MAS CUENTOS CORTOS

Hoy hablaré sobre la importancia de leer cuentos a los niños. Investigué mucho en Internet sobre los beneficios de leer cuentos a nuestros hijos y encontré muchos beneficios, los mezclé y les voy a transmitir los 8 beneficios mÔs importantes de leer cuentos infantiles a nuestros hijos. , ”Entonces vamos!

HISTORIAS DE NIƑOS

Haremos que los niños sean mÔs reflexivos, al leer los cuentos los cuentos las fÔbulas que leemos, los niños entenderÔn con mensajes morales cómo actuar, cómo no actuar, cómo comportarse bien, no comportarse bien qué pasa cuando nos comportamos mal, que te pasa cuando te portas bien, que pasa si no tienes miedo, que si esos miedos se manejan, hay ejemplos para todos, pero el truco es elegir el cuento o el libro que te vas a comprar o leerle a tu hijo, y es por eso que hay reseñas en Internet, o puedes abrir el libro echando un ojo y una vez que ves que estÔ bien, lo compras y se lo lees.

HISTORIAS DE SUEƑO

Es una de las bases del desarrollo intelectual de nuestros hijos, les haremos entender el mundo que aprenden mucho mƔs rƔpido con los cuentos, son una esponja, harƔn los elementos de los cuentos, los elementos de los cuentos. parte de su propio mundo y asƭ construirƔn su realidad.

CUENTOS CORTOS

Estimula su memoria y sus ganas de expresarse, aprenderÔn los elementos de las historias, los personajes, me pasan las mismas historias que a mis niños de ABC les leo un cuento, y duermo dormido y trato de saltarme una pÔgina. para acortarlo y me dice que no, eso no es lo que le pasó, esto y aquello y que recuerda a cada personaje en cada historia de cada acción de emociones y con eso se desarrolla su memoria.

HISTORIAS PARA NIƑOS

Fomentan la lectura y el amor por los libros, esto es muy importante porque desde muy pequeƱos se acostumbran a leer libros para vivir historias para vivir aventuras a travƩs de libros para descubrir mundos fantƔsticos, harƔn que la gente quiera mƔs y mƔs, y asƭ poco a poco. adquieren mƔs libros mƔs libros mƔs libros mƔs cuentos y al final acabarƔn siendo grandes lectores Aumentan su vocabulario, leyendo libros e historias en su cabeza, las ideas, palabras, frases que componen su vocabulario son mƔs extensas.

HISTORIAS DE NIƑOS. PDF

Estimula la imaginación, la creatividad y las expresiones artísticas del niño, porque porque hay libros de rimas, hay libros de preguntas, hay libros totalmente fantÔsticos, hay libros., Y esto es muy importante. Me gustó mucho con unas ilustraciones con unos dibujos con unas pinturas que introduces al arte, lo haces seduciendo en diferentes expresiones artísticas. El que me parece el mÔs importante y por eso lo dejé para el final es que se vinculan con tu hijo que nunca olvidarÔ ese momento especial que tienes con él porque él no lo harÔ. No hay otro momento en el día que Puede desconectarte como cuando estÔs leyendo un libro, con eso para relajarte y relajarte por lo que es un gran momento antes de acostarte sabes leer mÔs historias menos televisión mÔs libros.

La rosa mas bella del mundo

La sirenita La sombra

La ultima perla

La vieja losa sepulcral

Las cigüeñas

Las flores de la pequeƱa Ida

Lo mƔs increible

Lo que hace el padre bien hecho estĆ”

Los campeones de salto

Los zapatos de la suerte

Los cisnes salvajes

Los vecinos

Los vestidos nuevos del emperador

Los zapatos rojos

No era buena para nada

Pegaojos

Pulgarcita

Sopa de palillo de morcilla

Tia dolor de muelas

Tiene que haber diferencias

Una historia

Una hoja del cielo

Una rosa de la tumba de Homero

Vision del baluarte

Las habichuelas mƔgicas

CUENTOS CORTOS INFANTILES

CUENTOS CORTOS INFANTILES PARA DORMIR

LA ROSA MAS BELLA DEL MUNDO

Ɖrase una reina muy poderosa, en cuyo jardĆ­n lucĆ­an las flores mĆ”s hermosas de cada estación del aƱo. Ella preferĆ­a las rosas por encima de todas; por eso las tenĆ­a de todas las variedades, desde el escaramujo de hojas verdes y olor de manzana hasta la mĆ”s magnĆ­fica rosa de Provenza. CrecĆ­an pegadas al muro del palacio, se enroscaban en las columnas y los marcos de las ventanas y, penetrando en las galerĆ­as, se extendĆ­an por los techos de los salones, con gran variedad de colores, formas y perfumes. Pero en el palacio moraban la tristeza y la aflicción. La Reina yacĆ­a enferma en su lecho, y los mĆ©dicos decĆ­an que iba a morir. – Hay un medio de salvarla, sin embargo afirmó el mĆ”s sabio de ellos-. Traedle la rosa mĆ”s esplĆ©ndida del mundo, la que sea expresión del amor puro y mĆ”s sublime. Si puede verla antes de que sus ojos se cierren, no morirĆ”. Y ya tenĆ©is a viejos y jóvenes acudiendo, de cerca y de lejos, con rosas, las mĆ”s bellas que crecĆ­an en todos los jardines; pero ninguna era la requerida. La flor milagrosa tenĆ­a que proceder del jardĆ­n del amor; pero incluso en Ć©l, ĀæquĆ© rosa era expresión del amor mĆ”s puro y sublime? Los poetas cantaron las rosas mĆ”s hermosas del mundo, y cada uno celebraba la suya. Y el mensaje corrió por todo el paĆ­s, a cada corazón en que el amor palpitaba; corrió el mensaje y llegó a gentes de todas las edades y clases sociales.

  • Nadie ha mencionado aĆŗn la flor -afirmaba el sabio. Nadie ha designado el lugar donde florece en toda su magnificencia. No son las rosas de la tumba de Romeo y Julieta o de la Walburg, a pesar de que su aroma se exhalarĆ” siempre en leyendas y canciones; ni son las rosas que brotaron de las lanzas ensangrentadas de Winkelried, de la sangre sagrada que mana del pecho del hĆ©roe que muere por la patria, aunque no hay muerte mĆ”s dulce ni rosa mĆ”s roja que aquella sangre. Ni es tampoco aquella flor maravillosa para cuidar la cual el hombre sacrifica su vida velando de dĆ­a y de noche en la sencilla habitación: la rosa mĆ”gica de la Ciencia.
  • Yo sĆ© dónde florece -dijo una madre feliz, que se presentó con su hijito a la cabecera de la Reina-. SĆ© dónde se encuentra la rosa mĆ”s preciosa del mundo, la que es expresión del amor mĆ”s puro y sublime. Florece en las rojas mejillas de mi dulce hijito cuando, restaurado por el sueƱo, abre los ojos y me sonrĆ­e con todo su amor.

Bella es esa rosa -contestó el sabio pero hay otra mÔs bella todavía.

  • Ā”SĆ­, otra mucho mĆ”s bella! -dijo una de las mujeres-. La he visto; no existe ninguna que sea mĆ”s noble y mĆ”s santa. Pero era pĆ”lida como los pĆ©talos de la rosa de tĆ©. En las mejillas de la Reina la vi. La Reina se habĆ­a quitado la real corona, y en las largas y dolorosas noches sostenĆ­a a su hijo enfermo, llorando, besĆ”ndolo y rogando a Dios por Ć©l, como sólo una madre ruega a la hora de la angustia.
  • Santa y maravillosa es la rosa blanca de la tristeza en su poder, pero tampoco es la requerida.
  • No; la rosa mĆ”s incomparable la vi ante el altar del SeƱor -afirmó el anciano y piadoso obispo-. La vi brillar como si reflejara el rostro de un Ć”ngel. Las doncellas se acercaban a la sagrada mesa, renovaban el pacto de alianza de su bautismo, y en sus rostros lozanos se encendĆ­an unas rosas y palidecĆ­an otras. HabĆ­a entre ellas una muchachita que, henchida de amor y pureza, elevaba su alma a Dios: era la expresión del amor mĆ”s puro y mĆ”s sublime. – Ā”Bendita sea! -exclamó el sabio-, mas ninguno ha nombrado aĆŗn la rosa mĆ”s bella del mundo. En esto entró en la habitación un niƱo, el hijito de la Reina; habĆ­a lĆ”grimas en sus ojos y en sus mejillas, y traĆ­a un gran libro abierto, encuadernado en terciopelo, con grandes broches de plata.
  • Ā”Madre! -dijo el niƱo-. Ā”Oye lo que acabo de leer! -. Y, sentĆ”ndose junto a la cama, se puso a leer acerca de AquĆ©l que se habĆ­a sacrificado en la cruz para salvar a los hombres y a las generaciones que no habĆ­an nacido.
  • Ā”Amor mĆ”s sublime no existe!

Encendióse un brillo rosado en las mejillas de la Reina, sus ojos se agrandaron y resplandecieron, pues vio que de las hojas de aquel libro salía la rosa mÔs espléndida del mundo, la imagen de la rosa que, de la sangre de Cristo, brotó del Ôrbol de la Cruz.

  • Ā”Ya la veo! -exclamó-. JamĆ”s morirĆ” quien contemple esta rosa, la mĆ”s bella del mundo.

LA SIRENITA Ā  En alta mar el agua es azul como los pĆ©talos de la mĆ”s hermosa centaura, y clara como el cristal mĆ”s puro; pero es tan profunda, que serĆ­a inĆŗtil echar el ancla, pues jamĆ”s podrĆ­a Ć©sta alcanzar el fondo. HabrĆ­a que poner muchos campanarios, unos encima de otros, para que, desde las honduras, llegasen a la superficie. Pero no creĆ”is que el fondo sea todo de arena blanca y helada; en Ć©l crecen tambiĆ©n Ć”rboles y plantas maravillosas, de tallo y hojas tan flexibles, que al menor movimiento del agua se mueven y agitan como dotadas de vida. Toda clase de peces, grandes y chicos, se deslizan por entre las ramas, exactamente como hacen las aves en el aire. En el punto de mayor profundidad se alza el palacio del rey del mar; las paredes son de coral, y las largas ventanas puntiagudas, del Ć”mbar mĆ”s transparente; y el tejado estĆ” hecho de conchas, que se abren y cierran segĆŗn la corriente del agua. Cada una de estas conchas encierra perlas brillantĆ­simas, la menor de las cuales honrarĆ­a la corona de una reina. HacĆ­a muchos aƱos que el rey del mar era viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno de la casa. Era una mujer muy inteligente, pero muy pagada de su nobleza; por eso llevaba doce ostras en la cola, mientras que los demĆ”s nobles sólo estaban autorizados a llevar seis. Por lo demĆ”s, era digna de todos los elogios, principalmente por lo bien que cuidaba de sus nietecitas, las princesas del mar. Estas eran seis, y todas bellĆ­simas, aunque la mĆ”s bella era la menor; tenĆ­a la piel clara y delicada como un pĆ©talo de rosa, y los ojos azules como el lago mĆ”s profundo; como todas sus hermanas, no tenĆ­a pies; su cuerpo terminaba en cola de pez. Las princesas se pasaban el dĆ­a jugando en las inmensas salas del palacio, en cuyas paredes crecĆ­an flores. Cuando se abrĆ­an los grandes ventanales de Ć”mbar, los peces entraban nadando, como hacen en nuestras tierras las golondrinas cuando les abrimos las ventanas. Y los peces se acercaban a las princesas, comiendo de sus manos y dejĆ”ndose acariciar. Frente al palacio habĆ­a un gran jardĆ­n, con Ć”rboles de color rojo de fuego y azul oscuro; sus frutos brillaban como oro, y las flores parecĆ­an llamas, por el constante movimiento de los pecĆ­olos y las hojas. El suelo lo formaba arena finĆ­sima, azul como la llama del azufre. De arriba descendĆ­a un maravilloso resplandor azul; mĆ”s que estar en el fondo del mar, se tenĆ­a la impresión de estar en las capas altas de la atmósfera, con el cielo por encima y por debajo. Cuando no soplaba viento, se veĆ­a el sol; parecĆ­a una flor purpĆŗrea, cuyo cĆ”liz irradiaba luz. Cada princesita tenĆ­a su propio trocito en el jardĆ­n, donde cavaba y plantaba lo que le venĆ­a en gana. Una habĆ­a dado a su porción forma de ballena; otra habĆ­a preferido que tuviese la de una sirenita. En cambio, la menor hizo la suya circular, como el sol, y todas sus flores eran rojas, como Ć©l. Era una chiquilla muy especial, callada y cavilosa, y mientras sus hermanas hacĆ­an gran fiesta con los objetos mĆ”s raros procedentes de los barcos naufragados, ella sólo jugaba con una estatua de mĆ”rmol, ademĆ”s de las rojas flores semejantes al sol. La estatua representaba un niƱo hermosĆ­simo, esculpido en un mĆ”rmol muy blanco y nĆ­tido; las olas la habĆ­an arrojado al fondo del ocĆ©ano. La princesa plantó junto a la estatua un sauce llorón color de rosa; el Ć”rbol creció esplĆ©ndidamente, y sus ramas colgaban sobre el niƱo de mĆ”rmol, proyectando en el arenoso fondo azul su sombra violeta, que se movĆ­a a compĆ”s de aquĆ©llas; parecĆ­a como si las ramas y las raĆ­ces jugasen unas con otras y se besasen. Lo que mĆ”s encantaba a la princesa era oĆ­r hablar del mundo de los hombres, de allĆ” arriba; la abuela tenĆ­a que contarle todo cuanto sabĆ­a de barcos y ciudades, de hombres y animales. Se admiraba sobre todo de que en la tierra las flores tuvieran olor, pues las del fondo del mar no olĆ­an a nada; y la sorprendĆ­a tambiĆ©n que los bosques fuesen verdes, y que los peces que se movĆ­an Ā Ā Ā Ā  entre Ā Ā  los Ā Ā Ā Ā Ā  Ć”rboles Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  cantasen Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  tan melodiosamente. Se referĆ­a a los pajarillos, que la abuela llamaba peces, para que las niƱas pudieran entenderla, pues no habĆ­an visto nunca aves. – Cuando cumplĆ”is quince aƱos -dijo la abuela- se os darĆ” permiso para salir de las aguas, sentaros a la luz de la luna en los arrecifes y ver los barcos que pasan; entonces verĆ©is tambiĆ©n bosques y ciudades. Al aƱo siguiente, la mayor de las hermanas cumplió los quince aƱos; todas se llevaban un aƱo de diferencia, por lo que la menor debĆ­a aguardar todavĆ­a cinco, hasta poder salir del fondo del mar y ver cómo son las cosas en nuestro mundo. Pero la mayor prometió a las demĆ”s que al primer dĆ­a les contarĆ­a lo que viera y lo que le hubiera parecido mĆ”s hermoso; pues por mĆ”s cosas que su abuela les contase siempre quedaban muchas que ellas estaban curiosas por saber. Ninguna, sin embargo, se mostraba tan impaciente como la menor, precisamente porque debĆ­a esperar aĆŗn tanto tiempo y porque era tan callada y retraĆ­da. Se pasaba muchas noches asomada a la ventana, dirigiendo la mirada a lo alto, contemplando, a travĆ©s de las aguas azuloscuro, cómo los peces correteaban agitando las aletas y la cola. Alcanzaba tambiĆ©n a ver la luna y las estrellas, que a travĆ©s del agua parecĆ­an muy pĆ”lidas, aunque mucho mayores de como las vemos nosotros. Cuando una nube negra las tapaba, la princesa sabĆ­a que era una ballena que nadaba por encima de ella, o un barco con muchos hombres a bordo, los cuales jamĆ”s hubieran pensado en que allĆ” abajo habĆ­a una joven y encantadora sirena que extendĆ­a las blancas manos hacia la quilla del navĆ­o. Ā  Llegó, pues, el dĆ­a en que la mayor de las princesas cumplió quince aƱos, y se remontó hacia la superficie del mar. A su regreso traĆ­a mil cosas que contar, pero lo mĆ”s hermoso de todo, dijo, habĆ­a sido el tiempo que habĆ­a pasado bajo la luz de la luna, en un banco de arena, con el mar en calma, contemplando la cercana costa con una gran ciudad, donde las luces centelleaban como millares de estrellas, y oyendo la mĆŗsica, el ruido y los rumores de los carruajes y las personas; tambiĆ©n le habĆ­a gustado ver los campanarios y torres y escuchar el taƱido de las campanas. Ā”Ah, con cuĆ”nta avidez la escuchaba su hermana menor! Cuando, ya anochecido, salió a la ventana a mirar a travĆ©s de las aguas azules, no pensaba en otra cosa sino en la gran ciudad, con sus ruidos y su bullicio, y le parecĆ­a oĆ­r el son de las campanas, que llegaba hasta el fondo del mar. Al aƱo siguiente, la segunda obtuvo permiso para subir a la superficie y nadar en todas direcciones. Emergió en el momento preciso en que el sol se ponĆ­a, y aquel espectĆ”culo le pareció el mĆ”s sublime de todos. De un extremo el otro, el sol era como de oro -dijo-, y las nubes, Ā”oh, las nubes, quiĆ©n serĆ­a capaz de describir su belleza! HabĆ­an pasado encima de ella, rojas y moradas, pero con mayor rapidez volaba aĆŗn, semejante a un largo velo blanco, una bandada de cisnes salvajes; volaban en dirección al sol; pero el astro se ocultó, y en un momento desapareció el tinte rosado del mar y de las nubes. Al cabo de otro aƱo tocóle el turno a la hermana tercera, la mĆ”s audaz de todas; por eso remontó un rĆ­o que desembocaba en el mar. Vio deliciosas colinas verdes cubiertas de pĆ”mpanos, y palacios y cortijos que destacaban entre magnĆ­ficos bosques; oyó el canto de los pĆ”jaros, y el calor del sol era tan intenso, que la sirena tuvo que sumergirse varias veces para refrescarse el rostro ardiente. En una pequeƱa bahĆ­a se encontró con una multitud de chiquillos que corrĆ­an desnudos y chapoteaban en el agua. Quiso jugar con ellos, pero los pequeƱos huyeron asustados, y entonces se le acercó un animalito negro, un perro; jamĆ”s habĆ­a visto un animal parecido, y como ladraba terriblemente, la princesa tuvo miedo y corrió a refugiarse en alta mar. Nunca olvidarĆ­a aquellos soberbios bosques, las verdes colinas y el tropel de chiquillos, que podĆ­an nadar a pesar de no tener cola de pez. La cuarta de las hermanas no fue tan atrevida; no se movió del alta mar, y dijo que Ć©ste era el lugar mĆ”s hermoso; desde Ć©l se divisaba un espacio de muchas millas, y el cielo semejaba una campana de cristal. HabĆ­a visto barcos, pero a gran distancia; parecĆ­an gaviotas; los graciosos delfines habĆ­an estado haciendo piruetas, y enormes ballenas la habĆ­an cortejado proyectando agua por las narices como centenares de surtidores. Al otro aƱo tocó el turno a la quinta hermana; su cumpleaƱos caĆ­a justamente en invierno; por eso vio lo que las demĆ”s no habĆ­an visto la primera vez. El mar aparecĆ­a intensamente verde, v en derredor flotaban grandes icebergs, parecidos a perlas -dijo- y, sin embargo, mucho mayores que los campanarios que construĆ­an los hombres. Adoptaban las formas mĆ”s caprichosas y brillaban como diamantes. Ella se habĆ­a sentado en la cĆŗspide del mĆ”s voluminoso, y todos los veleros se desviaban aterrorizados del lugar donde ella estaba, con su larga cabellera ondeando al impulso del viento; pero hacia el atardecer el cielo se habĆ­a cubierto de nubes, y habĆ­an estallado relĆ”mpagos y truenos, mientras el mar, ahora negro, levantaba los enormes bloques de hielo que brillaban a la roja luz de los rayos. En todos los barcos arriaban las velas, y las tripulaciones eran presa de angustia y de terror; pero ella habla seguido sentada tranquilamente en su iceberg contemplando los rayos azules que zigzagueaban sobre el mar reluciente. La primera vez que una de las hermanas salió a la superficie del agua, todas las demĆ”s quedaron encantadas oyendo las novedades y bellezas que habĆ­a visto; pero una vez tuvieron permiso para subir cuando les viniera en gana, aquel mundo nuevo pasó a ser indiferente para ellas. SentĆ­an la nostalgia del suyo, y al cabo de un mes afirmaron que sus parajes submarinos eran los mĆ”s hermosos de todos, y que se sentĆ­an muy bien en casa. AlgĆŗn que otro atardecer, las cinco hermanas se cogĆ­an de la mano y subĆ­an juntas a la superficie. TenĆ­an bellĆ­simas voces, mucho mĆ”s bellas que cualquier humano y cuando se fraguaba alguna tempestad, se situaban ante los barcos que corrĆ­an peligro de naufragio, y con arte exquisito cantaban a los marineros las bellezas del fondo del mar, animĆ”ndolos a no temerlo; pero los hombres no comprendĆ­an sus palabras, y creĆ­an que eran los ruidos de la tormenta, y nunca les era dado contemplar las magnificencias del fondo, pues si el barco se iba a pique, los tripulantes se ahogaban, y al palacio del rey del mar sólo llegaban cadĆ”veres. Cuando, al anochecer, las hermanas, cogidas del brazo, subĆ­an a la superficie del ocĆ©ano, la menor se quedaba abajo sola, mirĆ”ndolas con ganas de llorar; pero una sirena no tiene lĆ”grimas, y por eso es mayor su sufrimiento. – Ay si tuviera quince aƱos! -decĆ­a -. SĆ© que me gustarĆ” el mundo de allĆ” arriba, y amarĆ© a los hombres que lo habitan. Y como todo llega en este mundo, al fin cumplió los quince aƱos. – Bien, ya eres mayor le dijo la abuela, la anciana reina viuda-. Ven, que te ataviarĆ© como a tus hermanas-. Y le puso en el cabello una corona de lirios blancos; pero cada pĆ©talo era la mitad de una perla, y la anciana mandó adherir ocho grandes ostras a la cola de la princesa como distintivo de su alto rango.

  • Ā”Duele! -exclamaba la doncella.
  • Hay que sufrir para ser hermosa -contestó la anciana.

La doncella de muy buena gana se habrĆ­a sacudido todas aquellos adornos y la pesada diadema, para quedarse vestida con las rojas flores de su jardĆ­n; pero no se atrevió a introducir novedades. – Ā”Adiós! – dijo, elevĆ”ndose, ligera y diĆ”fana a travĆ©s del agua, como una burbuja. El sol acababa de ocultarse cuando la sirena asomó la cabeza a la superficie; pero las nubes relucĆ­an aĆŗn como rosas y oro, y en el rosado cielo brillaba la estrella vespertina, tan clara y bella; el aire era suave y fresco, y en el mar reinaba absoluta calma. HabĆ­a a poca distancia un gran barco de tres palos; una sola vela estaba izada, pues no se movĆ­a ni la mĆ”s leve brisa, y en cubierta se veĆ­an los marineros por entre las jarcias y sobre las pĆ©rtigas. HabĆ­a mĆŗsica y canto, y al oscurecer encendieron centenares de farolillos de colores; parecĆ­a como si ondeasen al aire las banderas de todos los paĆ­ses. La joven sirena se acercó nadando a las ventanas de los camarotes, y cada vez que una ola la levantaba, podĆ­a echar una mirada a travĆ©s de los cristales, lĆ­mpidos como espejos, y veĆ­a muchos hombres magnĆ­ficamente ataviados. El mĆ”s hermoso, empero, era el joven prĆ­ncipe, de grandes ojos negros. Seguramente no tendrĆ­a mas allĆ” de diecisĆ©is aƱos; aquel dĆ­a era su cumpleaƱos, y por eso se celebraba la fiesta. Los marineros bailaban en cubierta, y cuando salió el prĆ­ncipe se dispararon mĆ”s de cien cohetes, que brillaron en el aire, iluminĆ”ndolo como la luz de dĆ­a, por lo cual la sirena, asustada, se apresuró a sumergirse unos momentos; cuando volvió a asomar a flor de agua, le pareció como si todas las estrellas del cielo cayesen sobre ella. Nunca habĆ­a visto fuegos artificiales. Grandes soles zumbaban en derredor, magnĆ­ficos peces de fuego surcaban el aire azul, reflejĆ”ndose todo sobre el mar en calma. En el barco era tal la claridad, que podĆ­a distinguirse cada cuerda, y no digamos los hombres. Ā”Ay, quĆ© guapo era el joven prĆ­ncipe! Estrechaba las manos a los marinos, sonriente, mientras la mĆŗsica sonaba en la noche. Pasaba el tiempo, y la pequeƱa sirena no podĆ­a apartar los ojos del navĆ­o ni del apuesto prĆ­ncipe. Apagaron los faroles de colores, los cohetes dejaron de elevarse y cesaron tambiĆ©n los caƱonazos, pero en las profundidades del mar aumentaban los ruidos. Ella seguĆ­a meciĆ©ndose en la superficie, para echar una mirada en el interior de los camarotes a cada vaivĆ©n de las olas. Luego el barco aceleró su marcha, izaron todas las velas, una tras otra, y, a medida que el oleaje se intensificaba, el cielo se iba cubriendo de nubes; en la lejanĆ­a zigzagueaban ya los rayos. Se estaba preparando una tormenta horrible, y los marinos hubieron de arriar nuevamente las velas. El buque se balanceaba en el mar enfurecido, las olas se alzaban como enormes montaƱas negras que amenazaban estrellarse contra los mĆ”stiles; pero el barco seguĆ­a flotando como un cisne, hundiĆ©ndose en los abismos y levantĆ”ndose hacia el cielo alternativamente, juguete de las aguas enfurecidas. A la joven sirena le parecĆ­a aquello un delicioso paseo, pero los marineros pensaban muy de otro modo. El barco crujĆ­a y crepitaba, las gruesas planchas se torcĆ­an a los embates del mar. El palo mayor se partió como si fuera una caƱa, y el barco empezó a tambalearse de un costado al otro, mientras el agua penetraba en Ć©l por varios puntos. Sólo entonces comprendió la sirena el peligro que corrĆ­an aquellos hombres; ella misma tenĆ­a que ir muy atenta para esquivar los maderos y restos flotantes. Unas veces la oscuridad era tan completa, que la sirena no podĆ­a distinguir nada en absoluto; otras veces los relĆ”mpagos daban una luz vivĆ­sima, permitiĆ©ndole reconocer a los hombres del barco. Buscaba especialmente al prĆ­ncipe, y, al partirse el navĆ­o, lo vio hundirse en las profundidades del mar. Su primer sentimiento fue de alegrĆ­a, pues ahora iba a tenerlo en sus dominios; pero luego recordó que los humanos no pueden vivir en el agua, y que el hermoso joven llegarĆ­a muerto al palacio de su padre. No, no era posible que muriese; por eso echó ella a nadar por entre los maderos y las planchas que flotaban esparcidas por la superficie, sin parar mientes en que podĆ­an aplastarla. HundiĆ©ndose en el agua y elevĆ”ndose nuevamente, llegó al fin al lugar donde se encontraba el prĆ­ncipe, el cual se hallaba casi al cabo de sus fuerzas; los brazos y piernas empezaban a entumecĆ©rsele, sus bellos ojos se cerraban, y habrĆ­a sucumbido sin la llegada de la sirenita, la cual sostuvo su cabeza fuera del agua y se abandonó al impulso de las olas.

Ā LA SOMBRA

Ā”Es terrible lo que quema el sol en los paĆ­ses cĆ”lidos! Las gentes se vuelven muy morenas, y en los paĆ­ses mĆ”s tórridos su piel se quema hasta hacerse negra. Pero ahora vais a oĆ­r la historia de un sabio que de los paĆ­ses frĆ­os pasó sin transición a los cĆ”lidos, y creĆ­a que podrĆ­a seguir viviendo allĆ­ como en su tierra. Muy pronto tuvo que cambiar de opinión. Durante el dĆ­a tuvo que seguir el ejemplo de todas las personas juiciosas: permanecer en casa, con los postigos de puertas y ventanas bien cerrados. HubiĆ©rase dicho que la casa entera dormĆ­a o que no habĆ­a nadie en ella. Para empeorar las cosas, la estrecha calle de altos edificios, en la que residĆ­a nuestro hombre, estaba orientada de manera que en ella daba el sol desde el mediodĆ­a hasta el ocaso; era realmente inaguantable. El sabio de las tierras frĆ­as era un hombre joven e inteligente; tenĆ­a la impresión de estar encerrado en un horno ardiente, y aquello lo afectó de tal modo que adelgazó terriblemente, tanto, que hasta su sombra se contrajo y redujo, volviĆ©ndose mucho mĆ”s pequeƱa que cuando se hallaba en su paĆ­s; el sol la absorbĆ­a tambiĆ©n. Sólo se recuperaban al anochecer, una vez el astro se habĆ­a ocultado. Era un espectĆ”culo que daba gusto. No bien se encendĆ­a la luz de la habitación, la sombra se proyectaba entera en la pared, en toda su longitud; debĆ­a estirarse para recobrar las fuerzas. El sabio salĆ­a al balcón, para estirarse en Ć©l, y en cuanto aparecĆ­an las estrellas en el cielo sereno y maravilloso, se sentĆ­a pasar de muerte a vida. En todos los balcones de las casas – en los paĆ­ses cĆ”lidos, todas las casas tienen balcones – se veĆ­a gente; pues el aire es imprescindible, incluso cuando se es moreno como la caoba. Todo se animaba, arriba y abajo. Zapateros, sastres y ciudadanos en general salĆ­an a la calle con sus mesas y sillas, y ardĆ­a la luz, y mĆ”s de mil luces, y todos hablaban unos con otros y cantaban, y algunos paseaban, mientras rodaban coches y pasaban mulos, haciendo sonar sus cascabeles. Desfilaban entierros al son de cantos fĆŗnebres, los golfillos callejeros encendĆ­an petardos, repicaban las campanas; en suma, que en la calle reinaba una gran animación. Una sola casa, la fronteriza a la ocupada por el sabio extranjero, se mantenĆ­a en absoluto silencio, y, sin embargo, la habitaba alguien, pues habĆ­a flores en el balcón, flores que crecĆ­an ubĆ©rrimas bajo el sol ardoroso, cosa que habrĆ­a sido imposible de no ser regadas; alguien debĆ­a regarlas, pues, y, por tanto, alguien debĆ­a de vivir en la casa. Al atardecer abrĆ­an tambiĆ©n el balcón, pero el interior quedaba oscuro, por lo menos las habitaciones delanteras; del fondo llegaba mĆŗsica. Al sabio extranjero aquella mĆŗsica le parecĆ­a maravillosa, pero tal vez era pura imaginación suya, pues lo encontraba todo estupendo en los paĆ­ses cĆ”lidos; Ā”lĆ”stima que el sol quemara tanto! El patrón de la casa donde residĆ­a le dijo que ignoraba quiĆ©n vivĆ­a enfrente; nunca se veĆ­a a nadie, y en cuanto a la mĆŗsica, la encontraba aburrida. Era como si alguien estudiase una pieza, siempre la misma, sin lograr aprenderla. «”La sacarĆ©!Ā», piensa; pero no lo conseguirĆ”, por mucho que toque. Una noche el forastero se despertó. DormĆ­a con el balcón abierto, el viento levantó la cortina, y al hombre le pareció que del balcón fronterizo venĆ­a un brillo misterioso; todas las flores relucĆ­an como llamas, con los colores mĆ”s esplĆ©ndidos, y en medio de ellas habĆ­a una esbelta y hermosa doncella; parecĆ­a brillar ella tambiĆ©n. El sabio se sintió deslumbrado, pero hizo un esfuerzo para sacudiese el sueƱo y abrió los ojos cuanto pudo. De un salto bajó de la cama; sin hacer ruido se deslizó detrĆ”s de la cortina, pero la muchacha habĆ­a desaparecido, y tambiĆ©n el resplandor; las flores no relucĆ­an ya, pero seguĆ­an tan hermosas como de costumbre; la puerta estaba entornada, y en el fondo resonaba una mĆŗsica tan deliciosa, que verdaderamente parecĆ­a cosa de sueƱo. Era como un hechizo; pero, ĀæquiĆ©n vivĆ­a allĆ­? ĀæDónde estaba la entrada propiamente dicha? La planta baja estaba enteramente ocupada por tiendas, y no era posible que en Ć©stas estuviera la entrada. Un atardecer se hallaba el sabio sentado en su balcón; tenĆ­a la luz a su espalda, por lo que era natural que su sombra se proyectase sobre la pared de enfrente, al otro lado de la calle, entre las flores del balcón; y cuando el extranjero se movĆ­a, movĆ­ase tambiĆ©n ella, como ya se comprende. – Creo que mi sombra es lo Ćŗnico viviente que se ve ahĆ­ delante -dijo el sabio-. Ā”Cuidado que estĆ” graciosa, sentada entre las flores! La puerta estĆ” entreabierta. Es una oportunidad que mi sombra podrĆ­a aprovechar para entrar adentro; a la vuelta me contarĆ­a lo que hubiese visto. Ā”Venga, sombra -dijo bromeando-, anĆ­mate y sĆ­rveme de algo! Entra, Āæquieres? -y le dirigió un signo con la cabeza, signo que la sombra le devolvió-. Bueno, vete, pero no te marches del todo -. El extranjero se levantó, y la sombra, en el balcón fronterizo, levantóse a su vez; el hombre se volvió, y la sombra se volvió tambiĆ©n. Si alguien hubiese reparado en ello, habrĆ­a observado cómo la sombra se metĆ­a, por la entreabierta puerta del balcón, en el interior de la casa de enfrente, al mismo tiempo que el forastero entraba en su habitación, dejando caer detrĆ”s de si la larga cortina. A la maƱana siguiente nuestro sabio salió a tomar cafĆ© y leer los periódicos. – ĀæQuĆ© significa esto? -dijo al entrar en el espacio soleado-. Ā”No tengo sombra! Entonces serĆ” cierto que se marchó anoche y no ha vuelto. Ā”Esto sĆ­ que es bueno! Le fastidiaba la cosa, no tanto por la ausencia de la sombra como porque conocĆ­a el cuento del hombre que habĆ­a perdido su sombra, cuento muy popular en los paĆ­ses frĆ­os. Y cuando el sabio volviera a su patria y explicara su aventura, todos lo acusarĆ­an de plagiario, y no querĆ­a pasar por tal. Por eso prefirió no hablar del asunto, y en esto obró muy cuerdamente. Al anochecer salió de nuevo al balcón, despuĆ©s de colocar la luz detrĆ”s de Ć©l, pues sabĆ­a que la sombra quiere tener siempre a su seƱor por pantalla; pero no hubo medio de hacerla comparecer. Se hizo pequeƱo, se agrandó, pero la sombra no se dejó ver. El hombre la llamó con una tosecita significativa: Ā”ajem, ajem!, pero en vano. Era, desde luego, para preocuparse, aunque en los paĆ­ses cĆ”lidos todo crece con gran rapidez, y al cabo de ocho dĆ­as observó nuestro sabio, con gran satisfacción, que, tan pronto como salĆ­a el sol, le crecĆ­a una sombra nueva a partir de las piernas; por lo visto, habĆ­an quedado las raĆ­ces. A las tres semanas tenĆ­a una sombra muy decente, que, en el curso del viaje que emprendió a las tierras septentrionales, fue creciendo gradualmente, hasta que al fin llegó Ć” ser tan alta y tan grande, que con la mitad le habrĆ­a bastado. AsĆ­ llegó el sabio a su tierra, donde escribió libros acerca de lo que en el mundo hay de verdadero, de bueno y de bello. De esta manera pasaron dĆ­as y aƱos; muchos aƱos. Una tarde estaba nuestro hombre en su habitación, y he aquĆ­ que llamaron a la puerta muy quedito.

  • Ā”Adelante! -dijo, pero no entró nadie. Se levantó entonces y abrió la puerta: se presentó a su vista un hombre tan delgado, que realmente daba grima verlo. Aparte esto, iba muy bien vestido, y con aire de persona distinguida.
  • ĀæCon quiĆ©n tengo el honor de hablar? preguntó el sabio.
  • Ya decĆ­a yo que no me reconocerĆ­a -contestó el desconocido-. Me he vuelto tan corpórea, que incluso tengo carne y vestidos. Nunca pensó usted en verme en este estado de prosperidad. ĀæNo reconoce a su antigua sombra? Sin duda creyó que ya no iba a volver. Pues lo he pasado muy bien desde que me separĆ© de usted. He prosperado en todos los aspectos. Me gustarĆ­a comprar mi libertad, tengo medios para hacerlo -. E hizo tintinear un manojo de valiosos dijes que le colgaban del reloj, y puso la mano en la recia cadena de oro que llevaba alrededor del cuello. Ā”Cómo refulgĆ­an los brillantes en sus dedos! Y todos autĆ©nticos, ademĆ”s.

 

 LA ÚLTIMA PERLA

Era una casa rica, una casa feliz; todos, señores, criados e incluso los amigos eran dichosos y alegres, pues acababa de nacer un heredero, un hijo, y tanto la madre como el niño estaban perfectamente. Se había velado la luz de la lÔmpara que iluminaba el recogido dormitorio, ante cuyas ventanas colgaban pesadas cortinas de preciosas sedas. La alfombra era gruesa y mullida como musgo; todo invitaba al sueño, al reposo, y a esta tentación cedió también la enfermera, y se quedó dormida; bien podía hacerlo, pues todo andaba bien y felizmente. El espíritu protector de la casa estaba a la cabecera de la cama; diríase que sobre el niño, reclinado en el pecho de la madre, se extendía una red de rutilantes estrellas, cada una de las cuales era una perla de la felicidad. Todas las hadas buenas de la vida habían aportado sus dones al recién nacido; brillaban allí la salud, la riqueza, la dicha y el amor; en suma, todo cuanto el hombre puede desear en la Tierra.

  • Todo lo han traĆ­do – dijo el espĆ­ritu protector. – Ā”No! – oyóse una voz cercana, la del Ć”ngel custodio del niƱo -. Hay un hada que no ha traĆ­do aĆŗn su don, pero vendrĆ”, lo traerĆ” algĆŗn dĆ­a, aunque sea de aquĆ­ a muchos aƱos. Falta aĆŗn la Ćŗltima perla.
  • ĀæFalta? AquĆ­ no puede faltar nada, y si fuese asĆ­ hay que ir en busca del hada poderosa. Ā”Vamos a buscarla!
  • Ā”VendrĆ”, vendrĆ”! Hace falta su perla para completar la corona.
  • ĀæDónde vive? ĀæDónde estĆ” su morada?

Dƭmelo, irƩ a buscar la perla.

  • TĆŗ lo quieres – dijo el Ć”ngel bueno del niƱo – yo te guiarĆ© dondequiera que sea. No tiene residencia fija, lo mismo va al palacio del Emperador como a la cabaƱa del mĆ”s pobre campesino; no pasa junto a nadie sin dejar huella; a todos les aporta su dĆ”diva, a unos un mundo, a otros un juguete. HabrĆ” de venir tambiĆ©n para este niƱo. ĀæPiensas tĆŗ que no todos los momentos son iguales? Pues bien, iremos a buscar la perla, la Ćŗltima de este tesoro.

Y, cogidos de la mano, se echaron a volar hacia el lugar donde a la sazón residía el hada. Era una casa muy grande, con oscuros corredores, cuartos vacíos y singularmente silenciosa; una serie de ventanas abiertas dejaban entrar el aire frío, cuya corriente hacía ondear las largas cortinas blancas. En el centro de la habitación se veía un ataúd abierto, con el cadÔver de una mujer joven aún. Lo rodeaban gran cantidad de preciosas y frescas rosas, de tal modo que sólo quedaban visibles las finas manos enlazadas y el rostro transfigurado por la muerte, en el que se expresaba la noble y sublime gravedad de la entrega a Dios. Junto al féretro estaban, de pie, el marido y los niños, en gran número; el mÔs pequeño, en brazos del padre. Era el último adiós a la madre; el esposo le besó la mano, seca ahora como hoja caída, aquella mano que hasta poco antes había estado laborando con diligencia y amor. Gruesas y amargas lÔgrimas caían al suelo, pero nadie pronunciaba una palabra; el silencio encerraba allí todo un mundo de dolor. Callados y sollozando, salieron de la habitación. Ardía un cirio, la llama vacilaba al viento, envolviendo el rojo y alto pabilo. Entraron hombres extraños, que colocaron la tapa del féretro y la sujetaron con clavos; los martillazos resonaron por las habitaciones y pasillos de la casa, y mÔs fuertemente aún en los corazones sangrantes.

  • ĀæAdónde me llevas? – preguntó el espĆ­ritu protector -. AquĆ­ no mora ningĆŗn hada cuyas perlas formen parte de los dones mejores de la vida.
  • Pues aquĆ­ es donde estĆ”, ahora, en este momento solemne – replicó el Ć”ngel custodio, seƱalando un rincón del aposento; y allĆ­, en el lugar donde en vida la madre se sentara entre flores y estampas, desde el cual, como hada bienhechora del hogar habĆ­a acogido amorosa al marido, a los hijos y a los amigos, y desde donde, cual un rayo de sol, habĆ­a esparcido la alegrĆ­a por toda la casa, como el eje y el corazón de la familia, en aquel rincón habĆ­a ahora una mujer extraƱa, vestida con un largo y amplio ropaje: era la Aflicción, seƱora y madre ahora en el puesto de la muerta. Una lĆ”grima ardiente rodó por su seno y se transformó en una perla, que brillaba con todos los colores del arco iris. Recogióla el Ć”ngel, y entonces, adquirió el brillo de una estrella de siete matices.
  • La perla de la aflicción, la Ćŗltima, que no puede faltar. Realza el brillo y el poder de las otras. ĀæVes el resplandor del arco iris, que une la tierra con el cielo? Con cada una de las personas queridas que nos preceden en la muerte, tenemos en el cielo un amigo mĆ”s con quien deseamos reunirnos. A travĆ©s de la noche terrena miramos Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  las Ā Ā Ā Ā Ā  estrellas, Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  la Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  Ćŗltima perfección. Ā Ā Ā Ā  ContĆ©mplala, la Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  perla Ā Ā  de Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  la aflicción; en ella estĆ”n las alas de Psique, que nos levantarĆ”n de aquĆ­.

 

LA VIEJA LOSA SEPULCRAL

En una pequeña ciudad, toda una familia se hallaba reunida, un atardecer de la estación en que se dice que «las veladas se hacen mÔs largas», en casa del propietario de una granja. El tiempo era todavía templado y tibio; habían encendido la lÔmpara, las largas cortinas colgaban delante de las ventanas, donde se veían grandes macetas, y en el exterior brillaba la luna; pero no hablaban de ella, sino de una gran piedra situada en la era, al lado de la puerta de la cocina, y sobre la cual las sirvientas solían colocar la vajilla de cobre bruñida para que se secase al sol, y donde los niños gustaban de jugar. En realidad era una antigua losa sepulcral.

  • SĆ­ -decĆ­a el propietario-, creo que procede de la iglesia derruida del viejo convento. Vendieron el pĆŗlpito, las estatuas y las losas funerarias. Mi padre, que en gloria estĆ©, compró varias, que fueron cortadas en dos para baldosas; pero Ć©sta sobró, y ahĆ­ la dejaron en la era.
  • Bien se ve que es una losa sepulcral -dijo el mayor de los niƱos-. AĆŗn puede distinguirse en ella un reloj de arena y un pedazo de un Ć”ngel; pero la inscripción estĆ” casi borrada; sólo queda el nombre de Preben y una S mayĆŗscula detrĆ”s; un poco mĆ”s abajo se lee Marthe. Es cuanto puede sacarse, y aĆŗn todo eso sólo se ve cuando ha llovido y el agua ha lavado la piedra.
  • Ā”Dios mĆ­o, pero si es la losa de Preben Svane y de su mujer! -exclamó un hombre muy viejo; por su edad hubiera podido ser el abuelo de todos los reunidos en la habitación-. SĆ­, aquel matrimonio fue uno de los Ćŗltimos que recibieron sepultura en el cementerio del antiguo convento. Era una respetable pareja de mis aƱos mozos. Todos los conocĆ­an y todos los querĆ­an; eran la pareja mĆ”s anciana de la ciudad. CorrĆ­a el rumor de que poseĆ­an mĆ”s de una tonelada de oro, y, no obstante, vestĆ­an con gran sencillez, con prendas de las telas mĆ”s bastas, aunque siempre muy aseados. Formaban una simpĆ”tica pareja de viejos, Preben y su Marta. Daba gusto verlos sentados en aquel banco de la alta escalera de piedra de la casa, bajo las ramas del viejo tilo, saludando y gesticulando, con su expresión amable y bondadosa. En caritativos no habĆ­a quien les ganara; daban de comer a los pobres y los vestĆ­an, y ejercĆ­an su caridad con delicadeza y verdadero espĆ­ritu cristiano. La mujer murió la primera; recuerdo muy bien el dĆ­a. Era yo un chiquillo y estaba con mi padre en casa del viejo Preben, cuando su esposa acababa de fallecer; el pobre hombre estaba muy emocionado, y lloraba como un niƱo. El cadĆ”ver se hallaba aĆŗn en el dormitorio contiguo; Preben habló a mi padre y a varios vecinos de lo solo que iba a encontrarse en adelante, de lo buena que ella habĆ­a sido, de los muchos aƱos que habĆ­an vivido juntos y de cómo se habĆ­an conocido y enamorado. Yo era muy niƱo, como he dicho, me limitaba a escuchar; pero me causó una enorme impresión oĆ­r al viejo y ver como iba animĆ”ndose poco a poco y le volvĆ­an los colores a la cara al contar sus dĆ­as de noviazgo, y cuĆ”n bonita habĆ­a sido ella, y los inocentes ardides de que Ć©l se habĆ­a valido para verla. Y nos habló tambiĆ©n del dĆ­a de la boda; sus ojos se iluminaron, y el buen hombre revivió aquel tiempo feliz… y he aquĆ­ que ahora yacĆ­a ella muerta en el aposento contiguo, y Ć©l, viejo tambiĆ©n, hablando del tiempo de la esperanza… sĆ­, asĆ­ van las cosas.

Entonces era yo un niƱo, y hoy soy viejo, tan viejo como Preben Svane. Pasa el tiempo y todo cambia. Me acuerdo muy bien del entierro; el viejo Preben seguĆ­a detrĆ”s del fĆ©retro. Pocos aƱos antes, el matrimonio habĆ­a mandado esculpir su losa sepulcral, con la inscripción y los nombres, todo excepto el aƱo de la muerte; al atardecer transportaron la piedra y la aplicaron sobre la tumba… para volver a levantarla un aƱo mĆ”s tarde, cuando el viejo Preben fue a reunirse con su esposa. No dejaron el tesoro del que hablaba la gente; lo que quedó fue para una familia que residĆ­a muy lejos y de la que nadie sabĆ­a la menor cosa. La casa de entramado de madera, con el banco en lo alto de la escalera de piedra bajo el tilo, fue derribada por orden de la autoridad; era demasiado vieja y ruinosa para dejarla en pie. MĆ”s tarde, cuando la iglesia conventual corrió la misma suerte, y fue cerrado el cementerio, la losa sepulcral de Preben y su Marta fue a parar, como todo lo demĆ”s de allĆ­, a manos de quien quiso comprarlo, y ha querido el azar que esta piedra no haya sido rota a pedazos y usada para baldosa, sino que se ha quedado en la era, lugar de juego para los niƱos, plataforma para la vajilla fregada de las sirvientas. La carretera empedrada pasa hoy por encima del lugar donde descansan el viejo Preben y su mujer. ĀæQuiĆ©n se acuerda ya de ellos? -. Y el anciano meneó la cabeza melancólicamente-. Ā”Olvidados! Todo se olvida -concluyó. Y entonces se empezó a hablar de otras cosas; pero el muchachito, un niƱo de grandes ojos serios, se habĆ­a subido a una silla y miraba a la era, donde la luna enviaba su blanca luz a la vieja losa, aquella piedra que antes le pareciera siempre vacĆ­a y lisa, pero que ahora yacĆ­a allĆ­ como una hoja entera de un libro de Historia. Todo lo que el muchacho acaba de oĆ­r acerca de Preben y su mujer vivĆ­a en aquella losa; y Ć©l la miraba, y luego levantaba los ojos hacia la clara luna, colgada en el alto cielo purĆ­simo; era como si el rostro de Dios brillase sobre la Tierra. – Ā”Olvidado! Todo se olvida -se oyó en el cuarto, y en el mismo momento un Ć”ngel invisible besó al niƱo en el pecho y en la frente y le murmuró al oĆ­do: – Ā”Guarda bien la semilla que te han dado, guĆ”rdala hasta el dĆ­a de su maduración! Por ti, hijo mĆ­o, esta inscripción borrada, esta losa desgastada por la intemperie, resucitarĆ” en trazos de oro para las generaciones venideras. El anciano matrimonio volverĆ” a recorrer, cogido del brazo, las viejas calles, y se sentarĆ” de nuevo, sonriente y con rojas mejillas, en la escalera bajo el tilo, saludando a ricos y pobres. La semilla de esta hora germinarĆ” a lo largo de los aƱos, para transformarse en un florido poema. Lo bueno y lo bello no cae en el olvido; sigue viviendo en la leyenda y en la canción.

Ā LAS CIGÜEƑAS

Sobre el tejado de la casa mÔs apartada de una aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña madre estaba posada en él, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con sus piquitos negros, pues no se habían teñido aún de rojo. A poca distancia, sobre el vértice del tejado, permanecía el padre, erguido y tieso; tenía una pata recogida, para que no pudieran decir que el montar la guardia no resultaba fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido pensaba-. Nadie puede saber que soy su marido. Seguramente pensarÔ todo el mundo que me han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha distinción». Y siguió de pie sobre una pata. Abajo, en la calle, jugaba un grupo de chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la presencia de las cigüeñas, el mÔs atrevido rompió a cantar, acompañado luego por toda la tropa: Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra  mÔs allÔ del valle y de la alta sierra.  Tu mujer se estÔ quieta en el nido,  y todos sus polluelos se han dormido.  El primero morirÔ colgado,  el segundo chamuscado;  al tercero lo derribarÔ el cazador  y el cuarto irÔ a parar al asador.

  • Ā”Escucha lo que cantan los niƱos! -exclamaron los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.
  • No os preocupĆ©is -los tranquilizó la madre-.

No les hagÔis caso, dejadlos que canten. Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas burlÔndose; sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños:

  • No os apurĆ©is -les decĆ­a-, mirad quĆ© tranquilo estĆ” vuestro padre, sosteniĆ©ndose sobre una pata.
  • Ā”Oh, quĆ© miedo tenemos! -exclamaron los pequeƱos escondiendo la cabecita en el nido.

Al día siguiente los chiquillos acudieron nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se pusieron a cantar otra vez. El primero morirÔ colgado, el segundo chamuscado.

  • ĀæDe veras van a colgarnos y chamuscamos? preguntaron los polluelos.
  • Ā”No, claro que no! -dijo la madre-.

AprenderĆ©is a volar, pues yo os enseƱarĆ©; luego nos iremos al prado, a visitar a las ranas. VerĆ©is como se inclinan ante nosotras en el agua cantando: «”coax, coax!Ā»; y nos las zamparemos. Ā”QuĆ© bien vamos a pasarlo! – ĀæY despuĆ©s? -preguntaron los pequeƱos.

  • DespuĆ©s nos reuniremos todas las cigüeƱas de estos contornos y comenzarĆ”n los ejercicios de otoƱo. Hay que saber volar muy bien para entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el que no sepa hacerlo como Dios manda, serĆ” muerto a picotazos por el general. AsĆ­ que es cuestión de aplicaros, en cuanto la instrucción empiece.
  • Pero despuĆ©s nos van a ensartar, como decĆ­an los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo. – Ā”Es a mĆ­ a quien debĆ©is atender y no a ellos! regañóles la madre cigüeƱa-. Cuando se hayan terminado los grandes ejercicios de otoƱo, emprenderemos el vuelo hacia tierras cĆ”lidas, lejos, muy lejos de aquĆ­, cruzando valles y bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas triangulares de piedra terminadas en punta, que se alzan hasta las nubes; se llaman pirĆ”mides, y son mucho mĆ”s viejas de lo que una cigüeƱa puede imaginar. TambiĆ©n hay un rĆ­o, que se sale del cauce y convierte todo el paĆ­s en un cenagal. Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos de ranas.
  • Ā”AjĆ”! -exclamaron los polluelos.
  • Ā”SĆ­, es magnĆ­fico! En todo el dĆ­a no hace uno sino comer; y mientras nos damos allĆ­ tan buena vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los Ć”rboles, y hace tanto frĆ­o que hasta las nubes se hielan, se resquebrajan y caen al suelo en pedacitos blancos. Se referĆ­a a la nieve, pero no sabĆ­a explicarse mejor.
  • ĀæY tambiĆ©n esos chiquillos malos se hielan y rompen a pedazos? -, preguntaron los polluelos. – No, no llegan a romperse, pero poco les falta, y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro; vosotros, en cambio, volarĆ©is por aquellas tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda todo.

Transcurrió algún tiempo. Los polluelos habían crecido lo suficiente para poder incorporarse en el nido y dominar con la mirada un buen espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas las mañanas provisto de sabrosas ranas, culebrillas y otras golosinas que encontraba. ”Eran de ver las exhibiciones con que los obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrÔs, hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si fuese una carraca y luego les contaba historias, todas acerca del cenagal.

  • Bueno, ha llegado el momento de aprender a volar -dijo un buen dĆ­a la madre, y los cuatro pollitos hubieron de salir al remate del tejado. Ā”Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en mantener el equilibrio con las alas, y cuĆ”n a punto estaban de caerse- Ā”Fijaos en mĆ­! -dijo la madre-. DebĆ©is poner la cabeza asĆ­, y los pies asĆ­: Ā”Un, dos, Un, dos! AsĆ­ es como tenĆ©is que comportaros en el mundo -. Y se lanzó a un breve vuelo, mientras los pequeƱos pegaban un saltito, con bastante torpeza, y Ā”bum!, se cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.
  • Ā”No quiero volar! -protestó uno de los pequeƱos, encaramĆ”ndose de nuevo al nido-. Ā”Me es igual no ir a las tierras cĆ”lidas!
  • ĀæPrefieres helarte aquĆ­ cuando llegue el invierno? ĀæEstĆ”s conforme con que te cojan esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.
  • Ā”Oh, no! -suplicó el polluelo, saltando otra vez al tejado, con los demĆ”s.

Al tercer dĆ­a ya volaban un poquitĆ­n, con mucha destreza, y, creyĆ©ndose capaces de cernerse en el aire y mantenerse en Ć©l con las alas inmóviles, se lanzaron al espacio; pero Ā”sĆ­, sĆ­…! Ā”Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de darse prisa a poner de nuevo las alas en movimiento. Y he aquĆ­ que otra vez se presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez entonaron su canción: Ā”CigüeƱa, cigüeƱa, vuĆ©lvele a tu tierra!

  • Ā”Bajemos de una volada y saquĆ©mosles los ojos! -exclamaron los pollos- Ā”No, dejadlos! replicó la madre-. Fijaos en mĆ­, esto es lo importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la derecha. Ā”Uno, dos, tres! Ahora hacia la izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya vais aprendiendo; el Ćŗltimo aleteo, ha salido tan limpio y preciso, que maƱana os permitirĆ© acompaƱarme al pantano. AllĆ­ conocerĆ©is varias familias de cigüeƱas con sus hijos, todas muy simpĆ”ticas; me gustarĆ­a que mis pequeƱos fuesen los mĆ”s lindos de toda la concurrencia; quisiera poder sentirme orgullosa de vosotros. Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.
  • ĀæY no nos vengaremos de esos rapaces endemoniados? -preguntaron los hijos.
  • Dejadlos gritar cuanto quieran. Vosotros os remontarĆ©is hasta las nubes y estarĆ©is en el paĆ­s de las pirĆ”mides, mientras ellos pasan frĆ­o y no tienen ni una hoja verde, ni una manzana. – SĆ­, nos vengaremos -se cuchichearon unos a otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.

De todos los muchachuelos de la calle, el mÔs empeñado en cantar la canción de burla, y el que había empezado con ella, era precisamente un rapaz muy pequeño, que no contaría mÔs allÔ de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que tenía lo menos cien, pues era mucho mÔs corpulento que su madre y su padre. ”Qué sabían ellas de la edad de los niños y de las personas mayores! Este fue el niño que ellas eligieron como objeto de su venganza, por ser el iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban realmente indignadas, y cuanto mÔs crecían, menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su madre hubo de prometerles que las dejaría vengarse, pero a condición de que fuese el último día de su permanencia en el país.

  • Antes hemos de ver quĆ© tal os portĆ”is en las grandes maniobras; si lo hacĆ©is mal y el general os traspasa el pecho de un picotazo, entonces los chiquillos habrĆ”n tenido razón, en parte al menos. Hemos de verlo, pues.
  • Ā”Si, ya verĆ”s! -dijeron las crĆ­as, redoblando su aplicación. Se ejercitaban todos los dĆ­as, y volaban con tal ligereza y primor, que daba gusto.

Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron a reunirse para emprender juntas el vuelo a las tierras cÔlidas, mientras en la nuestra reina el invierno. ”Qué de impresionantes maniobras!. Había que volar por encima de bosques y pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo, pues era muy largo el viaje que les esperaba. Los pequeños se portaron tan bien, que obtuvieron un «sobresaliente con rana y culebra». Era la nota mejor, y la rana y la culebra podían comérselas; fue un buen bocado.

  • Ā”Ahora, la venganza! -dijeron.
  • Ā”SĆ­, desde luego! -asintió la madre cigüeƱa-. Ya he estado yo pensando en la mĆ”s apropiada. SĆ© donde se halla el estanque en que yacen todos los niƱos chiquitines, hasta que las cigüeƱas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeƱuelos duermen allĆ­, soƱando cosas tan bellas como nunca mas volverĆ”n a soƱarlas. Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niƱos desean un hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno para cada uno de los chiquillos que no cantaron la canción y se portaron bien con las cigüeƱas.
  • Pero, Āæy el que empezó con la canción, aquel mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-, quĆ© hacemos con Ć©l?
  • En el estanque yace un niƱito muerto, que murió mientras soƱaba. Pues lo llevaremos para Ć©l. TendrĆ” que llorar porque le habremos traĆ­do un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro muchachito bueno – no lo habrĆ©is olvidado, el que dijo que era pecado burlarse de los animales -, a aquĆ©l le llevaremos un hermanito y una hermanita, y como el muchacho se llamaba Pedro, todos vosotros os llamarĆ©is tambiĆ©n Pedro.

Y fue tal como dijo, y todas las crías de las cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen llamÔndose así.

LAS FLORES DE LA PEQUEƑA IDA

 

  • Ā”Mis flores se han marchitado! -exclamó la pequeƱa Ida.
  • Tan hermosas como estaban anoche, y ahora todas sus hojas cuelgan mustias. ĀæPor quĆ© serĆ” esto? -preguntó al estudiante, que estaba sentado en el sofĆ”. Le tenĆ­a mucho cariƱo, pues sabĆ­a las historias mĆ”s preciosas y divertidas, y era muy hĆ”bil ademĆ”s en recortar figuras curiosas: corazones con damas bailando, flores y grandes castillos cuyas puertas podĆ­an abrirse. Era un estudiante muy simpĆ”tico.
  • ĀæPor quĆ© ponen una cara tan triste mis flores hoy? -dijo, seƱalĆ”ndole un ramillete completamente marchito.
  • ĀæNo sabes quĆ© les ocurre? -respondió el estudiante-. Pues que esta noche han ido al baile, y por eso tienen hoy las cabezas colgando.
  • Ā”Pero si las flores no bailan! -repuso Ida.
  • Ā”Claro que sĆ­! -dijo el estudiante-. En cuanto oscurece y nosotros nos acostamos, ellas empiezan a saltar y bailar. Casi todas las noches tienen sarao.
  • ĀæY los niƱos no pueden asistir?
  • Claro que sĆ­ -contestó el estudiante-. Las margaritas y los muguetes muy pequeƱitos.
  • ĀæDónde bailan las flores? -siguió preguntando la niƱa.
  • ĀæNo has ido nunca a ver las bonitas flores del jardĆ­n del gran palacio donde el Rey pasa el verano?. Claro que has ido, y habrĆ”s visto los cisnes que acuden nadando cuando haces seƱal de echarles migas de pan. Pues allĆ­ hacen unos bailes magnĆ­ficos, te lo digo yo.
  • Ayer estuve con mamĆ” -dijo Ida-; pero habĆ­an caĆ­do todas las hojas de los Ć”rboles, ya no quedaba ni una flor. ĀæDónde estĆ”n? Ā”Tantas como habĆ­a en verano!
  • EstĆ”n dentro del palacio -respondió el estudiante-. Has de saber que en cuanto el Rey y toda la corte regresan a la ciudad, todas las flores se marchan corriendo del jardĆ­n y se instalan en palacio, donde se divierten de lo lindo. Ā”TendrĆ­as que verlo! Las dos rosas mĆ”s preciosas se sientan en el trono y hacen de Rey y de Reina. Las rojas gallocrestas se sitĆŗan de pie a uno y otro lado y hacen reverencias; son los camareros. Vienen luego las flores mĆ”s lindas y empieza el gran baile; las violetas representan guardias marinas, y bailan con los jacintos y los azafranes, a los que llaman seƱoritas. Los tulipanes y las grandes azucenas de fuego son damas viejas que cuidan de que se baile en debida forma y de que todo vaya bien. – Pero -preguntó la pequeƱa Ida-, Āænadie les dice nada a las flores por bailar en el palacio real?
  • El caso es que nadie estĆ” en el secreto -, respondió el estudiante-. Cierto que alguna vez que otra se presenta durante la noche el viejo guardiĆ”n del castillo, con su manojo de llaves, para cerciorarse de que todo estĆ” en regla; pero no bien las flores oyen rechinar la cerradura, se quedan muy quietecitas, escondidas detrĆ”s de los cortinajes y asomando las cabecitas. Ā«AquĆ­ huele a floresĀ», dice el viejo guardiĆ”n, Ā«pero no veo ningunaĀ».
  • Ā”QuĆ© divertido! -exclamó Ida, dando una palmada-. ĀæY no podrĆ­a yo ver las flores?
  • SĆ­ -dijo el estudiante-. Sólo tienes que acordarte, cuando salgas, de mirar por la ventana; enseguida las verĆ”s. Yo lo hice hoy. En el sofĆ” habĆ­a estirado un largo lirio de Pascua amarillo; era una dama de la corte.
  • ĀæY las flores del JardĆ­n BotĆ”nico pueden ir tambiĆ©n, con lo lejos que estĆ”?
  • Sin duda -respondió el estudiante -, ya que pueden volar, si quieren. ĀæNo has visto las hermosas mariposas, rojas, amarillas y blancas? Parecen flores, y en realidad lo han sido. Se desprendieron del tallo, y, agitando las hojas cual si fueran alas, se echaron a volar; y como se portaban bien, obtuvieron permiso para volar incluso durante el dĆ­a, sin necesidad de volver a la planta y quedarse en sus tallos, y de este modo las hojas se convirtieron al fin en alas de veras. TĆŗ misma las has visto. Claro que a lo mejor las flores del JardĆ­n BotĆ”nico no han estado nunca en el palacio real, o ignoran lo bien que se pasa allĆ­ la noche. ĀæSabes quĆ©? Voy a decirte una cosa que dejarĆ­a pasmado al profesor de BotĆ”nica que vive cerca de aquĆ­ Āælo conoces, no? Cuando vayas a su jardĆ­n contarĆ”s a una de sus flores lo del gran baile de palacio; ella lo dirĆ” a las demĆ”s, y todas echarĆ”n a volar hacia allĆ­. Si entonces el profesor acierta a salir al jardĆ­n, apenas encontrarĆ” una sola flor, y no comprenderĆ” adónde se han metido.
  • Pero, Āæcómo va la flor a contarlo a las otras? Las flores no hablan.
  • Lo que se dice hablar, no -admitió el estudiante-, pero se entienden con signos ĀæNo has visto muchas veces que, cuando sopla un poco de brisa, las flores se inclinan y mueven sus verdes hojas? Pues para ellas es como si hablasen.
  • ĀæY el profesor entiende sus signos? -preguntó Ida.
  • Supongo que sĆ­. Una maƱana salió al jardĆ­n y vio cómo una gran ortiga hacĆ­a signos con las hojas a un hermoso clavel rojo. Ā«Eres muy lindo; te quieroĀ», decĆ­a. Mas el profesor, que no puede sufrir a las ortigas, dio un manotazo a la atrevida en las hojas que son sus dedos; mas la planta le pinchó, produciĆ©ndole un fuerte escozor, y desde entonces el buen seƱor no se ha vuelto a meter con las ortigas.
  • Ā”QuĆ© divertido! -exclamó Ida, soltando la carcajada.
  • Ā”QuĆ© manera de embaucar a una criatura! refunfuñó el aburrido consejero de CancillerĆ­a, que habĆ­a venido de visita y se sentaba en el sofĆ”. El estudiante le era antipĆ”tico, y siempre gruƱƭa al verle recortar aquellas figuras tan graciosas: un hombre colgando de la horca y sosteniendo un corazón en la mano – pues era un robador de corazones -, o una vieja bruja montada en una escoba, llevando a su marido sobre las narices. Todo esto no podĆ­a sufrirlo el anciano seƱor, y decĆ­a, como en aquella ocasión:
  • Ā”QuĆ© manera de embaucar a una criatura! Ā”Vaya fantasĆ­as tontas!

Mas la pequeña Ida encontraba divertido lo que le contaba el estudiante acerca de las flores, y permaneció largo rato pensando en ello. Las flores estaban con las cabezas colgantes, cansadas, puesto que habían estado bailando durante toda la noche. Seguramente estaban enfermas. Las llevó, pues, junto a los demÔs juguetes, colocados sobre una primorosa mesita cuyo cajón estaba lleno de cosas bonitas. En la camita de muñecas dormía su muñeca Sofía, y la pequeña Ida le dijo:

  • Tienes que levantarte, SofĆ­a; esta noche habrĆ”s de dormir en el cajón, pues las pobrecitas flores estĆ”n enfermas y las tengo que acostar en la cama, a ver si se reponen -. Y sacó la muƱeca, que parecĆ­a muy enfurruƱada y no dijo ni pĆ­o; le fastidiaba tener que ceder su cama.

Ida acostó las flores en la camita, las arropó con la diminuta manta y les dijo que descansasen tranquilamente, que entretanto les prepararía té para animarlas y para que pudiesen levantarse al día siguiente. Corrió las cortinas en torno a la cama para evitar que el sol les diese en los ojos. Durante toda la velada estuvo pensando en lo que le había contado el estudiante; y cuando iba a acostarse, no pudo contenerse y miró detrÔs de las cortinas que colgaban delante de las ventanas, donde estaban las espléndidas flores de su madre, jacintos y tulipanes, y les dijo en voz muy queda:

  • Ā”Ya sĆ© que esta noche bailarĆ©is! -. Las flores se hicieron las desentendidas y no movieron ni una hoja. Mas la pequeƱa Ida sabĆ­a lo que sabĆ­a. Ya en la cama, estuvo pensando durante largo rato en lo bonito que debĆ­a ser ver a las bellas flores bailando allĆ” en el palacio real. «¿QuiĆ©n sabe si mis flores no bailarĆ”n tambiĆ©n?Ā». Pero quedó dormida enseguida.

Despertó a medianoche; había soñado con las flores y el estudiante a quien el señor Consejero había regañado por contarle cosas tontas. En el dormitorio de Ida reinaba un silencio absoluto; la lÔmpara de noche ardía sobre la mesita, y papÔ y mamÔ dormían a pierna suelta. -¿EstarÔn mis flores en la cama de Sofía? -se preguntó-. Me gustaría saberlo -. Se incorporó un poquitín y miró a la puerta, que estaba entreabierta. En la habitación contigua estaban sus flores y todos sus juguetes. Aguzó el oído y le pareció oír que tocaban el piano, aunque muy suavemente y con tanta dulzura como nunca lo había oído. «Sin duda todas las flores estÔn bailando allí», pensó. «”Cómo me gustaría verlo!». Pero no se atrevía a levantarse, por temor a despertar a sus padres.

  • Ā”Si al menos entrasen en mi cuarto!- dijo; pero las flores no entraron, y la mĆŗsica siguió tocando primorosamente. Al fin, no pudo resistir mĆ”s, aquello era demasiado hermoso. Bajó quedita de su cama, se dirigió a la puerta y miró al interior de la habitación. Ā”Dios santo, y quĆ© maravillas se veĆ­an!

LO MƁS INCREƍBLE Ā  Quien fuese capaz de hacer lo mĆ”s increĆ­ble, se casarĆ­a con la hija del Rey y se convertirĆ­a en dueƱo de la mitad del reino. Los jóvenes – y tambiĆ©n los viejos – pusieron a contribución toda su inteligencia, sus nervios y sus mĆŗsculos. Dos se hartaron hasta reventar, y uno se mató a fuerza de beber, y lo hicieron para realizar lo que a su entender era mĆ”s increĆ­ble, sólo que no era aquĆ©l el modo de ganar el premio. Los golfillos callejeros se dedicaron a escupirse sobre la propia espalda, lo cual consideraban el colmo de lo increĆ­ble. SeƱalóse un dĆ­a para que cada cual demostrase lo que era capaz de hacer y que, a su juicio, fuera lo mĆ”s increĆ­ble. Se designaron como jueces, desde niƱos de tres aƱos hasta cincuentones maduros. Hubo un verdadero desfile de cosas increĆ­bles, pero el mundo estuvo pronto de acuerdo en que lo mĆ”s increĆ­ble era un reloj, tan ingenioso por dentro como por fuera. A cada campanada salĆ­an figuras vivas que indicaban lo que el reloj acababa de tocar; en total fueron doce escenas, con figuras movibles, cantos y discursos. – Ā”Esto es lo mĆ”s increĆ­ble! -exclamó la gente. El reloj dio la una y apareció MoisĆ©s en la montaƱa, escribiendo el primer mandamiento en las Tablas de la Ley: Ā«Hay un solo Dios verdaderoĀ». Al dar las dos viose el ParaĆ­so terrenal, donde se encontraron AdĆ”n y Eva, felices a pesar de no disponer de armario ropero; por otra parte, no lo necesitaban. Cuando sonaron las tres, salieron los tres Reyes Magos, uno de ellos negro como el carbón; Ā”quĆ© remedio! El sol lo habĆ­a ennegrecido. Llevaban incienso y cosas preciosas. A las cuatro presentĆ”ronse las estaciones: la Primavera, con el cuclillo posado en una tierna rama de haya; el Verano, con un saltamontes sobre una espiga madura; el OtoƱo, con un nido de cigüeƱas abandonado -pues el ave se habĆ­a marchado ya-, y el Invierno, con una vieja corneja que sabĆ­a contar historias y antiguos recuerdos junto al fuego. Dieron las cinco y comparecieron los cinco sentidos: la Vista, en figura de óptico; el OĆ­do, en la de calderero; el Olfato vendĆ­a violetas y aspĆ©rulas; el Gusto estaba representado por un cocinero, y el Tacto, por un sepulturero con un crespón fĆŗnebre que le llegaba a los talones. El reloj dio las seis, y apareció un jugador que echó los dados; al volver hacia arriba la parte superior, salió el nĆŗmero seis. Vinieron luego los siete dĆ­as de la semana o los siete pecados capitales; los espectadores no pudieron ponerse de acuerdo sobre lo que eran en realidad; sea como fuere, tienen mucho de comĆŗn y no es muy fĆ”cil separarlos. A continuación, un coro de monjes cantó la misa de ocho. Con las nueve llegaron las nueve Musas; una de ellas trabajaba en AstronomĆ­a; otra, en el Archivo histórico; las restantes se dedicaban al teatro. A las diez salió nuevamente MoisĆ©s con las tablas; contenĆ­an los mandamientos de Dios, y eran diez. Volvieron a sonar campanadas y salieron, saltando y brincando, unos niƱos y niƱas que jugaban y cantaban: «”Ahora, niƱos, a escuchar; las once acaban de dar!Ā». Y al dar las doce salió el vigilante, con su capucha, y con la estrella matutina, cantando su vieja tonadilla: Ā”Era medianoche, cuando nació el Salvador! Y mientras cantaba brotaron rosas, que luego resultaron cabezas de angelillos con alas, que tenĆ­an todos los colores del iris. Resultó un espectĆ”culo tan hermoso para los ojos como para los oĆ­dos. Aquel reloj era una obra de arte incomparable, lo mĆ”s increĆ­ble que pudiera imaginarse, decĆ­a la gente. El autor era un joven de excelente corazón, alegre como un niƱo, un amigo bueno y leal, y abnegado con sus humildes padres. Se merecĆ­a la princesa y la mitad del reino. Llegó el dĆ­a de la decisión; toda la ciudad estaba engalanada, y la princesa ocupaba el trono, al que habĆ­an puesto crin nuevo, sin hacerlo mĆ”s cómodo por eso. Los jueces miraban con pĆ­caros ojos al supuesto ganador, el cual permanecĆ­a tranquilo y alegre, seguro de su suerte, pues habĆ­a realizado lo mĆ”s increĆ­ble. – Ā”No, esto lo harĆ© yo! -gritó en el mismo momento un patĆ”n larguirucho y huesudo-. Yo soy el hombre capaz de lo mĆ”s increĆ­ble -. Y blandió un hacha contra la obra de arte. Ā”Cric, crac!, en un instante todo quedó deshecho; ruedas y resortes rodaron por el suelo; la maravilla estaba destruida.

  • Ӄsta es mi obra! -dijo-. Mi acción ha superado a la suya; he hecho lo mĆ”s increĆ­ble. – Ā”Destruir semejante obra de arte! -exclamaron los jueces. – Efectivamente, es lo mĆ”s increĆ­ble. Todo el pueblo estuvo de acuerdo, por lo que le asignaron la princesa y la mitad del reino, pues la ley es la ley, incluso cuando se trata de lo mĆ”s increĆ­ble y absurdo.

Desde lo alto de las murallas y las torres de la ciudad proclamaron los trompeteros:

  • Ā”Va a celebrarse la boda!

La princesa no iba muy contenta, pero estaba espléndida, y ricamente vestida. La iglesia era un mar de luz; anochecía ya, y el efecto resultaba maravilloso. Las doncellas nobles de la ciudad iban cantando, acompañando a la novia; los caballeros hacían lo propio con el novio, el cual avanzaba con la cabeza tan alta como si nada pudiese rompérsela. Cesó el canto e hízose un silencio tan profundo, que se habría oído caer al suelo un alfiler. Y he aquí que en medio de aquella quietud se abrió con gran estrépito la puerta de la iglesia y, «”bum! ”bum!», entró el reloj y, avanzÔndo por la nave central, fue a situarse entre los novios. Los muertos no pueden volver, esto ya lo sabemos, pero una obra de arte sí puede; el cuerpo estaba hecho pedazos, pero no el espíritu; el espectro del Arte se apareció, dejando ya de ser un espectro. La obra de arte estaba entera, como el día que la presentaron, intacta y nueva. Sonaron las campanadas, una tras otra, hasta las doce, y salieron las figuras. Primero Moisés, cuya frente despedía llamas. Arrojó las pesadas tablas de la ley a los pies del novio, que quedaron clavados en el suelo.

  • Ā”No puedo levantarlas! -dijo MoisĆ©s-. Me cortaste los brazos. QuĆ©date donde estĆ”s.

Vinieron despuĆ©s AdĆ”n y Eva, los Reyes Magos de Oriente y las cuatro estaciones, y todos le dijeron verdades desagradables: «”Avergüénzate!Ā». Pero Ć©l no se avergonzó. Todas las figuras que habĆ­an aparecido a las diferentes horas, salieron del reloj y adquirieron un volumen enorme. ParecĆ­a que no iba a quedar sitio para las personas de carne y hueso. Y cuando a las doce se presentó el vigilante con la capucha y la estrella matutina, se produjo un movimiento extraordinario. El vigilante, dirigiĆ©ndose al novio, le dio un golpe en la frente con la estrella. – Ā”Muere! -le dijo- Ā”Medida por medida! Ā”Estamos vengados, y el maestro tambiĆ©n! Ā”adiós! Y desapareció la obra de arte; pero las luces de la iglesia la transformaron en grandes flores luminosas, y las doradas estrellas del techo enviaron largos y refulgentes rayos, mientras el órgano tocaba solo. Todos los presentes dijeron que aquello era lo mĆ”s increĆ­ble que habĆ­an visto en su vida. – Llamemos ahora al vencedor -dijo la princesa. El autor de la maravilla serĆ” mi esposo y seƱor. Y el joven se presentó en la iglesia, con el pueblo entero por sĆ©quito, entre las aclamaciones y la alegrĆ­a general. Nadie sintió envidia. Ā”Y esto fue precisamente lo mĆ”s increĆ­ble!

LO QUE HACE EL

PADRE BIEN HECHO ESTƁ Ā  Voy a contaros ahora una historia que oĆ­ cuando era muy niƱo, y cada vez que me acuerdo de ella me parece mĆ”s bonita. Con las historias ocurre lo que con ciertas personas: embellecen a medida que pasan los aƱos, y esto es muy alentador. Algunas veces habrĆ”s salido a la campiƱa y habrĆ”s visto una casa de campo, con un tejado de paja en el que crecen hierbas y musgo; en el remate del tejado no puede faltar un nido de cigüeƱas. Las paredes son torcidas; las ventanas, bajas, y de ellas sólo puede abrirse una. El horno sobresale como una pequeƱa barriga abultada, y el saĆŗco se inclina sobre el seto, cerca del cual hay una charca con un pato o unos cuantos patitos bajo el achaparrado sauce. Tampoco, falta el mastĆ­n, que ladra a toda alma viviente. Pues en una casa como la que te he descrito vivĆ­a un viejo matrimonio, un pobre campesino con su mujer. No poseĆ­an casi nada, y, sin embargo, tenĆ­an una cosa superflua: un caballo, que solĆ­a pacer en los ribazos de los caminos. El padre lo montaba para trasladarse a la ciudad, y los vecinos se lo pedĆ­an prestado y le pagaban con otros servicios; desde luego, habrĆ­a sido mĆ”s ventajoso para ellos vender el animal o trocarlo por algo que les reportase mayor beneficio. Pero, Āæpor quĆ© lo podĆ­an cambiar?. – TĆŗ verĆ”s mejor lo que nos conviene -dijo la mujer-. Precisamente hoy es dĆ­a de mercado en el pueblo. Vete allĆ­ con el caballo y que te den dinero por Ć©l, o haz un buen intercambio. Lo que haces, siempre estĆ” bien hecho. Vete al mercado. Le arregló la bufanda alrededor del cuello, pues esto ella lo hacĆ­a mejor, y le puso tambiĆ©n una corbata de doble lazo, que le sentaba muy bien; cepillóle el sombrero con la palma de la mano, le dio un beso, y el hombre se puso alegremente en camino montado en el caballo que debĆ­a vender o trocar. Ā«El viejo entiende de esas cosas -pensaba la mujer-. Nadie lo harĆ” mejor que Ć©lĀ». El sol quemaba, y ni una nubecilla empaƱaba el azul del cielo. El camino estaba polvoriento, animado por numerosos individuos que se dirigĆ­an al mercado, en carro, a caballo o a pie. El calor era intenso, y en toda la extensión del camino no se descubrĆ­a ni un puntito de sombra. Nuestro amigo se encontró con un paisano que conducĆ­a una vaca, todo lo bien parecida que una vaca puede ser. Ā«De seguro que da buena leche -pensó-. Tal vez serĆ­a un buen cambioĀ». – Ā”Oye tĆŗ, el de la vaca! -dijo-. ĀæY si hiciĆ©ramos un trato? Ya sĆ© que un caballo es mĆ”s caro que una vaca; pero me da igual. De una vaca sacarĆ­a yo mĆ”s beneficio. ĀæQuieres que cambiemos?Ā  – Muy bien -dijo el hombre de la vaca; y trocaron los animales. Cerrado el trato; nada impedĆ­a a nuestro campesino volverse a casa, puesto que el objeto del viaje quedaba cumplido. Pero su intención primera habĆ­a sido ir a la feria, y decidió llegarse a ella, aunque sólo fuera para echar un vistazo. AsĆ­ continuó el hombre conduciendo la vaca. Caminaba ligero, y el animal tambiĆ©n, por lo que no tardaron en alcanzar a un individuo con una oveja. Era un buen ejemplar, gordo y con un buen Ā«toisónĀ». «”Esa oveja sĆ­ que me gustarĆ­a! -pensó el campesino-. En nuestros ribazos nunca le faltarĆ­a hierba, y en invierno podrĆ­amos tenerla en casa. Yo creo que nos conviene mĆ”s mantener una oveja que una vacaĀ».

  • Ā”Amigo! -dijo Ā Ā  al Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  otro-, Ā  Āæquieres Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  que cambiemos?.

El propietario de la oveja no se lo hizo repetir; efectuaron el cambio, y el labrador prosiguió su camino, muy contento con su oveja. Mas he aquí que, viniendo por un sendero que cruzaba la carretera, vio a un hombre que llevaba una gorda oca bajo el brazo.

  • Ā”Caramba! Ā”Vaya oca cebada que traes! -le dijo-. Ā”QuĆ© cantidad de grasa y de pluma! No estarĆ­a mal en nuestra charca, atada de un cabo. La vieja podrĆ­a echarle los restos de comida. CuĆ”ntas veces le he oĆ­do decir: Ā”Ay, si tuviĆ©semos una oca! Pues Ć©sta es la ocasión. ĀæQuieres cambiar? Te darĆ© la oveja por la oca, y muchas gracias encima.

El otro aceptó, no faltaba mĆ”s; hicieron el cambio, y el campesino se quedó con la oca. Estaba ya cerca de la ciudad, y el bullicio de la carretera iba en aumento; era un hormiguero de personas y animales, que llenaban el camino y hasta la cuneta. Llegaron al fin al campo de patatas del portazguero. Ɖste tenĆ­a una gallina atada para que no se escapara, asustada por el ruido. Era una gallina derrabada, bizca y de bonito aspecto. Ā«Cluc, clucĀ», gritaba. No sĆ© lo que ella querĆ­a significar con su cacareo, el hecho es que el campesino pensó al verla: Ā«Es la gallina mĆ”s hermosa que he visto en mi vida; es mejor que la clueca del seƱor rector; me gustarĆ­a tenerla. Una gallina es el animal mĆ”s fĆ”cil de criar; siempre encuentra un granito de trigo; puede decirse que se mantiene ella sola. Creo serĆ­a un buen negocio cambiarla por la ocaĀ».

  • ĀæY si cambiĆ”ramos? -preguntó.
  • ĀæCambiar? -dijo el otro-. Por mĆ­ no hay inconveniente y aceptó la proposición. El portazguero se quedó con la oca, y el campesino, con la gallina.

La verdad es que había aprovechado bien el tiempo en el viaje a la ciudad. Por otra parte, arreciaba el calor, y el hombre estaba cansado; un trago de aguardiente y un bocadillo le vendrían de perlas. Como se encontrara delante de la posada, entró en ella en el preciso momento en que salía el mozo, cargado con un saco lleno a rebosar.

  • ĀæQuĆ© llevas ahĆ­? -preguntó el campesino. – Manzanas podridas -respondió el mozo-; un saco lleno para los cerdos.
  • Ā”QuĆ© hermosura de manzanas! Ā”Cómo gozarĆ­a la vieja si las viera! El aƱo pasado el manzano del corral sólo dio una manzana; hubo que guardarla, y estuvo sobre la cómoda hasta que se pudrió. Esto es signo de prosperidad, decĆ­a la abuela. Ā”Menuda prosperidad tendrĆ­a con todo esto! Quisiera darle este gusto.
  • ĀæCuĆ”nto me dais por ellas? -preguntó el hombre.
  • ĀæCuĆ”nto os doy? Os las cambio por la gallina y dicho y hecho, entregó la gallina y recibió las manzanas. Entró en la posada y se fue directo al mostrador. El saco lo dejó arrimado a la estufa, sin reparar en que estaba encendida. En la sala habĆ­a mucha gente forastera, tratante de caballos y de bueyes, y entre ellos dos ingleses, los cuales, como todo el mundo sabe, son tan ricos, que los bolsillos les revientan de monedas de oro. Y lo que mĆ”s les gusta es hacer apuestas. Escucha si no.

«”Chuf, chuf!» ¿Qué ruido era aquél que llegaba de la estufa? Las manzanas empezaban a asarse.

  • ĀæQuĆ© pasa ahĆ­?

No tardó en propagarse la historia del caballo que habĆ­a sido trocado por una vaca y, descendiendo progresivamente, se habĆ­a convertido en un saco de manzanas podridas. – Espera a llegar a casa, verĆ”s cómo la vieja te recibe a puƱadas -dijeron los ingleses.

  • Besos me darĆ”, que no puƱadas -replicó el campesino-. La abuela va a decir: Ā«Lo que hace el padre, bien hecho estÔ».
  • ĀæHacemos una apuesta? -propusieron los ingleses-. Te apostamos todo el oro que quieras: onzas de oro a toneladas, cien libras, un quintal. – Con una fanega me contento -contestó el campesino-. Pero sólo puedo jugar una fanega de manzanas, y yo y la abuela por aƱadidura. Creo que es medida colmada. ĀæQuĆ© pensĆ”is de ello?
  • Conforme -exclamaron los ingleses-. Trato hecho.

Engancharon el carro del ventero, subieron a Ʃl los ingleses y el campesino, sin olvidar el saco de manzanas, y se pusieron en camino. No tardaron en llegar a la casita.

  • Ā”Buenas noches, madrecita!
  • Ā”Buenas noches, padrecito!
  • He hecho un buen negocio con el caballo.
  • Ā”Ya lo decĆ­a yo; tĆŗ entiendes de eso! -dijo la mujer, abrazĆ”ndolo, sin reparar en el saco ni en los forasteros.
  • He cambiado el caballo por una vaca.
  • Ā”Dios sea loado! Ā”La de leche que vamos a tener! Por fin volveremos a ver en la mesa mantequilla y queso. Ā”Buen negocio!
  • SĆ­, pero luego cambiĆ© la vaca por una oveja.
  • Ā”Ah! Ā”Esto estĆ” aĆŗn mejor! -exclamó la mujer-. TĆŗ siempre piensas en todo. Hierba para una oveja tenemos de sobra. No nos faltarĆ” ahora leche y queso de oveja, ni medias de lana, y aun batas de dormir. Todo eso la vaca no lo da; pierde el pelo. Eres una perla de marido. – Pero es que despuĆ©s cambiĆ© la oveja por una oca.
  • AsĆ­ tendremos una oca por San MartĆ­n, padrecito. Ā”Sólo piensas en darme gustos! Ā”QuĆ© idea has tenido! Ataremos la oca fuera, en la hierba, y Ā”lo que engordarĆ” hasta San MartĆ­n! – Es que he cambiado la oca por una gallina prosiguió el hombre.
  • ĀæUna gallina? Ӄste sĆ­ que es un buen negocio! -exclamó la mujer-. La gallina pondrĆ” huevos, los incubarĆ”, tendremos polluelos y todo un gallinero. Ā”Es lo que yo mĆ”s deseaba!
  • SĆ­, pero es que luego cambiĆ© la gallina por un saco de manzanas podridas.
  • Ā”Ven que te dĆ© un beso! -exclamó la mujer, fuera de sĆ­ de contento-. Ā”Gracias, marido mĆ­o! ĀæQuieres que te cuente lo que me ha ocurrido? En cuanto te hubiste marchado, me puse a pensar quĆ© comida podrĆ­a prepararte para la vuelta; se me ocurrió que lo mejor serĆ­a tortilla de puerros. Los huevos los tenĆ­a, pero me faltaban los puerros. Me fui, pues, a casa del maestro. SĆ© de cierto que tienen puerros, pero ya sabes lo avara que es la mujer. Le pedĆ­ que me prestase unos pocos. «¿Prestar? -me respondió-. No tenemos nada en el huerto, ni una mala manzana podrida. Ni una manzana puedo prestarosĀ». Pues ahora yo puedo prestarle diez, Ā”quĆ© digo! todo un saco. Ā”quĆ© gusto, padrecito! -. Y le dio otro beso.
  • MagnĆ­fico -dijeron los ingleses-. Ā”Siempre para abajo y siempre contenta! Esto no se paga con dinero -. Y pagaron el quintal de monedas de oro al campesino, que recibĆ­a besos en vez de puƱadas.

SĆ­, seƱor, siempre se sale ganando cuando la mujer no se cansa de declarar que el padre entiende en todo, y que lo que hace, bien hecho estĆ”. Ɖsta es la historia que oĆ­ de niƱo. Ahora tĆŗ la sabes tambiĆ©n, y no lo olvides: lo que el padre hace, bien hecho estĆ”.

LOS CAMPEONES DE SALTO

La pulga, el saltamontes y el huesecillo saltarƭn apostaron una vez a quiƩn saltaba mƔs alto, e invitaron a cuantos quisieran presenciar aquel campeonato. Hay que convenir que se trataba de tres grandes saltadores.

  • Ā”DarĆ© mi hija al que salte mĆ”s alto! -dijo el Rey-, pues serĆ­a muy triste que las personas tuviesen que saltar de balde.

Presentóse primero la pulga. Era bien educada y empezó saludando a diestro y a siniestro, pues por sus venas corría sangre de señorita, y estaba acostumbrada a no alternar mÔs que con personas, y esto siempre se conoce. Vino en segundo término el saltamontes. Sin duda era bastante mÔs pesadote que la pulga, pero sus maneras eran también irreprochables; vestía el uniforme verde con el que había nacido. Afirmó, ademÔs, que tenía en Egipto una familia de abolengo, y que era muy estimado en el país. Lo habían cazado en el campo y metido en una casa de cartulina de tres pisos, hecha de naipes de color, con las estampas por dentro. Las puertas y ventanas habían sido cortadas en el cuerpo de la dama de corazones.

  • SĆ© cantar tan bien -dijo-, que diecisĆ©is grillos indĆ­genas que vienen cantando desde su infancia – a pesar de lo cual no han logrado aĆŗn tener una casa de naipes -, se han pasmado tanto al oĆ­rme, que se han vuelto aĆŗn mĆ”s delgados de lo que eran antes.

Como se ve, tanto la pulga como el saltamontes se presentaron en toda forma, dando cuenta de quiénes eran, y manifestando que esperaban casarse con la princesa. El huesecillo saltarín no dijo esta boca es mía; pero se rumoreaba que era de tanto pensar, y el perro de la Corte sólo tuvo que husmearlo, para atestiguar que venía de buena familia. El viejo consejero,   que      había   recibido           tres condecoraciones por su mutismo, aseguró que el huesecillo poseía el don de profecía; por su dorso podía vaticinarse si el invierno sería suave o riguroso, cosa que no puede leerse en la espalda del que escribe el calendario.

  • De momento, yo no digo nada -manifestó el viejo Rey-. Me quedo a ver venir y guardo mi opinión para el instante oportuno.

Había llegado la hora de saltar. La pulga saltó tan alto, que nadie pudo verla, y los demÔs sostuvieron que no había saltado, lo cual estuvo muy mal. El saltamontes llegó a la mitad de la altura alcanzada por la pulga, pero como casi dio en la cara del Rey, éste dijo que era un asco. El huesecillo permaneció largo rato callado, reflexionando; al fin ya pensaban los espectadores que no sabía saltar.

  • Ā”Mientras no se haya mareado! -dijo el perro, volviendo a husmearlo. Ā”Rutch!, el hueso pegó un brinco de lado y fue a parar al regazo de la princesa, que estaba sentada en un escabel de oro.

Entonces dijo el Rey:

  • El salto mĆ”s alto es el que alcanza a mi hija, pues ahĆ­ estĆ” la finura; mas para ello hay que tener cabeza, y el huesecillo ha demostrado que la tiene. A eso llamo yo talento.

Y le fue otorgada la mano de la princesa. – Ā”Pero si fui yo quien saltó mĆ”s alto! -protestó la pulga-. Ā”Bah, quĆ© importa! Ā”Que se quede con el hueso! Yo saltĆ© mĆ”s alto que los otros, pero en este mundo hay que ser corpulento, ademĆ”s, para que os vean. Y se marchó a alistarse en el ejĆ©rcito de un paĆ­s extranjero, donde perdió la vida, segĆŗn dicen. El saltamontes se instaló en el ribazo y se puso a reflexionar sobre las cosas del mundo; y dijo a su vez: – Ā”Hay que ser corpulento, hay que ser corpulento! Luego entonó su triste canción, por la cual conocemos la historia. Sin embargo, yo no la tengo por segura del todo, aunque la hayan puesto en letras de molde.

LOS CHANCLOS DE LA SUERTE

 

  1. – Cómo empezó la cosa

En una casa de Copenhague, en la calle del Este, no lejos del Nuevo Mercado Real, se celebraba una gran reunión, a la que asistĆ­an muchos invitados. No hay mĆ”s remedio que hacerlo alguna vez que otra, pues lo exige la vida de sociedad, y asĆ­ otro dĆ­a lo invitan a uno. La mitad de los contertulios estaban ya sentados a las mesas de juego y la otra mitad aguardaba el resultado del «¿QuĆ© vamos a hacer ahora?Ā» de la seƱora de la casa. En Ć©sas estaban, y la tertulia seguĆ­a adelante del mejor modo posible. Entre otros temas, la conversación recayó sobre la Edad Media. Algunos la consideraban mucho mĆ”s interesante que nuestra Ć©poca. Knapp, el consejero de Justicia, defendĆ­a con tanto celo este punto de vista, que la seƱora de la casa se puso enseguida de su lado, y ambos se lanzaron a atacar un ensayo de Orsted, publicado en el almanaque, en el que, despuĆ©s de comparar los tiempos antiguos y los modernos, terminaba concediendo la ventaja a nuestra Ć©poca. El consejero afirmaba que el tiempo del rey danĆ©s Hans habĆ­a sido el mĆ”s bello y feliz de todos. Mientras se discute este tema, interrumpido sólo un momento por la llegada de un periódico que no trae nada digno de ser leĆ­do, entrĆ©monos nosotros en el vestĆ­bulo, donde estaban guardados los abrigos, bastones, paraguas y chanclos. En Ć©l estaban sentadas dos mujeres, una de ellas joven, vieja la otra. HabrĆ­a podido pensarse que su misión era acampanar a su seƱora, una vieja solterona o tal vez una viuda; pero observĆ”ndolas mĆ”s atentamente, uno se daba cuenta de que no eran criadas ordinarias; tenĆ­an las manos demasiado finas, su porte y actitud eran demasiado majestuosos – pues eran, en efecto, personas reales -, y el corte de sus vestidos revelaba una audacia muy personal. Eran, ni mĆ”s ni menos, dos hadas; la mĆ”s joven, aunque no era la Felicidad en persona, sĆ­ era, en cambio, una camarera de una de sus damas de honor, las encargadas de distribuir los favores menos valiosos de la suerte. La mĆ”s vieja parecĆ­a un tanto sombrĆ­a, era la Preocupación. Sus asuntos los cuida siempre personalmente; asĆ­ estĆ” segura de que se han llevado a tĆ©rmino de la manera debida. Las dos hadas se estaban contando mutuamente sus andanzas de aquel dĆ­a. La mensajera de la Suerte sólo habĆ­a hecho unos encargos de poca monta: preservado un sombrero nuevo de un chaparrón, procurado a un seƱor honorable un saludo de una nulidad distinguida, etc.; pero le quedaba por hacer algo que se salĆ­a de lo corriente.

  • Tengo que decirle aĆŗn -prosiguió- que hoy es mi cumpleaƱos, y para celebrarlo me han confiado un par de chanclos para que los entregue a los hombres. Estos chanclos tienen la propiedad de transportar en el acto, a quien los calce, al lugar y la Ć©poca en que mĆ”s le gustarĆ­a vivir. Todo deseo que guarde relación con el tiempo, el lugar o la duración, es cumplido al acto, y asĆ­ el hombre encuentra finalmente la felicidad en este mundo.
  • Eso crees tĆŗ -replicó la Preocupación-. El hombre que haga uso de esa facultad serĆ” muy desgraciado, y bendecirĆ” el instante en que pueda quitarse los chanclos.
  • ĀæPor quĆ© dices eso? -respondió la otra-. Mira, voy a dejarlos en el umbral; alguien se los pondrĆ” equivocadamente y verĆ”s lo feliz que serĆ”.

Ɖsta fue la conversación.

  1. – QuĆ© tal le fue al consejero

Se habĆ­a hecho ya tarde. El consejero de Justicia, absorto en su panegĆ­rico de la Ć©poca del rey Hans, se acordó al fin de que era hora de despedirse, y quiso el azar que, en vez de sus chanclos, se calzase los de la suerte y saliese con ellos a la calle del Este; pero la fuerza mĆ”gica del calzado lo trasladó al tiempo del rey Hans, y por eso se metió de pies en la porquerĆ­a y el barro, pues en aquellos tiempos las calles no estaban empedradas. – Ā”Es espantoso cómo estĆ” de sucia esta calle! exclamó el Consejero-. Han quitado la acera, y todos los faroles estĆ”n apagados. La luna estaba aĆŗn baja sobre el horizonte, y el aire era ademĆ”s bastante denso, por lo que todos los objetos se confundĆ­an en la oscuridad. En la primera esquina brillaba una lamparilla debajo de una imagen de la Virgen, pero la luz que arrojaba era casi nula; el hombre no la vio hasta que estuvo junto a ella, y sus ojos se fijaron en la estampa pintada en que se representaba a la Virgen con el NiƱo. Ā«Debe anunciar una colección de arte, y se habrĆ”n olvidado de quitar el cartelĀ», pensó. Pasaron por su lado varias personas vestidas con el traje de aquella Ć©poca. «”Vaya fachas! SaldrĆ”n de algĆŗn baile de mĆ”scarasĀ». De pronto resonaron tambores y pĆ­fanos y brillaron antorchas. El Consejero se detuvo, sorprendido, y vio pasar una extraƱa comitiva. A la cabeza marchaba una sección de tambores aporreando reciamente sus instrumentos; seguĆ­anles alabarderos con arcos y ballestas. El mĆ”s distinguido de toda la tropa era un sacerdote. El Consejero, asombrado, preguntó quĆ© significaba todo aquello y quiĆ©n era aquel hombre.

  • Es el obispo de Zelanda -le respondieron.

«”Dios santo! ¿Qué se le ha ocurrido al obispo?», suspiró nuestro hombre, meneando la cabeza. Pero era imposible que fuese aquél el obispo. Cavilando y sin ver por dónde iba, siguió el Consejero por la calle del Este y la plaza del Puente Alto. No hubo medio de dar con el puente que lleva a la plaza de Palacio. Sólo veía una ribera baja, y al fin divisó dos individuos sentados en una barca.

  • ĀæDesea el seƱor que le pasemos a la isla? preguntaron.
  • ĀæPasar a la isla? -respondió el Consejero, ignorante aĆŗn de la Ć©poca en que se encontraba. Adonde voy es a Christianshafen, a la calle del Mercado.

Los individuos lo miraron sin decir nada.

  • Decidme sólo dónde estĆ” el puente -prosiguió. Es vergonzoso que no estĆ©n encendidos los faroles; y, ademĆ”s, hay tanto barro que no parece sino que camine uno por un cenagal. A medida que hablaba con los barqueros, se le hacĆ­an mĆ”s y mĆ”s incomprensibles.
  • No entiendo vuestra jerga -dijo, finalmente, volviĆ©ndoles la espalda. No lograba dar con el puente, y ni siquiera habĆ­a barandilla. «”Esto es una vergüenza de dejadez!Ā», dijo. Nunca le habĆ­a parecido su Ć©poca mĆ”s miserable que aquella noche. Ā«Creo que lo mejor serĆ” tomar un cocheĀ», pensó; pero, Āæcoches me has dicho? No se veĆ­a ninguno. Ā«TendrĆ© que volver al Nuevo Mercado Real; de seguro que allĆ­ los hay; de otro modo, nunca llegarĆ© a

ChristianshafenĀ». Volvió a la calle del Este, y casi la habĆ­a recorrido toda cuando salió la luna. «”Dios mĆ­o, quĆ© esperpento han levantado aquĆ­!Ā», exclamó al distinguir la puerta del Este, que en aquellos tiempos se hallaba en el extremo de la calle. Entretanto encontró un portalito, por el que salió al actual Mercado Nuevo; pero no era sino una extensa explanada cubierta de hierba, con algunos matorrales, atravesada por una ancha corriente de agua. Varias mĆ­seras barracas de madera, habitadas por marineros de Halland, de quienes venĆ­a el nombre de Punta de Halland, se levantaban en la orilla opuesta. Ā«O lo que estoy viendo es un espejismo o estoy borracho -suspiró el Consejero-. ĀæQuĆ© diablos es eso?Ā». Volvióse persuadido de que estaba enfermo; al entrar de nuevo en la calle observó las casas con mĆ”s detención; la mayorĆ­a eran de entramado de madera, y muchas tenĆ­an tejado de paja. «”No, yo no estoy bien! -exclamó-, y, sin embargo, sólo he tomado un vaso de ponche; cierto que es una bebida que siempre se me sube a la cabeza. AdemĆ”s, fue una gran equivocación servirnos ponche con salmón caliente; se lo dirĆ© a la seƱora del Agente. ĀæY si volviese a decirle lo que me ocurre? Pero serĆ­a ridĆ­culo, y, por otra parte, tal vez estĆ©n ya acostadosĀ». Buscó la casa, pero no aparecĆ­a por ningĆŗn lado. «”Pero esto es espantoso, no reconozco la calle del Este, no hay ninguna tienda! Sólo veo casas viejas, mĆ­seras y semiderruidas, como si estuviese en Roeskilde o Ringsted. Ā”Yo estoy enfermo! Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā Ā  Pero Ā Ā  de Ā Ā Ā Ā Ā Ā  nada Ā Ā  sirve Ā Ā  hacerse imaginaciones. ĀæDónde diablos estĆ” la casa del Agente? Ɖsta no se le parece en nada, y, sin embargo, hay gente aĆŗn. Ā”Ah, no hay duda, estoy enfermo!Ā». Empujó una puerta entornada, a la que llegaba la luz por una rendija. Era una posada de los viejos tiempos, una especie de cervecerĆ­a. La sala presentaba el aspecto de una taberna del Holstein; cierto nĆŗmero de personas, marinos, burgueses de Copenhague y dos o tres clĆ©rigos, estaban enfrascados en animadas charlas sobre sus jarras de cerveza, y apenas se dieron cuenta del forastero.

  • Usted perdone -dijo el Consejero a la posadera, que se adelantó a su encuentro-. Me siento muy indispuesto. ĀæNo podrĆ­a usted proporcionarme un coche que me llevase a Christianshafen? La mujer lo miró, sacudiendo la cabeza; luego dirigióle la palabra en lengua alemana. Nuestro consejero, pensando que no conocĆ­a la danesa, le repitió su ruego en alemĆ”n. Aquello, aƱadido a la indumentaria del forastero, afirmó en la tabernera la creencia de que trataba con un extranjero; comprendió, sin embargo, que no se encontraba bien, y le trajo un jarro de agua; y por cierto que sabĆ­a un tanto a agua de mar, a pesar que era del pozo de la calle.

El Consejero, apoyando la cabeza en la mano, respiró profundamente y se puso a cavilar sobre todas las cosas raras que le rodeaban.

  • ĀæEs Ć©ste Ā«El DĆ­aĀ» de esta tarde? -preguntó, sólo por decir, algo, viendo que la mujer apartaba una gran hoja de papel.

Ella, sin comprender la pregunta, alargóle la hoja, que era un grabado en madera que representaba un fenómeno atmosférico visto en Colonia.

  • Es un grabado muy antiguo -exclamó el

Consejero, contento de ver un ejemplar tan raro. ¿Cómo ha venido a sus manos este rarísimo documento? Es de un interés enorme, aunque sólo se trata de una fÔbula. Se afirma que estos fenómenos lumínicos son auroras boreales, y probablemente son efectos de la electricidad atmosférica. Los que se hallaban sentados cerca de él, al oír sus palabras lo miraron con asombro; uno se levantó, y, quitÔndose respetuosamente el sombrero, le dijo muy serio:

  • Seguramente sois un hombre de gran erudición, Monsieur.
  • Ā”Oh, no! -respondió el Consejero-. Sólo sĆ© hablar de unas cuantas cosas que todo el mundo conoce.
  • La modestia es una hermosa virtud -observó el otro- Por lo demĆ”s, debo contestar a vuestro discurso: mihi secus videtur; pero dejo en suspenso mi juicio.
  • ĀæTendrĆ­ais la bondad de decirme con quiĆ©n tengo el honor de hablar? -preguntó el Consejero.
  • Soy bachiller en Sagradas Escrituras respondió el hombre.

Aquella respuesta bastó al magistrado; el título se correspondía con el traje. «Seguramente pensó- se trata de algún viejo maestro de pueblo, un original de ésos que uno encuentra con frecuencia en Jutlandia».

  • Aunque esto no es en realidad un locus docendi – rosiguió el hombre-, os ruego que os dignĆ©is hablar. Indudablemente habĆ©is leĆ­do mucho sobre la Antigüedad.
  • Desde luego -contestó el Consejero-. Me gusta leer escritos antiguos y Ćŗtiles, pero tambiĆ©n soy aficionado a las cosas modernas, con excepción de esas historias triviales, tan abundantes en verdad.
  • ĀæHistorias triviales? -preguntó el bachiller.
  • SĆ­, me refiero a estas novelas de hoy, tan corrientes.
  • Ā”Oh! -dijo, sonriendo, el hombre-, sin embargo, tienen mucho ingenio y se leen en la Corte. El Rey gusta de modo particular de la novela del SeƱor de Iffven y el SeƱor Gaudian, con el rey ArtĆŗs y los Caballeros de la Tabla Redonda; se ha reĆ­do no poco con sus altos dignatarios.
  • Pues yo no la he leĆ­do -dijo el Consejero-. Debe de ser alguna edición recientĆ­sima de Heiberg.
  • No -rectificó el otro-. No es de Heiberg, sino de Godofredo de Gehmen.
  • ĀæAsĆ­, Ć©ste es el autor? -preguntó el magistrado-. Es un nombre antiquĆ­simo; asĆ­ se llama el primer impresor que hubo en Dinamarca, Āæverdad?
  • SĆ­, es nuestro primer impresor -asintió el hombre.

Hasta aquí todo marchaba sin tropiezos; luego, uno de los buenos burgueses se puso a hablar de la grave peste que se había declarado algunos años antes, refiriéndose a la de 1494; pero el Consejero creyó que se trataba de la epidemia de cólera, con lo cual la conversación prosiguió como sobre ruedas. La guerra de los piratas de 1490, tan reciente, salió a su vez a colación. Los corsarios ingleses habían capturado barcos en la rada, dijeron; y el Consejero, que había vivido los acontecimientos de 1801, se sumó a los vituperios contra los ingleses. El resto de la charla, en cambio, ya no discurrió tan llanamente, y en mÔs de un momento pusieron los unos y el otro caras agrias; el buen bachiller resultaba demasiado ignorante, y las manifestaciones mÔs simples del magistrado le sonaban a atrevidas y exageradas. Se consideraban mutuamente de reojo, y cuando las cosas se ponían demasiado tirantes, el bachiller hablaba en latín con la esperanza de ser mejor comprendido; pero nada se sacaba en limpio.

  • ĀæQuĆ© tal se siente? -preguntó la posadera tirando de la manga al Consejero. Entonces Ć©ste volvió a la realidad; en el calor de la discusión habĆ­a olvidado por completo lo que antes le ocurriera.
  • Ā”Dios mĆ­o! pero, Āædónde estoy? -preguntó, sintiendo que le daba vueltas la cabeza.
  • Ā”Vamos a tomar un vaso de lo caro! Hidromiel y cerveza de Brema -pidió uno de los presentes, y vos beberĆ©is con nosotros.

Entraron dos mozas, una de ellas cubierta con una cofia bicolor; sirvieron la bebida y saludaron con una inclinación. Al Consejero le pareció que un extraño frío le recorría el espinazo.

  • ĀæPero quĆ© es esto, quĆ© es esto? -repetĆ­a; pero no tuvo mĆ”s remedio que beber con ellos, los cuales se apoderaron del buen seƱor. Estaba completamente desconcertado, y al decir uno que estaba borracho, no lo puso en duda, y se limitó a pedirles que le procurasen un coche. Entonces pensaron los otros que hablaba en moscovita.

Nunca se habĆ­a encontrado en una compaƱƭa tan ruda y tan ordinaria. «”Es para pensar que el paĆ­s ha vuelto al paganismo -dijo para sĆ­-. Estoy pasando el momento mĆ”s horrible de mi vidaĀ». De repente le vino la idea de meterse debajo de la mesa y alcanzar la puerta andando a gatas. AsĆ­ lo hizo, pero cuando ya estaba en la salida, los otros se dieron cuenta de su propósito, lo agarraron por los pies y se quedaron con los chanclos en la mano… afortunadamente para Ć©l, pues al quitarle los chanclos cesó el hechizo. El Consejero vio entonces ante Ć©l un farol encendido, y detrĆ”s, un gran edificio; todo le resultaba ya conocido y familiar; era la calle del Este, tal como nosotros la conocemos. Se encontró tendido en el suelo con las piernas contra una puerta, frente al dormido vigilante nocturno. «”Dios bendito! ĀæEs posible que haya estado tendido en plena calle y soƱando? -dijo-. Ā”SĆ­, Ć©sta es la calle del Este! Ā”QuĆ© bonita, quĆ© clara y pintoresca! Ā”Es terrible el efecto de un vaso de ponche!Ā». Dos minutos mĆ”s tarde se hallaba en un coche de punto, que lo conducĆ­a a Christianshafen; pensaba en las angustias sufridas y daba gracias de todo corazón a la dichosa realidad de nuestra Ć©poca, que, con todos sus defectos, es infinitamente mejor que la que acababa de dejar; y, bien mirado, el consejero de Justicia era muy discreto al pensar de este modo. Ā  Ā  LOS CISNES SALVAJES Ā  Lejos de nuestras tierras, allĆ” adonde van las golondrinas cuando el invierno llega a nosotros, vivĆ­a un rey que tenĆ­a once hijos y una hija llamada Elisa. Los once hermanos eran prĆ­ncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al cinto para ir a la escuela; escribĆ­an con pizarrĆ­n de diamante sobre pizarras de oro, y aprendĆ­an de memoria con la misma facilidad con que leĆ­an; en seguida se notaba que eran prĆ­ncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un escabel de reluciente cristal, y tenĆ­a un libro de estampas que habĆ­a costado lo que valĆ­a la mitad del reino. Ā”QuĆ© bien lo pasaban aquellos niƱos! LĆ”stima que aquella felicidad no pudiese durar siempre. Su padre, Rey de todo el paĆ­s, casó con una reina perversa, que odiaba a los pobres niƱos. Ya al primer dĆ­a pudieron ellos darse cuenta. Fue el caso, que habĆ­a gran gala en todo el palacio, y los pequeƱos jugaron a Ā«visitasĀ»; pero en vez de recibir pasteles y manzanas asadas como se suele en tales ocasiones, la nueva Reina no les dio mĆ”s que arena en una taza de tĆ©, diciĆ©ndoles que imaginaran que era otra cosa. A la semana siguiente mandó a Elisa al campo, a vivir con unos labradores, y antes de mucho tiempo le habĆ­a ya dicho al Rey tantas cosas malas de los prĆ­ncipes, que Ć©ste acabó por desentenderse de ellos.

  • Ā”A volar por el mundo y apaƱaros por vuestra cuenta! -exclamó un dĆ­a la perversa mujer-; Ā”a volar como grandes aves sin voz!-. Pero no pudo llegar al extremo de maldad que habrĆ­a querido; los niƱos se transformaron en once hermosĆ­simos cisnes salvajes. Con un extraƱo grito emprendieron el vuelo por las ventanas de palacio, y, cruzando el parque, desaparecieron en el bosque.

Era aún de madrugada cuando pasaron por el lugar donde su hermana Elisa yacía dormida en el cuarto de los campesinos; y aunque describieron varios círculos sobre el tejado, estiraron los largos cuellos y estuvieron aleteando vigorosamente, nadie los oyó ni los vio. Hubieron de proseguir, remontÔndose basta las nubes, por esos mundos de Dios, y se dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que se extendía hasta la misma orilla del mar. La pobre Elisita seguía en el cuarto de los labradores jugando con una hoja verde, único juguete que poseía. Abriendo en ella un agujero, miró el sol a su través y parecióle como si viera los ojos límpidos de sus hermanos; y cada vez que los rayos del sol le daban en la cara, creía sentir el calor de sus besos. Pasaban los días, monótonos e iguales. Cuando el viento soplaba por entre los grandes setos de rosales plantados delante de la casa, susurraba a las rosas:

  • ĀæQuĆ© puede haber mĆ”s hermoso que vosotras?

-. Pero las rosas meneaban la cabeza y respondĆ­an: – Elisa es mĆ”s hermosa -. Cuando la vieja de la casa, sentada los domingos en el umbral, leĆ­a su devocionario, el viento le volvĆ­a las hojas, y preguntaba al libro: – ĀæQuiĆ©n puede ser mĆ”s piadoso que tĆŗ? – Elisa es mĆ”s piadosa replicaba el devocionario; y lo que decĆ­an las rosas y el libro era la pura verdad. Porque aquel libro no podĆ­a mentir. HabĆ­an convenido en que la niƱa regresarĆ­a a palacio cuando cumpliese los quince aƱos; pero al ver la Reina lo hermosa que era, sintió rencor y odio, y la habrĆ­a transformado en cisne, como a sus hermanos; sin embargo, no se atrevió a hacerlo en seguida, porque el Rey querĆ­a ver a su hija. Por la maƱana, muy temprano, fue la Reina al cuarto de baile, que era todo Ć©l de mĆ”rmol y estaba adornado con esplĆ©ndidos almohadones y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los besó y dijo al primero:

  • SĆŗbete sobre la cabeza de Elisa cuando estĆ© en el baƱo, para que se vuelva estĆŗpida como tĆŗ. Ponte sobre su frente -dijo al segundo-, para que se vuelva como tĆŗ de fea, y su padre no la reconozca -. Y al tercero: – SiĆ©ntate sobre su corazón e infĆŗndele malos sentimientos, para que sufra -. Echó luego los sapos al agua clara, que inmediatamente se tiñó de verde, y, llamando a Elisa, la desnudó, mandĆ”ndole entrar en el baƱo; y al hacerlo, uno de los sapos se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el tercero en el pecho, sin que la niƱa pareciera notario; y en cuanto se incorporó, tres rojas flores de adormidera aparecieron flotando en el agua. Aquellos animales eran ponzoƱosos y habĆ­an sido besados por la bruja; de lo contrario, se habrĆ­an transformado en rosas encarnadas. Sin embargo, se convirtieron en flores, por el solo hecho de haber estado sobre la cabeza y sobre el corazón de la princesa, la cual era, demasiado buena e inocente para que los hechizos tuviesen acción sobre ella.

Al verlo la malvada Reina, frotóla con jugo de nuez, de modo que su cuerpo adquirió un tinte pardo negruzco; untóle luego la cara con una pomada apestosa y le desgreñó el cabello. Era imposible reconocer a la hermosa Elisa. Por eso se asustó su padre al verla, y dijo que no era su hija. Nadie la reconoció, excepto el perro mastĆ­n y las golondrinas; pero eran pobres animales cuya opinión no contaba. La pobre Elisa rompió a llorar, pensando en sus once hermanos ausentes. Salió, angustiada, de palacio, y durante todo el dĆ­a estuvo vagando por campos y eriales, adentrĆ”ndose en el bosque inmenso. No sabĆ­a adónde dirigirse, pero se sentĆ­a acongojada y anhelante de encontrar a sus hermanos, que a buen seguro andarĆ­an tambiĆ©n vagando por el amplio mundo. Hizo el propósito de buscarlos. Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo de noche; la doncella habĆ­a perdido el camino. Tendióse sobre el blando musgo, y, rezadas sus oraciones vespertinas, reclinó la cabeza sobre un tronco de Ć”rbol. Reinaba un silencio absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el musgo que la rodeaban lucĆ­an las verdes lucecitas de centenares de luciĆ©rnagas, cuando tocaba con la mano una de las ramas, los insectos luminosos caĆ­an al suelo como estrellas fugaces. Toda la noche estuvo soƱando en sus hermanos. De nuevo los veĆ­a de niƱos, jugando, escribiendo en la pizarra de oro con pizarrĆ­n de diamante y contemplando el maravilloso libro de estampas que habĆ­a costado medio reino; pero no escribĆ­an en el tablero, como antes, ceros y rasgos, sino las osadĆ­simas gestas que habĆ­an realizado y todas las cosas que habĆ­an visto y vivido; y en el libro todo cobraba vida, los pĆ”jaros cantaban, y las personas salĆ­an de las pĆ”ginas y hablaban con Elisa y sus hermanos; pero cuando volvĆ­a la hoja saltaban de nuevo al interior, para que no se produjesen confusiones en el texto. Cuando despertó, el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Elisa no podĆ­a verlo, pues los altos Ć”rboles formaban un techo de espesas ramas; pero los rayos jugueteaban allĆ” fuera como un ondeante velo de oro. El campo esparcĆ­a sus aromas, y las avecillas venĆ­an a posarse casi en sus hombros; oĆ­a el chapoteo del agua, pues fluĆ­an en aquellos alrededores muchas y caudalosas fuentes, que iban a desaguar en un lago de lĆ­mpido fondo arenoso. HabĆ­a, si, matorrales muy espesos, pero en un punto los ciervos habĆ­an hecho una ancha abertura, y por ella bajó Elisa al agua. Era Ć©sta tan cristalina, que, de no haber agitado el viento las ramas y matas, la muchacha habrĆ­a podido pensar que estaban pintadas en el suelo; tal era la claridad con que se reflejaba cada hoja, tanto las baƱadas por el sol como las que se hallaban en la sombra. Al ver su propio rostro tuvo un gran sobresalto, tan negro y feo era; pero en cuanto se hubo frotado los ojos y la frente con la mano mojada, volvió a brillar su blanquĆ­sima piel. Se desnudó y metióse en el agua pura; en el mundo entero no se habrĆ­a encontrado una princesa tan hermosa como ella. Vestida ya de nuevo y trenzado el largo cabello, se dirigió a la fuente borboteante, bebió del hueco de la mano y prosiguió su marcha por el bosque, a la ventura, sin saber adónde. Pensaba en sus hermanos y en Dios misericordioso, que seguramente no la abandonarĆ­a: El hacĆ­a crecer las manzanas silvestres para alimentar a los hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos Ć”rboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso del fruto. Comió de Ć©l, y, despuĆ©s de colocar apoyos para las ramas, adentróse en la parte mĆ”s oscura de la selva. Reinaba allĆ­ un silencio tan profundo, que la muchacha oĆ­a el rumor de sus propios pasos y el de las hojas secas, que se doblaban bajo sus pies. No se veĆ­a ni un pĆ”jaro: ni un rayo de sol se filtraba por entre las corpulentas y densas ramas de los Ć”rboles, cuyos altos troncos estaban tan cerca unos de otros, que, al mirar la doncella a lo alto, parecĆ­ale verse rodeada por un enrejado de vigas. Era una soledad como nunca habĆ­a conocido. La noche siguiente fue muy oscura; ni una diminuta luciĆ©rnaga brillaba en el musgo. Ella se echó, triste, a dormir, y entonces tuvo la impresión de que se apartaban las ramas extendidas encima de su cabeza y que Dios Nuestro SeƱor la miraba con ojos bondadosos, mientras unos angelitos le rodeaban y asomaban por entre sus brazos. Al despertarse por la maƱana, no sabĆ­a si habĆ­a soƱado o si todo aquello habĆ­a sido realidad. Anduvo unos pasos y se encontró con una vieja que llevaba bayas en una cesta. La mujer le dio unas cuantas, y Elisa le preguntó si por casualidad habĆ­a visto a los once prĆ­ncipes cabalgando por el bosque. – No -respondió la vieja-, pero ayer vi once cisnes, con coronas de oro en la cabeza, que iban rĆ­o abajo. Acompañó a Elisa un trecho, hasta una ladera a cuyo pie serpenteaba un riachuelo. Los Ć”rboles de sus orillas extendĆ­an sus largas y frondosas ramas al encuentro unas de otras, y allĆ­ donde no se alcanzaban por su crecimiento natural, las raĆ­ces salĆ­an al exterior y formaban un entretejido por encima del agua. Elisa dijo adiós a la vieja y siguió por la margen del rĆ­o, hasta el punto en que Ć©ste se vertĆ­a en el gran mar abierto. Frente a la doncella se extendĆ­a el soberbio ocĆ©ano, pero en Ć©l no se divisaba ni una vela, ni un bote. ĀæCómo seguir adelante? Consideró las innĆŗmeras piedrecitas de la playa, redondeadas y pulimentadas por el agua. Cristal, hierro, piedra, todo lo acumulado allĆ­ habĆ­a sido moldeado por el agua, a pesar de ser Ć©sta mucho mĆ”s blanda que su mano. Ā«La ola se mueve incesantemente y asĆ­ alisa las cosas duras; pues yo serĆ© tan incansable como ella. Gracias por vuestra lección, olas claras y saltarinas; algĆŗn dĆ­a, me lo dice el corazón, me llevarĆ©is al lado de mis hermanos queridosĀ». Entre las algas arrojadas por el mar a la playa yacĆ­an once blancas plumas de cisne, que la niƱa recogió, haciendo un haz con ellas. Estaban cuajadas de gotitas de agua, rocĆ­o o lĆ”grimas, ĀæquiĆ©n sabe?. Se hallaba sola en la orilla, pero no sentĆ­a la soledad, pues el mar cambiaba constantemente; en unas horas se transformaba mĆ”s veces que los lagos en todo un aƱo. Si avanzaba una gran nube negra, el mar parecĆ­a decir: «”Ved, quĆ© tenebroso puedo ponerme!Ā». Luego soplaba viento, y las olas volvĆ­an al exterior su parte blanca. Pero si las nubes eran de color rojo y los vientos dormĆ­an, el mar podĆ­a compararse con un pĆ©talo de rosa; era ya verde, ya blanco, aunque por mucha calma que en Ć©l reinara, en la orilla siempre se percibĆ­a un leve movimiento; el agua se levantaba dĆ©bilmente, como el pecho de un niƱo dormido. A la hora del ocaso, Elisa vio que se acercaban volando once cisnes salvajes coronados de oro; iban alineados, uno tras otro, formando una larga cinta blanca. Elisa remontó la ladera y se escondió detrĆ”s de un matorral; los cisnes se posaron muy cerca de ella, agitando las grandes alas blancas.

LOS VECINOS

Cualquiera habrĆ­a dicho que algo importante ocurrĆ­a en la balsa del pueblo, y, sin embargo, no pasaba nada. Todos los patos, tanto los que se mecĆ­an en el agua como los que se habĆ­an puesto de cabeza – pues saben hacerlo -, de pronto se pusieron a nadar precipitadamente hacia la orilla; en el suelo cenagoso quedaron bien visibles las huellas de sus pies y sus gritos podĆ­an oĆ­rse a gran distancia. El agua se agitó violentamente, y eso que unos momentos antes estaba tersa como un espejo, en el que se reflejaban uno por uno los Ć”rboles y arbustos de las cercanĆ­as y la vieja casa de campo con los agujeros de la fachada y el nido de golondrinas, pero muy especialmente el gran rosal cuajado de rosas, que bajaba desde el muro hasta muy adentro del agua. El conjunto parecĆ­a un cuadro puesto del revĆ©s. Pero en cuanto el agua se agitaba, todo se revolvĆ­a, y la pintura se esfumaba. Dos plumas que habĆ­an caĆ­do de los patos al desplegar las alas, se balanceaban sobre las olas, como si soplase el viento; y, sin embargo, no lo habĆ­a. Por fin quedaron inmóviles: el agua recuperó su primitiva tersura y volvió a reflejar claramente la fachada con el nido de golondrinas y el rosal con cada una de sus flores, que eran hermosĆ­simas, aunque ellas lo ignoraban porque nadie se lo habĆ­a dicho. El sol se filtraba por entre las delicadas y fragantes hojas; y cada rosa se sentĆ­a feliz, de modo parecido a lo que nos sucede a las personas cuando estamos sumidos en nuestros pensamientos.

  • Ā”QuĆ© bella es la vida! -decĆ­a cada una de las rosas-. Lo Ćŗnico que desearĆ­a es poder besar al sol, por ser tan cĆ”lido y tan claro.
  • Y tambiĆ©n quisiera besar las rosas de debajo del agua: Ā”se parecen tanto a nosotras! Y besarĆ­a tambiĆ©n a las dulces avecillas del nido, que asoman la cabeza piando levemente; no tienen aĆŗn plumas como sus padres. Son buenos los vecinos que tenemos, tanto los de arriba como los de abajo. Ā”QuĆ© hermosa es la vida!

Aquellos pajarillos de arriba y de abajo – los segundos no eran sino el reflejo de los primeros en el agua – eran gurriatos, hijos de gorriones; habĆ­an ocupado el nido abandonado por las golondrinas el aƱo anterior, y se encontraban en Ć©l como en su propia casa.

  • ĀæSon patitos los que allĆ­ nadan? -preguntaron los gurriatos al ver flotar en el agua las plumas de las palmĆ­pedas.
  • Ā”No preguntĆ©is tonterĆ­as! -replicó la madre-. ĀæNo veis que son plumas, prendas de vestir vivas como las que yo llevo y que vosotros llevarĆ©is tambiĆ©n, sólo que las nuestras son mĆ”s finas? Por lo demĆ”s, me gustarĆ­a tenerlas aquĆ­ en el nido, pues son muy calientes. Quisiera saber de quĆ© se espantaron los patos. HabrĆ” sucedido algo en el agua. Yo no he sido, aunque confieso que he piado un poco fuerte. Esas cabezotas de rosas deberĆ­an saberlo, pero no saben nada; mirarse en el espejo y despedir perfume, eso es cuanto saben hacer. Ā”QuĆ© vecinas tan aburridas!
  • Ā”Escuchad los pajarillos de arriba! -dijeron las rosas-, hacen ensayos de canto. No saben todavĆ­a, pero ya vendrĆ”. Ā”QuĆ© bonito debe ser saber cantar! Es delicioso tener vecinos tan alegres.

En aquel momento llegaron, galopando, dos caballos; venĆ­an a abrevar; un zagal montaba uno de ellos, despojado de todas sus prendas de vestir, excepto el sombrero, grande y de anchas alas. El mozo silbaba como si fuese un pajarillo, y se metió con su cabalgadura en la parte mĆ”s profunda de la balsa; al pasar junto al rosal cortó una de sus rosas, se la prendió en el sombrero, para ir bien adornado, y siguió adelante. Las otras rosas miraban a su hermana y se preguntaban mutuamente: – ĀæAdónde va? pero ninguna lo sabĆ­a.

  • A veces me gustarĆ­a salir a correr mundo -dijo una de las flores a sus compaƱeras-. Aunque tambiĆ©n es muy hermoso este rincón verde en que vivimos. Durante el dĆ­a brilla el sol y nos calienta, y por la noche, el cielo es aĆŗn mĆ”s bello; podemos verlo a travĆ©s de los agujeritos que tiene.

Se refería a las estrellas; pensaba que eran agujeros del cielo. ”No llegaba a mÔs la ciencia de las rosas!

  • Nosotros traemos vida y animación a estos parajes -dijo la gorriona-. Los nidos de golondrina son de buen agüero, dice la gente; por eso se alegran de tenernos. Pero aquel vecino, el gran rosal que se encarama por la pared, produce humedad. Espero que se marche pronto, y en su lugar crezca trigo. Las rosas sólo sirven de adorno y para perfumar el ambiente; a lo sumo, para sujetarlas al sombrero. Todos los aƱos se marchitan, lo sĆ© por mi madre. La campesina las conserva en sal, y entonces tienen un nombre francĆ©s que no sĆ© pronunciar, ni me importa; luego las esparce por la ventana cuando quiere que huela bien. Ā”Y Ć©sta es toda su vida! No sirven mĆ”s que para alegrar los ojos y el olfato. Ya lo sabĆ©is, pues.

Al anochecer, cuando los mosquitos empezaron a danzar en el aire tibio, y las nubes adquirieron sus tonalidades rojas, presentóse el ruiseñor y cantó a las rosas que en este mundo lo bello se parece a la luz del sol y vive eternamente. Pero las rosas creyeron que el ruiseñor cantaba sus propias loanzas, y cualquiera lo habría pensado también. No se les ocurrió que eran ellas el objeto de su canto; sin embargo, experimentaron un gran placer y se preguntaban si tal vez los gurriatos no se volverían a su vez ruiseñores.

  • He comprendido muy bien lo que cantó el pĆ”jaro -dijeron los gurriatos-. Sólo una palabra quisiera que me explicasen: ĀæquĆ© significa Ā«lo belloĀ»?
  • No es nada -respondió la madre-, es una simple apariencia. AllĆ” arriba, en la finca de los seƱores, donde las palomas tienen su casa propia y todos los dĆ­as se les reparten guisantes y grano – yo he comido tambiĆ©n con ellas, y algĆŗn dĆ­a vendrĆ©is vosotros: dime con quiĆ©n andas y te dirĆ© quiĆ©n eres -, pues en aquella finca tienen dos pĆ”jaros de cuello verde y un mechoncito de plumas en la cabeza. Pueden extender la cola como si fuese una gran rueda; tienen todos los colores, hasta el punto de que duelen los ojos de mirarlos. Se llaman pavos reales, y son la belleza. Sólo con que los desplumasen un poquitĆ­n, casi no se distinguirĆ­an de nosotros. Ā”Me entraban ganas de emprenderlas a picotazos con ellos, pero eran tan grandotes!.
  • Pues yo los voy a picotear -exclamó el benjamĆ­n de los gurriatos; el mocoso no tenĆ­a aĆŗn plumas.

En el cortijo vivĆ­a un joven matrimonio que se querĆ­a tiernamente; los dos eran laboriosos y despiertos, y su casa era un primor de bien cuidada. Los domingos por la maƱana salĆ­a la mujer, cortaba un ramo de las rosas mĆ”s bellas y las ponĆ­a en un florero, en el centro del armario. – Ā”Ahora me doy cuenta de que es domingo! decĆ­a el marido, besando a su esposa; y luego se sentaban y lean un salmo, cogidos de las manos, mientras el sol penetraba por las ventanas, iluminando las frescas rosas y a la enamorada pareja.

  • Ā”Este espectĆ”culo me aburre! -dijo la gorriona, que lo contemplaba desde su nido de enfrente; y echó a volar.

Lo mismo hizo una semana despuĆ©s, pues cada domingo ponĆ­an rosas frescas en el florero, y el rosal seguĆ­a floreciendo tan hermoso. Los gorrioncitos, que ya tenĆ­an plumas, hubieran querido lanzarse a volar con su madre, pero Ć©sta les dijo: – Ā”Quedaos aquĆ­! – y se estuvieron quietecitos. Ella se fue, pero, como suele ocurrir con harta frecuencia, de pronto quedó cogida en un lazo hecho de crines de caballo, que unos muchachos habĆ­an colocado en una rama. Las crines aprisionaron fuertemente la pata de la gorriona, tanto, que parecĆ­a que iban a partirla. Ā”QuĆ© dolor y quĆ© miedo! Los chicos cogieron el pĆ”jaro, oprimiĆ©ndole terriblemente: – Ā”Sólo es un gorrión! -dijeron; pero no lo soltaron, sino que se lo llevaron a casa, golpeĆ”ndolo en el pico cada vez que chillaba. En la casa habĆ­a un viejo entendido en el arte de fabricar jabón para la barba y para las manos, jabón en bolas y en pastillas. Era un viejo alegre y trotamundos; al ver el gorrión que traĆ­an los niƱos, del que, segĆŗn ellos, no sabĆ­an quĆ© hacer, preguntóles:

  • ĀæQuerĆ©is que lo pongamos guapo?

Un estremecimiento de terror recorrió el cuerpo de la gorriona al oĆ­r aquellas palabras. El viejo abrió su caja – que contenĆ­a colores bellĆ­simos -, tomó una buena porción de purpurina y, cascando un huevo que le proporcionaron los chiquillos, separó la clara y untó con ella todo el cuerpo del avecilla, espolvoreĆ”ndolo luego con el oro. Y de este modo quedó la gorriona dorada, aunque no pensaba en su belleza, pues se morĆ­a de miedo. DespuĆ©s, el jabonero arrancó un trapo rojo del forro de su vieja chaqueta, lo cortó en forma de cresta y lo pegó en la cabeza del pĆ”jaro.

  • Ā”Ahora verĆ©is volar el pĆ”jaro de oro! -dijo, soltando al animalito, el cual, presa de mortal terror, emprendió el vuelo por el espacio soleado. Ā”Dios mĆ­o, y cómo relucĆ­a! Todos los gorriones, y tambiĆ©n una corneja que no estaba ya en la primera edad, se asustaron al verlo, pero se lanzaron en su persecución, Ć”vidos de saber quiĆ©n era aquel pĆ”jaro desconocido.
  • ĀæDe dónde, de dónde? -gritaba la corneja.
  • Ā”Espera un poco, espera un poco! -decĆ­an los gorriones. Pero ella no estaba para aguardar; dominada por el miedo y la angustia, se dirigió en lĆ­nea recta hacia su casa. Poco le faltaba para desplomarse rendida, pero cada vez era mayor el nĆŗmero de sus perseguidores, grandes y chicos; algunos se disponĆ­an incluso a atacarla.
  • Ā”Fijaos en Ć©se, fijaos en Ć©se! -gritaban todos. – Ā”Fijaos en Ć©se, Fijaos en Ć©se! -gritaron tambiĆ©n sus crĆ­as cuando a madre llegó al nido-. Seguramente es un pavito, tiene todos los colores, y hace daƱo a los ojos, como dijo madre. Ā”Pip! Ā”Es la belleza! -. Y arremetieron contra ella a picotazos, impidiĆ©ndole posarse en el nido; y estaba la gorriona tan aterrorizada, que no fue capaz de decir Ā”pip!, y mucho menos, claro estĆ”, Ā”soy vuestra madre! Las otras aves la agredieron tambiĆ©n, le arrancaron todas las plumas, y la pobre cayó ensangrentada en medio del rosal.
  • Ā”Pobre animal! -dijeron las rosas-. Ā”Ven, te ocultaremos! Ā”Apoya la cabecita sobre nosotras! La gorriona extendió por Ćŗltima vez las alas, luego las oprimió contra el cuerpo y expiró en el seno de la familia vecina de las frescas y perfumadas rosas.
  • Ā”Pip! -decĆ­an los gurriatos en el nido -, no entiendo dónde puede estar nuestra madre. ĀæNo serĆ” una treta suya, para que nos despabilemos por nuestra cuenta y nos busquemos la comida? Nos ha dejado en herencia la casa, pero, ĀæquiĆ©n de nosotros se quedarĆ” con ella, cuando llegue la hora de constituir una familia?
  • Pues ya verĆ©is cómo os echo de aquĆ­, el dĆ­a en que amplĆ­e mi hogar con mujer e hijos – dijo el mĆ”s pequeƱo.
  • Ā”Yo tendrĆ© mujer e hijos antes que tĆŗ! -replicó el segundo.- Ā”Yo soy el mayor! -gritó un tercero. Todos empezaron a increparse, a propinarse aletazos y picotazos, y, Ā”paf!, uno tras otro fueron cayendo del nido; pero aĆŗn en el suelo seguĆ­an peleĆ”ndose. Con la cabeza de lado, guiƱaban el ojo dirigido hacia arriba: era su modo de manifestar su enfado.

Sabían ya volar un poquitín; luego se ejercitaron un poco mÔs y por último, convinieron en que, para reconocerse si alguna vez se encontraban por esos mundos de Dios, dirían tres veces ”pip! y rascarían otras tantas con el pie izquierdo.

LOS VESTIDOS NUEVOS DEL EMPERADOR

Hace de esto muchos aƱos, habĆ­a un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la mĆ”xima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. TenĆ­a un vestido distinto para cada hora del dĆ­a, y de la misma manera que se dice de un rey: Ā«EstĆ” en el ConsejoĀ», de nuestro hombre se decĆ­a: Ā«El Emperador estĆ” en el vestuarioĀ». La ciudad en que vivĆ­a el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los dĆ­as llegaban a ella muchĆ­simos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacĆ­an pasar por tejedores, asegurando que sabĆ­an tejer las mĆ”s maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosĆ­simos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseĆ­an la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estĆŗpida. – Ā”Deben ser vestidos magnĆ­ficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podrĆ­a averiguar quĆ© funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. PodrĆ­a distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pĆ­caros un buen adelanto en metĆ”lico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes. Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenĆ­an nada en la mĆ”quina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas mĆ”s finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguĆ­an haciendo como que trabajaban en los telares vacĆ­os hasta muy entrada la noche. Ā«Me gustarĆ­a saber si avanzan con la telaĀ»-, pensó el Emperador. Pero habla una cuestión que lo tenĆ­a un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estĆŗpido o inepto para su cargo no podrĆ­a ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sĆ­ mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, preferĆ­a enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta quĆ© punto su vecino era estĆŗpido o incapaz. Ā«EnviarĆ© a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el mĆ”s indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeƱe el cargo como Ć©lĀ». El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguĆ­an trabajando en los telares vacĆ­os. «”Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. Ā”Pero si no veo nada!Ā». Sin embargo, no soltó palabra. Los dos fulleros le rogaron que se acercase le preguntaron si no encontraba magnĆ­ficos el color y el dibujo. Le seƱalaban el telar vacĆ­o, y el pobre hombre seguĆ­a con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada habĆ­a. «”Dios santo! -pensó-. ĀæSerĆ© tonto acaso? JamĆ”s lo hubiera creĆ­do, y nadie tiene que saberlo. ĀæEs posible que sea inĆŗtil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la telaĀ».

  • ĀæQuĆ©? ĀæNo dice Vuecencia nada del tejido? preguntó uno de los tejedores.
  • Ā”Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a travĆ©s de los lentes-. Ā”QuĆ© dibujo y quĆ© colores! Desde luego, dirĆ© al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
  • Nos da una buena alegrĆ­a -respondieron los dos tejedores, dĆ”ndole los nombres de los colores y describiĆ©ndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y asĆ­ lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces mÔs dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a su bolsillo, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las mÔquinas vacías. Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

  • ĀæVerdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, seƱalando y explicando el precioso dibujo que no existĆ­a.

Ā«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. SerĆ­a muy fastidioso. Es preciso que nadie se dĆ© cuentaĀ». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veĆ­a, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo. – Ā”Es digno de admiración! -dijo al Emperador. Todos los moradores de la capital hablaban de la magnĆ­fica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pĆ­caros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

  • ĀæVerdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. FĆ­jese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos – y seƱalaban el telar vacĆ­o, creyendo que los demĆ”s veĆ­an la tela.

«”Cómo! -pensó el Emperador-. ”Yo no veo nada! ”Esto es terrible! ¿Seré tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

  • Ā”Oh, sĆ­, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacĆ­o; no querĆ­a confesar que no veĆ­a nada. Todos los componentes de su sĆ©quito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: – Ā”oh, quĆ© bonito! -, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela, en la procesión que debĆ­a celebrarse próximamente. – Ā”Es preciosa, elegantĆ­sima, estupenda! – corrĆ­a de boca en boca, y todo el mundo parecĆ­a extasiado con ella. El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bellacos para que se la prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al dĆ­a de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con diecisĆ©is lĆ”mparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: – Ā”Por fin, el vestido estĆ” listo! Llegó el Emperador en compaƱƭa de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

  • Esto son los pantalones. AhĆ­ estĆ” la casaca. – AquĆ­ tenĆ©is el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraƱa; uno creerĆ­a no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
  • Ā”SĆ­! – asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veĆ­an nada, pues nada habĆ­a.
  • ĀæQuiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestiros el nuevo delante del espejo?

Quitóse el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

  • Ā”Dios, y quĆ© bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. Ā”Vaya dibujo y vaya colores! Ā”Es un traje precioso! – El palio bajo el cual irĆ” Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle – anunció el maestro de Ceremonias.
  • Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ĀæVerdad que me sienta bien? – y volvióse una vez mĆ”s de cara al espejo, para que todos creyeran que veĆ­a el vestido.

Los ayudas de cÔmara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademÔn de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decían:

  • Ā”QuĆ© preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! Ā”QuĆ© Ā Ā  magnĆ­fica Ā Ā Ā Ā Ā Ā  cola! Ā Ā  Ā”QuĆ© hermoso es todo!-. Nadie permitĆ­a que los demĆ”s se diesen cuenta de que nada veĆ­a, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estĆŗpido. NingĆŗn traje del Monarca habĆ­a tenido tanto Ć©xito como aquĆ©l.

Ā”Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niƱo. – Ā”Dios bendito, escuchad la voz de la inocencia! – dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oĆ­do lo que acababa de decir el pequeƱo.

  • Ā”No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
  • Ā”Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenĆ­a razón; mas pensó: Ā«Hay que aguantar hasta el finĀ». Y siguió mĆ”s altivo que antes; y los ayudas de cĆ”mara continuaron sosteniendo la inexistente cola. Ā  Ā  LOS ZAPATOS ROJOS Ā  Ɖrase una vez una niƱa muy linda y delicada, pero tan pobre, que en verano andaba siempre descalza, y en invierno tenĆ­a que llevar unos grandes zuecos, por lo que los piececitos se le ponĆ­an tan encarnados, que daba lĆ”stima. En el centro del pueblo habitaba una anciana, viuda de un zapatero. TenĆ­a unas viejas tiras de paƱo colorado, y con ellas cosió, lo mejor que supo, un par de zapatillas. Eran bastante patosas, pero la mujer habĆ­a puesto en ellas toda su buena intención. SerĆ­an para la niƱa, que se llamaba Karen. Le dieron los zapatos rojos el mismo dĆ­a en que enterraron a su madre; aquel dĆ­a los estrenó. No eran zapatos de luto, cierto, pero no tenĆ­a otros, y calzada con ellos acompañó el humilde fĆ©retro. Acertó a pasar un gran coche, en el que iba una seƱora anciana. Al ver a la pequeƱuela, sintió compasión y dijo al seƱor cura:

  • Dadme la niƱa, yo la criarĆ©.

Karen creyó que todo aquello era efecto de los zapatos colorados, pero la dama dijo que eran horribles y los tiró al fuego. La niña recibió vestidos nuevos y aprendió a leer y a coser. La gente decía que era linda; sólo el espejo decía:

  • Eres mĆ”s que linda, eres hermosa.

Un día la Reina hizo un viaje por el país, acompañada de su hijita, que era una princesa. La gente afluyó al palacio, y Karen también. La princesita salió al balcón para que todos pudieran verla. Estaba preciosa, con un vestido blanco, pero nada de cola ni de corona de oro. En cambio, llevaba unos magníficos zapatos rojos, de tafilete, mucho mÔs hermosos, desde luego, que los que la viuda del zapatero había confeccionado para Karen. No hay en el mundo cosa que pueda compararse a unos zapatos rojos. Llegó la niña a la edad en que debía recibir la confirmación; le hicieron vestidos nuevos, y también habían de comprarle nuevos zapatos. El mejor zapatero de la ciudad tomó la medida de su lindo pie; en la tienda había grandes vitrinas con zapatos y botas preciosos y relucientes. Todos eran hermosísimos, pero la anciana señora, que apenas veía, no encontraba ningún placer en la elección. Había entre ellos un par de zapatos rojos, exactamente iguales a los de la princesa: ”qué preciosos! AdemÔs, el zapatero dijo que los había confeccionado para la hija de un conde, pero luego no se habían adaptado a su pie.

  • ĀæSon de charol, no? -preguntó la seƱora-. Ā”Cómo brillan!
  • ĀæVerdad que brillan? – dijo Karen; y como le sentaban bien, se los compraron; pero la anciana ignoraba que fuesen rojos, pues de haberlo sabido jamĆ”s habrĆ­a permitido que la niƱa fuese a la confirmación con zapatos colorados. Pero fue.

Todo el mundo le miraba los pies, y cuando, despuĆ©s de avanzar por la iglesia, llegó a la puerta del coro, le pareció como si hasta las antiguas estatuas de las sepulturas, las imĆ”genes de los monjes y las religiosas, con sus cuellos tiesos y sus largos ropajes negros, clavaran los ojos en sus zapatos rojos; y sólo en ellos estuvo la niƱa pensando mientras el obispo, poniĆ©ndole la mano sobre la cabeza, le habló del santo bautismo, de su alianza con Dios y de que desde aquel momento debĆ­a ser una cristiana consciente. El órgano tocó solemnemente, resonaron las voces melodiosas de los niƱos, y cantó tambiĆ©n el viejo maestro; pero Karen sólo pensaba en sus magnĆ­ficos zapatos. Por la tarde se enteró la anciana seƱora -alguien se lo dijo- de que los zapatos eran colorados, y declaró que aquello era feo y contrario a la modestia; y dispuso que, en adelante, Karen deberĆ­a llevar zapatos negros para ir a la iglesia, aunque fueran viejos. El siguiente domingo era de comunión. Karen miró sus zapatos negros, luego contempló los rojos, volvió a contemplarlos y, al fin, se los puso. Brillaba un sol magnĆ­fico. Karen y la seƱora anciana avanzaban por la acera del mercado de granos; habĆ­a un poco de polvo. En la puerta de la iglesia se habĆ­a apostado un viejo soldado con una muleta y una larguĆ­sima barba, mĆ”s roja que blanca, mejor dicho, roja del todo. Se inclinó hasta el suelo y preguntó a la dama si querĆ­a que le limpiase los zapatos. Karen presentó tambiĆ©n su piececito. – Ā”Caramba, quĆ© preciosos zapatos de baile! exclamó el hombre-. Ajustad bien cuando bailĆ©is – y con la mano dio un golpe a la suela. La dama entregó una limosna al soldado y penetró en la iglesia con Karen. Todos los fieles miraban los zapatos rojos de la niƱa, y las imĆ”genes tambiĆ©n; y cuando ella, arrodillada ante el altar, llevó a sus labios el cĆ”liz de oro, estaba pensando en sus zapatos colorados y le pareció como si nadaran en el cĆ”liz; y se olvidó de cantar el salmo y de rezar el padrenuestro. Salieron los fieles de la iglesia, y la seƱora subió a su coche. Karen levantó el pie para subir a su vez, y el viejo soldado, que estaba junto al carruaje, exclamó: – Ā”Vaya preciosos zapatos de baile! -. Y la niƱa no pudo resistir la tentación de marcar unos pasos de danza; y he aquĆ­ que no bien hubo empezado, sus piernas siguieron bailando por sĆ­ solas, como si los zapatos hubiesen adquirido algĆŗn poder sobre ellos. Bailando se fue hasta la esquina de la iglesia, sin ser capaz de evitarlo; el cochero tuvo que correr tras ella y llevarla en brazos al coche; pero los pies seguĆ­an bailando y pisaron fuertemente a la buena anciana. Por fin la niƱa se pudo descalzar, y las piernas se quedaron quietas. Al llegar a casa los zapatos fueron guardados en un armario; pero Karen no podĆ­a resistir la tentación de contemplarlos. Enfermó la seƱora, y dijeron que ya no se curarĆ­a. Hubo que atenderla y cuidarla, y nadie estaba mĆ”s obligado a hacerlo que Karen. Pero en la ciudad daban un gran baile, y la muchacha habĆ­a sido invitada. Miró a la seƱora, que estaba enferma de muerte, miró los zapatos rojos, se dijo que no cometĆ­a ningĆŗn pecado. Se los calzó – ĀæquĆ© habĆ­a en ello de malo? – y luego se fue al baile y se puso a bailar. Pero cuando querĆ­a ir hacia la derecha, los zapatos la llevaban hacia la izquierda; y si querĆ­a dirigirse sala arriba, la obligaban a hacerlo sala abajo; y asĆ­ se vio forzada a bajar las escaleras, seguir la calle y salir por la puerta de la ciudad, danzando sin reposo; y, sin poder detenerse, llegó al oscuro bosque. Vio brillar una luz entre los Ć”rboles y pensó que era la luna, pues parecĆ­a una cara; pero resultó ser el viejo soldado de la barba roja, que haciĆ©ndole un signo con la cabeza, le dijo: – Ā”Vaya hermosos zapatos de baile! Se asustó la muchacha y trató de quitarse los zapatos para tirarlos; pero estaban ajustadĆ­simos, y, aun cuando consiguió arrancarse las medias, los zapatos no salieron; estaban soldados a los pies. Y hubo de seguir bailando por campos y prados, bajo la lluvia y al sol, de noche y de dĆ­a. Ā”De noche, especialmente, era horrible! Ā  Ā  Ā  Ā”NO ERA BUENA PARA NADA! Ā  El alcalde estaba de pie ante la ventana abierta; lucĆ­a camisa de puƱos planchados y un alfiler en la pechera, y estaba reciĆ©n afeitado. Lo habĆ­a hecho con su propia mano, y se habĆ­a producido una pequeƱa herida; pero la habĆ­a tapado con un trocito de papel de periódico.

  • Ā”Oye, chaval! – gritó.

El chaval era el hijo de la lavandera; pasaba por allí y se quitó respetuosamente la gorra, cuya visera estaba doblada de modo que pudiese guardarse en el bolsillo. El niño, pobremente vestido pero con prendas limpias y cuidadosamente remendadas, se detuvo reverente, cual si se encontrase ante el Rey en persona.

  • Eres un buen muchacho – dijo el alcalde -, y muy bien educado. Tu madre debe de estar lavando ropa en el rĆ­o. Y tĆŗ irĆ”s a llevarle eso que traes en el bolsillo, Āæno? Mal asunto, ese de tu madre. ĀæCuĆ”nto le llevas?
  • Medio cuartillo – contestó el niƱo a media voz, en tono asustado.
  • ĀæY esta maƱana se bebió otro tanto? – prosiguió el hombre.
  • No, fue ayer – corrigió el pequeƱo.
  • Dos cuartos hacen un medio. No vale para nada. Es triste la condición de esa gente. Dile a tu madre que debiera avergonzarse. Y tĆŗ procura no ser un borracho, aunque mucho me temo que tambiĆ©n lo serĆ”s. Ā”Pobre chiquillo! Anda, vete.

El niƱo siguió su camino, guardando la gorra en la mano, por lo que el viento le agitaba el rubio cabello y se lo levantaba en largos mechones. Torció al llegar al extremo de la calle, y por un callejón bajó al rĆ­o, donde su madre, de pies en el agua junto a la banqueta, golpeaba la pesada ropa con la pala. El agua bajaba en impetuosa corriente – pues habĆ­an abierto las esclusas del molino, – arrastrando las sĆ”banas con tanta fuerza, que amenazaba llevarse banqueta y todo. A duras penas podĆ­a contenerla la mujer.

  • Ā”Por poco se me lleva a mĆ­ y todo! – dijo -. Gracias a que has venido, pues necesito reforzarme un poquitĆ­n. El agua estĆ” frĆ­a, y llevo ya seis horas aquĆ­. ĀæMe traes algo?

El muchacho sacó la botella, y su madre, aplicÔndosela a la boca, bebió un trago.

  • Ā”Ah, quĆ© bien sienta! Ā”QuĆ© calorcito da! Es lo mismo que tomar un plato de comida caliente, y sale mĆ”s barato. Ā”Bebe, pequeƱo! EstĆ”s pĆ”lido, debes de tener frĆ­o con estas ropas tan delgadas; estamos ya en otoƱo. Ā”Uf, quĆ© frĆ­a estĆ” el agua! Ā”Con tal que no caiga yo enferma! Pero no serĆ”. Dame otro trago, y bebe tĆŗ tambiĆ©n, pero un sorbito solamente; no debes acostumbrarte, pobre hijito mĆ­o.

Y subió a la pasarela sobre la que estaba el pequeño y pasó a la orilla; el agua le manaba de la estera de junco que, para protegerse, llevaba atada alrededor del cuerpo, y le goteaba también de la falda.

  • Trabajo tanto, que la sangre casi me sale por las uƱas; pero no importa, con tal que pueda criarte bien y hacer de ti un hombre honrado, hijo mĆ­o.

En aquel momento se acercó otra mujer de mÔs edad, pobre también, a juzgar por su porte y sus ropas. Cojeaba de una pierna, y una enorme greña postiza le colgaba encima de un ojo, con objeto de taparlo, pero sólo conseguía hacer mÔs visible que era tuerta. Era amiga de la lavandera, y los vecinos la llamaban «la coja del rizo».

  • Pobre, Ā”cómo te fatigas, metida en esta agua tan frĆ­a! Necesitas tomar algo para entrar en calor; Ā”y aĆŗn te reprochan que bebas unas gotas! -. Y le contó el discurso que el alcalde habĆ­a dirigido a su hijo. La coja lo habĆ­a oĆ­do, indignada de que al niƱo se le hablase asĆ­ de su madre, censurĆ”ndola por los traguitos que tomaba, cuando Ć©l se daba grandes banquetazos en el que el vino se iba por botellas enteras.
  • Sirven vinos finos y fuertes – dijo -, y muchos beben mĆ”s de lo que la sed les pide. Pero a eso no lo llaman beber. Ellos son gente de condición, y tĆŗ no vales para nada.
  • Ā”Conque esto te dijo, hijo mĆ­o! – balbuceó la mujer con labios temblorosos -. Ā”Que tienes una madre que no vale nada! Tal vez tenga razón, pero no debió decĆ­rselo a la criatura. Ā”Con lo que tuve que aguantar, en casa del alcalde!
  • Serviste en ella, Āæverdad? cuando aĆŗn vivĆ­an sus padres; muchos aƱos han pasado desde entonces. Muchas fanegas de sal han consumido, y les habrĆ” dado mucha sed – y la coja soltó una risa amarga -. Hoy se da un gran convite en casa del alcalde; en realidad debieran haberlo suspendido, pero ya era tarde, y la comida estaba preparada. Hace una hora llegó una carta notificando que el mĆ”s joven de los hermanos acaba de morir en Copenhague. Lo sĆ© por el criado.
  • Ā”Ha muerto! – exclamó la lavandera, palideciendo.
  • SĆ­ – respondió la otra -. ĀæTan a pecho te lo tomas? Claro, lo conociste, pues servĆ­as en la casa.
  • Ā”Ha muerto! Era el mejor de los hombres. No van a Dios muchos como Ć©l – y las lĆ”grimas le rodaban por las mejillas -. Ā”Dios mĆ­o! Me da vueltas la cabeza. Debe ser que me he bebido la botella, y es demasiado para mĆ­. Ā”Me siento tan mal! – y se agarró a un vallado para no caerse. – Ā”Santo Dios, estĆ”s enferma, mujer! – dijo la coja -. Pero tal vez se te pase. Ā”No, de verdad estĆ”s enferma! Lo mejor serĆ” que te acompaƱe a casa.
  • Pero, Āæy la ropa?
  • DĆ©jala de mi cuenta. Cógete a mi brazo. El pequeƱo se quedarĆ” a guardar la ropa; luego yo volverĆ© a terminar el trabajo; ya quedan pocas piezas.

La lavandera apenas podĆ­a sostenerse.

  • Estuve demasiado tiempo en el agua frĆ­a. Desde la madrugada no habĆ­a tomado nada, ni seco ni mojado. Tengo fiebre. Ā”Oh, JesĆŗs mĆ­o, ayĆŗdame a llegar a casa! Ā”Mi pobre hijito! – exclamó, prorrumpiendo a llorar.

Al niño se le saltaron también las lÔgrimas, y se quedó solo junto a la ropa mojada. Las dos mujeres se alejaron lentamente, la lavandera con paso inseguro. Remontaron el callejón, doblaron la esquina y, cuando pasaban por delante de la casa del alcalde, la enferma se desplomó en el suelo. Acudió gente. La coja entró en la casa a pedir auxilio, y el alcalde y los invitados se asomaron a la ventana.

  • Ā”Otra vez la lavandera! – dijo -. HabrĆ” bebido mĆ”s de la cuenta; no vale para nada. LĆ”stima por el chiquillo. Yo le tengo simpatĆ­a al pequeƱo; pero la madre no vale nada.

Reanimaron a la mujer y la llevaron a su mĆ­sera vivienda, donde la acostaron enseguida. Su amiga corrió a prepararle una taza de cerveza caliente con mantequilla y azĆŗcar; segĆŗn ella, no habĆ­a medicina como Ć©sta. Luego se fue al lavadero, acabó de lavar la ropa, bastante mal por cierto, – pero hay que aceptar la buena voluntad – y, sin escurrirla, la guardó en el cesto. Al anochecer se hallaba nuevamente a la cabecera de la enferma. En la cocina de la alcaldĆ­a le habĆ­an dado unas patatas asadas y una buena lonja de jamón, con lo que cenaron opĆ­paramente el niƱo y la coja; la enferma se dio por satisfecha con el olor, y lo encontró muy nutritivo. Acostóse el niƱo en la misma cama de su madre, atravesado en los pies y abrigado con una vieja alfombra toda zurcida y remendada con tiras rojas y azules. La lavandera se encontraba un tanto mejorada; la cerveza caliente la habĆ­a fortalecido, y el olor de la sabrosa cena le habĆ­a hecho bien.

  • Ā”Gracias, buen alma! – dijo a la coja -. Te lo contarĆ© todo cuando el pequeƱo duerma. Creo que estĆ” ya dormido. Ā”QuĆ© hermoso y dulce estĆ” con los ojos cerrados! No sabe lo que sufre su madre. Ā”Quiera Dios Nuestro SeƱor que no haya de pasar nunca por estos trances! Cuando yo servĆ­a en casa del padre del alcalde, que era Consejero, regresó el mĆ”s joven de los hijos, que entonces era estudiante. Yo era joven, alborotada y fogosa pero honrada, eso sĆ­ que puedo afirmarlo ante Dios – dijo la lavandera -. El mozo era alegre y animado, y muy bien parecido. Hasta la Ćŗltima gota de su sangre era honesta y buena. JamĆ”s dio la tierra un hombre mejor. Era hijo de la casa, y yo sólo una criada, pero nos prometimos fidelidad, siempre dentro de la honradez. Un beso no es pecado cuando dos se quieren de verdad. Ɖl lo confesó a su madre; para Ć©l representaba a Dios en la Tierra, y la seƱora era tan inteligente, tan tierna y amorosa. Antes de marcharse me puso en el dedo su anillo de oro. Cuando hubo partido, la seƱora me llamó a su cuarto. Me habló con seriedad, y no obstante con dulzura, como sólo el bondadoso Dios hubiera podido hacerlo, y me hizo ver la distancia que mediaba entre su hijo y yo, en inteligencia y educación. Ā«Ahora Ć©l sólo ve lo bonita que eres, pero la hermosura se desvanece. TĆŗ no has sido educada como Ć©l; no sois iguales en la inteligencia, y ahĆ­ estĆ” el obstĆ”culo. Yo respeto a los pobres – prosiguió -; ante Dios muchos de ellos ocuparĆ”n un lugar superior al de los ricos, pero aquĆ­ en la Tierra no hay que desviarse del camino, si se quiere avanzar; de otro modo, volcarĆ” el coche, y los dos serĆ©is vĆ­ctimas de vuestro desatino. SĆ© que un buen hombre, un artesano, se interesa por ti; es el guantero Erich. Es viudo, no tiene hijos y se gana bien la vida. Piensa bien en estoĀ». Cada una de sus palabras fue para mĆ­ una cuchillada en el corazón, pero la seƱora estaba en lo cierto, y esto me obligó a ceder. Le besĆ© la mano llorando amargas lĆ”grimas, y llorĆ© aĆŗn mucho mĆ”s cuando, encerrĆ”ndome en mi cuarto, me echĆ© sobre la cama. Fue una noche dolorosa; sólo Dios sabe lo que sufrĆ­ y luchĆ©. Al siguiente domingo acudĆ­ a la Sagrada Misa a pedir a Dios paz y luz para mi corazón. Y como si Ɖl lo hubiera dispuesto, al salir de la iglesia me encontrĆ© con Erich, el guantero. Yo no dudaba ya; Ć©ramos de la misma clase y condición, y Ć©l gozaba incluso de una posición desahogada. Por eso fui a su encuentro y cogiĆ©ndole la mano, le dije: «¿Piensas todavĆ­a en mĆ­?Ā». Ā«SĆ­, y mis pensamientos serĆ”n siempre para ti solaĀ», me respondió. «¿EstĆ”s dispuesto a casarte con una muchacha que te estima y respeta, aunque no te ame? Pero quizĆ”s el amor venga mĆ”s tardeĀ». «”VendrĆ”!Ā», dijo Ć©l, y nos dimos las manos. Me volvĆ­ yo a la casa de mi seƱora; llevaba pendiente del cuello, sobre el corazón, el anillo de oro que me habĆ­a dado su hijo; de dĆ­a no podĆ­a ponĆ©rmelo en el dedo, pero lo hice a la noche al acostarme, besĆ”ndolo tan fuertemente que la sangre me salió de los labios. DespuĆ©s lo entreguĆ© a la seƱora, comunicĆ”ndole que la próxima semana el guantero pedirla mi mano. La seƱora me estrechó entre sus brazos y me besó; no dijo que no valĆ­a para nada, aunque reconozco que entonces yo era mejor que ahora; pero Ā”sabĆ­a tan poco del mundo y de sus infortunios! Nos casamos por la Candelaria, y el primer aƱo lo pasamos bien; tuvimos un criado y una criada; tĆŗ serviste entonces en casa.
  • Ā”Oh, y quĆ© buen ama fuiste entonces para mĆ­! – exclamó la coja -. Nunca olvidarĆ© lo bondadosos que fuisteis tĆŗ y tu marido. – Eran buenos tiempos aquellos… No tuvimos hijos por entonces. Al estudiante, no volvĆ­ a verlo jamĆ”s. O, mejor dicho, sĆ­, lo vi una vez, pero no Ć©l a mĆ­. Vino al entierro de su madre. Lo vi junto a su tumba, blanco como yeso y muy triste, pero era por su madre. Cuando, mĆ”s adelante, su padre murió, Ć©l estaba en el extranjero; no vino ni ha vuelto jamĆ”s a su ciudad natal. Nunca se casó, lo sĆ© de cierto. Era abogado. De mĆ­ no se acordaba ya, y si me hubiese visto, difĆ­cilmente me habrĆ­a reconocido. Ā”Me he vuelto tan fea! Y es asĆ­ como debe ser.

Luego le contó los días difíciles de prueba, en que se sucedieron las desgracias. Poseían quinientos florines, y en la calle había una casa en venta por doscientos, pero sólo sería rentable derribÔndola y construyendo una nueva. La compraron, y el presupuesto de los albañiles y carpinteros elevóse a mil veinte florines. Erich tenía crédito; le prestaron el dinero en Copenhague, pero el barco que lo traía naufragó, perdiéndose aquella suma en el naufragio.

  • Fue entonces cuando nació este hijo mĆ­o, que ahora duerme aquĆ­. A su padre le acometió una grave y larga enfermedad; durante nueve meses, tuve yo que vestirlo y desnudarlo. Las cosas marchaban cada vez peor; aumentaban las deudas, perdimos lo que nos quedaba, y mi marido murió. Yo me he matado trabajando, he luchado y sufrido por este hijo, he fregado escaleras y lavado ropa, basta o fina, pero Dios ha querido que llevase esta cruz. Ɖl me redimirĆ” y cuidarĆ” del pequeƱo.

Y se quedó dormida. A la mañana sintióse mÔs fuerte; pensó que podría reanudar el trabajo. Estaba de nuevo con los pies en el agua fría, cuando de repente le cogió un desmayo. Alargó convulsivamente la mano, dio un paso hacia la orilla y cayó, quedando con la cabeza en la orilla y los pies en el agua. La corriente se llevó los zuecos que calzaba con un manojo de paja en cada uno. Allí la encontró la coja del rizo cuando fue a traerle un poco de café. Entretanto, el alcalde le había enviado recado a su casa para que acudiese a verlo cuanto antes, pues tenía algo que comunicarle. Pero llegó demasiado tarde. Fue un barbero para sangrarla, pero la mujer había muerto.

  • Ā”Se ha matado de una borrachera! – dijo el alcalde.

La carta que daba cuenta del fallecimiento del hermano contenƭa tambiƩn copia del testamento, en el cual se legaban seiscientos florines a la viuda del guantero, que en otro tiempo sirviera en la casa de sus padres. Aquel dinero deberƭa pagarse, contante y sonante, a la legataria o a su hijo.

  • Algo hubo entre ellos – dijo el alcalde -. Menos mal que se ha marchado; toda la cantidad serĆ” para el hijo; lo confiarĆ© a personas honradas, para que hagan de Ć©l un artesano bueno y capaz.

Dios dio su bendición a aquellas palabras. El alcalde llamó al niño a su presencia, le prometió cuidar de él, y le dijo que era mejor que su madre hubiese muerto, pues no valía para nada. Condujeron     el         cuerpo             al         cementerio,     al cementerio de los pobres; la coja plantó un pequeño rosal sobre la tumba, mientras el muchachito permanecía de pie a su lado.

  • Ā”Madre mĆ­a! – dijo, deshecho en lĆ”grimas -. ĀæEs verdad que no valĆ­a para nada?
  • Ā”Oh, sĆ­, valĆ­a! – exclamó la vieja, levantando los ojos al cielo.
  • Hace muchos aƱos que yo lo sabĆ­a, pero especialmente desde la noche Ćŗltima. Te digo que sĆ­ valĆ­a, y que lo mismo dirĆ” Dios en el cielo. Ā”No importa que el mundo siga afirmando que no valĆ­a para nada!.

PEGAOJOS   En todo el mundo no hay quien sepa tantos cuentos como Pegaojos. ”Señor, los que sabe! Al anochecer, cuando los niños estÔn aún sentados a la mesa o en su escabel, viene un duende llamado Pegaojos; sube la escalera quedito, quedito, pues va descalzo, sólo en calcetines; abre las puertas sin hacer ruido y, ”chitón!, vierte en los ojos de los pequeñuelos leche dulce, con cuidado, con cuidado, pero siempre bastante para que no puedan tener los ojos abiertos y, por tanto, verlo. Se desliza por detrÔs, les sopla levemente en la nuca y los hace quedar dormidos. Pero no les duele, pues Pegaojos es amigo de los niños; sólo quiere que se estén quietecitos, y para ello lo mejor es aguardar a que estén acostados. Deben estarse quietos y callados, para que él pueda contarles sus cuentos. Cuando ya los niños estÔn dormidos, Pegaojos se sienta en la cama. Va bien vestido; lleva un traje de seda, pero es imposible decir de qué color, pues tiene destellos verdes, rojos y azules, según como se vuelva. Y lleva dos paraguas, uno debajo de cada brazo. Uno de estos paraguas estÔ bordado con bellas imÔgenes, y lo abre sobre los niños buenos; entonces ellos durante toda la noche sueñan los cuentos mÔs deliciosos; el otro no tiene estampas, y lo despliega sobre los niños traviesos,           los       cuales se        duermen          como marmotas y por la mañana se despiertan sin haber tenido ningún sueño. Ahora veremos cómo Pegaojos visitó, todas las noches de una semana, a un muchachito que se llamaba Federico, para contarle sus cuentos. Son siete, pues siete son los días de la semana.     Lunes   * Atiende -dijo Pegaojos, cuando ya Federico estuvo acostado-, verÔs cómo arreglo todo esto. Y todas las flores de las macetas se convirtieron en altos Ôrboles, que extendieron las largas ramas por debajo del techo y por las paredes, de modo que toda la habitación parecía una maravillosa glorieta de follaje; las ramas estaban cuajadas de flores, y cada flor era mÔs bella que una rosa y exhalaba un aroma delicioso; y si te daba por comerla, sabía mÔs dulce que mermelada. Había frutas que relucían como oro, y no faltaban   pasteles           llenos de        pasas. ”Un espectÔculo inolvidable! Pero al mismo tiempo salían unas lamentaciones terribles del cajón de la mesa, que guardaba los libros escolares de Federico.

  • ĀæQuĆ© pasa ahĆ­? -inquirió Pegaojos, y, dirigiĆ©ndose a la mesa, abrió el cajón. Algo se agitaba en la pizarra, rascando y chirriando: era una cifra equivocada que se habĆ­a deslizado en la operación de aritmĆ©tica, y todo andaba revuelto, que no parecĆ­a sino que la pizarra iba a hacerse pedazos. El pizarrĆ­n todo era saltar y brincar atado a la cinta, como si fuese un perrillo ansioso de corregir la falta; mas no lo lograba. Pero lo peor era el cuaderno de escritura. Ā”QuĆ© de lamentos y quejas! PartĆ­an el alma. De arriba abajo, en cada pĆ”gina, se sucedĆ­an las letras mayĆŗsculas, cada una con una minĆŗscula al lado; servĆ­an de modelo, y a continuación venĆ­an unos garabatos que pretendĆ­an parecĆ©rseles y eran obra de Federico; estaban como caĆ­das sobre las lĆ­neas que debĆ­an servirles para tenerse en pie.
  • Mirad, os tenĆ©is que poner asĆ­ -decĆ­a la muestra-. ĀæVeis? AsĆ­, inclinadas, con un trazo vigoroso.
  • Ā”Ay! Ā”quĆ© mĆ”s quisiĆ©ramos nosotras! gimoteaban las letras de Federico-. Pero no podemos; Ā”somos tan raquĆ­ticas!
  • Entonces os voy a dar un poco de aceite de hĆ­gado de bacalao -dijo Pegaojos.
  • Ā”Oh, no! -exclamaron las letras, y se enderezaron que era un primor.- Pues ahora no hay cuento -dijo el duende-. Ejercicio es lo que conviene a esas mocosuelas. Ā”Un, dos, un, dos! . Y siguió ejercitando a las letras, hasta que estuvieron esbeltas y perfectas como la propia muestra. Mas por la maƱana, cuando Pegaojos se hubo marchado, Federico las miró y vio que seguĆ­an tan raquĆ­ticas como la vĆ­spera.

Martes Ā  No bien estuvo Federico en la cama, Pegaojos, con su jeringa encarnada, roció los muebles de la habitación, y enseguida se pusieron a charlar todos a la vez, cada uno hablando de sĆ­ mismo. Sólo callaba la escupidera, que, muda en su rincón se indignaba al ver la vanidad de los otros, que no sabĆ­an pensar ni hablar mĆ”s que de sus propias personas, sin ninguna consideración a ella, que se estaba tan modesta en su esquina, dejando que todo el mundo le escupiera. Encima de la cómoda colgaba un gran cuadro en un marco dorado; representaba un paisaje, y en Ć©l se veĆ­an viejos y corpulentos Ć”rboles, y flores entre la hierba, y un gran rĆ­o que fluĆ­a por el bosque, pasando ante muchos castillos para verterse, finalmente, en el mar encrespado. Pegaojos tocó el cuadro con su jeringa mĆ”gica, y los pĆ”jaros empezaron a cantar; las ramas, a moverse, y las nubes, a desfilar, segĆŗn podĆ­a verse por las sombras que proyectaban sobre el paisaje. Entonces Pegaojos levantó a Federico hasta el nivel del marco y lo puso de pie sobre el cuadro, entre la alta hierba; y el sol le llegaba por entre el ramaje de los Ć”rboles. Echó a correr hacia el rĆ­o y subió a una barquita; estaba pintada de blanco y encarnado, la vela brillaba como plata, y seis cisnes, todos con coronas de oro en torno al cuello y una radiante estrella azul en la cabeza, arrastraban la embarcación a lo largo de la verde selva; los Ć”rboles hablaban de bandidos y brujas, y las flores, de los lindos silfos enanos y de lo que les habĆ­an contado las mariposas. Peces magnĆ­ficos, de escamas de oro y plata, nadaban junto al bote, saltando de vez en cuando fuera del agua con un fuerte chapoteo, mientras innĆŗmeras aves rojas y azules, grandes y chicas, lo seguĆ­an volando en largas filas, y los mosquitos danzaban, y los abejorros no paraban de zumbar: «”Bum, bum!Ā». Todos querĆ­an seguir a Federico, y todos tenĆ­an una historia que contarle. Ā”Vaya excursioncita! Tan pronto el bosque era espeso y oscuro, como se abrĆ­a en un maravilloso jardĆ­n, baƱado de sol y cuajado de flores. HabĆ­a vastos palacios de cristal y mĆ”rmol con princesas en sus terrazas, y todas eran niƱas a quienes Federico conocĆ­a y con las cuales habĆ­a jugado. Todas le alargaban la mano y le ofrecĆ­an pastelillos de mazapĆ”n, mucho mejores que los que vendĆ­a la mujer de los pasteles. Federico agarraba el dulce por un extremo, pero la princesa no lo soltaba del otro, y asĆ­, al avanzar la barquita se quedaban cada uno con una parte: ella, la mĆ”s pequeƱa; Federico, la mayor. Y en cada palacio habĆ­a prĆ­ncipes de centinela que, sables al hombro, repartĆ­an pasas y soldaditos de plomo. Ā”Bien se veĆ­a que eran prĆ­ncipes de veras! El barquito navegaba ora por entre el bosque, ora a travĆ©s de espaciosos salones o por el centro de una ciudad; y pasó tambiĆ©n por la ciudad de su nodriza, la que lo habĆ­a llevado en brazos cuando Ć©l era muy pequeƱƭn y lo habĆ­a querido tanto; y he aquĆ­ que la buena mujer le hizo seƱas con la cabeza y le cantó aquella bonita canción que habĆ­a compuesto y enviado a Federico: Ā”CuĆ”nto te recuerdo, mi niƱo querido,Ā  Mi dulce Federico, jamĆ”s te olvido! BesĆ© mil veces tu boquita sonriente,Ā  Tus pĆ”rpados suaves y tu blanca frente. OĆ­ de tus labios la palabra primeraĀ  Y hube de separarme de tu vera. Ā”BendĆ­gate Dios en toda ocasión, Ɓngel que llevĆ© contra mi corazón! Y todas las avecillas le hacĆ­an coro, y las flores bailaban sobre sus peciolos, y los viejos Ć”rboles inclinaban, complacidos, las copas, como si tambiĆ©n a ellos les contase historias Pegaojos. Ā  Ā  PULGARCITA Ā  Ɖrase una mujer que anhelaba tener un niƱo, pero no sabĆ­a dónde irlo a buscar. Al fin se decidió a acudir a una vieja bruja y le dijo:

  • Me gustarĆ­a mucho tener un niƱo; dime cómo lo he de hacer.
  • SĆ­, serĆ” muy fĆ”cil -respondió la bruja-. AhĆ­ tienes un grano de cebada; no es como la que crece en el campo del labriego, ni la que comen los pollos. PlĆ”ntalo en una maceta y verĆ”s maravillas.
  • Muchas gracias -dijo la mujer; dio doce sueldos a la vieja y se volvió a casa; sembró el grano de cebada, y brotó enseguida una flor grande y esplĆ©ndida, parecida a un tulipĆ”n, sólo que tenĆ­a los pĆ©talos apretadamente cerrados, cual si fuese todavĆ­a un capullo.
  • Ā”QuĆ© flor tan bonita! -exclamó la mujer, y besó aquellos pĆ©talos rojos y amarillos; y en el mismo momento en que los tocaron sus labios, abrióse la flor con un chasquido. Era en efecto, un tulipĆ”n, a juzgar por su aspecto, pero en el centro del cĆ”liz, sentada sobre los verdes estambres, veĆ­ase una niƱa pequeƱƭsima, linda y gentil, no mĆ”s larga que un dedo pulgar; por eso la llamaron Pulgarcita.

Le dio por cuna una preciosa cÔscara de nuez, muy bien barnizada; azules hojuelas de violeta fueron su colchón, y un pétalo de rosa, el cubrecama. Allí dormía de noche, y de día jugaba sobre la mesa, en la cual la mujer había puesto un plato ceñido con una gran corona de flores, cuyos peciolos estaban sumergidos en agua; una hoja de tulipÔn flotaba a modo de barquilla, en la que Pulgarcita podía navegar de un borde al otro del plato, usando como remos dos blancas crines de caballo. Era una maravilla. Y sabía cantar, ademÔs, con voz tan dulce y delicada como jamÔs se haya oído. Una noche, mientras la pequeñuela dormía en su camita, presentóse un sapo, que saltó por un cristal roto de la ventana. Era feo, gordote y viscoso; y vino a saltar sobre la mesa donde Pulgarcita dormía bajo su rojo pétalo de rosa.  «”Sería una bonita mujer para mi hijo!», dijose el sapo, y, cargando con la cÔscara de nuez en que dormía la niña, saltó al jardín por el mismo cristal roto. Cruzaba el jardín un arroyo, ancho y de orillas pantanosas; un verdadero cenagal, y allí vivía el sapo con su hijo. ”Uf!, ”y qué feo y asqueroso era el bicho! ”igual que su padre! «Croak, croak, brekkerekekex! », fue todo lo que supo decir cuando vio a la niñita en la cÔscara de nuez.

  • Habla mĆ”s quedo, no vayas a despertarla -le advirtió el viejo sapo-. AĆŗn se nos podrĆ­a escapar, pues es ligera como un plumón de cisne. La pondremos sobre un pĆ©talo de nenĆŗfar en medio del arroyo; allĆ­ estarĆ” como en una isla, ligera y menudita como es, y no podrĆ” huir mientras nosotros arreglamos la sala que ha de ser vuestra habitación debajo del cenagal.

Crecían en medio del río muchos nenúfares, de anchas hojas verdes, que parecían nadar en la superficie del agua; el mÔs grande de todos era también el mÔs alejado, y éste eligió el viejo sapo para depositar encima la cÔscara de nuez con Pulgarcita. Cuando se hizo de día despertó la pequeña, y al ver donde se encontraba prorrumpió a llorar amargamente, pues por todas partes el agua rodeaba la gran hoja verde y no había modo de ganar tierra firme. Mientras tanto, el viejo sapo, allÔ en el fondo del pantano, arreglaba su habitación con juncos y flores amarillas; había que adornarla muy bien para la nuera. Cuando hubo terminado nadó con su feo hijo hacia la hoja en que se hallaba Pulgarcita. Querían trasladar su lindo lecho a la cÔmara nupcial, antes de que la novia entrara en ella. El viejo sapo, inclinÔndose profundamente en el agua, dijo:

  • AquĆ­ te presento a mi hijo; serĆ” tu marido, y vivirĆ©is muy felices en el cenagal.
  • Ā”Coax, coax, brekkerekekex! -fue todo lo que supo aƱadir el hijo. Cogieron la graciosa camita y echaron a nadar con ella; Pulgarcita se quedó sola en la hoja, llorando, pues no podĆ­a avenirse a vivir con aquel repugnante sapo ni a aceptar por marido a su hijo, tan feo.

Los pececillos que nadaban por allĆ­ habĆ­an visto al sapo y oĆ­do sus palabras, y asomaban las cabezas, llenos de curiosidad por conocer a la pequeƱa. Al verla tan hermosa, les dio lĆ”stima y les dolió que hubiese de vivir entre el lodo, en compaƱƭa del horrible sapo. Ā”HabĆ­a que impedirlo a toda costal Se reunieron todos en el agua, alrededor del verde tallo que sostenĆ­a la hoja, lo cortaron con los dientes y la hoja salió flotando rĆ­o abajo, llevĆ”ndose a Pulgarcita fuera del alcance del sapo. En su barquilla, Pulgarcita pasó por delante de muchas ciudades, y los pajaritos, al verla desde sus zarzas, cantaban: «”QuĆ© niƱa mĆ”s preciosa!Ā». Y la hoja seguĆ­a su rumbo sin detenerse, y asĆ­ salió Pulgarcita de las fronteras del paĆ­s. Una bonita mariposa blanca, que andaba revoloteando por aquellos contornos, vino a pararse sobre la hoja, pues le habĆ­a gustado Pulgarcita. Ɖsta se sentĆ­a ahora muy contenta, libre ya del sapo; por otra parte, Ā”era tan bello el paisaje! El sol enviaba sus rayos al rĆ­o, cuyas aguas refulgĆ­an como oro purĆ­simo. La niƱa se desató el cinturón, ató un extremo en torno a la mariposa y el otro a la hoja; y asĆ­ la barquilla avanzaba mucho mĆ”s rĆ”pida. MĆ”s he aquĆ­ que pasó volando un gran abejorro, y, al verla, rodeó con sus garras su esbelto cuerpecito y fue a depositarlo en un Ć”rbol, mientras la hoja de nenĆŗfar seguĆ­a flotando a merced de la corriente, remolcada por la mariposa, que no podĆ­a soltarse. Ā  Ā”QuĆ© susto el de la pobre Pulgarcita, cuando el abejorro se la llevó volando hacia el Ć”rbol! Lo que mĆ”s la apenaba era la linda mariposa blanca atada al pĆ©talo, pues si no lograba soltarse morirĆ­a de hambre. Al abejorro, en cambio, le tenĆ­a aquello sin cuidado. Posóse con su carga en la hoja mĆ”s grande y verde del Ć”rbol, regaló a la niƱa con el dulce nĆ©ctar de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque en nada se parecĆ­a a un abejorro. MĆ”s tarde llegaron los demĆ”s compaƱeros que habitaban en el Ć”rbol; todos querĆ­an verla. Y la estuvieron contemplando, y las damitas abejorras exclamaron, arrugando las antenas.

SOPA DE PALILLO DE MORCILLA

 

  1. – Sopa de palillo de morcilla

* Ā”Vaya comida la de ayer! – comentaba una vieja dama de la familia ratonil dirigiĆ©ndose a otra que no habĆ­a participado en el banquete -. Yo ocupĆ© el puesto vigĆ©simo-primero empezando a contar por el anciano rey de los ratones, lo cual no es poco honor. En cuanto a los platos, puedo asegurarte que el menĆŗ fue estupendo. Pan enmohecido, corteza de tocino, vela de sebo y morcilla; y luego repetimos de todo. Fue como si comiĆ©ramos dos veces. Todo el mundo estaba de buen humor, y se contaron muchos chistes y ocurrencias, como se hace en las familias bien avenidas. No quedó ni pizca de nada, aparte los palillos de las morcillas, y por eso dieron tema a la conversación. ImagĆ­nate que hubo quien afirmó que podĆ­a prepararse sopa con un palillo de morcilla. Desde luego que todos conocĆ­amos esta sopa de oĆ­das, como tambiĆ©n la de guijarros, pero nadie la habĆ­a probado, y mucho menos preparado. Se pronunció un brindis muy ingenioso en honor de su inventor, diciendo que merecĆ­a ser el rey de los pobres. ĀæVerdad que es una buena ocurrencia? El viejo rey se levantó y prometió elevar al rango de esposa y reina a la doncella del mundo ratonil que mejor supiese condimentar la sopa en cuestión. El plazo quedó seƱalado para dentro de un aƱo.

  • Ā”No estarĆ­a mal! – opinó la otra rata -. Pero, Āæcómo se prepara la sopa?
  • Eso es, Āæcómo se prepara? – preguntaron todas las damas ratoniles, viejas y jóvenes. Todas habrĆ­an querido ser reinas, pero ninguna se sentĆ­a con Ć”nimos de afrontar las penalidades de un viaje al extranjero para aprender la receta, y, sin embargo, era imprescindible. Abandonar a su familia y los escondrijos familiares no estĆ” al alcance de cualquiera. En el extranjero no todos los dĆ­as se encuentra corteza de queso y de tocino; uno se expone a pasar hambre, sin hablar del peligro de que se te meriende un gato.

Estas ideas fueron seguramente las que disuadieron a la mayorĆ­a de partir en busca de la receta. Sólo cuatro ratitas jóvenes y alegres, pero de casa humilde, se decidieron a emprender el viaje. IrĆ­an a los cuatro extremos del mundo, a probar quiĆ©n tenĆ­a mejor suerte. Cada una se procuró un palillo de morcilla, para no olvidarse del objeto de su expedición; serĆ­a su bĆ”culo de caminante. Iniciaron el viaje el primero de mayo, y regresaron en la misma fecha del aƱo siguiente. Pero sólo volvieron tres; de la cuarta nada se sabĆ­a, no habĆ­a dado noticias de sĆ­, y habĆ­a llegado ya el dĆ­a de la prueba. – Ā”No puede haber dicha completa! – dijo el rey de los ratones; y dio orden de que se invitase a todos los que residĆ­an a muchas millas a la redonda. Como lugar de reunión se fijó la cocina. Las tres ratitas expedicionarias se situaron en grupo aparte; para la cuarta, ausente, se dispuso un palillo de morcilla envuelto en crespón negro. Nadie debĆ­a expresar su opinión hasta que las tres hubiesen hablado y el Rey dispuesto lo que procedĆ­a. Vamos a ver lo que ocurrió.

  1. De lo que habĆ­a visto y aprendido la primera ratita en el curso de su viaje

– Cuando salĆ­ por esos mundos de Dios – dijo la viajera – iba creĆ­da, como tantas de mi edad, que llevaba en mĆ­ toda la ciencia del universo. Ā”QuĆ© ilusión! Hace falta un buen aƱo, y algĆŗn dĆ­a de propina, para aprender todo lo que es menester. Yo me fui al mar y embarquĆ© en un buque que puso rumbo Norte. Me habĆ­an dicho que en el mar conviene que el cocinero sepa cómo salir de apuros; pero no es cosa fĆ”cil, cuando todo estĆ” atiborrado de hojas de tocino, toneladas de cecina y harina enmohecida. Se vive a cuerpo de rey, pero de preparar la famosa sopa ni hablar. Navegamos durante muchos dĆ­as y noches; a veces el barco se balanceaba peligrosamente, v otras las olas saltaban sobre la borda y nos calaban hasta los huesos. Cuando al fin llegamos a puerto, abandonĆ© el buque; estĆ”bamos muy al Norte. Produce una rara sensación eso de marcharse de los escondrijos donde hemos nacido, embarcar en un buque que viene a ser como un nuevo escondrijo, y luego, de repente, hallarte a centenares de millas y en un paĆ­s desconocido. HabĆ­a allĆ­ bosques impenetrables de pinos y abedules, que despedĆ­an un olor intenso, desagradable para mis narices. De las hierbas silvestres se desprendĆ­a un aroma tan fuerte, que hacĆ­a estornudar y pensar en morcillas, quieras que no. HabĆ­a grandes lagos, cuyas aguas parecĆ­an clarĆ­simas miradas desde la orilla, pero que vistas desde cierta distancia eran negras como tinta. Blancos cisnes nadaban en ellos; al principio los tomĆ© por espuma, tal era la suavidad con que se movĆ­an en la superficie; pero despuĆ©s los vi volar y andar; sólo entonces me di cuenta de lo que eran. Por cierto que cuando andan no pueden negar su parentesco con los gansos. Yo me juntĆ© a los de mi especie, los ratones de bosque y de campo, que, por lo demĆ”s, son de una ignorancia espantosa, especialmente en lo que a economĆ­a domĆ©stica se refiere; y, sin embargo, Ć©ste era el objeto de mi viaje. El que fuera posible hacer sopa con palillos de morcilla resultó para ellos una idea tan inaudita, que la noticia se esparció por el bosque como un reguero de pólvora; pero todos coincidieron en que el problema no tenĆ­a solución. JamĆ”s hubiera yo pensado que precisamente allĆ­, y aquella misma noche, tuviese que ser iniciada en la preparación del plato. Era el solsticio de verano; por eso, decĆ­an, el bosque exhalaba aquel olor tan intenso, y eran tan aromĆ”ticas las hierbas, los lagos tan lĆ­mpidos, y, no obstante, tan oscuros, con los blancos cisnes en su superficie. A la orilla del bosque, entre tres o cuatro casas, habĆ­an clavado una percha tan alta como un mĆ”stil, y de su cima colgaban guirnaldas y cintas: era el Ć”rbol de mayo. Muchachas y mozos bailaban a su alrededor, y rivalizaban en quiĆ©n cantarĆ­a mejor al son del violĆ­n del mĆŗsico. La fiesta duró toda la noche, desde la puesta del sol, a la luz de la Luna llena, tan intensa casi como la luz del dĆ­a, pero yo no tomĆ© parte. ĀæDe quĆ© le vendrĆ­a a un ratoncito participar en un baile en el bosque? PermanecĆ­ muy quietecita en el blando musgo, sosteniendo muy prieto mi palillo. La luna iluminaba principalmente un lugar en el que crecĆ­a un Ć”rbol recubierto de musgo, tan fino, que me atrevo a sostener que rivalizaba con la piel de nuestro rey, sólo que era verde, para recreo de los ojos. De pronto llegaron, a paso de marcha, unos lindĆ­simos y diminutos personajes, que apenas pasaban de mi rodilla; parecĆ­an seres humanos, pero mejor proporcionados. LlamĆ”banse elfos y llevaban vestidos primorosos, confeccionados con pĆ©talos de flores, con adornos de alas de moscas y mosquitos, todos de muy buen ver. ParecĆ­a como si anduviesen buscando algo, no sabĆ­a yo quĆ©, hasta que algunos se me acercaron. El mĆ”s distinguido seƱaló hacia mi palillo y dijo: «”Uno asĆ­ es lo que necesitamos! Ā”QuĆ© bien tallado! Ā”Es esplĆ©ndido!Ā», y contemplaba mi palillo con verdadero arrobo. Ā«Os lo prestarĆ©, pero tenĆ©is que devolvĆ©rmeloĀ», les dije. «”Te lo devolveremos!Ā», respondieron a la una; lo cogieron y saltando y brincando, se dirigieron al lugar donde el musgo era mĆ”s fino, y clavaron el palillo en el suelo. QuerĆ­an tambiĆ©n tener su Ć”rbol de mayo, y aquĆ©l resultaba como hecho a medida. Lo limpiaron y acicalaron; Ā”parecĆ­a nuevo!. Unas araƱitas tendieron a su alrededor hilos de oro y lo adornaron con ondeantes velos y banderitas, tan sutilmente tejidos y de tal inmaculada blancura a los rayos lunares, que me dolĆ­an los ojos al mirarlos. Tomaron colores de las alas de la mariposa, y los espolvorearon sobre las telaraƱas, que quedaron cubiertas como de flores y diamantes maravillosos, tanto, que yo no reconocĆ­a ya mi palillo de morcilla. En todo el mundo no se habrĆ” visto un Ć”rbol de mayo como aquĆ©l. Y sólo entonces se presentó la verdadera sociedad de los elfos; iban completamente desnudos, y aquello era lo mejor de todo. Me invitaron a asistir a la fiesta, aunque desde cierta distancia, porque yo era demasiado grandota. Empezó la mĆŗsica. Era como si sonasen millares de campanitas de cristal, con sonido lleno y fuerte; creĆ­ que eran cisnes los que cantaban, y parecióme distinguir tambiĆ©n las voces del cuclillo y del tordo. Finalmente, fue como si el bosque entero se sumase al concierto; era un conjunto de voces infantiles, sonido de campanas y canto de pĆ”jaros. Cantaban melodĆ­as bellĆ­simas, y todos aquellos sones salĆ­an del Ć”rbol de mayo de los elfos. Era un verdadero concierto de campanillas y, sin embargo, allĆ­ no habĆ­a nada mĆ”s que mi palillo de morcilla. Nunca hubiera creĆ­do que pudiesen encerrarse en Ć©l tantas cosas; pero todo depende de las manos a que va uno a parar. Me emocionĆ© de veras; llorĆ© de pura alegrĆ­a, como sólo un ratoncillo es capaz de llorar. La noche resultó demasiado corta, pero allĆ­ arriba, y en este tiempo, el sol madruga mucho. Al alba se levantó una ligera brisa; rizóse la superficie del agua de los lagos, y todos los delicados y ondeantes velos y banderas volaron por los aires. Las balanceantes glorietas de tela de araƱa, los puentes colgantes y balaustradas, o como quiera que se llamen, tendidos de hoja a hoja, quedaron reducidos a la nada. Seis ellos volvieron a traerme el palillo y me preguntaron si tenĆ­a yo algĆŗn deseo que pudieran satisfacer. Entonces les pedĆ­ que me explicasen la manera de preparar la sopa de palillo de morcilla. Ā«Ya habrĆ”s visto cómo hacemos las cosas – dijo el mĆ”s distinguido, riĆ©ndose -. ĀæA que apenas reconocĆ­as tu palillo?Ā». «”La verdad es que sois muy listos!Ā», respondĆ­, y a continuación les expliquĆ©, sin mĆ”s preĆ”mbulos, el objeto de mi viaje y lo que en mi tierra esperaban de Ć©l. «¿QuĆ© saldrĆ”n ganando el rey de los ratones y todo nuestro poderoso imperio – dije – con que yo haya presenciado estas maravillas? No podrĆ© reproducirlas sacudiendo el palillo y decir: Ved, ahĆ­ estĆ” la maderita, ahora vendrĆ” la sopa. Y aunque pudiera, serĆ­a un espectĆ”culo bueno para la sobremesa, cuando la gente estĆ” ya hartaĀ». Entonces el elfo introdujo sus minĆŗsculos dedos en el cĆ”liz de una morada violeta y me dijo: Ā«FĆ­jate; froto tu varita mĆ”gica. Cuando estĆ©s de vuelta a tu paĆ­s y en el palacio de tu rey, toca con la vara el pecho cĆ”lido del Rey. BrotarĆ”n violetas y se enroscarĆ”n a lo largo de todo el palo, aunque sea en lo mĆ”s riguroso del invierno. AsĆ­ tendrĆ”s en tu paĆ­s un recuerdo nuestro y aĆŗn algo mĆ”s por aƱadiduraĀ». Pero antes de dar cuenta de lo que era aquel Ā«algo mĆ”sĀ», la ratita tocó con el palillo el pecho del Rey, y, efectivamente, brotó un esplĆ©ndido ramillete de flores, tan deliciosamente olorosas, que el Soberano ordenó a los ratones que estaban mĆ”s cerca del fuego, que metiesen en Ć©l sus rabos para provocar cierto olor a chamusquina, pues el de las violetas resultaba irresistible. No era Ć©ste precisamente el perfume preferido de la especie ratonil.

  • Pero, ĀæquĆ© hay de ese Ā«algo mĆ”sĀ» que mencionaste? – preguntó el rey de los ratones.
  • Ahora viene lo que pudiĆ©ramos llamar el efecto principal – respondió la ratita – y haciendo girar el palillo, desaparecieron todas las flores y quedó la varilla desnuda, que entonces se empezó a mover a guisa de batuta. Ā«Las violetas son para el olfato, la vista y el tacto – dijo el elfo -; pero tendremos que darte tambiĆ©n algo para el oĆ­do y el gustoĀ».

Y la ratita se puso a marcar el compÔs, y empezó a oírse una música, pero no como la que había sonado en la fiesta de los elfos del bosque, sino como la que se suele oír en las cocinas. ”Uf, qué barullo! Y todo vino de repente; era como si el viento silbara por las chimeneas; cocían cazos y pucheros, la badila aporreaba los calderos de latón, y de pronto todo quedó en silencio. Oyóse el canto del puchero cuando hierve, tan extraño, que uno no sabía si iba a cesar o si sólo empezaba. Y hervía la olla pequeña, y hervía la grande, ninguna se preocupaba de la otra, como si cada cual estuviese distraída con sus pensamientos. La ratita seguía agitando la batuta con fuerza creciente, las ollas espumeaban, borboteaban, rebosaban, bufaba el viento, silbaba chimenea. ”Señor, la cosa se puso tan terrible, que la propia ratita perdió el palo!

  • Ā”Vaya receta complicada! – exclamó el rey -. ĀæTardarĆ” mucho en estar preparada la sopa? – Eso fue todo – respondió la ratita con una reverencia.
  • ĀæTodo? En este caso, oigamos lo que tiene que decirnos la segunda – dijo el rey.

 

  1. – De lo que contó la otra ratita

– NacĆ­ en la biblioteca del castillo – comenzó la segunda ratita -. Ni yo ni otros varios miembros de mi familia tuvimos jamĆ”s la suerte de entrar en un comedor, y no digamos ya en una despensa. Sólo al partir, y hoy nuevamente, he visto una cocina. En la biblioteca pasĆ”bamos hambre, y eso muy a menudo, pero en cambio adquirimos no pocos conocimientos. Llegónos el rumor de la recompensa ofrecida por la preparación de una sopa de palillos de morcilla, y ante la noticia, mi vieja abuela sacó un manuscrito. No es que supiera leer, pero habĆ­a oĆ­do a alguien leerlo en voz alta, y le habĆ­a chocado esta observación: Ā«Cuando se es poeta, se sabe preparar sopa con palillos de morcillaĀ». Me preguntó si yo era poetisa; dĆ­jele yo que ni por asomo, y entonces ella me aconsejó que procurase llegar a serlo. Me informĆ© de lo que hacĆ­a falta para ello, pues descubrirlo por mis propios medios se me antojaba tan difĆ­cil como guisar la sopa. Pero mi abuela habĆ­a asistido a muchas conferencias, y enseguida me respondió que se necesitaban tres condiciones: inteligencia, fantasĆ­a y sentimiento. Ā«Si logras hacerte con estas tres cosas – aƱadió – serĆ”s poetisa y saldrĆ”s adelante con tu palillo de morcillaĀ». AsĆ­, me lancĆ© por esos mundos hacia Poniente, para llegar a ser poetisa. La inteligencia, bien lo sabĆ­a, es lo principal para todas las cosas: las otras dos condiciones no gozan de tanto prestigio; por eso fui, ante todo, en busca de ella. Pero, Āædónde habita? Ve a las hormigas y serĆ”s sabio; asĆ­ dijo un dĆ­a un gran rey de los judĆ­os. Lo sabĆ­a tambiĆ©n por la biblioteca, y ya no descansĆ© hasta que hube encontrado un gran nido de hormigas. Me puse al acecho, dispuesta a adquirir la sabidurĆ­a.

TIA DOLOR DE MUELAS

ĀæQuĆ© de dónde hemos sacado esta historia? ĀæQuieres saberlo? Pues la hemos sacado del barril que contiene el papel viejo. MĆ”s de un libro bueno y raro ha ido a parar a la mantequerĆ­a y a la abacerĆ­a, no precisamente para ser leĆ­do, sino como articulo utilitario. Lo emplean para liar cucuruchos de almidón y cafĆ© o para envolver arenques, mantequilla y queso. Las hojas escritas son tambiĆ©n Ćŗtiles. Y a menudo ocurre que va a parar al cubo lo que no debiera. Conozco a un dependiente de una verdulerĆ­a, hijo de un mantequero; ascendió de la bodega a la planta baja; es hombre muy leĆ­do, con cultura de bolsas de abacerĆ­a, tanto impresas como manuscritas. Posee una interesante colección, de la que forman parte notables documentos extraĆ­dos de la papelera de tal o cual funcionario demasiado ocupado y distraĆ­do; cartas confidenciales de un amigo a la amiga; comunicaciones escandalosas que no debieran circular ni ser comentadas por nadie. Es una especie de estación de salvamento para una parte no despreciable de la literatura, y su campo de acción es muy amplio, pues dispone de la tienda de sus padres y de la del dueƱo, donde ha salvado mĆ”s de un libro, u hojas de Ć©l, que bien merecĆ­an ser leĆ­das y releĆ­das. Me enseñó su colección de cosas impresas y manuscritas sacadas del cubo, la mayorĆ­a de ellas de la mantequerĆ­a. HabĆ­a allĆ­ varias hojas de un cuaderno relativamente abultado, del que me llamó la atención el carĆ”cter de letra, muy cuidado y claro. – Lo escribió un estudiante -me dijo-. Un estudiante que vivĆ­a enfrente y que murió hace un mes. PadecĆ­a mucho de dolor de muelas, por lo que aquĆ­ se ve. Ā”Es muy divertida su lectura! Esto es sólo una pequeƱa parte de lo que escribió, pues habĆ­a todo un libro y aĆŗn algo mĆ”s. Por Ć©l, mis padres dieron a la patrona del estudiante media libra de jabón verde. Esto es todo lo que pude salvar. Se lo pedĆ­ prestado, lo leĆ­ y ahora voy a contarlo. El tĆ­tulo era: TĆ­a Dolor de Muelas De niƱo, mi tĆ­a me regalaba golosinas. Mis dientes resistieron, sin estropearse. Ahora soy mayor, soy ya estudiante, y ella sigue regalĆ”ndome con dulces; soy poeta, dice. Cierto que hay algo de poeta en mĆ­, pero no lo bastante. A menudo, yendo por las calles de la ciudad, me parece como si anduviese por el interior de una gran biblioteca; las casas son las estanterĆ­as de los libros, y cada piso es un anaquel. AquĆ­ hay una historia cotidiana, allĆ” una buena comedia u obras cientĆ­ficas de todas las ramas, acullĆ” literatura, buena o de pacotilla. Y puedo fantasear y filosofar sobre todos esos libros. Hay algo de poeta en mĆ­, pero no lo bastante. Muchas personas tienen de ello tanto como yo, y, sin embargo, no ostentan ningĆŗn escudo ni collar con el tĆ­tulo de poeta. Para ellos y para mĆ­ es un don de Dios, una gracia concedida, bastante para uno mismo, pero demasiado pequeƱa para que merezca ser comunicada a los demĆ”s. Viene como un rayo de sol, llena el alma y el pensamiento; viene como aroma de flores, como una melodĆ­a que uno conoce sin acertar a recordar de dónde procede. Una noche, hace poco, en mi habitación, sentĆ­a ganas de leer, pero no tenĆ­a ningĆŗn libro; y he aquĆ­ que de pronto cayó del tilo una hoja verde y tierna. Un soplo de aire la introdujo en mi cuarto. ContemplĆ© sus numerosas y ramificadas nervaduras; por su superficie se movĆ­a un gusanillo, como interesado en estudiar la hoja a conciencia. Aquello me hizo pensar en la ciencia humana. TambiĆ©n nosotros nos arrastramos sobre la superficie de una hoja, no conocemos otra cosa, y en seguida nos sentimos con Ć”nimos para pronunciar una conferencia acerca del Ć”rbol entero, con su raĆ­z, tronco y copa, el gran Ć”rbol: Dios, el mundo y la inmortalidad. Y, sin embargo, de todo ello no conocemos sino una hoja. Mientras estaba asĆ­ ocupado, recibĆ­ la visita de tĆ­a Mille. Le enseƱƩ la hoja con el gusano, le comuniquĆ© mis pensamientos y vi que sus ojos brillaban. – Ā”Eres un poeta! -exclamó-. Ā”QuizĆ”s el mĆ”s grande que tenemos! Ā”QuĆ© contenta bajarĆ­a a la tumba, si yo pudiera verlo! Desde el entierro del cervecero Rasmussen, Ā Ā Ā  me Ā Ā Ā Ā Ā  has Ā Ā Ā Ā Ā  estado asombrando con tu poderosa imaginación. AsĆ­ dijo tĆ­a Mille, y me besó. ĀæQuiĆ©n era tĆ­a Mille y quiĆ©n el cervecero Rasmussen? Cuando Ć©ramos niƱos, llamĆ”bamos tĆ­a a la que lo era de nuestra madre; no la conocĆ­amos por otro nombre. Nos regalaba confituras y azĆŗcar, a pesar del peligro que suponĆ­an para nuestros dientes; pero, como ella decĆ­a, los pequeƱos eran su debilidad. HabrĆ­a sido cruel privarlos de aquel poquitĆ­n de golosinas que tanto les gustaban. Por eso querĆ­amos tanto a nuestra tĆ­a. Era una vieja solterona. Siempre la conocĆ­ vieja. Se habĆ­a plantado en una misma edad. HabĆ­a sufrido mucho de dolor de muelas, y hablaba constantemente de ello; por eso su amigo el cervecero Rasmussen, hombre muy chistoso, la llamaba TĆ­a Dolor de Muelas. Ɖste hacia varios aƱos que habĆ­a dejado el negocio, para vivir de sus rentas; frecuentaba la casa de la tĆ­a y era mĆ”s viejo que ella. No le quedaba ni un diente, aparte dos o tres negros raigones. De joven habĆ­a comido mucho azĆŗcar, nos decĆ­a; por eso se veĆ­a de aquel modo. Por lo visto, tĆ­a nunca debió de haber comido azĆŗcar de pequeƱa, pues tenĆ­a unos dientes magnĆ­ficos y blanquĆ­simos. Los cuidaba bien, por otra parte; nunca se iba a dormir con ellos, decĆ­a el cervecero Rasmussen. Los niƱos sabĆ­an que aquello era pura malicia, pero tĆ­a afirmaba que lo decĆ­a sin mala intención. Una maƱana, a la hora del desayuno, contó un sueƱo desagradable que habĆ­a tenido por la noche: que se le habĆ­a caĆ­do un diente.

  • Esto significa -dijo- que perderĆ© un buen amigo o una buena amiga.
  • Si el diente era postizo -observó el cervecero con una sonrisa burlona-, tal vez sea un falso amigo.
  • Ā”Es usted un viejo grosero! -replicó tĆ­a, enfadada como nunca la he visto.

Posteriormente dijo que había sido una broma de su viejo amigo, quien, a su juicio, era el hombre mÔs noble de la Tierra, y que cuando muriese sería un angelito de Dios en el cielo. Aquella presunta transformación me dio mucho que pensar. ¿Podría reconocerlo bajo su nueva figura? De joven había pretendido a mi tía. Ella se lo pensó demasiado tiempo, permaneció indecisa y se quedó soltera, pero siempre fue para él una fiel amiga. Luego murió el cervecero Rasmussen. Lo llevaron a la tumba en el coche fúnebre mÔs caro, y hubo nutrido acompañamiento; incluso personajes condecorados y en uniforme. Tía presenció la comitiva desde la ventana, vestida de luto, rodeada de todos nosotros, sin que faltase mi hermanito menor, traído por la cigüeña una semana antes. Cuando hubieron desfilado la carroza fúnebre y el séquito, y la calle quedó desierta, tía quiso marcharse, pero yo me opuse; aguardaba al Ôngel, el cervecero Rasmussen. Estaría convertido en un angelillo alado y no podía dejar de aparecérsenos.

  • Ā”TĆ­a! -dije-, Āæno crees que va a venir? ĀæO que cuando la cigüeƱa nos traiga otro hermanito serĆ” el cervecero Rasmussen?

Tía quedó anonadada ante mi fantasía, y exclamó: «”Este niño serÔ un gran poeta!». Y lo estuvo repitiendo durante todos mis años escolares aun después de mi confirmación y cuando era ya estudiante. Fue y sigue siendo para mí la amiga que mÔs simpatiza con el dolor poético y el dolor de muelas. Yo sufro accesos de uno y otro.

  • Anota todos tus pensamientos -decĆ­a- y guĆ”rdalos en el cajón de la mesa; asĆ­ lo hacĆ­a Jean-Paul. Llegó a ser un gran poeta, del cual recuerdo muy poca cosa, lo confieso; no es bastante interesante. TĆŗ debes ser interesante. Ā”Y lo serĆ”s!

La noche que siguió a aquella conversación me la pasĆ© dominado por el anhelo y el tormento, el afĆ”n y la ilusión de ser el gran poeta que mi tĆ­a veĆ­a y adivinaba en mĆ­. Pero existe un dolor peor que aquĆ©l: el dolor de muelas. Ɖste me atormentaba; me convirtió en un gusano que me retorcĆ­a entre vejigatorios y cataplasmas.

  • Ā”Yo sĆ© lo que es eso! -decĆ­a la tĆ­a; y su boca dibujaba una triste sonrisa. Ā”Cómo brillaban sus dientes!

Pero debo empezar un nuevo capĆ­tulo de la historia de mi tĆ­a. Ā  Llevaba un mes en una nueva casa. Un dĆ­a hablaba de ello con mi tĆ­a.

  • Es una familia muy tranquila. No se preocupan de mĆ­ ni cuando llamo tres veces. Enfrente hay un barullo infernal, con los ruidos del viento y de la gente. Vivo exactamente encima del portal; cada coche que entra o sale hace mover los cuadros de las paredes. Tiembla toda la casa, como en un terremoto. Desde la cama siento la vibración en todo el cuerpo, pero supongo que esto fortifica los nervios. Cada vez que hay tormenta – Ā”y cuidado que aquĆ­ son frecuentes!, – los ganchos de las ventanas oscilan y golpean contra las paredes. A cada rĆ”faga suena la campanilla de la puerta del patio vecino.

Nuestros inquilinos regresan a casa a gotas, ya anochecido o muy avanzada la noche. El que reside encima de mi cuarto, que durante el dĆ­a da lecciones de trombón, es el que vuelve mĆ”s tarde y antes de acostarse se da un paseĆ­to por la habitación, con paso recio y botas claveteadas. No hay doble ventana, y sĆ­ en cambio un cristal roto, sobre el cual la patrona ha pegado un papel. El viento sopla por la raja, con notas comparables a las del zumbido del tĆ”bano. Es mi canción de cuna. Y si llego a dormirme, no tarda en despertarme el canto del gallo. Los pollos y gallinas del gallinero del tendero del sótano me anuncian que pronto serĆ” dĆ­a. Los caballitos que, a falta de establo, estĆ”n atados en el cuartucho de debajo la escalera, no paran de cocear contra la puerta y el panel para desentumecerse. En cuanto alborea, el portero, que duerme con su familia en la buhardilla, baja las escaleras con gran ruido: matraquean sus abarcas, sus portazos hacen temblar la casa, y una vez pasado el temporal el inquilino de arriba empieza con su gimnasia, levantando con cada mano una bola de hierro que no puede sostener, por lo que se le cae una vez y otra, mientras la chiquillerĆ­a de la casa, que debe ir a la escuela, se precipita por las escaleras saltando y gritando. Yo me voy a la ventana, la abro para que entre aire puro, y me doy por satisfecho cuando puedo obtenerlo, cosa que sólo sucede cuando la solterona del piso trasero no estĆ” lavando guantes con agua de lejĆ­a, pues tal es su oficio. Aparte esto, es una casa estupenda, y la familia es muy tranquila. Ɖste fue el relato que hice a mi tĆ­a acerca de mi pensión. Claro que le di algo mĆ”s de vivacidad, pues la exposición oral tiene siempre acentos mĆ”s vivos y amenos que la escrita. – Ā”Eres un poeta! -exclamó mi tĆ­a-. Pon esta descripción por escrito, eres tan bueno como Dickens. Ā”Y mucho mĆ”s interesante! Pintas, cuando hablas. Describes tu casa tan bien, que me parece verla. Ā”Me entran escalofrĆ­os! No te quedes ahĆ­: ponle algo vivo, personas, personas que conmuevan, de preferencia desgraciados. Y, efectivamente, trasladĆ© al papel la descripción de la casa tal como era, ruidosa y alborotada, pero sólo conmigo en ella, sin acción. Ɖsta vendrĆ” despuĆ©s.

TIENE QUE HABER DIFERENCIAS

Era el mes de mayo. Soplaba aĆŗn un viento fresco, pero la primavera habĆ­a llegado; asĆ­ lo proclamaban las plantas y los Ć”rboles, el campo y el prado. Era una orgĆ­a de flores, que se esparcĆ­an hasta por debajo de los verdes setos; y justamente allĆ­ la primavera llevaba a cabo su obra, manifestĆ”ndose desde un diminuto manzano del que habĆ­a brotado una Ćŗnica ramita, pero fresca y lozana, y cuajada toda ella de yemas color de rosa a punto de abrirse. Bien sabĆ­a la ramita lo hermosa que era, pues eso estĆ” en la hoja como en la sangre; por eso no se sorprendió cuando un coche magnĆ­fico se detuvo en el camino frente a ella, y la joven condesa que lo ocupaba dijo que aquella rama de manzano era lo mĆ”s encantador que pudiera soƱarse; era la primavera misma en su manifestación mĆ”s delicada. Y quebraron la rama, que la damita cogió con la mano y resguardó bajo su sombrilla de seda. Continuaron luego hacia palacio, aquel palacio de altos salones y esplĆ©ndidos aposentos; sutiles cortinas blancas aleteaban en las abiertas ventanas, y maravillosas flores lucĆ­an en jarros opalinos y transparentes; en uno de ellos – habrĆ­ase dicho fabricado de nieve reciĆ©n caĆ­da – colocaron la ramita del manzano entre otras de haya, tiernas y de un verde claro. Daba alegrĆ­a mirarla. A la ramita se le subieron los humos a la cabeza; Ā”es tan humano eso!. Pasaron por las habitaciones gentes de toda clase, y cada uno, segĆŗn su posición y categorĆ­a, permitióse manifestar su admiración. Unos permanecĆ­an callados, otros hablaban demasiado, y la rama del manzano pudo darse cuenta de que tambiĆ©n entre los humanos existen diferencias, exactamente lo mismo que entre las plantas. Ā«Algunas estĆ”n sólo para adorno, otras sirven para la alimentación, e incluso las hay completamente superfluasĀ», pensó la ramita; y como sea que la habĆ­an colocado delante de una ventana abierta, desde su sitio podĆ­a ver el jardĆ­n y el campo, lo que le daba oportunidad para contemplar una multitud de flores y plantas y efectuar observaciones a su respecto. Ricas y pobres aparecĆ­an mezcladas; y, aĆŗn se veĆ­an, algunas en verdad insignificantes.

  • Ā”Pobres hierbas descastadas! -exclamó la rama del manzano-. La verdad es que existe una diferencia. Ā”QuĆ© desgraciadas deben de sentirse, suponiendo que esas criaturas sean capaces de sentir como nosotras. Naturalmente, es forzoso que haya diferencias; de lo contrario todas serĆ­amos iguales.

Nuestra rama consideró con cierta compasión una especie de flores que crecían en número incontable en campos y ribazos. Nadie las cogía para hacerse un ramo, pues eran demasiado ordinarias. Hasta entre los adoquines crecían: como el último de los hierbajos, asomaban por doquier, y para colmo tenían un nombre de lo mas vulgar: diente de león.

  • Ā”Pobre planta despreciada! -exclamó la rama del manzano-. TĆŗ no tienes la culpa de ser como eres, tan ordinaria, ni de que te hayan puesto un nombre tan feo. Pero con las plantas ocurre lo que con los hombres: tiene que haber diferencias.
  • Ā”Diferencias! -replicó el rayo de sol, mientras besaba al mismo tiempo la florida rama del manzano y los mĆ­seros dientes de león que crecĆ­an en el campo; y tambiĆ©n los hermanos del rayo de sol prodigaron sus besos a todas las flores, pobres y ricas.

Nuestra ramita no habĆ­a pensado nunca sobre el infinito amor de Dios por su mundo terrenal, y por todo cuanto en Ć©l se mueve y vive; nunca habĆ­a reflexionado sobre lo mucho de bueno y de bello que puede haber en Ć©l – oculto, pero no olvidado -. Pero, Āæacaso no es esto tambiĆ©n humano? El rayo de sol, el mensajero de la luz, lo sabĆ­a mejor. – No ves bastante lejos, ni bastante claro. ĀæCuĆ”l es esa planta tan menospreciada que asĆ­ compadeces?

  • El diente de león -contestó la rama-. Nadie hace ramilletes con ella; todo el mundo la pisotea; hay demasiados. Y cuando dispara sus semillas, salen volando en minĆŗsculos copos como de blanca lana y se pegan a los vestidos de los viandantes. Es una mala hierba, he ahĆ­ lo que es. Pero hasta de eso ha de haber. Ā”CuĆ”nta gratitud siento yo por no ser como Ć©l!

De pronto llegó al campo un tropel de chiquillos; el menor de todos era aĆŗn tan pequeƱo, que otros tenĆ­an que llevarlo en brazos. Y cuando lo hubieron sentado en la hierba en medio de todas aquellas flores amarillas, se puso a gritar de alegrĆ­a, a agitar las regordetas piernecillas y a revolcarse por la hierba, cogiendo con sus manitas los dorados dientes de león y besĆ”ndolos en su dulce inocencia. Mientras tanto los mayores rompĆ­an las cabecitas floridas, separĆ”ndolas de los tallos huecos y doblando Ć©stos en anillo para fabricar con ellos cadenas, que se colgaron del cuello, de los hombros o en torno a la cintura; se los pusieron tambiĆ©n en la cabeza, alrededor de las muƱecas y los tobillos – Ā”quĆ© preciosidad de cadenas y grilletes verdes! -. Pero los mayores recogĆ­an cuidadosamente las flores encerradas en la semilla, aquella ligera y vaporosa esfera de lana, aquella pequeƱa obra de arte que parece una nubecilla blanca hecha de copitos minĆŗsculos. Se la ponĆ­an ante la boca, y de un soplo tenĆ­an que deshacerla enteramente. Quien lo consiguiera tendrĆ­a vestidos nuevos antes de terminar el aƱo – lo habĆ­a dicho abuelita. Y de este modo la despreciada flor se convertĆ­a en profeta.

  • ĀæVes? -preguntóle el rayo de sol a la rama de manzano-. ĀæVes ahora su belleza y su virtud?
  • Ā”SĆ­, para los niƱos! -replicó la rama.

En esto llegó al campo una ancianita, y, con un viejo y romo cuchillo de cocina, se puso a excavar para sacar la raíz de la planta. Quería emplear parte de las raíces para una infusión de café; el resto pensaba llevÔrselas al boticario para sacar unos céntimos.

  • Pero la belleza es algo mucho mĆ”s elevado exclamó la rama del manzano-. A su reino van sólo los elegidos. Existe una diferencia entre las plantas, de igual modo como la hay entre las personas.

Entonces el rayo de sol le habló del infinito amor de Dios por todas sus criaturas, amor que abraza con igual ternura a todo ser viviente; y le habló también de la divina justicia, que lo distribuye todo por igual en tiempo y eternidad.

  • Ā”SĆ­, eso cree usted! -respondió la rama.

En eso entró gente en el salón, y con ella la condesita que tan lindamente habĆ­a colocado la rama florida en el transparente jarrón, sobre el que caĆ­a el fulgurante rayo de sol. TraĆ­a una flor, o lo que fuese, cuidadosamente envuelta en tres o cuatro grandes hojas, que la rodeaban como un cucurucho, para que ni un hĆ”lito de aire pudiese darle y perjudicarla: y Ā”la llevaba con un cuidado tan amoroso! Mucho mayor del que jamĆ”s se habĆ­a prestado a la ramita del manzano. La sacaron con gran precaución de las hojas que la envolvĆ­an y apareció… Ā”la pequeƱa esferita de blancos copos, la semilla del despreciado diente de león! Esto era lo que la condesa con tanto cuidado habĆ­a cogido de la tierra y traĆ­do para que ni una de las sutilĆ­simas flechas de pluma que forman su vaporosa bolita fuese llevada por el viento. La sostenĆ­a en la mano, entera e intacta; y admiraba su hermosa forma, aquella estructura aĆ©rea y diĆ”fana, aquella construcción tan original, aquella belleza que en un momento disiparĆ­a el viento. Daba lĆ”stima pensar que pudiera desaparecer aquella hermosa realidad.

  • Ā”Fijaos que maravillosamente hermosa la ha creado Dios! -dijo-. La pintarĆ© junto con la rama del manzano. Todo el mundo, encuentra esta rama primorosa; pero la pobre florecilla, a su manera, ha sido agraciada por Dios con no menor hermosura. Ā”QuĆ© distintas son, y, sin embargo, las dos son hermanas en el reino de la belleza!

Y el rayo de sol besó al humilde diente de león, exactamente como besaba a la florida rama del manzano, cuyos pétalos parecían sonrojarse bajo la caricia.

UNA HISTORIA

En el jardƭn florecƭan todos los manzanos; se habƭan apresurado a echar flores antes de tener hojas verdes; todos los patitos estaban en la era, y el gato con ellos, relamiƩndose el resplandor del sol, relamiƩndoselo de su propia pata. Y si uno dirigƭa la mirada a los campos, veƭa lucir el trigo con un verde precioso, y todo era trinar y piar de mil pajarillos, como si se celebrase una gran fiesta; y de verdad lo era, pues habƭa llegado el domingo. Tocaban las campanas, y las gentes, vestidas con sus mejores prendas, se encaminaban a la iglesia, tan orondas y satisfechas. Sƭ, en todo se reflejaba la alegrƭa; era un dƭa tan tibio y tan magnƭfico, que bien podƭa decirse:

  • Verdaderamente, Dios Nuestro SeƱor es de una bondad infinita para con sus criaturas.

En el interior de la iglesia, el pastor, desde el pĆŗlpito, hablaba, sin embargo, con voz muy recia y airada; se lamentaba de que todos los hombres fueran unos descreĆ­dos y los amenazaba con el castigo divino, pues cuando los malos mueren, van al infierno, a quemarse eternamente; y decĆ­a ademĆ”s que su gusano no morirĆ­a, ni su fuego se apagarĆ­a nunca, y que jamĆ”s encontrarĆ­an la paz y el reposo. Ā”Daba pavor oĆ­rlo, y se expresaba, ademĆ”s, con tanta convicción…! DescribĆ­a a los feligreses el infierno como una cueva apestosa, donde confluye toda la inmundicia del mundo; allĆ­ no hay mĆ”s aire que el de la llama ardiente del azufre, ni suelo tampoco: todos se hundirĆ­an continuamente, en eterno silencio. Era horrible oĆ­r todo aquello, pero el pĆ”rroco lo decĆ­a con toda su alma, y todos los presentes se sentĆ­an sobrecogidos de espanto. Y, sin embargo, allĆ” fuera los pajarillos cantaban tan alegres, y el sol enviaba su calor, y cada florecilla parecĆ­a decir: Ā«Dios es infinitamente bueno para todos nosotrosĀ». SĆ­, allĆ” fuera las cosas eran muy distintas de como las pintaba el pĆ”rroco. Al anochecer, a la hora de acostarse, el pastor observó que su esposa permanecĆ­a callada y pensativa.

  • ĀæQuĆ© te pasa? -le preguntó.
  • Me pasa… -respondió ella-, pues me pasa que no puedo concretar mis pensamientos, que no comprendo bien lo que dijiste, que haya tantas personas impĆ­as y que han de ser condenadas al fuego eterno. Ā”Eterno…! Ā”Ay, quĆ© largo es esto! Yo no soy sino una pobre pecadora, y, sin embargo, no tendrĆ­a valor para condenar al fuego eterno ni siquiera al mĆ”s perverso de los pecadores. Ā”Cómo podrĆ­a, pues, hacerlo Dios Nuestro SeƱor, que es infinitamente bueno y sabe que el mal viene de fuera y de dentro! No, no puedo creerlo, por mĆ”s que tĆŗ lo digas.

Habƭa llegado el otoƱo, y las hojas caƭan de los Ɣrboles; el grave y severo pƔrroco estaba sentado a la cabecera de una moribunda: un alma creyente y piadosa iba a cerrar los ojos; era su propia esposa.

  • …Si alguien merece descanso en la tumba y gracia ante Dios, Ć©sa eres tĆŗ -dijo el pastor. Le cruzó las manos sobre el pecho y rezó una oración para la difunta.

La mujer fue conducida a su sepultura. Dos gruesas lÔgrimas rodaron por las mejillas de aquel hombre grave. En la casa parroquial reinaban el silencio y la soledad: el sol del hogar se había apagado; ella se había ido. Era de noche; un viento frío azotó la cabeza del clérigo. Abrió los ojos y le pareció como si la luna brillara en el cuarto, y, sin embargo, no era así. Pero junto a su cama estaba de pie una figura humana: el espíritu de su esposa difunta, que lo miraba con expresión afligida, como si quisiera decirle algo. El pÔrroco se incorporó en el lecho y extendió hacia ella los brazos:

  • ĀæTampoco tĆŗ gozas del eterno descanso? ĀæEs posible que sufras, tĆŗ, la mejor y la mĆ”s piadosa?

La muerta bajó la cabeza en signo afirmativo y se puso la mano en el pecho.

  • ĀæPodrĆ­a yo procurarte el reposo en la sepultura?
  • Si -llegó a sus oĆ­dos.
  • ĀæDe quĆ© manera?
  • Dame un cabello, un solo cabello de la cabeza de un pecador cuyo fuego jamĆ”s haya de extinguirse, de un pecador a quien Dios haya de condenar a las penas eternas del infierno.
  • Ā”Oh, serĆ” fĆ”cil salvarte, mujer pura y piadosa! -exclamó Ć©l.
  • Ā”SĆ­gueme, pues! -contestó la muerta-. AsĆ­ nos ha sido concedido. VolarĆ”s a mi lado allĆ” donde quiera llevarte tu pensamiento; invisibles a los hombres, penetraremos en sus rincones mĆ”s secretos, pero deberĆ”s seƱalarme con mano segura al condenado a las penas eternas, y tendrĆ”s que haberlo encontrado antes de que cante el gallo.

En un instante, como llevados por el pensamiento, estuvieron en la gran ciudad, y en las paredes de las casas vieron escritas en letras de fuego los nombres de los pecados mortales: orgullo, avaricia, embriaguez, lujuria, en resumen, el iris de siete colores de las culpas capitales.

  • SĆ­, ahĆ­ dentro, como ya pensaba y sabĆ­a -dijo el pĆ”rroco- moran los destinados al fuego eterno -. Y se encontraron frente a un portal magnĆ­ficamente iluminado, de anchas escaleras adornadas con alfombras y flores; y de los bulliciosos salones llegaban los sones de mĆŗsica de baile. El portero lucĆ­a librea de seda y terciopelo y empuƱaba un bastón con incrustaciones de plata.
  • Ā”Nuestro baile compite con los del Palacio Real! – dijo, dirigiĆ©ndose a la muchedumbre estacionada en la calle. En su rostro y en su porte entero se reflejaba un solo pensamiento: «”Pobre gentuza que mirĆ”is desde fuera, para mĆ­ todos sois canalla despreciable!Ā».
  • Ā”Orgullo! -dijo la muerta-. ĀæLo ves?
  • ĀæEse? -contestó el pĆ”rroco-. Pero Ć©se no es mĆ”s que un loco, un necio; Āæcómo ha de ser condenado a las penas eternas?
  • Ā”No mĆ”s que un loco! -resonó por toda la casa del orgullo. Todos en ella lo eran.

Entraron volando al interior de las cuatro paredes desnudas del avariento. EscuÔlido como un esqueleto, tiritando de frío, hambriento y sediento, el viejo se aferraba al dinero con toda su alma. Lo vieron saltar de su mísero lecho, como presa de la fiebre, y apartar una piedra suelta de la pared. Allí había monedas de oro metidas en un viejo calcetín. Lo vieron cómo palpaba su chaqueta androjosa, donde tenía cosidas mÔs monedas, y sus dedos húmedos temblaban.

  • Ā”EstĆ” enfermo! Es puro desvarĆ­o, una triste demencia envuelta en angustia y pesadillas.

Se alejaron rÔpidamente, y muy pronto se encontraron en el dormitorio de la cÔrcel, donde, en una larga hilera de camastros, dormían los reclusos. Uno de ellos despertó, y, como un animal salvaje, lanzó un grito horrible, dando con el codo huesudo en el costado del compañero, el cual, volviéndose, exclamó medio dormido:

  • Ā”CĆ”llate la boca, so bruto, y duerme! Ā”Todas las noches haces lo mismo!
  • Ā”Todas las noches! -repitió el otro- …Ā”SĆ­, todas las noches se presenta y lanza alaridos y me atormenta! En un momento de ira hice tal y cual cosa; nacĆ­ con malos instintos, y ellos me han llevado aquĆ­ por segunda vez; pero obrĆ© mal y sufro mi merecido. Una sola cosa no he confesado. Cuando salĆ­ de aquĆ­ la Ćŗltima vez, al pasar por delante de la finca de mi antiguo amo, se encendió en mĆ­ el odio. FrotĆ© un fósforo contra la pared, el fuego prendió en el tejado de paja y las llamas lo devoraron todo. Me pasó el arrebato, como suele ocurrirme, y ayudĆ© a salvar el ganado y los enseres. NingĆŗn ser vivo murió abrasado, excepto una bandada de palomas que cayeron al fuego, y el perro mastĆ­n, en el que no habĆ­a pensado. Se le oĆ­a aullar entre las llamas… y sus aullidos siguen lastimĆ”ndome los oĆ­dos cuando me echo a dormir; y cuando ya duermo, viene el perro, enorme e hirsuto, y se echa sobre mĆ­ aullando y oprimiĆ©ndome, atormentĆ”ndome… Ā”Escucha lo que te cuento, pues! TĆŗ puedes roncar, roncar toda la noche, mientras yo no puedo dormir un cuarto de hora -. Y en un arrebato de furor, pego a su campanero un puƱetazo en la cara.
  • Ā”Ese Mads se ha vuelto loco otra vez! -gritaron en torno; los demĆ”s presos se lanzaron contra Ć©l, y, tras dura lucha, le doblaron el cuerpo hasta meterle la cabeza entre las piernas, atĆ”ndolo luego tan reciamente, que la sangre casi le brotaba de los ojos y de todos los poros.
  • Ā”Vais a matarlo, infeliz! -gritó el pĆ”rroco, y al extender su mano protectora hacia aquel pecador que tanto sufrĆ­a, cambió bruscamente la escena.

Volaron a travĆ©s de ricos salones y de modestos cuartos; la lujuria, la envidia y todos los demĆ”s pecados capitales desfilaron ante ellos; un Ć”ngel del divino tribunal daba lectura a sus culpas y a su defensa; cierto que ello contaba poco ante Dios, pues Dios lee en los corazones, lo sabe todo, lo malo que viene de dentro y de fuera; Ɖl, que es la misma gracia y el amor mismo. La mano del pastor temblaba, no se atrevĆ­a a alargarla para arrancar un cabello de la cabeza de un pecador. Y las lĆ”grimas manaban de sus ojos como el agua de la gracia y del amor, que extinguen el fuego eterno del infierno. En esto cantó el gallo.

  • Ā”Dios misericordioso! Ā”ConcĆ©dele paz en la tumba, la paz que yo no pude darle!
  • Ā”Gozo de ella, ya! -exclamó la muerta-. Lo que me ha hecho venir a ti han sido tus palabras duras, tu sombrĆ­a fe en Dios y en sus criaturas. Ā”Aprende a conocer a los hombres! Aun en los malos palpita una parte de Dios, una parte que apagarĆ” y vencerĆ” las llamas de infierno.

El sacerdote sintió un beso en sus labios; había luz a su alrededor: el sol radiante de Nuestro Señor entraba en la habitación, donde su esposa, dulce y amorosa, acababa de despertarlo de un sueño que Dios le había enviado.

UNA HOJA DE CIELO

A gran altura, en el aire límpido, volaba un Ôngel que llevaba en la mano una flor del jardín del Paraíso, y al darle un beso, de sus labios cayó una minúscula hojita, que, al tocar el suelo, en medio del bosque, arraigó en seguida y dio nacimiento a una nueva planta, entre las muchas que crecían en el lugar.

  • Ā”QuĆ© hierba mĆ”s ridĆ­cula! – dijeron aquĆ©llas. Y ninguna querĆ­a reconocerla, ni siquiera los cardos y las ortigas.
  • Debe de ser una planta de jardĆ­n – aƱadieron, con una risa irónica, y siguieron burlĆ”ndose de la nueva vecina; pero Ć©sta venga crecer y crecer, dejando atrĆ”s a las otras, y venga extender sus ramas en forma de zarcillos a su alrededor.
  • ĀæAdónde quieres ir? – preguntaron los altos cardos, armados de espinas en todas sus hojas -. Dejas las riendas demasiado sueltas, no es Ć©ste el lugar apropiado. No estamos aquĆ­ para aguantarte.

Llegó el invierno, y la nieve cubrió la planta; pero ésta dio a la nívea capa un brillo espléndido, como si por debajo la atravesara la luz del sol. En primavera se había convertido en una planta florida, la mÔs hermosa del bosque. Vino entonces el profesor de BotÔnica; su profesión se adivinaba a la legua. Examinó la planta, la probó, pero no figuraba en su manual; no logró clasificarla.

  • Es una especie hĆ­brida – dijo -. No la conozco. No entra en el sistema.
  • Ā”No entra en el sistema! – repitieron los cardos y las ortigas. Los grandes Ć”rboles circundantes miraban la escena sin decir palabra, ni buena ni mala, lo cual es siempre lo mĆ”s prudente cuando se es tonto.

Acercóse en esto, bosque a travĆ©s, una pobre niƱa inocente; su corazón era puro, y su entendimiento, grande, gracias a la fe; toda su herencia acĆ” en la Tierra se reducĆ­a a una vieja Biblia, pero en sus hojas le hablaba la voz de Dios: Ā«Cuando los hombres se propongan causarte algĆŗn daƱo, piensa en la historia de JosĆ©: pensaron mal en sus corazones, mas Dios lo encaminó al bien. Si sufres injusticia, si eres objeto de burlas y de sospechas, piensa en Ɖl, el mĆ”s puro, el mejor, AquĆ©l de quien se mofaron y que, clavado en cruz, rogaba: Ā”Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen!»». La muchachita se detuvo delante de la maravillosa planta, cuyas hojas verdes exhalaban un aroma suave y refrescante, y cuyas flores brillaban a los rayos del sol como un castillo de fuegos artificiales, resonando ademĆ”s cada una como si en ella se ocultase el profundo manantial de las melodĆ­as, no agotado en el curso de milenios. Con piadoso fervor contempló la niƱa toda aquella magnificencia de Dios; torció una rama para poder examinar mejor las flores y aspirar su aroma, y se hizo luz en su mente, al mismo tiempo que sentĆ­a un gran bienestar en el corazón. Le habrĆ­a gustado cortar una flor, pero no se decidĆ­a a hacerlo, pues se habrĆ­a marchitado muy pronto; asĆ­, se limitó a llevarse una de las verdes hojas que, una vez en casa, guardó en su Biblia, donde se conservó fresca, sin marchitarse nunca. Quedó oculta entre las hojas de la Biblia; en ella fue colocada debajo de la cabeza de la muchachita cuando, pocas semanas mĆ”s tarde, yacĆ­a Ć©sta en el ataĆŗd, con la sagrada gravedad de la muerte reflejĆ”ndose en su rostro piadoso, como si en el polvo terrenal se leyera que su alma se hallaba en aquellos momentos ante Dios. Pero en el bosque seguĆ­a floreciendo la planta maravillosa; era ya casi como un Ć”rbol, y todas las aves migratorias se inclinaban ante ella, especialmente la golondrina y la cigüeƱa. – Ā”Esto son artes del extranjero! – dijeron los cardos y lampazos -. Los que somos de aquĆ­ no sabrĆ­amos comportarnos de este modo. Y los negros caracoles de bosque escupieron al Ć”rbol. Vino despuĆ©s el porquerizo a recoger cardos y zarcillos para quemarlos y obtener ceniza. El Ć”rbol maravilloso fue arrancado de raĆ­z y echado al montón con el resto:

  • Que sirva para algo tambiĆ©n – dijo, y asĆ­ fue.

Mas he aquí que desde hacía mucho tiempo el rey del país venía sufriendo de una hondísima melancolía; era activo y trabajador, pero de nada le servía; le leían obras de profundo sentido filosófico y le leían, asimismo, las mÔs ligeras que cabía encontrar; todo era inútil. En esto llegó un mensaje de uno de los hombres mÔs sabios del mundo, al cual se habían dirigido. Su respuesta fue que existía un remedio para curar y fortalecer al enfermo: «En el propio reino del Monarca crece, en el bosque, una planta de origen celeste; tiene tal y cual aspecto, es imposible equivocarse». Y seguía un dibujo de la planta, muy fÔcil de identificar: «Es verde en invierno y en verano. Coged cada anochecer una hoja fresca de ella, y aplicadla a la frente del Rey; sus pensamientos se iluminarÔn y tendrÔ un magnífico sueño que le darÔ fuerzas y aclararÔ sus ideas para el día siguiente». La cosa estaba bien clara, y todos los doctores, y con ellos el profesor de BotÔnica, se dirigieron al bosque. Sí; mas, ¿dónde estaba la planta?

  • Seguramente ha ido a parar a mi montón – dijo el porquero y tiempo ha estĆ” convertida en ceniza; pero, ĀæquĆ© sabĆ­a yo?
  • ĀæQuĆ© sabĆ­as tĆŗ? – exclamaron todos -.

”Ignorancia, ignorancia! -. Estas palabras debían llegar al alma de aquel hombre, pues a él y a nadie mÔs iban dirigidas. No hubo modo de dar con una sola hoja; la única existente yacía en el féretro de la difunta, pero nadie lo sabía. El Rey en persona, desesperado, se encaminó a aquel lugar del bosque.

  • AquĆ­ estuvo el Ć”rbol – dijo -. Ā”Sea Ć©ste un lugar sagrado!

Y lo rodearon con una verja de oro y pusieron un centinela. El profesor de BotĆ”nica escribió un tratado sobre la planta celeste, en premio del cual lo cubrieron de oro, con gran satisfacción suya; aquel baƱo de oro le vino bien a Ć©l y a su familia, y fue lo mĆ”s agradable de toda la historia, ya que la planta habĆ­a desaparecido, y el Rey siguió preso de su melancolĆ­a y aflicción. – Pero ya las sufrĆ­a antes – dijo el centinela.

UNA ROSA DE LA TUMBA DE HOMERO

En todos los cantos de Oriente suena el amor del ruiseƱor por la rosa; en las noches silenciosas y cuajadas de estrellas, el alado cantor dedica una serenata a la fragante reina de las flores. No lejos de Esmirna, bajo los altos plĆ”tanos adonde el mercader guĆ­a sus cargados camellos, que levantan altivos el largo cuello y caminan pesadamente sobre una tierra sagrada, vi un rosal florido; palomas torcaces revoloteaban entre las ramas de los corpulentos Ć”rboles, y sus alas, al resbalar sobre ellas los oblicuos rayos del sol, despedĆ­an un brillo como de madreperla. TenĆ­a el rosal una flor mĆ”s bella que todas las demĆ”s, y a ella le cantaba el ruiseƱor su cuita amorosa; pero la rosa permanecĆ­a callada; ni una gota de rocĆ­o se veĆ­a en sus pĆ©talos, como una lĆ”grima de compasión; inclinaba la rama sobre unas grandes piedras, – AquĆ­ reposa el mĆ”s grande de los cantores -dijo la rosa-. Quiero perfumar su tumba, esparcir sobre ella mis hojas cuando la tempestad me deshoje. El cantor de la IlĆ­ada se tornó tierra, en esta tierra de la que yo he brotado. Yo, rosa de la tumba de Homero, soy demasiado sagrada para florecer sólo para un pobre ruiseƱor. Y el ruiseƱor siguió cantando hasta morir. Llegó el camellero, con sus cargados animales y sus negros esclavos; su hijito encontró el pĆ”jaro muerto, y lo enterró en la misma sepultura del gran Homero; la rosa temblaba al viento. Vino la noche, la flor cerró su cĆ”liz y soñó: Era un dĆ­a magnĆ­fico, de sol radiante; acercĆ”base un tropel de extranjeros, de francos, que iban en peregrinación a la tumba de Homero. Entre ellos iba un cantor del Norte, de la patria de las nieblas y las auroras boreales. Cogió la rosa, la comprimió entre las pĆ”ginas de un libro y se la llevó consigo a otra parte del mundo a su lejana tierra. La rosa se marchitó de pena en su estrecha prisión del libro, hasta que el hombre, ya en su patria, lo abrió y exclamó: «”Es una rosa de la tumba de Homero!Ā». Tal fue el sueƱo de la flor, y al despertar tembló al contacto del viento, y una gota de rocĆ­o desprendida de sus hojas fue a caer sobre la tumba del cantor. Salió el sol, y la rosa brilló mĆ”s que antes; el dĆ­a era tórrido, propio de la calurosa Asia. Se oyeron pasos, se acercaron extranjeros francos, como aquellos que la flor viera en sueƱos, y entre ellos venĆ­a un poeta del Norte que cortó la rosa y, dĆ”ndole un beso, se la llevó a la patria de las nieblas y de las auroras boreales. Como una momia reposa ahora el cadĆ”ver de la flor en su IlĆ­ada, y, como en un sueƱo, lo oye abrir el libro y decir: «”He aquĆ­ una rosa de la tumba de Homero!Ā».

VISION DEL BALUARTE

Es otoño. Estamos en lo alto del baluarte contemplando el mar, surcado por numerosos barcos, y, a lo lejos, la costa sueca, que se destaca, altiva, a la luz del sol poniente. A nuestra espalda desciende, abrupto, el bosque, y nos rodean Ôrboles magníficos, cuyo amarillo follaje va desprendiéndose de las ramas. Al fondo hay casas lóbregas, con empalizadas, y en el interior, donde el centinela efectúa su monótono paseo, todo es angosto y tétrico; pero mÔs tenebroso es todavía del otro lado de la enrejada cÔrcel, donde se hallan los presidiarios, los delincuentes peores. Un rayo del sol poniente entra en la desnuda celda, pues el sol brilla sobre los buenos y los malos. El preso, hosco y rudo, dirige una mirada de odio al tibio rayo. Un pajarillo vuela hasta la reja. El pÔjaro canta para los buenos y los malos. Su canto es un breve trino, pero el pÔjaro se queda allí, agitando las alas. Se arranca una pluma y se esponja las del cuello; y el mal hombre encadenado lo mira. Una expresión mÔs dulce se dibuja en su hosca cara; un pensamiento que él mismo no comprende claramente, brota en su pecho; un pensamiento que tiene algo de común con el rayo de sol que entra por la reja, y con las violetas que tan abundantes crecen allÔ fuera en primavera. Luego resuena el cuerno de los cazadores, melódicos y vigorosos. El pÔjaro se asusta y se echa a volar, alejÔndose de la reja del preso; el rayo de sol desaparece, y vuelve a reinar la oscuridad en la celda, la oscuridad en el corazón de aquel hombre malo; pero el sol ha brillado, y el pÔjaro ha cantado. ”Seguid resonando, hermosos toques del cuerno de caza! El atardecer es apacible, el mar estÔ en calma, terso como un espejo.       LA

HABICHUELAS MAGICAS

Periquín vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña del bosque. Como con el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre determinó mandar a Periquín a la ciudad, para que allí intentase vender la única vaca que poseían. El niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas. -Son maravillosas -explicó aquel hombre-. Si te gustan,te las daré a cambio de la vaca. Así lo hizo Periquín, y volvió muy contento a su casa. Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar. Cuando se levantó Periquín al día siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de vista. Se puso Periquín a trepar por la planta, y sube que sube, llegó a un país desconocido. Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba. Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas de las habichuelas, y descolgÔndose, tocó el suelo y entró en la cabaña. La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo los huevos de oro, y con su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se murió y Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiéndose al castillo del gigante. Se escondió tras una cortina y pudo observar como el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero. En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín y, recogiéndo el talego de oro, echo a correr hacia la planta gigantesca y bajó a su casa. Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo. Sin embargo, llegó un día en que el bolsón de cuero del dinero quedó completamente vacío. Se cogió Periquín por tercera vez a las ramas de la planta, y fue escalÔndolas hasta llegar a la cima. Entonces vió al ogro guardar en un cajón una cajita que, cada vez que se levantaba la tapa, dejaba caer una moneda de oro. Cuando el gigante salió de la estancia, cogió el niño la cajita prodigiosa y se la guardó. Desde su escondite vió Periquín que el gigante se tumbaba en un sofÔ, y un arpa, oh maravilla!, tocaba sóla, sin que mano alguna pulsara sus cuerdas, una delicada música. El gigante, mientras escuchaba aquella melodía, fue cayendo en el sueño poco a poco. Apenas le vió asi Periquín, cogió el arpa y echó a correr. Pero el arpa estaba encantada y, al ser tomada por Periquín, empezó a gritar: -Eh, señor amo, despierte usted, que me roban! Despertose sobresaltado el gigante y empezaron a llegar de nuevo desde la calle los gritos acusadores: -Señor amo, que me roban! Viendo lo que ocurria, el gigante salió en persecusión de Periquín. Resonaban a espaldas del niño pasos del gigante, cuando, ya cogido a las ramas empezaba a bajar. Se daba mucha prisa, pero, al mirar hacia la altura, vio que también el gigante descendía hacia él. No había tiempo que perder, y así que gritó Periquín a su madre, que estaba en casa preparando la comida: -Madre, traigame el hacha en seguida, que me persigue el gigante! Acudió la madre con el hacha, y Periquín, de un certero golpe, cortó el tronco de la trÔgica habichuela. Al caer, el gigante se estrelló, pagando así sus fechorías, y Periquín y su madre vivieron felices con el producto de la cajita que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro.

GANAR SEGUIRORES

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