por la nave central, fue a situarse entre los novios. Los muertos no pueden volver, esto ya lo sabemos, pero una obra de arte sĆ puede; el cuerpo estaba hecho pedazos, pero no el espĆritu; el espectro del Arte se apareciĆ³, dejando ya de ser un espectro. La obra de arte estaba entera, como el dĆa que la presentaron, intacta y nueva. Sonaron las campanadas, una tras otra, hasta las doce, y salieron las figuras. Primero MoisĆ©s, cuya frente despedĆa llamas. ArrojĆ³ las pesadas tablas de la ley a los pies del novio, que quedaron clavados en el suelo.
- Ā”No puedo levantarlas! -dijo MoisĆ©s-. Me cortaste los brazos. QuĆ©date donde estĆ”s.
Vinieron despuĆ©s AdĆ”n y Eva, los Reyes Magos de Oriente y las cuatro estaciones, y todos le dijeron verdades desagradables: Ā«Ā”AvergĆ¼Ć©nzate!Ā». Pero Ć©l no se avergonzĆ³. Todas las figuras que habĆan aparecido a las diferentes horas, salieron del reloj y adquirieron un volumen enorme. ParecĆa que no iba a quedar sitio para las personas de carne y hueso. Y cuando a las doce se presentĆ³ el vigilante con la capucha y la estrella matutina, se produjo un movimiento extraordinario. El vigilante, dirigiĆ©ndose al novio, le dio un golpe en la frente con la estrella. – Ā”Muere! -le dijo- Ā”Medida por medida! Ā”Estamos vengados, y el maestro tambiĆ©n! Ā”adiĆ³s! Y desapareciĆ³ la obra de arte; pero las luces de la iglesia la transformaron en grandes flores luminosas, y las doradas estrellas del techo enviaron largos y refulgentes rayos, mientras el Ć³rgano tocaba solo. Todos los presentes dijeron que aquello era lo mĆ”s increĆble que habĆan visto en su vida. – Llamemos ahora al vencedor -dijo la princesa. El autor de la maravilla serĆ” mi esposo y seƱor. Y el joven se presentĆ³ en la iglesia, con el pueblo entero por sĆ©quito, entre las aclamaciones y la alegrĆa general. Nadie sintiĆ³ envidia. Ā”Y esto fue precisamente lo mĆ”s increĆble!
LO QUE HACE EL
PADRE BIEN HECHO ESTĆ Ā Voy a contaros ahora una historia que oĆ cuando era muy niƱo, y cada vez que me acuerdo de ella me parece mĆ”s bonita. Con las historias ocurre lo que con ciertas personas: embellecen a medida que pasan los aƱos, y esto es muy alentador. Algunas veces habrĆ”s salido a la campiƱa y habrĆ”s visto una casa de campo, con un tejado de paja en el que crecen hierbas y musgo; en el remate del tejado no puede faltar un nido de cigĆ¼eƱas. Las paredes son torcidas; las ventanas, bajas, y de ellas sĆ³lo puede abrirse una. El horno sobresale como una pequeƱa barriga abultada, y el saĆŗco se inclina sobre el seto, cerca del cual hay una charca con un pato o unos cuantos patitos bajo el achaparrado sauce. Tampoco, falta el mastĆn, que ladra a toda alma viviente. Pues en una casa como la que te he descrito vivĆa un viejo matrimonio, un pobre campesino con su mujer. No poseĆan casi nada, y, sin embargo, tenĆan una cosa superflua: un caballo, que solĆa pacer en los ribazos de los caminos. El padre lo montaba para trasladarse a la ciudad, y los vecinos se lo pedĆan prestado y le pagaban con otros servicios; desde luego, habrĆa sido mĆ”s ventajoso para ellos vender el animal o trocarlo por algo que les reportase mayor beneficio. Pero, Āæpor quĆ© lo podĆan cambiar?. – TĆŗ verĆ”s mejor lo que nos conviene -dijo la mujer-. Precisamente hoy es dĆa de mercado en el pueblo. Vete allĆ con el caballo y que te den dinero por Ć©l, o haz un buen intercambio. Lo que haces, siempre estĆ” bien hecho. Vete al mercado. Le arreglĆ³ la bufanda alrededor del cuello, pues esto ella lo hacĆa mejor, y le puso tambiĆ©n una corbata de doble lazo, que le sentaba muy bien; cepillĆ³le el sombrero con la palma de la mano, le dio un beso, y el hombre se puso alegremente en camino montado en el caballo que debĆa vender o trocar. Ā«El viejo entiende de esas cosas -pensaba la mujer-. Nadie lo harĆ” mejor que Ć©lĀ». El sol quemaba, y ni una nubecilla empaƱaba el azul del cielo. El camino estaba polvoriento, animado por numerosos individuos que se dirigĆan al mercado, en carro, a caballo o a pie. El calor era intenso, y en toda la extensiĆ³n del camino no se descubrĆa ni un puntito de sombra. Nuestro amigo se encontrĆ³ con un paisano que conducĆa una vaca, todo lo bien parecida que una vaca puede ser. Ā«De seguro que da buena leche -pensĆ³-. Tal vez serĆa un buen cambioĀ». – Ā”Oye tĆŗ, el de la vaca! -dijo-. ĀæY si hiciĆ©ramos un trato? Ya sĆ© que un caballo es mĆ”s caro que una vaca; pero me da igual. De una vaca sacarĆa yo mĆ”s beneficio. ĀæQuieres que cambiemos?Ā – Muy bien -dijo el hombre de la vaca; y trocaron los animales. Cerrado el trato; nada impedĆa a nuestro campesino volverse a casa, puesto que el objeto del viaje quedaba cumplido. Pero su intenciĆ³n primera habĆa sido ir a la feria, y decidiĆ³ llegarse a ella, aunque sĆ³lo fuera para echar un vistazo. AsĆ continuĆ³ el hombre conduciendo la vaca. Caminaba ligero, y el animal tambiĆ©n, por lo que no tardaron en alcanzar a un individuo con una oveja. Era un buen ejemplar, gordo y con un buen Ā«toisĆ³nĀ». Ā«Ā”Esa oveja sĆ que me gustarĆa! -pensĆ³ el campesino-. En nuestros ribazos nunca le faltarĆa hierba, y en invierno podrĆamos tenerla en casa. Yo creo que nos conviene mĆ”s mantener una oveja que una vacaĀ».
- Ā”Amigo! -dijo Ā Ā al Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā otro-, Ā Āæquieres Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā que cambiemos?.
El propietario de la oveja no se lo hizo repetir; efectuaron el cambio, y el labrador prosiguiĆ³ su camino, muy contento con su oveja. Mas he aquĆ que, viniendo por un sendero que cruzaba la carretera, vio a un hombre que llevaba una gorda oca bajo el brazo.
- Ā”Caramba! Ā”Vaya oca cebada que traes! -le dijo-. Ā”QuĆ© cantidad de grasa y de pluma! No estarĆa mal en nuestra charca, atada de un cabo. La vieja podrĆa echarle los restos de comida. CuĆ”ntas veces le he oĆdo decir: Ā”Ay, si tuviĆ©semos una oca! Pues Ć©sta es la ocasiĆ³n. ĀæQuieres cambiar? Te darĆ© la oveja por la oca, y muchas gracias encima.
El otro aceptĆ³, no faltaba mĆ”s; hicieron el cambio, y el campesino se quedĆ³ con la oca. Estaba ya cerca de la ciudad, y el bullicio de la carretera iba en aumento; era un hormiguero de personas y animales, que llenaban el camino y hasta la cuneta. Llegaron al fin al campo de patatas del portazguero. Ćste tenĆa una gallina atada para que no se escapara, asustada por el ruido. Era una gallina derrabada, bizca y de bonito aspecto. Ā«Cluc, clucĀ», gritaba. No sĆ© lo que ella querĆa significar con su cacareo, el hecho es que el campesino pensĆ³ al verla: Ā«Es la gallina mĆ”s hermosa que he visto en mi vida; es mejor que la clueca del seƱor rector; me gustarĆa tenerla. Una gallina es el animal mĆ”s fĆ”cil de criar; siempre encuentra un granito de trigo; puede decirse que se mantiene ella sola. Creo serĆa un buen negocio cambiarla por la ocaĀ».
- ĀæY si cambiĆ”ramos? -preguntĆ³.
- ĀæCambiar? -dijo el otro-. Por mĆ no hay inconveniente y aceptĆ³ la proposiciĆ³n. El portazguero se quedĆ³ con la oca, y el campesino, con la gallina.
La verdad es que habĆa aprovechado bien el tiempo en el viaje a la ciudad. Por otra parte, arreciaba el calor, y el hombre estaba cansado; un trago de aguardiente y un bocadillo le vendrĆan de perlas. Como se encontrara delante de la posada, entrĆ³ en ella en el preciso momento en que salĆa el mozo, cargado con un saco lleno a rebosar.
- ĀæQuĆ© llevas ahĆ? -preguntĆ³ el campesino. – Manzanas podridas -respondiĆ³ el mozo-; un saco lleno para los cerdos.
- Ā”QuĆ© hermosura de manzanas! Ā”CĆ³mo gozarĆa la vieja si las viera! El aƱo pasado el manzano del corral sĆ³lo dio una manzana; hubo que guardarla, y estuvo sobre la cĆ³moda hasta que se pudriĆ³. Esto es signo de prosperidad, decĆa la abuela. Ā”Menuda prosperidad tendrĆa con todo esto! Quisiera darle este gusto.
- ĀæCuĆ”nto me dais por ellas? -preguntĆ³ el hombre.
- ĀæCuĆ”nto os doy? Os las cambio por la gallina y dicho y hecho, entregĆ³ la gallina y recibiĆ³ las manzanas. EntrĆ³ en la posada y se fue directo al mostrador. El saco lo dejĆ³ arrimado a la estufa, sin reparar en que estaba encendida. En la sala habĆa mucha gente forastera, tratante de caballos y de bueyes, y entre ellos dos ingleses, los cuales, como todo el mundo sabe, son tan ricos, que los bolsillos les revientan de monedas de oro. Y lo que mĆ”s les gusta es hacer apuestas. Escucha si no.
Ā«Ā”Chuf, chuf!Ā» ĀæQuĆ© ruido era aquĆ©l que llegaba de la estufa? Las manzanas empezaban a asarse.
- ĀæQuĆ© pasa ahĆ?
No tardĆ³ en propagarse la historia del caballo que habĆa sido trocado por una vaca y, descendiendo progresivamente, se habĆa convertido en un saco de manzanas podridas. – Espera a llegar a casa, verĆ”s cĆ³mo la vieja te recibe a puƱadas -dijeron los ingleses.
- Besos me darĆ”, que no puƱadas -replicĆ³ el campesino-. La abuela va a decir: Ā«Lo que hace el padre, bien hecho estĆ”Ā».
- ĀæHacemos una apuesta? -propusieron los ingleses-. Te apostamos todo el oro que quieras: onzas de oro a toneladas, cien libras, un quintal. – Con una fanega me contento -contestĆ³ el campesino-. Pero sĆ³lo puedo jugar una fanega de manzanas, y yo y la abuela por aƱadidura. Creo que es medida colmada. ĀæQuĆ© pensĆ”is de ello?
- Conforme -exclamaron los ingleses-. Trato hecho.
Engancharon el carro del ventero, subieron a Ć©l los ingleses y el campesino, sin olvidar el saco de manzanas, y se pusieron en camino. No tardaron en llegar a la casita.
- Ā”Buenas noches, madrecita!
- Ā”Buenas noches, padrecito!
- He hecho un buen negocio con el caballo.
- Ā”Ya lo decĆa yo; tĆŗ entiendes de eso! -dijo la mujer, abrazĆ”ndolo, sin reparar en el saco ni en los forasteros.
- He cambiado el caballo por una vaca.
- Ā”Dios sea loado! Ā”La de leche que vamos a tener! Por fin volveremos a ver en la mesa mantequilla y queso. Ā”Buen negocio!
- SĆ, pero luego cambiĆ© la vaca por una oveja.
- Ā”Ah! Ā”Esto estĆ” aĆŗn mejor! -exclamĆ³ la mujer-. TĆŗ siempre piensas en todo. Hierba para una oveja tenemos de sobra. No nos faltarĆ” ahora leche y queso de oveja, ni medias de lana, y aun batas de dormir. Todo eso la vaca no lo da; pierde el pelo. Eres una perla de marido. – Pero es que despuĆ©s cambiĆ© la oveja por una oca.
- AsĆ tendremos una oca por San MartĆn, padrecito. Ā”SĆ³lo piensas en darme gustos! Ā”QuĆ© idea has tenido! Ataremos la oca fuera, en la hierba, y Ā”lo que engordarĆ” hasta San MartĆn! – Es que he cambiado la oca por una gallina prosiguiĆ³ el hombre.
- ĀæUna gallina? Ā”Ćste sĆ que es un buen negocio! -exclamĆ³ la mujer-. La gallina pondrĆ” huevos, los incubarĆ”, tendremos polluelos y todo un gallinero. Ā”Es lo que yo mĆ”s deseaba!
- SĆ, pero es que luego cambiĆ© la gallina por un saco de manzanas podridas.
- Ā”Ven que te dĆ© un beso! -exclamĆ³ la mujer, fuera de sĆ de contento-. Ā”Gracias, marido mĆo! ĀæQuieres que te cuente lo que me ha ocurrido? En cuanto te hubiste marchado, me puse a pensar quĆ© comida podrĆa prepararte para la vuelta; se me ocurriĆ³ que lo mejor serĆa tortilla de puerros. Los huevos los tenĆa, pero me faltaban los puerros. Me fui, pues, a casa del maestro. SĆ© de cierto que tienen puerros, pero ya sabes lo avara que es la mujer. Le pedĆ que me prestase unos pocos. Ā«ĀæPrestar? -me respondiĆ³-. No tenemos nada en el huerto, ni una mala manzana podrida. Ni una manzana puedo prestarosĀ». Pues ahora yo puedo prestarle diez, Ā”quĆ© digo! todo un saco. Ā”quĆ© gusto, padrecito! -. Y le dio otro beso.
- MagnĆfico -dijeron los ingleses-. Ā”Siempre para abajo y siempre contenta! Esto no se paga con dinero -. Y pagaron el quintal de monedas de oro al campesino, que recibĆa besos en vez de puƱadas.
SĆ, seƱor, siempre se sale ganando cuando la mujer no se cansa de declarar que el padre entiende en todo, y que lo que hace, bien hecho estĆ”. Ćsta es la historia que oĆ de niƱo. Ahora tĆŗ la sabes tambiĆ©n, y no lo olvides: lo que el padre hace, bien hecho estĆ”.
LOS CAMPEONES DE SALTO
La pulga, el saltamontes y el huesecillo saltarĆn apostaron una vez a quiĆ©n saltaba mĆ”s alto, e invitaron a cuantos quisieran presenciar aquel campeonato. Hay que convenir que se trataba de tres grandes saltadores.
- Ā”DarĆ© mi hija al que salte mĆ”s alto! -dijo el Rey-, pues serĆa muy triste que las personas tuviesen que saltar de balde.
PresentĆ³se primero la pulga. Era bien educada y empezĆ³ saludando a diestro y a siniestro, pues por sus venas corrĆa sangre de seƱorita, y estaba acostumbrada a no alternar mĆ”s que con personas, y esto siempre se conoce. Vino en segundo tĆ©rmino el saltamontes. Sin duda era bastante mĆ”s pesadote que la pulga, pero sus maneras eran tambiĆ©n irreprochables; vestĆa el uniforme verde con el que habĆa nacido. AfirmĆ³, ademĆ”s, que tenĆa en Egipto una familia de abolengo, y que era muy estimado en el paĆs. Lo habĆan cazado en el campo y metido en una casa de cartulina de tres pisos, hecha de naipes de color, con las estampas por dentro. Las puertas y ventanas habĆan sido cortadas en el cuerpo de la dama de corazones.
- SĆ© cantar tan bien -dijo-, que diecisĆ©is grillos indĆgenas que vienen cantando desde su infancia – a pesar de lo cual no han logrado aĆŗn tener una casa de naipes -, se han pasmado tanto al oĆrme, que se han vuelto aĆŗn mĆ”s delgados de lo que eran antes.
Como se ve, tanto la pulga como el saltamontes se presentaron en toda forma, dando cuenta de quiĆ©nes eran, y manifestando que esperaban casarse con la princesa. El huesecillo saltarĆn no dijo esta boca es mĆa; pero se rumoreaba que era de tanto pensar, y el perro de la Corte sĆ³lo tuvo que husmearlo, para atestiguar que venĆa de buena familia. El viejo consejero, Ā que Ā Ā Ā Ā habĆa Ā recibido Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā tres condecoraciones por su mutismo, asegurĆ³ que el huesecillo poseĆa el don de profecĆa; por su dorso podĆa vaticinarse si el invierno serĆa suave o riguroso, cosa que no puede leerse en la espalda del que escribe el calendario.
- De momento, yo no digo nada -manifestĆ³ el viejo Rey-. Me quedo a ver venir y guardo mi opiniĆ³n para el instante oportuno.
HabĆa llegado la hora de saltar. La pulga saltĆ³ tan alto, que nadie pudo verla, y los demĆ”s sostuvieron que no habĆa saltado, lo cual estuvo muy mal. El saltamontes llegĆ³ a la mitad de la altura alcanzada por la pulga, pero como casi dio en la cara del Rey, Ć©ste dijo que era un asco. El huesecillo permaneciĆ³ largo rato callado, reflexionando; al fin ya pensaban los espectadores que no sabĆa saltar.
- Ā”Mientras no se haya mareado! -dijo el perro, volviendo a husmearlo. Ā”Rutch!, el hueso pegĆ³ un brinco de lado y fue a parar al regazo de la princesa, que estaba sentada en un escabel de oro.
Entonces dijo el Rey:
- El salto mĆ”s alto es el que alcanza a mi hija, pues ahĆ estĆ” la finura; mas para ello hay que tener cabeza, y el huesecillo ha demostrado que la tiene. A eso llamo yo talento.
Y le fue otorgada la mano de la princesa. – Ā”Pero si fui yo quien saltĆ³ mĆ”s alto! -protestĆ³ la pulga-. Ā”Bah, quĆ© importa! Ā”Que se quede con el hueso! Yo saltĆ© mĆ”s alto que los otros, pero en este mundo hay que ser corpulento, ademĆ”s, para que os vean. Y se marchĆ³ a alistarse en el ejĆ©rcito de un paĆs extranjero, donde perdiĆ³ la vida, segĆŗn dicen. El saltamontes se instalĆ³ en el ribazo y se puso a reflexionar sobre las cosas del mundo; y dijo a su vez: – Ā”Hay que ser corpulento, hay que ser corpulento! Luego entonĆ³ su triste canciĆ³n, por la cual conocemos la historia. Sin embargo, yo no la tengo por segura del todo, aunque la hayan puesto en letras de molde.
LOS CHANCLOS DE LA SUERTE
- – CĆ³mo empezĆ³ la cosa
En una casa de Copenhague, en la calle del Este, no lejos del Nuevo Mercado Real, se celebraba una gran reuniĆ³n, a la que asistĆan muchos invitados. No hay mĆ”s remedio que hacerlo alguna vez que otra, pues lo exige la vida de sociedad, y asĆ otro dĆa lo invitan a uno. La mitad de los contertulios estaban ya sentados a las mesas de juego y la otra mitad aguardaba el resultado del Ā«ĀæQuĆ© vamos a hacer ahora?Ā» de la seƱora de la casa. En Ć©sas estaban, y la tertulia seguĆa adelante del mejor modo posible. Entre otros temas, la conversaciĆ³n recayĆ³ sobre la Edad Media. Algunos la consideraban mucho mĆ”s interesante que nuestra Ć©poca. Knapp, el consejero de Justicia, defendĆa con tanto celo este punto de vista, que la seƱora de la casa se puso enseguida de su lado, y ambos se lanzaron a atacar un ensayo de Orsted, publicado en el almanaque, en el que, despuĆ©s de comparar los tiempos antiguos y los modernos, terminaba concediendo la ventaja a nuestra Ć©poca. El consejero afirmaba que el tiempo del rey danĆ©s Hans habĆa sido el mĆ”s bello y feliz de todos. Mientras se discute este tema, interrumpido sĆ³lo un momento por la llegada de un periĆ³dico que no trae nada digno de ser leĆdo, entrĆ©monos nosotros en el vestĆbulo, donde estaban guardados los abrigos, bastones, paraguas y chanclos. En Ć©l estaban sentadas dos mujeres, una de ellas joven, vieja la otra. HabrĆa podido pensarse que su misiĆ³n era acampanar a su seƱora, una vieja solterona o tal vez una viuda; pero observĆ”ndolas mĆ”s atentamente, uno se daba cuenta de que no eran criadas ordinarias; tenĆan las manos demasiado finas, su porte y actitud eran demasiado majestuosos – pues eran, en efecto, personas reales -, y el corte de sus vestidos revelaba una audacia muy personal. Eran, ni mĆ”s ni menos, dos hadas; la mĆ”s joven, aunque no era la Felicidad en persona, sĆ era, en cambio, una camarera de una de sus damas de honor, las encargadas de distribuir los favores menos valiosos de la suerte. La mĆ”s vieja parecĆa un tanto sombrĆa, era la PreocupaciĆ³n. Sus asuntos los cuida siempre personalmente; asĆ estĆ” segura de que se han llevado a tĆ©rmino de la manera debida. Las dos hadas se estaban contando mutuamente sus andanzas de aquel dĆa. La mensajera de la Suerte sĆ³lo habĆa hecho unos encargos de poca monta: preservado un sombrero nuevo de un chaparrĆ³n, procurado a un seƱor honorable un saludo de una nulidad distinguida, etc.; pero le quedaba por hacer algo que se salĆa de lo corriente.
- Tengo que decirle aĆŗn -prosiguiĆ³- que hoy es mi cumpleaƱos, y para celebrarlo me han confiado un par de chanclos para que los entregue a los hombres. Estos chanclos tienen la propiedad de transportar en el acto, a quien los calce, al lugar y la Ć©poca en que mĆ”s le gustarĆa vivir. Todo deseo que guarde relaciĆ³n con el tiempo, el lugar o la duraciĆ³n, es cumplido al acto, y asĆ el hombre encuentra finalmente la felicidad en este mundo.
- Eso crees tĆŗ -replicĆ³ la PreocupaciĆ³n-. El hombre que haga uso de esa facultad serĆ” muy desgraciado, y bendecirĆ” el instante en que pueda quitarse los chanclos.
- ĀæPor quĆ© dices eso? -respondiĆ³ la otra-. Mira, voy a dejarlos en el umbral; alguien se los pondrĆ” equivocadamente y verĆ”s lo feliz que serĆ”.
Ćsta fue la conversaciĆ³n.
- – QuĆ© tal le fue al consejero
Se habĆa hecho ya tarde. El consejero de Justicia, absorto en su panegĆrico de la Ć©poca del rey Hans, se acordĆ³ al fin de que era hora de despedirse, y quiso el azar que, en vez de sus chanclos, se calzase los de la suerte y saliese con ellos a la calle del Este; pero la fuerza mĆ”gica del calzado lo trasladĆ³ al tiempo del rey Hans, y por eso se metiĆ³ de pies en la porquerĆa y el barro, pues en aquellos tiempos las calles no estaban empedradas. – Ā”Es espantoso cĆ³mo estĆ” de sucia esta calle! exclamĆ³ el Consejero-. Han quitado la acera, y todos los faroles estĆ”n apagados. La luna estaba aĆŗn baja sobre el horizonte, y el aire era ademĆ”s bastante denso, por lo que todos los objetos se confundĆan en la oscuridad. En la primera esquina brillaba una lamparilla debajo de una imagen de la Virgen, pero la luz que arrojaba era casi nula; el hombre no la vio hasta que estuvo junto a ella, y sus ojos se fijaron en la estampa pintada en que se representaba a la Virgen con el NiƱo. Ā«Debe anunciar una colecciĆ³n de arte, y se habrĆ”n olvidado de quitar el cartelĀ», pensĆ³. Pasaron por su lado varias personas vestidas con el traje de aquella Ć©poca. Ā«Ā”Vaya fachas! SaldrĆ”n de algĆŗn baile de mĆ”scarasĀ». De pronto resonaron tambores y pĆfanos y brillaron antorchas. El Consejero se detuvo, sorprendido, y vio pasar una extraƱa comitiva. A la cabeza marchaba una secciĆ³n de tambores aporreando reciamente sus instrumentos; seguĆanles alabarderos con arcos y ballestas. El mĆ”s distinguido de toda la tropa era un sacerdote. El Consejero, asombrado, preguntĆ³ quĆ© significaba todo aquello y quiĆ©n era aquel hombre.
- Es el obispo de Zelanda -le respondieron.
Ā«Ā”Dios santo! ĀæQuĆ© se le ha ocurrido al obispo?Ā», suspirĆ³ nuestro hombre, meneando la cabeza. Pero era imposible que fuese aquĆ©l el obispo. Cavilando y sin ver por dĆ³nde iba, siguiĆ³ el Consejero por la calle del Este y la plaza del Puente Alto. No hubo medio de dar con el puente que lleva a la plaza de Palacio. SĆ³lo veĆa una ribera baja, y al fin divisĆ³ dos individuos sentados en una barca.
- ĀæDesea el seƱor que le pasemos a la isla? preguntaron.
- ĀæPasar a la isla? -respondiĆ³ el Consejero, ignorante aĆŗn de la Ć©poca en que se encontraba. Adonde voy es a Christianshafen, a la calle del Mercado.
Los individuos lo miraron sin decir nada.
- Decidme sĆ³lo dĆ³nde estĆ” el puente -prosiguiĆ³. Es vergonzoso que no estĆ©n encendidos los faroles; y, ademĆ”s, hay tanto barro que no parece sino que camine uno por un cenagal. A medida que hablaba con los barqueros, se le hacĆan mĆ”s y mĆ”s incomprensibles.
- No entiendo vuestra jerga -dijo, finalmente, volviĆ©ndoles la espalda. No lograba dar con el puente, y ni siquiera habĆa barandilla. Ā«Ā”Esto es una vergĆ¼enza de dejadez!Ā», dijo. Nunca le habĆa parecido su Ć©poca mĆ”s miserable que aquella noche. Ā«Creo que lo mejor serĆ” tomar un cocheĀ», pensĆ³; pero, Āæcoches me has dicho? No se veĆa ninguno. Ā«TendrĆ© que volver al Nuevo Mercado Real; de seguro que allĆ los hay; de otro modo, nunca llegarĆ© a
ChristianshafenĀ». VolviĆ³ a la calle del Este, y casi la habĆa recorrido toda cuando saliĆ³ la luna. Ā«Ā”Dios mĆo, quĆ© esperpento han levantado aquĆ!Ā», exclamĆ³ al distinguir la puerta del Este, que en aquellos tiempos se hallaba en el extremo de la calle. Entretanto encontrĆ³ un portalito, por el que saliĆ³ al actual Mercado Nuevo; pero no era sino una extensa explanada cubierta de hierba, con algunos matorrales, atravesada por una ancha corriente de agua. Varias mĆseras barracas de madera, habitadas por marineros de Halland, de quienes venĆa el nombre de Punta de Halland, se levantaban en la orilla opuesta. Ā«O lo que estoy viendo es un espejismo o estoy borracho -suspirĆ³ el Consejero-. ĀæQuĆ© diablos es eso?Ā». VolviĆ³se persuadido de que estaba enfermo; al entrar de nuevo en la calle observĆ³ las casas con mĆ”s detenciĆ³n; la mayorĆa eran de entramado de madera, y muchas tenĆan tejado de paja. Ā«Ā”No, yo no estoy bien! -exclamĆ³-, y, sin embargo, sĆ³lo he tomado un vaso de ponche; cierto que es una bebida que siempre se me sube a la cabeza. AdemĆ”s, fue una gran equivocaciĆ³n servirnos ponche con salmĆ³n caliente; se lo dirĆ© a la seƱora del Agente. ĀæY si volviese a decirle lo que me ocurre? Pero serĆa ridĆculo, y, por otra parte, tal vez estĆ©n ya acostadosĀ». BuscĆ³ la casa, pero no aparecĆa por ningĆŗn lado. Ā«Ā”Pero esto es espantoso, no reconozco la calle del Este, no hay ninguna tienda! SĆ³lo veo casas viejas, mĆseras y semiderruidas, como si estuviese en Roeskilde o Ringsted. Ā”Yo estoy enfermo! Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Pero Ā Ā de Ā Ā Ā Ā Ā Ā nada Ā Ā sirve Ā Ā hacerse imaginaciones. ĀæDĆ³nde diablos estĆ” la casa del Agente? Ćsta no se le parece en nada, y, sin embargo, hay gente aĆŗn. Ā”Ah, no hay duda, estoy enfermo!Ā». EmpujĆ³ una puerta entornada, a la que llegaba la luz por una rendija. Era una posada de los viejos tiempos, una especie de cervecerĆa. La sala presentaba el aspecto de una taberna del Holstein; cierto nĆŗmero de personas, marinos, burgueses de Copenhague y dos o tres clĆ©rigos, estaban enfrascados en animadas charlas sobre sus jarras de cerveza, y apenas se dieron cuenta del forastero.
- Usted perdone -dijo el Consejero a la posadera, que se adelantĆ³ a su encuentro-. Me siento muy indispuesto. ĀæNo podrĆa usted proporcionarme un coche que me llevase a Christianshafen? La mujer lo mirĆ³, sacudiendo la cabeza; luego dirigiĆ³le la palabra en lengua alemana. Nuestro consejero, pensando que no conocĆa la danesa, le repitiĆ³ su ruego en alemĆ”n. Aquello, aƱadido a la indumentaria del forastero, afirmĆ³ en la tabernera la creencia de que trataba con un extranjero; comprendiĆ³, sin embargo, que no se encontraba bien, y le trajo un jarro de agua; y por cierto que sabĆa un tanto a agua de mar, a pesar que era del pozo de la calle.
El Consejero, apoyando la cabeza en la mano, respirĆ³ profundamente y se puso a cavilar sobre todas las cosas raras que le rodeaban.
- ĀæEs Ć©ste Ā«El DĆaĀ» de esta tarde? -preguntĆ³, sĆ³lo por decir, algo, viendo que la mujer apartaba una gran hoja de papel.
Ella, sin comprender la pregunta, alargĆ³le la hoja, que era un grabado en madera que representaba un fenĆ³meno atmosfĆ©rico visto en Colonia.
- Es un grabado muy antiguo -exclamĆ³ el
Consejero, contento de ver un ejemplar tan raro. ĀæCĆ³mo ha venido a sus manos este rarĆsimo documento? Es de un interĆ©s enorme, aunque sĆ³lo se trata de una fĆ”bula. Se afirma que estos fenĆ³menos lumĆnicos son auroras boreales, y probablemente son efectos de la electricidad atmosfĆ©rica. Los que se hallaban sentados cerca de Ć©l, al oĆr sus palabras lo miraron con asombro; uno se levantĆ³, y, quitĆ”ndose respetuosamente el sombrero, le dijo muy serio:
- Seguramente sois un hombre de gran erudiciĆ³n, Monsieur.
- Ā”Oh, no! -respondiĆ³ el Consejero-. SĆ³lo sĆ© hablar de unas cuantas cosas que todo el mundo conoce.
- La modestia es una hermosa virtud -observĆ³ el otro- Por lo demĆ”s, debo contestar a vuestro discurso: mihi secus videtur; pero dejo en suspenso mi juicio.
- ĀæTendrĆais la bondad de decirme con quiĆ©n tengo el honor de hablar? -preguntĆ³ el Consejero.
- Soy bachiller en Sagradas Escrituras respondiĆ³ el hombre.
Aquella respuesta bastĆ³ al magistrado; el tĆtulo se correspondĆa con el traje. Ā«Seguramente pensĆ³- se trata de algĆŗn viejo maestro de pueblo, un original de Ć©sos que uno encuentra con frecuencia en JutlandiaĀ».
- Aunque esto no es en realidad un locus docendi – rosiguiĆ³ el hombre-, os ruego que os dignĆ©is hablar. Indudablemente habĆ©is leĆdo mucho sobre la AntigĆ¼edad.
- Desde luego -contestĆ³ el Consejero-. Me gusta leer escritos antiguos y Ćŗtiles, pero tambiĆ©n soy aficionado a las cosas modernas, con excepciĆ³n de esas historias triviales, tan abundantes en verdad.
- ĀæHistorias triviales? -preguntĆ³ el bachiller.
- SĆ, me refiero a estas novelas de hoy, tan corrientes.
- Ā”Oh! -dijo, sonriendo, el hombre-, sin embargo, tienen mucho ingenio y se leen en la Corte. El Rey gusta de modo particular de la novela del SeƱor de Iffven y el SeƱor Gaudian, con el rey ArtĆŗs y los Caballeros de la Tabla Redonda; se ha reĆdo no poco con sus altos dignatarios.
- Pues yo no la he leĆdo -dijo el Consejero-. Debe de ser alguna ediciĆ³n recientĆsima de Heiberg.
- No -rectificĆ³ el otro-. No es de Heiberg, sino de Godofredo de Gehmen.
- ĀæAsĆ, Ć©ste es el autor? -preguntĆ³ el magistrado-. Es un nombre antiquĆsimo; asĆ se llama el primer impresor que hubo en Dinamarca, Āæverdad?
- SĆ, es nuestro primer impresor -asintiĆ³ el hombre.
Hasta aquĆ todo marchaba sin tropiezos; luego, uno de los buenos burgueses se puso a hablar de la grave peste que se habĆa declarado algunos aƱos antes, refiriĆ©ndose a la de 1494; pero el Consejero creyĆ³ que se trataba de la epidemia de cĆ³lera, con lo cual la conversaciĆ³n prosiguiĆ³ como sobre ruedas. La guerra de los piratas de 1490, tan reciente, saliĆ³ a su vez a colaciĆ³n. Los corsarios ingleses habĆan capturado barcos en la rada, dijeron; y el Consejero, que habĆa vivido los acontecimientos de 1801, se sumĆ³ a los vituperios contra los ingleses. El resto de la charla, en cambio, ya no discurriĆ³ tan llanamente, y en mĆ”s de un momento pusieron los unos y el otro caras agrias; el buen bachiller resultaba demasiado ignorante, y las manifestaciones mĆ”s simples del magistrado le sonaban a atrevidas y exageradas. Se consideraban mutuamente de reojo, y cuando las cosas se ponĆan demasiado tirantes, el bachiller hablaba en latĆn con la esperanza de ser mejor comprendido; pero nada se sacaba en limpio.
- ĀæQuĆ© tal se siente? -preguntĆ³ la posadera tirando de la manga al Consejero. Entonces Ć©ste volviĆ³ a la realidad; en el calor de la discusiĆ³n habĆa olvidado por completo lo que antes le ocurriera.
- Ā”Dios mĆo! pero, ĀædĆ³nde estoy? -preguntĆ³, sintiendo que le daba vueltas la cabeza.
- Ā”Vamos a tomar un vaso de lo caro! Hidromiel y cerveza de Brema -pidiĆ³ uno de los presentes, y vos beberĆ©is con nosotros.
Entraron dos mozas, una de ellas cubierta con una cofia bicolor; sirvieron la bebida y saludaron con una inclinaciĆ³n. Al Consejero le pareciĆ³ que un extraƱo frĆo le recorrĆa el espinazo.
- ĀæPero quĆ© es esto, quĆ© es esto? -repetĆa; pero no tuvo mĆ”s remedio que beber con ellos, los cuales se apoderaron del buen seƱor. Estaba completamente desconcertado, y al decir uno que estaba borracho, no lo puso en duda, y se limitĆ³ a pedirles que le procurasen un coche. Entonces pensaron los otros que hablaba en moscovita.
Nunca se habĆa encontrado en una compaƱĆa tan ruda y tan ordinaria. Ā«Ā”Es para pensar que el paĆs ha vuelto al paganismo -dijo para sĆ-. Estoy pasando el momento mĆ”s horrible de mi vidaĀ». De repente le vino la idea de meterse debajo de la mesa y alcanzar la puerta andando a gatas. AsĆ lo hizo, pero cuando ya estaba en la salida, los otros se dieron cuenta de su propĆ³sito, lo agarraron por los pies y se quedaron con los chanclos en la mano… afortunadamente para Ć©l, pues al quitarle los chanclos cesĆ³ el hechizo. El Consejero vio entonces ante Ć©l un farol encendido, y detrĆ”s, un gran edificio; todo le resultaba ya conocido y familiar; era la calle del Este, tal como nosotros la conocemos. Se encontrĆ³ tendido en el suelo con las piernas contra una puerta, frente al dormido vigilante nocturno. Ā«Ā”Dios bendito! ĀæEs posible que haya estado tendido en plena calle y soƱando? -dijo-. Ā”SĆ, Ć©sta es la calle del Este! Ā”QuĆ© bonita, quĆ© clara y pintoresca! Ā”Es terrible el efecto de un vaso de ponche!Ā». Dos minutos mĆ”s tarde se hallaba en un coche de punto, que lo conducĆa a Christianshafen; pensaba en las angustias sufridas y daba gracias de todo corazĆ³n a la dichosa realidad de nuestra Ć©poca, que, con todos sus defectos, es infinitamente mejor que la que acababa de dejar; y, bien mirado, el consejero de Justicia era muy discreto al pensar de este modo. Ā Ā LOS CISNES SALVAJES Ā Lejos de nuestras tierras, allĆ” adonde van las golondrinas cuando el invierno llega a nosotros, vivĆa un rey que tenĆa once hijos y una hija llamada Elisa. Los once hermanos eran prĆncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al cinto para ir a la escuela; escribĆan con pizarrĆn de diamante sobre pizarras de oro, y aprendĆan de memoria con la misma facilidad con que leĆan; en seguida se notaba que eran prĆncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un escabel de reluciente cristal, y tenĆa un libro de estampas que habĆa costado lo que valĆa la mitad del reino. Ā”QuĆ© bien lo pasaban aquellos niƱos! LĆ”stima que aquella felicidad no pudiese durar siempre. Su padre, Rey de todo el paĆs, casĆ³ con una reina perversa, que odiaba a los pobres niƱos. Ya al primer dĆa pudieron ellos darse cuenta. Fue el caso, que habĆa gran gala en todo el palacio, y los pequeƱos jugaron a Ā«visitasĀ»; pero en vez de recibir pasteles y manzanas asadas como se suele en tales ocasiones, la nueva Reina no les dio mĆ”s que arena en una taza de tĆ©, diciĆ©ndoles que imaginaran que era otra cosa. A la semana siguiente mandĆ³ a Elisa al campo, a vivir con unos labradores, y antes de mucho tiempo le habĆa ya dicho al Rey tantas cosas malas de los prĆncipes, que Ć©ste acabĆ³ por desentenderse de ellos.
- Ā”A volar por el mundo y apaƱaros por vuestra cuenta! -exclamĆ³ un dĆa la perversa mujer-; Ā”a volar como grandes aves sin voz!-. Pero no pudo llegar al extremo de maldad que habrĆa querido; los niƱos se transformaron en once hermosĆsimos cisnes salvajes. Con un extraƱo grito emprendieron el vuelo por las ventanas de palacio, y, cruzando el parque, desaparecieron en el bosque.
Era aĆŗn de madrugada cuando pasaron por el lugar donde su hermana Elisa yacĆa dormida en el cuarto de los campesinos; y aunque describieron varios cĆrculos sobre el tejado, estiraron los largos cuellos y estuvieron aleteando vigorosamente, nadie los oyĆ³ ni los vio. Hubieron de proseguir, remontĆ”ndose basta las nubes, por esos mundos de Dios, y se dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que se extendĆa hasta la misma orilla del mar. La pobre Elisita seguĆa en el cuarto de los labradores jugando con una hoja verde, Ćŗnico juguete que poseĆa. Abriendo en ella un agujero, mirĆ³ el sol a su travĆ©s y pareciĆ³le como si viera los ojos lĆmpidos de sus hermanos; y cada vez que los rayos del sol le daban en la cara, creĆa sentir el calor de sus besos. Pasaban los dĆas, monĆ³tonos e iguales. Cuando el viento soplaba por entre los grandes setos de rosales plantados delante de la casa, susurraba a las rosas:
- ĀæQuĆ© puede haber mĆ”s hermoso que vosotras?
-. Pero las rosas meneaban la cabeza y respondĆan: – Elisa es mĆ”s hermosa -. Cuando la vieja de la casa, sentada los domingos en el umbral, leĆa su devocionario, el viento le volvĆa las hojas, y preguntaba al libro: – ĀæQuiĆ©n puede ser mĆ”s piadoso que tĆŗ? – Elisa es mĆ”s piadosa replicaba el devocionario; y lo que decĆan las rosas y el libro era la pura verdad. Porque aquel libro no podĆa mentir. HabĆan convenido en que la niƱa regresarĆa a palacio cuando cumpliese los quince aƱos; pero al ver la Reina lo hermosa que era, sintiĆ³ rencor y odio, y la habrĆa transformado en cisne, como a sus hermanos; sin embargo, no se atreviĆ³ a hacerlo en seguida, porque el Rey querĆa ver a su hija. Por la maƱana, muy temprano, fue la Reina al cuarto de baile, que era todo Ć©l de mĆ”rmol y estaba adornado con esplĆ©ndidos almohadones y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los besĆ³ y dijo al primero:
- SĆŗbete sobre la cabeza de Elisa cuando estĆ© en el baƱo, para que se vuelva estĆŗpida como tĆŗ. Ponte sobre su frente -dijo al segundo-, para que se vuelva como tĆŗ de fea, y su padre no la reconozca -. Y al tercero: – SiĆ©ntate sobre su corazĆ³n e infĆŗndele malos sentimientos, para que sufra -. EchĆ³ luego los sapos al agua clara, que inmediatamente se tiĆ±Ć³ de verde, y, llamando a Elisa, la desnudĆ³, mandĆ”ndole entrar en el baƱo; y al hacerlo, uno de los sapos se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el tercero en el pecho, sin que la niƱa pareciera notario; y en cuanto se incorporĆ³, tres rojas flores de adormidera aparecieron flotando en el agua. Aquellos animales eran ponzoƱosos y habĆan sido besados por la bruja; de lo contrario, se habrĆan transformado en rosas encarnadas. Sin embargo, se convirtieron en flores, por el solo hecho de haber estado sobre la cabeza y sobre el corazĆ³n de la princesa, la cual era, demasiado buena e inocente para que los hechizos tuviesen acciĆ³n sobre ella.
Al verlo la malvada Reina, frotĆ³la con jugo de nuez, de modo que su cuerpo adquiriĆ³ un tinte pardo negruzco; untĆ³le luego la cara con una pomada apestosa y le desgreĆ±Ć³ el cabello. Era imposible reconocer a la hermosa Elisa. Por eso se asustĆ³ su padre al verla, y dijo que no era su hija. Nadie la reconociĆ³, excepto el perro mastĆn y las golondrinas; pero eran pobres animales cuya opiniĆ³n no contaba. La pobre Elisa rompiĆ³ a llorar, pensando en sus once hermanos ausentes. SaliĆ³, angustiada, de palacio, y durante todo el dĆa estuvo vagando por campos y eriales, adentrĆ”ndose en el bosque inmenso. No sabĆa adĆ³nde dirigirse, pero se sentĆa acongojada y anhelante de encontrar a sus hermanos, que a buen seguro andarĆan tambiĆ©n vagando por el amplio mundo. Hizo el propĆ³sito de buscarlos. Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo de noche; la doncella habĆa perdido el camino. TendiĆ³se sobre el blando musgo, y, rezadas sus oraciones vespertinas, reclinĆ³ la cabeza sobre un tronco de Ć”rbol. Reinaba un silencio absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el musgo que la rodeaban lucĆan las verdes lucecitas de centenares de luciĆ©rnagas, cuando tocaba con la mano una de las ramas, los insectos luminosos caĆan al suelo como estrellas fugaces. Toda la noche estuvo soƱando en sus hermanos. De nuevo los veĆa de niƱos, jugando, escribiendo en la pizarra de oro con pizarrĆn de diamante y contemplando el maravilloso libro de estampas que habĆa costado medio reino; pero no escribĆan en el tablero, como antes, ceros y rasgos, sino las osadĆsimas gestas que habĆan realizado y todas las cosas que habĆan visto y vivido; y en el libro todo cobraba vida, los pĆ”jaros cantaban, y las personas salĆan de las pĆ”ginas y hablaban con Elisa y sus hermanos; pero cuando volvĆa la hoja saltaban de nuevo al interior, para que no se produjesen confusiones en el texto. Cuando despertĆ³, el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Elisa no podĆa verlo, pues los altos Ć”rboles formaban un techo de espesas ramas; pero los rayos jugueteaban allĆ” fuera como un ondeante velo de oro. El campo esparcĆa sus aromas, y las avecillas venĆan a posarse casi en sus hombros; oĆa el chapoteo del agua, pues fluĆan en aquellos alrededores muchas y caudalosas fuentes, que iban a desaguar en un lago de lĆmpido fondo arenoso. HabĆa, si, matorrales muy espesos, pero en un punto los ciervos habĆan hecho una ancha abertura, y por ella bajĆ³ Elisa al agua. Era Ć©sta tan cristalina, que, de no haber agitado el viento las ramas y matas, la muchacha habrĆa podido pensar que estaban pintadas en el suelo; tal era la claridad con que se reflejaba cada hoja, tanto las baƱadas por el sol como las que se hallaban en la sombra. Al ver su propio rostro tuvo un gran sobresalto, tan negro y feo era; pero en cuanto se hubo frotado los ojos y la frente con la mano mojada, volviĆ³ a brillar su blanquĆsima piel. Se desnudĆ³ y metiĆ³se en el agua pura; en el mundo entero no se habrĆa encontrado una princesa tan hermosa como ella. Vestida ya de nuevo y trenzado el largo cabello, se dirigiĆ³ a la fuente borboteante, bebiĆ³ del hueco de la mano y prosiguiĆ³ su marcha por el bosque, a la ventura, sin saber adĆ³nde. Pensaba en sus hermanos y en Dios misericordioso, que seguramente no la abandonarĆa: El hacĆa crecer las manzanas silvestres para alimentar a los hambrientos; y la guiĆ³ hasta uno de aquellos Ć”rboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso del fruto. ComiĆ³ de Ć©l, y, despuĆ©s de colocar apoyos para las ramas, adentrĆ³se en la parte mĆ”s oscura de la selva. Reinaba allĆ un silencio tan profundo, que la muchacha oĆa el rumor de sus propios pasos y el de las hojas secas, que se doblaban bajo sus pies. No se veĆa ni un pĆ”jaro: ni un rayo de sol se filtraba por entre las corpulentas y densas ramas de los Ć”rboles, cuyos altos troncos estaban tan cerca unos de otros, que, al mirar la doncella a lo alto, parecĆale verse rodeada por un enrejado de vigas. Era una soledad como nunca habĆa conocido. La noche siguiente fue muy oscura; ni una diminuta luciĆ©rnaga brillaba en el musgo. Ella se echĆ³, triste, a dormir, y entonces tuvo la impresiĆ³n de que se apartaban las ramas extendidas encima de su cabeza y que Dios Nuestro SeƱor la miraba con ojos bondadosos, mientras unos angelitos le rodeaban y asomaban por entre sus brazos. Al despertarse por la maƱana, no sabĆa si habĆa soƱado o si todo aquello habĆa sido realidad. Anduvo unos pasos y se encontrĆ³ con una vieja que llevaba bayas en una cesta. La mujer le dio unas cuantas, y Elisa le preguntĆ³ si por casualidad habĆa visto a los once prĆncipes cabalgando por el bosque. – No -respondiĆ³ la vieja-, pero ayer vi once cisnes, con coronas de oro en la cabeza, que iban rĆo abajo. AcompaĆ±Ć³ a Elisa un trecho, hasta una ladera a cuyo pie serpenteaba un riachuelo. Los Ć”rboles de sus orillas extendĆan sus largas y frondosas ramas al encuentro unas de otras, y allĆ donde no se alcanzaban por su crecimiento natural, las raĆces salĆan al exterior y formaban un entretejido por encima del agua. Elisa dijo adiĆ³s a la vieja y siguiĆ³ por la margen del rĆo, hasta el punto en que Ć©ste se vertĆa en el gran mar abierto. Frente a la doncella se extendĆa el soberbio ocĆ©ano, pero en Ć©l no se divisaba ni una vela, ni un bote. ĀæCĆ³mo seguir adelante? ConsiderĆ³ las innĆŗmeras piedrecitas de la playa, redondeadas y pulimentadas por el agua. Cristal, hierro, piedra, todo lo acumulado allĆ habĆa sido moldeado por el agua, a pesar de ser Ć©sta mucho mĆ”s blanda que su mano. Ā«La ola se mueve incesantemente y asĆ alisa las cosas duras; pues yo serĆ© tan incansable como ella. Gracias por vuestra lecciĆ³n, olas claras y saltarinas; algĆŗn dĆa, me lo dice el corazĆ³n, me llevarĆ©is al lado de mis hermanos queridosĀ». Entre las algas arrojadas por el mar a la playa yacĆan once blancas plumas de cisne, que la niƱa recogiĆ³, haciendo un haz con ellas. Estaban cuajadas de gotitas de agua, rocĆo o lĆ”grimas, ĀæquiĆ©n sabe?. Se hallaba sola en la orilla, pero no sentĆa la soledad, pues el mar cambiaba constantemente; en unas horas se transformaba mĆ”s veces que los lagos en todo un aƱo. Si avanzaba una gran nube negra, el mar parecĆa decir: Ā«Ā”Ved, quĆ© tenebroso puedo ponerme!Ā». Luego soplaba viento, y las olas volvĆan al exterior su parte blanca. Pero si las nubes eran de color rojo y los vientos dormĆan, el mar podĆa compararse con un pĆ©talo de rosa; era ya verde, ya blanco, aunque por mucha calma que en Ć©l reinara, en la orilla siempre se percibĆa un leve movimiento; el agua se levantaba dĆ©bilmente, como el pecho de un niƱo dormido. A la hora del ocaso, Elisa vio que se acercaban volando once cisnes salvajes coronados de oro; iban alineados, uno tras otro, formando una larga cinta blanca. Elisa remontĆ³ la ladera y se escondiĆ³ detrĆ”s de un matorral; los cisnes se posaron muy cerca de ella, agitando las grandes alas blancas.
LOS VECINOS
Cualquiera habrĆa dicho que algo importante ocurrĆa en la balsa del pueblo, y, sin embargo, no pasaba nada. Todos los patos, tanto los que se mecĆan en el agua como los que se habĆan puesto de cabeza – pues saben hacerlo -, de pronto se pusieron a nadar precipitadamente hacia la orilla; en el suelo cenagoso quedaron bien visibles las huellas de sus pies y sus gritos podĆan oĆrse a gran distancia. El agua se agitĆ³ violentamente, y eso que unos momentos antes estaba tersa como un espejo, en el que se reflejaban uno por uno los Ć”rboles y arbustos de las cercanĆas y la vieja casa de campo con los agujeros de la fachada y el nido de golondrinas, pero muy especialmente el gran rosal cuajado de rosas, que bajaba desde el muro hasta muy adentro del agua. El conjunto parecĆa un cuadro puesto del revĆ©s. Pero en cuanto el agua se agitaba, todo se revolvĆa, y la pintura se esfumaba. Dos plumas que habĆan caĆdo de los patos al desplegar las alas, se balanceaban sobre las olas, como si soplase el viento; y, sin embargo, no lo habĆa. Por fin quedaron inmĆ³viles: el agua recuperĆ³ su primitiva tersura y volviĆ³ a reflejar claramente la fachada con el nido de golondrinas y el rosal con cada una de sus flores, que eran hermosĆsimas, aunque ellas lo ignoraban porque nadie se lo habĆa dicho. El sol se filtraba por entre las delicadas y fragantes hojas; y cada rosa se sentĆa feliz, de modo parecido a lo que nos sucede a las personas cuando estamos sumidos en nuestros pensamientos.
- Ā”QuĆ© bella es la vida! -decĆa cada una de las rosas-. Lo Ćŗnico que desearĆa es poder besar al sol, por ser tan cĆ”lido y tan claro.
- Y tambiĆ©n quisiera besar las rosas de debajo del agua: Ā”se parecen tanto a nosotras! Y besarĆa tambiĆ©n a las dulces avecillas del nido, que asoman la cabeza piando levemente; no tienen aĆŗn plumas como sus padres. Son buenos los vecinos que tenemos, tanto los de arriba como los de abajo. Ā”QuĆ© hermosa es la vida!
Aquellos pajarillos de arriba y de abajo – los segundos no eran sino el reflejo de los primeros en el agua – eran gurriatos, hijos de gorriones; habĆan ocupado el nido abandonado por las golondrinas el aƱo anterior, y se encontraban en Ć©l como en su propia casa.
- ĀæSon patitos los que allĆ nadan? -preguntaron los gurriatos al ver flotar en el agua las plumas de las palmĆpedas.
- Ā”No preguntĆ©is tonterĆas! -replicĆ³ la madre-. ĀæNo veis que son plumas, prendas de vestir vivas como las que yo llevo y que vosotros llevarĆ©is tambiĆ©n, sĆ³lo que las nuestras son mĆ”s finas? Por lo demĆ”s, me gustarĆa tenerlas aquĆ en el nido, pues son muy calientes. Quisiera saber de quĆ© se espantaron los patos. HabrĆ” sucedido algo en el agua. Yo no he sido, aunque confieso que he piado un poco fuerte. Esas cabezotas de rosas deberĆan saberlo, pero no saben nada; mirarse en el espejo y despedir perfume, eso es cuanto saben hacer. Ā”QuĆ© vecinas tan aburridas!
- Ā”Escuchad los pajarillos de arriba! -dijeron las rosas-, hacen ensayos de canto. No saben todavĆa, pero ya vendrĆ”. Ā”QuĆ© bonito debe ser saber cantar! Es delicioso tener vecinos tan alegres.
En aquel momento llegaron, galopando, dos caballos; venĆan a abrevar; un zagal montaba uno de ellos, despojado de todas sus prendas de vestir, excepto el sombrero, grande y de anchas alas. El mozo silbaba como si fuese un pajarillo, y se metiĆ³ con su cabalgadura en la parte mĆ”s profunda de la balsa; al pasar junto al rosal cortĆ³ una de sus rosas, se la prendiĆ³ en el sombrero, para ir bien adornado, y siguiĆ³ adelante. Las otras rosas miraban a su hermana y se preguntaban mutuamente: – ĀæAdĆ³nde va? pero ninguna lo sabĆa.
- A veces me gustarĆa salir a correr mundo -dijo una de las flores a sus compaƱeras-. Aunque tambiĆ©n es muy hermoso este rincĆ³n verde en que vivimos. Durante el dĆa brilla el sol y nos calienta, y por la noche, el cielo es aĆŗn mĆ”s bello; podemos verlo a travĆ©s de los agujeritos que tiene.
Se referĆa a las estrellas; pensaba que eran agujeros del cielo. Ā”No llegaba a mĆ”s la ciencia de las rosas!
- Nosotros traemos vida y animaciĆ³n a estos parajes -dijo la gorriona-. Los nidos de golondrina son de buen agĆ¼ero, dice la gente; por eso se alegran de tenernos. Pero aquel vecino, el gran rosal que se encarama por la pared, produce humedad. Espero que se marche pronto, y en su lugar crezca trigo. Las rosas sĆ³lo sirven de adorno y para perfumar el ambiente; a lo sumo, para sujetarlas al sombrero. Todos los aƱos se marchitan, lo sĆ© por mi madre. La campesina las conserva en sal, y entonces tienen un nombre francĆ©s que no sĆ© pronunciar, ni me importa; luego las esparce por la ventana cuando quiere que huela bien. Ā”Y Ć©sta es toda su vida! No sirven mĆ”s que para alegrar los ojos y el olfato. Ya lo sabĆ©is, pues.
Al anochecer, cuando los mosquitos empezaron a danzar en el aire tibio, y las nubes adquirieron sus tonalidades rojas, presentĆ³se el ruiseƱor y cantĆ³ a las rosas que en este mundo lo bello se parece a la luz del sol y vive eternamente. Pero las rosas creyeron que el ruiseƱor cantaba sus propias loanzas, y cualquiera lo habrĆa pensado tambiĆ©n. No se les ocurriĆ³ que eran ellas el objeto de su canto; sin embargo, experimentaron un gran placer y se preguntaban si tal vez los gurriatos no se volverĆan a su vez ruiseƱores.
- He comprendido muy bien lo que cantĆ³ el pĆ”jaro -dijeron los gurriatos-. SĆ³lo una palabra quisiera que me explicasen: ĀæquĆ© significa Ā«lo belloĀ»?
- No es nada -respondiĆ³ la madre-, es una simple apariencia. AllĆ” arriba, en la finca de los seƱores, donde las palomas tienen su casa propia y todos los dĆas se les reparten guisantes y grano – yo he comido tambiĆ©n con ellas, y algĆŗn dĆa vendrĆ©is vosotros: dime con quiĆ©n andas y te dirĆ© quiĆ©n eres -, pues en aquella finca tienen dos pĆ”jaros de cuello verde y un mechoncito de plumas en la cabeza. Pueden extender la cola como si fuese una gran rueda; tienen todos los colores, hasta el punto de que duelen los ojos de mirarlos. Se llaman pavos reales, y son la belleza. SĆ³lo con que los desplumasen un poquitĆn, casi no se distinguirĆan de nosotros. Ā”Me entraban ganas de emprenderlas a picotazos con ellos, pero eran tan grandotes!.
- Pues yo los voy a picotear -exclamĆ³ el benjamĆn de los gurriatos; el mocoso no tenĆa aĆŗn plumas.
En el cortijo vivĆa un joven matrimonio que se querĆa tiernamente; los dos eran laboriosos y despiertos, y su casa era un primor de bien cuidada. Los domingos por la maƱana salĆa la mujer, cortaba un ramo de las rosas mĆ”s bellas y las ponĆa en un florero, en el centro del armario. – Ā”Ahora me doy cuenta de que es domingo! decĆa el marido, besando a su esposa; y luego se sentaban y lean un salmo, cogidos de las manos, mientras el sol penetraba por las ventanas, iluminando las frescas rosas y a la enamorada pareja.
- Ā”Este espectĆ”culo me aburre! -dijo la gorriona, que lo contemplaba desde su nido de enfrente; y echĆ³ a volar.
Lo mismo hizo una semana despuĆ©s, pues cada domingo ponĆan rosas frescas en el florero, y el rosal seguĆa floreciendo tan hermoso. Los gorrioncitos, que ya tenĆan plumas, hubieran querido lanzarse a volar con su madre, pero Ć©sta les dijo: – Ā”Quedaos aquĆ! – y se estuvieron quietecitos. Ella se fue, pero, como suele ocurrir con harta frecuencia, de pronto quedĆ³ cogida en un lazo hecho de crines de caballo, que unos muchachos habĆan colocado en una rama. Las crines aprisionaron fuertemente la pata de la gorriona, tanto, que parecĆa que iban a partirla. Ā”QuĆ© dolor y quĆ© miedo! Los chicos cogieron el pĆ”jaro, oprimiĆ©ndole terriblemente: – Ā”SĆ³lo es un gorriĆ³n! -dijeron; pero no lo soltaron, sino que se lo llevaron a casa, golpeĆ”ndolo en el pico cada vez que chillaba. En la casa habĆa un viejo entendido en el arte de fabricar jabĆ³n para la barba y para las manos, jabĆ³n en bolas y en pastillas. Era un viejo alegre y trotamundos; al ver el gorriĆ³n que traĆan los niƱos, del que, segĆŗn ellos, no sabĆan quĆ© hacer, preguntĆ³les:
- ĀæQuerĆ©is que lo pongamos guapo?
Un estremecimiento de terror recorriĆ³ el cuerpo de la gorriona al oĆr aquellas palabras. El viejo abriĆ³ su caja – que contenĆa colores bellĆsimos -, tomĆ³ una buena porciĆ³n de purpurina y, cascando un huevo que le proporcionaron los chiquillos, separĆ³ la clara y untĆ³ con ella todo el cuerpo del avecilla, espolvoreĆ”ndolo luego con el oro. Y de este modo quedĆ³ la gorriona dorada, aunque no pensaba en su belleza, pues se morĆa de miedo. DespuĆ©s, el jabonero arrancĆ³ un trapo rojo del forro de su vieja chaqueta, lo cortĆ³ en forma de cresta y lo pegĆ³ en la cabeza del pĆ”jaro.
- Ā”Ahora verĆ©is volar el pĆ”jaro de oro! -dijo, soltando al animalito, el cual, presa de mortal terror, emprendiĆ³ el vuelo por el espacio soleado. Ā”Dios mĆo, y cĆ³mo relucĆa! Todos los gorriones, y tambiĆ©n una corneja que no estaba ya en la primera edad, se asustaron al verlo, pero se lanzaron en su persecuciĆ³n, Ć”vidos de saber quiĆ©n era aquel pĆ”jaro desconocido.
- ĀæDe dĆ³nde, de dĆ³nde? -gritaba la corneja.
- Ā”Espera un poco, espera un poco! -decĆan los gorriones. Pero ella no estaba para aguardar; dominada por el miedo y la angustia, se dirigiĆ³ en lĆnea recta hacia su casa. Poco le faltaba para desplomarse rendida, pero cada vez era mayor el nĆŗmero de sus perseguidores, grandes y chicos; algunos se disponĆan incluso a atacarla.
- Ā”Fijaos en Ć©se, fijaos en Ć©se! -gritaban todos. – Ā”Fijaos en Ć©se, Fijaos en Ć©se! -gritaron tambiĆ©n sus crĆas cuando a madre llegĆ³ al nido-. Seguramente es un pavito, tiene todos los colores, y hace daƱo a los ojos, como dijo madre. Ā”Pip! Ā”Es la belleza! -. Y arremetieron contra ella a picotazos, impidiĆ©ndole posarse en el nido; y estaba la gorriona tan aterrorizada, que no fue capaz de decir Ā”pip!, y mucho menos, claro estĆ”, Ā”soy vuestra madre! Las otras aves la agredieron tambiĆ©n, le arrancaron todas las plumas, y la pobre cayĆ³ ensangrentada en medio del rosal.
- Ā”Pobre animal! -dijeron las rosas-. Ā”Ven, te ocultaremos! Ā”Apoya la cabecita sobre nosotras! La gorriona extendiĆ³ por Ćŗltima vez las alas, luego las oprimiĆ³ contra el cuerpo y expirĆ³ en el seno de la familia vecina de las frescas y perfumadas rosas.
- Ā”Pip! -decĆan los gurriatos en el nido -, no entiendo dĆ³nde puede estar nuestra madre. ĀæNo serĆ” una treta suya, para que nos despabilemos por nuestra cuenta y nos busquemos la comida? Nos ha dejado en herencia la casa, pero, ĀæquiĆ©n de nosotros se quedarĆ” con ella, cuando llegue la hora de constituir una familia?
- Pues ya verĆ©is cĆ³mo os echo de aquĆ, el dĆa en que amplĆe mi hogar con mujer e hijos – dijo el mĆ”s pequeƱo.
- Ā”Yo tendrĆ© mujer e hijos antes que tĆŗ! -replicĆ³ el segundo.- Ā”Yo soy el mayor! -gritĆ³ un tercero. Todos empezaron a increparse, a propinarse aletazos y picotazos, y, Ā”paf!, uno tras otro fueron cayendo del nido; pero aĆŗn en el suelo seguĆan peleĆ”ndose. Con la cabeza de lado, guiƱaban el ojo dirigido hacia arriba: era su modo de manifestar su enfado.
SabĆan ya volar un poquitĆn; luego se ejercitaron un poco mĆ”s y por Ćŗltimo, convinieron en que, para reconocerse si alguna vez se encontraban por esos mundos de Dios, dirĆan tres veces Ā”pip! y rascarĆan otras tantas con el pie izquierdo.
LOS VESTIDOS NUEVOS DEL EMPERADOR
Hace de esto muchos aƱos, habĆa un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la mĆ”xima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. TenĆa un vestido distinto para cada hora del dĆa, y de la misma manera que se dice de un rey: Ā«EstĆ” en el ConsejoĀ», de nuestro hombre se decĆa: Ā«El Emperador estĆ” en el vestuarioĀ». La ciudad en que vivĆa el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los dĆas llegaban a ella muchĆsimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacĆan pasar por tejedores, asegurando que sabĆan tejer las mĆ”s maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosĆsimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseĆan la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estĆŗpida. – Ā”Deben ser vestidos magnĆficos! -pensĆ³ el Emperador-. Si los tuviese, podrĆa averiguar quĆ© funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. PodrĆa distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandĆ³ abonar a los dos pĆcaros un buen adelanto en metĆ”lico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes. Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenĆan nada en la mĆ”quina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas mĆ”s finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguĆan haciendo como que trabajaban en los telares vacĆos hasta muy entrada la noche. Ā«Me gustarĆa saber si avanzan con la telaĀ»-, pensĆ³ el Emperador. Pero habla una cuestiĆ³n que lo tenĆa un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estĆŗpido o inepto para su cargo no podrĆa ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sĆ mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, preferĆa enviar primero a otro, para cerciorarse de cĆ³mo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta quĆ© punto su vecino era estĆŗpido o incapaz. Ā«EnviarĆ© a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensĆ³ el Emperador-. Es un hombre honrado y el mĆ”s indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeƱe el cargo como Ć©lĀ». El viejo y digno ministro se presentĆ³, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguĆan trabajando en los telares vacĆos. Ā«Ā”Dios nos ampare! -pensĆ³ el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. Ā”Pero si no veo nada!Ā». Sin embargo, no soltĆ³ palabra. Los dos fulleros le rogaron que se acercase le preguntaron si no encontraba magnĆficos el color y el dibujo. Le seƱalaban el telar vacĆo, y el pobre hombre seguĆa con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada habĆa. Ā«Ā”Dios santo! -pensĆ³-. ĀæSerĆ© tonto acaso? JamĆ”s lo hubiera creĆdo, y nadie tiene que saberlo. ĀæEs posible que sea inĆŗtil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la telaĀ».
- ĀæQuĆ©? ĀæNo dice Vuecencia nada del tejido? preguntĆ³ uno de los tejedores.
- Ā”Oh, precioso, maravilloso! -respondiĆ³ el viejo ministro mirando a travĆ©s de los lentes-. Ā”QuĆ© dibujo y quĆ© colores! Desde luego, dirĆ© al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
- Nos da una buena alegrĆa -respondieron los dos tejedores, dĆ”ndole los nombres de los colores y describiĆ©ndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y asĆ lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces mĆ”s dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a su bolsillo, pues ni una hebra se empleĆ³ en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las mĆ”quinas vacĆas. Poco despuĆ©s el Emperador enviĆ³ a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedarĆa pronto lista. Al segundo le ocurriĆ³ lo que al primero; mirĆ³ y mirĆ³, pero como en el telar no habĆa nada, nada pudo ver.
- ĀæVerdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, seƱalando y explicando el precioso dibujo que no existĆa.
Ā«Yo no soy tonto -pensĆ³ el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. SerĆa muy fastidioso. Es preciso que nadie se dĆ© cuentaĀ». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veĆa, y ponderĆ³ su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo. – Ā”Es digno de admiraciĆ³n! -dijo al Emperador. Todos los moradores de la capital hablaban de la magnĆfica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminĆ³ a la casa donde paraban los pĆcaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
- ĀæVerdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. FĆjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos – y seƱalaban el telar vacĆo, creyendo que los demĆ”s veĆan la tela.
Ā«Ā”CĆ³mo! -pensĆ³ el Emperador-. Ā”Yo no veo nada! Ā”Esto es terrible! ĀæSerĆ© tonto? ĀæAcaso no sirvo para emperador? SerĆa espantosoĀ».
- Ā”Oh, sĆ, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacĆo; no querĆa confesar que no veĆa nada. Todos los componentes de su sĆ©quito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: – Ā”oh, quĆ© bonito! -, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela, en la procesiĆ³n que debĆa celebrarse prĆ³ximamente. – Ā”Es preciosa, elegantĆsima, estupenda! – corrĆa de boca en boca, y todo el mundo parecĆa extasiado con ella. El Emperador concediĆ³ una condecoraciĆ³n a cada uno de los dos bellacos para que se la prendieran en el ojal, y los nombrĆ³ tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precediĆ³ al dĆa de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con diecisĆ©is lĆ”mparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confecciĆ³n de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: – Ā”Por fin, el vestido estĆ” listo! LlegĆ³ el Emperador en compaƱĆa de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
- Esto son los pantalones. AhĆ estĆ” la casaca. – AquĆ tenĆ©is el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraƱa; uno creerĆa no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
- Ā”SĆ! – asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veĆan nada, pues nada habĆa.
- ĀæQuiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestiros el nuevo delante del espejo?
QuitĆ³se el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendĆan haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.
- Ā”Dios, y quĆ© bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. Ā”Vaya dibujo y vaya colores! Ā”Es un traje precioso! – El palio bajo el cual irĆ” Vuestra Majestad durante la procesiĆ³n, aguarda ya en la calle – anunciĆ³ el maestro de Ceremonias.
- Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ĀæVerdad que me sienta bien? – y volviĆ³se una vez mĆ”s de cara al espejo, para que todos creyeran que veĆa el vestido.
Los ayudas de cĆ”mara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademĆ”n de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veĆan nada. Y de este modo echĆ³ a andar el Emperador bajo el magnĆfico palio, mientras el gentĆo, desde la calle y las ventanas, decĆan:
- Ā”QuĆ© preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! Ā”QuĆ© Ā Ā magnĆfica Ā Ā Ā Ā Ā Ā cola! Ā Ā Ā”QuĆ© hermoso es todo!-. Nadie permitĆa que los demĆ”s se diesen cuenta de que nada veĆa, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estĆŗpido. NingĆŗn traje del Monarca habĆa tenido tanto Ć©xito como aquĆ©l.
Ā”Pero si no lleva nada! -exclamĆ³ de pronto un niƱo. – Ā”Dios bendito, escuchad la voz de la inocencia! – dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oĆdo lo que acababa de decir el pequeƱo.
- Ā”No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
- Ā”Pero si no lleva nada! -gritĆ³, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietĆ³ al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenĆa razĆ³n; mas pensĆ³: Ā«Hay que aguantar hasta el finĀ». Y siguiĆ³ mĆ”s altivo que antes; y los ayudas de cĆ”mara continuaron sosteniendo la inexistente cola. Ā Ā LOS ZAPATOS ROJOS Ā Ćrase una vez una niƱa muy linda y delicada, pero tan pobre, que en verano andaba siempre descalza, y en invierno tenĆa que llevar unos grandes zuecos, por lo que los piececitos se le ponĆan tan encarnados, que daba lĆ”stima. En el centro del pueblo habitaba una anciana, viuda de un zapatero. TenĆa unas viejas tiras de paƱo colorado, y con ellas cosiĆ³, lo mejor que supo, un par de zapatillas. Eran bastante patosas, pero la mujer habĆa puesto en ellas toda su buena intenciĆ³n. SerĆan para la niƱa, que se llamaba Karen. Le dieron los zapatos rojos el mismo dĆa en que enterraron a su madre; aquel dĆa los estrenĆ³. No eran zapatos de luto, cierto, pero no tenĆa otros, y calzada con ellos acompaĆ±Ć³ el humilde fĆ©retro. AcertĆ³ a pasar un gran coche, en el que iba una seƱora anciana. Al ver a la pequeƱuela, sintiĆ³ compasiĆ³n y dijo al seƱor cura:
- Dadme la niƱa, yo la criarƩ.
Karen creyĆ³ que todo aquello era efecto de los zapatos colorados, pero la dama dijo que eran horribles y los tirĆ³ al fuego. La niƱa recibiĆ³ vestidos nuevos y aprendiĆ³ a leer y a coser. La gente decĆa que era linda; sĆ³lo el espejo decĆa:
- Eres mƔs que linda, eres hermosa.
Un dĆa la Reina hizo un viaje por el paĆs, acompaƱada de su hijita, que era una princesa. La gente afluyĆ³ al palacio, y Karen tambiĆ©n. La princesita saliĆ³ al balcĆ³n para que todos pudieran verla. Estaba preciosa, con un vestido blanco, pero nada de cola ni de corona de oro. En cambio, llevaba unos magnĆficos zapatos rojos, de tafilete, mucho mĆ”s hermosos, desde luego, que los que la viuda del zapatero habĆa confeccionado para Karen. No hay en el mundo cosa que pueda compararse a unos zapatos rojos. LlegĆ³ la niƱa a la edad en que debĆa recibir la confirmaciĆ³n; le hicieron vestidos nuevos, y tambiĆ©n habĆan de comprarle nuevos zapatos. El mejor zapatero de la ciudad tomĆ³ la medida de su lindo pie; en la tienda habĆa grandes vitrinas con zapatos y botas preciosos y relucientes. Todos eran hermosĆsimos, pero la anciana seƱora, que apenas veĆa, no encontraba ningĆŗn placer en la elecciĆ³n. HabĆa entre ellos un par de zapatos rojos, exactamente iguales a los de la princesa: Ā”quĆ© preciosos! AdemĆ”s, el zapatero dijo que los habĆa confeccionado para la hija de un conde, pero luego no se habĆan adaptado a su pie.
- ĀæSon de charol, no? -preguntĆ³ la seƱora-. Ā”CĆ³mo brillan!
- ĀæVerdad que brillan? – dijo Karen; y como le sentaban bien, se los compraron; pero la anciana ignoraba que fuesen rojos, pues de haberlo sabido jamĆ”s habrĆa permitido que la niƱa fuese a la confirmaciĆ³n con zapatos colorados. Pero fue.
Todo el mundo le miraba los pies, y cuando, despuĆ©s de avanzar por la iglesia, llegĆ³ a la puerta del coro, le pareciĆ³ como si hasta las antiguas estatuas de las sepulturas, las imĆ”genes de los monjes y las religiosas, con sus cuellos tiesos y sus largos ropajes negros, clavaran los ojos en sus zapatos rojos; y sĆ³lo en ellos estuvo la niƱa pensando mientras el obispo, poniĆ©ndole la mano sobre la cabeza, le hablĆ³ del santo bautismo, de su alianza con Dios y de que desde aquel momento debĆa ser una cristiana consciente. El Ć³rgano tocĆ³ solemnemente, resonaron las voces melodiosas de los niƱos, y cantĆ³ tambiĆ©n el viejo maestro; pero Karen sĆ³lo pensaba en sus magnĆficos zapatos. Por la tarde se enterĆ³ la anciana seƱora -alguien se lo dijo- de que los zapatos eran colorados, y declarĆ³ que aquello era feo y contrario a la modestia; y dispuso que, en adelante, Karen deberĆa llevar zapatos negros para ir a la iglesia, aunque fueran viejos. El siguiente domingo era de comuniĆ³n. Karen mirĆ³ sus zapatos negros, luego contemplĆ³ los rojos, volviĆ³ a contemplarlos y, al fin, se los puso. Brillaba un sol magnĆfico. Karen y la seƱora anciana avanzaban por la acera del mercado de granos; habĆa un poco de polvo. En la puerta de la iglesia se habĆa apostado un viejo soldado con una muleta y una larguĆsima barba, mĆ”s roja que blanca, mejor dicho, roja del todo. Se inclinĆ³ hasta el suelo y preguntĆ³ a la dama si querĆa que le limpiase los zapatos. Karen presentĆ³ tambiĆ©n su piececito. – Ā”Caramba, quĆ© preciosos zapatos de baile! exclamĆ³ el hombre-. Ajustad bien cuando bailĆ©is – y con la mano dio un golpe a la suela. La dama entregĆ³ una limosna al soldado y penetrĆ³ en la iglesia con Karen. Todos los fieles miraban los zapatos rojos de la niƱa, y las imĆ”genes tambiĆ©n; y cuando ella, arrodillada ante el altar, llevĆ³ a sus labios el cĆ”liz de oro, estaba pensando en sus zapatos colorados y le pareciĆ³ como si nadaran en el cĆ”liz; y se olvidĆ³ de cantar el salmo y de rezar el padrenuestro. Salieron los fieles de la iglesia, y la seƱora subiĆ³ a su coche. Karen levantĆ³ el pie para subir a su vez, y el viejo soldado, que estaba junto al carruaje, exclamĆ³: – Ā”Vaya preciosos zapatos de baile! -. Y la niƱa no pudo resistir la tentaciĆ³n de marcar unos pasos de danza; y he aquĆ que no bien hubo empezado, sus piernas siguieron bailando por sĆ solas, como si los zapatos hubiesen adquirido algĆŗn poder sobre ellos. Bailando se fue hasta la esquina de la iglesia, sin ser capaz de evitarlo; el cochero tuvo que correr tras ella y llevarla en brazos al coche; pero los pies seguĆan bailando y pisaron fuertemente a la buena anciana. Por fin la niƱa se pudo descalzar, y las piernas se quedaron quietas. Al llegar a casa los zapatos fueron guardados en un armario; pero Karen no podĆa resistir la tentaciĆ³n de contemplarlos. EnfermĆ³ la seƱora, y dijeron que ya no se curarĆa. Hubo que atenderla y cuidarla, y nadie estaba mĆ”s obligado a hacerlo que Karen. Pero en la ciudad daban un gran baile, y la muchacha habĆa sido invitada. MirĆ³ a la seƱora, que estaba enferma de muerte, mirĆ³ los zapatos rojos, se dijo que no cometĆa ningĆŗn pecado. Se los calzĆ³ – ĀæquĆ© habĆa en ello de malo? – y luego se fue al baile y se puso a bailar. Pero cuando querĆa ir hacia la derecha, los zapatos la llevaban hacia la izquierda; y si querĆa dirigirse sala arriba, la obligaban a hacerlo sala abajo; y asĆ se vio forzada a bajar las escaleras, seguir la calle y salir por la puerta de la ciudad, danzando sin reposo; y, sin poder detenerse, llegĆ³ al oscuro bosque. Vio brillar una luz entre los Ć”rboles y pensĆ³ que era la luna, pues parecĆa una cara; pero resultĆ³ ser el viejo soldado de la barba roja, que haciĆ©ndole un signo con la cabeza, le dijo: – Ā”Vaya hermosos zapatos de baile! Se asustĆ³ la muchacha y tratĆ³ de quitarse los zapatos para tirarlos; pero estaban ajustadĆsimos, y, aun cuando consiguiĆ³ arrancarse las medias, los zapatos no salieron; estaban soldados a los pies. Y hubo de seguir bailando por campos y prados, bajo la lluvia y al sol, de noche y de dĆa. Ā”De noche, especialmente, era horrible! Ā Ā Ā Ā”NO ERA BUENA PARA NADA! Ā El alcalde estaba de pie ante la ventana abierta; lucĆa camisa de puƱos planchados y un alfiler en la pechera, y estaba reciĆ©n afeitado. Lo habĆa hecho con su propia mano, y se habĆa producido una pequeƱa herida; pero la habĆa tapado con un trocito de papel de periĆ³dico.
- Ā”Oye, chaval! – gritĆ³.
El chaval era el hijo de la lavandera; pasaba por allĆ y se quitĆ³ respetuosamente la gorra, cuya visera estaba doblada de modo que pudiese guardarse en el bolsillo. El niƱo, pobremente vestido pero con prendas limpias y cuidadosamente remendadas, se detuvo reverente, cual si se encontrase ante el Rey en persona.
- Eres un buen muchacho – dijo el alcalde -, y muy bien educado. Tu madre debe de estar lavando ropa en el rĆo. Y tĆŗ irĆ”s a llevarle eso que traes en el bolsillo, Āæno? Mal asunto, ese de tu madre. ĀæCuĆ”nto le llevas?
- Medio cuartillo – contestĆ³ el niƱo a media voz, en tono asustado.
- ĀæY esta maƱana se bebiĆ³ otro tanto? – prosiguiĆ³ el hombre.
- No, fue ayer – corrigiĆ³ el pequeƱo.
- Dos cuartos hacen un medio. No vale para nada. Es triste la condiciĆ³n de esa gente. Dile a tu madre que debiera avergonzarse. Y tĆŗ procura no ser un borracho, aunque mucho me temo que tambiĆ©n lo serĆ”s. Ā”Pobre chiquillo! Anda, vete.
El niƱo siguiĆ³ su camino, guardando la gorra en la mano, por lo que el viento le agitaba el rubio cabello y se lo levantaba en largos mechones. TorciĆ³ al llegar al extremo de la calle, y por un callejĆ³n bajĆ³ al rĆo, donde su madre, de pies en el agua junto a la banqueta, golpeaba la pesada ropa con la pala. El agua bajaba en impetuosa corriente – pues habĆan abierto las esclusas del molino, – arrastrando las sĆ”banas con tanta fuerza, que amenazaba llevarse banqueta y todo. A duras penas podĆa contenerla la mujer.
- Ā”Por poco se me lleva a mĆ y todo! – dijo -. Gracias a que has venido, pues necesito reforzarme un poquitĆn. El agua estĆ” frĆa, y llevo ya seis horas aquĆ. ĀæMe traes algo?
El muchacho sacĆ³ la botella, y su madre, aplicĆ”ndosela a la boca, bebiĆ³ un trago.
- Ā”Ah, quĆ© bien sienta! Ā”QuĆ© calorcito da! Es lo mismo que tomar un plato de comida caliente, y sale mĆ”s barato. Ā”Bebe, pequeƱo! EstĆ”s pĆ”lido, debes de tener frĆo con estas ropas tan delgadas; estamos ya en otoƱo. Ā”Uf, quĆ© frĆa estĆ” el agua! Ā”Con tal que no caiga yo enferma! Pero no serĆ”. Dame otro trago, y bebe tĆŗ tambiĆ©n, pero un sorbito solamente; no debes acostumbrarte, pobre hijito mĆo.
Y subiĆ³ a la pasarela sobre la que estaba el pequeƱo y pasĆ³ a la orilla; el agua le manaba de la estera de junco que, para protegerse, llevaba atada alrededor del cuerpo, y le goteaba tambiĆ©n de la falda.
- Trabajo tanto, que la sangre casi me sale por las uƱas; pero no importa, con tal que pueda criarte bien y hacer de ti un hombre honrado, hijo mĆo.
En aquel momento se acercĆ³ otra mujer de mĆ”s edad, pobre tambiĆ©n, a juzgar por su porte y sus ropas. Cojeaba de una pierna, y una enorme greƱa postiza le colgaba encima de un ojo, con objeto de taparlo, pero sĆ³lo conseguĆa hacer mĆ”s visible que era tuerta. Era amiga de la lavandera, y los vecinos la llamaban Ā«la coja del rizoĀ».
- Pobre, Ā”cĆ³mo te fatigas, metida en esta agua tan frĆa! Necesitas tomar algo para entrar en calor; Ā”y aĆŗn te reprochan que bebas unas gotas! -. Y le contĆ³ el discurso que el alcalde habĆa dirigido a su hijo. La coja lo habĆa oĆdo, indignada de que al niƱo se le hablase asĆ de su madre, censurĆ”ndola por los traguitos que tomaba, cuando Ć©l se daba grandes banquetazos en el que el vino se iba por botellas enteras.
- Sirven vinos finos y fuertes – dijo -, y muchos beben mĆ”s de lo que la sed les pide. Pero a eso no lo llaman beber. Ellos son gente de condiciĆ³n, y tĆŗ no vales para nada.
- Ā”Conque esto te dijo, hijo mĆo! – balbuceĆ³ la mujer con labios temblorosos -. Ā”Que tienes una madre que no vale nada! Tal vez tenga razĆ³n, pero no debiĆ³ decĆrselo a la criatura. Ā”Con lo que tuve que aguantar, en casa del alcalde!
- Serviste en ella, Āæverdad? cuando aĆŗn vivĆan sus padres; muchos aƱos han pasado desde entonces. Muchas fanegas de sal han consumido, y les habrĆ” dado mucha sed – y la coja soltĆ³ una risa amarga -. Hoy se da un gran convite en casa del alcalde; en realidad debieran haberlo suspendido, pero ya era tarde, y la comida estaba preparada. Hace una hora llegĆ³ una carta notificando que el mĆ”s joven de los hermanos acaba de morir en Copenhague. Lo sĆ© por el criado.
- Ā”Ha muerto! – exclamĆ³ la lavandera, palideciendo.
- SĆ – respondiĆ³ la otra -. ĀæTan a pecho te lo tomas? Claro, lo conociste, pues servĆas en la casa.
- Ā”Ha muerto! Era el mejor de los hombres. No van a Dios muchos como Ć©l – y las lĆ”grimas le rodaban por las mejillas -. Ā”Dios mĆo! Me da vueltas la cabeza. Debe ser que me he bebido la botella, y es demasiado para mĆ. Ā”Me siento tan mal! – y se agarrĆ³ a un vallado para no caerse. – Ā”Santo Dios, estĆ”s enferma, mujer! – dijo la coja -. Pero tal vez se te pase. Ā”No, de verdad estĆ”s enferma! Lo mejor serĆ” que te acompaƱe a casa.
- Pero, Āæy la ropa?
- DĆ©jala de mi cuenta. CĆ³gete a mi brazo. El pequeƱo se quedarĆ” a guardar la ropa; luego yo volverĆ© a terminar el trabajo; ya quedan pocas piezas.
La lavandera apenas podĆa sostenerse.
- Estuve demasiado tiempo en el agua frĆa. Desde la madrugada no habĆa tomado nada, ni seco ni mojado. Tengo fiebre. Ā”Oh, JesĆŗs mĆo, ayĆŗdame a llegar a casa! Ā”Mi pobre hijito! – exclamĆ³, prorrumpiendo a llorar.
Al niƱo se le saltaron tambiĆ©n las lĆ”grimas, y se quedĆ³ solo junto a la ropa mojada. Las dos mujeres se alejaron lentamente, la lavandera con paso inseguro. Remontaron el callejĆ³n, doblaron la esquina y, cuando pasaban por delante de la casa del alcalde, la enferma se desplomĆ³ en el suelo. AcudiĆ³ gente. La coja entrĆ³ en la casa a pedir auxilio, y el alcalde y los invitados se asomaron a la ventana.
- Ā”Otra vez la lavandera! – dijo -. HabrĆ” bebido mĆ”s de la cuenta; no vale para nada. LĆ”stima por el chiquillo. Yo le tengo simpatĆa al pequeƱo; pero la madre no vale nada.
Reanimaron a la mujer y la llevaron a su mĆsera vivienda, donde la acostaron enseguida. Su amiga corriĆ³ a prepararle una taza de cerveza caliente con mantequilla y azĆŗcar; segĆŗn ella, no habĆa medicina como Ć©sta. Luego se fue al lavadero, acabĆ³ de lavar la ropa, bastante mal por cierto, – pero hay que aceptar la buena voluntad – y, sin escurrirla, la guardĆ³ en el cesto. Al anochecer se hallaba nuevamente a la cabecera de la enferma. En la cocina de la alcaldĆa le habĆan dado unas patatas asadas y una buena lonja de jamĆ³n, con lo que cenaron opĆparamente el niƱo y la coja; la enferma se dio por satisfecha con el olor, y lo encontrĆ³ muy nutritivo. AcostĆ³se el niƱo en la misma cama de su madre, atravesado en los pies y abrigado con una vieja alfombra toda zurcida y remendada con tiras rojas y azules. La lavandera se encontraba un tanto mejorada; la cerveza caliente la habĆa fortalecido, y el olor de la sabrosa cena le habĆa hecho bien.
- Ā”Gracias, buen alma! – dijo a la coja -. Te lo contarĆ© todo cuando el pequeƱo duerma. Creo que estĆ” ya dormido. Ā”QuĆ© hermoso y dulce estĆ” con los ojos cerrados! No sabe lo que sufre su madre. Ā”Quiera Dios Nuestro SeƱor que no haya de pasar nunca por estos trances! Cuando yo servĆa en casa del padre del alcalde, que era Consejero, regresĆ³ el mĆ”s joven de los hijos, que entonces era estudiante. Yo era joven, alborotada y fogosa pero honrada, eso sĆ que puedo afirmarlo ante Dios – dijo la lavandera -. El mozo era alegre y animado, y muy bien parecido. Hasta la Ćŗltima gota de su sangre era honesta y buena. JamĆ”s dio la tierra un hombre mejor. Era hijo de la casa, y yo sĆ³lo una criada, pero nos prometimos fidelidad, siempre dentro de la honradez. Un beso no es pecado cuando dos se quieren de verdad. Ćl lo confesĆ³ a su madre; para Ć©l representaba a Dios en la Tierra, y la seƱora era tan inteligente, tan tierna y amorosa. Antes de marcharse me puso en el dedo su anillo de oro. Cuando hubo partido, la seƱora me llamĆ³ a su cuarto. Me hablĆ³ con seriedad, y no obstante con dulzura, como sĆ³lo el bondadoso Dios hubiera podido hacerlo, y me hizo ver la distancia que mediaba entre su hijo y yo, en inteligencia y educaciĆ³n. Ā«Ahora Ć©l sĆ³lo ve lo bonita que eres, pero la hermosura se desvanece. TĆŗ no has sido educada como Ć©l; no sois iguales en la inteligencia, y ahĆ estĆ” el obstĆ”culo. Yo respeto a los pobres – prosiguiĆ³ -; ante Dios muchos de ellos ocuparĆ”n un lugar superior al de los ricos, pero aquĆ en la Tierra no hay que desviarse del camino, si se quiere avanzar; de otro modo, volcarĆ” el coche, y los dos serĆ©is vĆctimas de vuestro desatino. SĆ© que un buen hombre, un artesano, se interesa por ti; es el guantero Erich. Es viudo, no tiene hijos y se gana bien la vida. Piensa bien en estoĀ». Cada una de sus palabras fue para mĆ una cuchillada en el corazĆ³n, pero la seƱora estaba en lo cierto, y esto me obligĆ³ a ceder. Le besĆ© la mano llorando amargas lĆ”grimas, y llorĆ© aĆŗn mucho mĆ”s cuando, encerrĆ”ndome en mi cuarto, me echĆ© sobre la cama. Fue una noche dolorosa; sĆ³lo Dios sabe lo que sufrĆ y luchĆ©. Al siguiente domingo acudĆ a la Sagrada Misa a pedir a Dios paz y luz para mi corazĆ³n. Y como si Ćl lo hubiera dispuesto, al salir de la iglesia me encontrĆ© con Erich, el guantero. Yo no dudaba ya; Ć©ramos de la misma clase y condiciĆ³n, y Ć©l gozaba incluso de una posiciĆ³n desahogada. Por eso fui a su encuentro y cogiĆ©ndole la mano, le dije: Ā«ĀæPiensas todavĆa en mĆ?Ā». Ā«SĆ, y mis pensamientos serĆ”n siempre para ti solaĀ», me respondiĆ³. Ā«ĀæEstĆ”s dispuesto a casarte con una muchacha que te estima y respeta, aunque no te ame? Pero quizĆ”s el amor venga mĆ”s tardeĀ». Ā«Ā”VendrĆ”!Ā», dijo Ć©l, y nos dimos las manos. Me volvĆ yo a la casa de mi seƱora; llevaba pendiente del cuello, sobre el corazĆ³n, el anillo de oro que me habĆa dado su hijo; de dĆa no podĆa ponĆ©rmelo en el dedo, pero lo hice a la noche al acostarme, besĆ”ndolo tan fuertemente que la sangre me saliĆ³ de los labios. DespuĆ©s lo entreguĆ© a la seƱora, comunicĆ”ndole que la prĆ³xima semana el guantero pedirla mi mano. La seƱora me estrechĆ³ entre sus brazos y me besĆ³; no dijo que no valĆa para nada, aunque reconozco que entonces yo era mejor que ahora; pero Ā”sabĆa tan poco del mundo y de sus infortunios! Nos casamos por la Candelaria, y el primer aƱo lo pasamos bien; tuvimos un criado y una criada; tĆŗ serviste entonces en casa.
- Ā”Oh, y quĆ© buen ama fuiste entonces para mĆ! – exclamĆ³ la coja -. Nunca olvidarĆ© lo bondadosos que fuisteis tĆŗ y tu marido. – Eran buenos tiempos aquellos… No tuvimos hijos por entonces. Al estudiante, no volvĆ a verlo jamĆ”s. O, mejor dicho, sĆ, lo vi una vez, pero no Ć©l a mĆ. Vino al entierro de su madre. Lo vi junto a su tumba, blanco como yeso y muy triste, pero era por su madre. Cuando, mĆ”s adelante, su padre muriĆ³, Ć©l estaba en el extranjero; no vino ni ha vuelto jamĆ”s a su ciudad natal. Nunca se casĆ³, lo sĆ© de cierto. Era abogado. De mĆ no se acordaba ya, y si me hubiese visto, difĆcilmente me habrĆa reconocido. Ā”Me he vuelto tan fea! Y es asĆ como debe ser.
Luego le contĆ³ los dĆas difĆciles de prueba, en que se sucedieron las desgracias. PoseĆan quinientos florines, y en la calle habĆa una casa en venta por doscientos, pero sĆ³lo serĆa rentable derribĆ”ndola y construyendo una nueva. La compraron, y el presupuesto de los albaƱiles y carpinteros elevĆ³se a mil veinte florines. Erich tenĆa crĆ©dito; le prestaron el dinero en Copenhague, pero el barco que lo traĆa naufragĆ³, perdiĆ©ndose aquella suma en el naufragio.
- Fue entonces cuando naciĆ³ este hijo mĆo, que ahora duerme aquĆ. A su padre le acometiĆ³ una grave y larga enfermedad; durante nueve meses, tuve yo que vestirlo y desnudarlo. Las cosas marchaban cada vez peor; aumentaban las deudas, perdimos lo que nos quedaba, y mi marido muriĆ³. Yo me he matado trabajando, he luchado y sufrido por este hijo, he fregado escaleras y lavado ropa, basta o fina, pero Dios ha querido que llevase esta cruz. Ćl me redimirĆ” y cuidarĆ” del pequeƱo.
Y se quedĆ³ dormida. A la maƱana sintiĆ³se mĆ”s fuerte; pensĆ³ que podrĆa reanudar el trabajo. Estaba de nuevo con los pies en el agua frĆa, cuando de repente le cogiĆ³ un desmayo. AlargĆ³ convulsivamente la mano, dio un paso hacia la orilla y cayĆ³, quedando con la cabeza en la orilla y los pies en el agua. La corriente se llevĆ³ los zuecos que calzaba con un manojo de paja en cada uno. AllĆ la encontrĆ³ la coja del rizo cuando fue a traerle un poco de cafĆ©. Entretanto, el alcalde le habĆa enviado recado a su casa para que acudiese a verlo cuanto antes, pues tenĆa algo que comunicarle. Pero llegĆ³ demasiado tarde. Fue un barbero para sangrarla, pero la mujer habĆa muerto.
- Ā”Se ha matado de una borrachera! – dijo el alcalde.
La carta que daba cuenta del fallecimiento del hermano contenĆa tambiĆ©n copia del testamento, en el cual se legaban seiscientos florines a la viuda del guantero, que en otro tiempo sirviera en la casa de sus padres. Aquel dinero deberĆa pagarse, contante y sonante, a la legataria o a su hijo.
- Algo hubo entre ellos – dijo el alcalde -. Menos mal que se ha marchado; toda la cantidad serĆ” para el hijo; lo confiarĆ© a personas honradas, para que hagan de Ć©l un artesano bueno y capaz.
Dios dio su bendiciĆ³n a aquellas palabras. El alcalde llamĆ³ al niƱo a su presencia, le prometiĆ³ cuidar de Ć©l, y le dijo que era mejor que su madre hubiese muerto, pues no valĆa para nada. Condujeron Ā Ā Ā el Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā cuerpo Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā al Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā cementerio, Ā Ā Ā al cementerio de los pobres; la coja plantĆ³ un pequeƱo rosal sobre la tumba, mientras el muchachito permanecĆa de pie a su lado.
- Ā”Madre mĆa! – dijo, deshecho en lĆ”grimas -. ĀæEs verdad que no valĆa para nada?
- Ā”Oh, sĆ, valĆa! – exclamĆ³ la vieja, levantando los ojos al cielo.
- Hace muchos aƱos que yo lo sabĆa, pero especialmente desde la noche Ćŗltima. Te digo que sĆ valĆa, y que lo mismo dirĆ” Dios en el cielo. Ā”No importa que el mundo siga afirmando que no valĆa para nada!.
PEGAOJOS Ā En todo el mundo no hay quien sepa tantos cuentos como Pegaojos. Ā”SeƱor, los que sabe! Al anochecer, cuando los niƱos estĆ”n aĆŗn sentados a la mesa o en su escabel, viene un duende llamado Pegaojos; sube la escalera quedito, quedito, pues va descalzo, sĆ³lo en calcetines; abre las puertas sin hacer ruido y, Ā”chitĆ³n!, vierte en los ojos de los pequeƱuelos leche dulce, con cuidado, con cuidado, pero siempre bastante para que no puedan tener los ojos abiertos y, por tanto, verlo. Se desliza por detrĆ”s, les sopla levemente en la nuca y los hace quedar dormidos. Pero no les duele, pues Pegaojos es amigo de los niƱos; sĆ³lo quiere que se estĆ©n quietecitos, y para ello lo mejor es aguardar a que estĆ©n acostados. Deben estarse quietos y callados, para que Ć©l pueda contarles sus cuentos. Cuando ya los niƱos estĆ”n dormidos, Pegaojos se sienta en la cama. Va bien vestido; lleva un traje de seda, pero es imposible decir de quĆ© color, pues tiene destellos verdes, rojos y azules, segĆŗn como se vuelva. Y lleva dos paraguas, uno debajo de cada brazo. Uno de estos paraguas estĆ” bordado con bellas imĆ”genes, y lo abre sobre los niƱos buenos; entonces ellos durante toda la noche sueƱan los cuentos mĆ”s deliciosos; el otro no tiene estampas, y lo despliega sobre los niƱos traviesos, Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā los Ā Ā Ā Ā Ā cuales se Ā Ā Ā Ā Ā Ā duermen Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā como marmotas y por la maƱana se despiertan sin haber tenido ningĆŗn sueƱo. Ahora veremos cĆ³mo Pegaojos visitĆ³, todas las noches de una semana, a un muchachito que se llamaba Federico, para contarle sus cuentos. Son siete, pues siete son los dĆas de la semana. Ā Ā Lunes Ā * Atiende -dijo Pegaojos, cuando ya Federico estuvo acostado-, verĆ”s cĆ³mo arreglo todo esto. Y todas las flores de las macetas se convirtieron en altos Ć”rboles, que extendieron las largas ramas por debajo del techo y por las paredes, de modo que toda la habitaciĆ³n parecĆa una maravillosa glorieta de follaje; las ramas estaban cuajadas de flores, y cada flor era mĆ”s bella que una rosa y exhalaba un aroma delicioso; y si te daba por comerla, sabĆa mĆ”s dulce que mermelada. HabĆa frutas que relucĆan como oro, y no faltaban Ā pasteles Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā llenos de Ā Ā Ā Ā Ā Ā pasas. Ā”Un espectĆ”culo inolvidable! Pero al mismo tiempo salĆan unas lamentaciones terribles del cajĆ³n de la mesa, que guardaba los libros escolares de Federico.
- ĀæQuĆ© pasa ahĆ? -inquiriĆ³ Pegaojos, y, dirigiĆ©ndose a la mesa, abriĆ³ el cajĆ³n. Algo se agitaba en la pizarra, rascando y chirriando: era una cifra equivocada que se habĆa deslizado en la operaciĆ³n de aritmĆ©tica, y todo andaba revuelto, que no parecĆa sino que la pizarra iba a hacerse pedazos. El pizarrĆn todo era saltar y brincar atado a la cinta, como si fuese un perrillo ansioso de corregir la falta; mas no lo lograba. Pero lo peor era el cuaderno de escritura. Ā”QuĆ© de lamentos y quejas! PartĆan el alma. De arriba abajo, en cada pĆ”gina, se sucedĆan las letras mayĆŗsculas, cada una con una minĆŗscula al lado; servĆan de modelo, y a continuaciĆ³n venĆan unos garabatos que pretendĆan parecĆ©rseles y eran obra de Federico; estaban como caĆdas sobre las lĆneas que debĆan servirles para tenerse en pie.
- Mirad, os tenĆ©is que poner asĆ -decĆa la muestra-. ĀæVeis? AsĆ, inclinadas, con un trazo vigoroso.
- Ā”Ay! Ā”quĆ© mĆ”s quisiĆ©ramos nosotras! gimoteaban las letras de Federico-. Pero no podemos; Ā”somos tan raquĆticas!
- Entonces os voy a dar un poco de aceite de hĆgado de bacalao -dijo Pegaojos.
- Ā”Oh, no! -exclamaron las letras, y se enderezaron que era un primor.- Pues ahora no hay cuento -dijo el duende-. Ejercicio es lo que conviene a esas mocosuelas. Ā”Un, dos, un, dos! . Y siguiĆ³ ejercitando a las letras, hasta que estuvieron esbeltas y perfectas como la propia muestra. Mas por la maƱana, cuando Pegaojos se hubo marchado, Federico las mirĆ³ y vio que seguĆan tan raquĆticas como la vĆspera.
Martes Ā No bien estuvo Federico en la cama, Pegaojos, con su jeringa encarnada, rociĆ³ los muebles de la habitaciĆ³n, y enseguida se pusieron a charlar todos a la vez, cada uno hablando de sĆ mismo. SĆ³lo callaba la escupidera, que, muda en su rincĆ³n se indignaba al ver la vanidad de los otros, que no sabĆan pensar ni hablar mĆ”s que de sus propias personas, sin ninguna consideraciĆ³n a ella, que se estaba tan modesta en su esquina, dejando que todo el mundo le escupiera. Encima de la cĆ³moda colgaba un gran cuadro en un marco dorado; representaba un paisaje, y en Ć©l se veĆan viejos y corpulentos Ć”rboles, y flores entre la hierba, y un gran rĆo que fluĆa por el bosque, pasando ante muchos castillos para verterse, finalmente, en el mar encrespado. Pegaojos tocĆ³ el cuadro con su jeringa mĆ”gica, y los pĆ”jaros empezaron a cantar; las ramas, a moverse, y las nubes, a desfilar, segĆŗn podĆa verse por las sombras que proyectaban sobre el paisaje. Entonces Pegaojos levantĆ³ a Federico hasta el nivel del marco y lo puso de pie sobre el cuadro, entre la alta hierba; y el sol le llegaba por entre el ramaje de los Ć”rboles. EchĆ³ a correr hacia el rĆo y subiĆ³ a una barquita; estaba pintada de blanco y encarnado, la vela brillaba como plata, y seis cisnes, todos con coronas de oro en torno al cuello y una radiante estrella azul en la cabeza, arrastraban la embarcaciĆ³n a lo largo de la verde selva; los Ć”rboles hablaban de bandidos y brujas, y las flores, de los lindos silfos enanos y de lo que les habĆan contado las mariposas. Peces magnĆficos, de escamas de oro y plata, nadaban junto al bote, saltando de vez en cuando fuera del agua con un fuerte chapoteo, mientras innĆŗmeras aves rojas y azules, grandes y chicas, lo seguĆan volando en largas filas, y los mosquitos danzaban, y los abejorros no paraban de zumbar: Ā«Ā”Bum, bum!Ā». Todos querĆan seguir a Federico, y todos tenĆan una historia que contarle. Ā”Vaya excursioncita! Tan pronto el bosque era espeso y oscuro, como se abrĆa en un maravilloso jardĆn, baƱado de sol y cuajado de flores. HabĆa vastos palacios de cristal y mĆ”rmol con princesas en sus terrazas, y todas eran niƱas a quienes Federico conocĆa y con las cuales habĆa jugado. Todas le alargaban la mano y le ofrecĆan pastelillos de mazapĆ”n, mucho mejores que los que vendĆa la mujer de los pasteles. Federico agarraba el dulce por un extremo, pero la princesa no lo soltaba del otro, y asĆ, al avanzar la barquita se quedaban cada uno con una parte: ella, la mĆ”s pequeƱa; Federico, la mayor. Y en cada palacio habĆa prĆncipes de centinela que, sables al hombro, repartĆan pasas y soldaditos de plomo. Ā”Bien se veĆa que eran prĆncipes de veras! El barquito navegaba ora por entre el bosque, ora a travĆ©s de espaciosos salones o por el centro de una ciudad; y pasĆ³ tambiĆ©n por la ciudad de su nodriza, la que lo habĆa llevado en brazos cuando Ć©l era muy pequeƱĆn y lo habĆa querido tanto; y he aquĆ que la buena mujer le hizo seƱas con la cabeza y le cantĆ³ aquella bonita canciĆ³n que habĆa compuesto y enviado a Federico: Ā”CuĆ”nto te recuerdo, mi niƱo querido,Ā Mi dulce Federico, jamĆ”s te olvido! BesĆ© mil veces tu boquita sonriente,Ā Tus pĆ”rpados suaves y tu blanca frente. OĆ de tus labios la palabra primeraĀ Y hube de separarme de tu vera. Ā”BendĆgate Dios en toda ocasiĆ³n, Ćngel que llevĆ© contra mi corazĆ³n! Y todas las avecillas le hacĆan coro, y las flores bailaban sobre sus peciolos, y los viejos Ć”rboles inclinaban, complacidos, las copas, como si tambiĆ©n a ellos les contase historias Pegaojos. Ā Ā PULGARCITA Ā Ćrase una mujer que anhelaba tener un niƱo, pero no sabĆa dĆ³nde irlo a buscar. Al fin se decidiĆ³ a acudir a una vieja bruja y le dijo:
- Me gustarĆa mucho tener un niƱo; dime cĆ³mo lo he de hacer.
- SĆ, serĆ” muy fĆ”cil -respondiĆ³ la bruja-. AhĆ tienes un grano de cebada; no es como la que crece en el campo del labriego, ni la que comen los pollos. PlĆ”ntalo en una maceta y verĆ”s maravillas.
- Muchas gracias -dijo la mujer; dio doce sueldos a la vieja y se volviĆ³ a casa; sembrĆ³ el grano de cebada, y brotĆ³ enseguida una flor grande y esplĆ©ndida, parecida a un tulipĆ”n, sĆ³lo que tenĆa los pĆ©talos apretadamente cerrados, cual si fuese todavĆa un capullo.
- Ā”QuĆ© flor tan bonita! -exclamĆ³ la mujer, y besĆ³ aquellos pĆ©talos rojos y amarillos; y en el mismo momento en que los tocaron sus labios, abriĆ³se la flor con un chasquido. Era en efecto, un tulipĆ”n, a juzgar por su aspecto, pero en el centro del cĆ”liz, sentada sobre los verdes estambres, veĆase una niƱa pequeƱĆsima, linda y gentil, no mĆ”s larga que un dedo pulgar; por eso la llamaron Pulgarcita.
Le dio por cuna una preciosa cĆ”scara de nuez, muy bien barnizada; azules hojuelas de violeta fueron su colchĆ³n, y un pĆ©talo de rosa, el cubrecama. AllĆ dormĆa de noche, y de dĆa jugaba sobre la mesa, en la cual la mujer habĆa puesto un plato ceƱido con una gran corona de flores, cuyos peciolos estaban sumergidos en agua; una hoja de tulipĆ”n flotaba a modo de barquilla, en la que Pulgarcita podĆa navegar de un borde al otro del plato, usando como remos dos blancas crines de caballo. Era una maravilla. Y sabĆa cantar, ademĆ”s, con voz tan dulce y delicada como jamĆ”s se haya oĆdo. Una noche, mientras la pequeƱuela dormĆa en su camita, presentĆ³se un sapo, que saltĆ³ por un cristal roto de la ventana. Era feo, gordote y viscoso; y vino a saltar sobre la mesa donde Pulgarcita dormĆa bajo su rojo pĆ©talo de rosa.Ā Ā«Ā”SerĆa una bonita mujer para mi hijo!Ā», dijose el sapo, y, cargando con la cĆ”scara de nuez en que dormĆa la niƱa, saltĆ³ al jardĆn por el mismo cristal roto. Cruzaba el jardĆn un arroyo, ancho y de orillas pantanosas; un verdadero cenagal, y allĆ vivĆa el sapo con su hijo. Ā”Uf!, Ā”y quĆ© feo y asqueroso era el bicho! Ā”igual que su padre! Ā«Croak, croak, brekkerekekex! Ā», fue todo lo que supo decir cuando vio a la niƱita en la cĆ”scara de nuez.
- Habla mĆ”s quedo, no vayas a despertarla -le advirtiĆ³ el viejo sapo-. AĆŗn se nos podrĆa escapar, pues es ligera como un plumĆ³n de cisne. La pondremos sobre un pĆ©talo de nenĆŗfar en medio del arroyo; allĆ estarĆ” como en una isla, ligera y menudita como es, y no podrĆ” huir mientras nosotros arreglamos la sala que ha de ser vuestra habitaciĆ³n debajo del cenagal.
CrecĆan en medio del rĆo muchos nenĆŗfares, de anchas hojas verdes, que parecĆan nadar en la superficie del agua; el mĆ”s grande de todos era tambiĆ©n el mĆ”s alejado, y Ć©ste eligiĆ³ el viejo sapo para depositar encima la cĆ”scara de nuez con Pulgarcita. Cuando se hizo de dĆa despertĆ³ la pequeƱa, y al ver donde se encontraba prorrumpiĆ³ a llorar amargamente, pues por todas partes el agua rodeaba la gran hoja verde y no habĆa modo de ganar tierra firme. Mientras tanto, el viejo sapo, allĆ” en el fondo del pantano, arreglaba su habitaciĆ³n con juncos y flores amarillas; habĆa que adornarla muy bien para la nuera. Cuando hubo terminado nadĆ³ con su feo hijo hacia la hoja en que se hallaba Pulgarcita. QuerĆan trasladar su lindo lecho a la cĆ”mara nupcial, antes de que la novia entrara en ella. El viejo sapo, inclinĆ”ndose profundamente en el agua, dijo:
- AquĆ te presento a mi hijo; serĆ” tu marido, y vivirĆ©is muy felices en el cenagal.
- Ā”Coax, coax, brekkerekekex! -fue todo lo que supo aƱadir el hijo. Cogieron la graciosa camita y echaron a nadar con ella; Pulgarcita se quedĆ³ sola en la hoja, llorando, pues no podĆa avenirse a vivir con aquel repugnante sapo ni a aceptar por marido a su hijo, tan feo.
Los pececillos que nadaban por allĆ habĆan visto al sapo y oĆdo sus palabras, y asomaban las cabezas, llenos de curiosidad por conocer a la pequeƱa. Al verla tan hermosa, les dio lĆ”stima y les doliĆ³ que hubiese de vivir entre el lodo, en compaƱĆa del horrible sapo. Ā”HabĆa que impedirlo a toda costal Se reunieron todos en el agua, alrededor del verde tallo que sostenĆa la hoja, lo cortaron con los dientes y la hoja saliĆ³ flotando rĆo abajo, llevĆ”ndose a Pulgarcita fuera del alcance del sapo. En su barquilla, Pulgarcita pasĆ³ por delante de muchas ciudades, y los pajaritos, al verla desde sus zarzas, cantaban: Ā«Ā”QuĆ© niƱa mĆ”s preciosa!Ā». Y la hoja seguĆa su rumbo sin detenerse, y asĆ saliĆ³ Pulgarcita de las fronteras del paĆs. Una bonita mariposa blanca, que andaba revoloteando por aquellos contornos, vino a pararse sobre la hoja, pues le habĆa gustado Pulgarcita. Ćsta se sentĆa ahora muy contenta, libre ya del sapo; por otra parte, Ā”era tan bello el paisaje! El sol enviaba sus rayos al rĆo, cuyas aguas refulgĆan como oro purĆsimo. La niƱa se desatĆ³ el cinturĆ³n, atĆ³ un extremo en torno a la mariposa y el otro a la hoja; y asĆ la barquilla avanzaba mucho mĆ”s rĆ”pida. MĆ”s he aquĆ que pasĆ³ volando un gran abejorro, y, al verla, rodeĆ³ con sus garras su esbelto cuerpecito y fue a depositarlo en un Ć”rbol, mientras la hoja de nenĆŗfar seguĆa flotando a merced de la corriente, remolcada por la mariposa, que no podĆa soltarse. Ā Ā”QuĆ© susto el de la pobre Pulgarcita, cuando el abejorro se la llevĆ³ volando hacia el Ć”rbol! Lo que mĆ”s la apenaba era la linda mariposa blanca atada al pĆ©talo, pues si no lograba soltarse morirĆa de hambre. Al abejorro, en cambio, le tenĆa aquello sin cuidado. PosĆ³se con su carga en la hoja mĆ”s grande y verde del Ć”rbol, regalĆ³ a la niƱa con el dulce nĆ©ctar de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque en nada se parecĆa a un abejorro. MĆ”s tarde llegaron los demĆ”s compaƱeros que habitaban en el Ć”rbol; todos querĆan verla. Y la estuvieron contemplando, y las damitas abejorras exclamaron, arrugando las antenas.
SOPA DE PALILLO DE MORCILLA
- – Sopa de palillo de morcilla
* Ā”Vaya comida la de ayer! – comentaba una vieja dama de la familia ratonil dirigiĆ©ndose a otra que no habĆa participado en el banquete -. Yo ocupĆ© el puesto vigĆ©simo-primero empezando a contar por el anciano rey de los ratones, lo cual no es poco honor. En cuanto a los platos, puedo asegurarte que el menĆŗ fue estupendo. Pan enmohecido, corteza de tocino, vela de sebo y morcilla; y luego repetimos de todo. Fue como si comiĆ©ramos dos veces. Todo el mundo estaba de buen humor, y se contaron muchos chistes y ocurrencias, como se hace en las familias bien avenidas. No quedĆ³ ni pizca de nada, aparte los palillos de las morcillas, y por eso dieron tema a la conversaciĆ³n. ImagĆnate que hubo quien afirmĆ³ que podĆa prepararse sopa con un palillo de morcilla. Desde luego que todos conocĆamos esta sopa de oĆdas, como tambiĆ©n la de guijarros, pero nadie la habĆa probado, y mucho menos preparado. Se pronunciĆ³ un brindis muy ingenioso en honor de su inventor, diciendo que merecĆa ser el rey de los pobres. ĀæVerdad que es una buena ocurrencia? El viejo rey se levantĆ³ y prometiĆ³ elevar al rango de esposa y reina a la doncella del mundo ratonil que mejor supiese condimentar la sopa en cuestiĆ³n. El plazo quedĆ³ seƱalado para dentro de un aƱo.
- Ā”No estarĆa mal! – opinĆ³ la otra rata -. Pero, ĀæcĆ³mo se prepara la sopa?
- Eso es, ĀæcĆ³mo se prepara? – preguntaron todas las damas ratoniles, viejas y jĆ³venes. Todas habrĆan querido ser reinas, pero ninguna se sentĆa con Ć”nimos de afrontar las penalidades de un viaje al extranjero para aprender la receta, y, sin embargo, era imprescindible. Abandonar a su familia y los escondrijos familiares no estĆ” al alcance de cualquiera. En el extranjero no todos los dĆas se encuentra corteza de queso y de tocino; uno se expone a pasar hambre, sin hablar del peligro de que se te meriende un gato.
Estas ideas fueron seguramente las que disuadieron a la mayorĆa de partir en busca de la receta. SĆ³lo cuatro ratitas jĆ³venes y alegres, pero de casa humilde, se decidieron a emprender el viaje. IrĆan a los cuatro extremos del mundo, a probar quiĆ©n tenĆa mejor suerte. Cada una se procurĆ³ un palillo de morcilla, para no olvidarse del objeto de su expediciĆ³n; serĆa su bĆ”culo de caminante. Iniciaron el viaje el primero de mayo, y regresaron en la misma fecha del aƱo siguiente. Pero sĆ³lo volvieron tres; de la cuarta nada se sabĆa, no habĆa dado noticias de sĆ, y habĆa llegado ya el dĆa de la prueba. – Ā”No puede haber dicha completa! – dijo el rey de los ratones; y dio orden de que se invitase a todos los que residĆan a muchas millas a la redonda. Como lugar de reuniĆ³n se fijĆ³ la cocina. Las tres ratitas expedicionarias se situaron en grupo aparte; para la cuarta, ausente, se dispuso un palillo de morcilla envuelto en crespĆ³n negro. Nadie debĆa expresar su opiniĆ³n hasta que las tres hubiesen hablado y el Rey dispuesto lo que procedĆa. Vamos a ver lo que ocurriĆ³.
- De lo que habĆa visto y aprendido la primera ratita en el curso de su viaje
– Cuando salĆ por esos mundos de Dios – dijo la viajera – iba creĆda, como tantas de mi edad, que llevaba en mĆ toda la ciencia del universo. Ā”QuĆ© ilusiĆ³n! Hace falta un buen aƱo, y algĆŗn dĆa de propina, para aprender todo lo que es menester. Yo me fui al mar y embarquĆ© en un buque que puso rumbo Norte. Me habĆan dicho que en el mar conviene que el cocinero sepa cĆ³mo salir de apuros; pero no es cosa fĆ”cil, cuando todo estĆ” atiborrado de hojas de tocino, toneladas de cecina y harina enmohecida. Se vive a cuerpo de rey, pero de preparar la famosa sopa ni hablar. Navegamos durante muchos dĆas y noches; a veces el barco se balanceaba peligrosamente, v otras las olas saltaban sobre la borda y nos calaban hasta los huesos. Cuando al fin llegamos a puerto, abandonĆ© el buque; estĆ”bamos muy al Norte. Produce una rara sensaciĆ³n eso de marcharse de los escondrijos donde hemos nacido, embarcar en un buque que viene a ser como un nuevo escondrijo, y luego, de repente, hallarte a centenares de millas y en un paĆs desconocido. HabĆa allĆ bosques impenetrables de pinos y abedules, que despedĆan un olor intenso, desagradable para mis narices. De las hierbas silvestres se desprendĆa un aroma tan fuerte, que hacĆa estornudar y pensar en morcillas, quieras que no. HabĆa grandes lagos, cuyas aguas parecĆan clarĆsimas miradas desde la orilla, pero que vistas desde cierta distancia eran negras como tinta. Blancos cisnes nadaban en ellos; al principio los tomĆ© por espuma, tal era la suavidad con que se movĆan en la superficie; pero despuĆ©s los vi volar y andar; sĆ³lo entonces me di cuenta de lo que eran. Por cierto que cuando andan no pueden negar su parentesco con los gansos. Yo me juntĆ© a los de mi especie, los ratones de bosque y de campo, que, por lo demĆ”s, son de una ignorancia espantosa, especialmente en lo que a economĆa domĆ©stica se refiere; y, sin embargo, Ć©ste era el objeto de mi viaje. El que fuera posible hacer sopa con palillos de morcilla resultĆ³ para ellos una idea tan inaudita, que la noticia se esparciĆ³ por el bosque como un reguero de pĆ³lvora; pero todos coincidieron en que el problema no tenĆa soluciĆ³n. JamĆ”s hubiera yo pensado que precisamente allĆ, y aquella misma noche, tuviese que ser iniciada en la preparaciĆ³n del plato. Era el solsticio de verano; por eso, decĆan, el bosque exhalaba aquel olor tan intenso, y eran tan aromĆ”ticas las hierbas, los lagos tan lĆmpidos, y, no obstante, tan oscuros, con los blancos cisnes en su superficie. A la orilla del bosque, entre tres o cuatro casas, habĆan clavado una percha tan alta como un mĆ”stil, y de su cima colgaban guirnaldas y cintas: era el Ć”rbol de mayo. Muchachas y mozos bailaban a su alrededor, y rivalizaban en quiĆ©n cantarĆa mejor al son del violĆn del mĆŗsico. La fiesta durĆ³ toda la noche, desde la puesta del sol, a la luz de la Luna llena, tan intensa casi como la luz del dĆa, pero yo no tomĆ© parte. ĀæDe quĆ© le vendrĆa a un ratoncito participar en un baile en el bosque? PermanecĆ muy quietecita en el blando musgo, sosteniendo muy prieto mi palillo. La luna iluminaba principalmente un lugar en el que crecĆa un Ć”rbol recubierto de musgo, tan fino, que me atrevo a sostener que rivalizaba con la piel de nuestro rey, sĆ³lo que era verde, para recreo de los ojos. De pronto llegaron, a paso de marcha, unos lindĆsimos y diminutos personajes, que apenas pasaban de mi rodilla; parecĆan seres humanos, pero mejor proporcionados. LlamĆ”banse elfos y llevaban vestidos primorosos, confeccionados con pĆ©talos de flores, con adornos de alas de moscas y mosquitos, todos de muy buen ver. ParecĆa como si anduviesen buscando algo, no sabĆa yo quĆ©, hasta que algunos se me acercaron. El mĆ”s distinguido seƱalĆ³ hacia mi palillo y dijo: Ā«Ā”Uno asĆ es lo que necesitamos! Ā”QuĆ© bien tallado! Ā”Es esplĆ©ndido!Ā», y contemplaba mi palillo con verdadero arrobo. Ā«Os lo prestarĆ©, pero tenĆ©is que devolvĆ©rmeloĀ», les dije. Ā«Ā”Te lo devolveremos!Ā», respondieron a la una; lo cogieron y saltando y brincando, se dirigieron al lugar donde el musgo era mĆ”s fino, y clavaron el palillo en el suelo. QuerĆan tambiĆ©n tener su Ć”rbol de mayo, y aquĆ©l resultaba como hecho a medida. Lo limpiaron y acicalaron; Ā”parecĆa nuevo!. Unas araƱitas tendieron a su alrededor hilos de oro y lo adornaron con ondeantes velos y banderitas, tan sutilmente tejidos y de tal inmaculada blancura a los rayos lunares, que me dolĆan los ojos al mirarlos. Tomaron colores de las alas de la mariposa, y los espolvorearon sobre las telaraƱas, que quedaron cubiertas como de flores y diamantes maravillosos, tanto, que yo no reconocĆa ya mi palillo de morcilla. En todo el mundo no se habrĆ” visto un Ć”rbol de mayo como aquĆ©l. Y sĆ³lo entonces se presentĆ³ la verdadera sociedad de los elfos; iban completamente desnudos, y aquello era lo mejor de todo. Me invitaron a asistir a la fiesta, aunque desde cierta distancia, porque yo era demasiado grandota. EmpezĆ³ la mĆŗsica. Era como si sonasen millares de campanitas de cristal, con sonido lleno y fuerte; creĆ que eran cisnes los que cantaban, y pareciĆ³me distinguir tambiĆ©n las voces del cuclillo y del tordo. Finalmente, fue como si el bosque entero se sumase al concierto; era un conjunto de voces infantiles, sonido de campanas y canto de pĆ”jaros. Cantaban melodĆas bellĆsimas, y todos aquellos sones salĆan del Ć”rbol de mayo de los elfos. Era un verdadero concierto de campanillas y, sin embargo, allĆ no habĆa nada mĆ”s que mi palillo de morcilla. Nunca hubiera creĆdo que pudiesen encerrarse en Ć©l tantas cosas; pero todo depende de las manos a que va uno a parar. Me emocionĆ© de veras; llorĆ© de pura alegrĆa, como sĆ³lo un ratoncillo es capaz de llorar. La noche resultĆ³ demasiado corta, pero allĆ arriba, y en este tiempo, el sol madruga mucho. Al alba se levantĆ³ una ligera brisa; rizĆ³se la superficie del agua de los lagos, y todos los delicados y ondeantes velos y banderas volaron por los aires. Las balanceantes glorietas de tela de araƱa, los puentes colgantes y balaustradas, o como quiera que se llamen, tendidos de hoja a hoja, quedaron reducidos a la nada. Seis ellos volvieron a traerme el palillo y me preguntaron si tenĆa yo algĆŗn deseo que pudieran satisfacer. Entonces les pedĆ que me explicasen la manera de preparar la sopa de palillo de morcilla. Ā«Ya habrĆ”s visto cĆ³mo hacemos las cosas – dijo el mĆ”s distinguido, riĆ©ndose -. ĀæA que apenas reconocĆas tu palillo?Ā». Ā«Ā”La verdad es que sois muy listos!Ā», respondĆ, y a continuaciĆ³n les expliquĆ©, sin mĆ”s preĆ”mbulos, el objeto de mi viaje y lo que en mi tierra esperaban de Ć©l. Ā«ĀæQuĆ© saldrĆ”n ganando el rey de los ratones y todo nuestro poderoso imperio – dije – con que yo haya presenciado estas maravillas? No podrĆ© reproducirlas sacudiendo el palillo y decir: Ved, ahĆ estĆ” la maderita, ahora vendrĆ” la sopa. Y aunque pudiera, serĆa un espectĆ”culo bueno para la sobremesa, cuando la gente estĆ” ya hartaĀ». Entonces el elfo introdujo sus minĆŗsculos dedos en el cĆ”liz de una morada violeta y me dijo: Ā«FĆjate; froto tu varita mĆ”gica. Cuando estĆ©s de vuelta a tu paĆs y en el palacio de tu rey, toca con la vara el pecho cĆ”lido del Rey. BrotarĆ”n violetas y se enroscarĆ”n a lo largo de todo el palo, aunque sea en lo mĆ”s riguroso del invierno. AsĆ tendrĆ”s en tu paĆs un recuerdo nuestro y aĆŗn algo mĆ”s por aƱadiduraĀ». Pero antes de dar cuenta de lo que era aquel Ā«algo mĆ”sĀ», la ratita tocĆ³ con el palillo el pecho del Rey, y, efectivamente, brotĆ³ un esplĆ©ndido ramillete de flores, tan deliciosamente olorosas, que el Soberano ordenĆ³ a los ratones que estaban mĆ”s cerca del fuego, que metiesen en Ć©l sus rabos para provocar cierto olor a chamusquina, pues el de las violetas resultaba irresistible. No era Ć©ste precisamente el perfume preferido de la especie ratonil.
- Pero, ĀæquĆ© hay de ese Ā«algo mĆ”sĀ» que mencionaste? – preguntĆ³ el rey de los ratones.
- Ahora viene lo que pudiĆ©ramos llamar el efecto principal – respondiĆ³ la ratita – y haciendo girar el palillo, desaparecieron todas las flores y quedĆ³ la varilla desnuda, que entonces se empezĆ³ a mover a guisa de batuta. Ā«Las violetas son para el olfato, la vista y el tacto – dijo el elfo -; pero tendremos que darte tambiĆ©n algo para el oĆdo y el gustoĀ».
Y la ratita se puso a marcar el compĆ”s, y empezĆ³ a oĆrse una mĆŗsica, pero no como la que habĆa sonado en la fiesta de los elfos del bosque, sino como la que se suele oĆr en las cocinas. Ā”Uf, quĆ© barullo! Y todo vino de repente; era como si el viento silbara por las chimeneas; cocĆan cazos y pucheros, la badila aporreaba los calderos de latĆ³n, y de pronto todo quedĆ³ en silencio. OyĆ³se el canto del puchero cuando hierve, tan extraƱo, que uno no sabĆa si iba a cesar o si sĆ³lo empezaba. Y hervĆa la olla pequeƱa, y hervĆa la grande, ninguna se preocupaba de la otra, como si cada cual estuviese distraĆda con sus pensamientos. La ratita seguĆa agitando la batuta con fuerza creciente, las ollas espumeaban, borboteaban, rebosaban, bufaba el viento, silbaba chimenea. Ā”SeƱor, la cosa se puso tan terrible, que la propia ratita perdiĆ³ el palo!
- Ā”Vaya receta complicada! – exclamĆ³ el rey -. ĀæTardarĆ” mucho en estar preparada la sopa? – Eso fue todo – respondiĆ³ la ratita con una reverencia.
- ĀæTodo? En este caso, oigamos lo que tiene que decirnos la segunda – dijo el rey.
- – De lo que contĆ³ la otra ratita
– NacĆ en la biblioteca del castillo – comenzĆ³ la segunda ratita -. Ni yo ni otros varios miembros de mi familia tuvimos jamĆ”s la suerte de entrar en un comedor, y no digamos ya en una despensa. SĆ³lo al partir, y hoy nuevamente, he visto una cocina. En la biblioteca pasĆ”bamos hambre, y eso muy a menudo, pero en cambio adquirimos no pocos conocimientos. LlegĆ³nos el rumor de la recompensa ofrecida por la preparaciĆ³n de una sopa de palillos de morcilla, y ante la noticia, mi vieja abuela sacĆ³ un manuscrito. No es que supiera leer, pero habĆa oĆdo a alguien leerlo en voz alta, y le habĆa chocado esta observaciĆ³n: Ā«Cuando se es poeta, se sabe preparar sopa con palillos de morcillaĀ». Me preguntĆ³ si yo era poetisa; dĆjele yo que ni por asomo, y entonces ella me aconsejĆ³ que procurase llegar a serlo. Me informĆ© de lo que hacĆa falta para ello, pues descubrirlo por mis propios medios se me antojaba tan difĆcil como guisar la sopa. Pero mi abuela habĆa asistido a muchas conferencias, y enseguida me respondiĆ³ que se necesitaban tres condiciones: inteligencia, fantasĆa y sentimiento. Ā«Si logras hacerte con estas tres cosas – aƱadiĆ³ – serĆ”s poetisa y saldrĆ”s adelante con tu palillo de morcillaĀ». AsĆ, me lancĆ© por esos mundos hacia Poniente, para llegar a ser poetisa. La inteligencia, bien lo sabĆa, es lo principal para todas las cosas: las otras dos condiciones no gozan de tanto prestigio; por eso fui, ante todo, en busca de ella. Pero, ĀædĆ³nde habita? Ve a las hormigas y serĆ”s sabio; asĆ dijo un dĆa un gran rey de los judĆos. Lo sabĆa tambiĆ©n por la biblioteca, y ya no descansĆ© hasta que hube encontrado un gran nido de hormigas. Me puse al acecho, dispuesta a adquirir la sabidurĆa.
TIA DOLOR DE MUELAS
ĀæQuĆ© de dĆ³nde hemos sacado esta historia? ĀæQuieres saberlo? Pues la hemos sacado del barril que contiene el papel viejo. MĆ”s de un libro bueno y raro ha ido a parar a la mantequerĆa y a la abacerĆa, no precisamente para ser leĆdo, sino como articulo utilitario. Lo emplean para liar cucuruchos de almidĆ³n y cafĆ© o para envolver arenques, mantequilla y queso. Las hojas escritas son tambiĆ©n Ćŗtiles. Y a menudo ocurre que va a parar al cubo lo que no debiera. Conozco a un dependiente de una verdulerĆa, hijo de un mantequero; ascendiĆ³ de la bodega a la planta baja; es hombre muy leĆdo, con cultura de bolsas de abacerĆa, tanto impresas como manuscritas. Posee una interesante colecciĆ³n, de la que forman parte notables documentos extraĆdos de la papelera de tal o cual funcionario demasiado ocupado y distraĆdo; cartas confidenciales de un amigo a la amiga; comunicaciones escandalosas que no debieran circular ni ser comentadas por nadie. Es una especie de estaciĆ³n de salvamento para una parte no despreciable de la literatura, y su campo de acciĆ³n es muy amplio, pues dispone de la tienda de sus padres y de la del dueƱo, donde ha salvado mĆ”s de un libro, u hojas de Ć©l, que bien merecĆan ser leĆdas y releĆdas. Me enseĆ±Ć³ su colecciĆ³n de cosas impresas y manuscritas sacadas del cubo, la mayorĆa de ellas de la mantequerĆa. HabĆa allĆ varias hojas de un cuaderno relativamente abultado, del que me llamĆ³ la atenciĆ³n el carĆ”cter de letra, muy cuidado y claro. – Lo escribiĆ³ un estudiante -me dijo-. Un estudiante que vivĆa enfrente y que muriĆ³ hace un mes. PadecĆa mucho de dolor de muelas, por lo que aquĆ se ve. Ā”Es muy divertida su lectura! Esto es sĆ³lo una pequeƱa parte de lo que escribiĆ³, pues habĆa todo un libro y aĆŗn algo mĆ”s. Por Ć©l, mis padres dieron a la patrona del estudiante media libra de jabĆ³n verde. Esto es todo lo que pude salvar. Se lo pedĆ prestado, lo leĆ y ahora voy a contarlo. El tĆtulo era: TĆa Dolor de Muelas De niƱo, mi tĆa me regalaba golosinas. Mis dientes resistieron, sin estropearse. Ahora soy mayor, soy ya estudiante, y ella sigue regalĆ”ndome con dulces; soy poeta, dice. Cierto que hay algo de poeta en mĆ, pero no lo bastante. A menudo, yendo por las calles de la ciudad, me parece como si anduviese por el interior de una gran biblioteca; las casas son las estanterĆas de los libros, y cada piso es un anaquel. AquĆ hay una historia cotidiana, allĆ” una buena comedia u obras cientĆficas de todas las ramas, acullĆ” literatura, buena o de pacotilla. Y puedo fantasear y filosofar sobre todos esos libros. Hay algo de poeta en mĆ, pero no lo bastante. Muchas personas tienen de ello tanto como yo, y, sin embargo, no ostentan ningĆŗn escudo ni collar con el tĆtulo de poeta. Para ellos y para mĆ es un don de Dios, una gracia concedida, bastante para uno mismo, pero demasiado pequeƱa para que merezca ser comunicada a los demĆ”s. Viene como un rayo de sol, llena el alma y el pensamiento; viene como aroma de flores, como una melodĆa que uno conoce sin acertar a recordar de dĆ³nde procede. Una noche, hace poco, en mi habitaciĆ³n, sentĆa ganas de leer, pero no tenĆa ningĆŗn libro; y he aquĆ que de pronto cayĆ³ del tilo una hoja verde y tierna. Un soplo de aire la introdujo en mi cuarto. ContemplĆ© sus numerosas y ramificadas nervaduras; por su superficie se movĆa un gusanillo, como interesado en estudiar la hoja a conciencia. Aquello me hizo pensar en la ciencia humana. TambiĆ©n nosotros nos arrastramos sobre la superficie de una hoja, no conocemos otra cosa, y en seguida nos sentimos con Ć”nimos para pronunciar una conferencia acerca del Ć”rbol entero, con su raĆz, tronco y copa, el gran Ć”rbol: Dios, el mundo y la inmortalidad. Y, sin embargo, de todo ello no conocemos sino una hoja. Mientras estaba asĆ ocupado, recibĆ la visita de tĆa Mille. Le enseƱƩ la hoja con el gusano, le comuniquĆ© mis pensamientos y vi que sus ojos brillaban. – Ā”Eres un poeta! -exclamĆ³-. Ā”QuizĆ”s el mĆ”s grande que tenemos! Ā”QuĆ© contenta bajarĆa a la tumba, si yo pudiera verlo! Desde el entierro del cervecero Rasmussen, Ā Ā Ā me Ā Ā Ā Ā Ā has Ā Ā Ā Ā Ā estado asombrando con tu poderosa imaginaciĆ³n. AsĆ dijo tĆa Mille, y me besĆ³. ĀæQuiĆ©n era tĆa Mille y quiĆ©n el cervecero Rasmussen? Cuando Ć©ramos niƱos, llamĆ”bamos tĆa a la que lo era de nuestra madre; no la conocĆamos por otro nombre. Nos regalaba confituras y azĆŗcar, a pesar del peligro que suponĆan para nuestros dientes; pero, como ella decĆa, los pequeƱos eran su debilidad. HabrĆa sido cruel privarlos de aquel poquitĆn de golosinas que tanto les gustaban. Por eso querĆamos tanto a nuestra tĆa. Era una vieja solterona. Siempre la conocĆ vieja. Se habĆa plantado en una misma edad. HabĆa sufrido mucho de dolor de muelas, y hablaba constantemente de ello; por eso su amigo el cervecero Rasmussen, hombre muy chistoso, la llamaba TĆa Dolor de Muelas. Ćste hacia varios aƱos que habĆa dejado el negocio, para vivir de sus rentas; frecuentaba la casa de la tĆa y era mĆ”s viejo que ella. No le quedaba ni un diente, aparte dos o tres negros raigones. De joven habĆa comido mucho azĆŗcar, nos decĆa; por eso se veĆa de aquel modo. Por lo visto, tĆa nunca debiĆ³ de haber comido azĆŗcar de pequeƱa, pues tenĆa unos dientes magnĆficos y blanquĆsimos. Los cuidaba bien, por otra parte; nunca se iba a dormir con ellos, decĆa el cervecero Rasmussen. Los niƱos sabĆan que aquello era pura malicia, pero tĆa afirmaba que lo decĆa sin mala intenciĆ³n. Una maƱana, a la hora del desayuno, contĆ³ un sueƱo desagradable que habĆa tenido por la noche: que se le habĆa caĆdo un diente.
- Esto significa -dijo- que perderƩ un buen amigo o una buena amiga.
- Si el diente era postizo -observĆ³ el cervecero con una sonrisa burlona-, tal vez sea un falso amigo.
- Ā”Es usted un viejo grosero! -replicĆ³ tĆa, enfadada como nunca la he visto.
Posteriormente dijo que habĆa sido una broma de su viejo amigo, quien, a su juicio, era el hombre mĆ”s noble de la Tierra, y que cuando muriese serĆa un angelito de Dios en el cielo. Aquella presunta transformaciĆ³n me dio mucho que pensar. ĀæPodrĆa reconocerlo bajo su nueva figura? De joven habĆa pretendido a mi tĆa. Ella se lo pensĆ³ demasiado tiempo, permaneciĆ³ indecisa y se quedĆ³ soltera, pero siempre fue para Ć©l una fiel amiga. Luego muriĆ³ el cervecero Rasmussen. Lo llevaron a la tumba en el coche fĆŗnebre mĆ”s caro, y hubo nutrido acompaƱamiento; incluso personajes condecorados y en uniforme. TĆa presenciĆ³ la comitiva desde la ventana, vestida de luto, rodeada de todos nosotros, sin que faltase mi hermanito menor, traĆdo por la cigĆ¼eƱa una semana antes. Cuando hubieron desfilado la carroza fĆŗnebre y el sĆ©quito, y la calle quedĆ³ desierta, tĆa quiso marcharse, pero yo me opuse; aguardaba al Ć”ngel, el cervecero Rasmussen. EstarĆa convertido en un angelillo alado y no podĆa dejar de aparecĆ©rsenos.
- Ā”TĆa! -dije-, Āæno crees que va a venir? ĀæO que cuando la cigĆ¼eƱa nos traiga otro hermanito serĆ” el cervecero Rasmussen?
TĆa quedĆ³ anonadada ante mi fantasĆa, y exclamĆ³: Ā«Ā”Este niƱo serĆ” un gran poeta!Ā». Y lo estuvo repitiendo durante todos mis aƱos escolares aun despuĆ©s de mi confirmaciĆ³n y cuando era ya estudiante. Fue y sigue siendo para mĆ la amiga que mĆ”s simpatiza con el dolor poĆ©tico y el dolor de muelas. Yo sufro accesos de uno y otro.
- Anota todos tus pensamientos -decĆa- y guĆ”rdalos en el cajĆ³n de la mesa; asĆ lo hacĆa Jean-Paul. LlegĆ³ a ser un gran poeta, del cual recuerdo muy poca cosa, lo confieso; no es bastante interesante. TĆŗ debes ser interesante. Ā”Y lo serĆ”s!
La noche que siguiĆ³ a aquella conversaciĆ³n me la pasĆ© dominado por el anhelo y el tormento, el afĆ”n y la ilusiĆ³n de ser el gran poeta que mi tĆa veĆa y adivinaba en mĆ. Pero existe un dolor peor que aquĆ©l: el dolor de muelas. Ćste me atormentaba; me convirtiĆ³ en un gusano que me retorcĆa entre vejigatorios y cataplasmas.
- Ā”Yo sĆ© lo que es eso! -decĆa la tĆa; y su boca dibujaba una triste sonrisa. Ā”CĆ³mo brillaban sus dientes!
Pero debo empezar un nuevo capĆtulo de la historia de mi tĆa. Ā Llevaba un mes en una nueva casa. Un dĆa hablaba de ello con mi tĆa.
- Es una familia muy tranquila. No se preocupan de mĆ ni cuando llamo tres veces. Enfrente hay un barullo infernal, con los ruidos del viento y de la gente. Vivo exactamente encima del portal; cada coche que entra o sale hace mover los cuadros de las paredes. Tiembla toda la casa, como en un terremoto. Desde la cama siento la vibraciĆ³n en todo el cuerpo, pero supongo que esto fortifica los nervios. Cada vez que hay tormenta – Ā”y cuidado que aquĆ son frecuentes!, – los ganchos de las ventanas oscilan y golpean contra las paredes. A cada rĆ”faga suena la campanilla de la puerta del patio vecino.
Nuestros inquilinos regresan a casa a gotas, ya anochecido o muy avanzada la noche. El que reside encima de mi cuarto, que durante el dĆa da lecciones de trombĆ³n, es el que vuelve mĆ”s tarde y antes de acostarse se da un paseĆto por la habitaciĆ³n, con paso recio y botas claveteadas. No hay doble ventana, y sĆ en cambio un cristal roto, sobre el cual la patrona ha pegado un papel. El viento sopla por la raja, con notas comparables a las del zumbido del tĆ”bano. Es mi canciĆ³n de cuna. Y si llego a dormirme, no tarda en despertarme el canto del gallo. Los pollos y gallinas del gallinero del tendero del sĆ³tano me anuncian que pronto serĆ” dĆa. Los caballitos que, a falta de establo, estĆ”n atados en el cuartucho de debajo la escalera, no paran de cocear contra la puerta y el panel para desentumecerse. En cuanto alborea, el portero, que duerme con su familia en la buhardilla, baja las escaleras con gran ruido: matraquean sus abarcas, sus portazos hacen temblar la casa, y una vez pasado el temporal el inquilino de arriba empieza con su gimnasia, levantando con cada mano una bola de hierro que no puede sostener, por lo que se le cae una vez y otra, mientras la chiquillerĆa de la casa, que debe ir a la escuela, se precipita por las escaleras saltando y gritando. Yo me voy a la ventana, la abro para que entre aire puro, y me doy por satisfecho cuando puedo obtenerlo, cosa que sĆ³lo sucede cuando la solterona del piso trasero no estĆ” lavando guantes con agua de lejĆa, pues tal es su oficio. Aparte esto, es una casa estupenda, y la familia es muy tranquila. Ćste fue el relato que hice a mi tĆa acerca de mi pensiĆ³n. Claro que le di algo mĆ”s de vivacidad, pues la exposiciĆ³n oral tiene siempre acentos mĆ”s vivos y amenos que la escrita. – Ā”Eres un poeta! -exclamĆ³ mi tĆa-. Pon esta descripciĆ³n por escrito, eres tan bueno como Dickens. Ā”Y mucho mĆ”s interesante! Pintas, cuando hablas. Describes tu casa tan bien, que me parece verla. Ā”Me entran escalofrĆos! No te quedes ahĆ: ponle algo vivo, personas, personas que conmuevan, de preferencia desgraciados. Y, efectivamente, trasladĆ© al papel la descripciĆ³n de la casa tal como era, ruidosa y alborotada, pero sĆ³lo conmigo en ella, sin acciĆ³n. Ćsta vendrĆ” despuĆ©s.
TIENE QUE HABER DIFERENCIAS
Era el mes de mayo. Soplaba aĆŗn un viento fresco, pero la primavera habĆa llegado; asĆ lo proclamaban las plantas y los Ć”rboles, el campo y el prado. Era una orgĆa de flores, que se esparcĆan hasta por debajo de los verdes setos; y justamente allĆ la primavera llevaba a cabo su obra, manifestĆ”ndose desde un diminuto manzano del que habĆa brotado una Ćŗnica ramita, pero fresca y lozana, y cuajada toda ella de yemas color de rosa a punto de abrirse. Bien sabĆa la ramita lo hermosa que era, pues eso estĆ” en la hoja como en la sangre; por eso no se sorprendiĆ³ cuando un coche magnĆfico se detuvo en el camino frente a ella, y la joven condesa que lo ocupaba dijo que aquella rama de manzano era lo mĆ”s encantador que pudiera soƱarse; era la primavera misma en su manifestaciĆ³n mĆ”s delicada. Y quebraron la rama, que la damita cogiĆ³ con la mano y resguardĆ³ bajo su sombrilla de seda. Continuaron luego hacia palacio, aquel palacio de altos salones y esplĆ©ndidos aposentos; sutiles cortinas blancas aleteaban en las abiertas ventanas, y maravillosas flores lucĆan en jarros opalinos y transparentes; en uno de ellos – habrĆase dicho fabricado de nieve reciĆ©n caĆda – colocaron la ramita del manzano entre otras de haya, tiernas y de un verde claro. Daba alegrĆa mirarla. A la ramita se le subieron los humos a la cabeza; Ā”es tan humano eso!. Pasaron por las habitaciones gentes de toda clase, y cada uno, segĆŗn su posiciĆ³n y categorĆa, permitiĆ³se manifestar su admiraciĆ³n. Unos permanecĆan callados, otros hablaban demasiado, y la rama del manzano pudo darse cuenta de que tambiĆ©n entre los humanos existen diferencias, exactamente lo mismo que entre las plantas. Ā«Algunas estĆ”n sĆ³lo para adorno, otras sirven para la alimentaciĆ³n, e incluso las hay completamente superfluasĀ», pensĆ³ la ramita; y como sea que la habĆan colocado delante de una ventana abierta, desde su sitio podĆa ver el jardĆn y el campo, lo que le daba oportunidad para contemplar una multitud de flores y plantas y efectuar observaciones a su respecto. Ricas y pobres aparecĆan mezcladas; y, aĆŗn se veĆan, algunas en verdad insignificantes.
- Ā”Pobres hierbas descastadas! -exclamĆ³ la rama del manzano-. La verdad es que existe una diferencia. Ā”QuĆ© desgraciadas deben de sentirse, suponiendo que esas criaturas sean capaces de sentir como nosotras. Naturalmente, es forzoso que haya diferencias; de lo contrario todas serĆamos iguales.
Nuestra rama considerĆ³ con cierta compasiĆ³n una especie de flores que crecĆan en nĆŗmero incontable en campos y ribazos. Nadie las cogĆa para hacerse un ramo, pues eran demasiado ordinarias. Hasta entre los adoquines crecĆan: como el Ćŗltimo de los hierbajos, asomaban por doquier, y para colmo tenĆan un nombre de lo mas vulgar: diente de leĆ³n.
- Ā”Pobre planta despreciada! -exclamĆ³ la rama del manzano-. TĆŗ no tienes la culpa de ser como eres, tan ordinaria, ni de que te hayan puesto un nombre tan feo. Pero con las plantas ocurre lo que con los hombres: tiene que haber diferencias.
- Ā”Diferencias! -replicĆ³ el rayo de sol, mientras besaba al mismo tiempo la florida rama del manzano y los mĆseros dientes de leĆ³n que crecĆan en el campo; y tambiĆ©n los hermanos del rayo de sol prodigaron sus besos a todas las flores, pobres y ricas.
Nuestra ramita no habĆa pensado nunca sobre el infinito amor de Dios por su mundo terrenal, y por todo cuanto en Ć©l se mueve y vive; nunca habĆa reflexionado sobre lo mucho de bueno y de bello que puede haber en Ć©l – oculto, pero no olvidado -. Pero, Āæacaso no es esto tambiĆ©n humano? El rayo de sol, el mensajero de la luz, lo sabĆa mejor. – No ves bastante lejos, ni bastante claro. ĀæCuĆ”l es esa planta tan menospreciada que asĆ compadeces?
- El diente de leĆ³n -contestĆ³ la rama-. Nadie hace ramilletes con ella; todo el mundo la pisotea; hay demasiados. Y cuando dispara sus semillas, salen volando en minĆŗsculos copos como de blanca lana y se pegan a los vestidos de los viandantes. Es una mala hierba, he ahĆ lo que es. Pero hasta de eso ha de haber. Ā”CuĆ”nta gratitud siento yo por no ser como Ć©l!
De pronto llegĆ³ al campo un tropel de chiquillos; el menor de todos era aĆŗn tan pequeƱo, que otros tenĆan que llevarlo en brazos. Y cuando lo hubieron sentado en la hierba en medio de todas aquellas flores amarillas, se puso a gritar de alegrĆa, a agitar las regordetas piernecillas y a revolcarse por la hierba, cogiendo con sus manitas los dorados dientes de leĆ³n y besĆ”ndolos en su dulce inocencia. Mientras tanto los mayores rompĆan las cabecitas floridas, separĆ”ndolas de los tallos huecos y doblando Ć©stos en anillo para fabricar con ellos cadenas, que se colgaron del cuello, de los hombros o en torno a la cintura; se los pusieron tambiĆ©n en la cabeza, alrededor de las muƱecas y los tobillos – Ā”quĆ© preciosidad de cadenas y grilletes verdes! -. Pero los mayores recogĆan cuidadosamente las flores encerradas en la semilla, aquella ligera y vaporosa esfera de lana, aquella pequeƱa obra de arte que parece una nubecilla blanca hecha de copitos minĆŗsculos. Se la ponĆan ante la boca, y de un soplo tenĆan que deshacerla enteramente. Quien lo consiguiera tendrĆa vestidos nuevos antes de terminar el aƱo – lo habĆa dicho abuelita. Y de este modo la despreciada flor se convertĆa en profeta.
- ĀæVes? -preguntĆ³le el rayo de sol a la rama de manzano-. ĀæVes ahora su belleza y su virtud?
- Ā”SĆ, para los niƱos! -replicĆ³ la rama.
En esto llegĆ³ al campo una ancianita, y, con un viejo y romo cuchillo de cocina, se puso a excavar para sacar la raĆz de la planta. QuerĆa emplear parte de las raĆces para una infusiĆ³n de cafĆ©; el resto pensaba llevĆ”rselas al boticario para sacar unos cĆ©ntimos.
- Pero la belleza es algo mucho mĆ”s elevado exclamĆ³ la rama del manzano-. A su reino van sĆ³lo los elegidos. Existe una diferencia entre las plantas, de igual modo como la hay entre las personas.
Entonces el rayo de sol le hablĆ³ del infinito amor de Dios por todas sus criaturas, amor que abraza con igual ternura a todo ser viviente; y le hablĆ³ tambiĆ©n de la divina justicia, que lo distribuye todo por igual en tiempo y eternidad.
- Ā”SĆ, eso cree usted! -respondiĆ³ la rama.
En eso entrĆ³ gente en el salĆ³n, y con ella la condesita que tan lindamente habĆa colocado la rama florida en el transparente jarrĆ³n, sobre el que caĆa el fulgurante rayo de sol. TraĆa una flor, o lo que fuese, cuidadosamente envuelta en tres o cuatro grandes hojas, que la rodeaban como un cucurucho, para que ni un hĆ”lito de aire pudiese darle y perjudicarla: y Ā”la llevaba con un cuidado tan amoroso! Mucho mayor del que jamĆ”s se habĆa prestado a la ramita del manzano. La sacaron con gran precauciĆ³n de las hojas que la envolvĆan y apareciĆ³… Ā”la pequeƱa esferita de blancos copos, la semilla del despreciado diente de leĆ³n! Esto era lo que la condesa con tanto cuidado habĆa cogido de la tierra y traĆdo para que ni una de las sutilĆsimas flechas de pluma que forman su vaporosa bolita fuese llevada por el viento. La sostenĆa en la mano, entera e intacta; y admiraba su hermosa forma, aquella estructura aĆ©rea y diĆ”fana, aquella construcciĆ³n tan original, aquella belleza que en un momento disiparĆa el viento. Daba lĆ”stima pensar que pudiera desaparecer aquella hermosa realidad.
- Ā”Fijaos que maravillosamente hermosa la ha creado Dios! -dijo-. La pintarĆ© junto con la rama del manzano. Todo el mundo, encuentra esta rama primorosa; pero la pobre florecilla, a su manera, ha sido agraciada por Dios con no menor hermosura. Ā”QuĆ© distintas son, y, sin embargo, las dos son hermanas en el reino de la belleza!
Y el rayo de sol besĆ³ al humilde diente de leĆ³n, exactamente como besaba a la florida rama del manzano, cuyos pĆ©talos parecĆan sonrojarse bajo la caricia.
UNA HISTORIA
En el jardĆn florecĆan todos los manzanos; se habĆan apresurado a echar flores antes de tener hojas verdes; todos los patitos estaban en la era, y el gato con ellos, relamiĆ©ndose el resplandor del sol, relamiĆ©ndoselo de su propia pata. Y si uno dirigĆa la mirada a los campos, veĆa lucir el trigo con un verde precioso, y todo era trinar y piar de mil pajarillos, como si se celebrase una gran fiesta; y de verdad lo era, pues habĆa llegado el domingo. Tocaban las campanas, y las gentes, vestidas con sus mejores prendas, se encaminaban a la iglesia, tan orondas y satisfechas. SĆ, en todo se reflejaba la alegrĆa; era un dĆa tan tibio y tan magnĆfico, que bien podĆa decirse:
- Verdaderamente, Dios Nuestro SeƱor es de una bondad infinita para con sus criaturas.
En el interior de la iglesia, el pastor, desde el pĆŗlpito, hablaba, sin embargo, con voz muy recia y airada; se lamentaba de que todos los hombres fueran unos descreĆdos y los amenazaba con el castigo divino, pues cuando los malos mueren, van al infierno, a quemarse eternamente; y decĆa ademĆ”s que su gusano no morirĆa, ni su fuego se apagarĆa nunca, y que jamĆ”s encontrarĆan la paz y el reposo. Ā”Daba pavor oĆrlo, y se expresaba, ademĆ”s, con tanta convicciĆ³n…! DescribĆa a los feligreses el infierno como una cueva apestosa, donde confluye toda la inmundicia del mundo; allĆ no hay mĆ”s aire que el de la llama ardiente del azufre, ni suelo tampoco: todos se hundirĆan continuamente, en eterno silencio. Era horrible oĆr todo aquello, pero el pĆ”rroco lo decĆa con toda su alma, y todos los presentes se sentĆan sobrecogidos de espanto. Y, sin embargo, allĆ” fuera los pajarillos cantaban tan alegres, y el sol enviaba su calor, y cada florecilla parecĆa decir: Ā«Dios es infinitamente bueno para todos nosotrosĀ». SĆ, allĆ” fuera las cosas eran muy distintas de como las pintaba el pĆ”rroco. Al anochecer, a la hora de acostarse, el pastor observĆ³ que su esposa permanecĆa callada y pensativa.
- ĀæQuĆ© te pasa? -le preguntĆ³.
- Me pasa… -respondiĆ³ ella-, pues me pasa que no puedo concretar mis pensamientos, que no comprendo bien lo que dijiste, que haya tantas personas impĆas y que han de ser condenadas al fuego eterno. Ā”Eterno…! Ā”Ay, quĆ© largo es esto! Yo no soy sino una pobre pecadora, y, sin embargo, no tendrĆa valor para condenar al fuego eterno ni siquiera al mĆ”s perverso de los pecadores. Ā”CĆ³mo podrĆa, pues, hacerlo Dios Nuestro SeƱor, que es infinitamente bueno y sabe que el mal viene de fuera y de dentro! No, no puedo creerlo, por mĆ”s que tĆŗ lo digas.
HabĆa llegado el otoƱo, y las hojas caĆan de los Ć”rboles; el grave y severo pĆ”rroco estaba sentado a la cabecera de una moribunda: un alma creyente y piadosa iba a cerrar los ojos; era su propia esposa.
- …Si alguien merece descanso en la tumba y gracia ante Dios, Ć©sa eres tĆŗ -dijo el pastor. Le cruzĆ³ las manos sobre el pecho y rezĆ³ una oraciĆ³n para la difunta.
La mujer fue conducida a su sepultura. Dos gruesas lĆ”grimas rodaron por las mejillas de aquel hombre grave. En la casa parroquial reinaban el silencio y la soledad: el sol del hogar se habĆa apagado; ella se habĆa ido. Era de noche; un viento frĆo azotĆ³ la cabeza del clĆ©rigo. AbriĆ³ los ojos y le pareciĆ³ como si la luna brillara en el cuarto, y, sin embargo, no era asĆ. Pero junto a su cama estaba de pie una figura humana: el espĆritu de su esposa difunta, que lo miraba con expresiĆ³n afligida, como si quisiera decirle algo. El pĆ”rroco se incorporĆ³ en el lecho y extendiĆ³ hacia ella los brazos:
- ĀæTampoco tĆŗ gozas del eterno descanso? ĀæEs posible que sufras, tĆŗ, la mejor y la mĆ”s piadosa?
La muerta bajĆ³ la cabeza en signo afirmativo y se puso la mano en el pecho.
- ĀæPodrĆa yo procurarte el reposo en la sepultura?
- Si -llegĆ³ a sus oĆdos.
- ĀæDe quĆ© manera?
- Dame un cabello, un solo cabello de la cabeza de un pecador cuyo fuego jamƔs haya de extinguirse, de un pecador a quien Dios haya de condenar a las penas eternas del infierno.
- Ā”Oh, serĆ” fĆ”cil salvarte, mujer pura y piadosa! -exclamĆ³ Ć©l.
- Ā”SĆgueme, pues! -contestĆ³ la muerta-. AsĆ nos ha sido concedido. VolarĆ”s a mi lado allĆ” donde quiera llevarte tu pensamiento; invisibles a los hombres, penetraremos en sus rincones mĆ”s secretos, pero deberĆ”s seƱalarme con mano segura al condenado a las penas eternas, y tendrĆ”s que haberlo encontrado antes de que cante el gallo.
En un instante, como llevados por el pensamiento, estuvieron en la gran ciudad, y en las paredes de las casas vieron escritas en letras de fuego los nombres de los pecados mortales: orgullo, avaricia, embriaguez, lujuria, en resumen, el iris de siete colores de las culpas capitales.
- SĆ, ahĆ dentro, como ya pensaba y sabĆa -dijo el pĆ”rroco- moran los destinados al fuego eterno -. Y se encontraron frente a un portal magnĆficamente iluminado, de anchas escaleras adornadas con alfombras y flores; y de los bulliciosos salones llegaban los sones de mĆŗsica de baile. El portero lucĆa librea de seda y terciopelo y empuƱaba un bastĆ³n con incrustaciones de plata.
- Ā”Nuestro baile compite con los del Palacio Real! – dijo, dirigiĆ©ndose a la muchedumbre estacionada en la calle. En su rostro y en su porte entero se reflejaba un solo pensamiento: Ā«Ā”Pobre gentuza que mirĆ”is desde fuera, para mĆ todos sois canalla despreciable!Ā».
- Ā”Orgullo! -dijo la muerta-. ĀæLo ves?
- ĀæEse? -contestĆ³ el pĆ”rroco-. Pero Ć©se no es mĆ”s que un loco, un necio; ĀæcĆ³mo ha de ser condenado a las penas eternas?
- Ā”No mĆ”s que un loco! -resonĆ³ por toda la casa del orgullo. Todos en ella lo eran.
Entraron volando al interior de las cuatro paredes desnudas del avariento. EscuĆ”lido como un esqueleto, tiritando de frĆo, hambriento y sediento, el viejo se aferraba al dinero con toda su alma. Lo vieron saltar de su mĆsero lecho, como presa de la fiebre, y apartar una piedra suelta de la pared. AllĆ habĆa monedas de oro metidas en un viejo calcetĆn. Lo vieron cĆ³mo palpaba su chaqueta androjosa, donde tenĆa cosidas mĆ”s monedas, y sus dedos hĆŗmedos temblaban.
- Ā”EstĆ” enfermo! Es puro desvarĆo, una triste demencia envuelta en angustia y pesadillas.
Se alejaron rĆ”pidamente, y muy pronto se encontraron en el dormitorio de la cĆ”rcel, donde, en una larga hilera de camastros, dormĆan los reclusos. Uno de ellos despertĆ³, y, como un animal salvaje, lanzĆ³ un grito horrible, dando con el codo huesudo en el costado del compaƱero, el cual, volviĆ©ndose, exclamĆ³ medio dormido:
- Ā”CĆ”llate la boca, so bruto, y duerme! Ā”Todas las noches haces lo mismo!
- Ā”Todas las noches! -repitiĆ³ el otro- …Ā”SĆ, todas las noches se presenta y lanza alaridos y me atormenta! En un momento de ira hice tal y cual cosa; nacĆ con malos instintos, y ellos me han llevado aquĆ por segunda vez; pero obrĆ© mal y sufro mi merecido. Una sola cosa no he confesado. Cuando salĆ de aquĆ la Ćŗltima vez, al pasar por delante de la finca de mi antiguo amo, se encendiĆ³ en mĆ el odio. FrotĆ© un fĆ³sforo contra la pared, el fuego prendiĆ³ en el tejado de paja y las llamas lo devoraron todo. Me pasĆ³ el arrebato, como suele ocurrirme, y ayudĆ© a salvar el ganado y los enseres. NingĆŗn ser vivo muriĆ³ abrasado, excepto una bandada de palomas que cayeron al fuego, y el perro mastĆn, en el que no habĆa pensado. Se le oĆa aullar entre las llamas… y sus aullidos siguen lastimĆ”ndome los oĆdos cuando me echo a dormir; y cuando ya duermo, viene el perro, enorme e hirsuto, y se echa sobre mĆ aullando y oprimiĆ©ndome, atormentĆ”ndome… Ā”Escucha lo que te cuento, pues! TĆŗ puedes roncar, roncar toda la noche, mientras yo no puedo dormir un cuarto de hora -. Y en un arrebato de furor, pego a su campanero un puƱetazo en la cara.
- Ā”Ese Mads se ha vuelto loco otra vez! -gritaron en torno; los demĆ”s presos se lanzaron contra Ć©l, y, tras dura lucha, le doblaron el cuerpo hasta meterle la cabeza entre las piernas, atĆ”ndolo luego tan reciamente, que la sangre casi le brotaba de los ojos y de todos los poros.
- Ā”Vais a matarlo, infeliz! -gritĆ³ el pĆ”rroco, y al extender su mano protectora hacia aquel pecador que tanto sufrĆa, cambiĆ³ bruscamente la escena.
Volaron a travĆ©s de ricos salones y de modestos cuartos; la lujuria, la envidia y todos los demĆ”s pecados capitales desfilaron ante ellos; un Ć”ngel del divino tribunal daba lectura a sus culpas y a su defensa; cierto que ello contaba poco ante Dios, pues Dios lee en los corazones, lo sabe todo, lo malo que viene de dentro y de fuera; Ćl, que es la misma gracia y el amor mismo. La mano del pastor temblaba, no se atrevĆa a alargarla para arrancar un cabello de la cabeza de un pecador. Y las lĆ”grimas manaban de sus ojos como el agua de la gracia y del amor, que extinguen el fuego eterno del infierno. En esto cantĆ³ el gallo.
- Ā”Dios misericordioso! Ā”ConcĆ©dele paz en la tumba, la paz que yo no pude darle!
- Ā”Gozo de ella, ya! -exclamĆ³ la muerta-. Lo que me ha hecho venir a ti han sido tus palabras duras, tu sombrĆa fe en Dios y en sus criaturas. Ā”Aprende a conocer a los hombres! Aun en los malos palpita una parte de Dios, una parte que apagarĆ” y vencerĆ” las llamas de infierno.
El sacerdote sintiĆ³ un beso en sus labios; habĆa luz a su alrededor: el sol radiante de Nuestro SeƱor entraba en la habitaciĆ³n, donde su esposa, dulce y amorosa, acababa de despertarlo de un sueƱo que Dios le habĆa enviado.
UNA HOJA DE CIELO
A gran altura, en el aire lĆmpido, volaba un Ć”ngel que llevaba en la mano una flor del jardĆn del ParaĆso, y al darle un beso, de sus labios cayĆ³ una minĆŗscula hojita, que, al tocar el suelo, en medio del bosque, arraigĆ³ en seguida y dio nacimiento a una nueva planta, entre las muchas que crecĆan en el lugar.
- Ā”QuĆ© hierba mĆ”s ridĆcula! – dijeron aquĆ©llas. Y ninguna querĆa reconocerla, ni siquiera los cardos y las ortigas.
- Debe de ser una planta de jardĆn – aƱadieron, con una risa irĆ³nica, y siguieron burlĆ”ndose de la nueva vecina; pero Ć©sta venga crecer y crecer, dejando atrĆ”s a las otras, y venga extender sus ramas en forma de zarcillos a su alrededor.
- ĀæAdĆ³nde quieres ir? – preguntaron los altos cardos, armados de espinas en todas sus hojas -. Dejas las riendas demasiado sueltas, no es Ć©ste el lugar apropiado. No estamos aquĆ para aguantarte.
LlegĆ³ el invierno, y la nieve cubriĆ³ la planta; pero Ć©sta dio a la nĆvea capa un brillo esplĆ©ndido, como si por debajo la atravesara la luz del sol. En primavera se habĆa convertido en una planta florida, la mĆ”s hermosa del bosque. Vino entonces el profesor de BotĆ”nica; su profesiĆ³n se adivinaba a la legua. ExaminĆ³ la planta, la probĆ³, pero no figuraba en su manual; no logrĆ³ clasificarla.
- Es una especie hĆbrida – dijo -. No la conozco. No entra en el sistema.
- Ā”No entra en el sistema! – repitieron los cardos y las ortigas. Los grandes Ć”rboles circundantes miraban la escena sin decir palabra, ni buena ni mala, lo cual es siempre lo mĆ”s prudente cuando se es tonto.
AcercĆ³se en esto, bosque a travĆ©s, una pobre niƱa inocente; su corazĆ³n era puro, y su entendimiento, grande, gracias a la fe; toda su herencia acĆ” en la Tierra se reducĆa a una vieja Biblia, pero en sus hojas le hablaba la voz de Dios: Ā«Cuando los hombres se propongan causarte algĆŗn daƱo, piensa en la historia de JosĆ©: pensaron mal en sus corazones, mas Dios lo encaminĆ³ al bien. Si sufres injusticia, si eres objeto de burlas y de sospechas, piensa en Ćl, el mĆ”s puro, el mejor, AquĆ©l de quien se mofaron y que, clavado en cruz, rogaba: Ā”Padre, perdĆ³nalos, que no saben lo que hacen!Ā»Ā». La muchachita se detuvo delante de la maravillosa planta, cuyas hojas verdes exhalaban un aroma suave y refrescante, y cuyas flores brillaban a los rayos del sol como un castillo de fuegos artificiales, resonando ademĆ”s cada una como si en ella se ocultase el profundo manantial de las melodĆas, no agotado en el curso de milenios. Con piadoso fervor contemplĆ³ la niƱa toda aquella magnificencia de Dios; torciĆ³ una rama para poder examinar mejor las flores y aspirar su aroma, y se hizo luz en su mente, al mismo tiempo que sentĆa un gran bienestar en el corazĆ³n. Le habrĆa gustado cortar una flor, pero no se decidĆa a hacerlo, pues se habrĆa marchitado muy pronto; asĆ, se limitĆ³ a llevarse una de las verdes hojas que, una vez en casa, guardĆ³ en su Biblia, donde se conservĆ³ fresca, sin marchitarse nunca. QuedĆ³ oculta entre las hojas de la Biblia; en ella fue colocada debajo de la cabeza de la muchachita cuando, pocas semanas mĆ”s tarde, yacĆa Ć©sta en el ataĆŗd, con la sagrada gravedad de la muerte reflejĆ”ndose en su rostro piadoso, como si en el polvo terrenal se leyera que su alma se hallaba en aquellos momentos ante Dios. Pero en el bosque seguĆa floreciendo la planta maravillosa; era ya casi como un Ć”rbol, y todas las aves migratorias se inclinaban ante ella, especialmente la golondrina y la cigĆ¼eƱa. – Ā”Esto son artes del extranjero! – dijeron los cardos y lampazos -. Los que somos de aquĆ no sabrĆamos comportarnos de este modo. Y los negros caracoles de bosque escupieron al Ć”rbol. Vino despuĆ©s el porquerizo a recoger cardos y zarcillos para quemarlos y obtener ceniza. El Ć”rbol maravilloso fue arrancado de raĆz y echado al montĆ³n con el resto:
- Que sirva para algo tambiĆ©n – dijo, y asĆ fue.
Mas he aquĆ que desde hacĆa mucho tiempo el rey del paĆs venĆa sufriendo de una hondĆsima melancolĆa; era activo y trabajador, pero de nada le servĆa; le leĆan obras de profundo sentido filosĆ³fico y le leĆan, asimismo, las mĆ”s ligeras que cabĆa encontrar; todo era inĆŗtil. En esto llegĆ³ un mensaje de uno de los hombres mĆ”s sabios del mundo, al cual se habĆan dirigido. Su respuesta fue que existĆa un remedio para curar y fortalecer al enfermo: Ā«En el propio reino del Monarca crece, en el bosque, una planta de origen celeste; tiene tal y cual aspecto, es imposible equivocarseĀ». Y seguĆa un dibujo de la planta, muy fĆ”cil de identificar: Ā«Es verde en invierno y en verano. Coged cada anochecer una hoja fresca de ella, y aplicadla a la frente del Rey; sus pensamientos se iluminarĆ”n y tendrĆ” un magnĆfico sueƱo que le darĆ” fuerzas y aclararĆ” sus ideas para el dĆa siguienteĀ». La cosa estaba bien clara, y todos los doctores, y con ellos el profesor de BotĆ”nica, se dirigieron al bosque. SĆ; mas, ĀædĆ³nde estaba la planta?
- Seguramente ha ido a parar a mi montĆ³n – dijo el porquero y tiempo ha estĆ” convertida en ceniza; pero, ĀæquĆ© sabĆa yo?
- ĀæQuĆ© sabĆas tĆŗ? – exclamaron todos -.
Ā”Ignorancia, ignorancia! -. Estas palabras debĆan llegar al alma de aquel hombre, pues a Ć©l y a nadie mĆ”s iban dirigidas. No hubo modo de dar con una sola hoja; la Ćŗnica existente yacĆa en el fĆ©retro de la difunta, pero nadie lo sabĆa. El Rey en persona, desesperado, se encaminĆ³ a aquel lugar del bosque.
- AquĆ estuvo el Ć”rbol – dijo -. Ā”Sea Ć©ste un lugar sagrado!
Y lo rodearon con una verja de oro y pusieron un centinela. El profesor de BotĆ”nica escribiĆ³ un tratado sobre la planta celeste, en premio del cual lo cubrieron de oro, con gran satisfacciĆ³n suya; aquel baƱo de oro le vino bien a Ć©l y a su familia, y fue lo mĆ”s agradable de toda la historia, ya que la planta habĆa desaparecido, y el Rey siguiĆ³ preso de su melancolĆa y aflicciĆ³n. – Pero ya las sufrĆa antes – dijo el centinela.
UNA ROSA DE LA TUMBA DE HOMERO
En todos los cantos de Oriente suena el amor del ruiseƱor por la rosa; en las noches silenciosas y cuajadas de estrellas, el alado cantor dedica una serenata a la fragante reina de las flores. No lejos de Esmirna, bajo los altos plĆ”tanos adonde el mercader guĆa sus cargados camellos, que levantan altivos el largo cuello y caminan pesadamente sobre una tierra sagrada, vi un rosal florido; palomas torcaces revoloteaban entre las ramas de los corpulentos Ć”rboles, y sus alas, al resbalar sobre ellas los oblicuos rayos del sol, despedĆan un brillo como de madreperla. TenĆa el rosal una flor mĆ”s bella que todas las demĆ”s, y a ella le cantaba el ruiseƱor su cuita amorosa; pero la rosa permanecĆa callada; ni una gota de rocĆo se veĆa en sus pĆ©talos, como una lĆ”grima de compasiĆ³n; inclinaba la rama sobre unas grandes piedras, – AquĆ reposa el mĆ”s grande de los cantores -dijo la rosa-. Quiero perfumar su tumba, esparcir sobre ella mis hojas cuando la tempestad me deshoje. El cantor de la IlĆada se tornĆ³ tierra, en esta tierra de la que yo he brotado. Yo, rosa de la tumba de Homero, soy demasiado sagrada para florecer sĆ³lo para un pobre ruiseƱor. Y el ruiseƱor siguiĆ³ cantando hasta morir. LlegĆ³ el camellero, con sus cargados animales y sus negros esclavos; su hijito encontrĆ³ el pĆ”jaro muerto, y lo enterrĆ³ en la misma sepultura del gran Homero; la rosa temblaba al viento. Vino la noche, la flor cerrĆ³ su cĆ”liz y soĆ±Ć³: Era un dĆa magnĆfico, de sol radiante; acercĆ”base un tropel de extranjeros, de francos, que iban en peregrinaciĆ³n a la tumba de Homero. Entre ellos iba un cantor del Norte, de la patria de las nieblas y las auroras boreales. CogiĆ³ la rosa, la comprimiĆ³ entre las pĆ”ginas de un libro y se la llevĆ³ consigo a otra parte del mundo a su lejana tierra. La rosa se marchitĆ³ de pena en su estrecha prisiĆ³n del libro, hasta que el hombre, ya en su patria, lo abriĆ³ y exclamĆ³: Ā«Ā”Es una rosa de la tumba de Homero!Ā». Tal fue el sueƱo de la flor, y al despertar temblĆ³ al contacto del viento, y una gota de rocĆo desprendida de sus hojas fue a caer sobre la tumba del cantor. SaliĆ³ el sol, y la rosa brillĆ³ mĆ”s que antes; el dĆa era tĆ³rrido, propio de la calurosa Asia. Se oyeron pasos, se acercaron extranjeros francos, como aquellos que la flor viera en sueƱos, y entre ellos venĆa un poeta del Norte que cortĆ³ la rosa y, dĆ”ndole un beso, se la llevĆ³ a la patria de las nieblas y de las auroras boreales. Como una momia reposa ahora el cadĆ”ver de la flor en su IlĆada, y, como en un sueƱo, lo oye abrir el libro y decir: Ā«Ā”He aquĆ una rosa de la tumba de Homero!Ā».
VISION DEL BALUARTE
Es otoƱo. Estamos en lo alto del baluarte contemplando el mar, surcado por numerosos barcos, y, a lo lejos, la costa sueca, que se destaca, altiva, a la luz del sol poniente. A nuestra espalda desciende, abrupto, el bosque, y nos rodean Ć”rboles magnĆficos, cuyo amarillo follaje va desprendiĆ©ndose de las ramas. Al fondo hay casas lĆ³bregas, con empalizadas, y en el interior, donde el centinela efectĆŗa su monĆ³tono paseo, todo es angosto y tĆ©trico; pero mĆ”s tenebroso es todavĆa del otro lado de la enrejada cĆ”rcel, donde se hallan los presidiarios, los delincuentes peores. Un rayo del sol poniente entra en la desnuda celda, pues el sol brilla sobre los buenos y los malos. El preso, hosco y rudo, dirige una mirada de odio al tibio rayo. Un pajarillo vuela hasta la reja. El pĆ”jaro canta para los buenos y los malos. Su canto es un breve trino, pero el pĆ”jaro se queda allĆ, agitando las alas. Se arranca una pluma y se esponja las del cuello; y el mal hombre encadenado lo mira. Una expresiĆ³n mĆ”s dulce se dibuja en su hosca cara; un pensamiento que Ć©l mismo no comprende claramente, brota en su pecho; un pensamiento que tiene algo de comĆŗn con el rayo de sol que entra por la reja, y con las violetas que tan abundantes crecen allĆ” fuera en primavera. Luego resuena el cuerno de los cazadores, melĆ³dicos y vigorosos. El pĆ”jaro se asusta y se echa a volar, alejĆ”ndose de la reja del preso; el rayo de sol desaparece, y vuelve a reinar la oscuridad en la celda, la oscuridad en el corazĆ³n de aquel hombre malo; pero el sol ha brillado, y el pĆ”jaro ha cantado. Ā”Seguid resonando, hermosos toques del cuerno de caza! El atardecer es apacible, el mar estĆ” en calma, terso como un espejo. Ā Ā Ā LA
HABICHUELAS MAGICAS
PeriquĆn vivĆa con su madre, que era viuda, en una cabaƱa del bosque. Como con el tiempo fue empeorando la situaciĆ³n familiar, la madre determinĆ³ mandar a PeriquĆn a la ciudad, para que allĆ intentase vender la Ćŗnica vaca que poseĆan. El niƱo se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontrĆ³ con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas. -Son maravillosas -explicĆ³ aquel hombre-. Si te gustan,te las darĆ© a cambio de la vaca. AsĆ lo hizo PeriquĆn, y volviĆ³ muy contento a su casa. Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del muchacho, cogiĆ³ las habichuelas y las arrojĆ³ a la calle. DespuĆ©s se puso a llorar. Cuando se levantĆ³ PeriquĆn al dĆa siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habĆan crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdĆan de vista. Se puso PeriquĆn a trepar por la planta, y sube que sube, llegĆ³ a un paĆs desconocido. EntrĆ³ en un castillo y vio a un malvado gigante que tenĆa una gallina que ponĆa un huevo de oro cada vez que Ć©l se lo mandaba. EsperĆ³ el niƱo a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapĆ³ con ella. LlegĆ³ a las ramas de las habichuelas, y descolgĆ”ndose, tocĆ³ el suelo y entrĆ³ en la cabaƱa. La madre se puso muy contenta. Y asĆ fueron vendiendo los huevos de oro, y con su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se muriĆ³ y PeriquĆn tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiĆ©ndose al castillo del gigante. Se escondiĆ³ tras una cortina y pudo observar como el dueƱo del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsĆ³n de cuero. En cuanto se durmiĆ³ el gigante, saliĆ³ PeriquĆn y, recogiĆ©ndo el talego de oro, echo a correr hacia la planta gigantesca y bajĆ³ a su casa. AsĆ la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo. Sin embargo, llegĆ³ un dĆa en que el bolsĆ³n de cuero del dinero quedĆ³ completamente vacĆo. Se cogiĆ³ PeriquĆn por tercera vez a las ramas de la planta, y fue escalĆ”ndolas hasta llegar a la cima. Entonces viĆ³ al ogro guardar en un cajĆ³n una cajita que, cada vez que se levantaba la tapa, dejaba caer una moneda de oro. Cuando el gigante saliĆ³ de la estancia, cogiĆ³ el niƱo la cajita prodigiosa y se la guardĆ³. Desde su escondite viĆ³ PeriquĆn que el gigante se tumbaba en un sofĆ”, y un arpa, oh maravilla!, tocaba sĆ³la, sin que mano alguna pulsara sus cuerdas, una delicada mĆŗsica. El gigante, mientras escuchaba aquella melodĆa, fue cayendo en el sueƱo poco a poco. Apenas le viĆ³ asi PeriquĆn, cogiĆ³ el arpa y echĆ³ a correr. Pero el arpa estaba encantada y, al ser tomada por PeriquĆn, empezĆ³ a gritar: -Eh, seƱor amo, despierte usted, que me roban! Despertose sobresaltado el gigante y empezaron a llegar de nuevo desde la calle los gritos acusadores: -SeƱor amo, que me roban! Viendo lo que ocurria, el gigante saliĆ³ en persecusiĆ³n de PeriquĆn. Resonaban a espaldas del niƱo pasos del gigante, cuando, ya cogido a las ramas empezaba a bajar. Se daba mucha prisa, pero, al mirar hacia la altura, vio que tambiĆ©n el gigante descendĆa hacia Ć©l. No habĆa tiempo que perder, y asĆ que gritĆ³ PeriquĆn a su madre, que estaba en casa preparando la comida: -Madre, traigame el hacha en seguida, que me persigue el gigante! AcudiĆ³ la madre con el hacha, y PeriquĆn, de un certero golpe, cortĆ³ el tronco de la trĆ”gica habichuela. Al caer, el gigante se estrellĆ³, pagando asĆ sus fechorĆas, y PeriquĆn y su madre vivieron felices con el producto de la cajita que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro.